Porque Ching Le Y Ching Jung Oraron

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China
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Ching Le y Ching Jung reían contentas cierta mañana en marzo cuando vieron una bandada de gansos salvajes volando hacia el sur. Las grandes aves se veían tan lindas con el sol reflejado en sus plumas blancas, y su graznido melodioso se seguía oyendo mucho después de que se habían alejado en el cielo azul.
—Eso quiere decir que el invierno realmente ha pasado—exclamó Ching Le.
—Sí, y tenemos que apurarnos y preparar nuestros barriletes (cometas, papalotes) para aprovechar el viento primaveral—dijo Ching Jung entusiasmada mientras corrían a casa para contarle la buena noticia a su mamá.
—Mamá—llamaron juntas las pequeñas—, acabamos de ver a los gansos salvajes volando hacia el sur, así que el invierno ha pasado.
La Sra. Chang sonrió:
—Ustedes saben que todavía faltan dos meses para que venga el calorcito.
—Oh, sí,—contestó Ching Le, de siete años y muy madura para su edad—, ya sé que todavía seguirá el frío, pero ya comienzan los vientos de primavera ideales para los barriletes ...
—Sí, ya podemos remontar nuestros barriletes—agregó Ching Jung ansiosamente. Tenía un año menos que Ching Le y siempre trataba de hablar al mismo tiempo que su hermana.
—Este año quiero un barrilete dragón—dijo Ching Jung.
—No digas tonterías—rió su hermana—, ¡ya sabes que eres demasiado pequeña! Un barrilete así te levantaría por el aire ¡y probablemente te dejaría caer en la cumbre de una montaña!
—Bueno, entonces quiero un barrilete mariposa—contestó—, ¡y volará más alto que el tuyo!
—Y yo quiero un barrilete que parezca una golondrina llena de gracia—dijo Ching Le—, será ...
—¡Silencio, niñas! Si siguen discutiendo, no tendrán ningún barrilete, y, de cualquier manera, tienen que esperar que regrese su papá. Yo no se los puedo comprar ahora.
Las chiquitas se quedaron calladas ante la mención de su papá. Era capitán del ejército y había estado ausente muchos meses. Todos los días la Sra. Chang quemaba incienso dedicado al pequeño ídolo de arcilla, se golpeaba la cabeza en el suelo delante de él, y pedía protección para el Capitán Chang.
Reinaba la intranquilidad en todo el norte de China porque era durante el tiempo de la Revolución China. Hombres, mujeres y niños huían aterrorizados ante los ejércitos invasores. Muchos huían a las montañas donde se escondían durante días entre las rocas. Volvían a sus aldeas y hogares después de que se iba el ejército, para encontrar que les habían robado o arruinado sus pertenencias. Muchas aldeas eran incendiadas y quedaban totalmente destruidas por el fuego. Pero estaban agradecidos de estar vivos y volvían a reconstruir sus casas.
Hasta ahora, el pequeño pueblo de Sing Min no había sido molestado, y aparte de las historias espantosas y los rumores de guerra, reinaba la quietud y la tranquilidad. Pero la noche anterior la Sra. Chang había oído que el ejército invasor había descendido súbitamente sobre Min Tuan, una gran ciudad al sudeste. Eso era peligrosamente cerca.
Los dos días siguientes Ching Le y Ching Jung estaban contentas de quedarse adentro y ayudar a su mamá a preparar material para hacer suelas de zapatos, porque afuera el viento soplaba huracanado. Había comenzado como siempre lo hace en la primavera: primero pasaba una suave brisa sobre las montañas. Hacía que los pastos secos se doblaran pareciendo saludarse unos a otros con gracia. Pero dos horas después se ponía borrascoso y soplaba con fuerza. El aire se llenaba de polvo finito y amarillo, de hojas y ramitas, y los olmos y sauces gemían y crujían por el viento que azotaba sus ramas.
Las chiquitas se divertían ayudando a su mamá. En un tazón grande, ella había mezclado pegamento y a cada niña le había dado una pila de trapos cortados en tiras. Primero, cubrían un tablón con una capa de pegamento y luego ponían una capa de trapos, después más pegamento y más trapos hasta tener un grosor de seis a ocho capas. Cuanto lo terminaban lo llevaban afuera para secar, y después quitaban el tablón. Los trapos pegados parecían cartón y estaban listos para cortar y convertirlos en suelas de zapatos.
Al tercer día el viento soplaba más fuerte que nunca, y el aire estaba amarillo por el polvo que traía del desierto del norte. Esa noche la Sra. Chang no podía dormir porque el viento hacía vibrar las tejas del techo, casi arrancaba las ventanas de papel y silbaba al azotar las ramas del viejo sauce en el patio.
Alrededor de la medianoche escuchó que tocaban suavemente en el portón del frente. Al principio creyó que era el viento, después escuchó las palabras “K’al men, K’al men” (abre la puerta, abre la puerta).
La Sra. Chang tenía miedo de salir, porque temía que fueran los soldados; pero si hubieran sido ellos no se hubieran molestado en llamar a la puerta, sencillamente la hubieran abierto a la fuerza. Un momento después salió, y abrió el portón inmediatamente cuando escuchó la voz familiar del capitán Chang.
—Creía que nunca me ibas a oír—dijo éste, quitándose el polvo y la tierra del rostro—, dispongo de poco tiempo porque tengo que reportarme a mi compañía mañana en la aldea Kung Ying.
Bajó la voz y susurró:
—El ejército invasor llegará aquí para mañana al mediodía. Tienes que despertar a las niñas, juntar algunas cosas, y estar lista para partir dentro de media hora. ¡No hay tiempo que perder!
La Sra. Chang no podía creer lo que oía.
—¿Quieres decir que tenemos que huir y abandonar la casa?—gimió.
—No pierdas el tiempo haciendo preguntas —dijo el capitán—, o será demasiado tarde.
Ching Le y Ching Jung no podían entender por qué las habían despertado y vestido a esa hora de la noche. Se acurrucaron soñolientas al pie de la cama de ladrillos mientras miraban cómo su papá ponía comida y ropa en sacos.
La mamá juntó varios jarrones valiosos y otros objetos que valoraba. Los llevó afuera y los escondió en el pozo de los vegetales, cubriéndolos primero con tierra y hojas y luego dejando caer repollos encima.
La carreta sin resortes, tirada por dos mulas lustrosas color café, llegó al portón justo a tiempo. El Capitán Chang llevó apresuradamente los sacos de comida y ropa a la carreta. La Sra. Chang trajo colchas que puso en el fondo y a los costados de la carreta, haciéndola acogedora y calientita.
Envolvieron a las dos niñitas en sus colchas y papá las llevó a la carreta. Estaban contentas, porque les pareció divertido ir de viaje.
Por fin partieron. La noche era tan oscura y ventosa que el carretero tuvo que caminar delante de las mulas para guiarlas con la luz tenue de un farol de papel.
Llegó la mañana luminosa y clara. El viento se había ido a las cuevas en las montañas para descansar antes de volver a soplar.
Los cansados viajeros llegaron al camino principal y lo encontraron abarrotado de otros refugiados. Muchos viajaban en carretas abiertas. Estaban sentados juntitos tratando de mantenerse calientes y miraban con envidia a la familia Chang cuando se acercaron en su carreta protegida por un toldo de felpa. Otros montaban mulas, caballos, burros y bueyes, y algunos hasta bicicletas. Pero la mayoría tenía que caminar, y a los niñitos muy pequeños los llevaban en canastos amarrados a las dos puntas de un palo de bambú que sus padres llevaban en los hombros y que se mecían para adelante y para atrás con cada paso que tomaban.
Ching Le y Ching Jung estaban muy entusiasmadas. Era divertido ver a toda esta gente y esperar su llegada a la gran ciudad. Les daban lástima los pobres niñitos y las ancianas que no tenían carretas cómodas para viajar.
Para el mediodía todos estaban cansados y hambrientos. A la Sra. Chang le dio trabajo impedir que las niñas se pelearan, y estaba contenta cuando se detuvieron en la aldea Kung Ying para comer. Pero era aquí donde tenían que decirle adiós al Capitán Chang.
Las mulas también tenían hambre, y chacoloteaban apresuradamente por los adoquines y al pasar el arco de la Posada de Descanso para Viajeros.
La posada estaba repleta de soldados, pero encontraron pronto un cuarto para el Capitán Chang y su familia. Después de una buena comida de fideos, cebollas fritas y repollo, el Capitán Chang dijo:
—De aquí en adelante, tienen que ir solas. El carretero es un hombre bueno y las llevará sanas y salvas a la propiedad Fu Yin T’ang (Salón de Buenas Nuevas) en la ciudad de Ling.
—¿Qué es eso?—preguntó alarmada la Sra. Chang—, ¿quieres decir que tenemos que ir a ese lugar? He oído historias terribles de los extranjeros que viven allí; hechizan a la gente y no creen en nuestros dioses.
Se detuvo súbitamente y se quejó:
—¡Ay, eso me hace acordar que en nuestro apuro por huir de casa, me olvidé de poner comida delante de nuestro ídolo, ni quemé incienso ni le dije una oración! ¿Qué nos va a pasar ahora?
El Capitán Chang agitó la mano con impaciencia.
—¡No seas necia! Esos dioses de piedra no sirven para nada, y tú y las niñas estarán bien cuidadas por los misioneros. Sé que son personas buenas, nada menos que la semana pasada conocí a algunos en la ciudad de Chao Yang.
Era casi medianoche cuando la Sra. Chang y las niñas llegaron a la ciudad de Ling y se detuvieron afuera de Fu Yin T’ang. Ya había allí muchas mujeres y niñas, otras esperaban afuera como ellas.
Al principio la Sra. Chang y las niñitas tuvieron miedo cuando vieron a los misioneros extranjeros. Tenían la nariz y los pies tan grandes, su piel parecía papel de arroz blanco, y qué cabello raro tenían.
Hubo mucho hablar y discutir en tonos controlados porque los misioneros insistieron en revisar los sacos, paquetes y colchas. Lo hacían, porque en un paquete habían encontrado un revolver, y en otro un pequeño ídolo. Estas cosas no podían ser permitidas en la propiedad Buenas Nuevas.
La Sra. Chang y las niñitas habían estado en Fu Yin T’ang más de una semana. La Sra. Chang no sólo se había acostumbrado a los misioneros extranjeros, sino que realmente le gustaba estar allí. Les servían dos buenas comidas todos los días, y era lindo sentarse alrededor del brasero de carbón y conversar con otras mujeres o escuchar al misionero y a la mujer de la Biblia enseñarles acerca del Señor Jesús.
Había tantos refugiados que no podían dormir en las camas calientitas de ladrillos, y la Sra. Chang y sus hijas, junto con unas quince mujeres y niñas, ocuparon el pequeño salón evangélico. Apilaron los bancos en un extremo, pusieron tapetes de paja sobre el piso de ladrillo, y luego cada una extendió su colcha sobre los tapetes. Durante el día había un fuego ardiente en la pequeña estufa, y de noche la lumbre del carbón daba calor.
La Sra. Chang con frecuencia se quedaba despierta de noche pensando en los misioneros y los cristianos chinos. “Sí”, se decía, “son buenos y bondadosos, y esas historias terribles que he oído de ellos son todas mentiras. Este Dios que adoran, aunque no se puede ver, realmente parece ayudarlos, que es más de lo que jamás hacen los ídolos de piedra.”
A Ching Le y Ching Jung les encantaba estar en Fu Yin T’ang y ya habían llegado a conocer y amar al Señor Jesús.
Al principio, escuchaban con la boca abierta mientras la misionera les contaba que Dios amaba tanto al mundo, y a todos los hombres, mujeres y niños, que envió a Su único Hijo amado a la tierra para morir en una cruz. Por Su muerte y el derramamiento de Su preciosa sangre, todos los que acuden a Él, creyendo en Él y confesando que son pecadores, serán salvos, e irán con Él al cielo al morir.
—¿Quiere decir que Dios nos puede amar aunque muchas veces nos portamos mal y nos enojamos?—preguntó Ching Le.
—¿Y cuando no hacemos las cosas que mamá nos manda hacer?
—Sí, el Señor las ama—respondió la misionera—, pero quiere que le digan que se han portado mal y que le pidan que las perdone. Entonces Él las ayudará a portarse bien. Si ustedes realmente lo aman, siempre querrán portarse bien y hacer los cosas que a Él le agradan; entonces, estarán agradando también a su mamá y a los demás.
La misionera abrió su Biblia, y después de un momento dijo:
—Cuando somos hijos de Dios, Él nos cuida, y nunca tenemos que preocuparnos por el futuro porque Él lo tiene todo planeado, y así lo dice en Su Palabra.
Buscó en la Biblia el Salmo 32:8 y leyó:
—“Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar.”
Habían pasado tres semanas desde que la Sra. Chang y sus hijitas habían llegado a Fu Yin T’ang. No tenían noticias del Capitán Chang; su esposa estaba muy preocupada y a veces no podía contener las lágrimas. Ching Le y Ching Jung trataban de consolarla:
—No te preocupes, mamá, Dios está cuidando a papá. ¿Por qué no confías en Dios? Él te dará paz si lo haces.
—Paz—murmuraba la Sra. Chang—, ¿cómo puedo tener paz cuando escucho el estruendo de las armas de fuego en la distancia, cuando las balas zumban por encima nuestro y pegan el techo? ¿Cómo puedo dejar de preocuparme cuando oigo los aviones tan cerca, y por todos lados se oyen los sonidos de guerra?
El domingo a la mañana amaneció claro y brillante. Era un día primaveral, y los pájaros lo sabían también, porque piaban y cantaban alegremente. Pero aunque el día era tan claro, las noticias de la guerra eran peores y el sonido de los escopetazos se oían mucho más cerca. Todos los refugiados tenían mucho miedo y al principio no querían salir de sus cuartos para ir al salón de reunión. Pero una vez que se encontraban adentro cantando coritos e himnos, estaban contentos, porque eso ahogaba el sonido de los rifles.
A Ching Le y Ching Jung les encantaba cantar acerca del Señor Jesús, y su mamá no podía menos que desear confiar en Dios y ser tan feliz como ellas.
La Sra. Chang escuchó atentamente al Sr. Ta, el misionero, cuando leyó en la Biblia: “La paz os dejo, Mi paz os doy; Yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27). “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en Ti persevera; porque en Ti ha confiado. Confiad en Jehová perpetuamente, porque en Jehová el Señor está la fortaleza de los siglos” (Isaías 26:3-4). “Echando toda vuestra ansiedad sobre Él, porque Él tiene cuidado de vosotros” (1 Pedro 5:7). “Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por Su llaga fuimos nosotros curados” (Isaías 53:5).
De pronto las lágrimas comenzaron a caer por el rostro de la Sra. Chang, y cuando la Sra. Ta le puso el brazo alrededor de los hombros, la Sra. Chang exclamó:
—Pensar que Jesús sufrió todo eso por mí, y yo lo he estado rechazando por tanto tiempo. Quiero confiar en Él, como lo hacen usted y el Sr. Ta, y como mis hijitas me han pedido que lo haga.
—¿Por qué no se lo dice ahora?—susurró la Sra. Ta
—Simplemente habla con Dios como hablarías con un amigo—dijo Ching Le.
—Sí, porque Él es también nuestro amigo—agregó Ching Jung.
La voz de la Sra. Chang temblaba al orar:
—Dios verdadero, ahora creo en Ti. Por favor perdóname los pecados y ven a mi corazón y haz que pueda confiar en Ti como lo hacen Ching Le y Ching Jung. Amén.
Desde ese día en adelante, la Sra. Chang era otra persona; tenía gozo y paz en su corazón y ya no se preocupaba por la guerra. En cambio, pasaba su tiempo orando por el capitán Chang, pidiéndole a Dios que lo protegiera y lo trajera a ellas sano y salvo. Anhelaba poder contarle al capitán acerca del Señor Jesús, para que también él tuviera el gozo y la paz que ella y las niñitas tenían.
Tres días después hubo regocijo en la ciudad de Ling, porque habían hecho que el enemigo se retirara y a toda prisa se refugiara en las montañas occidentales, mientras que el ejército victorioso marchaba triunfante en la ciudad. Con él llegó el Capitán Chang. Se escucharon pasitos que corrían y voces emocionadas:
—¡Pa Pa lai liao! (Ha llegado papá)—exclamó Ching Le.
—¡Y ha hecho que el enemigo se retire!—la vocecita estridente de Ching Jung podía oírse hasta en el patio de al lado.
La Sra. Chang se apresuró hacia ellas, y todos parecían estar hablando a la vez.
—Ahora todos creemos en Jesús, y no le tenemos miedo a nada porque Dios nos protege—dijo Ching Le sin respirar.
La Sra. Chang sonrió contenta.
—Dios nos ha dado verdadero gozo y paz, y ahora las niñas me obedecen y no discuten ni se pelean.
La pequeña Ching Jung le tironeaba la manga al capitán, cuando dijo:
—Oramos y le pedimos a Dios que te protegiera, y lo hizo, ¿no es cierto?
Dando a cada una de las pequeñas una manzana acaramelada, el Capitán Chang dijo:
—¡Esta es una noticia maravillosa! Mañana regresaremos a casa, y me tendrán que enseñar ustedes todo acerca de Dios porque yo también quiero conocerlo.
—También te podemos enseñar a cantar acerca de Él—dijo Ching Le, y Ching Jung asintió con la cabeza, ya que esta vez no podía hablar porque tenía la boca llena de manzana acaramelada.