“¿No Muerde?”

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México
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—Oh, papá, ¿muerde?—exclamó Emi, cuando el hombre grande y de tez cobriza y una gran sonrisa y enorme sombrero la levantaba y la bajaba por la rampa.
—No, querida, no muerde—sonrió papá—. Él es una de las personas a quienes hemos venido a contar la historia del Señor Jesús.
El hombre no había entendido estas palabras en inglés, y se sorprendió cuando la asustada niñita en sus brazos de pronto le sonrió y le dio un abrazo y un beso. Porque Emi, en ese mismo momento, había decidido que si estas personas extrañas no le iban a hacer daño, los iba a amar.
Emi y su papá y su mamá acababan de bajar del barco que los había traído a la soleada tierra de México donde no había pan ni mantequilla para una niñita hambrienta, pero sí muchas bananas y tortillas de maíz. Nunca había visto un hombre de tez cobriza, y había muchas cosas que eran nuevas y extrañas. Papá le explicó que habían venido a vivir a este país para contarle a la gente que el Señor Jesús los amaba, y que había muerto por ellos para que fueran limpiados de sus pecados por su sangre preciosa, y luego aprender a amarle y servirle.
Emi tenía apenas seis años, pero no tardó en aprender el idioma y tener muchos amigos, porque era una niñita feliz, y realmente amaba a la gente mexicana que vivía a su alrededor.
Luego sucedió algo muy triste para Emi y su papá. Se enfermó su mamá, y el Señor Jesús se la llevó al cielo para estar con Él. Emi se sentía muy sola sin su mamá, y tan triste que ya no cantaba los cantos alegres acerca de Jesús, y no tenía ganas de jugar, hasta que papá le explicó con ternura que Dios se había llevado a mamá a un maravilloso lugar donde ella era muy feliz, y donde los estaba esperando para vivir con ella allí. Pero hasta que Dios los llamara a irse con Él, mamá quería que su pequeña sirviera al Señor Jesús y contara a otros acerca de Él y de Su amor.
Entonces Emi quería ser una verdadera misionera con su papá, y pronto tuvo su primera oportunidad.
Cierto día su papá llegó a casa sin su caballo y con el agujero de una bala en su sombrero. ¡Qué historia emocionante tenía para contar! Había estado cabalgando tranquilamente, con la intención de visitar a algunas personas para contarles acerca del Señor Jesús, cuando de pronto ... ¡zing! ¡una bala atravesó su sombrero! El asustado caballo se desbocó, su papá se había resbalado de su lomo al polvo del camino, y el caballo había desparecido a todo galope.
Papá corrió apresuradamente a un bosquecillo cercano para esconderse, porque estaba seguro que los que le habían disparado eran bandidos. Tenía razón, espiando desde detrás de un montón de rocas, vio a un hombre con su pistola listo para volver a disparar. Cuando se puso a correr de un árbol a otro escuchó gritos, y se dio cuenta que los bandidos eran varios. Papá oraba mientras corría, y muy pronto, un poquito más adelante, vio una pequeña choza.
Corriendo lo más rápido posible, papá se abalanzó hacia la choza. Había un muchachito sentado junto a la entrada, en el sol. Él también había oído los balazos, y sabía que venían los bandidos. Sin preguntar nada, ayudó al misionero a esconderse debajo de un montón de cascarillas de maíz en el rincón, y luego volvió a sentarse tranquilamente junto a la entrada.
—¡Dinos, muchacho! ¿Corrió para acá un extraño?
—¡Yo no vi a nadie!—respondió el muchacho.
El misionero esperó casi sin respirar debajo de las cascarillas hasta que ya no escuchaba las voces. Cuando ya ni se oía el galope de los caballos, salió cautelosamente de su escondite. El muchachito seguía sentado tranquilo en el calorcito del sol.
—¿Cómo te puedo agradecer tu ayuda, amiguito?—preguntó el misionero.
—¡Eso no fue nada, señor!—sonrió  el  chico—.  Me alegro haber podido ayudarle a escaparse de esos hombres malos.
—Pero siento que les hayas tenido que mentir, diciéndoles que no me habías visto. Por más malo que sea el problema, no debemos mentir, porque eso no agrada a Dios.
—Oh, pero yo no mentí—contestó el muchacho rápidamente—. Porque, ¿sabe? no lo vi. Soy ciego.
Observando más detenidamente los ojos del muchacho que parecían estar mirándolo, el papá de Emi pudo ver que parecían estar cubiertos de una capa blancuzca.
Se hacía tarde, y el papá de Emi quería apurarse para llegar a casa antes de que oscureciera. Agradeció nuevamente al muchacho, y sin quedarse a conversar, apuró sus pasos hacia casa. Pero no podía olvidar al niñito ciego que el Señor había usado para salvarlo de los bandidos, y, cuando había terminado su relato, Emi exclamó:
—Oh, papá! ¡Llévame a ver a ese chico, y déjame llevarle mi cajita musical! ¡Aunque no pueda ver, puede escuchar los cantos, y le podemos contar acerca del Señor Jesús!
Así fue que pocos días después de que regresara el caballo que se había desbocado, papá sacó la montura, y con Emi sentado delante de él sosteniendo su querida cajita musical, se fueron a visitar al muchachito ciego. Lo encontraron sentado al sol en la entrada de la choza, y a su mamá ocupada en la cocina.
Recibieron amablemente a Emi y su papá, aunque la mamá se disculpó por la pobreza de la casa, diciendo que su esposo había fallecido, y ella apenas podía ganarse la vida.
¡Pedro, el muchacho, estaba encantado con la cajita de música! Aunque no podía ver, se las arregló para aprender a hacerla andar, y él y Emi pasaron un rato alegre escuchando juntos la música. Luego, mientras papá le contaba a la mamá acerca del Señor Jesús, Emi le contó a Pedro acerca del amor de Dios por él; Pedro nunca había oído la maravillosa historia y escuchó atentamente cuando Emi recitó Juan 3:16: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Luego hicieron una pausa para escuchar al papá de Emi preguntar si alguna vez algún doctor había examinado los ojos de Pedro.
—¡Oh, no!—contestó la mamá—. Pedirían demasiado dinero, y nosotros somos muy pobres. De cualquier modo, posiblemente no serviría para nada, ya que el muchacho nació ciego.
Emi recordó la historia en el capítulo 9 de Juan en la Biblia acerca del hombre que había nacido ciego, y dijo:
—¡Jesús puede darle la vista! Había un hombre en la Biblia que también había nacido ciego, y el Señor Jesús le puso lodo en los ojos y le dijo que se lavara en el estanque de Siloé. Lo hizo, ¡y pudo ver enseguida! ¡Papá, oremos por Pedro!
En otra visita, papá habló nuevamente con la mamá de Pedro.
—¡Me gustaría mucho llevar a Pedro a la gran ciudad para ver a un buen doctor! Quizá hay algo que se pueda hacer por él, y por lo menos podemos probar. No les costaría nada a usted, porque me gustaría hacerlo por Pedro para devolverle el favor de salvarme la vida cuando los bandidos me perseguían. ¿Me deja llevarlo a un doctor?
Por fin la madre dijo que sí, y Pedro fue llevado a un hospital en la ciudad. Papá y Emi oraban que Dios no sólo ayudara a Pedro a ver, sino también que los ojos de su corazón fueran abiertos, y que aceptara al Señor Jesús como su Salvador.
El buen doctor operó los ojos de Pedro, y luego, por unas semanas los tuvo vendados. Papá y Emi lo visitaban con frecuencia, y a él le encantaba oír acerca del maravilloso Señor Jesús. ¡Cierto día, con mucha sencillez, aceptó al Señor Jesús como su Salvador al comprender que fue por sus pecados que había muerto en la cruz!
¡Llegó el día cuando le quitaron las vendas! En silencio, las enfermeras y el doctor observaban a Pedro, ¡y papá y Emi estaban tan emocionados y entusiasmados que casi ni podían respirar! De pronto, maravillado, Pedro exclamó:
—¡Oh! ¡Puedo ver!—exclamó—. ¡Jesús me ha dado la vista!
Cuando llevaron a Pedro a su casa, ¡qué contento estaba! ¡Repetía una y otra vez: “Jesús me ha dado la vista”! ¡Era ciego, pero ahora puedo ver! ¡Tengo que amarle porque Él me amó primero!
¡Emi estaba casi tan contenta como Pedro! ¡Le daba mucho gozo pensar que el pequeño Pedro, que la había salvado la vida a su papá, no sólo podía ver, sino que podía decir que Jesús lo había salvado!
El Señor Jesús dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12).
“Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo” (Juan 9:25).