Rescatado De Los Lobos

 •  9 min. read  •  grade level: 14
Listen from:
Alaska
/
Cierto día el misionero salió con su traílla de perros y el trineo lleno de ropa, comida y un buen surtido de Nuevo Testamentos, hojitas de la escuela dominical y tratados. Esperaba visitar muchos lugares solitarios donde raramente pueden llegar los misioneros.
En Chickaloon se detuvo por un día con un cazador de pieles cristiano para arreglar uno de los patines de su trineo que se había gastado. Al día siguiente partió temprano, porque quería cubrir veinticinco millas a través de un sendero nuevo. Los cazadores de pieles y los aldeanos le aconsejaron que no fuera por el camino principal donde la grava muchas veces dificultaba que el trineo se deslizara bien, sino que siguiera por el río hasta cierto arroyo que lo llevaría de regreso a la carretera veinticinco millas más adelante, donde la nieve estaba más compacta.
Partieron temprano por la mañana siguiendo el río congelado. Todavía estaba oscuro, porque no amanecía hasta alrededor de las nueve, y el sol aparecería a eso de las once—para brillar apenas dos breves horas. Durante las primeras millas los perros avanzaban entusiasmados por el sendero, y todo anduvo bien. Luego oyó un ruido desagradable debajo de los patines, y el trineo empezó a arrastrase pesadamente. ¡Había grava en el lecho del río por el que andaban! Después de una o dos horas de avanzar lentamente por la grava, decidieron detenerse y acampar para la noche.
Al día siguiente, después de un trecho se acabó la grava, pero se encontraron con otro problema. Un desborde de agua de un glaciar hacía que el hielo estuviera tan resbaladizo y traicionero que aun a los perros les era difícil mantener el equilibrio. Por fin, después de haber avanzado lentamente sólo otras cinco millas, tuvieron que volver a acampar. Encontrando un pequeño lugar protegido en el bosque, el misionero prendió una buena fogata y juntó suficiente leña para pasar la noche. Los perros tenían hambre, se tragaron agradecidos su comida, y el misionero también disfrutó de su cena y su café, después de su día agotador. Luego, asegurándose de que los perros estaban todos atados a salvo en un círculo alrededor de la fogata, se acomodó lo mejor posible, y a la luz de la fogata leyó algunos versículos de la Palabra de Dios.
Al avanzar la noche, varios de los perros empezaron a gruñir al oír el aullido de coyotes y lobos en la distancia. Pero el corazón del misionero confiaba en el Señor, y pronto el sonido de su canto ahogaba los aullidos de los lobos:
“El amor envió a mi Señor
a la cruz del pecado,
El amor envió a mi Señor, Oh,
¡su santo nombre sea alabado!”
El tercer día amaneció claro y alegre, pero pronto se dieron cuenta que estaban entrando a un trecho de nieve profunda. El trineo no era estilo tobogán, y la carga era pesada. Los patines del trineo se hundían en la nieve, y éste se arrastraba pesadamente. El misionero, con las raquetas para la nieve en los pies, caminó al frente para abrir paso, y para tratar de apisonar un poco la nieve. Después volvía y ayudaba a los perros a tirar el trineo, pero era un tironeo lento y difícil.
Así que acamparon otra noche más porque todavía faltaban once millas para llegar a la carretera. Esta noche el aullido de la manada de lobos era mucho más fuerte, y el misionero no quiso cerrar los ojos ni un minuto, para no quedarse dormido y se apagara el fuego. Sabía por los aullidos de los lobos que estaban hambrientos, y que se ponían más atrevidos.
Al cuarto día volvieron a ponerse en marcha tempranito, pero la nieve se hacía más y más profunda al ir acercándose al glaciar. La nieve que comúnmente es llevada por los fuertes vientos glaciares, se había acumulado flojamente en el lecho del río. Después de unas cuatro millas, ya estaba oscureciendo, y el aullido de los lobos era cada vez más atrevido.
El misionero miró a su alrededor, pero no podía encontrar un buen lugar para acampar, así que decidió quedarse con su trineo para proteger a los perros durante la noche. Pero la noche se hizo más fría, y pronto se dio cuenta que se estaba enfriando demasiado, y que las manos se le estaban congelando. ¡Tenía que hacer una fogata!
Con las raquetas en los pies, se deslizó hacia la barranca a la orilla del río, y encontró un lugar para escalarla. Tieso y torpe por el frío, se tropezó con un tronco en la oscuridad.
¡Splash! ¡Al agua se fue! Tenía apenas un metro de profundidad, pero una pequeña avalancha de nieve le pasó por encima. Saliendo de la helada agua trató desesperadamente de escalar la empinada barranca, pero la ropa se le empezó a congelar, poniéndose dura como una tabla y dificultándole los movimientos.
Buscando a tientas debajo de la nieve con los dedos tiesos, para encontrar leña, por fin encontró lo suficiente como para hacer una alegre y bienvenida fogata. Casi atontado por el frío, tuvo que usar su hacha para quitarse el hielo de las botas y la ropa antes de poder quitárselas para secar. Acurrucado cerca del fuego envuelto en su abrigo, el misionero agradeció al Señor que todavía estaba con vida, pero el aire glacial parecía tener la sensación de muerte fría. Sentado allí solo, el Señor le recordó:
“El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen, y los defiende” (Salmo 34:7).
Nuevamente, durante la larga vigilia de la noche, el misionero no se atrevió a dormir ni un momento. De cuando en cuando disparaba un tiro en la negrura de la noche, porque el aullido de los lobos, o el gruñido de uno de los perros, significaba que los lobos se acercaban cada vez más. Mientras se secaba la ropa, pasó mucho tiempo juntando leña para mantener vivo el fuego. Por fin la oscuridad comenzó a ceder y llegó el amanecer, ¡y qué bueno era ver que sus fieles perros seguían todos con vida, acurrucados alrededor del trineo!
El misionero puso su bolsa de dormir y su rifle en el trineo. Luego de mirar todo alrededor para asegurarse de que no había lobos, volvió a su campamento en busca de su paquete de comida, su hacha y linterna. Después de tomarse un momento para leer varios versículos de la Palabra de Dios comenzó a bajar por la barranca. De pronto oyó que los perros aullaban con fuerza.
El misionero miró y vio a seis lobos negros enormes rondando en círculos a una distancia de menos de setenta y cinco pies del trineo. El misionero todavía se encontraba a unos mil pies, y los lobos podían fácilmente atacar a los perros antes de que él pudiera alcanzarlos. Con una oración en su corazón, lanzó un fuerte grito y se acercó rápidamente al trineo para buscar su rifle.
Para cuando llegó al trineo, los lobos se habían retirado a una distancia fuera de la línea de fuego, y habían subido la barranca. Poniéndose de rodillas le dio gracias al Señor y le pidió que lo guiara.
¡Oyó otra vez el aullido de los perros, y ahora vio que había más lobos en el lugar donde había hecho su fogata! Parecía que lo único que podía hacer era llegar a la carretera lo antes posible poniéndose las raquetas y caminar por la nieve, a pesar de que no quería abandonar el trineo.
Soltando a los perros, puso paquetes sobre dos de ellos, y tomando sus rifles y dos cachorros, dejó el trineo con sus pertenencias, y se fue con sus perros para cubrir las siete millas a la carretera antes de que oscureciera. Exhausto por las noches sin dormir y de estar expuesto al frío, las siete millas parecían interminables, pero se animaba en el camino cantando:
“Llévale tu carga al Señor.”
Wolf, el perro esquimal más grande, iba de acá para allá en lugar de seguir de cerca al misionero, y de pronto desapareció en una quebrada. Poco después oyó un aullido terrible como si lo hubieran atacado una manada de lobos. El misionero se sintió muy triste porque pensaba que Wolf había sido atacado y matado.
Volvía a anochecer, y siguió adelante desesperadamente, sabiendo que tenía que llegar a la carretera. No podía aguantar otra noche de frío y sin dormir. Entonces, justo antes de oscurecer, divisó la carretera ... pero arriba por una barranca de unos quinientos pies.
¡Tan cerca ... pero a la vez tan lejos! Le parecía que le sería imposible escalar la empinada barranca. Estaba cubierta de nieve, pero ésta era tan blanda que resbalaría bajo el pie del que intentara escalarla y lo cubriría.
Totalmente agotado, el misionero siguió caminando con dificultad por el cañón buscando un lugar donde pudiera subir. Por fin encontró un lugar por el cual le parecía podía subir haciendo un esfuerzo desesperado. Era imposible usar las raquetas, así que sin ellas, a veces se hundía en la nieve hasta la cintura. Subió y subió, tomándose de los arbustos para sostenerse, y arrastrándose por las rocas donde el viento se había llevado la nieve. A veces, cayendo de rodillas sentía que no tenía fuerzas para seguir adelante, pero después de un momento de descanso, el Señor lo ayudaba a volver a andar. Así que, resbalando, escalando ... finalmente, ¡vida! ¡Había llegado a la carretera!
Casi demasiado cansado para dar otro paso, el misionero miró hacia atrás el camino por el cual el Señor los había traído, por la barranca empinada, casi imposible de escalar, y por el valle del río donde le parecía oír todavía el aullido largo, trémulo de los lobos. Sentía que podía verdaderamente decir con David:
“Aunque ande en valle de sombra de muerte, No temeré mal alguno, porque Tú estarás conmigo” (Salmo 23:4).
Hacía un frío increíble allí en la carretera donde el viento soplaba con fuerza, pero no tuvieron que esperar mucho antes de que apareciera un camión de mantenimiento de caminos. Había llegado su rescate, pero el misionero no tenía las fuerzas para subirse al camión, entonces, manos bondadosas lo subieron, junto con sus fieles perros esquimales. Luego no supo más nada hasta que despertó dieciocho horas después en la estación de la policía patrullera.
Tres días después llegó la buena noticia de que un avión había divisado su trineo. Y vigilándolo fielmente estaba Wolf, el perro esquimal que creía que los lobos habían devorado. Descubrieron que uno de sus pies había quedado atrapado en una trampa, pero había arrastrado la trampa y el tronco al cual estaba sujeto, las dos millas de regreso al trineo, donde esperaba a su dueño. Perdió sólo un dedo.
Después de un breve tiempo de descanso, la experiencia a través de la nieve profunda del glaciar con su traílla de perros, sólo era un recuerdo. Pero el misionero nunca olvidaría el cuidado fiel y cariñoso del Señor, y pronto estaba ansioso por volver a emprender otro viaje para extender el evangelio.