Normas de moralidad

Por todas partes las normas públicas de moralidad van descendiendo a pasos acelerados. La corrupción va creciendo enormemente; pero a pesar de todo no es necesario que los amados hijos de Dios estén inquietos, porque la Biblia ha predicho que tales condiciones sucederían.
Un siervo del Señor dijo (hace tiempo) que el hombre inconverso se rige por sus concupiscencias y por la opinión popular. La desaprobación pública de ciertos actos o costumbres tiende a reprimir a la gente; pero cuando el desenfrenamiento y la inmoralidad sean aceptados, entonces la opinión popular se ha corrompido y la conducta se envilecerá.
Hechos indecentes que —hace no muchos años— hubieran sido condenados y sus autores excluidos de la sociedad, hoy en día son practicados y tolerados sin ningún sonrojo.
¿Está Dios indiferente a todo esto? ¡No! ¡No! ¡No! Él ha dicho que juzgará a los autores de tales pecados. El Antiguo Testamento relata Su actuación en juicio con las gentes en el tiempo del diluvio universal que ahogó al mundo, con los habitantes malvados de Sodoma y Gomorra, de las naciones en Canaán, y de Israel cuando seguían en las costumbres de los paganos que previamente habían corrompido la tierra. Y es comúnmente conocido que el Imperio Romano se había corrompido al súmmum antes de que cayese. “Dios no puede ser burlado” (Gálatas 6:7).
Además, Dios nos ha dado a saber que las condiciones morales que prevalecían antes del diluvio y antes de la destrucción de Sodoma y Gomorra, serán las mismas cuando el Hijo del Hombre venga en juicio. (Léase Lucas 17:26-30).
Ahora bien, ¿Cuál es la actitud del cristiano con respecto a todo esto? ¿Ha de aceptar la cada día más depravada moralidad? ¿Ha de seguir esa dirección? ¡De seguro que no! Él está llamado a “la santidad”, a “la pureza” y a “la virtud”. “Sed santos, porque Yo soy santo”. (1 Pedro 1:16).
Los cristianos que se hallan en contacto cercano con el mundo están en peligro. Las influencias perniciosas están obrando en las escuelas públicas, en los colegios, en las universidades, en las fábricas y en las oficinas —en una palabra, por dondequiera—. ¡Oh que andemos con Dios y que nos guardemos de cualquier relajamiento de la conducta que conviene a los santos de Dios, pues las normas divinas no cambian!
Cuando las Epístolas cristianas fueron escritas, fueron dirigidas a los cristianos que vivían en los días del depravado Imperio Romano. ¿Se acomodaron sus enseñanzas a las corrupciones abismales de aquel entonces? ¡Ni en el grado más mínimo! En todas las Epístolas el testimonio divino es el mismo: Que presentéis vuestros cuerpos santos para Dios. (Compárese Romanos 12:1).
“El templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es” (1 Corintios 3:17).
“¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo?” (1 Corintios 6:19).
“No contristéis al Espíritu Santo de Dios” (Efesios 4:30).
“Nos salvó y llamó con vocación santa” (2 Timoteo 1:9).
“Como aquel que os ha llamado es santo, sed también vosotros santos en toda conversación” (1 Pedro 1:15).
Que leamos las Sagradas Escrituras. Que nuestro pensamiento sea formado por ellas; entonces nuestras normas de conducta no caerán al suelo con las de los inconversos, para deshonra de nuestro bendito y santo Redentor.