«Vive Cristo En Mí»

 •  10 min. read  •  grade level: 14
Listen from:
Hemos visto que la verdadera posición cristiana es la de estar muerto, sepultado y resucitado con Cristo. Por lo que atañe al pecado, Dios lo ha condenado en la cruz. En la muerte de Cristo, Dios vio la crucifixión de mi viejo hombre, y la cruz fue el fin de todo aquello que yo era como criatura pecaminosa de la raza de Adán. Ahora tengo derecho a asumir esta posición en la práctica, y a considerarme como «muerto al pecado, pero vivo para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Romanos 6:11). Con esta bendita verdad en mente, podemos pasar a ver la verdadera respuesta, la respuesta escrituraria, a la autoestima.
El título de esta sección procede de un versículo en Gálatas: «Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gálatas 2:20).
La sabiduría de este mundo, como ya hemos visto, nos dice que debemos desarrollar nuestras buenas cualidades, y hacernos conscientes de nuestro potencial. Debemos darnos cuenta de que somos personas valiosas, y de que tenemos una contribución que hacer. Se nos dice que debemos tener fe en nosotros. Ya hemos comentado que hay un cierto mérito en llevarnos a reconocer aquellas capacidades que hemos recibido de Dios, pero si no se expone y trata de manera explícita el factor del pecado, esta enseñanza nunca resolverá el problema de la autoestima.
La ocupación con nuestro propio yo siempre acabará o bien en orgullo o en abatimiento. Todo ha quedado manchado por el pecado, y o bien nos hincharemos por lo que somos, o nos deprimiremos por lo que no somos. Es indudable que en algunos casos esa enseñanza desarrollará en alguna persona una cualidad o capacidad, de modo que la gente dirá que funciona. Sin embargo, este enfoque nunca puede llevarnos más allá del ámbito de nosotros mismos. La base para la autoestima es sumamente frágil y puede perderse con suma facilidad. El que se ocupa de sí mismo nunca es verdaderamente feliz.
Lo que necesitamos es dejar que Gálatas 2:20 se apodere de nuestras almas. Necesitamos ser conscientes de qué significa ser «crucificados con Cristo». El «yo» aquí es lo que yo era antes de ser salvo, el «yo» que yo era como hijo de Adán, y como miembro de una raza pecaminosa y caída. Al poseer una nueva vida en Cristo, tengo derecho a decir que el viejo «yo» ya no es más lo que yo realmente soy. Ante Dios, estoy «en Cristo», y debo dejar que la nueva vida que Cristo me ha dado sea el «yo» desde ahora en adelante. Por cuanto ésta es realmente la vida en Cristo, puedo decir con verdad que «vive Cristo en mí».
Dios puso a prueba al hombre a lo largo del Antiguo Testamento, y toda esta prueba demostró sólo la total ruina del hombre en su condición caída. Ahora Dios ha acabado con el «primer hombre», y comienza de nuevo con Su Hombre, el Señor Jesucristo. La maravillosa verdad es que cuando el primer hombre (Adán, y en último término nosotros) falló en todo lo que Dios le había encomendado, Dios presentó a Su Hombre, el Señor Jesucristo. Cristo fue fiel en cada una de las áreas en las que había fracasado el primer hombre, y todos los propósitos de Dios serán cumplidos en un hombre, Su propio Hijo amado. Este es el significado del Salmo 8:4-5, que dice: «¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites? Le has hecho poco menor que los ángeles, y lo coronaste de gloria y de honra.» ¡Con una maravillosa gracia, Dios ha querido asociarnos a ti y a mi con Él, y nos ha dado nueva vida en Él! En lugar de esperar algo de parte del hombre, Dios está poniendo algo en él. ¡La respuesta de Dios no es la autoestima, sino la «Cristo-estima»!
Leí una historia hace algo de tiempo, que creo que ilustra muy bien este extremo. Había una mujer joven que había tenido una infancia y juventud muy dura. Algunos de vosotros tendréis una experiencia de esto. Sus padres y otros le habían dicho continuamente que no podía hacer nada a derechas; como resultado, tuvo problemas graves cuando llegó a las primeras etapas de la vida adulta. Para un observador casual, todo parecía venirle de cara. Era atractiva, tenía buenas capacidades naturales y era una verdadera cristiana, pero sencillamente parecía no poderse quitar de la cabeza la idea de que no valía para nada. Acudió a psiquiatras y a toda especie de grupos de autoayuda, pero parecía que nada le servía. Finalmente acudió a un cristiano que estaba dispuesto a escuchar su historia y a tratar de ayudarla. Le contó su situación, cómo parecía que nunca podía hacer nada bien, y acabó diciendo: «Sencillamente, tengo constantemente la sensación de que no valgo nada.»
Después de escucharla atento durante largo rato, la miró y le dijo con voz suave y gentil: «Quizá es que no vale nada.» Él se estaba refiriendo, naturalmente, a su naturaleza pecaminosa, no a las capacidades de que Dios la había dotado. Podréis imaginaros su reacción. Lo miró de hito en hito con los ojos llameantes, y le dijo: «¡Nadie me ha hablado nunca antes de esta manera! Mi psiquiatra me dice siempre que soy una persona valiosa, que debo creer en mí misma, que . . . » Entonces él la interrumpió con esta pregunta: «¿Y ha funcionado?» «¡No!,» le repuso ella, «¡pero no estoy dispuesta desistir de mí misma, todavía!»
Debemos estar dispuestos a desistir de nosotros mismos en cuanto a nuestra naturaleza pecaminosa, si ha de vivir Cristo en nosotros. Para ser salvos, tuvimos que llegar a desistir de nosotros mismos, y tenemos que hacernos conscientes de la ruina total del «viejo hombre» si vamos a caminar como cristianos en el camino derecho. En tanto que nos centremos en nosotros mismos, las cosas nunca estarán bien. Dios quiere que nuestra nueva vida en Cristo tenga una expresión práctica en nosotros.
Quizá digamos: «¡Oh, lo he intentado, pero no me ha valido. Sencillamente, parece que no me es posible!» Entonces somos como el hombre de Romanos 7, que estaba intentando hacerlo con sus propias fuerzas. Siempre habrá una lucha, y siempre perderemos hasta que nos apropiemos de lo que Cristo ha hecho por nosotros en la cruz. Así como tuvimos fe de que la sangre de Cristo fue suficiente para quitar nuestros pecados, así debemos tener fe de que nuestro «viejo hombre» fue crucificado con Cristo. En ambos casos, la fe cuenta con la estimación por parte de Dios de la obra acabada de Cristo. La fe cree aquello que, a la vista de Dios, es un hecho ya consumado: que en la muerte de Cristo yo morí al pecado. Entonces tengo poder para actuar sobre la base de Romanos 6:9, y me considero como muerto en la práctica. Entonces adopto la perspectiva que Dios tiene de mí mismo, que el «yo» real es ahora el nuevo hombre, la nueva vida que poseo en Cristo.
Si tengo una nueva vida en Cristo, ¿es posible que yo pueda fracasar en algo que Dios dé al nuevo «yo» para llevarlo a cabo? No, porque todos los recursos de Dios están a disposición de quien esté andando por el camino de la obediencia, y dejando que la nueva vida de Cristo se exprese. Esto parece algo elemental, y sin embargo es algo asombroso. La nueva vida, que siempre actúa para agradar a Dios, no puede fallar en nada de lo que haga.
Pero el reto de dejar que la nueva vida se exprese en nuestras vidas es probablemente la mayor dificultad con que se encuentra cada cristiano. Lo mismo que la joven a la que he hecho referencia, no estamos dispuestos a desistir de nosotros mismos y a reconocer que nuestra naturaleza pecaminosa no puede hacer nada para agradar a Dios. Queremos ser más como Cristo. Hablamos acerca de ello, quizá cantamos acerca de ello, pero la realidad subyacente es que nos gustamos demasiado tal como somos. No es amor propio lo que necesitamos, porque esto sólo me llevará a ocuparme con lo que soy por naturaleza. El antídoto es estar ocupados con Cristo y gozar de Su amor en nuestros corazones. Entonces mi ocupación será con lo que Él es y no con lo que yo soy.
En la vida de Gedeón vemos un ejemplo de aprender a apartar la mirada de uno mismo para fijarla en el Señor. El Señor había liberado a los hijos de Israel en manos de los madianitas debido a sus pecados. Cuando el ángel del Señor acudió a Gedeón y le dijo que el Señor iba a usarlo para liberar a Israel, su respuesta fue: «Ah, Señor mío, ¿con qué salvaré yo a Israel? He aquí que mi familia es pobre en Manasés, y yo el menor en la casa de mi padre» (Jue. 6:15). Pero estaba dispuesto a ser obediente, y el Señor le condujo gentilmente. Cuando todavía no podía ser persuadido de ir adelante, el Señor le respondió bondadosamente cuando puso el vellón de prueba en dos ocasiones separadas. Luego, para mostrar que la misión debía llevarse a cabo en Su poder, el Señor redujo su ejército a sólo trescientos hombres. Finalmente, mandó a Gedeón que descendiera al campamento de los madianitas, y allí al acecho oyó una conversación dentro de una de las tiendas que le convenció de que el Señor iba a darle la victoria. Gedeón obtuvo la victoria, pero de una manera que el Señor recibió toda la gloria. Gedeón no tenía nada de qué jactarse, porque era evidentemente la mano del Señor. Con esto ilustró la Escritura: «Cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Corintios 12:10).
Después de la victoria, cuando los hombres de Efraín mostraron su enfado con él porque pensaban que no les había dado el puesto de honor, la actitud recta de Gedeón se manifestó en su respuesta a ellos. En lugar de exhibir orgullo, la gracia les dio crédito por lo que habían hecho, mientras que Gedeón adoptaba el puesto inferior. Los malos sentimientos quedaron anulados porque Gedeón no quería fama para sí, y estaba dispuesto a dársela a otros. Más tarde, cuando los hombres de Israel quisieron que Gedeón fuera rey sobre ellos, rehusó, diciendo que era el Señor quien debía reinar sobre ellos.
Contrastemos esto con Jefté unos años después, que evidentemente tenía un verdadero problema con su orgullo. Rehusó acaudillar al pueblo en batalla contra los hijos de Amón, a no ser que prometieran hacerle su jefe si los libraba. Luego, cuando los mismos hombres de Efraín volvieron a molestarse, Jefté les respondió con dureza, y siguió una guerra civil en la que murieron cuarenta y dos mil. El mundo diría que tanto Jefté como los hombres de Efraín tenían una deficiente autoestima, pero la palabra correcta a usar aquí es orgullo.
«Oh,» dirás quizá, «pero es que si no tengo un cierto orgullo en mí mismo, no me preocuparía por mi apariencia, por cumplir bien en mi trabajo, por cuidar de mi casa, etc.» Mi difunto suegro me contó una vez que de joven le había hecho a su padre esta misma pregunta. La respuesta de su padre fue: «Hijo, si cada vez que sales de la puerta y vas a la calle, cada vez que vas a trabajar, cada vez que te relacionas con otros en cualquier manera, te acuerdas de que eres un hijo de Dios, y que todo lo que haces y dices afecta a Aquel a quien perteneces, esto se cuidará de todas las cosas como tu apariencia, trabajo, etc., pero sin dejarte lugar alguno para el orgullo. Si recuerdas que has sido enviado al mundo para agradar al Señor, harás todas estas cosas bien, pero con un Objeto fuera de ti mismo.»