Primera Conferencia (2 Pedro 1): Introducción

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El cristiano debe tratar de conocer no sólo la salvación que es en Cristo, sino también todos los frutos de esta salvación. No sólo debe asegurarse de que está en la casa de su Padre, sino también gozar de los privilegios de la casa.
Dios «nos llamó por su gloria y excelencia» (2 P 1:3).
Dios nos da, en la gloria de Cristo y de la Iglesia, un porvenir que Él mismo ha llenado con Sus designios, y el estudio de esta preciosa verdad ocupa nuestros pensamientos de la manera más útil; y desde luego éste es uno de los objetivos que Él se ha propuesto al comunicarnos la profecía, la cual nos da, al revelar­nos sus intenciones en calidad de amigos de Él (Jn 15:15; Ef 1:9), el participar en los pensamientos que le ocupan a Él. No podía darnos Él una prenda más entrañable de Su amor y confianza (Gn 18:17), ni nada que pudiera tener para nuestras almas una eficacia más santifica­dora. En efecto, si el carácter de los hombres se manifiesta en los objetivos que per­siguen, nuestra conducta en el presente estará mar­cada por el porvenir de nuestra esperanza; tendrá necesariamente su reflejo y color. Los que sólo ambicionan posición, los que no sueñan más que en las riquezas, los que buscan su felicidad en los placeres del mundo, actúan cada uno de ellos según lo que tienen en sus corazones; sus vidas respectivas están gobernadas por los objetos en los que han depositado sus afectos. Lo mismo sucede con la Iglesia. Si los fieles comprendieran su vocación, la cual es la participa­ción en una gloria venidera plenamente celestial, ¿que sucedería? Vivirían aquí abajo como extran­jeros y peregrinos. Al conocer las profecías tocantes a esta tierra, comprenderían mejor la naturaleza de las promesas dadas a los judíos, las distinguirían de las que nos atañen a nosotros los cristianos; juzgarían el espíritu del siglo, y se librarían de las preocupaciones humanas, y de in­quietudes siempre funestas para la vida cristiana; aprenderían a apoyarse en Aquel que lo ha dispuesto todo, que conoce el fin de las cosas desde el principio, y a entregarse totalmente a la esperanza que les ha sido dada, y a la observancia de los deberes que se derivan de ella.
Se dice generalmente que el verdadero empleo de las profecías es mostrar la divinidad de la Biblia por medio de las que ya se han cumplido. Y es verdad que es uno de los usos que se pueden hacer, pero no es el objeto especial por el que fueron dadas. Han sido dadas no al mundo, sino a la Iglesia, para comuni­carle los pensamientos de Dios, y para servirle de guía y antorcha antes de la llegada de los aconteci­mientos que anuncian, o durante el curso de estos acontecimientos. ¿Que diríamos de alguien que sólo empleara las confidencias de un entrañable amigo para convencerse más tarde de que ha dicho la verdad? ¡Ay de nosotros! ¿Hasta dónde hemos lle­gado? ¿Hemos perdido hasta tal punto el senti­miento de nuestros privilegios y de la bondad de Dios? Entonces, ¿no hay nada para la Iglesia en todas estas santas revelaciones? Porque, desde luego, no es la Iglesia la que debe preguntarse si Dios, su amigo celestial, ha dicho la verdad.
Pero aún hay más: la mayoría de las profecías, y, en cierto sentido, se puede decir que todas ellas, se cumplen al final de la dispensación con la que tenemos que ver; ahora bien, cuando llegue el cumplimiento de las mismas será demasiado tarde para convencerse de su veracidad, o para emplearlas para convencer a otros; el juicio abrumador que caerá sobre los que dudan será su demostración bien evidente. Tomemos un ejemplo de las predic­ciones del Señor. ¿A qué buen fin serviría la advertencia del Señor de que huyeran en tal o cual circunstancia, si no comprendían por adelantado lo que Él decía, ni creían por adelantado en la veracidad de Su palabra? Era precisamente este conocimiento y esta fe lo que los distinguía de todos sus compatriotas incrédulos. Y lo mismo sucede con la Iglesia: los juicios de Dios caerán sobre las naciones; la Iglesia ha sido adver­tida de ello; gracias a la enseñanza del Espíritu Santo, ella lo com­prende, lo cree, y escapa a las desventuras que han de sobrevenir.
Pero se objetará: éstas son ideas puramente especulativas. ¡Ardid de Satanás! Si yo, elevándome por encima del presente, por encima del sentimiento de mis necesidades y circunstancias momentáneas; si, saliendo del dominio de los seres materiales, me proyecto al porvenir, a este campo entregado a la inteligencia humana, todo será vago y sin influen­cias, a no ser que lo llene o bien con mis pensa­mientos, o bien con los pensamientos de Dios. ¡Mis pensamientos! Mis pensamientos son mera especulación. Los pensa­mientos de Dios: es la pro­fecía la que los expone y desarrolla; por cuanto la profecía es la revelación de los pensamientos y de los consejos de Dios acerca del porvenir. ¿Quién hay que tenga el nombre de cristiano y que no se goce de la perspectiva de que «la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las aguas cubren el mar»? Pues bien, ¡he aquí una profecía! Si nos preguntamos: ¿y cómo se cumplirá?, no es de boca del hombre que debe salir la respuesta; la palabra de la misma profecía nos instruye acerca de esta cuestión, y acalla las imaginaciones y la vanagloria de nuestros orgullosos corazones.
En efecto, aunque la comunión de Dios nos solaza y nos santifica; aunque esta comunión, que debe ser eterna, nos ha sido ya dada, Dios ha querido actuar en nuestros corazones por medio de esperanzas positivas, y ha sido necesario que nos las comunicara para que fueran eficaces, y para que nuestro porvenir no fuera vago, ni lleno de fábulas ingeniosamente imaginadas. ¡Ah, alabado sea el Dios de gracia y de bondad! Nuestro porvenir no es ni vago ni lleno de fábulas ingeniosa­mente imaginadas. «Porque», dice el Apóstol, queriendo alentar la piedad, la virtud, el amor fraternal y la caridad en las almas de los fieles, y hacer que pudieran en todo momento tener memoria de estas cosas, «no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz que decía: Éste es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo. Tenemos tam­bién la palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros corazones; entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos hombres de Dios hablaron, siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 P 1:16-21).
Al estudiar los rasgos más generales de la profecía, examinaremos estos tres grandes temas: la Iglesia, las naciones y los judíos.
Al proseguir este estudio, hallaremos, según la medida de la luz que nos ha sido dada, un resultado de lo más grato, esto es, el pleno desarrollo de las perfecciones de Dios según los dos nombres o caracteres bajo los que se ha revelado en sus relaciones con nosotros. A los judíos se reveló como Jehová (Éxodo 6:3); a la Iglesia, como Padre. Como consecuencia, Jesús es presentado a los judíos en calidad de Mesías, centro de las promesas y de las bendiciones de Jehová hacia su nación; a la Iglesia se aparece como el Hijo de Dios, reuniendo consigo a sus «muchos» hermanos, y compar­tiendo con nosotros Sus títulos y privilegios. Somos «hijos de Dios», «miembros de su familia» y «cohere­deros del Primo­génito», el cual es la expresión de toda la gloria de Su Padre. En la consumación de los siglos, cuando Dios reunirá todas las cosas en Cristo, entonces se verificará el pleno sentido del nombre bajo el que se reveló a Abraham, de aquel nombre bajo el que fue adorado por Melquisedec, el tipo de sacerdote regio, que será el centro como la certidumbre de la ben­dición de la tierra y de los cielos reunidos—del nombre de «el Altísimo, poseedor de los cielos y de la tierra».