Siddi Encuentra Amor

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India
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Hace algunos años, en una pequeña aldea del sur de la India (donde siempre brilla el sol, y nunca hay hielo ni nieve), nació una niñita de piel oscura. Quizá te sorprenda saber que sus padres estaban muy, muy tristes cuando vieron a su niñita.
—¿Qué hemos hecho para merecer esta maldición de los dioses?—exclamó el papá de la bebita—. ¡Seguramente los hemos contrariado, y nos están castigando mandándonos a esta niña cuando queríamos un varón!
Era la primera criatura de estos padres hindúes, y habían querido tener un varón, porque no creían que las niñitas fueran nada importantes. Estos padres conocían sólo imágenes hechas de barro, madera o piedra que guardaban en templos sucios y eran cuidados por los sacerdotes del templo. Recordando todas las ofrendas que habían llevado a los pequeños templos hechos de barro y blanqueados con cal, y que habían puesto frente a los dioses, la madre gimió:
—¡Pensar en todos los cocos, las bananas y la mantequilla que les hemos ofrecido! Y las hojas y las flores, ¿qué más podíamos haberles ofrecido para conformarlos?
—¡Yo esperaba un varón!—repetía el desdichado padre—. Bueno, la criaremos, y quizá si le ponemos el nombre de uno de los dioses, eso los conformará, y después nos den un varón.
Así fue que a la dulce niñita le pusieron el nombre “Siddi”, que era el nombre de uno de los dioses que sus padres adoraban, porque no conocían al verdadero Dios viviente del cielo. Las niñas infantes en India eran tan rechazadas que muchas veces las tiraban en la selva para que las encontraran y comieran los animales salvajes. Pero Dios tenía un propósito para la vida de Siddi, así que impulsó a sus padres a criarla.
La mamá llevaba a la pequeña Siddi a todas partes apoyada en su cadera, porque las mamás en la India siempre llevaban así a sus bebés. Su mamá y su papá eran culíes, lo cual significa que tenían que trabajar duro todos los días para otra gente, haciendo toda clase de cosas. A veces trabajaban en los campos ajenos en que se cultivaba arroz, y Siddi era llevada sobre la cadera de su mamá al campo y luego puesta en el suelo a la sombra de un árbol para jugar y dormir hasta la hora de dejar de trabajar e irse a casa para la noche. Más adelante, cuando estaba un poquito más grande, seguía a su mamá mientras ésta trabajaba en el campo.
Después nació un varoncito, ¡un hermanito para Siddi! ¡Qué felices se sentían! Llevaron muchas ofrendas a los dioses para mostrarles lo agradecidos que estaban. Pero el hijito no vivió mucho tiempo, y cuando murió, el papá de Siddi golpeó cruelmente a su mamá para mostrar su desagrado, y también para hacer creer a la gente de la aldea que era por culpa de ella que los dioses habían dejado que su hijo muriera.
Después de eso, dominado por la ira, la golpeaba frecuentemente, porque quería un hijo varón. A veces las dejaba por varios días, y aun semanas. Cuando volvía era sólo para golpear cruelmente a la mamá de Siddi, y muchas veces también a Siddi, si ella no lograba escapar y esconderse a tiempo. Pronto comenzaron a vivir llenas de temor y pavor esperando su llegada.
Todos los días iban a hacer su trabajo de culíes por unos centavos a fin de tener algo para comer. No era siempre trabajo fácil, y cuando no podían trabajar, pedían limosna. Si todavía no conseguían nada, robaban cualquier alimento que podían encontrar.
Cuando Siddi tenía unos seis años, nació otra niñita. Al poquito tiempo su papá volvió a casa y cuando se enteró de que su mamá había tenido otra niñita estaba furioso. Golpeó muchas veces a la mamá de Siddi. La habría golpeado a Siddi también, pero no estaba por ninguna parte, porque se había escapado apresuradamente en cuando vio venir a su papá. Ella, al igual que su mamá, sabía que él estaría enojadísimo, así que se escondió a la sombra de una choza cercana.
“Ojalá salga y se vaya pronto,” pensó la pobrecita Siddi. Se sentía sola, agachada allí, mirando la puerta de la choza de barro que era su hogar. Anocheció, se le cerraban los ojos, y pronto se quedó dormida.
Ya era temprano en la mañana cuando despertó. El muecín, de pie en la punta de uno de los minaretes de una mezquita cercana, cantando en voz muy alta, llamaba a la oración a la que todos los mahometanos respondían al amanecer. Siddi se sentó y se frotó los ojos soñolientos, y luego recordó por qué se encontraba allí afuera. Estirando sus piernitas acalambradas se levantó y se acercó silenciosamente a su propia choza. Agachándose espió cautelosamente dentro de la entrada bajita.
Parecía que su papá se había ido, porque cuando miró adentro, sólo vio a su mamá, sentada en el piso de tierra, llorando y orando a una pequeña y fea imagen que era el “dios de su casa” que estaba en el piso delante de ella. Con su corazón triste por la tristeza de su mamá, Siddi se acercó silenciosamente. En la tenue luz de la choza sin ventana, podía ver las heridas y la sangre seca en el rostro y los brazos de su madre. Luego recordó a su hermanita, pero aunque la buscó por todos lados no la encontró.
—¿Dónde está la bebita, mamá?—susurró.
—Tu padre se la llevó—explicó su mamá entre lágrimas—. Oh, Siddi, me golpeó con tanta crueldad. Pero eso no me importa tanto, si al menos no se hubiera llevado a la niñita en la noche.
A Siddi también le caían las lágrimas, allí sentada cerquita de su madre.
—Quizá podamos encontrarla, mamá—dijo al fin—. Empecemos enseguida. Les podemos preguntar a todos los que veamos, y quizá alguno la haya visto con papá.
Demorando sólo lo suficiente para orar una vez más al pequeño dios que nada podía oír, y a quien nada le importaba, emprendieron su camino. Miraron en chozas vacías y en cobertizos, y cruzaron campos, atentas todo el tiempo por las dudas oyeran el llanto de un bebé. Les preguntaron a muchas personas, pero nadie las podía ayudar. El largo y caluroso día fue pasando, y finalmente tuvieron que regresar a casa cansadas y desanimadas. Con su cuerpo adolorido, y corazón herido, la mamá de Siddi se inclinó nuevamente ante el pequeño ídolo y rogó que la ayudara.
Durante varias semanas buscaron en todas las aldeas vecinas. Mendigaban comida, y cuando no tenían suficiente para comer, robaban cualquier cosa que podían encontrar y, yendo a la aldea vecina, vendían lo que habían robado para poder comprar comida.
No era una vida nada feliz: buscando, preguntando, mendigando, robando y caminando, caminando, día tras día en el caluroso sol de la India. Después de dos o tres semanas, la mamá de Siddi enfermó de gravedad. Se encontraban en una aldea extraña donde no conocían a nadie y no había nadie que las ayudara. No tenían comida ni un lugar donde su madre pudiera descansar excepto el caluroso costado del camino. Después de varios días de alta fiebre, la mamá de Siddi falleció.
Ahora la pequeña Siddi de seis años estaba sola en el mundo, sin nadie que la amara ni la cuidara. Pero sabía cómo mendigar, y sabía cómo robar, así que siguió su camino de aldea en aldea, consiguiendo lo suficiente para sobrevivir. De noche dormía en hacinas de heno, o en los campos o en cualquier refugio que podía encontrar. Andaba con la ropa rota y sucia, y tenía el cabello enmarañado.
Nadie sabe cuántos días o semanas anduvo deambulando sola, excepto Aquel cuyos ojos cariñosos hasta notan cuando cae un gorrión. Y así fue que el Señor guiaba los pequeños pies de Siddi en su deambular, hasta que una mañana despertó al amanecer en un pueblo extraño. Nuevamente oyó al muecín mahometano cantando a viva voz desde lo alto de la mezquita, llamando a los musulmanes de esa ciudad a orar a Alá. Quizá Siddi pensó en el ídolo al cual su mamá oraba siempre con tanta fidelidad, y sintió amargura en su corazón al darse cuenta que éste nunca había ayudado para nada.
Siddi tenía hambre. En realidad, siempre tenía hambre. Casi no podía recordar alguna ocasión cuando había tenido todo lo que quería para comer. Cuando emprendió su camino en busca de comida, llegó a un gran portón cerrado al frente de un conjunto de casas. Se preguntaba qué sería ese lugar, porque espiando por el portón podía ver edificios que no eran templos hindúes ni mezquitas mahometanas. Adentro había un pozo, y mientras Siddi miraba, llegó una mujer con su cántaro para sacar agua.
—¡Amma! ¡Amma!— llamó Siddi.
La mujer puso su cántaro en el suelo, y se dio vuelta para ver quién llamaba tan temprano en la mañana. Vio a la niñita harapienta con su bracito flaco extendido entre los barrotes, y oyó el lamento típico del mendigo pidiendo comida. Era una mujer india cristiana, y jefa de enfermeras del hospital que Siddi había visto a través del portón.
—¿De dónde vienes, niña?—preguntó, notando qué sucia y abandonada parecía—. ¿Quién eres, y dónde vives?
—Soy Siddi, y ya no vivo en ninguna parte,—contestó—. Pero tengo hambre, ¿me puede dar algo para comer?
La enfermera partió en busca de algo de comida, y regresó con un dousey, que es como un panqueque.
—Ahora tienes que irte,—le dijo a Siddi—. Tengo mucho trabajo porque cuido a muchos enfermos en este edificio.
—¡Oh! ¿Puede usted sanar a los enfermos?—exclamó Siddi, quizá deseando haber sabido de este maravilloso lugar cuando su mamá estaba enferma—. ¿Aquí puede venir cualquiera que está enfermo? ¿Y qué es ese otro edificio?
Siddi estaba llena de preguntas, y la enfermera tuvo que explicarle del hospital y del edificio de la iglesia dentro del conjunto de edificios. Le dijo que el edificio de la iglesia no era para hindúes ni para mahometanos, sino un lugar para que los cristianos adoraran a Dios, pero Siddi no entendía esto porque no sabía qué era un “cristiano.”
—Hay aquí una Doddamma (que significa mamá grande) que vino de otro país del otro lado del mar. Sabe mucho acerca de medicamentos y tratamientos para ayudar a que los enfermos mejoren—explicó la enfermera. Luego agregó:
—La Doddamma tiene también otro conjunto de edificios, donde tiene un orfanato. Es un lugar donde hay muchas niñas como tú que no tienen mamá ni papá. La Doddamma las ama y las cuida.
¡Alguien que ama y cuida! Las palabras eran casi demasiado buenas para ser verdad. Los ojos negros de Siddi brillaban cuando preguntó:
—Dígame pronto, ¿dónde puedo encontrar a esta Doddamma? ¡Quiero verla!
—Estará pronto aquí, porque viene esta mañana al hospital. Pero si quieres verla antes tendrás que caminar como una milla a los otros edificios,—y con esto la enfermera señaló un caminito polvoriento que salía súbitamente del camino principal.
Sin perder ni un momento más, la pequeña se apresuró por el camino que le habían señalado. Pasó por el estanque de agua donde los dhobis ya estaban ocupados en lavar ropa, porque los dhobis eran hombres indios que juntaban y lavaban la ropa de gente más rica de castas más altas por sólo unos centavos. La remojan en los ríos o estanques, y luego las golpean sobre las rocas para tratar de limpiarlas.
¡Swish—smack! ¡Swish—smack! La ropa era lanzada alta en el aire y caía pesadamente sobre las rocas, pero Siddi apenas si los vio cuando pasaba corriendo a su lado. No podía pensar en otra cosa que la Doddamma, ¡que amaba y cuidaba a niñitas que no tenían mamá!
¡Bing! ¡Bong! Pasaba por el pequeño templo hindú blanqueado con cal situado en la cima del monte, y el sacerdote iba y venía alrededor del templo, meciendo su incensario humeante en una mano. El viento tomaba la pesada fragancia del incienso y se la llevaba, al mismo tiempo que tomaba la toga ancha del sacerdote haciéndola revolotear alrededor de él. Al caminar, hacía sonar una campanilla de cobre en la otra mano, pero Siddi no la oyó, ni vio la enorme imagen del toro sagrado en la cúpula del templo que parecía mirarla aunque nada veía.
¡Iba en camino para encontrar a la que quizá la amara y cuidara aún a ella!
Los dhobis, dando latigazos a sus burros que llevaban grandes cargas de ropa sucia sobre sus lomos, tampoco notaron a Siddi. Tampoco la notaron las mujeres que pasaban con las jarras de agua sobre sus cabezas. Ella era meramente otra pequeña hija abandonada de la India.
Por fin se encontró delante de la pared de ladrillos del conjunto de edificios que la enfermera le había descrito. ¡Al otro lado de esa pared encontraría a la Doddamma! Apuró sus pasos hasta llegar al portón. Al mirar ansiosamente entre los barrotes vio a muchas niñas como ella, excepto que estas niñas estaban limpias y felices, y todas parecían estar ocupadas en varios quehaceres. Pero no podía ver por ninguna parte a nadie que podría ser la Doddamma. Después de mirar por el portón durante un momento, gritó:
—Por favor, ¿puedo entrar? ¡Quiero ver a la Doddamma!
Varias niñas corrieron al portón, y miraron con curiosidad a la niñita harapienta. Pero antes de abrir el portón se fueron corriendo para decirle a la Doddamma que había una niñita en el portón que quería verla. Finalmente regresaron, y después de abrir el gran portón, la hicieron entrar y la llevaron a una casita donde decían que encontraría a la Doddamma. En todo el trayecto, no dejaron de hablar y de hacer muchas preguntas.
—¿Cómo te llamas? ¿De dónde vienes? ¿Vas a vivir aquí? ¿Por qué tienes la ropa tan harapienta y sucia?
Preguntaron esto y mucho más, pero Siddi apenas si escuchaba lo suficiente como para contestar. Estaba ansiosa por ver a la que quizá hasta podía amarla. Esperó con temor en el escalón de la casa durante lo que le pareció mucho tiempo, hasta que por fin apareció la Doddamma, y le dijo que entrara.
Al principio, Siddi tenía miedo. ¡En su entusiasmo se había olvidado que la Doddamma extranjera tendría un aspecto diferente!
—Ven, querida, no tengas miedo—le dijo, y cuando Siddi oyó la ternura en su voz y vio la bondad en su mirada, se sintió más valiente, y lentamente se acercó a ella.
—Ahora cuéntame de ti para saber la mejor manera de ayudarte,—dijo sonriendo la Doddamma—. Puedes empezar por decirme tu nombre, donde vivías antes y por qué viniste a verme.
Entonces Siddi le contó toda la triste historia de su vida a esta persona que parecía interesada en conocerla. La Doddamma hizo muchas otras preguntas, hasta que al final pareció satisfecha.
—Ahora, querida pequeña Siddi, ¿te gustaría comer un buen desayuno y luego darte un lindo baño y ponerte ropa limpia?
Siddi asintió alegremente. Llamaron a unas chicas mayores que la llevaron a otro edificio donde le dieron un buen cereal caliente. ¡Qué sabroso estaba! Y tenía un tazón entero para ella sola. Luego las chicas la ayudaron a bañarse, y le dieron ropa usada pero limpia. Después le lavaron y peinaron el cabello largo y negro, y al ratito ya le habían hecho una trenza que le caía por la espalda, igual que las de ellas. Mientras hacían todo esto, conversaban alegremente, y Siddi se empezó a dar cuenta que no sólo la Doddamma, sino también estas chicas, estaban contentas de que viniera a vivir con ellas. Qué lugar maravilloso debe ser éste, pensó Siddi, un lugar donde todos aman a todos. “¿Por qué será?” se preguntaba. En todos los demás lugares donde recordaba haber estado, todos habían parecido interesarse en ellos mismos y sólo hacían por los demás lo que estaban obligados a hacer.
Mientras tanto, la Doddamma estaba preocupada por la pequeña Siddi, pues ya se había encariñado con la pobre chiquita que parecía tan ansiosa de recibir cariño. Se preguntaba si su historia sería cierta, por lo que envió un mensajero a la pequeña aldea donde Siddi dijo que había vivido. Cuando éste regresó, informó que era verdad: la mamá de Siddi había muerto y el padre nunca había regresado. La misionera oraba mucho mientras cuidaba a todas estas niñitas de India, y estaba contenta de cuidar también a Siddi, porque se sentía segura de que Dios se la había enviado.
¡Qué maravillosa vida nueva comenzó para Siddi en ese lugar! Cada día parecía lleno de felices sorpresas. Algunas cosas eran muy extrañas. Descubrió que ninguna de las niñas, ni la Doddamma, tenía una imagen o ídolo para adorar. En cambio, oraban a un Dios viviente que no podían ver, y le dijeron a Siddi que Dios la había amado tanto que había enviado a su único Hijo, el Señor Jesús, a morir por los pecados de ella.
Siddi aprendió también que tenía muchos pecados. Mentir y robar era algo que había hecho toda su vida, y ahora descubrió que eso era muy malo. La Doddamma y todas las chicas cristianas oraban por Siddi, pidiendo que encontrara al único Salvador que la amaba más que nadie.
Los días felices se convirtieron en semanas, y las semanas en meses, y las pequeñas y flacas mejillas de Siddi empezaron a llenarse y a tener un color rosado. Todos los días aprendía un poquito más acerca de cómo leer y escribir, y todos los días escuchaba acerca del Señor Jesús que la amaba muchísimo. Finalmente llegó el día cuando las oraciones de todas las niñas cristianas y de la Doddamma fueron contestadas, y Siddi aceptó al Señor Jesús como su Salvador personal. Entonces Siddi fue realmente feliz.
Pasaron los años, y Siddi aprendió a leer y escribir muy bien, también aprendió a cocinar y coser, y a hacer muchas cosas que las niñas de India tienen que saber cómo hacer. Cierto día llegó un joven cristiano diciendo que quería una joven cristiana para ser su esposa. Parecía un joven muy bueno, entonces le contaron acerca de Siddi, y él pidió verla. Cuando llegó ella él le hizo algunas preguntas, y luego dijo:
—Me gustaría que Siddi fuera mi esposa.
—¿Te gustaría casarte con este hombre?—le preguntó la Doddamma a Siddi.
—¡Si, me gustaría!—contestó Siddi sencillamente.
Después de varias semanas de preparación se casaron, y Siddi dejó el lugar donde había encontrado amor, para irse con su esposo a un nuevo hogar a muchas, muchas millas de distancia. Pero no importaba, porque descubrió que el amor de su esposo cristiano era muy hermoso, y en su nuevo hogar en aquella aldea distante, Siddi tiene ahora clases donde enseña a mujeres y niños acerca del gran amor del Señor Jesús.