Número 9: La Adoración

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Habiendo considerado la cuestión, “¿Dónde está nuestro lugar de adoración?” prosigamos al tema de la adoración misma. Las Sagradas Escrituras están repletas de instrucción referente a este tema; sin embargo, me atrevo a decir que apenas hay una verdad con respecto a la cual existe tanta indiferencia, y aun ignorancia, entre cristianos profesantes; aún más, afirmo yo, que su carácter verdadero se entiende escasamente entre los creyentes que no se reúnen al nombre de Cristo. Por supuesto, esto no quiere decir que no hay individuos en todas las denominaciones cuyo gozo es adorar a Dios; los tales siempre han existido durante la historia larga de la Iglesia. Pero digo que la adoración colectiva de los santos—o lo que es adorar en la asamblea cristiana—casi totalmente se desconoce entre las muchas denominaciones del cristianismo. Por ejemplo, en un libro que goza de una circulación muy extensa y escrito por uno de los predicadores más populares de hoy en día, se dice que el escuchar los sermones es una de las formas más sublimes de la adoración. Dicho escritor sostiene esta declaración extraordinaria, alegando que la predicación tiende a engendrar en el alma los deseos y aspiraciones más santos. No niego que la presentación de la verdad pudiera conducir a la adoración, pero un niño podría percibir la diferencia entre un acto de adoración y el escuchar un sermón. En la predicación—si de veras es la verdad divina que se expone—el siervo llega con un mensaje de Dios para los oyentes; pero en la adoración los santos son conducidos a la presencia de Dios para rendirle su adoración y alabanzas. Estas cosas, por consiguiente, son de carácter cabal y esencialmente distinto.
Tampoco es la oración adoración, pues un suplicante no es un adorador. Si fuera yo a ver un rey con una petición, me presentaría ante él con tal ademán, pero si me es concedido entrar en su presencia para rendirle homenaje, no soy ya más un suplicante. Así que, al unirme con otros creyentes en oración e intercesión, estamos delante de Dios buscando bendiciones especiales; pero cuando entramos en Su presencia para adorarle, no pedimos nada, sino le rendimos a Él homenaje, con corazones llenos y rebosando de adoración a Sus pies.
Acciones de gracias no solamente se unen con el culto, sino son la esencia misma de la adoración, pues acciones de gracias son la consecuencia de bendiciones recibidas, ora por la providencia, ora por la redención. El sentido de la bondad y gracia de Dios en habernos bendecido así y con toda bendición espiritual en lugares celestiales en Cristo, nos constriñe a derramar nuestras acciones de gracias a Sus pies. Luego, como consecuencia, el Espíritu nos conduce a contemplar el carácter y los atributos del Dios quien se agrada en llenarnos con las prendas de Su amor y cuidado; entonces, como resultado, las acciones de gracias se tornan en adoración.
Pero en la adoración—como un acto considerado en sí—nos olvidamos de nosotros mismos y nuestras bendiciones, y nos quedamos ocupados con lo que Dios es en Sí, y lo que es a favor nuestro como se revela en Cristo. Dirigidos por el Espíritu Santo, nos dejamos a nosotros mismos en le olvido, y contemplamos a Dios en todos Sus divinos atributos y glorias (pues, aunque “a Dios nadie Le vió jamás: el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, Él Le declaró”; Jn. 1:1818No man hath seen God at any time; the only begotten Son, which is in the bosom of the Father, he hath declared him. (John 1:18)). Maravillados por la manifestación de Su santidad, majestad, amor, misericordia y gracia, no podemos hacer otra cosa sino rendirle el homenaje de nuestros corazones a Sus pies por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Al considerar la enseñanza de las Escrituras, esto será entendido más claramente. La mujer samaritana preguntó al Señor tocante a este asunto, o más bien con respecto al lugar de adoración. Él se dignó responder en términos mucho más allá que los límites de su pregunta. “Dícele Jesús: Mujer, créeme, que la hora viene, cuando ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no sabéis; nosotros adoramos lo que sabemos: porque la salud viene de los judíos. Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que Le adoren. Dios es Espíritu; y los que Le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Jn. 4:21-2421Jesus saith unto her, Woman, believe me, the hour cometh, when ye shall neither in this mountain, nor yet at Jerusalem, worship the Father. 22Ye worship ye know not what: we know what we worship: for salvation is of the Jews. 23But the hour cometh, and now is, when the true worshippers shall worship the Father in spirit and in truth: for the Father seeketh such to worship him. 24God is a Spirit: and they that worship him must worship him in spirit and in truth. (John 4:21‑24)). En primer lugar, nuestro Señor enseña claramente aquí que, desde luego, no habría ningún lugar escogido de adoración en la tierra. Jerusalén, en donde fue edificado el templo de Dios, había sido el lugar sagrado a donde Su pueblo se congregaba año tras año de todas partes del país (véase el Salmo 122). Mas por haber rechazado a Cristo, Su casa, anteriormente la casa de Dios, les fue dejada desierta (véase Mateo 23:37-39). Desde aquel entonces, nunca ha existido una casa material reconocida por Dios en la tierra. La Iglesia [no un edificio hecho de ladrillos, etc., sino compuesta de creyentes salvos por la gracia de Dios] es ahora “morada de Dios en Espíritu” (Ef. 2:22); y nuestro lugar de adoración (como ya hemos visto en el artículo anterior) ahora está dentro del velo roto en la presencia inmediata de Dios mismo.
En segundo lugar, Él nos advierte quiénes pueden ser adoradores: son aquellos que adoran al Padre en espíritu y en verdad; a los tales el Padre busca. Es decir, solamente los creyentes, únicamente aquellos que Dios en Su gracia buscara y hallara, tales como a esa mujer samaritana, y a quienes el engendrara en parentesco para con Él como hijos por medio de Su propio Hijo; únicamente éstos, digo, podrán adorar al Padre en espíritu y en verdad. El Apóstol afirma la misma cosa cuando dice: “Nosotros somos la circuncisión, los que servimos en espíritu a Dios, y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne” (Fil. 3:3). Estos son tres características patentes de los verdaderos creyentes. La epístola a los hebreos nos enseña que es imposible acercarnos a Dios hasta que sean borrados nuestros pecados (véase Hebreos 10), e igualmente imposible sin fe (He. 11:6). Además, siendo los creyentes los únicos que poseen al Espíritu de Dios, ningún otro puede adorar en espíritu, o sea por el Espíritu de Dios (véase Romanos 8:14-16; Gálatas 4:6).
Pero tan evidente como es esta verdad, y aceptada por todas partes en teoría, sin embargo, es necesario volver a hacer hincapié sobre ella una y otra vez; pues es indiscutible que en la “adoración pública” corriente por dondequiera, toda distinción entre creyentes e inconversos, o es ignorada o casi totalmente borrada. Todos por igual, sean salvos o no salvos, son invitados a unirse en las mismas oraciones y en cantar los mismos himnos de alabanza, en olvido total de estas palabras tan claras, que son únicamente los “verdaderos adoradores” que pueden adorar “al Padre en espíritu y en verdad.”
En tercer lugar, el Señor describe el carácter de la adoración. Debe ser “en espíritu y en verdad.” Ahora bien, “adorar en espíritu” es adorar según la misma naturaleza de Dios, y en el poder de esa comunión engendrada por el Espíritu de Dios. La adoración espiritual se halla, pues, en contraste marcado a todos los ritos y ceremonias religiosos de las cuales “la carne” es capaz. Adorar a Dios “en verdad” es adorarle según la revelación que Él ya ha dado de Sí mismo. Los samaritanos no adoraban a Dios, ni en espíritu ni en verdad. Tocante a la revelación todavía incompleta que les fue dada a los judíos, adoraban a Dios en verdad; pero de ninguna manera le adoraban en espíritu. Para adorar a Dios, se precisa de ambos requisitos. Dios debe ser adorado de acuerdo con la verdadera revelación de Sí mismo (es decir, “en verdad”), y según Su naturaleza (es decir, “en espíritu”).
La revelación de Dios a nosotros, por lo tanto, se halla en la Persona, y relacionada con la obra, de Cristo, ya que todo lo que Dios es se manifestó en aquella obra de Su Hijo en la cruz del Calvario. Por eso, la muerte de Cristo es el fundamento de toda adoración cristiana, por cuanto que solamente por la eficacia de Su sangre preciosa tenemos entrada a la presencia de Dios; y puesto que la muerte de Cristo es la revelación de todo lo que Dios es en toda Su majestad, santidad, verdad, gracia y amor, es por medio de la contemplación de aquel maravilloso sacrificio que nuestros corazones, constreñidos por el Espíritu de Dios, pueden rendirle adoración y alabanza.
Así que, la adoración se relaciona de una manera muy especial con la mesa del Señor, pues anunciamos Su muerte cuando nos reunimos alrededor de ella como miembros del cuerpo de Cristo, como dice otro escritor: “Es imposible separar la verdadera adoración en espíritu, y la comunión, de la ofrenda perfecta de Cristo a Dios. El momento en que se separa nuestra adoración de Su eficacia, y el sentimiento interior de la aceptación absoluta de Jesús ante el Padre, se vuelve carnal en un rito o deleite de la carne.”
He aquí, la causa de la degeneración de la adoración en el cristianismo; pues donde se ha perdido el verdadero carácter o lugar de la mesa del Señor, el manantial y el motivo de la adoración se dejan de entender, pues ¿de qué cosa se nos hace recordar cuando nos sentamos en la mesa del Señor? ¿No será de Su muerte en la cruz? Sí, porque en aquella muerte vemos lo que Dios es a nuestro favor, y lo que Cristo es para Dios, tanto como la eficacia infinita del sacrificio de Su Hijo amado que nos ha traído sin mancha a la presencia inmediata de Dios—en la luz como Él está en la luz. La gracia y el amor eterno de Dios, y el amor inagotable de Cristo se revelan junta e igualmente a nuestras almas, mientras nos acordamos de Aquel que glorificó a Dios cuando murió en la cruz donde llevó nuestros pecados.
Teniendo libertad, pues, para entrar en el santuario por la sangre de Jesucristo, nos postramos en adoración delante de Dios, mientras cantamos:
Bendito Dios y Padre Santo,
Glorificado has en fulgor
A Tu unigénito Hijo eterno:
¡Sublime y grande Salvador!
El Nazareno despreciado,
Al que el mal nuestro enclavó
Ahora está entronizado
Do gloria Le coronó.
“¡Cuán digno es Él!”
Ya en fe clamamos,
Loándole a una voz:
“¡Digno eres Tú! Te adoramos,
¡Oh fiel Cordero de Dios!”