Santidad: El gran desideratum

 
Siendo yo mismo salvado, el primer grande deseo de mi corazón fue un intenso anhelo por dirigir a otros hacia Aquel que había hecho mi paz con Dios.
En esta época a la cual estoy refiriéndome, el Ejército de Salvación estaba en su apogeo como organización dedicada al rescate de los perdidos. Todavía no se había popularizado como una sociedad que había de recibir el patronazgo del público y utilizada para hacer obra filantrópica. Sus oficiales y soldados parecían tener un solo objetivo: conducir a los cansados y abatidos al Salvador. Yo había concurrido con gran frecuencia a sus reuniones, y en efecto, de niño había dado “testimonio” muchas veces, haciendo citas bíblicas y urgiendo a los pecadores a confiar en Cristo, cuando yo mismo estaba en tinieblas aún. Era natural, por tanto, que al poseer el conocimiento de salvación, acudiera a la noche siguiente a mi conversión, y en la primera oportunidad que se me presentaba, a un servicio del Ejército de Salvación que se efectuaba en la calle, y allí hablara por primera vez, al aire libre, de la gracia de Dios tan recientemente revelada a mi alma.
Supongo que por ser sólo un muchacho de catorce años y bastante familiarizado con la Biblia y también algo aprontado —y bastante exagerado en esto último, de lo cual tengo poca duda— tuve una inmediata y cordial acogida entre ellos, y pronto fui conocido como “el niño predicador”, un título que temo halagara más el orgullo de mi corazón que lo que yo pudiera pensar entonces. Porque en efecto en la fruición del nuevo gozo que me embargaba no tenía un concepto de que aun llevaba conmigo una naturaleza tan pecaminosa y vil como la que pudiera existir en la entraña del peor malhechor del mundo. Sabía algo de Cristo y de Su amor, pero poco o nada de mí mismo y del engaño de mi propio corazón.
Hasta dónde puede llegar mi recuerdo, estuve en el disfrute del gozo de mi salvación por un mes, cuando en ocasión de una discusión que sostuve con mi hermano menor, perdí de súbito el dominio de mí mismo y arrebatado por la cólera le golpeé, derribándole a tierra. Mi alma se llenó inmediatamente de horror. No necesité la risa sarcástica y la mofa de mi hermano, cuando me decía: “¡Bien, eres un esmerado cristiano! ¡Es mejor que vayas al Ejército de Salvación y les diga en qué santo te has convertido!” para irme a mi cuarto con mi corazón lleno de angustia a confesar mi pecado a Dios, lleno de vergüenza y amarga pena, así como a mi hermano más tarde, con toda franqueza, quien generosamente me perdonó.
Desde esta ocasión en adelante la mía fue una “experiencia de altibajos”, para usar un término oído con mucha frecuencia en “los servicios de testimonio”. Ansiaba una perfecta victoria sobre las concupiscencias y deseos de la carne. A pesar de ello parecía tener más molestia por los malos pensamientos y las tendencias perversas que la que jamás había tenido antes. Por mucho tiempo guardé reserva sobre estos conflictos, conocidos sólo por Dios y por mí. Pero después de algunos ocho o diez meses, me interesé en lo que llamaban “reuniones para buscar la santidad”, llevadas a cabo semanalmente por el “Ejército de Salvación” en su salón, y por una misión a la cual solía asistir a veces. En estas reuniones se habló de una experiencia la que creí era exactamente lo que yo necesitaba. Esta experiencia se designó con varios nombres: “La Segunda Bendición”, “Santificación”, “Perfecto Amor”, “Vida Superior”, “Limpieza del Pecado Innato”, al igual que por otras expresiones.
En sustancia la enseñanza se reducía a esto: Cuando uno es convertido Dios por gracia le perdona todos los pecados cometidos hasta el tiempo de su arrepentimiento. Pero el creyente es entonces sometido por toda su vida a una prueba, durante la cual puede en cualquier momento perder su justificación y paz con Dios si cae en pecado del cual no se arrepiente al instante. Por tanto para guardarse a sí mismo en una condición de salvado, necesita una mayor obra de gracia, llamada santificación. Esta obra tiene que ver con el pecado como raíz, así como la justificación tuvo que ver con los pecados como fruto de esa raíz.
Los pasos conducentes a esta segunda bendición son, en primer lugar, convicción en cuanto a la necesidad de santidad (así como al principio hubo convicción de la necesidad de salvación); en segundo lugar una rendición total a Dios, o fundar toda esperanza, perspectiva o posesión en el altar de la consagración; y en tercer lugar demandar en fe la entrada del Espíritu Santo como un fuego refinador a quemar todo pecado innato y así destruir en su totalidad toda concupiscencia y pasión, dejando al alma perfecta en amor y tan pura como lo era Adán antes de la caída. Una vez se haya recibido esta maravillosa bendición, se requiere grande vigilancia, no sea que como la serpiente engañó a Eva, engañe también al alma santificada, y de este modo introduzca otra vez un principio de maldad de la misma índole del que requirió tal acción drástica como la que fue necesario tomar anteriormente.
Tal era la enseñanza, y unida a ella había testimonios vehementes de experiencias tan notables, cuya genuinidad yo no podría dudar, ni tampoco podía dudar que aquello de que otros parecían disfrutar estaba igualmente a mi disposición, siempre que yo cumpliera las condiciones.
Una anciana relató cómo por cuarenta años ella había sido guardada de pecar en pensamiento, palabra y obra. Su corazón —declaró— no era ya “engañoso más que todas las cosas, y perverso”, sino tan puro como los atrios del cielo, desde que la sangre de Cristo había limpiado los últimos residuos del pecado innato. Otros hablaron de modo similar, si bien los relatos fueron más breves. La irritabilidad había sido desarraigada al rendirse totalmente a Dios. Las malas inclinaciones y los apetitos insanos habían sido destruidos instantáneamente cuando la santidad fue demandada por fe. Comencé ansiosamente la prosecución de esta dicha de la santidad en la carne. Oré fervientemente por esta impecabilidad adámica. Rogué a Dios que me revelara cada perversidad para poder rendirme todo a Él. Abandoné amigos, ambiciones, placeres —todo aquello en que pudiera pensar y que pudiera impedir la entrada del Espíritu Santo y la bendición consiguiente—. Yo era un verdadero “devorador” de libros, una intensa afición por la literatura me había dominado desde niño; pero preso de este deseo ignorante prescindí de todos los libros agradables o de carácter instructivo, prometiendo a Dios leer solamente la Biblia y los escritos sobre la santidad, si por ello Él podía concederme “la bendición”. No obtuve, sin embargo, lo que buscaba, aunque oré con entera dedicación por muchas semanas.
Por fin, un domingo por la noche (estaba a la sazón lejos de mi hogar, posando con un amigo, miembro del “Ejército de Salvación”), me propuse internarme en el campo y esperar en Dios, y no regresar a la ciudad hasta que hubiese recibido la bendición del perfecto amor. Abordé un tren a las once y me dirigí a una estación solitaria que distaba doce millas de Los Ángeles. Descendí allí del coche en que viajaba y dejando a un lado la carretera bajé una pendiente hasta un arroyo seco que por allí había. Arrodillándome debajo de una higuera, oré, como en medio de una agonía, por largas horas, rogando a Dios que me mostrara cualquier cosa que estuviera impidiendo mi recepción de la bendición. Varios asuntos de naturaleza muy secreta y delicada para ser narrados aquí acudieron a mi mente. Luché contra la convicción, pero finalmente terminé clamando: “Señor, lo dejo todo —cada cosa, cada persona, cada entretenimiento— que pueda impedirme vivir sólo para Ti. ¡Dame, Te ruego, la bendición!”
Al volver mi recuerdo a aquel instante creo que me rendí entonces plenamente a la voluntad de Dios, hasta donde pude entenderlo. Pero mi cerebro al igual que mis nervios estaban desleídos por aquella larga vigilia de medianoche y la intensa ansiedad de meses anteriores, de modo que caí al suelo desmayado. Me pareció entonces que un santo éxtasis conmovió todo mi ser. Creí que esto era la venida del Consolador a mi corazón. Entonces clamé con confianza: “¡Señor, creo que vienes. Me limpias y me purificas de todo pecado. Lo demando ahora. La obra está hecha. Estoy santificado por Tu sangre. Me santificas. Creo, creo!” Me sentía inefablemente feliz. Experimenté que todas mis luchas habían terminado.
Con el corazón henchido de alabanza me incorporé y comencé a cantar en alta voz. Me fijé en mi reloj y noté que ya era alrededor de las tres y media de la mañana. Pensé que debía apresurarme a volver al pueblo para estar a tiempo en el servicio de oración de las siete de la mañana, para allí testificar de mi experiencia. Fatigado como estaba por haber estado despierto toda la noche, mi corazón se encontraba tan liviano que apenas me di cuenta del largo recorrido del regreso, sino que acudí con prontitud a la ciudad, llegando exactamente cuando el servicio empezaba, aligerado por mi nueva experiencia. Todos se gozaron cuando les conté qué grandes cosas yo creía Dios había hecho por mí. Cada servicio de aquel día me añadió más alegría. Estaba literalmente intoxicado de alegres emociones.
Mis dificultades habían llegado todas a su fin. El desierto había terminado y me hallaba en Canaán, nutriéndome del trigo de la tierra. Nunca más sería turbado por impulsos internos de pecar. Mi corazón era puro. Había alcanzado el estado deseable de completa santificación. Sin ningún enemigo interior que combatir, podía ahora dirigir todas mis energías hacia la derrota de los enemigos exteriores.
Pero esto es lo que yo ingenuamente creía. ¡Qué poco me conocía a mí mismo, y mucho menos conocía la mente de Dios!