Prefacio

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TODO el mundo admite el carácter extraordinario de los tiempos en que vivimos. Cosas nunca puestas en tela de duda algunos años antes, son ahora abiertamente escarnecidas. Verdades que una vez fueron reverenciadas son livianamente rechazadas por muchos.
Se habla mucho en estos días de pensadores, pero en realidad hay muy poca profundidad de pensamiento en la mayoría de las personas. La gente generalmente cree lo que les agrada, rechazando aquello que les es desagradable. La incredulidad está de moda. Ha llegado al púlpito y ha invadido la congregación; se ha introducido en la catedra teológica, y aún en la pedagogía. Esta siembra de duda e incredulidad está produciendo una terrible cosecha de descreimiento, licencia y maldad.
Vivimos en un día en que todas las cosas tienen que comprobarse. O somas barridos por la avalancha de la incredulidad religiosa o prevalecemos contra ella. Nuestra creencia debe estar basada en la Palabra de Dios y no depender de lo que el Papa o el Cardenal, el obispo o el sacerdote, el ministro o pastor, este maestro cristiano o aquel hermano destacado puedan decir, aunque debemos esperar ayuda por medio de los dones dados por el Señor glorificado a su Iglesia. Todo esto, si resistimos la prueba, robustece nuestra convicción, nuestra fibra moral y nuestro vigor espiritual.
Las masa inconsciente corre velozmente a los brazos de la abierta apostasía. Gracias a Dios por aquellos que, viendo la plaga creciente de la Alta Critica y el Modernismo, afincan más las raices de su fe en la Palabra de Dios y encuentran en ella la estabilidad y el consuelo que necesitan.
Es con el fin de ayudar a los investigadores honrados, a los jóvenes, y aquellos que no están bien afincados, quienes sienten intensamente la crisis de los tiempos: los claudicantes quienes descubren la deficiencia de su conocimiento sobre estas materias, que escribimos estas líneas. Debemos remitirnos a las Escrituras en todo. Acudiremos a ellas sin perjuicio, y por la gracia de Dios nos sujetaremos a su enseñanza.
Viendo que la Biblia reclama para sí inspiración, lógicamente hay que aceptarla o rechazarla. No hay términos medios. La Biblia es inspirada, o no lo es, pero las Escrituras tienen tal preponderancia de pruebas de su origen divino, de su autoridad y perfección, si bien esta no es la ocasión para extendernos sobre este tema, tan provechoso como es, que no vacilamos en someternos sin reserva a su enseñanza.
En todas las solemnes cuestiones que se susciten, solo podemos Leal y reverentemente reproducir las palabras de Abraham,
"El juez de toda la tierra, ¿no ha de hacer lo que es justo?" (Gen. 18:25)
No nos sorprende el estado de cosas que nos rodea. Las Escrituras nos dicen de "el misterio de iniquidad" el cual estaba ya obrando hace cerca de dos mil altos. La Palabra de Dios se está cumpliendo al pie de la Tetra ante nuestra vista. Las señales de la inminencia de la venida del Señor son tan abundantes que podemos decir con toda seguridad que estamos en los postreros días.
Que las páginas que siguen sean de gran bendición para muchos lectores es la ferviente oración del autor.