TERCERA CARTA: Marcas negativas para discernir la dirección del Espíritu

 
Muy amados hermanos:
Hay dos puntos sobre los cuales quisiera que comprendieseis bien, antes de tratar del asunto principal de la presente carta. En primer lugar, la diferencia que existe entre el ministerio y el culto. Tomo aquí la palabra culto en su sentido más amplio; esto es, designando los diversos modos de dirigirse el hombre a Dios: la oración, la confesión y lo que es más propiamente dicho el culto, a saber: la adoración, la acción de gracias y la alabanza.
La diferencia esencial entre el ministerio y el culto es que en éste habla el hombre a Dios, mientras que en aquél es Dios quien habla al hombre por medio de Sus siervos. Nuestro único derecho —aunque plenamente suficiente para poder dar culto—, es aquella superabundante gracia de Dios, la cual nos ha acercado de tal modo por la sangre de Jesús, que ahora conocemos y adoramos a Dios como nuestro Padre, y que somos reyes y sacerdotes para nuestro Dios. A este respecto, todos los santos son iguales: el más débil como el más fuerte, aquel que mayor experiencia tiene como aquel que tiene menos; todos participan por igual de este privilegio. El más dotado de los siervos de Cristo no tiene mayor derecho de acercarse a Dios que el más ignorante de los santos, entre los cuales ejerce su ministerio. Admitir lo contrario sería obrar como demasiado a menudo se ha hecho en toda la cristiandad: instituir una orden de sacrificadores o sacerdotes entre la Iglesia y Dios.
Tenemos un gran Sumo Sacerdote; el único sacerdocio que actualmente existe al lado del Suyo es este sacerdocio que comparten todos los santos. Por lo tanto, no podría imaginarme que, en una asamblea de cristianos, aquellos que Dios ha calificado para exhortar o para pregonar el evangelio, fuesen los únicos en poder indicar los himnos, en orar, alabar a Dios y a rendirle gracias (quiero decir: la expresión de la acción de gracias, de la alabanza, etc.). Puede ser que Dios se valga de otros hermanos, bien sea para indicar un himno que sea la verdadera expresión de la adoración de la asamblea; bien sea parar expresar —en las oraciones— los deseos reales y las verdaderas necesidades de aquellos cuyo órgano, o boca, profesan ser. Y si a Dios le place obrar de este modo, ¿quiénes somos nosotros para oponernos a Su voluntad? Sin embargo, no olvidemos que si estos actos de culto no son el privilegio exclusivo de quienes tienen dones espirituales, es necesario que sean subordinados a la guía del Espíritu Santo; y todos son regidos por los principios contenidos en 1 Corintios 14, según los cuales todo debe hacerse con orden y para edificación.
El ministerio (es decir, el ministerio de la Palabra, en el cual Dios habla a los hombres por medio de Sus siervos), es el resultado del depósito especial, en el individuo, de uno o varios dones, de cuyo uso es responsable para con Cristo. Es en nuestro derecho de dar culto donde somos todos iguales, es en la responsabilidad del ministerio donde diferimos: “Teniendo, pues, dones diferenciándose conforme a la gracia que nos ha sido dada...” (Romanos 12:6). Este pasaje establece, de por sí, la diferencia de la cual acabo de hablar entre el ministerio y el culto.
El segundo punto es la libertad del ministerio. El verdadero concepto, la idea bíblica de la libertad del ministerio, no abarca solamente la libertad en el ejercicio de los dones, sino también para su desarrollo. Esta implica que reconozcamos en nuestras asambleas la presencia y acción del Espíritu de tal modo que no pongamos ningún obstáculo a dicha acción, llevada a cabo por quien quiere el Espíritu. Está, por lo tanto, perfectamente claro que el primer desarrollo de un don debe ser Obra del Espíritu, empezando a actuar por medio de los hermanos a quienes no utilizaba anteriormente. Me parece que todo principio contrario iría igualmente en contra de los privilegios de la Iglesia y de los derechos del Señor.
Mas entonces, es evidente que si los hijos de Dios se reúnen sobre un principio que deja al Espíritu Santo la libertad de obrar por medio de tal hermano para indicar un cántico, tal otro para orar, por medio de un tercero para dar una palabra de exhortación o de doctrina: y si también al Espíritu hay que dejarle libre de desarrollar los dones para edificación del cuerpo; es, pues, evidente que esto no se verificará sin que —por sí mismo— se diese paso a la precipitación y a la suficiencia, y a obrar fuera de toda dirección del Espíritu. De allí la importancia de saber cómo distinguir entre lo que es de la carne y lo que es del Espíritu. Repudio el abuso que tan a menudo se hace expresiones tales como: “el ministerio de la carne” y “el ministerio del Espíritu”; sin embargo, encierran una verdad muy importante, siempre que se las emplee con exactitud. Cada cristiano tiene dentro de sí dos fuentes de pensamientos, de sentimientos, de motivos, de palabras y de acciones, y estas dos fuentes se llaman en la Escritura “la carne” y “el Espíritu”. De ambas puede proceder nuestra acción en las asambleas de los santos; es, pues, de suma importancia poder distinguirlas bien. Importa para cuantos actúan en las asambleas —habitual u ocasionalmente— juzgarse, o examinarse, a sí mismos a este respecto; es cosa esencial para todos los santos, ya que somos exhortados a “probar los espíritus”, lo cual —a veces— puede dar a la asamblea la responsabilidad de reconocer lo que es de Dios, y de señalar lo que procedería de otra fuente, rechazándolo.
Es acerca de las principales marcas —o características— con cuya ayuda podemos distinguir la dirección del Espíritu de las pretensiones y falsificaciones de la carne, que quisiera llamar ahora vuestra atención. Primeramente quisiera mencionar varias cosas que no constituyen en sí un motivo para participar en la dirección de las asambleas de los santos.
1) No estamos autorizados a actuar por el sencillo hecho de que hay libertad para obrar. Es la cosa tan evidente que no hay la menor necesidad de demostrarlo; y, sin embargo, necesitamos que nos lo recuerden. Debido a que ningún obstáculo formal se opone a que cada hermano obre en la asamblea, esto confiere la posibilidad a aquellos cuya única capacidad es saber leer, de ocupar gran parte del tiempo, leyendo capítulo tras capítulo e indicando himno tras himno. Cualquier niño que se sabe la cartilla podría hacer otro tanto. Y, en verdad, pocos hermanos nuestros serían incapaces de dirigir las asambleas si la única capacidad requerida fuese de saber leer debidamente himnos y capítulos de la Biblia. Es relativamente fácil leer un capítulo pero discernir la porción y el momento convenientes para hacerlo es otra cosa. Tampoco es difícil indicar un himno: pero indicar uno que encierra y expresa realmente la adoración de la asamblea; he aquí lo que resulta imposible hacer sin la dirección del Espíritu Santo.
Os confieso, hermanos, que cuando hace tiempo (no recientemente, gracias a Dios) habíamos leído 5 o 6 capítulos, cantando otros tantos himnos alrededor de la mesa del Señor, y orado o dado gracias quizás una sola vez, me preguntaba si nos habíamos reunido para anunciar la muerte del Señor, o más bien para perfeccionarnos en la lectura y en el canto. Doy sinceramente gracias a Dios por los progresos habidos a este respecto desde hace algunos meses. Sin embargo, conviene recordar sin cesar que la libertad de obrar en las asambleas no nos autoriza para actuar en ellas a nuestro antojo.
2) El hecho de que nadie hable en determinado momento no es una autorización suficiente para actuar. Debe evitarse, desde luego, el silencio que se observe para dar la impresión de silencio o de mayor reverencia; puede transformarse en una mera forma, o rutina. Pero, aun así, más vale el silencio que cuanto se hiciera o dijera para romperlo. Ya sé lo que es el pensar en las personas presentes que no son de la asamblea —o que quizás no están convertidas— y de estar molestos por el silencio, a causa de ellas. Cuando suele ocurrir semejante estado de cosas, puede ser que sea un serio llamamiento de Dios para averiguar de dónde proviene; pero nunca podrá autorizar esto a un hermano para que hable, ore o indique un himno con el mero propósito de que se haga algo.
3) Además nuestras experiencias y nuestro estado individuales no son guías (o normas) seguras en cuanto a la parte de acción que podemos tomar en las asambleas de los santos. Puede ser que mi alma haya apreciado sobremanera cierto himno o que lo haya oído cantar en otra parte con gran gozo delante del Señor; pero ¿basta esto para sacar la conclusión de que yo soy llamado a indicar este himno en la primera reunión a la cual asistiré? Cabe la posibilidad de que no tenga la menor relación con el estado actual de la asamblea. O, tal vez, la intención del Espíritu es que no se cantará nada en absoluto. “¿Hay entre vosotros alguno que padezca?, haga oración. ¿Hay quien esté contento?, cante alabanzas” (Santiago 5:13). Un cántico debe expresar los sentimientos de quienes están reunidos; de otro modo, al entonarlo, éstos no serían sinceros. ¿Y quién podría señalar el himno adecuado, sino aquel que conoce el estado actual de la asamblea? Lo mismo ocurre con la oración: si alguno ora en la asamblea, lo hace como órgano de las súplicas y de la expresión de todos. Por medio de la oración, puedo descargarme delante del Señor de pesos y cargas que son míos particularmente y que no conviene en absoluto mencionar en la asamblea. Si lo hiciera, el único defecto sería —probablemente— de rebajar a todos mis hermanos al mismo nivel que yo. Por otra parte, puede ser que mi alma sea perfectamente feliz en el Señor; pero si no ocurre lo mismo con la asamblea, es únicamente al identificarme con su estado como podré presentar sus ruegos y súplicas a Dios.
Es decir, que si soy guiado por el Espíritu a orar en la asamblea, no debería hacerse en la misma forma que en mi “cámara” o aposento, donde nadie se halla, excepto el Señor y yo, y donde tanto mis necesidades como mis goces personales forman el tema especial de mis oraciones y de mis acciones de gracias. Pero será preciso que pueda confesar al Señor y presentarle las acciones de gracias y las súplicas que concuerdan con el estado de quienes vengo a ser la boca, al dirigirme a Dios de este modo. Uno de los mayores errores que podamos cometer es el de figurarnos que el yo, y cuanto se refiere al yo (esto es; nuestras impresiones y experiencias personales), deba guiarnos en la dirección de las asambleas de los santos. Así puede ser que una porción de las Escrituras me haya interesado en grado especial y que haya sacado provecho de la misma; pero esto no es motivo para que deba leerla a la mesa del Señor o en otras reuniones de los santos. También puede ocurrir que un asunto particular me ocupe o me preocupe, y que sea para bien de mi alma; pero puede ser, al mismo tiempo, que no sea en absoluto el tema sobre el cual Dios quiere que se llame la atención de los santos en general.
Notad que no niego que podamos haber sido ocupado especial y personalmente de temas, en los cuales Dios quiere que ocupemos también a los santos. Tal vez se verifica esto a menudo, o incluso corrientemente entre los siervos de Dios, pero lo que no temo afirmar es que, de por sí, el hecho de que hayamos sido ocupados de este modo no es una indicación suficiente. Podemos experimentar necesidades que los hijos de Dios, en general, no tengan, y del mismo modo, sus necesidades pueden muy bien no ser las nuestras.
Permitidme añadir que nunca me guiará el Espíritu a indicar cánticos porque expresan mis opiniones particulares. Cabe la posibilidad de que —sobre ciertos puntos de interpretación— los santos que se reúnen en uno no estén enteramente del mismo parecer. En este caso, si algunos de ellos escogen himnos con el fin de expresar su propia opinión (por buenos y verdaderos que fuesen, por otra parte, estos cánticos), resulta imposible que los demás miembros de la asamblea los canten; y en vez de haber armonía, hay desacuerdo. En una reunión de culto, los himnos que el Espíritu mandará escoger expresarán los sentimientos comunes a todos. Siempre, y especialmente en la asamblea, estemos “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”; acordándonos que el medio de lograrlo es andar “con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, soportándonos los unos a los otros en amor”.
Recordemos aquí que, tanto en el cántico como en la oración, en el culto en una palabra, cualquiera que fuese el órgano o la boca de la asamblea, es ésta la que habla a Dios. Por lo tanto, el culto será verdadero, sincero, en la medida en que no vaya más allá, sino refleje fielmente el estado de dicha asamblea. Alabado sea Dios de que pueda, por Su Espíritu, imprimir una nota más alta (y Él lo hace a menudo), la cual vibra inmediatamente en todos los corazones, confiriendo así al culto un tono más elevado. Mas si la asamblea no puede contestar inmediatamente a este diapasón de alabanza, nada más penoso que de oír a un hermano extenderse en vibrantes acciones de gracias y adoración, mientras que los demás corazones están tristes, fríos y distraídos. Quien expresa el culto de la asamblea debe tener consigo los corazones de la asamblea; de otro modo, sonará a falso.
Por otra parte, ya que es Dios que nos habla en el ministerio, éste no está (como en el culto) limitado por nuestro estado; siempre puede estar en un nivel más alto. Si, al hablar, un hermano empleado en el ministerio es realmente la boca de Dios —como debe ser—, será a menudo para presentarnos verdades que no hemos aún recibido, o para recordarnos otras que han dejado de obrar con poder sobre nuestras almas. Cuán evidente es, pues, que en ambos casos —y siempre— preciso es que sea el Espíritu de Dios quien dirija.
Más vale dejar para otra carta lo que caracteriza la dirección positiva del Espíritu. Hasta ahora sólo he presentado la parte negativa del tema.
Quedo, muy amados hermanos, su afectísimo en Cristo.