SEGUNDA CARTA: La Iglesia edificada por los dones

 
Muy amados hermanos:
Volviendo sobre el tema del cual os escribí últimamente, quisiera presentaros el siguiente recorte de un tratado escrito hace nueve o diez años. El autor, si mal no me recuerdo, es un hermano que ha sido muy honrado por Dios entre nosotros y que es personalmente conocido por la mayoría de vosotros. El tratado está redactado en forma de diálogo. Helo aquí:
E.— He oído que usted afirma que cada hermano es capaz de enseñar en la asamblea de los santos.
W.— Si dijera eso, negaría al Espíritu Santo. Nadie es capaz de enseñar en la asamblea de los santos, a no ser que haya recibido un don particular de Dios para este fin.
E.— Bien; pero usted cree que cualquier hermano tiene el derecho de hablar en la asamblea, si puede.
W.— De ninguna manera. Niego ese derecho a quienquiera que sea, en tanto que derecho. Un hombre puede ser muy capacitado para hablar bien, pero si no puede “agradar a su prójimo para bien, para la edificación”, el Espíritu Santo no le habrá calificado para hablar; y si lo hace, deshonra a Dios su Padre, contrista al Espíritu y desprecia la Iglesia de Cristo; y, además tan sólo manifiesta su propia voluntad.
E.— ¿Cuál es, pues, su punto de vista particular al respecto?
W.— ¿Piensa usted que sea una opinión mía particular el creer que, como la Iglesia pertenece a Cristo, le ha concedido dones, por medio de los cuales solamente ha de ser edificada y gobernada, a fin de que su atención no sea mal dirigida, ni su tiempo mal empleado, escuchando lo que no le sería provechoso, por bien dicho que pudiera ser?
E.— No; admito esto, y tan sólo deseo que anhelásemos más estos dones de Dios y que tuviésemos más cuidado para luchar contra los demás medios, por mucho crédito que pueda conferirles la elocuencia o el patronato humano.
W.— Afirmo, además, que el Espíritu Santo confiere dones como quiere, y los dones que Él quiere, y que los santos deberían estar de tal modo unidos, que los dones de un hermano no deberían jamás hacer irregular el ejercicio de los dones de otro, y que la puerta fuese siempre abierta, tanto a los pequeños como a los grandes.
E.— Es muy natural.
W.— De ningún modo, porque, ni en la iglesia nacional ni con los disidentes hallamos que 1 Corintios 14 sea puesto en práctica. Además, afirmo que ningún don de Dios debe esperar la sanción, o aprobación, de la Iglesia para ejercerse. Si es de Dios, Dios lo acreditará y los santos reconocerán su valor.
E.— ¿Admite usted un ministerio fijo?
W.— Si por ministerio fijo entiende usted un ministerio reconocido (es decir, que en cada asamblea, los que han recibido dones de Dios para la edificación, sean en número limitado y conocido de los demás) lo admito. Pero si por ministerio fijo (o establecido) entiende usted un ministerio exclusivo, no lo quiero. Por ministerio exclusivo entiendo el reconocimiento de ciertas personas como ocupando tan exclusivamente el lugar de maestros, que el ejercicio de verdaderos dones por otros vendría a ser irregular, como por ejemplo, en la iglesia nacional y en la mayoría de las capillas disidentes, donde se miraría como irregular un servicio llevado a cabo por dos o tres personas realmente dotadas por el Espíritu Santo.
E.— ¿Sobre qué fundamento hace usted esta distinción?
W.— Sobre Hechos 13:1. Veo que había en Antioquía cinco personas mayormente reconocidas por el Espíritu Santo como aptas para enseñar: Bernabé, Simeón, Lucio, Manahén y Saulo. En todas las reuniones era probable que los santos esperasen oír a estos cinco. Eso era un ministerio reconocido; pero no un ministerio exclusivo: porque cuando Judas y Silas vinieron (Hechos 15:32) pudieron sin dificultad tomar su sitio entre los demás, y entonces los “maestros” reconocidos fueron más numerosos.
E.— Pero ¿qué relación guarda esto con el anuncio de un cántico, etc., o con una oración, o la lectura de una porción de la Escritura?
W.— Todo eso, como lo demás, caería bajo la dirección del Espíritu Santo. ¡Desgraciado el hombre que —únicamente con voluntad propia— indicaría un himno o haría una oración, o leería la Escritura en una asamblea, sin ser guiado por el Espíritu Santo! Obrando así, en la asamblea de los santos, hace profesión de ser guiado por el Espíritu Santo, y esta profesión (o afirmación), cuando no es verdadera, es algo muy presuntuoso. Si los santos saben lo que es la comunión, sabrán asimismo cuán difícil es llevar (o dirigir) la congregación en la oración y en el canto. Dirigirse a Dios, en nombre de la asamblea, o proponerla un cántico —como medio de expresar a Dios su estado real— pide mucho discernimiento, o, por lo menos, la más íntima dirección de parte de Dios”.
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De tal manera eran estos temas enfocados por un hermano conocido, según creo, de la mayoría de vosotros; uno de los primeros obreros, entre los que, desde hace más de 40 años, quisieron reunirse al nombre de Jesús.
Abundando en la idea principal del recorte arriba citado (a saber que Dios jamás designa a todos los santos para tomar parte en el ministerio público de la Palabra o para dirigir el culto de una asamblea), quisiera citarles en primer lugar 1 Corintios 12:29,30. “¿Son todos apóstoles?, ¿son todos profetas?, ¿son todos maestros?, ¿son todos obradores de milagros?, ¿tienen todos dones de curar?, ¿hablan todos diversas lenguas?, ¿interpretan todos?” Estas preguntas carecerían de sentido si no fuese evidente que semejantes lugares —en el cuerpo— sólo fuesen ocupados por algunos. Poco antes decía el Apóstol: “Y Dios ha puesto los miembros en la iglesia, primero apóstoles, segundo profetas, tercero maestros, luego milagros...”. Tras lo cual pregunta: “¿Son todos apóstoles?”, etc. Así, pues, en la misma porción de las Escrituras que trata con más detalles de la soberanía del Espíritu Santo en la distribución y el ejercicio de los dones en el cuerpo, la Iglesia; en la misma porción que se cita siempre —y con razón— para probar que Dios ha establecido la libertad del ministerio en Su Iglesia; en esta misma porción se nos dice que todos no eran hermanos dotados por Dios, pero que Dios había establecido a algunos en el Cuerpo. A continuación viene la lista de los diferentes órdenes y clases de dones que los distinguían.
¿Queréis considerar ahora Efesios 4? Algunos tuvieron dudas en cuanto a la posibilidad de obrar según los principios contenidos en 1 Corintios 12 y 14, en ausencia de una tan grande porción de los dones mencionados en esos capítulos. No tengo semejantes reparos y me limitaré a preguntar a los que tienen estas dudas dónde se encuentran, en la Escritura, otros principios, según los cuales podemos obrar: y de no haberlos, ¿qué autoridad poseemos para obrar según principios que no se encuentran por ninguna parte de la Escritura? Pero ninguna duda de esa clase puede haber en cuanto a Efesios 4:8-13: “Por lo cual se dice: Subiendo a lo alto, llevó multitud de cautivos, y dio dones a los hombres. Y constituyó a algunos apóstoles; y a otros pastores y maestros, para perfeccionamiento de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo”. Y notad que son dados hasta que la Iglesia sea completa. Mientras tenga Cristo un cuerpo sobre la tierra —al cual el servicio de tales hombres es necesario— les confiere los dones de Su amor, para el alimento y el cuidado de este Cuerpo: “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe...”, etc.
Es, pues, por medio del ministerio de los hombres vivientes, dados y llamados para este ministerio, como Cristo cuida de Su rebaño y le alimenta, y como el Espíritu Santo obra en el Cuerpo. Es verdad que, sin duda, estos hombres ejercen un oficio; tal vez estén muy lejos (cuanto más lejos mejor) de toda especie de pretensión a una dignidad clerical, a una posición oficial: mas no por eso dejan de ser la provisión de Cristo para la edificación de sus santos y para el llamamiento de las almas: y la verdadera sabiduría de los santos es de discernir estos dones, allí donde Cristo los colocó, y de reconocerlos en el lugar que les ha sido asignado en Su Cuerpo. Reconocerlos de este modo es reconocer a Cristo; rehusar de hacerlo, es a la vez perjudicarnos y deshonrar al Señor. Recordemos también que Dios ha colocado estos dones en el Cuerpo, en todo el Cuerpo; que es al conjunto del Cuerpo que Cristo los dio y que nosotros no somos todo el Cuerpo. Supongamos que la Iglesia hubiese conservado su unidad, como en tiempo de los apóstoles: incluso entonces podría muy bien ocurrir que en tal sitio no hubiese evangelista, en cual otro no hubiese pastor o maestro; mientras que en otra parte, por el contrario, se hallaría más de un evangelista, más de un pastor y maestro. Pero ahora que la Iglesia está tan desparramada y tan dividida, lo que acabamos de decir, ¡cuánto más verdadero no será para las asambleas pequeñas que se reúnen acá y allá en el nombre de Jesús! ¿Acaso no se cuida el Señor Jesucristo de Su Iglesia por estar ésta dividida y desgarrada? ¡No lo quiera Dios! ¿Dejó de cuidarla, concediéndole los dones necesarios y convenientes? ¡De ningún modo! Pero es en la unidad de todo el Cuerpo donde éstos se hallan: necesitamos recordarlo. Todos los santos de X——forman la Iglesia de Dios en aquel lugar; y puede haber evangelistas, pastores y maestros entre aquellos miembros del Cuerpo que están aún en la Iglesia del Estado o en medio de las distintas denominaciones. ¿Qué provecho sacamos de su ministerio? y ¿cómo los santos que están con ellos pueden aprovechar los dones que Cristo ha puesto en medio de nosotros?
Al exponer esos pensamientos, amados hermanos, mi propósito ha sido de hacerles bien comprender que, si entre los 70 u 80 que se reúnen en X——al nombre del Señor, no los hay que sean sus dones —según lo que está escrito en Efesios 4—; o que tan sólo haya dos o tres de ellos, el hecho de que nos reunimos de este modo no aumentará —de por sí— el número de estos dones. Un hermano a quien Cristo no ha hecho pastor o evangelista, no lo será por el mero hecho de reunirse allí donde se reconoce la presencia del Espíritu Santo y la libertad del ministerio. —Y si por no haber restricciones humanas, los que no han sido dados por Cristo a Su Iglesia como pastores, maestros, o evangelistas, se atribuyen dicha posición o actúan como tales, ¿resultaría esto para edificación? No, sino al contrario, para confusión; y “Dios no es Dios de confusión, sino de paz, como sucede en todas las Iglesias de los santos”. Si carecemos de tales dones, confesemos nuestra pobreza; si tenemos dos o tres de ellos, seamos llenos de gratitud por ello, reconozcámoslo en el lugar que Dios les ha asignado y oremos para obtener dones y ministerios mejores y más abundantes. Mas no vayamos a creer que la acción de cualquier hermano —a quien el Señor mismo no ha colocado en esta posición— pueda reemplazar un don. El único resultado de semejante acción es el de contristar el Espíritu y de impedirle obrar por medio de quienes utilizaría, de otro modo, para el servicio de los santos.
Se me ocurre un feliz pensamiento al terminar esta carta. Si la posición en la cual estamos no respondería de ningún modo a cuanto se halla en la Escritura, semejantes preguntas apenas se formularían y oirían entre nosotros. Cuando todo está arreglado, ordenado por un sistema humano; cuando los hombres ordenados por un obispo, una conferencia o una congregación, tan sólo han de conformarse, en sus oficios, a una rutina, prescrita por las reglas a las cuales están sometidos, semejantes preguntas carecen de sentido. Las mismas dificultades de nuestra posición prueban, por su carácter, que dicha posición es de Dios. Sí, y Dios, que nos ha llevado a ella por Su Espíritu, por medio de la Palabra, es plenamente suficiente y no nos faltaría en las dificultades; sino que nos las hará atravesar de modo provechoso para nosotros y para Su propia gloria. Preocupémonos únicamente en ser sencillos, humildes y modestos. No pretendamos a algo más de lo que poseemos a hacer aquello para lo cual no nos ha calificado Dios. Reservo algunos puntos de menor cuantía para otra carta.
Mientras tanto, quedo vuestro afectísimo en Cristo.