A menudo se ha dicho que los más importantes pasos que damos son los de nuestra juventud. Las decisiones hechas en la juventud tendrán mucho que ver con el transcurso de nuestra vida futura; podrán depender de ellas nuestro testimonio para el Señor y nuestra propia felicidad. Aun nuestros medios de vida y la ubicación de nuestro hogar a menudo son determinados en la temprana vida, y ello pueda afectar todo lo demás. Así que es muy importante tomar decisiones correctas en la juventud. Esto es solamente posible si somos dirigidos nosotros por un Consejero más sabio que nosotros. Caminaremos bien si andamos con Dios, buscando Su ayuda y sabia dirección. Y mientras hacemos hincapié sobre la importancia de un andar bien cerca de Dios en nuestros años formativos, sin embargo quisiéramos añadir que jamás habrá un tiempo en la vida del cristiano durante el cual no le precise estar siempre dependiente del Señor.
Hay tres acontecimientos importantes en la vida temprana del cristiano:
1. El acto más importante de todos es el de allegarnos a Dios como pecadores culpables y merecedores del infierno, y por la fe aceptar al Señor Jesucristo como nuestro Salvador y sustituto personal delante de Dios. Hasta que este paso definitivo sea dado, nada será bien hecho.
2. Tan pronto que uno sea salvo, la próxima cuestión debe ser: “¿Dónde recordaré a mi Señor en Su muerte?” El Bendito murió por nosotros, nos rogó que Le recordásemos en Su muerte, y nos instruyó de una manera sencilla y explícita cómo hacerlo: “Tomando el pan, habiendo dado gracias, partió, y les dio, diciendo: Esto es Mi cuerpo, que por vosotros es dado: haced esto en memoria de Mí. Asimismo también el vaso, ... diciendo: Este vaso es el nuevo pacto en Mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lc. 22:19-20). ¿Y no es de ninguna importancia la cuestión de dónde hemos de tomar “la cena del Señor” (1 Co. 11:20)? ¿Nos sentimos libres para hacer lo que parezca a nuestros ojos, como se hizo en los días de los Jueces? (comp. Jue. 21:25) El Señor no permitió que los israelitas en la tierra de Canaán ofreciesen sus presentes en cualquier lugar de su elección: tenían que ir al lugar que Jehová su Dios escogiera para hacer habitar allí Su Nombre, y no a otro lugar alguno (comp. Dt. 12:5-6; 26:2). Cuando el Señor envió a dos de sus discípulos a preparar el cenáculo para comer la última pascua, la pregunta sincera hecha por ellos aún nos sirve de instrucción significativa: “¿Dónde QUIERES ... ? ” (Lc. 22:9). Buscaron instrucciones del Señor y Él se las dio detalladamente. Así será, siempre y cuando no antepongamos nuestra propia voluntad en la cuestión, sino que deseemos conocer la de Él. Al examinarnos, el corazón puede llevarnos a ejercicios serios, ya que a menudo otros motivos se mezclan con el deseo de hacer la voluntad del Señor. [N. del T.: Se da por descontado que antes de participar en la cena del Señor, el convertido a Cristo debe bautizarse previamente.]
3. La elección de un esposo o esposa es el tercer paso de gran importancia. Desde luego es uno que jamás debiera darse de una manera impulsiva, o sin tener plena seguridad de que es conforme a la voluntad de Dios. Muchos queridos jóvenes cristianos se han apresurado al matrimonio a su antojo, sin buscar el consejo del Señor, solamente para cosechar una vida larga de dificultades y tristezas. A veces ¡qué problemas nos hemos creado nosotros mismos!
Conviene con urgencia una decisión para Cristo en la temprana edad, porque si un joven llega al estado de casado, sin ser salvo todavía, no puede decirse qué camino escogerá. Aun cuando, por la gracia de Dios, él se convierta más tarde, sin embargo habrá una cosecha amarga de un paso dado como un inconverso no arrepentido. Es de suma importancia tener un corazón verdaderamente consagrado a Cristo desde los primeros días de la vida, no sea que sin ello los pasos dados de voluntad propia o independientemente conduzcan a resultados lamentables.
En las Escrituras leemos de muchos ejemplos de devoción al Señor desde la juventud: José, Samuel, David, Pablo, Timoteo, y otros; eran todos jóvenes al empezar su carrera. Samuel fue dedicado al Señor, siendo aún niño, y muy pronto aprendió a decir: “Habla, Jehová, que tu siervo oye” (1 S. 3:9). Quiera el Señor que cada uno de nosotros tenga más de ese espíritu.
Daniel era solamente un joven cuando fue llevado cautivo a Babilonia, pero anduvo con toda buena conciencia delante de Dios. Él sabía bien que los tiempos habían cambiado después de la época de la grandeza de Israel; sin embargo creía que la verdadera palabra de Dios no había sido alterada. Como joven él fue fiel a Dios en un país extranjero bajo muy duras circunstancias. Cuatro cosas caracterizaron a ese querido siervo de Dios desde su mocedad hasta su vejez. Ellas eran: propósito, oración, alabanza y prosperidad espiritual. De una manera muy decisiva Daniel propuso en su corazón agradar a Dios; era un hombre que se dio a la oración, no solamente en tiempos de duras pruebas, sino la hizo como su práctica diaria; y cuando recibió la muy deseada respuesta a su oración (véase Dn. 2), lo primero que hizo fue alabar al Dios del cielo; y porque Dios honra al que Le honra, Él hizo que Daniel prosperara en tierra extranjera.
El firme propósito de corazón es como el timón de un buque que lo capacita para seguir un determinado rumbo. Un buque puede ser del mejor diseño y poseer motores potentes, pero faltándole el timón para nada aprovecha—no puede dirigirse a ningún destino. Pablo gobernaba un buen timón, cuando dijo: “Una cosa hago” (Fil. 3:13). No era un hombre vacilante, “inconstante en todos sus caminos” (Stg. 1:8); era de un solo propósito, el de transitar por este mundo para alcanzar a Cristo en la gloria. No quería detenerse en el trayecto, sino proseguir hacia la gloria y la corona del vencedor.
Pero es provechoso hacer hincapié en el hecho de que la oración distinguió a Daniel, pues la resolución propia humana de agradar a Dios no es suficiente. Hay que andar siempre en dependencia del Señor, reconociendo nuestra flaqueza. El consejo de un siervo de Dios “lleno de Espíritu Santo,” dado a los creyentes jóvenes de Antioquía, fue que “permaneciesen en el propósito del corazón en el Señor” (Hch. 11:23-24). Para hacer lo mismo, hay que aprovechar la gracia y la ayuda proporcionada por Cristo, nuestro Gran Pontífice.
Quiera el Señor conceder, tanto al escritor como al lector, más de este propósito del corazón y de un “ojo . . . sincero” (Mt. 6:22)—características desplegadas en los santos de antaño—para que seamos preservados de muchos pasos en falso que deshonraran al Señor y llenaran nuestras vidas de tristeza.
Todo lo anteriormente mencionado tendrá mucho que ver con nuestro tema principal—el matrimonio.