Oseas 8-10

Hosea 8‑10
Sembraron el viento, y segarán el torbellino
Capítulo 8.— En el capítulo 8, Israel, o las diez tribus, es considerado como obrando a la manera de las naciones: “Ellos se han establecido reyes, mas no por mí; se han constituido príncipes, pero yo nada conocía de ello” (versículo 4). Es, en efecto, lo que aconteció, y lo que confirma, como lo hemos visto, el primer versículo del capítulo 1. Desde Jeroboam II, rey de Israel, Oseas ignora adrede a todos los reyes que le sucedieron. Su historia (2 Reyes 15-17) muestra que Jehová ya no los reconoce, y ¿cómo ha de reconocerlos el profeta? Esos reyes no se establecieron por descendencia real, como en Judá, ni por orden positiva de Dios, como para la posteridad de Jehú: la sublevación, el asesinato, los hacían aparecer o desaparecer. Mucho más, Israel, con su dinero y su oro, había hecho ídolos, y esa acción llamaba su supresión y la venganza: “Se ha encendido mi ira contra ellos” (versículo 5). Por eso el Asirio iba a caer sobre las diez tribus cual un buitre. Desde entre sus garras exclamarán: “¡Dios mío, nosotros, tu Israel, te conocemos!”. Ese conocimiento que se acomodaba a los becerros de Bet-El y de Dan no les valdrá para nada (versículos 1-2). Lo mismo ocurrirá en la tribulación futura del pueblo. Dirá: “En tu presencia hemos comido y bebido, y tú has enseñado en nuestras plazas; mas él dirá: Digoos que no sé de dónde sois: apartaos de mí todos los obradores de iniquidad” (Lucas 13:26-27). Igual sucederá cuando los cristianos profesantes, sin vida y sin el Espíritu, vendrán y llamarán a la puerta diciendo: ¡Señor, Señor, ábrenos! Mas él respondiendo, dirá: De cierto os digo: No os conozco” (Mateo 25:11-12). De hecho, a pesar de su grito: “te conocemos”, Israel quedaba sin Dios. ¡Pues bien! hasta su ídolo le rechazaba: “Tu becerro, oh Samaria (traducción variante) te ha rechazado”, puesto que el Asirio caía victoriosamente sobre él; y, a su vez, ese mismo ídolo sería hecho pedazos (versículo 6). Cuando se ha recibido la revelación del verdadero Dios, ¡cuán serio resulta ser el desviarse uno de Él! “Los que siembran el viento, cosechan la tempestad”. Tal fue la suerte de ese pobre pueblo bajo el profeta Oseas, pero aquello permanece verdad en toda época. La cristiandad posee inmensos privilegios. Como antaño lo que a Israel, le han sido confiados los oráculos de Dios, y el Espíritu de Dios los interprete en su medio. Mucho peor hace que “traspasar su pacto y rebelarse contra su ley” (versículo 1), pues que rechaza las promesas de Dios y desprecia Su gracia. ¿Qué es lo que cosechará, si no es un juicio sin remisión alguna, a no ser que se arrepienta?
El juicio por manos del Asirio viene “contra la familia de Jehová” (versículo 1). Es así como el profeta llama a las diez tribus, y se ve lo que había venido a ser esta casa. Como en estos tiempos la cristiandad, Israel era una casa grande donde toda clase de iniquidad había elegido su domicilio.
Como lo hemos visto, en el caso de Oseas el profeta, una imagen da lugar a otra. No es el río ancho y majestuoso de Isaías que profetizaba al mismo tiempo que él, sino un torrente impetuoso que se abalanza turbulento bajo el impulso del Espíritu profético. En el momento en que habla de sembrar el viento y dé segar el torbellino, la sola imagen de la cosecha le obliga a preguntar si hay, en Efraim, fruto para Dios: “no tendrán mies; su espiga no dará harina; y si acaso la diere, los extraños la devorarán” (versículo 7). ¡Nada de fruta! ¡Nada que brote, dando alguna esperanza para el futuro! ¡Nada que pueda servir como alimento! Lo que Israel podría producir queda devorado por las naciones en las cuales se confía. Ahora, agotada la comida, ¡permanece entre las naciones cual vaso vacío que sirve para cualquier cosa!
(Versículos 9-10).— Efraim, no teniendo confianza alguna en Dios, su especial pecado es de haber buscado el apoyo del Asirio. Más tarde, Ezequías muestra que Judá no se hacía culpable del pecado de Efraim. Oseas alude a Manahén, rey de Israel, el cual, en los tiempos de Azarías, había dado mil talentos de dinero a Pul, rey de Asiria “para que su mano estuviese con él, a fin de afianzar el reino en su poder” (2 Reyes 15:19); mas, dice el profeta, “ahora mismo voy a juntar las naciones contra ellos, y dentro de poco ellos estarán en angustia, a causa de la pesada carga del rey de los príncipes” (versículo 10).
Sin embargo la idolatría (versículos 11-14) era el pecado principal de Efraim, por lo cual serían castigados y “se volverían a Egipto” (versículo 13). Notemos aquí que “volver a Egipto” se presenta como un asunto moral y no como un regreso material a Egipto. Israel había buscado el apoyo de este país, volvería a caer bajo la servidumbre de la cual antiguamente el pueblo había sido librado. Lo mismo ocurre en el capítulo 9:3: “Efraim se volverá a Egipto, y comerán en Asiria cosas inmundas”. El retorno a Egipto no es otra cosa sino el cautiverio bajo el yugo del Asirio atraído por el recurso de ayuda de Egipto. Oseas, como lo hemos visto, se acostumbra en el empleo de esas imágenes de a golpe y en esas transiciones bruscas. La imagen conduce a un nuevo hecho en relación con ella. Es así que en el capítulo 9:6, se nos dice que “Egipto los recogerá; Memfis les dará sepultura”. Fue el caso de Judá, como lo vemos en el profeta Jeremías (Jeremías 41-44; 46:13-19) mientras que Oseas nos dice categóricamente, en el capítulo 11:5 que Efraim “no había de volver a la tierra de Egipto; mas ahora el Asirio será su rey”. La distinción entre la suerte de Israel y la de Judá se introduce en el versículo 14 del capítulo 8: “Porque Israel se ha olvidado de su Hacedor, y ha edificado templos para sí; y Judá se ha multiplicado ciudades fortificadas: enviaré fuego en sus ciudades, que consumirá sus palacios”. Eso explica la confusión aparente que encontramos en el capítulo 9. Al tiempo que siempre los distingue el uno del otro, el profeta a veces asimila en ciertas cosas los dos reinos, como los que atraen sobre sí el juicio de Dios.
Capítulo 9.— Los versículos 1-4 del capítulo 9 se relacionan con los versículos 11-14 del capítulo anterior. Todo lo que Israel, las diez tribus, y Efraim, su representante y su conductor, habían, pretendidamente, sacrificado a Dios, lo habían ofrecido a ellos mismos: “porque su alimento será sólo para saciar su apetito” (versículo 4). Cuando ofrecían un sacrificio (versículos 8,13), solamente ofrecían carne para comérsela. El trigo candeal que cultivaban para ellos mismos les sería quitado (versículo 2); en su lugar comerían las cosas impuras de Asiria, del país de su cautiverio (versículo 3). Todo lo que ofrecerán a Jehová será manchado; no lo aceptará Dios, y ellos mismos se mancharán por el mismo producto de su inmundicia. Era un círculo vicioso que salía de ellos mismos y que a ellos mismos volvía, nada más que inmundicia, nada para Dios. “No habrá venido” como pan de proposición “a la Casa de Jehová” (versículo 4). Ese principio es de todos los tiempos. Por lo hermosa que sea la apariencia que tienen las obras religiosas de los hombres pecadores, las hacen para ser satisfechos con ellos mismos y no para complacer a un Dios que no conocen. Es un pan manchado que no tiene acceso en la casa de Dios.
De Efraim, el profeta pasa sin transición a Judá (versículos 5-10). Fue él, en efecto, quien huyó a Egipto y encontró su tumba en Memfis, además de unos escapados. Lo restante de los bienes que los judíos se habían llevado fue tragado en este desastre. Oseas anuncia, referente a la deportación de Israel que tuvo lugar poco tiempo después, la destrucción de los restos de Judá llegados aproximadamente siglo y medio más tarde. El mal era tal que el profeta estaba como arrebatado por la locura mientras detallaba lo enorme que era la iniquidad del pueblo de Dios: “¡El profeta es un insensato, el hombre inspirado está loco! a causa de la muchedumbre de tu iniquidad, y por ser grande tu rencor” (versículo 7), palabra que conviene retener para explicar la incoherencia aparente del profeta Oseas. En efecto, tan grande era el mal que lo compara con “los días de Gabaa” (pues que en estos versículos está en el terreno de las dos tribus), haciendo alusión al crimen de Benjamín (Jueces 19), que antiguamente había precisado su exterminio casi completo.
En los versículos 10-17, Dios habla al conjunto de Su pueblo, tal como Dios lo había contemplado en el desierto: ¡Cuán grande belleza había entonces en ese Israel; qué refrigerio para el corazón de Dios quien encontraba en él Su gozo y Su deleite, “¡como uvas en el desierto!”. Encontramos, por otra parte, en Jeremías 2:1-3, cuáles eran los sentimientos del mismo Israel, atraído por el primer amor hacia los pasos de su esposo y de su pastor. ¡Ay! pronto el pueblo había ido tras Baal-peor, dios de las hijas de Moab (versículo 10; Números 25:1-5).
Con cuán grande dolor el profeta vuelve ahora a Efraim, su constante preocupación. Dios lo había visto como ciudad rica y floreciente, un Tiro, rodeado por un campo maravilloso. ¿Qué había sido de él? ¿Había valido más que el conjunto del pueblo en Sitim? No; ¡en nada había respondido a la expectación de su esposo! Cual mujer estéril jamás había concebido, jamás llevado fruto, jamás producido retoño alguno en qué descansar el amor de su esposo; ¡“ningún alumbramiento” para Dios! Pues que Efraim tenía hijos de su prostitución y, bajo el juicio de Dios, sería obligado a “sacar a sus mismos hijos al matador”, a ese Jareb exterminador de Israel.
Y de nuevo (versículos 14-17), el profeta vuelve a apostrofar al conjunto de las nueve tribus por una parte, a Efraim por la otra. Israel, no más que Efraim, no había producido nada para Dios. Este les da “matriz abortadora, y enjutos pechos”; les hiere con esterilidad —su juicio sobre ellos—. “Toda su maldad”, dice, “está concentrada en Gilgal”, en el lugar mismo en el que la carne había sido suprimida y donde el oprobio de Egipto había sido descargado de los hombros del pueblo. La carne se muestra allí en toda su fealdad, desafiando la santidad de Dios. Por eso dice Dios: “¡de mi Casa los expulsaré, no volveré a amarlos más!”. “¡Todos sus príncipes son apóstatas! Herido de maldición ha sido Efraim; su raíz se ha secado; no volverán a dar fruto” (versículos 15-16); maldición final pronunciada más tarde por el Señor sobre Judá, luego sobre el hombre, sobre la higuera sin fruto. “De aquí en adelante nadie coma de ti para siempre ... Vieron que la higuera se había secado desde las raíces” (Marcos 11:14,20). El único milagro del Señor que no fue un milagro de amor viene mencionado en estas páginas de venganza. En Efraim, en el hombre, no había nacimiento (versículo 11), pero, dice Dios, “aunque tuvieren hijos, yo daré muerte al amado fruto de sus entrañas” (versículo 16). Las diez tribus no se multiplicarán, y ello subsiste hasta hoy, han desaparecido sin dejar huella, mientras que los de Judá (pues que este capítulo trata alternativamente del uno y del otro) “vendrán a ser errantes entre las naciones” (versículo 17), y tales siguen siendo.
Capítulo 10.— El capítulo 10 prosigue, sin interrupción, el mismo tema. Los versículos 1-3 presentan lo que Israel era ahora, en contraste con lo que había sido al principio (9:10). “Israel es una vid lozana, mas lleva fruto para sí mismo”. Antiguamente Dios había encontrado Sus delicias en Israel como uvas en el desierto, aunque, sin duda, muy rápidamente abandonaron al Dios viviente por Baal-peor (9:10); pero aquí Israel (habla particularmente de las diez tribus) había venido a ser una vid lozana, bella en su desarrollo, teniendo toda apariencia de fuerza, de poder y de vitalidad, mas sin llevar ningún fruto para Dios. Todos sus frutos, los había llevado Israel para saciar su propio apetito (véase 9:4). La cristiandad ofrece el mismo espectáculo que esta vid lozana. Se nos enseña bajo la figura de un gran árbol salido de una pequeña semilla, lo bastante fuerte como para ofrecer amparo a los pájaros de los cielos y sombra para las bestias del campo, pero ¿dónde está su fruto para Dios? (Mateo 13:32). Efraim había empleado toda su prosperidad material en multiplicar sus altares. Plantado en un campo agradable (9:13), ¿en qué hizo útil la hermosura de su país? “¡Cuanto mejor sea su tierra, tanto mejoran ellos sus estatuas!” (versículo 1). Por lo tanto, Dios, en Su indignación, derribará todo ese aparato de idolatría. “Ahora”, en el momento en que el profeta está hablando, “habrán de decir: ¡No tenemos rey!”. Sabemos, en efecto, que antes del advenimiento de Oseas, su último rey, hubo un período de anarquía, durante el cual el pueblo culpable, viéndose abandonado por Dios, decía: “el rey pues ¿qué habría de hacer por nosotros?” (versículo 3).
(Versículos 4-6).— “Hablan vanas palabras: con juramentos falsos hacen los pactos”. Eso ocurrió literalmente con su último rey, Oseas. Al mismo tiempo que concluyó una alianza con Salmanasar, rey de Asiria, a quien prestó juramento falso, buscaba traidoramente el apoyo de So, rey de Egipto (2 Reyes 17:4-6). Una escena parecida se renovó mucho más tarde bajo Sedequías, con respecto al rey de Babilonia (2 Crónicas 36:13). Por eso el juicio, cual “cicuta”, crecerá en los surcos del campo, destruyendo toda esperanza de cosecha. Salmanasar se vengó de la traición de Oseas, subió contra las diez tribus y asedió a Samaria, su capital. ¿Qué es lo que hace el pueblo de Samaria en presencia del juicio que acomete contra ellos? Tiembla por motivo de “la excelsa becerra de Bet-aven”, el ídolo de Bet-El, lugar que en su indignación el profeta llama Bet-aven (como en 4:15; 5:8; 10:8), casa de vanidad o de iniquidad. Un Bet-aven existía, de hecho, en los tiempos de Josué. En el deslinde de las fronteras bastante restringidas de Benjamín, es mencionado como lugar desierto poco alejado de Bet-El (Josué 18:12-13). Pero el profeta emplea este término que también se puede traducir: “casa de ídolos” para caracterizar lo que Bet-El, la casa de Dios, había venido a ser. Estaba en Dan y en Bet-El donde Jeroboam I había establecido los becerros de oro (1 Reyes 12:29). Bet-El en adelante era un verdadero desierto, una casa de ídolos, una vanidad, una abominación para el Dios que de ello había hecho Su casa y solemnemente había confinado Sus promesas de gracia a Jacob (Génesis 28:19; 35:15). El becerro de oro tenía su Kemarim (sacerdotes idolátricos), sus sacrificadores que temblaban por él. Como más tarde, cuando la revuelta por causa de la gran Diana de los Efesios, si el becerro de oro venía a desaparecer, toda esperanza de ganancia suya quedaba aniquilada. El valor monetario del ídolo también desempeñaba un papel en el luto del pueblo. Su tesoro, el testigo de su prosperidad material, al mismo tiempo que su dios, les era quitado para ser trasladado a Salmanasar, el rey Jareb de ese día, enemigo de Efraim.
“Destruida ha sido Samaria; su rey es como una paja sobre la superficie de las aguas. Serán destruidos también los altos de Aven, que ha sido el pecado de Israel: espinos y abrojos crecerán sobre sus altares: aquellos idólatras dirán a las montañas: ¡Cubridnos! y a las colinas: ¡Caed sobre nosotros!” (versículos 7-8). Estos versículos corresponden a 2 Reyes 17:4-6. El profeta nos enseña que Oseas había de perecer después de haber sido puesto en la prisión y atado con cadenas por Salmanasar. Todo eso estaba cerca, mas todavía venidero en la época del profeta. La idolatría de Efraim había de desaparecer por debajo de la faz de los cielos; la espina y la zarza habían de cubrir sus altares, Bet-El volvería a ser el desierto de Bet-aven. Así sigue siendo hasta hoy.
Sin embargo, como siempre, la profecía no para en una interpretación cercana, sino que nos traslada a un tiempo futuro, en el que, ya no a continuación de la idolatría, sino después del rechazamiento del Cristo, el juicio alcanzará a ese pueblo culpable. Es lo que el Señor anunciaba a las hijas de Jerusalem, cuando se dirigía hacia el Calvario: “Hijas de Jerusalem, no lloréis por mí, mas llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Pues he aquí que vienen días en los cuales dirán: Dichosas las estériles y los vientres que nunca concibieron, y los pechos que no amamantaron” (véase Oseas 9:11,14). “Entonces comenzarán a decir a las montañas: Caed sobre nosotros: y a los collados: Cubridnos. Porque si tales cosas se hacen en el árbol verde, ¿cuáles no se harán en el seco?” (Lucas 23:28-31). Tal será también el grito de los hombres, desde los reyes hasta los esclavos, bajo el sexto sello del Apocalipsis cuando se esconderán ante la ira del Cordero (Apocalipsis 6:16-17).
En los versículos 9-15 el profeta vuelve a encerrar a Judá con Israel en el mismo juicio. Gabaa, como lo hemos visto más arriba (9:9), habla del pecado de Benjamín, pero el profeta hace resaltar que “la guerra contra los hijos de iniquidad” no había alcanzado a aquellos de Israel que se erigían en campeones de la justicia (versículo 9). Por tanto llegaría un tiempo cuando Dios castigaría a los que habían sido instrumentos del castigo de Benjamín. Judá y las diez tribus serían “amarrados por sus dos iniquidades”. Los dos, nos dice el profeta, serán avasallados bajo el yugo de las naciones: “Y Efraim es una novilla enseñada, a la que le gusta trillar; ¡mas yo hago pasar el yugo sobre su hermosa cerviz! a Efraim le haré uncir, Judá tirará del arado, y Jacob desmenuzará los terrones”. ¡Serán esclavos, cada uno de ellos en circunstancias y en épocas diversas, para hacer levantar y prosperar las cosechas de los extranjeros!
¡Ah! ¿no era todavía tiempo para sembrar en justicia para cosechar según la piedad, para roturar un terreno nuevo, para volver a empezar una vida, producto de un nuevo nacimiento, y para buscar a Jehová? (versículo 12). En cuanto Israel siga este camino vendrá el Señor, como la lluvia, a traer justicia al terreno así preparado (véase 6:3). Mas resulta imposible que semejante bendición se produzca sin el arrepentimiento y la conversión “que busca a Jehová”.
¿Por qué y para quién habían trabajado hasta entonces Efraim y Judá? “Habéis arado maldad; injusticia es lo que habéis segado; habéis comido el fruto de mala fe” (versículo 13). De modo que, como siempre en Oseas, las imágenes producen, por así decirlo, los pensamientos, y vemos la labranza significar a la vez el yugo de las naciones, la iniquidad del pueblo y el retorno del corazón a Jehová.
Pero pronto todas las fortalezas de Efraim serán destruidas “a la manera que Salmán saqueó a Bet-arbel, en el día de la batalla”, es decir como Salmán, cuyo ejército asedió Samaria y destruyó no cabe duda, de forma espantosa, Bet-arbel, una de esas fortalezas que no es nombrada más que en este pasaje.
Por fin este capítulo se termina con estas palabras proféticas: “Al romper el alba, es enteramente destruido el rey de Israel” (versículo 15). Con el rey Oseas, la realeza sobre las diez tribus va a tomar fin, volver a entrarse en la nada, y jamás volverá a ser cuestión de ella.