Capítulo 9

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En el capítulo precedente, el apóstol ha tocado un punto muy importante que, por lo que respectaba a los hebreos (y desde luego a cada uno de nosotros) era de lo más absorbente: me refiero a los dos pactos. El primer pacto establecido en el Sinaí tenía un carácter muy distintivo, en el sentido de que demandaba la justicia del hombre, y que por ello engendraba «para esclavitud».
Lo que distinguía a la ley como pacto era que en lugar de promesa era bendición ofrecida sobre la base de la obediencia. El carácter distintivo de los diez mandamientos era que exigían obediencia. Esto debe ser; esto no debe ser: aquí no aparece la cuestión de una nueva naturaleza. Ahora se nos dice que «sin santidad nadie verá al Señor.» La cuestión no es cómo uno alcanza la santidad: la naturaleza santa deseará obedecer, pero esto es algo distinto de la justicia de la obediencia. La naturaleza de Dios es santa. No hablo de la obediencia de Dios: la santidad es Su naturaleza, y nosotros necesitamos tener la nueva naturaleza para ser santos. La ley exhibía que Dios es santo, pero la condición de la ley era: «Si obedecéis mi voz». Las promesas de Dios están conectadas, bajo la ley, con la obediencia del hombre. Este pacto queda ahora totalmente abrogado. Somos llamados a obediencia, y somos santificados a obediencia, pero esto es diferente de estar bajo condiciones. El nuevo pacto ha hecho obsoleto al primero. Dios introduce uno nuevo, no como el pacto que hizo con ellos cuando los sacó de Egipto.
En el capítulo 9 se puede decir que el apóstol está apremiando cuáles serán las condiciones del nuevo pacto. Si el antiguo hubiera sido perfecto, Dios no habría introducido otro nuevo. Dios no deja que el hombre tenga bendición sobre aquella base, y eso ¿por qué? La razón es que Él ha puesto al hombre a prueba, y lo ha encontrado incapaz de producir nada bueno. Si tiene que ser sobre la base de mi justicia, no puedo recibir en absoluto la justicia. El hombre tiene que convencerse de que no hay bien alguno en él mismo. El hombre nunca podría ponerse a sí mismo sobre aquel terreno sin mantener la soberbia del corazón humano que pretende ser capaz de conseguirlo. El principio de demandar algo del hombre es totalmente echado a un lado, y los que conocen el principio de Dios saben que es sólo en la soberbia del corazón natural que el hombre podría tomar bendición de esta manera.
A no ser que la gracia, y sólo la gracia, establezca una nueva base, no hay esperanza en absoluto. Dios ha introducido algo nuevo. Él ha marcado en la provisión de toros y machos cabríos otra forma de alcanzar bendición. Tiene que ser mi allegamiento a Dios mediante la purificación del pecado, en lugar de sobre la base de ser limpio. Era imposible que tales cosas quitaran los pecados. No había alivio de la conciencia mediante estas observancias cere­moniales, que eran sólo sombras, y no la misma imagen de las cosas venideras. Además del día de la expiación, se precisaba de unos sacrificios continuos para mantenerlos limpios; pero no había acerca­miento a Dios (excepto en el sentido en el que Él dice: «Os tomé sobre alas de águilas, y os he traído a mí» [Éx 19:4]). Cristo murió, el Justo por los injustos, para «llevarnos a Dios». En el servicio del taber­náculo no había ningún acercamiento ni por parte del pueblo, ni de los sacerdotes. Nadab y Abiú tomaron fuego extraño y lo ofrecieron, no habiendo sido tomado del holocausto. Entonces dijo Dios: «Que no en todo tiempo entre en el santuario detrás del velo», etc., sino que habría el gran día de la expiación, y el sumo sacerdote mismo sólo podría entrar aquel día con las nubes de incienso.
No hubo en aquel entonces revelación alguna de Dios: hubo revelación procedente de Dios, pero no del mismo Dios. Él dijo que «habitaría en la oscuridad» (2 Cr 6:1). Moisés podía comparecer en presencia de Dios sin velo. Cuando salía, se ponía un velo sobre su rostro; pero cuando entraba, se quitaba el velo. Moisés, como mediador—tipo de Cristo—representaba a la nación delante de Dios, pero entonces la figura descendió; y encontramos que Aarón podía entrar sólo una vez al año. Su obra era efectuada detrás del velo. Dios podría darles revelaciones de Él a ellos, pero nunca estaban sus conciencias en presencia de Dios. Había entre Dios y el hombre, y también entre Dios y los sacerdotes, un velo no rasgado.
Esto es muy importante observarlo, debido al principio expuesto en el contraste de nuestra parte y la de los judíos. Estamos en presencia de Dios, y siempre estamos ahí (éste es el terreno cristiano); ellos nunca estuvieron ahí. También nosotros necesitamos de purificación diaria; pero, con todo, estamos siempre en la presencia de Dios. Esto es algo de lo que el pueblo de Dios está hoy día muy poco consciente. «Si andamos en luz, como él está en luz», etc. La obra está consumada una vez por todas, y somos hechos cercanos por virtud de aquella obra; y si no estamos allí por medio de esta obra, jamás podremos llegar ahí. Estoy refiriéndome a Dios buscando la expiación, y a nuestra posición en la presencia de Dios, no a los hijos con el Padre. Nuestros sentimientos pueden variar de día en día, pero nuestra posición delante de Dios nunca cambia en Cristo. Y si rechazamos este único sacrificio por el pecado, no hay ningún otro.
Versículo 3, etc. Nadie podía entrar dentro del segundo velo, siendo la razón de ello que daba «el Espíritu Santo a entender con esto que aún no se había manifestado el camino al Lugar Santísimo.» El objeto de aquel velo era mostrar que el pueblo no podía acercarse a Dios. Él podía darles leyes, castigarlos si las quebrantaban, capacitarlos para mirarle a Él; pero no podían acercarse. Si se trata de estar en Su presencia, yo debo acudir a donde Él está. En Su presencia, el pecado no es medido por la transgresión, sino por lo que Dios es—«en la luz, como él está en la luz». «Vosotros erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor.» El pueblo de Dios es ahora introducido en Su presencia en la luz, y siempre allí; es donde Dios los ha puesto por la fe—no se trata aquí de sus sentimientos. Mientras el primer tabernáculo siguiera en pie, esto no se podía manifestar: Dios se estaba ocultando. En el momento en que el velo se rasgó, Él hubo de dejar entrar a los gentiles así como a los judíos; pero la misma naturaleza de los sacrificios excluía el pensamiento de una redención eterna. La repetición de los mismos mostraba que había pecado ahí, o no habrían sido repetidos. El hecho de que se haya ofrecido él un sacrificio por los pecados muestra que los pecados han sido enteramente quitados. La naturaleza de estos sacrificios nunca fue para revelar a Dios, y nunca para dar una perfecta conciencia.
Hay otro aspecto práctico que se debe observar aquí. No dice meramente que haya sido quitado el pecado, sino que la conciencia es perfecta; no hay más conciencia de pecados (no de pecar); esto es lo mismo que una conciencia perfecta. Todos tenemos una conciencia de que pecamos; pero si tengo una conciencia de pecado, no puedo acudir a Dios, sino que me comporto como Adán, huyendo de Él. Lo que aquí tenemos no es sólo que el pecado sea quitado de la presencia de Dios, sino también quitado de la conciencia. Muchos reconocen lo primero, pero creen que necesitan una repetición del perdón, una repetida purificación con la sangre. ¿Cómo podría quitarse el pecado? No podría ser más que por medio del sufrimiento de Cristo. Entonces, ¿acaso tiene Cristo que sufrir otra vez?
Había piedad en el Antiguo Testamento, y la piedad es una cosa bendita, pero nunca hubo una conciencia purificada. Nunca encontramos en las personas más piadosas bajo la ley el sentimiento de estar en la presencia de Dios. El sumo sacerdote tenía que ir una vez al año dentro del velo rodeado de una nube de incienso; pero ahora el Lugar Santísimo es manifestado, el velo rasgado de arriba abajo, y la conciencia tan perfecta como la luz en la que permanecemos.
Versículo 7. Bajo el antiguo pacto, eran sólo «los yerros del pueblo» los que se perdonaban. Ahora Dios llega a la misma raíz del hombre. El viejo pacto trataba con el hombre sobre la base de la obediencia; ahora Dios trae al pecador mismo a una nueva condición delante de Él. El viejo pacto fue un remedio parcial con la declaración de que no podían acercarse a la presencia de Dios. En tanto que éste mantuvo un testimonio para Dios, ahora se introduce una cosa nueva, no para remendar la antigua—aquel era viejo incluso en su carácter de remedio; pero ahora lo que tenemos es la introducción de algo totalmente nuevo—el don de una nueva naturaleza en Cristo. El sistema judío no proveía remedio para grandes pecados («guarda a tu siervo de pecados presuntuosos»); era una provisión para el hombre viejo sin ver a Dios, en lugar de introducir al hombre perfecto, en una nueva naturaleza, en presencia de Dios.
Versículo 10. Unas ciertas cosas les fueron impuestas hasta el tiempo de reformar las cosas. Cristo vino como «sumo sacerdote de los bienes venideros». ¿A qué se refiere? Algunos pueden encontrar una dificultad acerca de si «venideros» se refiere a lo que era futuro para los judíos, mientras el tabernáculo estaba en pie, o si se trata de lo que es ahora futuro. Creo que se refiere a ambas cosas. Todo era nuevo en Cristo. Debía cimentarse sobre un nuevo fundamento. Se echa el cimiento para la reconciliación entera y plena del hombre con Dios.
Romanos 3. Dios declara Su justicia para la remisión de los pecados pasados, etc. La justicia nunca fue revelada bajo la ley—Dios soportó cosas, pero no hubo declaración de justicia. Ahora es «para manifestar su justicia». La justicia se manifestó al llevarse a cabo la expiación. De manera directa, es otra base que la promesa dada a los que andaban por la fe, como Abraham: no había entrada en la presencia de Dios. El viejo pacto va sobre el viejo terreno; el nuevo pacto va sobre nuevo terreno. La obra de Cristo y la sangre de Cristo no constituyen provisión por los pecados del viejo hombre, sino para perfeccionar la conciencia del nuevo hombre para ponerlo en presencia de Dios. No podríamos estar en la presencia de Dios con una sola mancha sobre nosotros; somos introducidos en el mismo cielo. Él ha entrado una vez en el Lugar Santísimo (v. 12), no entrado para salir otra vez y volver a entrar; sino que en virtud de Su propia sangre Él ha entrado una vez. Dios, al ver la sangre, no puede ver el pecado. No se trata aquí de mi valoración de aquella sangre, sino de que la conciencia reposa por el valor que Dios encuentra en ella. «Cuando vea la sangre, pasaré de largo.» Mi corazón quiere apreciarla más, pero la cuestión es, ¿cómo puedo estar yo en la presencia de Dios con una mancha encima de mí? Dios mira aquella sangre, y si mira la sangre, no puede ver el pecado; si lo hiciera, no daría valor a la sangre. ¿Dónde está la sangre? Ha sido presentada a Dios, no al hombre, y Dios la ha aceptado. Es imposible que Dios pueda imputar pecado a un creyente; sería menospreciar la sangre de Cristo.
Otro punto es que está hecho para siempre jamás. ¿Qué es la fe? Es pensar como Dios piensa. Si yo digo que Cristo ha entrado una vez con Su propia sangre, ¿deja Él jamás de estar allí? Entonces no puedo dejar de ser perfecto; o bien Cristo ha hecho la obra para siempre, o no la ha hecho en absoluto. Otra palabra también le da un gran poder: «habiendo obtenido eterna redención» y esto es «una vez para siempre». ¿Cuánto tiempo durará? Para siempre. No sólo hay purificación, sino redención. Él me ha sacado de donde yo estaba, y me ha llevado a la presencia de Dios—se ha apropiado de mí en la presencia de Dios para siempre. ¿Acaso me ha tomado en estado impuro? Mientras el velo estaba ahí, yo no podía ser llevado a la presencia de Dios; pero ahora es cuestión de la obra de Cristo introduciéndome allí. ¿Acaso me ha introducido sin ser yo apto? ¡Imposible! Él ha «obtenido eterna redención» para nosotros, «el cual, mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios». Aquí tenemos, primero, Su propia perfecta voluntad en ello. Él se ofreció a Sí mismo; no sólo dice: «He aquí, yo vengo», sino que aquí, lleno del Espíritu, se ofrece a Sí mismo. Cristo, habiéndose hecho hombre, fue obediente en todas las cosas; pero otra cosa fue que Él vino a ofrecer sacrificio. Como víctima fue hombre, hombre sin tacha, y el darse a Sí mismo como sacrificio fue Su propia acción; lo hizo mediante el Espíritu eterno. Aquí no se trata de la cuestión de que los pecados fueran cargados sobre Él, sino de que Él se dio a Sí mismo para que toda la cuestión del bien y el mal quedara solucionada sobre Él en presencia de Dios. Él se dio a Sí mismo para que Dios hiciera lo que quisiera con Él, para que le hiciera maldición si así lo quería; y fue hecho maldición; pero fue por Su propia voluntad que acudió a aquel lugar.
Era redención lo que necesitaba el hombre (v. 12), no sólo un poco de limpieza. La redención era ser sacados de la condición en la que estábamos. La gloria de Dios había de ser vindicada allí donde había sido deshonrada. Aquí tenemos al hombre en rebelión, y en ruina así como en rebelión, bajo Satanás, y Él (Cristo) tuvo que sufrir para que Dios fuera glorificado. Él se dio a Sí mismo. Aquí fue por el poder del Espíritu eterno. Había una energía divina en el Hombre, no un mero sentimiento, etc., y fue «sin mancha», tras haber sido probado hasta la muerte. Él vino a ser holocausto, y esto fue un aroma grato para Dios. Cada movimiento de Su voluntad fue puro, pureza en todos Sus pensamientos y acciones, y hubo Su decidida entrega de Sí mismo para llegar incluso a ser hecho aquella cosa aborrecible, pecado. Él iba a ser hecho pecado, a ser hecho maldición, hasta la muerte. Se ofreció a Sí mismo sin reservas. «Por nosotros fue hecho pecado»; pero Él se dio a Sí mismo a ello; y por consiguiente fue grato aroma. Ninguna de las ofrendas por el pecado eran olor grato a Dios. La palabra empleada para consumirlos no es la misma que la del holocausto. Para la ofrenda por el pecado se emplea meramente la palabra que denota quemar; la otra significa un grato aroma. El que no le fuera impuesto, sino que Él se diera a Sí mismo, hizo que fuera así. Todo a lo largo de Su vida no conoció el pecado, pero en la cruz el pecado le fue puesto encima, y Él sufrió la muerte debido a ello. Conducía a la muerte—la paga del pecado. Es por ello que leemos de la sangre: «¿Cuánto más la sangre de Cristo ... ?», etc. Hay dos cosas: la persona que se da a Sí misma, y la prueba de Su muerte por el pecado; la sangre es la prueba de la muerte. Hay una purificación, una limpieza, que tiene lugar a diario; pero ésta es con agua, y no para perdón delante de Dios: el perdón del Padre es otra cosa. «Sin derramamiento de sangre no hay remisión.» Bien claramente se ve por esto que si no ha sido hecho así, jamás puede serlo. La sangre nunca puede ser vuelta a derramar. «Limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo.» Aquí, otra vez, volvemos a la conciencia. «Cuánto más la sangre de Cristo», etc. Así oímos de una «herencia eterna» (vv. 14,15); se vuelve también a hablar de la perpetuidad.
En el versículo 13 se ha aludido a dos cosas, y no de manera indiscriminada: al gran día de la expiación, cuando se ofrecían toros y machos cabríos; y a la vaca alazana, que era para purificación diaria para comunión. Esto era una cosa; lo primero se hacía una vez al año, porque entonces se repetía año tras año de manera continua. La sangre de la víctima era introducida en el santuario, y el cuerpo era quemado fuera. Esto era significativo de la abolición del judaísmo. Israel era el campamento. Ellos tenían una religión carnal—la carne en relación con Dios; y no podía responder. Estaba dada para probar al hombre. Aquí la sangre era introducida, mientras el macho cabrío por el pueblo llevaba los pecados confesados sobre él al desierto. Así, desaparecían los pecados. Ahora nuestra posición es la de tener un puesto dentro del velo mediante la sangre, desaparecido el pecado. Éste es nuestro lugar que se nos muestra así en el tipo. La «vaca alazana» era para rociar a los inmundos—no con sangre, sino con agua y algo relacionado con ella, es decir, las cenizas de la vaca. Se debía tomar una vaca que jamás hubiera llevado yugo; un hombre limpio debía inmolar la vaca, y rociar la sangre siete veces, siempre en presencia de Dios. Su valor es siempre en la presencia de Dios. Pero una persona contaminada, aunque fuera por contacto con un muerto, no podía ir allí. Las cenizas debían ser tomadas con el agua corriente, mostrando el pecado todo consumido en el sacrificio ofrecido largo tiempo atrás. Las cosas acerca de las que hemos fracasado son aquellas mismas cosas por las que Cristo murió; y el Espíritu trae a la conciencia el sentimiento de aquella contaminación por la que Cristo murió, y que Él quitó. Esto me hace sentir el pecado tanto más, mientras que me hace ver que ha sido todo quitado. No se trata tanto de la culpa lo que me ocupa, sino de lo terrible de la naturaleza del pecado. Es la repetición del rociado con el agua, no con la sangre, por cuanto la repetición del rociado con la sangre pondría en tela de juicio su valor permanente. El Espíritu trae a mi conciencia y corazón el valor de la muerte de Cristo, y así queda restaurada la comunión, la cual es obstaculizada por un pensamiento pecaminoso, etc.
En dos casos tenemos rociamiento con sangre una vez para siempre—en el sacerdote y en el leproso; todo el andar y los pensamientos son consagrados a Dios en conformidad con el valor de la sangre de Cristo. Pero nunca pierde su valor. Si no camino según su valor, el Espíritu de Dios trae a mi recuerdo que mi pecado hizo arder a Cristo, por así decirlo, hasta reducirlo a cenizas. Esto me da un sentimiento mucho más profundo del pecado. Encontramos que nos hemos dejado arrastrar por aquello que desató la ira de Dios y por lo que padeció Cristo.
«Para que sirváis al Dios vivo.» Bajo el viejo pacto, se demandaba obediencia del hombre en su naturaleza adámica; había un velo delante de Dios, y el hombre estaba fuera. Los sacrificios hacían una provisión temporal para la relación con Dios, pero no había un acercamiento a Dios. Cristo, como Sumo Sacerdote de los bienes venideros, trae al nuevo hombre en la presencia de Dios para siempre. El velo es rasgado, y hay una Persona resucitada con poder purificador en la presencia de Dios. Así es la perfección del lugar en el que estamos puestos, y cada incoherencia es juzgada en base de este lugar.
Versículos 16,17. La palabra «testamento» se usa correctamente en estos dos versículos. Ver esto facilita el entendimiento del pasaje. A excepción de estos dos versículos, léase siempre «pacto».
Así, encontramos un acontecimiento común intro­ducido como ilustración de la muerte de Cristo. Él nos dejó toda la bendición al morir—entró en vigor de manera directa. Somos liberados una vez por todas por medio de Su muerte. No hay manera de alterarlo. Las bendiciones del nuevo pacto quedan disponibles o devienen válidas tras Su muerte.
El primero tiene que hacerse viejo si ha de haber uno nuevo: la introducción del nuevo involucra morir. En esta Epístola hay muy poca mención de la parte de humillación en la obra de Cristo. En el primer capítulo es introducida en relación con Su Persona divina, que «habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.» La purifi­cación de nuestros pecados es mencionada de pasada, y entonces oímos de Su gloria en las alturas. La bendición del sacrificio de Cristo, la exaltación de Cristo, y el derramamiento de honra sobre Él, son más los temas en hebreos. Hay tres aspectos en los que se ve aquí el valor de la sangre de Cristo. Primero, fue el sello del pacto, relacionado con su dedicación a Dios. Esto se hizo también en relación con el pacto con Abraham (Gn 15). Una persona, vinculándose con la muerte de la manera más solemne, pasa a través de las piezas del sacrificio. Fue el sello del pacto. Segundo, es purificadora. Tercero, la sangre es para remisión.
Primero, el sello o sanción que le da la sangre. Otra cosa estrechamente relacionada con esto era la consagración por la sangre. La sangre era rociada sobre el leproso para purificación, y sobre el sacerdote para consagración. El pacto sellado, y el pueblo ligado al mismo por la sangre, y el leproso y el sacerdote, que son los tres casos en los que las personas son rociadas. Había de haber sangre, la introducción del poder de la muerte, o hubiera habido una total separación de Dios. La maravillosa eficacia de la sangre de Cristo es que obró en la muerte; los que están separados de Dios son devueltos a Él mediante la muerte de Cristo. Vosotros «que estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo.» La sangre era la figura de la vida tomada. Cuando se tomaba sangre, todo el ser del hombre era entregado, y la agonía del alma de Cristo en la cruz fue la separación de Dios. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» Las consecuencias de esto son de la máxima importancia para nosotros. El hombre, con toda su perversa voluntad, todo su pecado, ¿dónde está, si está muerto? Todo ha desaparecido, si está muerto. «El que ha muerto, ha sido libertado del pecado» (Ro 6:7, BAS). Hay un cese absoluto de toda la voluntad y ser en el que estaba, como pecador. Cristo ha tomado este lugar por mí. Caín y Abel, por lo que respecta a las apariencias, tenían la misma probabilidad de alcanzar la bendición, pero en el primero no había fe. No reconoció que había intervenido la muerte entre el hombre y Dios. En tanto que el hombre busque bien de sí mismo, no se ve muerto. ¿Estás buscando a un hombre muerto o a un hombre vivo? Si buscas fruto de ti mismo, estás buscando fruto de un hombre vivo, y no te reconoces muerto. Si estoy muerto, no puedo buscar si estoy muerto o no. Abel acudió a Dios mediante animales muertos. Tenía fe. No sabemos cómo lo aprendió, pero la muerte había entrado, y el hombre estaba vestido de pieles de animales. Esto es, en figura, lo que obra nuestra paz. «El que ha muerto, ha sido libertado del pecado». Por lo que a quitar el pecado respecta, no se hizo nada en favor del hombre mientras Cristo vivía. Si el grano de trigo no cae al suelo y muere, queda solo» (Jn 12:24). Todo lo que quedó demostrado con esto fue que el hombre en su estado natural no podía ser reconciliado con Dios.
El primer pacto no fue hecho sin el rociamiento de sangre, pero devolvía al hombre tras la muerte. Si no obedecéis, todo queda perdido (Jer 34:16-20). Si no obedecían, tenían que morir, porque habían prometido obediencia, sellando la promesa con la sangre. En el caso de Abraham, Dios le hizo una promesa, sellándola al pasar entre las piezas, mediante la muerte. Entre los hombres vivos se suscitaba la cuestión por la ley de justicia. Había varias figuras que indicaban la necesidad de que entrara la muerte, pero la norma era la obediencia, y por consiguiente todo era fracaso. Sin embargo, el principio se hacía presente en todo momento: tiene que haber sangre. Ahora, bajo la gracia, vemos toda la remoción del pecado. Si nosotros hubiéramos muerto, nos habría sobrevenido el juicio. Al entrar Cristo en ello y llevar el juicio por nosotros, quedamos totalmente exonerados.
Cuando Dios dio el pacto, le dio esta sanción: el rociamiento con sangre. El mismo Aarón fue el único que no fue rociado con sangre, tipo de Cristo, que no necesitó Él mismo ser consagrado con sangre, sino que entró la sangre para otros.
Luego tenemos el rociamiento de los vasos—no para perdón, sino para purificación. «Y casi todo es purificado, según la ley, con sangre» (no todas las cosas son purificadas con sangre), porque hay una purificación con agua no relacionada con derrama­miento de sangre. De Su costado salió sangre y agua, representando la gracia eficaz de la expiación y de la purificación. Moralmente, el hombre no puede ser purificado sin muerte; ha de haber muerte. De un Cristo muerto fluye el agua. El agua significa la purificación por el Espíritu mediante la Palabra. Pero ha de haber muerte—no la purificación del hombre viejo viviente; el viejo hombre es hecho morir—no lo reconozco vivo, pero hay algo que te pertenece a ti (tus miembros sobre la tierra) que debe ser mortificado y mantenido en muerte. Queda echada la base para la purificación mediante la sangre de la vaca, que fue rociada siete veces delante de la puerta del tabernáculo; pero el agua es la figura empleada para purificación, esto es, «el lavamiento del agua por la palabra» (Ef 5:26). «Ya estáis limpios por la palabra que os he hablado» (Jn 15:3). Consideraos a vosotros mismos como muertos y poseyendo el poder de la vida en Cristo. Fuera de Cristo no tengo ni vida ni justicia. Nada tengo fuera de Él. Si busco agua para purificación, o cualquier cosa, tiene que ser por la muerte que lo logro; entonces tiene que haber fe. Si me considero como hombre viviente en el mundo, hallo a mi voluntad actuando; entonces no estoy realmente muerto. Si comienzo a indagar, no estoy andando en fe. Se me dice que me considere muerto—esto es fe. Uno no puede hacer morir sus miembros hasta que pueda decir «estoy muerto». Si el viejo hombre no está muerto, es pecado. No había remoción del pecado más que por medio de la muerte—por quitar la vida. «Sin derramamiento de sangre no hay remisión»—aquí no tenemos el rociamiento; ha de darse la aplicación del castigo a Aquel que toma el pecado. En la remisión de los pecados se involucra la totalidad del carácter, majestad y gloria de Dios. Si Dios no trata con el pecado como pecado, entonces no hay justicia, sino indiferencia. Tiene que haber sufrimiento por el pecado. Entonces, en cuanto a la muerte, estoy libre de ella.
La remisión no está conectada con el rociamiento. Esto es importante por dos motivos. Primero, hubo un sufrimiento verdadero bajo las consecuencias del pecado; y segundo, esto sólo pudo tener lugar una vez. Fue hecho una vez por todas, y si el perdón de mis pecados no queda con ello consumado, nunca puede ser llevado a cabo. Nunca volverá a efectuarse. Aprendemos más y más del valor de la sangre; pero la obra de Cristo en la cruz tiene un valor perfecto, y es algo que los ángeles anhelan contemplar. Aquello mediante lo que tengo remisión nunca puede volver a ser hecho. Cuando hablo de agua, tiene importancia sólo hasta allí donde lava (se habla de lavamiento y de rociamiento). Pero no es así con la sangre; ésta se tuvo que presentar a Dios, el Juez ofendido. La eficacia de la sangre está fuera de nosotros. Por lo que al hombre respecta, queda purificado una vez por todas, pero con todo sigue conectado con el hombre. Esto no es todo; la sangre tiene eficacia en sí misma, como constituyendo el juicio por el pecado, y le dice a Dios que el juicio ha pasado, que el pecado ha desaparecido. Dios dice: «Veré la sangre y pasaré de vosotros.» Esto hace una total distinción con respecto a la aplicación personal en purificación. Hay en ello un valor especial, porque al hombre, cuando está limpio, no le gusta ensuciarse, mientras que a uno no limpio no le importa. Cierto que por lo que respecta al agua cuando uno es regenerado por la palabra, es hecho para siempre—una vez por todas; pero hay además la constante necesidad de limpieza de los pies. No hay una presentación nueva de sangre a Dios, ningún «derramamiento de sangre» otra vez. Hay un aumento en la búsqueda espiritual que necesitamos para conocer más del valor de la sangre, pero Dios no necesita de mayor búsqueda para Él conocer su valor.
Versículo 21, etc. En el día de la expiación se llevaban a cabo dos cosas. Se ponía sangre en el propiciatorio, representando a Cristo entrado en el cielo, la base sobre la que podemos predicar a todo el mundo. Esto estaba ligado a la parte de Jehová. Su muerte glorificó a Dios, tanto si se salvan uno o mil.
Todo estaba en total confusión debido al pecado. ¿En qué clase de mundo estamos? ¿Dónde está la justicia? ¿Dónde está el amor? ¡Qué insensatez hay en la incredulidad! ¿Cómo pueden los hombres resolver el enigma de toda la miseria que vemos a nuestro alrededor, sin Dios? ¿Dónde se ha de ver la bondad de Dios? ¿Cómo podemos tratar de explicarla sin Cristo? La indiferencia ante el pecado no es amor. Los hombres tratan de persuadirse de que Dios será indiferente al pecado. Cuando veo el juicio por el pecado sobre Cristo, llego al centro del corazón de Dios—la justicia queda satisfecha, y, lo que es más, Dios puede reposar en Su amor. Y si tú acudes como pecador a Dios, y reposas en Cristo, es cosa que atañe a la gloria de Dios que estés allí por causa de la sangre.
«Las cosas celestiales mismas, con mejores sacrificios que estos.» Satanás y sus ángeles están ahí, y se precisa de purificación. Esta purificación no es remisión. Dios ha de tener Su casa purificada así como Su pueblo hecho justo. Comparemos Colosenses 1.
De la parte del pueblo, se confesaban sobre el otro macho cabrío los pecados particulares del pueblo. Esto era sustitución, v. 26. Y hay un valor perpetuo en el sacrificio. Él sufrió una vez. Este sufrimiento no residió en el mero hecho de la muerte. La agonía de Su alma al clamar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado», fue mucho más profunda que el sufrimiento de la separación de alma y cuerpo. Es la muerte considerada como el salario del pecado; la ira de Dios fue derramada sobre Él contra el pecado. (Para Cristo, la muerte no fue meramente salir del cuerpo para ir al paraíso.) Esto nunca puede volver a tener lugar. Él ha entrado una vez en el Lugar Santísimo. Si entrara muchas veces, tendría que sufrir muchas veces. «Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios.» Para siempre. Sin interrupción, y así está sentado a la diestra de Dios. yo nunca puedo mantenerme en presencia de Dios más que por medio del sacrificio de Cristo, y éste nunca remite. Él ha quitado el pecado, ¿por qué habría de volver a sufrir? Lo ha quitado en conformidad a la gloria de Dios. «Ahora, en la consumación de los siglos, se presentó.» Esto parece sonar extraño, siendo que ha transcurrido tanto de historia mundial desde la venida de Cristo; sin embargo, la mención no es cronológica, sino de la clausura de los siglos.
Hasta aquel tiempo Dios había estado sometiendo a los hombres a prueba como hombres vivos en el mundo. Esto ha acabado: el hombre no está vivo ahora (hablo del hombre en sentido moral como juzgado por Dios); por ello, se dice a los Colosenses: «¿Por qué, como si vivieseis en el mundo ... ?» (Col 2:20.) El hombre ha sido puesto a prueba en cuanto a la vida, y ahora la higuera ha sido cortada. ¿Dio fruto? ¡No!, y fue cortada. La higuera representaba a la nación judía, en la que Dios probó al hombre bajo las mejores circunstancias. «¿Qué más se podía hacer a mi viña, que yo no haya hecho en ella?» Cristo vino buscando fruto de la higuera, y al no hallar ninguno, dijo: Cortadla; que no crezca fruto en ti nunca más. «Pues no era tiempo de higos»; no había llegado el tiempo para el fruto. Dios, por así decirlo, dijo: «Tendrán respeto a mi hijo.» ¡No!, no hay fruto del hombre para siempre jamás. El hombre, contemplado en la carne, está bajo la sentencia de muerte. «Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos» (Ro 5:6). El hombre no sólo es impío, sino también impotente para salir de este estado. Cristo tiene que dar fin a la historia del viejo hombre llevando el pecado, y tiene que introducir una cosa nueva. Entonces Dios hace un banquete e invita a la Cena; y entonces ellos no sólo rehusan al Hijo, sino que rehusan también la Cena.
El hombre ha sido totalmente probado; y ahora, si ha de haber bendición, no ha de ser sobre la base de la responsabilidad, sino plenamente de gracia, por el segundo Adán (Ro 5). Si creo esto, encuentro la verdad acerca del viejo hombre poco a poco. Al principio sólo vemos quizá pecados groseros. «Pero qué debo hacer cuando encuentro que no puedo hacer nada», dirás tú. Reconoce que estás arruinado. «En mí, esto es, en mi carne, no mora el bien.»
«Y de la manera que está establecido para los hombres que mueran una sola vez, y después de esto el juicio». La muerte es como el policía para llevarnos al juicio. Entonces (v. 28) tenemos la contrapartida de esto en gracia, «así también Cristo fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados de muchos», y «a los que le esperan», a todos los creyentes, «aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado.» ¿Qué significa esto? En cuanto a Su propia Persona, Él era sin pecado al principio, pero ahora vuelve Aquel mismo—¿para qué? ¿Para tratar de los pecados? ¡No! Esto lo ha hecho Él en Su primera venida; y ahora, aparte totalmente de esto, vuelve para recibirlos a Sí mismo. Para aquellos que confían en Su Primera venida y que esperan la Segunda, no hay nada sino bendición. Hay una obra hecha en nosotros para hacernos copartícipes en aquello que ha sido hecho fuera de nosotros; pero ésta es la cuestión de la obra hecha por nosotros, totalmente fuera de nosotros. ¿Qué tuve yo que ver con la cruz de Cristo? El odio que le dio muerte, y los pecados que Él llevó, son todo lo que los pecadores tuvieron que ver en aquello. Por esto, nunca puede aparecer una sombra sobre el amor de Dios en la cruz de Cristo. Es perfecto.