Número 5: La Mesa Del Señor

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El asunto de la “mesa del Señor” es a menudo tema de perplejidad (aunque no debe ser así) para el creyente. Se ven muchas “mesas” puestas sobre bases diversas por todas partes, de tal manera que cuando el creyente investiga el asunto de cuál es la verdadera mesa del Señor, él halla tantas teorías como mesas. Entonces, si él desea hallarse en el camino de obediencia a su Señor y evitar errores, el único remedio es acatar la enseñanza clara de la Palabra de Dios y no dar oídos a las voces confusas de los teólogos.
Como veremos, no nos falta nada referente a este tema en las Sagradas Escrituras, pues el capítulo 10 de 1ª Corintios nos explica el carácter de la mesa y el capítulo 11 el de la cena y la manera cómo debiera ser comida.
En primer lugar, consideremos el asunto de la mesa. “La copa de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo? Porque un pan, es que muchos somos un cuerpo; pues todos participamos de aquel un pan” (cap. 10:16-17).
Según los pensamientos de Dios, entonces, tenemos la comunión de la sangre de Cristo por la copa y también la comunión del cuerpo de Cristo por el pan.
Evidentemente las Escrituras nos enseñan dos cosas:
1º. que “el pan” sobre la mesa es el símbolo del cuerpo de Cristo, “porque un pan, es que muchos somos un cuerpo” (véase también 1ª Corintios 12:13); y
2º. que participamos del pan como miembros de aquel cuerpo, “pues todos participamos de aquel un pan.”
La mesa, por lo tanto, expresa la unidad del cuerpo de Cristo; y por consiguiente los miembros de ese cuerpo son los únicos que tienen facultad de participar de ella.
(Hay ciertas sectas que atribuyen al bautismo el poder de hacerse miembros del cuerpo de Cristo, y no admiten a su mesa a nadie sin que cumpla con ese procedimiento erróneo. 1ª Corintios 12:13 refuta tal concepto falso, pues declara que “por un Espíritu somos todos bautizados en un cuerpo, ora judíos o griegos, ora siervos o libres; y todos hemos bebido de un mismo Espíritu.”)
Ahora pues, aplicándose este principio de que la mesa es la expresión de la unidad del cuerpo de Cristo, se puede decidir cuál de las mesas alrededor es la auténtica del Señor.
Pruébese cada mesa de las denominaciones religiosas por medio de este principio, y ¿cuál será el resultado? Verá Vd. claramente que ningún sistema sectario puede tener verdaderamente la mesa del Señor, por la razón que la base de cada sistema con respecto a su mesa, es en todo caso más estrecha que la del cuerpo de Cristo.
Concedemos que todos sus fieles sean miembros del cuerpo de Cristo; sin embargo, tendríamos que hacer todavía una pregunta: “¿No existen otros miembros del cuerpo de Cristo fuera de esta denominación?” Claro que los hay; entonces tal mesa no puede ser la mesa del Señor, por más sincera, concienzuda y piadosamente que fuera puesta. Pero ¿qué haríamos si ellos dijeran: “Nosotros con gusto recibimos a todos los miembros del cuerpo de Cristo?” Todavía tendríamos que decirles que su oferta no afecta en nada la cuestión, por cuanto que la base adoptada por ellos determina el carácter de la mesa así puesta; además estas bases de sus respectivas sectas son de un carácter tal que cristianos andando en la verdad no pueden tener comunión con sus mesas. Por ejemplo, un grupo de evangélicos se excluye de la mesa de otro grupo y viceversa, por causa de la conciencia. Entonces no se puede descubrir la mesa del Señor ni en la de un sector ni en la del otro, porque sus bases son de los hombres y no del un cuerpo de Cristo.
Pruébese también cada mesa de los grupos independientes que no pertenecen a ninguna denominación y enseñan que todos los cristianos, y nadie que no sea un verdadero cristiano, deben ser unidos. Muy bien; pero todavía tendríamos que hacerles unas preguntas:
1º. ¿Están ellos reunidos al solo nombre de Cristo?
2º. ¿Existe libertad del Espíritu para el ministerio de la Palabra de Dios por cualquier varón a quien Dios llamara?
3º. ¿Se practica el ejercicio de disciplina santa en medio de ellos? Pues el Señor no puede aprobar algo que no esté de acuerdo con Su Palabra, no conforme al carácter y gloria de Su propio nombre. Si se pueden contestar estas preguntas en lo afirmativo, entonces Vd. podrá decir, quizá, que ha descubierto la mesa del Señor; pero si no, tendría que rechazarla igualmente con las de los sistemas de las denominaciones alrededor, no importa cuán espiritual y agradable pareciese la comunión.
Permítanos agregar unas cuantas características de la mesa del Señor, para que Vd. se oriente debidamente y sea preservado de error.
1º. La mesa debe ser puesta sobre el terreno del un cuerpo de Cristo completamente aparte de todos los sistemas de las denominaciones; de otra manera, como ya hemos dicho, no puede comprender todos los miembros del cuerpo de Cristo.
2º. Los santos deben reunirse cada primer día de la semana para partir el pan en memoria de Cristo en Su muerte hasta que venga. Para comprobar que esto era la costumbre de los discípulos, leamos Hechos 20:7, “El día primero de la semana, juntos los discípulos a partir el pan.” Se ve también en Juan 20:19,26 cómo nuestro bendito Señor en dos ocasiones después de Su resurrección escogió el primer día de la semana para presentarse en medio de Sus discípulos reunidos a una, desde ya consagrando (digamos) este día para la reunión del partimiento del pan.
3º. El propósito de la reunión debiera ser partir el pan. Quisiéramos poner énfasis en esta verdad, porque mientras existe en muchos lugares una mesa puesta semanalmente, tal mesa está subordinada a otras prácticas como la predicación.
4º. Todo lo que se halla en relación con la mesa, como la adoración, el ministerio y la disciplina, debe ser de acuerdo con y en sujeción a la Palabra de Dios. Si existe una sola regla humana, el carácter de la mesa se destruye. La mesa es del Señor; por eso solamente Su autoridad se debe reconocer por los santos reunidos a Su nombre.
No se necesita agregar más. Pero hay ciertos peligros que quisiéramos señalar. El primer peligro es, la indiferencia. El otro día preguntaba yo a una cristiana si alguna vez ella había tomado su lugar en la mesa del Señor. Entendió bien lo que le dije, pero contestó, diciendo: “Me basta saber que Cristo es mi Salvador y no deseo molestarme con semejantes preguntas.” ¿Puede haber una cosa más triste, como si fuera de poca importancia el conocer la mente del Señor? Descubriéndonos Él Su voluntad, ¿no es un gozo que cumplamos con ella?
Otro creyente respondió así: “No me atrevo a juzgar a mis hermanos; deseo tener comunión con todos.” Pero, medir todo por la Palabra de Dios y rehusar todo lo que Su Palabra no aprueba y condena ¿acaso no es obligación nuestra? Claro; y somos exhortados a juzgar los hechos de nuestros compañeros creyentes (“por sus frutos los conoceréis”), no sólo individual sino también colectivamente. “El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias” (Ap. 2:7,11,17,29; 3:6,13,22).
La indiferencia es aquel espíritu de Laodicea, y el Señor dice, “Mas porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de Mi boca” (Ap. 3:16).
Hay otro peligro, el de la asociación. ¡Cuántos creyentes jóvenes, por una vinculación de amistad, de parentesco o de religión, son atraídos a una asociación contraria a la Palabra de Dios sin darse cuenta! Se guían por las opiniones de terceras personas y no por la Palabra de Dios. Puede ser también que un creyente, habiendo recibido una bendición espiritual o tal vez por haber recibido al Señor en un sitio particular, naturalmente se inclina a continuar en esa asociación en donde recibió la bendición. Pero el deber de cada creyente es siempre preguntarse: “Señor, ¿qué quieres que haga?” (Hch. 9:6). De otra manera, puede ser que un creyente se halle sinceramente haciendo memoria del Señor en Su muerte, pero haciéndolo de una manera que no le agrada.
Querido lector, al concluir este tema, quisiera prevenirle contra estos peligros y decirle que sería mejor esperar, que tomar Vd. la cena del Señor en desobediencia a la Palabra de Dios. Antes de pedir su lugar en la mesa, debe escudriñar las Escrituras, pidiendo al Señor que le guíe; y “si tu ojo fuere sincero, todo tu cuerpo será luminoso” (Mt. 6:22).