Numero 10: El Ministerio

 •  10 min. read  •  grade level: 14
Listen from:
Es un hecho extraordinario de que el ministerio practicado por las “iglesias” del cristianismo no tiene una semblanza siquiera de justificación de la Palabra de Dios. Desde que la iglesia de Dios fue constituida [en el día de Pentecostés] hasta el fin de su historia divinamente dada en las Sagradas Escrituras, por más que uno buscara diligentemente, no encontraría ni un vestigio de la práctica del ministerio por un solo hombre. Se mencionan apóstoles, ancianos u obispos, diáconos, pastores y doctores [maestros], y evangelistas, pero no está escrito nada que corresponda con los ministros y predicadores del día de hoy; porque todas las denominaciones del cristianismo—salvo una o dos excepciones no importantes—están de acuerdo con esta teoría del ministerio.
Por lo común, un solo hombre es nombrado para que tome cargo de una iglesia o de una congregación, [recibe un sueldo] y se espera de él que enseñe, predique el evangelio y sea un pastor. En una palabra, que se unan en sí mismo el oficio de anciano y los dones de pastor y maestro, y de evangelista. A menudo sucede, entonces, que un solo hombre se ha encargado continuamente con la misma congregación durante veinte, treinta y aún hasta cuarenta años; y no se puede negar que hay cristianos profesantes que así lo quieren [véase Jeremías 5:31].
Pero, ¿es tal práctica de acuerdo con las Sagradas Escrituras? Dejemos que la Palabra de Dios misma conteste esta pregunta. [Pero consideremos primeramente lo que está escrito acerca de los apóstoles, los oficios y los dones.] Nuestro bendito Señor nombró doce apóstoles durante Su morada en este mundo; y después de Su resurrección y ascensión Él apareció a Saulo; también le escogió y le hizo de una manera especial el Apóstol a los gentiles (véanse Hechos 9:22; 1ª Corintios 15).
Ahora bien, los apóstoles, como todos reconocen, ocuparon un lugar exclusivo y singular—habiendo sido dotados de dones y de autoridad extraordinarios—pero sin tener jamás sucesores. Nos bastan citas de las Escrituras para comprobar esto: el Apóstol Pedro, escribiendo a los creyentes de su propia nación, es decir, “a los extranjeros esparcidos en Ponto,” dijo: “Yo procuraré [por medio de su epístola misma] con diligencia, que después de mi fallecimiento, vosotros podáis siempre tener memoria de estas cosas” (2 P. 1:15). Se ve, pues, que él les encomendó, desde luego, al guía de la Palabra de Dios y no a ningunos sucesores apostólicos. Igualmente, el Apóstol Pablo, al dirigirse a los ancianos de la asamblea en Éfeso y advertirles de las dificultades y peligros venideros, dijo: “Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de Su gracia” (Hch. 20:32). Los dos grandes apóstoles, pues, uno de la circuncisión y el otro de la incircuncisión, estaban completamente de acuerdo de que el único recurso de la Iglesia sería la Palabra de Dios después del fallecimiento de ellos. Es evidente, pues, que ellos nunca habrían podido contemplar a sucesores en su lugar.
El próximo oficio en orden será aquel de obispos o ancianos que son dos nombres del mismo oficio. Esto se comprueba sencillamente de Hechos 20: leemos en el versículo 17 que Pablo “hizo llamar a los ancianos de la iglesia”; y al hablarles, él les llamó “obispos” (v. 28). Notemos también que éstos no se contemplan como ministrando solos en la asamblea local: la asamblea de Efeso (según el pasaje ante nosotros) tenía más que uno: Pablo llamó a “los ancianos” de la iglesia. Se ve también en Hechos 14:23 que Pablo y Bernabé habían “constituido ancianos en cada una de las iglesias,” y en la epístola a los filipenses Pablo se dirigió a los que estaban “en Filipos, con los obispos y diáconos” (cap. 1:1; véase también Hechos 15:23 y Tito 1:5-7).
Considerando ahora los “dones,” en contraste con “oficios,” leemos de “pastores y doctores [o maestros]” (Ef. 4:11). Se mencionan juntos, y de una manera tan íntima en este pasaje que señala que los dos puedan unirse en un hermano mismo. Pero, ¿jamás están éstos hallados solos en las iglesias mencionadas en las Escrituras, teniendo a un solo cargo una congregación? Lejos sea, porque leemos que “había entonces en la iglesia que estaba en Antioquía, profetas y doctores,” y no menos de cinco fueron nombrados (Hch. 13:1).
Sin embargo, como quiera que alguien pensara que los casos de Timoteo y Tito dieran evidencia contraria, un momento de reflexión disiparía tal ilusión. El Apóstol Pablo escribió a Tito claramente que él fue dejado en Creta, para que corrigiese lo que faltaba, y pusiese ancianos por las villas, y se dirigió a Timoteo tanto como a Tito con respecto a las cualidades de los tales (véanse Tito 1:6-9 y 1ª Timoteo 3:1-7); también le mandó a Timoteo que no impusiera “de ligero las manos a ninguno,” es decir, no nombrarle al oficio sin conocerle y su testimonio entero bien (1 Ti. 5:22). Por lo tanto, se ve claramente que Timoteo y Tito obraban como delegados del Apóstol, y como tales ejercitaban una superintendencia general, poseyendo autoridad para nombrar hombres idóneos para el oficio de obispos y diáconos; esa autoridad empleada—notemos bien—por individuos, no por las iglesias, y nunca ejercida sino por los apóstoles o por sus delegados, y nunca transmitida a sucesores algunos, caducando por lo consiguiente con la muerte de los apóstoles [y sus delegados].
Resta mencionar un don más en el cual debemos fijarnos: el evangelista (Ef. 4:11). La obra del evangelista, como se comprende del nombre mismo, es predicar el evangelio; y por eso su ministerio [hablando propiamente] no se dirige a la iglesia sino al mundo [inconverso]. El Señor mismo señaló la responsabilidad del evangelista cuando mandó a Sus apóstoles: “Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura” (Mr. 16:15). Encerrar al evangelista, pues, con una sola congregación cristiana, o dentro de una sola ciudad o pueblo, sería ignorar el propósito expreso del don [que el Señor le había dado]. Por esto, el Apóstol Pablo, hablando de sí mismo en este carácter, dijo: “A griegos y a bárbaros, a sabios y a no sabios soy deudor”; y, “anunciaremos el evangelio en los lugares más allá de vosotros” (Ro. 1:14; 2 Co. 10:16).
Refiriéndonos, entonces, a la cuestión, ¿cuál es el verdadero carácter del ministerio según la Palabra de Dios? en primer lugar emana de Cristo Jesús ensalzado a la diestra de Dios como la Cabeza de la Iglesia. Él es el manantial. “Empero a cada uno de nosotros es dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo. Por lo cual dice: Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad, y dio dones a los hombres. (Y que subió, ¿qué es, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió, Él mismo es el que también subió sobre todos los cielos para cumplir todas las cosas.) Y Él mismo dio unos, ciertamente apóstoles; y otros, profetas; y otros, evangelistas; y otros, pastores y doctores; para perfección de los santos, para la obra del ministerio, para edificación del cuerpo de Cristo; hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la edad de la plenitud de Cristo” (Ef. 4:7-13). ¡He aquí un principio importante! Los dones no fueron otorgados a la iglesia, sino a los hombres en bien de la iglesia. Por eso, los que reciben tales dones son responsables al Señor mismo para el ejercicio de ellos, no a la iglesia. Por lo tanto, la iglesia no tiene ninguna facultad para elegir pastores y maestros o cualquier otro don nombrado, puesto que la responsabilidad de la iglesia es recibir el ministerio de cada uno dotado por el Señor para edificar a la iglesia. Un don no es “de los hombres, ni por hombre” (Gá. 1:1); es dado por el Cristo ascendido y glorificado, igualmente como Pablo recibió el don de “apóstol.”
Hay otra verdad de igual importancia; es decir, que los dones pueden ser debidamente ejercitados solamente por el poder del Espíritu Santo. La presencia del Espíritu Santo es el característico distintivo de esta dispensación: Él mora en la casa de Dios—la iglesia—e igualmente en cada uno de los creyentes en Cristo (véanse Juan 7:39; 14:16-17; Hechos 2; Romanos 8:15-16; 1ª Corintios 6:19; 2ª Corintios 6:16; Efesios 1:13; 2:22, etc.). Por lo tanto, cuando los creyentes se juntan a uno, como nos enseña 1ª Corintios, los capítulos 12 y 14, Él obra soberanamente en y por medio de los miembros del cuerpo de Cristo según sus respectivos dones: “Porque a la verdad, a éste es dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia según el mismo Espíritu.   .   . mas todas estas cosas obra uno y el mismo Espíritu, repartiendo particularmente a cada uno como quiere” (1 Co. 12:8,11).
Cualquier arreglo humano para el ministerio en la asamblea no solamente es incompatible con esta verdad, sino ignora totalmente la prerrogativa del Espíritu de Dios en cuanto al ministerio de la Palabra de Dios por quien Él llamara. Todo esto es una cosa muy solemne, pero ¡ay! tenido en poco por lo común. Además, tan enteramente se olvida la presencia del Espíritu Santo, que la autoridad y pretensiones del hombre son sustituidas, justificadas y aceptadas por la inmensa mayoría de los que profesan ser de Cristo.
Hay que observar cuidadosamente lo que enseñan las Escrituras: no es que todos tienen libertad para ministrar la Palabra, más bien que debe haber libertad para que el Espíritu Santo ministre por aquellos a quienes Él escogiere. Hay una gran diferencia entre las dos cosas. La primera implicaría una democracia, la cual [en la iglesia] es tan contraria a la mente de Dios. La segunda contempla el mantenimiento del señorío de Cristo en el poder del Espíritu, la sujeción de todos los miembros del cuerpo a la Cabeza [Cristo] en una dependencia absoluta en la guía y sabiduría del Espíritu de Dios. En la primera instancia, el hombre toma el primado; en la segunda, Cristo se reconoce como supremo.
Mientras se sostienen estos principios primordiales del ministerio, debemos cuidar mucho de no olvidar que todo verdadero ministerio tiene que estar de acuerdo con, y en sumisión a la Palabra de Dios. Esto se da a entender de las instrucciones en 1ª Corintios 14. El Apóstol da instrucciones enfáticas tocante al ejercicio de los dones, y luego agrega: “Si alguno a su parecer es profeta, o espiritual, reconozca lo que os escribo, porque son mandamientos del Señor” (v. 37). Así que la asamblea tiene derecho; más, es responsable de juzgar si cuanto lo que se ministra esté de acuerdo con la verdad (v. 29), y de rechazar todo lo que no responda a este criterio. Por lo tanto [la asamblea] no está entregada a la misericordia de hombres voluntariosos, más bien es provista de un salvaguardia apto para reprimir y reprender toda manifestación de la carne y no del Espíritu.
Se puede agregar una cosa más. Después de tratar de la cuestión de los dones, y de señalar que aun su ejercicio no es de ningún valor sin el amor (véase 1ª Corintios 13:1-2), el Apóstol nos enseña que el propósito del ejercicio de ellos es la edificación de la asamblea (véase capítulo 14:3-5). ¡Cuán hermosos son los propósitos de Dios!
Reunidos por Su Espíritu alrededor de la persona del Señor en Su mesa para anunciar Su muerte [hasta que venga], Él transporta nuestros corazones en adoración y alabanzas; luego Él nos ministra la Palabra de Dios por medio de diversos miembros del cuerpo de Cristo. Así que hay una operación doble del Espíritu Santo: nos capacita para ofrecer los sacrificios de alabanza a Dios; y atento a nuestras necesidades, nos ministra la palabra de sabiduría, ciencia o exhortación, tal como se requiere nuestro estado espiritual.
En fin, que el lector descubra para sí estas verdades enunciadas según la Palabra de Dios, y se ruega en las palabras del Apóstol Pablo: “Examinadlo todo; retened lo bueno” (1 Ts. 5:21).
Además de las Sagradas Escrituras ya citadas, se recomienda la lectura de Romanos 12:4-8; 1ª Pedro 4:10-11, etc.