En ciertos aspectos las oraciones del cristiano y las del israelita elevan a Dios los mismos deseos, anhelos y súplicas. Como ejemplos de estas clases de la oración citamos las siguientes:
“Guárdame, oh Dios, porque en Ti he confiado” (Salmo 16:11).
“Sean gratos los dichos de mi boca y la meditación de mi corazón delante de Ti” (Salmo 19:14).
“Oye, oh Dios, mi clamor; a mi oración atiende. Desde el cabo de la tierra clamaré a Ti, cuando mi corazón desmayare: a la peña más alta que yo me conduzcas” (Salmo 61:1-2).
Pero las oraciones del cristiano y del israelita que son características de sus respectivos llamamientos son muy diferentes, porque sus llamamientos son tan distintos, como ya hemos observado en la primera sección de este tratado.
La herencia de los israelitas era terrenal. Tenían enemigos que querían quitarles sus tierras. Pedían al Señor que les diera la victoria en la batalla con ellos. La siguiente es una oración típica de los israelitas:
“He aquí los hijos de Ammón y de Moab, y los del monte de Seir, a la tierra de los cuales no quisiste que pasase Israel cuando venían de la tierra de Egipto, sino que se apartasen de ellos, y no los destruyesen; he aquí ellos nos dan el pago, viniendo a echarnos de Tu heredad, que Tú nos diste a poseer. ¡Oh Dios nuestro! ¿no los juzgarás Tú? porque en nosotros no hay fuerza contra tan grande multitud que viene contra nosotros: no sabemos lo que hemos de hacer, mas a Ti volvemos nuestros ojos” (2 Crónicas 20:10-12).
Esa oración era colectiva, la de todos los israelitas. La siguiente es la de una sola persona, pidiendo la intervención del Señor contra sus enemigos:
“Sea su mesa delante de ellos por lazo, y lo que es para bien por tropiezo. Sean oscurecidos sus ojos para ver, y has siempre titubear sus lomos. Derrama sobre ellos Tu ira, y el furor de Tu enojo los alcance” (Salmo 69:22-24).
Pero en contraste marcado, la Iglesia de Dios, y el creyente individualmente, no piden la maldición de sus enemigos, sino todo lo contrario: piden —como su Señor y Salvador pidió— perdón para todos ellos. Oró Jesús crucificado: “Padre, perdónalos; porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34). Asimismo Esteban, cuando los judíos airados le apedreaban, oró: “Señor, no les imputes este pecado” (Hechos 7:60), como Jesús había enseñado a los Suyos: “orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44).
A propósito, el apóstol Pablo, al escribir su última epístola, la segunda a Timoteo, no pronunció una imprecación contra “Alejandro el calderero”. La traducción correcta de su escrito es así: “Alejandro el calderero me ha causado muchos males; el Señor le pagará” (y no, “el Señor le pague”) “conforme a sus hechos” (2 Timoteo 4:14). Según el espíritu de la “gracia de Dios”, hubiera sido imposible que el anciano siervo del Señor, que dijo: “nos maldicen, y bendecimos” (1 Corintios 4:12), escribiera una maldición.
Hay aun otra clase de oración cristiana, la que está relacionada con el llamamiento celestial. Era demás que un israelita orase que Dios le diese a conocer su llamamiento, pues ya estaba en su herencia terrenal en Canaán; pero el cristiano no tiene una herencia visible en este mundo, sino una herencia invisible al ojo mortal e incomprehensible a la mente del hombre natural. Cuando aquél recién es nacido de Dios, es un niño en cuanto a las cosas espirituales. Pero va creciendo poco a poco en el conocimiento de ellas. Por eso precisa de las oraciones apostólicas, por ejemplo:
“No ceso de dar gracias por vosotros, haciendo memoria de vosotros en mis oraciones; que el Dios del Señor nuestro Jesucristo, el Padre de gloria, os dé espíritu de sabiduría y de revelación para Su conocimiento; alumbrando los ojos de vuestro entendimiento, para que sepáis cuál sea la esperanza de Su vocación, y cuáles las riquezas de la gloria de Su herencia en los santos” (Efesios 1:16-18, pero léase el pasaje al fin, hasta el versículo 23).
“Doblo mis rodillas al Padre de nuestro Señor Jesucristo, del cual es nombrada toda la parentela en los cielos y en la tierra, que os dé, conforme a las riquezas de Su gloria, el ser corroborados con potencia en el hombre interior por Su Espíritu. Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones; para que, arraigados y fundados en amor, podáis bien comprender con todos los santos cuál sea la anchura y la longura y la profundidad y la altura, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efesios 3:14-19).