¡Secuestrada!

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México
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Emi estaba sentada en el umbral de la puerta esperando que llegara su papá. El papá y Emi, de nueve años, eran misioneros en México. Cuando Emi tenía apenas seis años, Dios se había llevado a su mamá al cielo para estar con Él, pero ella y su papá habían seguido viviendo en México para ayudar a los mexicanos y para contarles del Señor Jesús que había venido para buscarlos y salvarlos.
Entre los mexicanos había curas y gente de una religión falsa que odiaban a Emi y a su papá porque algunos estaban dejando su propia religión y aceptando al Señor Jesús como su Salvador.
Mientras Emi esperaba a su papá, de pronto, ¡alguien arrojó algo oscuro sobre su cabeza! Unos brazos fuertes la alzaron, mientras ella se resistía, pateando y mordiendo. Entonces, recibió un golpe en la cabeza, ¡y todo se puso negro!
Cuando se despertó tenía los ojos tan hinchados que al principio no los podía abrir. Finalmente, pudo abrir uno un poquito, y pudo ver que se encontraba en un cuarto pequeño y oscuro, donde sólo había un tapete y un banquito. Había una ventana pequeña, así que Emi empujó el banquito hasta la ventana y se subió a él para poder ver afuera. Pero la ventana estaba demasiado alta, y lo único que podía ver era el cielo azul. Gradualmente no podía ni ver el cielo porque se oscurecía, y pronto se hizo de noche.
¡Qué noche oscura, solitaria y temerosa fue! ¡Qué contenta se sentía Emi de que conocía al Señor Jesús, y que le podía hablar y pedirle que la cuidara!
A la mañana siguiente le dolían mucho los ojos, y aunque ya los podía abrir, ¡no podía ver nada! ¡Todo estaba oscuro!
Moviéndose a tientas por el cuarto, Emi descubrió que alguien le había traído comida durante la noche mientras dormía. Había una taza de agua, un pan pequeño y duro y una banana. Ansiosamente, Emi quiso tomar la taza, porque tenía mucha sed, pero porque no podía ver, la volcó, ¡y la ansiada agua se derramó por el suelo!
Todo esto era casi demasiado para la pobrecita Emi. Pero en ese momento recordó que la Palabra de Dios dice: “Invócame en el día de la angustia”. Entonces, ¡lo invocó en voz muy alta y muchas veces! Y Dios la oyó, no la había olvidado. ¡Estaba usando a Emi para cumplir un maravilloso propósito suyo!
Al rato Emi escuchó pasos, y se dio cuenta que se abría la puerta. Asustada porque no podía ver quién era, esperó y los pasos se le fueron acercando. Luego sintió los brazos de una mujer que la rodeaban, y una voz que le decía:
—Pequeñita, no tengas miedo. No tienes nada que temer si te portas bien y haces lo que te digo.
—El Señor Jesús me cuidará—respondió Emi—. Me ama, y oré a Él y le pedí que me cuidara. ¡Y la ama a usted también!
—No hables de ese modo—contestó la mujer—. ¡Te enseñaremos una manera diferente de orar!
La mujer se retiró, pero volvía de vez en cuando trayendo comida y para conversar con la pequeña Emi. A veces encontraba a Emi orando, y a veces estaba orando por la mujer.
—Jesús la ama a usted también—le decía a la mujer—, ¡y murió en la cruz por sus pecados!
Pero la mujer no quería escuchar. Una vez, tomándola de la mano, la llevó a otro lugar. Emi no sabía dónde estaba, pero oyó la voz de un hombre, y le dijeron que era un hombre santo, ¡y que tenía que arrodillarse y besarle la mano! Emi recordó que la Biblia decía que debía adorar únicamente a Dios, ¡así que no se quiso arrodillar y besarle la mano, a pesar de lo mucho que la regañaron y amenazaron! Luego le pusieron algo en la mano, y le dijeron que repitiera oraciones que ellos dirían. Pero las palabras no le parecían correctas a Emi a quien le habían enseñado a hablar con Dios como lo haría con su propio papá querido, así que no repitió las palabras. Además, le dolía la cabeza, y ¡ay! ¡cómo extrañaba a su papá!
Enojada, la mujer la llevó de vuelta al cuartito. Antes de retirarse, dijo:
—Pequeña, ¡tendrás que quedarte aquí y meditar, hasta que te arrepientas de ser tan terca en negarte a hacer lo que te mandan!
Emi oyó que se cerraba la puerta y que le ponía llave. Volvió a estar sola. Todavía no podía ver, pero siguió orando a su Padre celestial:
—¡Por favor, sostenme con tus brazos eternos, y ayúdame a salir de aquí!
Un ratito después de que se retirara la mujer, Emi tocó algo duro y filoso en el suelo. ¡Era un par de tijeras! Seguramente que se le habrían caído a la mujer.
Emi las levantó, y no teniendo algo mejor que hacer empezó a cortarse los rizos de un lindo color rojizo, no negros como los de las otras niñitas en ese país.
Cuando no tenía más rizos para cortarse, se preguntó: “Y ahora, ¿qué hago?”
Algo la hizo pensar que podía tirarlos por la ventana, así que se subió al banquito y, uno por uno, los dejó caer.
Todos los días, el papá de Emi caminaba para arriba y para abajo por las calles buscando a su hijita, y con el oído atento por si acaso la oía. Yendo por una calle cierto día, vio uno de esos rizos brillantes en el suelo cerca del edificio donde tenían a Emi prisionera. Levantándolo con ternura, dio gracias a Dios, y se puso a observar con cuidado las ventanas de ese edificio.
Mientras tanto, los ojos de Emi empeoraban. La mujer que la cuidaba comenzó a asustarse, porque había creído que pronto mejoraría. Se había encariñado con la pequeña Emi y le había impresionado mucho la confianza que Emi tenía en el Señor, y en que siempre le decía:
—¡Jesús la ama a usted también!
Finalmente decidió que tenía que llevarla a un médico, o por lo menos a alguien que pudiera ayudarla con los ojos. Así fue que esa noche, la mujer tomó a Emi en sus brazos y la bajó por una escalera y salió con ella por la salida de atrás.
El Señor guió al padre de Emi por ese lugar justo en ese momento, por lo que no lo sorprendió ¡ver a Emi llevada por la calle por la mujer!
Enseguida arrebató a Emi y con ella en sus brazos corrió por la calle oscura dejando atrás a la mujer. ¡Oh, que felices estaban porque Dios los había cuidado, y les había dado la manera de encontrarse!
Pero Emi estaba casi totalmente ciega. La luz le hacía mal a los ojos, que parecían empeorar en lugar de mejorar. Los doctores no podían ayudar, porque el golpe que había recibido en la cabeza había dañado un nervio, y lo único que podían hacer era orar.
Emi estuvo ciega durante un año, ¡y el Señor le enseñó muchas lecciones maravillosas sobre la paciencia y la oración! Hasta aprendió a tejer sin usar la vista, porque una mujer bondadosa venía con frecuencia para ayudarla y enseñarle.
Emi aprendió a amar a esta nueva amiga bondadosa, y tuvieron muchas pláticas en que Emi le contaba del Señor Jesús.
—Él la ama tanto que murió para que usted pudiera vivir, y para limpiarla de todos sus pecados.
—Quizá soy demasiado pecadora—contestaba la mujer.
—¡Oh, no!—Emi le aseguraba con alegría—. Jesús murió por todos los pecados en todo el mundo.
Cierto día a Emi le dolían tanto los ojos que ya no aguantaba. Algo pareció estallar ... ¡y volvió a ver! ¡Qué maravilloso le pareció el mundo de Dios! ¡Su corazón estaba tan lleno de agradecimiento que sentía que no podía agradecerle a Dios lo suficiente!
Pero el Señor le tenía reservada más felicidad a Emi, porque la bondadosa mujer que la había ayudado, aceptó al Señor Jesús como su Salvador, y le dijo al papá de Emi que quería ser bautizada.
—Primero, tengo que decirles algo—dijo.
¡Arremangándose le manga le mostró al papá de Emi una cicatriz en su brazo hecha por los dientes de alguien!
—¿Qué es eso? Parece la mordedura de un perro.
—No, no un perro, esto lo hizo su hijita.
—¡Qué terrible! Y usted ha sido tan cariñosa con ella.
—¡Oh, no, señor! Me mordió cuando le cubrí la cabeza con una bolsa para secuestrarla! Oh, señor, ¿podrá perdonarme? Amo al Señor Jesús, y Él me ha perdonado. ¿Puede usted perdonarme también?
Con los ojos llenos de lágrimas el misionero le tomó el brazo, y dijo:
—Hermana, ¡la perdoné hace mucho tiempo! ¡He estado orando por usted sin saber quién era!
Esta mujer llegó a ser un testigo fiel del Señor Jesús, e iba por todas partes contándole a otros la maravillosa historia del amor de Jesús. Aun en su vejez, siendo ella misma ciega, ¡todavía le gustaba contar la historia que había aprendido de la pequeña Emi a quien había secuestrado!