Una “Rosa” Filipina

 •  10 min. read  •  grade level: 13
Listen from:
Islas Filipinas
/
¡OH! ¿Qué era ese ruido espantoso? ¡Por toda la calle se oían los pitazos y las sirenas!
Rosa sabía lo que era. ¡Era el ruido de las alarmas antiaéreas! Con su muñequita debajo del brazo corrió presurosa a la escalera del sótano donde estaba el estudio de su papá, que era el único refugio antiaéreo que tenían. No ofrecía mucha protección, pero estaba debajo del piso del porche que era de losetas de cemento. Mamá, papá, sus dos hermanos y Rosa siempre oraban, ¡y el Señor los cuidaba!
¡Rosa y su muñequita tenían un lugarcito especial sólo para ellas! Había una alfombrita a un lado del escritorio de papá, y era allí donde ella y su muñequita iban para orar, y para sentarse muy quietas hasta que oían la señal de que el peligro había pasado.
Rosa vivía lejos, al otro lado del mundo en Manila, en las Islas Filipinas. Manila era una ciudad muy hermosa antes de la guerra, con sus lindos árboles y hermosa flores tropicales. Los niños filipinos que juegan en las calles tienen cabello y ojos muy oscuros, pero se visten como los niños se visten en nuestro país si sus padres tienen con qué comprarles ropa; sino, ¡los muchachitos chiquitos usan sólo una camisa!
Pero Rosa tenía un cutis muy claro, ojos azules y cabello rubio; porque aunque Rosa había nacido en ese país, su mamá y su papá eran misioneros que venían de los Estados Unidos. Nunca hubieras adivinado que ella era norteamericana al oírla hablar, porque podía conversar en el idioma tagalog con sus amiguitas como si fuera filipina.
A Rosa también le encantaba la comida filipina, le gustaba más que la norteamericana, lo cual le caía muy bien a los filipinos. Ellos comen mucho arroz y pescado, pero también tienen otros platillos interesantes y deliciosos. A todos los niños les gusta la fruta del lugar antes de que madure. Es difícil entender cómo les pueden gustar los mangos verdes que son muy duros y agrios, pero se los comen con sal, y los disfrutan. A Rosa también le gustaban así, ¡y trataba de convencer a su mamá de que eran ricos!
Rosa iba a una escuela para chicos norteamericanos cuyas clases empezaban a las siete y media de la mañana, y terminaban a las doce y media del medio día. La mayoría de sus amigas iban a la escuela filipina. Algunas de ellas la acompañaban a la escuela dominical de su papá, y a todos Rosa les hablaba del Señor Jesús, porque le había entregado a él su corazón.
Cuando Rosa tenía apenas diez años, ¡bombarderos japoneses comenzaron a volar sobre su casa! La guerra había llegado a las Islas Filipinas. Al poco tiempo, los japoneses ocuparon su ciudad, y Rosa y su familia no se animaban a salir a la calle durante el día. Los japoneses siempre andaban buscando a norteamericanos e ingleses, y cuando los encontraban los llevaban en camiones a campos de concentración. Finalmente, se llevaron a casi todos los norteamericanos, ¡pero nunca fueron a la casa de Rosa!
Cierto día llegaron otros misioneros que iban rumbo a India y que tuvieron que dejar su barco. Entonces, vinieron a vivir a la casa de Rosa. Tenían una hijita un poco más chica que Rosa, llamada Joy. A pesar del temor de ser bombardeados y de la guerra, pasaban ratos felices hasta que un día los japoneses ordenaron ¡que todos los extranjeros se reportaran al campo de concentración!
Los amiguitos filipinos de Rosa se pusieron muy tristes, y lloraban cuando se despedían, pero la mamá de Rosa dijo:
—No lloren por nosotros, ¡oren! ¡Dios nos cuidará!
Cuando llegaron al campo de concentración, les dijeron que todos los misioneros serían trasladados. ¿Adónde creen que los mandaron! ¡A sus casas!
¡Imagínense la sorpresa de sus amigos cuando los vieron venir! Ahora, ¡lloraban de alegría!
Los creyentes de su iglesia dijeron:
—¡Es como cuando Pedro estuvo en prisión! Los creyentes oraron, y Dios lo liberó. ¡Ustedes fueron al campo de concentración, y nosotros oramos, y Dios los liberó!
La mamá de Joy había sido maestra, así que comenzó una escuela para Joy y Rosa y cuatro hermanitas filipinas que vivían al otro lado de la calle. Otra misionera empezó un club bíblico para ellas, y después de un tiempo ¡las cuatro niñitas filipinas y su mamá fueron salvas!
Pero después de un tiempo, los japoneses volvieron a decirles que tenían que irse al campo de concentración. ¡Tenían que estar listos a la mañana siguiente cuando los camiones se los llevarían! Al día siguiente, todos los misioneros y sus familias que vivían en Manila fueron llevados en camión a Los Baños.
Aquí vivirían en largas barracas. Las barracas para familias estaban divididas en pequeños cuartos, con dos personas en cada uno. Había cuarenta y ocho cuartos en cada barraca. Rosa compartía un cuarto al lado del de sus papás con otra niñita cuyos padres también eran misioneros.
Los japoneses dieron permiso para que tuvieran una escuela, así que Rosa, sus hermanos y todos los demás niños tenían clases todas las mañanas. Iban a los cuartos de distintas personas para cada materia. En el cuarto de Rosa, tenían la clase de geografía. Una maestra les daba lecciones sobre las estrellas y las constelaciones que podían ver de noche. Las noches eran muy oscuras, ¡y las estrellas brillaban con esplendor! Una artista tenía una clase en las tardes, y a Rosa la encantaba dibujar. ¡Solía treparse en un árbol alto, y sentada allí dibujaba todo lo que podía ver!
Después de que los norteamericanos comenzaron a bombardear, los japoneses no permitieron que nadie se trepara a los árboles, ¡para la desilusión de Rosa! Los japoneses dieron estas órdenes porque nos les gustaba cómo algunos de los muchachos subían a los árboles cuando los bombarderos americanos volaban por encima, y ¡gritaban el número de aviones que podían ver!
 ¡Tengo tanta hambre! ¿Cómo sería volver a comer todo lo que queremos?— preguntaba a veces Rosa.
La vida en el campo de concentración no era tan mala excepto que no tenían bastante para comer, y todos perdieron mucho peso, y se cansaban fácilmente, y muchos se enfermaron.
Con el correr del tiempo, la comida comenzó a escasear aún más, y más personas se enfermaron. Oraban pidiendo que fueran liberados. Cierta mañana, Rosa se acercó a su mamá con su Biblia en la mano:
—Mamá, este es el versículo que el Señor me dio esta mañana cuando leía la Biblia.
Rosa sólo tenía diez años, pero leía un capítulo en su Biblia todas las mañanas, aun en el campo de concentración. El versículo que le leyó a su mamá dice así:
“No os ha sobrevenido ninguna tentación que no sea humana; pero fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir, sino que dará también juntamente con la tentación la salida, para que podáis soportar” (1 Cor. 10:13).
—Creo que pronto vendrán los norteamericanos, porque Dios dijo que dará la salida.
En las dos o tres semanas siguientes, recitó muchas veces la promesa que el Señor le había dado, ¡porque estaba segura de que Dios les daría la manera de salir de allí!
Las raciones de comida eran cada vez más escasas, hasta que un día los japoneses les dijeron que ¡ya no tendrían nada para comer! Parecía seguro que morirían de hambre, porque no había modo de salir del campo de concentración para obtener comida, y, dentro del campo de concentración ¡no había comida! Entonces, todos los misioneros se reunieron para orar.
Justo cuando terminaban de orar, oyeron bombarderos norteamericanos que volaban sobre el campo de concentración. Se fueron de picada tan cerca del campamento que Rosa y los demás pudieron ver las bombas que caían del bombardero. Esa noche, Rosa le dijo a su mamá:
—Creo que Dios pronto enviará la salida. Me parece que los norteamericanos llegarán esta noche o mañana a la mañana, así que me voy temprano a la cama para estar lista cuando llegan.
A la mañana siguiente, la mamá de Rosa prendió el fuego en su cocinita y puso a cocinar el último puñadito de arroz para el desayuno. Justo en ese instante sonó el gong llamando a pasar lista, y en el mismo momento oyeron el pesado zumbido de aviones.
—¡Aviones de transporte!—gritaron unos muchachos—. ¡Aviones de transporte norteamericanos!
Todos se apresuraron a salir para ver ... ¡y qué maravilla vieron! Enormes aviones de transportes trazaban círculos sobre el campo de concentración, y luego, del cielo aparecieron paracaidistas, ¡unos ciento cincuenta! ¡Qué gran exclamación de agradecimiento elevaron a Dios los internos mientras observaban la salida que bajaba del cielo!
Paracaidistas—toda una fila de ellos, ¡cayendo en una hermosa formación de estos aviones de transporte! Rosa sabía que jamás en la vida olvidaría ese espectáculo maravilloso. Un avión volvió a volar en círculo sobre el campo de concentración y los otros podían leer en el costado la palabra “Rescate” pintada en grandes letras amarillas.
¡Ah, qué emoción y entusiasmo había en ese campo de concentración a las siete y media de la mañana! Nadie sabía justamente lo que estaba pasando, pero recibieron la orden de que todos se fueran adentro porque pronto comenzaría la batalla. Le pidieron al papá y al hermano mayor de Rosa que recorrieran el campo advirtiendo a los demás que se quedaran adentro. Y su otro hermano se apresuró adentro diciendo:
—Mamá, ¿dónde está el resto del arroz que estabas guardando para el mediodía? ¡Cocinémoslo! ¡Ha llegado nuestro rescate!
Así que mientras las balas zumbaban alrededor, ¡hirvieron el arroz hasta que se coció! Rosa y su mamá, corrieron a la parte de adelante de la barraca para ver si podían divisar a los soldados norteamericanos, y, ¡oh, qué bueno fue verlos!
Les ordenaron que se quedaran adentro y que se acostaran ¡pero estaban demasiado emocionados para hacerlo!
—Aquí tengo un poco de azúcar que estuve guardando para mi hijito—dijo alguien cuando estaba listo el desayuno—, ¿quién lo quiere?
El hermano de Rosa se apresuró a tomar el azúcar, y todos le pusieron una cucharada a su arroz. ¡Era la primera vez en cinco meses que saboreaban el azúcar!
Al poco rato aparecieron grandes tanques, y se escuchó la orden:
—¡Estén listos para partir en cinco minutos!
Juntaron apresuradamente las cosas y subieron apilados en los tanques que los esperaban. Pero no había lugar para todos, así que la familia de Rosa tuvo que caminar tres millas hasta el lago. Aunque físicamente estaban débiles pudieron llegar, y allí los encontró un hombre con una lata de azúcar que estaba dando a cada uno una cucharada en la mano ... ¡qué bien sabía!
Pronto los tanques estuvieron listos para cruzarlos al otro lado del lago, luego unos camiones los llevaron a la cárcel, ¡sí, la cárcel! Pero era porque éste era el único lugar donde el ejército los podía colocar, y a ellos no les importaba, ¡porque flameaban banderas norteamericanas, y había alimento y libertad! El ejército y la Cruz Roja fueron maravillosos con ellos, pero Rosa y su familia sabían que, en realidad, era la mano de Dios lo que estaba detrás de todo y los había puesto en libertad, porque, ¡tal cómo lo había prometido, les había dado la salida!
Después de seis semanas de cuidado y buena comida se encontraron en un barco grande, ¡rumbo a su patria!
Las experiencias de Rosa durante la guerra se parecen mucho a las de cada pecador, sí, ¡las de cada uno de ustedes, niños y niñas! Así como Rosa fue prisionera de guerra, ¡son ustedes esclavos del pecado y de Satanás mientras no sean salvos! Los norteamericanos llegaron y rescataron a Rosa. ¡El Señor Jesús murió en la cruz para poder rescatarlos a ustedes del poder de Satanás!
El Ejército Norteamericano y la Cruz Roja le dieron comida y ropa a Rosa, y la llevaron a su patria. El Señor Jesús quiere salvarlos a ustedes por su maravillosa justicia, y les da Su Palabra como alimento espiritual. Un día volverá para llevar a todos los que en Él confiaron para estar con Él. ¿Estarán ustedes listos para ese día?