Prefacio

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La cuestión de la «autoestima» es un tema de gran actualidad en el mundo en nuestros días, especialmente en América del Norte y en Occidente en general. Hace menos de veinte años, este tema apenas si se mencionaba. Ahora se nos bombardea con este término por todas partes, e incluso se da a niños muy pequeños cursos de autoestima en las escuelas. Se supone que la carencia de la misma es la razón subyacente de casi todos los males humanos, y se supone que la restauración de la autoestima constituye el remedio para casi todos los problemas.
Hace un tiempo, mientras esperaba ser visitado, tomé un ejemplar de la revista Selecciones de la sala de recepción. Me llamó la atención un artículo titulado «Palabras que hacen milagros», y querría citar dos párrafos de aquel artículo.
Cada uno de nosotros tenemos una imagen mental de nosotros mismos, la propia imagen. Para que la vida sea razonablemente satisfactoria, esta propia imagen ha de ser tal que podamos convivir con ella, que nos pueda gustar. Cuando nos sentimos orgullosos de nuestra propia imagen, nos sentimos confiados y libres para ser nosotros mismos. Funcionamos de una manera óptima. Cuando nos avergonzamos de nuestra propia imagen, tratamos de ocultarla en lugar de expresarla. Nos volvemos hostiles y difíciles para la convivencia.
Es un milagro lo que le sucede a una persona a la que le ha subido su autoestima. De repente le gustan más los demás. Es más amable y cooperador con los que le rodean. La alabanza es el pulimento que ayuda a mantener su propia imagen brillante y resplandeciente.
Esta cita representa la manera actual de pensar en el mundo, y también entre muchos cristianos. Aunque en esas palabras hay ideas que son muy ciertas, también hay cosas erróneas.
Una parte del problema para afrontar esta cuestión reside en que hasta ahora no hay un verdadero acuerdo acerca de cuál es el significado de la «autoestima». Se han propuesto varias definiciones, pero incluso en círculos educados no hay un acuerdo general. Es evidente que este término significa cosas distintas para distintas personas.
Como sucede con todas las cuestiones morales y espirituales, los cristianos deben apartarse de la sabiduría humana, y escudriñar la Palabra de Dios. Pedro nos dice que «todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder» [el de Dios] (2 Pedro 1:3). Pablo dijo a los corintios que «la sabiduría de este mundo es insensatez para con Dios» (1 Corintios 3:19). Con la ayuda del Señor querría acudir a la Palabra de Dios, donde encontramos la respuesta a todo lo que atañe a nuestro andar como cristianos en este mundo. La sabiduría del hombre no puede añadir nada a la Palabra de Dios.
Esta cuestión es difícil, y soy bien consciente de mi falta de una comprensión total del tema. El hombre es un ser complejo, y algunas de las consideraciones relativas a este tema tienen que ser experimentadas más que plenamente explicadas. Asimismo, 1 Corintios 13:12 nos dice: «Ahora vemos por espejo, oscuramente», y aquí la palabra «oscuramente» comunica el concepto de algo que es enigmático. En tanto que la Palabra de Dios nos da una perfecta luz para cada paso de nuestra senda, no siempre da satisfacción a nuestra curiosidad ni da respuesta a todas nuestras preguntas. Recordemos esto cuando encontremos aspectos de este tema que puedan estar más allá de nuestra comprensión.
Hay muchos temas que la Palabra de Dios nos presenta que están más allá de la comprensión humana. La mente del hombre puede solamente llegar hasta cierto punto, y luego nos damos cuenta de que estamos en el ámbito de lo infinito. Generalmente, esas cuestiones se componen de dos verdades que deben mantenerse en equilibrio, y que sin embargo la mente humana no puede conciliarlas de una manera plena. Creo que la dignidad humana en la creación y la depravación humana como resultado de la caída son dos de esas verdades. El hombre natural intenta reducir esas verdades a un nivel que podamos comprender, y con ello siempre cae en un error de un lado o del otro. Es triste tener que admitir que caen en ello incluso verdaderos creyentes, al tratar de imponer una estructura de factura humana sobre una verdad que Dios nos ha dado en Su Palabra. La respuesta correcta que debemos dar es adorar con humildad a Aquel que ha querido revelarnos tales cosas, dándonos cuenta de que nuestras mentes finitas no pueden abarcar lo infinito en su totalidad. Podemos apreciar esas verdades, y equilibrarlas en nuestras vidas, pero sólo en tanto que caminemos en comunión con Aquel que nos las ha querido revelar.
Para dar una cierta estructura al tema que vamos a tratar, querría considerar al hombre en tres posiciones o estados. Primero, el hombre en la creación antes de la caída; segundo, el hombre como criatura caída; y tercero, el hombre en Cristo. Según vayamos avanzando se desarrollarán otras consideraciones en relación con esas tres posiciones.