"Puestos Los Ojos En Jesús"

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(Hebreos 12:2)
Solamente cinco palabras
pero en esas cinco palabras
estriba todo el secreto de la vida.
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
en las Escrituras,
para aprender allí lo que Él es, lo que Él ha hecho, lo que Él da, lo que Él desea; para hallar en su carácter nuestro modelo, en sus enseñanzas nuestra instrucción, en sus preceptos nuestra ley, en sus promesas nuestro apoyo, en su persona y en su obra la plena satisfacción suplida por cada necesidad de nuestras almas.
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
Crucificado,
para hallar en su sangre derramada nuestro rescate, nuestro perdón, nuestra paz.
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
Resucitado,
para hallar en Él la justicia que sólo nos justifica, y nos permite, muy indignos que somos, acercarnos con seguridad, en su Nombre, a Él quien es su Padre y nuestro Padre, su Dios y nuestro Dios.
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
Glorificado,
para hallar en Él nuestro Abogado celestial, quien, por medio de su intercesión, completa la obra de nuestra salvación inspirada por su gran amor; (1ª Juan 2:1) quien aún ahora se presenta para nosotros en la presencia de Dios (Heb. 9:2424For Christ is not entered into the holy places made with hands, which are the figures of the true; but into heaven itself, now to appear in the presence of God for us: (Hebrews 9:24)), el Sacerdote Real, la Víctima sin mancha, para purificar continuamente el pecado de las cosas santas (Ex. 28:3838And it shall be upon Aaron's forehead, that Aaron may bear the iniquity of the holy things, which the children of Israel shall hallow in all their holy gifts; and it shall be always upon his forehead, that they may be accepted before the Lord. (Exodus 28:38)).
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
Revelado por el Espíritu Santo,
para encontrar en comunión constante con Él la purificación de nuestros corazones ensuciados por el pecado, la iluminación de nuestros espíritus oscurecidos, la transformación de nuestras voluntades rebeldes; capacitados por Él para triunfar sobre todos los ataques del mundo y del malo, para resistir su violencia a través de Jesús nuestra Fortaleza, y para vencer su sutileza a través de Jesús nuestra Sabiduría; sostenidos por la compasión de Jesús, a quien no le fue ahorrado ninguna tentación, y por la ayuda de Jesús, que nunca se dejó vencer por ninguna.
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
Quien nos da el arrepentimiento,
tanto como la remisión de pecados (Hechos 5:31) para que Él nos dé la gracia para reconocer, deplorar, confesar, y abandonar nuestras transgresiones.
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
para recibir de Él la tarea y la cruz para cada día, con la gracia que es suficiente para llevar la cruz y acabar la tarea; la gracia que nos capacita para ser pacientes con su paciencia, activos con su actividad, amables con su amor; nunca preguntando “¿Qué puedo yo hacer?” sino “¿Qué no puede Él hacer?” y esperando en su potencia que se perfecciona en nuestras flaquezas. (2 Cor. 12:99And he said unto me, My grace is sufficient for thee: for my strength is made perfect in weakness. Most gladly therefore will I rather glory in my infirmities, that the power of Christ may rest upon me. (2 Corinthians 12:9)).
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
para salir de nosotros mismos y olvidarnos de nosotros mismos; para que nuestras sombras huyan ante la claridad de su rostro; para que nuestros gozos sean santos, y que nuestras tristezas sean tranquilas; que Él nos derribe y que Él nos levante; que Él nos aflija y que Él nos consuele; que Él nos despoje y que Él nos enriquezca; que Él nos enseñe a orar y que Él conteste nuestras oraciones; que, aunque Él nos deja en el mundo, Él nos separe del mundo, siendo nuestra vida escondida con Cristo en Dios, y nuestro comportamiento testificando a Él ante los hombres.
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
Quien, habiendo vuelto a la casa del Padre, está preparando un lugar allá para nosotros; que esta expectativa gozosa nos dé a vivir en esperanza y nos prepare para morir en paz, cuando llegue el día en que enfrentemos este último enemigo, que Él ya ha vencido por nosotros y que nosotros venceremos a traves de Él — y el que una vez fue el rey de terrores sea hoy el presagio de la felicidad eternal.
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
Cuya venida segura, en un día inesperado, es de siglos en siglos la expectativa y la esperanza de la Iglesia fiel, que se anima en su paciencia, vigilancia, y gozo por el pensamiento que el Salvador está ya cerca. (Fil. 4:4,5; 1ª Ts. 5:23).
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
el autor y consumador de la fe”: es decir, Quien es la pauta y la fuente de aquella fe, al igual que Él es el objeto de ella; y Quien, desde el primer paso hasta el último, marcha al frente de los creyentes, para que nuestra fe se inspire, se anime, y se sostenga por Él, y que Él la conduzca adelante hasta la consumación suprema.
PUESTOS LOS OJOS EN JESÚS
y en nada más,
como el texto lo expresa en una sola palabra intraducible (aphoroontes), que al mismo tiempo nos dirige la mirada para fijarla en Él, y volverla de toda otra cosa.
EN JESÚS
y no en nosotros mismos,
nuestros pensamientos, nuestros razonamientos, nuestras imaginaciones, nuestras inclinaciones, nuestros deseos, nuestros propósitos; —
EN JESÚS
y no en el mundo,
sus costumbres, su ejemplo, sus normas, sus juicios; —
EN JESÚS
y no en Satanás,
por más que él busque a aterrorizarnos con su furia, o bien a seducirnos con sus lisonjas. ¡Oh! Seríamos preservados de tantas preguntas inútiles, de tantas aprensiones, de tanto tiempo perdido, juguetear peligroso con el malo, pérdida de energía, sueños vacíos, decepciones amargas, esfuerzos dolorosos, y caídas penosas, si solamente tuviéramos los ojos fijados en Jesús. Así, siguiéndole dondequiera que Él nos guíe, estaremos demasiado preocupados en no perder la vista del camino que Él nos traza para dar ni una sola mirada en lo que Él juzga no apropiado para nosotros.
EN JESÚS
y no en nuestros credos, por evangélicos que puedan ser. La fe que salva, que santifica, y que consuela, no es el asentimiento a la doctrina de la salvación; es la unión con la persona del Salvador. “No es suficiente,” dijo Adolphe Monod, “saber de Jesucristo; es necesario tener a Jesucristo.” A eso se puede agregar que nadie le conoce verdaderamente si no le posea primero. Según la palabra profunda del discípulo bien-amado, en la Vida está la Luz, y en Jesús está la Vida. (Juan 1:4).
EN JESÚS
y no en nuestras meditaciones ni en nuestras oraciones, nuestras conversaciones piadosas y nuestras lecturas provechosas, las reuniones santas a que asistimos, ni aún en nuestra participación en la cena del Señor. Usemos fielmente todas estas medidas de gracia, sin confundirlas con la gracia misma, y sin desviar nuestra mirada de Él que sólo las hace eficaces, cuando, por medio de ellas, se comunica con nosotros.
EN JESÚS
y no en nuestra posición en la Iglesia cristiana, ni en la familia a la cual pertenecemos, ni en nuestro bautismo, ni en la educación que hayamos recibido, ni en la doctrina que profesamos, ni en la opinión que los demás hayan formado de nuestra piedad ni a la opinión que nosotros mismos hayamos formado de ella. Algunos de los que han profetizado en el Nombre del Señor Jesucristo le oirán decir algún día, “Nunca os conocí” (Mateo 7:22,23), pero Él confesará delante de su Padre y delante de sus ángeles hasta el más humilde de los que han mirado a Él.
EN JESÚS
y no en nuestros hermanos,
ni aún a los mejores entre ellos ni los más amados. Al seguir a un hombre corremos el riesgo de descarriarnos; al seguir a Jesús somos seguros de nunca perder el camino. Además, al ponerle a un hombre entre Jesús y nosotros mismos, llegará a ser que poco a poco el hombre se aumentará y Jesús se disminuirá. Pronto no sabremos más como encontrarnos con Jesús cuando no encontramos al hombre, y si nos falta el hombre, nos falta todo. Al contrario, si se guarda a Jesús entre nosotros y nuestro amigo más íntimo, nuestro apego a aquella persona será al mismo tiempo menos directo y más profondo, menos apasionado y más dulce, menos necesario y más útil, instrumento de bendición rica en las manos de Dios cuando le agrade de valerse de ello y cuya ausencia será bendición adicional cuando le agrade de dispensarse de ello, para acercarnos aún más al único Amigo de quien “ni la muerte, ni la vida” podrá apartarnos. (Romanos 8:38-39).
EN JESÚS
y no en sus enemigos ni en los nuestros. En vez de odiarlos y temerlos, sabremos entonces amarlos y vencerlos.
EN JESÚS
y no en los obstáculos que se encuentran en nuestro camino. Desde que nos paramos para considerarlos, ellos nos asombran, nos confunden, nos derriban, por lo incapaces que somos para comprender cual sea la razón por qué se los permita ni para comprender los medios por los cuales podamos superarlos. El apóstol Pedro comenzó a hundirse tan pronto que se volvió a mirar las olas agitadas por la tormenta, pero mientras que miraba a Jesús él caminaba sobre el agua como sobre una roca. (Mateo 14:29,30). Lo más difícil sea nuestra tarea, lo más aterrorizante sean nuestras tentaciones, lo más importante es que fijemos la mirada solamente en Jesús.
EN JESÚS
y no en nuestros problemas,
a fin de calcular la cantidad de ellos, de evaluar el peso de ellos, de encontrar quizás cual satisfacción extraña en saborear la amargura de ellos. Fuera de Jesús la aflicción no santifica; más bien ella endurece o aplasta. Ella produce no la paciencia sino la rebelión; no la compasión sino el egoísmo; no la esperanza sino la desesperación. (Romanos 5:3-5). Sólo bajo la sombra de la cruz de Cristo podemos apreciar el peso verdadero de la nuestra, y aceptarla cada día de su mano, para traerla con amor, con acciones de gracia, con gozo, y allí encontrar para nosotros mismos y para los demás una fuente de bendición.
EN JESÚS
y no en los más queridos, los más legítimos de nuestros gozos terrenales, por miedo de encontrarnos tan cautivados por ellos que nos quiten la vista de Él mismo que nos los ha dado. Mirando a Él antes de todo, recibimos de Él estas buenas cosas, mil veces más preciosas porque las tenemos como regalos de su bondad, para confiarlas a su cargo, para disfrutarlas en comunión con Él, y para usarlas para su gloria.
EN JESÚS
y no en los instrumentos, lo que sean, que Él emplea para formar el camino que Él ha elegido para nosotros. Mirando más allá de los hombres, de las circunstancias, de las miles de causas justamente llamadas secundarias, subamos hasta la primera causa — su voluntad. Subamos hasta la fuente misma de esta voluntad — su amor. Entonces nuestro agradecimiento, sin ser menos vivo hacia los que nos hacen el bien, no parará en ellos. Entonces en el día de la prueba, bajo el golpe más inesperado, más inexplicable, más abrumador, podremos decir con el Salmista “Enmudecí, no abrí mi boca; porque tu lo hiciste” (Salmo 39:10) y en el silencio de nuestro dolor mudo nos contestará suavemente la voz celeste “Lo que yo hago, tu no entiendes ahora; mas lo entenderás después.” (Juan 13:7).
EN JESÚS
y no en los intereses de nuestra causa, de nuestro partido, de nuestra iglesia, — y aún menos en nuestros intereses personales. El único objetivo de nuestra vida es la gloria de Dios; si no la hacemos la meta suprema de nuestros esfuerzos, nos privamos necesariamente de su ayuda, pues su gracia está solamente al servicio de su gloria. Si al contrario es su gloria que buscamos sobre todo, podemos siempre contar con su gracia.
EN JESÚS
y no en la sinceridad de nuestras intenciones, ni en la fuerza de nuestras resoluciones. ¡Ay! Cuantas veces las más excelentes intenciones han solamente preparado el camino a las derrotas las más humillantes. Apoyémonos, no en nuestras intenciones sino en su amor; no en nuestras resoluciones sino en su promesa.
EN JESÚS
y no en nuestra fuerza. Nuestra fuerza sirve solamente para glorificarnos a nosotros mismos; para glorificarle a Dios se necesita la fuerza de Dios.
EN JESÚS
y no en nuestra debilidad. Por lamentar nuestra debilidad, ¿jamás hemos llegado a ser más fuertes? Miremos a Jesus, y su poder se comunicará a nuestros corazones. Sus alabanzas brotarán de nuestros labios.
EN JESÚS
y no en nuestros pecados, ni en la fuente de donde provienen (Mateo 15:19) ni en el castigo que merecen. Mirémonos a nosotros mismos sólo para reconocer cuánta necesidad tenemos de mirarle a Él, seguramente no como si no fuéramos pecadores, sino al contrario porque lo somos, midiendo la grandeza misma de la ofensa por la grandeza del sacrificio que la expió y de la gracia que la perdona. “Por cada mirada que echamos en nosotros mismos,” dijo un servidor eminente de Dios (McCheyne) “miremos diez veces más en Jesús.” “Si es seguro,” dijo Vinet, “que uno no pierde la vista de su condición miserable al mirar a Jesucristo crucificado, porque aquella condición miserable está gravada en la cruz, también es seguro que al mirar a su miseria uno sí puede perder la vista de Jesucristo porque la cruz no está gravada naturalmente en la imagen de nuestra miseria.” Y agrega, “Mirense a ustedes mismos, mas en presencia de la cruz, a través de Jesucristo.” La contemplación del pecado no da sino la muerte; la contemplación de Jesús da la vida. Lo que sanó al israelita en el desierto no fue el considerar sus heridas, sino alzar sus ojos hacia la serpiente de bronce. (Números 21:9).
EN JESÚS
y no — ¿necesitamos decirlo? — en nuestra justicia pretendida. Enfermo sobre cualquier enfermo es el que se cree en buena salud; ciego sobre cualquier ciego es el que piensa que ve claramente (Juan 9:41). Si es peligroso mirar demasiado tiempo en nuestra miseria, tan verdadero, cuánto más peligroso es apoyarse complacientemente en nuestros méritos imaginarios.
EN JESÚS
y no en la ley. La ley nos da mandamientos y no el poder para cumplirlos. La ley siempre condena, y nunca perdona. Al ponernos otra vez bajo la ley, nos quitamos de la gracia. En cuanto que hacemos de nuestra obediencia la medida de nuestra salvación, perdemos nuestra paz, nuestra fuerza, nuestro gozo, por habernos olvidado que Jesús es “el fin de la ley . . . para justicia a todo aquel que cree.” (Romanos 10:4). Tan pronto como la ley nos haya constreñido a buscar en Él nuestro único Salvador, entonces a Él sólo pertenece el derecho de exigir nuestra obediencia: obediencia que no incluye menos que nuestro corazón entero, y nuestros pensamientos los más secretos; obediencia, sin embargo, que haya dejado de ser un yugo de hierro y una carga insoportable para llegar a ser un yugo fácil y una carga ligera (Mateo 11:30); obediencia que Él pone tan amable como obligatorio, obediencia que Él inspira al mismo tiempo que Él la exige, y que en verdad es menos la consecuencia de nuestra salvación que es parte de aquella salvación, y, como todo el resto, un don gratuito.
EN JESÚS
y no a lo que hacemos para Él. Si estamos demasiado preocupados por nuestra obra, podemos olvidarnos de nuestro Dueño, es posible tener las manos llenas y el corazón vacío. Ocupados con nuestro Dueño, nunca podemos olvidarnos de la obra. Si el corazón está lleno de su amor, ¿cómo pueden las manos faltar de estar activas en su servicio?
EN JESÚS
y no en el éxito aparente de nuestros esfuerzos. El éxito patente no es la medida del éxito verdadero y, además, Dios no nos ha dicho que tengamos éxito, sino que trabajemos. Es de nuestro trabajo que Él nos pedirá cuenta, y no de nuestro éxito, entonces ¿por qué preocuparnos con ello? Nos toca a nosotros sembrar la semilla, y a Dios cosechar el fruto, si no hoy, entonces mañana, si no por medio de nosotros, por medio de otros entonces. Aún cuando se nos otorga el éxito, siempre es peligroso fijarnos la mirada en ello; por una parte hay la tentación de atribuirnos el mérito por ello, por otra parte nos acostumbramos a dejar mengüar nuestro fervor cuando no apercibimos el efecto, en el momento mismo en que debiéramos redoblar nuestra energía. Poner los ojos en el éxito, es andar por la vista; ponerlos en Jesús, para proseguir a seguirle y servirle a Él, a pesar de todo desánimo, es andar por la fe.
EN JESÚS
y no en los dones espirituales que ya hemos recibido, o que recibimos ahora de Él. En cuanto a la gracia de ayer, ella ha pasado con el trabajo de ayer; no podemos emplearla más, ni debemos apoyarnos en ella hoy. En cuanto a la gracia de hoy, dada a nosotros para el trabajo de hoy, ella nos es encomendada, no para que la miremos sino que la empleemos. No debemos contemplarla, como para contar nuestras riquezas, sino gastarla en seguida y quedarnos pobres, “puestos los ojos en Jesus.”
EN JESÚS
y no en cuánta tristeza que nos hagan sufrir nuestros pecados, ni en la humillación que produzcan en nosotros. Si solamente estamos humillados por ellos suficientemente para no complacernos en nosotros mismos; si solamente estamos afligidos por ellos suficientemente para que miremos a Jesús, para que Él nos libre de ellos, eso es todo lo que Él exige de nosotros, y también es esta mirada a Él que, más que cualquier otra cosa, nos hará correr las lágrimas y bajar la soberbia. Y cuando se nos hace, como a Pedro, que lloremos amargamente (Lucas 22:62), ¡ay! que entonces nuestros ojos velados queden más que nunca fijados en Él, pues nuestro arrepentimiento llegará a sernos una trampa si pensamos borrar en cualquier medida por nuestras lágrimas estos pecados que nada los puede borrar, si no la sangre del Cordero de Dios.
EN JESÚS
y no en la vivacidad de nuestro gozo, la firmeza de nuestra certidumbre, o al fervor sensible de nuestro amor. Si no, cuando por poco tiempo nos parece que este amor vuelve frío, que esta certidumbre vacila, que este gozo nos falta — sea como resultado de nuestra infidelidad, sea como prueba de nuestra fe — inmediatamente que hayamos perdido los sentimientos pensamos que hemos perdido nuestra fuerza, y nos dejamos caer en profunda tristeza, o en la ociosidad cobarde, o quizás en quejas pecaminosas. ¡Oh! Más bien acordémonos que si a veces la emoción con su dulzura nos falta, la fe con su fuerza queda con nosotros. Para poder siempre estar “creciendo en la obra del Señor,” miremos sin cesar, no a nuestros corazones tan móviles, sino a Jesús, quien nunca se muda.
EN JESÚS
y no en el grado de santificación que hayamos logrado. Si ninguno puede creerse hijo de Dios mientras que sigue encontrando manchas en su corazón y fracasos en su vida, ¿quien entonces pudiera disfrutar el gozo de la salvación? Pero este gozo no se compra con precio. La santidad es el fruto de nuestra redención, y no la raíz de ella. Es la obra de Jesucristo por nosotros que nos reconcilia con Dios; es la obra del Espíritu Santo en nosotros que nos renueva a su semejanza. Las imperfecciones de una fe sincera, pero todavía poco establecida y llevando poco fruto, no mengua en nada la plenitud de la obra perfecta del Salvador, ni la seguridad de su promesa inmutable, garantizando la vida eterna a cualquiera que confía en Él. Entonces, reposar en el Redentor es la única manera verdadera de obedecerle a Él; y solamente mientras disfrutemos de la paz y del perdón, el alma estará fuerte para la batalla. Si hay algunos que abusan de esta bendita verdad por cederse sin escrúpulos a la ociosidad espiritual, imaginando que la fe que creen tener pueda substituir por la santidad que no tienen, conviene recordarles de la advertencia solemne del apóstol Pablo, “Los que son de Cristo, han crucificado la carne con los afectos y concupiscencias” (Gál. 5:24), y aquella del apóstol Juan, “Él que dice, Yo le he conocido, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y no hay verdad en él” (1ª Juan 2:4), y aquella del Señor Jesucristo mismo, “Todo árbol que no lleva buen fruto, córtase y échase en el fuego.” (Mateo 7:19).
EN JESÚS
y no en nuestras derrotas ni en nuestras victorias. Si miramos a nuestras derrotas estaremos abatidos; si miramos a nuestras victorias estaremos orgullosos. Ni la una ni la otra nos ayudará a pelear la “buena batalla de la fe” (1ª Tim. 6:12). Al igual que todas nuestras bendiciones, la victoria, tanto como la fe que la gana, es el don de Dios por nuestro Señor Jesucristo (1ª Cor. 15:57) y a Él sea toda la gloria.
EN JESÚS
y no en nuestras dudas. Cuánto más las miremos, más grandes nos parecerán, hasta tragar toda nuestra fe, nuestra fuerza, y nuestro gozo. Pero si miramos lejos de ellas, a nuestro Señor Jesucristo Quien es la Verdad (Juan 14:6), las dudas se esparcirán en la luz de su presencia, como se esparcen las nubes ante el sol.
EN JESÚS
y no en nuestra fe. La última astucia del adversario, cuando no puede hacernos mirar en otra parte, es de desviarnos los ojos desde nuestro Salvador hacia nuestra fe, y así desanimarnos si aquella fe está débil, o llenarnos de orgullo si está fuerte, y de cualquier modo debilitarnos. Pues el poder no proviene de la fe, sino del Salvador por la fe. No se trata de mirar a nuestra mirada, sino a Jesús.
EN JESÚS
y es de Él y en Él que aprendemos a conocer, no sólo sin peligro sino también para el bienestar de nuestras almas, lo que nos conviene conocer del mundo y de nosotros mismos, de nuestros dolores y nuestros peligros, nuestros recursos y nuestras victorias, viendo todo claramente, porque Él nos lo muestra, y eso solamente en el momento y en la medida en que este conocimiento producirá en nosotros los frutos de la humildad y la sabiduría, la gratitud y el valor, la vigilancia y la oración. Todo lo que nos conviene saber, el Señor Jesucristo nos enseñará; todo lo que no aprendamos de Él, nos vale mejor no saberlo.
EN JESÚS
mientras que nos quedamos en la tierra, — en Jesús de momento en momento, sin permitir que seamos distraídos por los recuerdos de un pasado que debemos dejar atrás, ni por preocupaciones con un porvenir del cual no sabemos nada.
EN JESÚS AHORA
si nunca hemos mirado a Él,
EN JESÚS DE NUEVO
si hemos dejado de hacerlo,
EN JESÚS SOLO
EN JESÚS TODAVIA
EN JESÚS SIEMPRE
con una mirada más y más constante, más y más segura, “transformados de gloria en gloria en la misma semejanza” (2ª Cor. 3:18) y así esperando la hora en que Él nos llamará para pasar de la tierra a los cielos y del tiempo a la eternidad —
La hora prometida
La hora bendita
cuando por fin “seremos semejantes a Él, porque le veremos como Él es” (1ª Juan 3:2).