Jehová habló a Moisés, diciendo: “Y hacerme han un santuario, y Yo habitaré entre ellos” (Éxodo 25:8). Entonces por mandato divino Moisés y ciertos de los israelitas edificaron el “tabernáculo”. Cuando “acabó Moisés la obra, entonces una nube cubrió el tabernáculo del testimonio, y la gloria de Jehová hinchió el tabernáculo” (Éxodo 40:33-34). Ese tabernáculo fue la morada de Jehová en medio de su pueblo terrenal durante su peregrinaje por el desierto, y por muchos años en la tierra prometida de Canaán.
Pero cuando el reino fue establecido, el templo fue construido por Salomón en el lugar ordenado por Jehová en Jerusalén. Ya hemos leído como “la gloria de Jehová había henchido la casa de Dios” (2 Crónicas 5:14).
Pero ¡cuán grande el cambio en la cristiandad! El creyente mismo es “el templo de Dios” el cual ya “no habita en templos hechos de mano”, sino por “el espíritu de Dios” mora en los cuerpos de los creyentes en Cristo Jesús. “¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?” (Hechos 7:48; 1 Corintios 3:16). Tanto colectiva como individualmente, los creyentes como “el cuerpo de Cristo”, son “juntamente edificados, para morada de Dios en Espíritu” (Efesios 2:22). ¡Cuán bendito el privilegio otorgado a cada creyente en Cristo Jesús, el de ser hecho “templo de Dios... morada de Dios”! (véase Juan 14:23).