Sus respectivas misiones

La misión principal de Israel fue la de dar testimonio del Dios verdadero, revelado a ellos como Jehová. Después del diluvio en los días de Noé, no pasó mucho tiempo antes de que los hombres empezaran a hacerse ídolos y a adorarlos. El padre mismo de Abraham, Tharé, era un idólatra: “Y dijo Josué a todo el pueblo: Así dice Jehová, Dios de Israel: Vuestros padres habitaron antiguamente de esotra parte del río, es a saber, Tharé, padre de Abraham y de Nachr; y servían a dioses extraños” (Josué 24:2).
Fue el diablo que introdujo en la mente de Eva misma la idea de “dioses” (Génesis 3:5). Pero tras los ídolos están los demonios: “lo que los gentiles sacrifican, a los demonios lo sacrifican, y no a Dios” (1 Corintios 10:20).
Dios apartó a Abraham de la casa idólatra de su padre, Tharé, de su parentela y de su patria, Ur de los Caldeos (compárese con Génesis 12:1), empezando con él un pueblo apartado de la idolatría en la tierra y puesto por testigo del Dios verdadero, del Creador. Los bisnietos de Abraham, o sean los doce hijos de Jacob, y sus descendentes, formaron el pueblo de Israel, al cual Jehová Dios dio la ley, los diez mandamientos. El primero de éstos dice así: “No tendrás dioses ajenos delante de Mí”. El segundo dice: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de cosa que esté arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra” (Éxodo 20:3-4).
Pero en esa su gran comisión que tuvo que desempeñar entre las naciones, la de dar testimonio fiel del Dios Creador, Israel fracasó y llegó a ser más idólatra que las naciones mismas (léase 2 Crónicas 33:9; 36:14-16). El vocablo “dios” en su sentido falso, o idólatra, ocurre más o menos 230 veces en la Biblia. Casi 90 ocurrencias denuncian la idolatría de los israelitas mismos.
En contraste con Israel, ¿cuál es la gran comisión dada a la Iglesia? Es la de dar testimonio de Jesús, el Hijo eterno de Dios, revelado en carne, y en Su propia persona “Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén” (Romanos 9:5). “Adora a Dios: porque el testimonio de Jesús es el espíritu de la profecía” (Apocalipsis 19:10). Juntamente con este testimonio a Su persona, va el testimonio al valor de Su obra redentora, llamado “el evangelio de Dios... acerca de Su Hijo... de Jesucristo, Señor nuestro” (Romanos 1:1-4).
Así que los cristianos son encargados con la responsabilidad de anunciar y de defender la dignidad y la gloria del Señor Jesucristo, y a la vez de pregonar a todo el mundo que hay salvación de pecado y de la condenación eterna ofrecida a cuantos crean en la virtud del sacrificio expiatorio de Jesús en la cruz. “Id por todo el mundo; predicad el evangelio a toda criatura” (Marcos 16:15). “No me avergüenzo del evangelio: porque es potencia de Dios para salud a todo aquel que cree” (Romanos 1:16). “Me es impuesta necesidad; y ¡ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Corintios 9:16). “Firmes en un mismo espíritu, unánimes combatiendo juntamente por la fe del evangelio” (Filipenses 1:27). “Haz la obra de evangelista, cumple tu ministerio” (2 Timoteo 4:5).
Pero ¿qué diremos del testimonio de la Iglesia en la tierra? ¿No ha fracasado? ¡Ay! ha sido más infiel que Israel. En este aspecto, no hay contraste entre Israel y la Iglesia profesante: ambos han deshonrado a Dios, pero la Iglesia aún más que Israel. En un sector grande del cristianismo, los ídolos se han multiplicado cien veces más que en Israel. La predicación del verdadero evangelio de Dios acerca de Su Hijo, el único Salvador de los pecadores, y de la remisión de pecados por fe en Su sangre preciosa, ha sido suprimida, y los predicadores de la verdad han sido perseguidos, torturados y matados por millares.
En fin, el hombre es un fracaso completo. “Dejaos del hombre, cuyo hálito está en su nariz; porque ¿de qué es él estimado?” (Isaías 2:22). Más bien contemplemos al Hombre glorioso, Cristo, que honró a Dios en toda circunstancia, en todo momento, en pensamiento, en obra y en palabra: “al que no conoció pecado... no hay pecado en Él... el cual no hizo pecado; ni fue hallado engaño en Su boca: quien cuando le maldecían, no retornaba maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino remitía la causa al que juzga justamente: el cual mismo llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre el madero, para que nosotros siendo muertos a los pecados, vivamos a la justicia” (2 Corintios 5:21; 1 Juan 3:5; 1 Pedro 2:22-24). ¡A Él sea la gloria para siempre jamás!