Al dar comienzo a nuestra indagación sobre el tema de la santificación, según ésta se enseña en las Escrituras, es importante sobre todo tener un claro entendimiento del significado que tanto el autor como el lector atribuyan a la palabra. Porque si el autor, al usar la palabra, tiene un pensamiento en su mente, y el lector está pensando en algo totalmente distinto, al compendiar el tratado, no ha de suponerse que jamás puedan llegar a una misma conclusión.
Me propongo, entonces, en primer término, dejar que los teólogos y los maestros de la llamada “santidad” nos definan la palabra, y entonces acudir a las Escrituras para someter a prueba sus definiciones. He aquí algunos ejemplos: “En un sentido doctrinal la santificación es la obra en virtud de la cual se hace verdadera y perfectamente santo lo que antes era inmundo y pecaminoso. Es una obra progresiva que la gracia divina efectúa en el alma justificada por el amor de Cristo. El creyente es purificado gradualmente de la corrupción de su naturaleza, y al fin presentado ‘delante de Su gloria irreprensible, con grande alegría’”. Esta es una aseveración bastante aceptable de los puntos de vista sustentados por la generalidad de los teólogos protestantes y está transcrita del Diccionario de la Santa Biblia redactado por el Sr. W. W. Rand.
Las definiciones del diccionario secular concuerdan todas en que “santificación es un acto de la gracia de Dios mediante el cual los afectos del hombre son purificados y ennoblecidos”. Y esta, como se observará, está prácticamente de acuerdo con la definición antes dada. Los escritores sobre el tema de la “santidad” son muy explícitos y generalmente atraen la atención hacia lo que ellos suponen ser la diferencia entre justificación y santificación. No citaré a ninguna de sus autoridades en cuanto a esto, sino que expondré la enseñanza en mi propio lenguaje, según solía hacerlo yo mismo desde mi cátedra hace algunos años. Mi razón para adoptar este proceder es que todos los profesantes de “la santidad” que lean estas páginas puedan juzgar por sí mismos si yo estaba “claro” en cuanto a esta materia cuando me contaba entre ellos.
La justificación se suponía ser, entonces, una obra de gracia por la cual los pecadores son hechos justos, y libertados de sus hábitos pecaminosos, al venir a Cristo. Pero en el alma meramente justificada queda un principio corruptible, un árbol malo, o “raíz de amargura” que propende continuamente al pecado. Si el creyente obedece este impulso y peca voluntariamente, cesa de ser justificado; de aquí la deseabilidad de su remoción, a fin de que la posibilidad de retrogradar sea mucho menor. La erradicación de esta raíz pecaminosa es santificación. Por tanto, es la limpieza de la naturaleza humana de todo pecado innato por la sangre de Cristo (aplicada por medio de la fe en un acto de plena consagración), y el fuego purificador del Espíritu Santo, Quien quema toda la escoria, al ponerse todo sobre el altar del sacrificio. ¡Esta, y solo esta, es verdadera santificación, una distintiva segunda obra de gracia, subsiguiente a la justificación, y sin la cual esa justificación corre el riesgo de perderse!
Que esta definición es correcta, estoy seguro, será admitido por la más radical de las “escuelas de santidad”.
Sometamos ahora estas afirmaciones a la prueba de las Escrituras. Y para hacer esto de un modo inteligente, me propongo, en primer lugar, examinar un número de pasajes en ambos Testamentos y ver si en alguno de ellos, tienen sentido y constituyen doctrina sana, algunas de las definiciones arriba expresadas. Quiero hacer constar que santidad y santificación son sinónimas. Se usan ambas palabras para traducir el mismo nombre tanto en el griego como en el hebreo. Bastarían doce ejemplos prominentes para demostrar el uso que se da al término en nuestras biblias.
1.- En la palabra de Dios se enseña distintivamente la santificación de objetos inanimados. “Ungirás también el altar del holocausto y todos sus vasos; y santificarás el altar, y será un altar santísimo. Así mismo ungirás la fuente y su basa, y la santificarás” (Éxodo 40:10-11).
¿Hemos de suponer que se operara cambio alguno en la naturaleza de estos vasos? o ¿se extirpó de ellos algún principio de maldad?
También leemos en Éxodo 19:23: “Señala términos al monte (Sinaí) y santifícalo”. ¿Se efectuó cambio alguno en la estructura del monte cuando Dios dio la ley sobre él? Conteste el lector limpia y honradamente, y tendrá que confesar que aquí, por lo menos, ni las definiciones teológicas ni las dadas por la “santidad” se aplican a la palabra “santificación”. Lo que sí significa esa palabra lo veremos más tarde, cuando hayamos escuchado a nuestros doce testigos.
2.- Las personas pueden santificarse a sí mismas sin que medie acto alguno de poder divino, u obra alguna de gracia pueda tener efecto en ellas. “Y también los sacerdotes que se allegan a Jehová, se santifiquen” (Éxodo 19:22). ¿Habrán de cambiar estos sacerdotes sus propias naturalezas de malas a buenas, o destruir dentro de ellas el principio de maldad? Una vez más toca a los lectores juzgar. Yo aporto los testigos; ellos son el jurado.
3.- Un hombre podía santificar a otro. “Santificadme todo primogénito: ... Mío es” (Éxodo 13:2); y otra vez, “Jehová dijo a Moisés: Ve al pueblo y santifícalo; ... y laven sus vestidos” (Éxodo 19:10). ¿Qué cambio interno o limpieza había de efectuar Moisés con respecto al primogénito o todo el pueblo de Israel? Que él no eliminó su pecado innato es evidente de los capítulos sucesivos.
4.- Personas pueden santificarse a sí mismas para cometer iniquidad. “Los que se santifican y los que se purifican en los huertos, unos tras otros, los que comen carne de puerco, y abominación, y ratón; juntamente serán talados, dice Jehová” (Isaías 66:17). ¡Qué monstruosa santificación era ésta, y qué absurdo pensar que haya aquí limpieza interior alguna!
5.- El Hijo fue santificado por el Padre. “¿A quién el Padre santificó y envió al mundo, vosotros decís: Tú blasfemas, porque dije: Hijo de Dios soy?” (Juan 10:36). Ellos, no Él, blasfemaron; e igualmente vil sería la blasfemia de cualquiera que dijera que la santificación para Cristo implicaba la erradicación de una naturaleza corrupta o una voluntad perversa cambiada. Él fue siempre “Lo santo... llamado Hijo de Dios”.
No faltan abogados de la llamada “santidad” que osan enseñar, impíamente, que la mácula del pecado estaba en Su ser, y necesitó ser eliminada; pero éstos son, con toda justicia, aherrojados de la comunión, y su enseñanza abominada por los cristianos instruidos por el Espíritu Santo. No obstante, Él, el Santo, fue “santificado por el Padre”, tal como escribe San Judas de todos los creyentes (Judas 1:1) ¿Hemos de suponer que la expresión santificar significa una cosa en relación con Cristo y otra en relación con los creyentes?
6.- El Señor Jesucristo se santificó a Sí mismo. “Y por ellos Yo Me santifico a Mí mismo, para que también ellos sean santificados” (Juan 17:19). Si ha de prevalecer alguna de las definiciones dadas más arriba, entonces, ¿qué hemos de hacer del hecho de que Aquel que fue santificado por el Padre se santificó a Sí mismo después? ¿No es claro que en este particular existe una gran discrepancia entre lo que afirman los teólogos, los perfeccionistas y la Biblia?
7.- Los incrédulos son a veces santificados. “Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer incrédula en el marido: pues de otra manera vuestros hijos serían inmundos; mientras que ahora son santos (santificados)” (1 Corintios 7:14). Aquí el cónyuge de un cristiano, aunque inconverso, se dice que es santificado. ¿Está el tal, libre del pecado innato, o está sufriendo algún cambio gradual de naturaleza? Si esto resulta demasiado absurdo para ser tenido en cuenta, santificación no puede significar ninguna de las experiencias ya especificadas.
8.- Los cristianos carnales son santificados. “Pablo, llamado a ser apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios, y Sóstenes el hermano, a la Iglesia de Dios que está en Corinto, santificada en Cristo Jesús”. “De manera que yo, hermanos, no pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Porque todavía sois carnales; pues habiendo entre vosotros celos, y contiendas, y disensiones, ¿no sois carnales, y andáis como hombres?” (1 Corintios 1:1-2; 3:1,3). ¿Carnales, y aún libres del pecado innato? ¡Imposible! No obstante, los cristianos declarados santificados en el capítulo uno, se dice que son carnales en el capítulo tres. Por sistema alguno de razonamiento lógico puede la clase de cristianos del último capítulo ser cambiada para ser distinta a la de aquellos a quienes el Apóstol se dirige en el capítulo anterior.
9.- Se nos ordena a seguir la santificación. “Seguid la paz con todos, y la santidad (santificación), sin la cual nadie verá al Señor” (Hebreos 12:14). ¿En qué sentido podrían los hombres seguir a un cambio de naturaleza, o cómo seguir a la eliminación de la mente carnal? Sigo a lo que está delante, a aquello que todavía no he alcanzado plenamente, en un sentido práctico como nos dice el apóstol Pablo en Filipenses 3:14-16.
10.- Se requiere de los creyentes que santifiquen a Dios. “Sino santificad al Señor Dios en vuestros corazones, y estad siempre aparejados para responder con mansedumbre y reverencia a cada uno que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros” (1 Pedro 3:15). ¿Cómo habremos de entender una exhortación como esta, si santificación implica limpieza interior o hacer santo lo que antes era inmundo y vil? ¿No está claro que tal definición conduciría a los caprichos más extravagantes y a los más crasos absurdos?
11.- Personas tratadas como santificadas son más adelante exhortadas a ser santas. “Pedro, apóstol de Jesucristo a los extranjeros esparcidos en Ponto, en Galacia, en Capadocia, en Asia, y en Bitinia. Elegidos según la presciencia de Dios Padre en santificación del Espíritu para obedecer y ser rociados con la sangre de Jesucristo. Sino como aquel que os ha llamado es santo, sed también vosotros santos en toda conversación: Porque escrito está: Sed santos porque Yo soy santo” (1 Pedro 1:1,2,15,16). ¡Pensad en la incongruencia de estos pasajes, si santificación y santidad se refieren a una obra interior mediante la cual el pecado innato es desarraigado de nuestro ser! Los santificados son exhortados a ser santos, en lugar de ser informados que ya han sido hechos santos absolutamente, y que por tanto no necesitan tal exhortación.
12.- Los santificados son, no obstante, declarados perfeccionados para siempre. “Porque con una sola ofrenda hizo perfectos para siempre a los santificados” (Hebreos 10:14). ¿Quién, entre los perfeccionistas, puede explicar esto, satisfactoriamente? Nada es tan común entre los maestros de esta escuela como la doctrina de la posibilidad de la ulterior caída y pérdida final de aquellos que han sido justificados, y han participado de las experiencias más maravillosas; pero, aquí se dice que los santificados son perfectos para siempre —de consecuencia, nunca se perderán, ni nunca pierden aquella santificación, de la cual han sido hecho objetos una vez.
Después de escuchar cuidadosamente a estos doce testigos, yo pregunto a mis lectores, ¿Pueden ustedes posiblemente obtener de los varios usos del término “santificación” indicio alguno de un cambio de naturaleza en el creyente, o una eliminación del mal implícito en ella? Estoy cierto que toda mente honrada debe confesar que el término, evidentemente, tiene un significado muy distinto, y me propongo señalar, brevemente, cuál es ese significado.
Despojado de todas las creencias teológicas, el verbo “santificar”, escuetamente, significa apartar, y el nombre “santificación” significa, literalmente, separación. Esta llave sencilla abrirá cada versículo que hemos estado comentando y armonizará todo, allí donde parecía haber un completo desconcierto.
Los vasos del Tabernáculo fueron separados para el servicio divino, así como el Monte Sinaí fue apartado para Jehová, para la data de la ley. Los sacerdotes en Israel se separaron a sí mismos de contaminación. Moisés separó al pueblo de inmundicia y apartó a los primogénitos para ser dedicados a Jehová. Los apóstatas, por el contrario, en los días de Isaías, se apartaron a sí mismos para obrar iniquidad a los ojos de Jehová. El Padre apartó al Hijo para venir a ser el Salvador de los perdidos; y al final de Su vida en la tierra, y Su obra ya consumada, el Señor Jesucristo se apartó a Sí Mismo y ascendió a la gloria, para ser objeto de los corazones de Su pueblo, a fin de que se separaran del mundo que había rechazado y crucificado a su Redentor. La esposa o esposo incrédulos, si están vinculados a un cónyuge apartado para Dios, es colocado de ese modo en una relación externa con Dios, con los consiguientes privilegios y responsabilidades; y los hijos son de igual modo separados para Dios en Cristo Jesús; y de aquí surge la responsabilidad de vivir para Él. Esta separación ha de ser seguida diariamente, procurando el creyente ser más y más conformado a Cristo. Las personas que profesan ser cristianos y no siguen la santificación, no verán al Señor, porque son irreales y no poseen vida divina. El Señor Dios debe ser apartado en nuestros corazones, si es que nuestro testimonio ha de contar para Su gloria. Uno puede ser apartado para Dios en Cristo, y aún así, necesita la exhortación a una separación práctica de toda inmundicia y mundanalidad. Y, finalmente, todos los así apartados, son perfectos para siempre delante de Dios, en cuanto a la conciencia, por el único sacrificio de Cristo en la cruz; porque son aceptos en el Amado, y eternamente unidos a Él. Obtenga la llave y se desvanecerá toda dificultad. La santificación, en el sentido cristiano es, por tanto, doble: absoluta y progresiva.