Es mi deseo, mediante la ayuda del Señor, escribir un relato fiel, hasta donde mi memoria me lo permita, de algunos de los tratos de Dios con mi alma y mis empeños en pos de la experiencia de la santidad durante los primeros seis años de mi vida cristiana antes de conocer la bienaventuranza de poseer todo en Cristo.
No hay duda de que a veces se hace necesario “hablar como un necio” como dijera el apóstol Pablo, mas reconociendo la necesidad de tal relato, creo que puedo decir con él: “vosotros me habéis constreñido”.
Si de este modo puedo disfrutar del privilegio de librar a otros de las desagradables experiencias por las cuales yo mismo pasé en aquellos primeros días de mi vida cristiana, me sentiré plenamente recompensado por el esfuerzo realizado a fin de llevar estas luchas del corazón ante la consideración de mis lectores.
Desde muy temprana edad Dios comenzó a hablarme por Su Palabra. Dudo que pueda volver en mis recuerdos al instante en que por primera vez experimenté la realidad de las cosas eternas.
Perdí a mi padre antes de que la imagen de sus facciones pudiera grabarse en mi mente infantil; sin embargo nunca he oído hablar de él sino como de un varón de Dios. Se le conocía en la ciudad de Toronto, donde nací, como “El Hombre de la Eternidad”. Su biblia marcada en numerosos pasajes, fue para mí un precioso legado y de ella aprendí a recitar mi primer versículo de las Escrituras cuando contaba cuatro años. Puedo recordar con toda claridad haber aprendido las benditas palabras de Lucas 19:10: “Porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido”. Que yo estaba perdido y que Cristo vino del cielo a salvarme, fueron las primeras verdades divinas que se imprimieron en mi tierno corazón.
Mi madre viuda, fue, me parece, una señalada entre mil. Recuerdo cómo de niño me conmovía cuando oraba, ambos arrodillados: “Padre, concede que mi hijo no tenga jamás mayor ambición que vivir para Ti. Haz que sea salvo en su temprana vida y que sea un consagrado predicador al aire libre como lo fue su padre. Que sufra por Cristo de buena voluntad, que voluntariamente arrostre persecución y el rechazamiento del mundo que desechó a Tu Hijo y guárdele de todo aquello que pudiera deshonrarte”. Las palabras no siempre eran las mismas, pero el sentido de esa oración lo escuché innumerables veces.
Mi hogar era con frecuencia visitado por siervos de Cristo que a mí me parecían llevar con ellos la atmósfera de la eternidad. A pesar de ello para mí representaban el tósigo de mi niñez. Cuando con ánimo escrutador me preguntaban: “¿Enrique, niño, no has nacido de nuevo aún?”, o hacían esta otra pregunta igualmente impresionante: “¿Estás seguro de que tu alma es salva?” casi siempre me detenía: pero no sabía qué respuesta dar.
Mi hogar se había trasladado a California antes de que estuviera seguro de ser un hijo de Dios. En la ciudad de Los Ángeles empezaron mis primeras inquietudes mundanales y me impacientaba que se me quisiera restringir. No obstante me preocupaba continuamente el magno problema de mi salvación.
Sólo contaba doce años cuando emprendí una Escuela Bíblica y comencé a tratar de ayudar a los niños y niñas de la vecindad a adquirir un conocimiento del Libro que yo había leído diez veces, aunque dichas lecturas me habían dejado aun sin seguridad de salvación.
Pablo escribió a Timoteo: “Que desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden hacer sabio para la salud por la fe que es en Cristo Jesús” (2 Timoteo 3:15). Era esto último lo que a mí me faltaba. Yo había creído siempre, a mi manera, pero a pesar de ello no me atrevía afirmar que era salvo. Ahora bien, siempre había creído acerca de Cristo. Pero no había creído en Él como mi Salvador personal. Entre estas dos creencias está toda la diferencia que existe entre ser salvo y ser perdido, entre una eternidad en el cielo y edades sin fin en el Lago de Fuego.
Como he dicho ya, no me faltaba inquietud en cuanto a la suerte de mi alma; y aunque ansiaba irrumpir dentro del mundo, y era culpable de mucha vileza e impiedad, sentía siempre una mano restrictiva que se posaba sobre mí, impidiéndome hacer muchas cosas en las cuales, a no ser por ello, hubiese incurrido; de ahí que cierta religiosidad caracterizara mi vida por ese entonces. Pero religión no es salvación.
Estaba próximo a cumplir catorce años, cuando cierto día al regreso de la escuela me enteré de que un siervo de Cristo procedente del Canadá, quien me era muy conocido, había llegado a la ciudad con el fin de celebrar algunas reuniones. Yo sabía antes de verlo con qué efusión me saludaría, ya que le recordaba muy bien al igual que sus escrutadoras preguntas hechas cuando yo era más pequeño. Por tanto no estaba sorprendido sino aturdido cuando exclamó: “¡Bueno, Enrique, niño, me agrada verte! ¿No has nacido de nuevo aún?” La sangre sonrojó mi rostro. Bajé la cabeza y no tuve palabras para responder a aquella interrogación. Un tío mío que se hallaba presente dijo: “¿No sabe, señor M—, que él predica un poco y dirige una escuela dominical?”
“¡Cierto!” fue la respuesta. “Quieres traer tu biblia, Enrique?”
Me alegré de que pudiera salir del salón e inmediatamente me dirigí a buscar mi biblia y regresé, deteniéndome un tiempo razonable, esperando de este modo reponerme del choque emocional de aquel primer instante. Al regreso al salón me dijo, bondadosa pero seriamente: “¿Quieres abrirla al capítulo 3 y versículo 19 de la Epístola a los Romanos y leer el pasaje en alta voz?”
Leí muy despacio: “Empero sabemos que todo lo que la ley dice, a los que están en la ley lo dice, para que toda boca se tape y todo el mundo se sujete a Dios”. Comprendía la explicación de esas palabras, y no hallé qué decir. El evangelista continuó diciéndome que él también había sido en otro tiempo un pecador religioso, hasta que Dios tapó su boca, y entonces le mostró a Cristo. Me hizo sentir de modo impresionante la importancia de llegar al mismo lugar antes de que tratara de enseñar a otros.
Sus palabras hicieron efecto. Desde ese instante hasta que tuve la seguridad de que era salvo, me abstuve de hablar de estas cosas, y suspendí mi trabajo en la escuela bíblica. Pero entonces, Satanás, quien había estado procurando la destrucción de mi alma, me sugirió lo siguiente: “Si eres un pecador perdido e inepto para hablar a otros sobre religión, ¿por qué no disfrutar de todo lo que el mundo ofrece en tanto en cuanto puedas aprovecharte de ello?”
Escuché con avidez sus palabras y por los seis meses siguientes, o algo parecido, nadie estuvo más ansioso de placer que yo, aunque siempre con una conciencia despierta.
Por fin, en la noche de un jueves, Dios me habló con poder tremendo, mientras me hallaba en una alegre fiesta en compañía de otros cuantos jóvenes, la mayoría de los cuales contaba más edad que yo, cuando sólo nos proponíamos tener una diversión nocturna. Recuerdo que me había retirado por unos momentos de la sala de recepción a un salón contiguo para tomar una bebida refrescante. Estando parado solo junto a una mesa donde se servían las bebidas, penetraron en lo más íntimo de mi alma, con una claridad sobrecogedor, algunos versículos de las Escrituras que yo había aprendido unos meses antes.
Dichos versículos se encuentran en el primer capítulo del libro de los Proverbios, comenzando con el versículo 24 y continuando hasta el versículo 32. La sabiduría es aquí representada como riéndose de la calamidad del que rehusó oír instrucción y burlándose cuando viniere lo que teme. Cada palabra parecía penetrar en mi corazón como un dardo ardiente. Pude ver, como no lo había visto nunca antes, mi horrible culpa de haber rehusado por tanto tiempo confiar en Cristo por el bien de mí mismo y de haber preferido seguir mi propio voluntañoso camino antes que el de Aquel que había muerto por mí.
Regresé a la sala y traté de reincorporarme a los otros compañeros en sus vanas disipaciones. Pero todo parecía vacío y haber perdido su brillo. La luz de la eternidad brillaba en el salón y yo me extrañaba de que alguien pudiera reír cuando el juicio de Dios se cernía sobre nosotros como la espada de Dámocles suspendida de un cabello. Parecíamos personas que juegan al borde de un precipicio con los ojos cerrados, siendo yo el más descuidado de todos, hasta que la gracia de Dios me hizo ver claro.
Aquella noche, cuando todo hubo terminado, me dirigí a mi hogar a toda prisa, y subí a gatas la escalera que conducía a mi habitación. Una vez allí, después de encender una luz, tomé mi Biblia, y con ella delante de mí, caí sobre mis rodillas.
Un sentimiento indefinido me embargaba el cual me impelía a orar. Pero de pronto me asaltó una pregunta: “¿Qué pedir en mi oración?” La respuesta vino claro y definidamente: “Aquello que Dios me ha estado ofreciendo por tantos años”. “¿Por qué no recibirlo, entonces, y darle gracias?”
Mi madre con frecuencia había dicho: “El sitio para comenzar nuestras relaciones con Dios está en Romanos 3 o en Juan 3”. Volví las hojas de la Biblia a estas escrituras y las leí ambas con sumo cuidado. Vi claramente que era un desamparado pecador, pero que Cristo había muerto por mí, y que la salvación era ofrecida gratuitamente a todos los que confiaran en Él. Leyendo Juan 3:16 por segunda vez, me dije: “Basta, Oh Dios, Te doy gracias porque me has amado, y has dado Tu Hijo por mí. Confío ahora en Él como mi Salvador, y descanso en Tu palabra, la cual me asegura que tengo vida eterna”. Después de esto esperaba tener un estremecimiento de gozo. Nada de eso. Pensaba si podía estar equivocado. Esperaba un súbito arrebato de amor por Cristo. Tampoco hubo tal. Temí que no podía ser salvo realmente, siendo tan poca mi reacción emocional.
Leí las palabras de nuevo. No cabía equivocación alguna. Dios amó al mundo, del cual yo formaba parte. Dios dio a Su Hijo para salvar a todos los que creen. Yo creía en Él como mi Salvador. Por tanto yo debía tener vida eterna. Otra vez le di gracias a Dios y me levanté de donde estaba arrodillado para emprender el camino de fe. Dios no podía mentir. Sabía que debía ser salvo.