El plan divino de la redención no fue un pensamiento tardío de parte de Dios. No fue algo que Él ideó para afrontar una emergencia cuando el pecado entró en el mundo, antes bien fue un plan bien determinado en Sus consejos eternos. El amor de Dios requería para Su plena satisfacción que se tuviese hijos y que ellos pudiesen responder al afecto divino como partícipes de Su gran plenitud. Él sabía que el pecado echaría a perder la raza adámica, pero mucho antes de que la tierra existiera, Sus designios de amor eterno prescribieron el encumbramiento de los degenerados hijos de Adán, para traerlos a Sí mismo en justicia. Podemos exultar con el Apóstol Pablo y decir:
“Según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él en amor; habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos por Jesucristo a Sí mismo, según el puro afecto de Su voluntad ... conforme a la determinación eterna, que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor” (Ef. 1:4-5; 3:11).
El poeta cristiano G. W. Frazer expresó hermosamente esta verdad en las palabras siguientes:
¡Oh! Padre, en tu eterno y profundo consejo
Nos predestinaste al celeste favor,
Pues antes de que fuese puesto el cimiento
Del mundo o creado el orbe al redor,
Tú nos escogiste ya en Cristo el Amado,
A fin de que fuésemos ante tu faz
Conformes, cual hijos, en todo a tu Hijo:
¡Pronto, ese designio Tú ejecutarás!
Contemplamos la sublimidad del amor de Dios en el don inefable de Su Hijo amado: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él” (1 Jn. 4:9). Pero hubo algo más: Dios sólo podía traernos a Sí mismo en conformidad con Su propia santidad: era imprescindible que nuestros pecados fuesen quitados. Su Hijo tuvo que sufrir el abandono de Dios en esas tres horas terribles de oscuridad, y morir; no obstante ser sin pecado, fue hecho pecado por nosotros (comp. 2 Co. 5:21). “En esto consiste el amor: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó a nosotros, y ha enviado a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 4:10).
¿De qué otra manera podríamos haber conocido el amor que Dios tiene para con nosotros? o ¿conocido cómo Él podría salvarnos y no obstante mantener todavía Su santidad absoluta? Él envío de Su Hijo nos participa de lo primero; y la muerte propiciatoria nos muestra lo último.
¡Oh insondable maravilla!
¡Oh misterio divino!
Así en sublime amor el corazón de Dios Padre ha podido manifestarse, atrayendo a los pobres pecadores a Sí mismo, justificados de todas las cosas y hechos hijos suyos. Sí, cual hijos adoptados, somos traídos cerca de Él mismo en justicia donde podemos disfrutar de la plenitud de ese amor, y en alguna medida manifestar nuestro agradecimiento: “Nosotros le amamos a Él, porque Él nos amó primero” (1 Jn. 4:19) ¡Bien exclamó el mismo Apóstol: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn. 3:1)!
Lector cristiano, meditemos sobre estas verdades preciosas. Regocijémonos en la manifestación hacia nosotros del corazón del Padre, y al pensar así en Su amor incomparable, que el Espíritu Santo encienda en nuestros corazones el afecto recíproco que le debemos.
Dios, habiéndonos introducido en este parentesco filial en el que tenemos una vida—vida eterna—y una naturaleza sin pecado capaz de gozar comunión con Él, también nos muestra los afectos paternos. Nos corrige y disciplina como Sus hijos, con el fin de que seamos partícipes de Su santidad (comp. He. 12:7-11; 1 P. 1:17). También se compadece de Sus hijos (véase Sal. 103:13) y les consuela como lo haría una madre (véase Is. 66:13).
Estas meditaciones nos conducen a considerar la consanguinidad de los padres y los hijos. En este parentesco aprendemos algo del amor de nuestro Padre Dios hacia nosotros, y de la satisfacción que sentimos del amor filial de nuestros hijos.
¡Qué momento es aquel en que los padres jóvenes ven a su propio hijo por primera vez! ¡Qué sentimientos de embeleso se encienden en sus corazones cuando toman en sus brazos a ese pequeño ser viviente—su misma carne y sangre! Oleadas de afecto paterno inundan su ser.
Bien dijo el salmista: “He aquí heredad de Jehová son los hijos: cosa de estima el fruto del vientre. Como saetas en mano del valiente, así son los hijos habidos en la juventud” (Sal. 127:3-4). “Quiero, pues, que las que son jóvenes se casen, críen hijos” (1 Ti. 5:14).
Es reprensible cuando los esposos jóvenes cristianos procuran evadir las responsabilidades de ser padres. Sería mejor permanecer sin casarse que procurar frustrar las responsabilidades paternas, un propósito principal del matrimonio, y más tarde sufrir las consecuencias. Tales prácticas son del mundo, pero el hijo de Dios debe pedir sabiduría de Dios.
Dios no ha dado hijos a unas pocas parejas, pero esto debe tomarse como una de sus prerrogativas de amor y sabiduría, y no recibirla con rebelión. También podrán brotar dificultades físicas que limitan la prole, pero esto no está dentro de nuestra incumbencia considerar.
Hemos conocido a algunos padres que han tenido duras luchas económicas mientras estaban criando una familia, pero la provisión de Dios fue suficiente para remediarlo todo; al cabo de un tiempo sus circunstancias fueron aliviadas. Con sus hijos ya mayores tuvieron gozo y consuelo; ¡cuánto les hubiera faltado a muchos padres en su vejez si no hubiera sido por las debidas atenciones bondadosas de los hijos que Dios les dio en su juventud!
Conviene dar énfasis al privilegio y la bendición de ser padres. Tienen sus problemas, dificultades y pruebas; muchas y variadas son las lecciones que nuestro Padre Dios nos enseña en la crianza de los hijos. Este es a menudo uno de los cursos más instructivos en la escuela de Dios.