Sumisión a las autoridades

 
Un hecho como este no libra de ninguna forma al cristiano de hoy honrar a las autoridades establecidas; al contrario, este es claramente nuestro deber (Romanos 13:1-7). Este ‘honor’ que les debemos no está de ninguna manera fundamentado sobre el carácter personal de estos. Poco importa su origen, la forma en la cual estos han recibido u obtenido el poder, o la manera en la cual usan o abusan de este. La única cosa que tenemos que hacer, como creyentes, es de reconocer a Dios y los magistrados. Puede que el rey o magistrado no reconozcan a Dios. Esto es una seria grave responsabilidad para estos, mas esto no cambia nuestra relación. Aún si los reyes y magistrados fuesen todos infieles, nuestro deber sería reconocerlos como siendo los representantes de Dios, sirviendo sin duda ciegamente, pero cumpliendo sin embargo, en su posición, el propósito de Dios, aunque ellos mismos no estén conscientes de ello. En resumen, estamos obligados a dar honor a las autoridades establecidas, sin que sea cuestión de la forma particular en las cuales estas puedan revestirse. Puede que esta sea una monarquía, un imperio, república o alguna otra forma de gobierno reconocida por los hombres en un momento dado. Nuestro deber es dar honor y sumisión a los más altos poderes. Esto hace el camino muy simple, e insisto, amados hermanos, porque estamos en una época donde prevalecen opiniones completamente diferentes. El espíritu del siglo es totalmente opuesto a estos principios de la Palabra, y no es necesario esperar encontrar estos principios en las palabras de los hombres, en su boca, ni en sus escritos; por el contrario. Los hombres se consideran como siendo ellos mismos la fuente del poder, y no Dios. Piensan que la forma particular de gobierno depende de su propia elección. Es cierto que Dios actúa frecuentemente por medio de la voluntad de los hombres. Pero lo que estos olvidan, es que es Dios quien gobierna siempre, aún si sus instrumentos visibles son hombres malos. Nuestra parte no es ocuparnos con la elección de estos instrumentos, sino de reconocer a Dios en todos aquellos a los cuales, por el presente, Él confiere el poder sobre la tierra. Y este deber, el mismo Señor Jesús nos lo enseña de la manera más clara, porque pensamientos muy diferentes existían entonces en Israel cuando Él estaba aquí. Él ha tratado esta cuestión y la ha arreglado en Su memorable respuesta a los fariseos y Herodianos, cuando les pidió a estos mostrarle un Denario, y les indicó la imagen e inscripción de César. Él pronunció estas palabras decisivas: “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Mateo 22:21).
Este es el principio aplicable al tiempo actual, pero cuán grande será el cambio cuando todas las cosas en el cielo y sobre la tierra serán sujetas al “Gran Rey”; cuando el Señor Jesús sea reconocido no solamente como Jehová, sino también como Rey sobre toda la tierra: cuando este título de “gran rey” atribuido al rey Persa por una exageración será el pleno derecho de Cristo solamente. ¡Cuán grande será la bendición, cuando cielos y tierra se unirán para alabar la gloria de Dios y de Su perfecta gracia! Allí está lo que esperamos, y sabemos que, como los frutos de la gracia de Dios, estaremos entonces con Él en lo alto para ser manifestados con Él cuando aparezca en gloria.
Aquí, con Ciro, sólo tenemos un tipo parcial, y un muy imperfecto estado de cosas, Dios no teniendo sino las riendas del gobierno providencial por medio de hombres paganos. Este es el carácter del tiempo de las naciones que han comenzado con Nabucodonosor, y que proseguirá hasta que el Señor Jesús aparezca en gloria. Estamos ahora en el tiempo de las naciones, solamente que somos llamados a salir fuera del mundo por el conocimiento del Señor Jesucristo en el cielo, pero este no es el tema de nuestra presente meditación.