Mateo 8:1-17

Matthew 8:1‑17
Listen from:
J.H. Smith
(continuación del número anterior)
“Y como descendió del monte, le seguían muchas gentes. Y he aquí un leproso vino, y le adoraba, diciendo: Señor, si quisieres, puedes limpiarme. Y extendiendo Jesús Su mano, le tocó, diciendo: Quiero, sé limpio. Y luego su lepra fue limpiada. Entonces Jesús le dijo: Mira, no lo digas a nadie; mas ve, muéstrate al sacerdote, y ofrece el presente que mandó Moisés, para testimonio a ellos” (versículos 1-4).
“Le seguían muchas gentes”, pero no nos dice que creían en Él o Le adoraban. Sólo un pobre leproso, sintiendo profundamente su necesidad, vino a Jesús, adorándole; y no solamente eso, sino que expresó su confianza en Su poder de limpiarle de su enfermedad incurable: “Señor, si quisieres, puedes limpiarme”. Pero cabía una duda: “¿Es posible, (podía preguntarse), que Él tenga misericordia de un hombre tan asqueroso como yo?”. Pronto quedó despejada la incógnita: enseguida Jesús le contestó: “Quiero; sé limpio”.
Ese hombre es un tipo de cualquier pecador preso de la lepra del pecado y sin esperanza de curación, aparte de la intervención del Señor Jesús, el buen Salvador quien murió para expiar sus muchos pecados y hacerle limpio de una vez delante del Dios tres veces santo.
El leproso es también un tipo de la nación de Israel, cuya única esperanza es Cristo, su Mesías, al cual rechazó. Vendrá el día cuando la nación se arrepentirá de su grave pecado y recibirá al Redentor: “Derramaré sobre la casa de David, y sobre los moradores de Jerusalem, espíritu de gracia y de oración; y mirarán a Mí, a quien traspasaron” (Zacarías 12:10).
“Y entrando Jesús en Capernaum, vino a Él un centurión, rogándole, y diciendo: Señor, mi mozo yace en casa paralítico, gravemente atormentado. Y Jesús le dijo: Yo iré y le sanaré. Y respondió el centurión, y dijo: Señor, no soy digno de que entres debajo de mi techado; mas solamente di la palabra, y mi mozo sanará. Porque también yo soy hombre bajo de potestad, y tengo bajo de mí soldados: y digo a éste: Ve, y va; y al otro: Ven, y viene; y a mi siervo: Haz esto, y lo hace. Y oyendo Jesús, se maravilló, y dijo a los que le seguían: De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado fe tanta. Y os digo que vendrán muchos del oriente y del occidente, y se sentarán con Abraham, e Isaac, y Jacob, en el reino de los cielos: mas los hijos del reino serán echados a las tinieblas de afuera: allí será el lloro y el crujir de dientes. Entonces Jesús dijo al centurión: Ve, y como creíste te sea hecho. Y su mozo fue sano en el mismo momento” (versículos 5-13).
El corazón de Jesús fue consolado por la fe implícita de ese centurión romano, uno de los gentiles que no tenían ningún derecho a las bendiciones propuestas a los judíos, pero menospreciadas por éstos. El Señor, conforme a Su bondad que se extendió más allá de los confines de Israel (“José ... cuyos vástagos se extienden sobre el muro” — Génesis 49:22), se maravilló de la fe del centurión, y sanó a su mozo a varios kilómetros lejos de Él.
Típicamente, el centurión figura a los gentiles ingeridos en lugar de Israel en “la oliva” de la promesa (Romanos 11:17).
“Y vino Jesús a casa de Pedro, y vio a su suegra echada en cama, y con fiebre. Y tocó su mano, y la fiebre la dejó: y ella se levantó, y les servía” (versículos 14-15).
Es interesante notar, de paso, que Pedro tenía una esposa. El supuesto primer papa (aunque jamás lo fue) era hombre casado, y no tuvo por su misión servir al Señor entre los gentiles, sino entre los judíos (véase Gálatas 2:7-9 y 1 Pedro 1:1).
La suegra de Pedro estaba “con fiebre”. Muchas veces los hijos de Dios también están “con fiebre”. Sus espíritus están excitados por muchas cosas y no están en las condiciones tranquilas que exige la comunión dulce y sosegada con su Señor; por lo tanto precisan de Su toque calmante y sanador. “Marta” estaba con esa fiebre cuando “se distraía en muchos servicios” y perdió la bendición de la cual María disfrutaba. (Véase Lucas 10:39-42).
“Y como fue tarde, trajeron a Él muchos endemoniados; echó los demonios con la palabra, y sanó a todos los enfermos; para que se cumpliese lo que fue dicho por el profeta Isaías, que dijo: Él mismo tomó nuestras dolencias” (versículos 16-17).
Cuando se puso el sol y los hombres ya habían dejado de trabajar, Jesús seguía bendiciendo a la pobre humanidad. Con Su palabra poderosa echó fuera muchos demonios; curó a todos los enfermos; cumplió así la profecía de Isaías, que dijo: “Él mismo tomó nuestras dolencias”. Así Él se acreditó como el Sanador de Israel. Pero hoy en día en esta dispensación de la gracia de Dios, la sanidad del alma es la cosa imprescindible: “porque ¿de qué aprovecha al hombre, si granjeare todo el mundo, y perdiere su alma? O ¿qué recompensa dará el hombre por su alma?”.
Pero en el mundo actual se hace mucho despliegue propagandístico anunciando taumaturgos que pretenden usar dones de sanidad, pero vemos que el mismo Pablo, el apóstol a los gentiles y ministro a la iglesia, no sanó a Timoteo, su hijo espiritual y compañero de milicia, sino le recetó una medicina (1 Timoteo 5:23). Dejó a Trófimo enfermo en Mileto (2 Timoteo 4:20). Tuvo a “Lucas, el médico amado”, por compañero (Colosenses 4:14). Así que Pablo no empleaba sus dones de sanidad para el bienestar físico de sus compañeros, sino para testimonio a los inconversos (véase Hechos 14:6-10).
(seguirá, Dios mediante)