Versículos 13

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Lo primero que tenemos aquí, en virtud de la vida que Dios nos ha dado, es la plenitud de los privilegios de los santos en Cristo. Tienen comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. Pero en siguiente lugar él expone un segundo punto, y es éste: Si dices que tienes esta clase de comunión, y andas en tinieblas, es todo falso, porque las tinieblas no pueden tener comunión con la luz. Si tienes perfecta gracia introduciendo vida divina, la vida que fue manifes­tada en la Persona de Cristo y luego comunicada a nosotros, él dice a continuación: Es luz. Dios no cambia la santidad de Su naturaleza; y por ello, si estamos andando en tinieblas, la pretensión de tener comunión con ella es una completa falsedad.
En relación con esto, presenta el remedio con respecto a nuestro estado; esto es, que Cristo nos purifica y nos hace aptos para la luz. Y lo segundo que aparece en el siguiente capítulo es que cuando, en nuestra debilidad, hemos caído en pecado, «abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.» La gracia ha proveído para el mal, aunque no puede haber comunión con Dios en este mal.
Primero, tenemos la plenitud de la bendición, vida eterna en Cristo; luego su naturaleza y carácter—la luz y pureza de Dios; y luego el medio por el que es posible que pecadores así puedan poseer toda esta bendición—primero por la purificación, y luego por la abogacía de Cristo.
«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida.» Cristo es contemplado en este mundo como el principio de todo. No es que los santos antes no hubieran recibido vida de parte de Él arriba, sino que la cosa misma nunca había sido manifestada.
«Lo que era desde el principio, lo que hemos oído», etc. Era en un hombre corporalmente. Viene ahora por el poder de la palabra, pero ellos habían visto esta vida eterna en la Persona de un Hombre andando por este mundo. Así como podemos ver la vida natural en Adán, así vemos la vida divina en Cristo. Si contem­plamos la vida en nosotros, está unida con fracaso; pero puedo ver y conocer lo que es la perfección de la vida contemplándola en Cristo. «Porque la vida fue manifestada, y la hemos visto, y testificamos, y os anunciamos la vida eterna, la cual estaba con el Padre, y se nos manifestó.» Allí la vemos y la conocemos; y nuestra espiritualidad depende del grado en el que estemos conscientes de ella. Ellos la habían visto como venida en la carne, y nos es declarada, para que tengamos comunión con ellos, y la comunión de ellos es con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. No se trata meramente de una persona justificada delante de Dios por la obra de Cristo, sino que es comunión con Dios en virtud de una vida que era en Él delante de Dios—una vida perfectamente conformada con todo lo que Dios es.
Observando la nueva naturaleza que nos es dada en su santidad y en su amor, es lo mismo que aquello que es en Dios. Él me da esta vida para que pueda haber poder. No puede revelarme cosas, pero me puede dar comunión con Dios. No se trata meramente de que esté justificado delante de Él, sino de que tengo los mismos pensamientos y sentimientos que Él; Él los tiene en Sí mismo, y siendo que nosotros los tenemos procedentes de Él, son los mismos. Hay comunión. Hay pensamientos, goces y sentimientos comunes con el padre y el Hijo, y estos los conocemos y los tenemos. Él nos ha dado el Espíritu para que haya poder, si el Espíritu Santo obra en nosotros. Todo lo que fuera perfecto en los sentimientos de un hombre, según la naturaleza divina, lo ha sentido Cristo. Si mi alma se deleita en Cristo, y ve la bienaventuranza de lo que es en Él, ¿no sé que mi Padre se deleita también en Él? Él se deleita en santidad y amor, y también nosotros. Esto es comunión. Uno tiene entonces comunión con el Padre y el Hijo. Esta es la bienaventuranza que he alcanzado. No es meramente el hecho de que soy aceptado, cuando antes era pecador, sino que, siendo que Cristo ha llegado a ser mi vida, alcanzo la bienaventuranza de la comunión con el padre y con el Hijo. El Padre amó al Hijo—el Hijo amó al Padre—y yo recibo sus divinos afectos y tengo comunión con ellos. Ahí es donde Él nos trae; es una bienaventuranza perfecta.
Versículo 4
Y esto no es meramente cierto en el cielo. Él sirvió a Su Padre sobre la tierra, cediendo Su voluntad en todo. La vida nos fue manifestada aquí, no en el cielo.
Naturalmente, su plena bienaventuranza será conocida en el cielo, y por ello dice: «Estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido.» Ésta es la bendición en la que Él nos sitúa.
Versículos 5-6
Ahora él introduce la prueba, para que no pueda haber auto-engaño. «Éste es el mensaje que hemos oído de él, y os anunciamos: Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él» Si Él manifestó esta vida eterna, manifestó también a Dios. «Entre tanto que estoy en el mundo, luz soy del mundo.» Con el pensamiento de esta vida, Él introduce aquello que también pone todo en nosotros a prueba; éste es el otro lado de ello. Transcurre por toda la Epístola. «En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1:4). Aquí se dice: «Dios es luz, y no hay ningunas tinieblas en él.» La luz es la cosa más pura, y manifiesta todo lo demás. Esto es lo que Cristo era—perfecta pureza, y como tal, Él lo manifiesta todo. «Si decimos que tenemos comunión con él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no practicamos la verdad.» Es imposible por la misma naturaleza de las cosas. Si no existe la pureza de esta divina naturaleza que es luz en nosotros, no hay comunión con Dios. Si decimos que la hay, mentimos, y no practicamos la verdad. No hay límite más que el mismo Dios. Lo que se revela es Dios. No podéis darle luz al hombre, ni hallar la luz por vosotros mismos. Era en Sí mismo. Ahora Dios ha sido manifestado en carne, y por ello tenéis que andar «en la luz, como él está en luz». Y si lo hacemos, «tenemos comunión unos con otros, y la sangre de JesuCristo su Hijo nos limpia de todo pecado».
Versículo 7
Tenemos en el versículo 7 las tres partes de nuestra condición cristiana, considerada como hombres andando aquí abajo. Primero, andamos en la luz como Dios está en la luz, juzgándolo todo en base de Aquel con quien tenemos comunión. A continuación, y cosa de la que el mundo nada sabe, «tenemos comunión unos con otros». Esto es, tengo la misma naturaleza divina junto a cada cristiano—el mismo Espíritu Santo mora en mí; de manera que ha de haber comunión. Me encuentro con un perfecto extraño que está viajando, y puede haber más comunión con él que con alguien a quien he conocido toda mi vida, simplemente porque la vida divina está ahí. Es una cosa natural para la nueva criatura: hay comunión. Pero, además de todo esto, soy purificado. «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.» Estamos en la luz así como Dios está en la luz. Tenemos comunión unos con otros; y somos purificados por la sangre de Jesucristo.
Versículos 8-9
Entonces él entra un poco más en la condición práctica de nuestra propia conciencia. «Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros.» Ahí es donde se expone la verdad en lo íntimo. La nueva naturaleza en nosotros juzga todo el pecado que está en nosotros. No niega que hemos aprendido la verdad; pero si Cristo es la verdad en mí, tiene que juzgar todo lo que es del hombre viejo como pecado. Si una persona sólo ha aprendido la verdad de manera externa, puede pasar por alto todo el resto. Pero si la verdad está en nosotros, todo queda expuesto. Si yo digo, no tengo pecado, considerado como en la carne, me engaño a mí mismo, y la verdad no está en mí. Pero no se trata meramente de decir que hay pecado en mí. Es cuando en realidad el corazón y la conciencia son alcanzados, de manera que reconozco que he seguido personalmente la carne. No se trata entonces de una doctrina. «Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad.» Su conducta para con nosotros está llena de gracia y es perdonadora, y nos purifica completamente.
Versículo 10
«Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a él mentiroso, y su palabra no está en nosotros.» Si pretendemos no haber pecado, le hacemos mentiroso; no se trata meramente de que la verdad no esté en nosotros, sino que estoy haciendo al mismo Dios mentiroso en Su palabra. Decir que no tengo pecado es engañarme a mí mismo; pero decir que no he pecado es negar la verdad de Dios incluso externamente, por cuanto Él dice que todos han pecado. Estoy negando realmente toda la verdad de Dios.
Pero estas son las dos cosas que son demandadas; primero, conocer que la verdad está en nosotros; y luego confesar nuestros pecados. Puede que un hombre sea terriblemente soberbio, y que no le guste confesarlo; pero cuando una persona ha logrado, por gracia divina, la victoria, se aborrece a sí mismo en lugar de excusar su pecado, lo confiesa, se reconcilia con Dios, y Dios dice: te perdonaré; todo está resuelto. Estamos en pie delante de Dios con el sentimiento de Su favor. Pero, además de esto, estamos en pie delante de Dios con la consciencia de estar perfectamente absueltos delante de Él. Si entro en la luz con cualquier suciedad sobre mí, la veo allí; si estoy a oscuras, no veo diferencia alguna. Si estamos en la luz delante de Dios, se ve todo. Pero si estoy limpio y en la luz, sólo veo tanto más que no hay ninguna mancha sobre mí. Los dos versículos abiertos del capítulo 2 son los medios de mantenernos en la luz.
El capítulo 1 expone estas dos cosas: primero, la plenitud de la bendición en comunión con el Padre y el Hijo; segundo, la naturaleza de la comunión, y luego cómo un pecador puede tenerla—el estado individual del alma como juzgando y confesando los pecados, y la verdad en lo íntimo. No puedo decir que no tengo pecado, y sin embargo afirmo que soy limpio delante de Dios. Ahí es donde muchos yerran. Necesitan una naturaleza divina que, en lugar de pretender hacer buenas obras, lo juzgue todo según la luz. Siempre que haya pecado sobre la conciencia no puede haber comunión, aunque haya un bendito medio de gracia que purifica. «La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado.» En el capítulo 2:1,2 tenemos el remedio para la contaminación diaria. Ahí está Cristo, no para mantener la justicia, sino para restaurar la comunión.