Juzgarse a sí mismo

Table of Contents

1. Juzgarse a sí mismo: “La condición inseparable de andar en comunión con Dios”
2. Suplemento

Juzgarse a sí mismo: “La condición inseparable de andar en comunión con Dios”

“De oídas Te había oído; mas AHORA mis ojos Te ven. Por lo tanto me aborrezco” Job 12:5-6.
“Que si nos examinásemos a nosotros mismos, cierto no seríamos juzgados” 1 Corintios 11:31.
Es un dicho común que la preservación propia (el instinto de conservación) es “la primera ley de la naturaleza”, y sin ninguna duda, la naturaleza sí insta al “yo” a preservarse a sí mismo en toda condición y circunstancia. Naturalmente que el hombre se interesa por sí mismo antes de interesarse por cualquier otro objeto, y ya sea que esté en conexión con su vida, sus posesiones, su caso, o su carácter, el “yo” tiene el primer lugar en sus pensamientos y afectos. Aun la ley de Dios reconoce esto cabalmente, porque (al dirigirse al hombre como lo hace en su estado no regenerado, 1 Timoteo 1:9-10) dice: “Amarás a tu prójimo como A TI MISMO”. Mayor amor que éste, no exige Dios del hombre a su prójimo.
Ahora, como el “yo” es un ser egoísta y celoso, la justificación es su primer impulso cuando la acusación o la convicción se trae en contra suya. Naturalmente, si puede evitarlo, el “yo” nunca condenará, sino que siempre justificará al “yo”; y así el juzgarse a sí mismo es una obra, no de la naturaleza, ni de la disposición, sino de la compulsión y del constreñimiento.
El juzgarse a sí mismo, sin embargo, yace en la misma base del cristianismo en el alma individual y es la condición inseparable de andar en comunión con Dios.
Yo creo que podemos decir que el juzgarse a sí mismo es un efecto de la conciencia de un hombre (pecador o santo) que es traído a la presencia de un ideal más elevado de justicia de lo que hasta aquí ha percibido; porque aun cuando el juzgarse a sí mismo es un acto espontáneo de la conciencia del hombre, como distinto de que su ser sea juzgado por otro, sin embargo el “yo” no puede juzgar al “yo” aparte de un ideal, y ese ideal o medida debe estar fuera de sí mismo, y para ser de algún valor para el alma en vía de comparación, debe estar también enteramente sobre él. El verdadero juzgarse a sí mismo por lo tanto es siempre en la presencia de Dios y de Su revelación o Palabra, porque aquí nada más se encuentra un ideal perfecto e inmutable. Ningún juicio del “yo” por algún otro ideal más bajo puede servir ya sea para despertar la conciencia o para elevar la condición del alma.
En verdad podremos decir que el examen del “yo” o el juzgarse a sí mismo por otro ideal más bajo que el divino debe siempre participar de la justificación propia y terminar en ella. Así, por ejemplo, si la conciencia intranquila o la falta de satisfacción del alma comienza una comparación de su presente con una condición pasada, cualquiera que sea el descubrimiento en cuanto a avance, o a declinación, no puede aprovechar o elevar al alma sobre su propia experiencia ya sea presente o pasada. Por lo tanto, encontramos en el caso de Job que su recuerdo de lo que él había sido en el pasado no le dio ningún poder en el tiempo presente. Job 29-30, etc. Él se estaba midiendo a sí mismo por sí mismo, y aun cuando estaba bastante descontento con su estado presente; sin embargo, se jactaba de su condición pasada, y probó ser después de todo “justo ante sus mismos ojos” (Job 32:1). Pero no bien hubo percibido la justicia y la gloria de Dios cuando el “yo” en el hombre es juzgado y aborrecido.
Otra vez, el examen del “yo” por medio de la comparación con otros puede solamente traer los mismos resultados imperfectos; porque aun cuando por una parte el “yo” en mí pueda en un grado ser reprendido, y juzgado de algunas maneras por el tono más elevado y carácter de vida en otro, hay la tendencia de decir en el corazón: “No soy tan malo después de todo. Aun cuando él me sobrepuja en esto, yo sobresalgo en eso, y nuestras pruebas y tentaciones no son iguales”; y así el “yo”, ya sea en mí o en mi hermano, es excusado y justificado. Pablo hace un resumen de todas ellas en 2 Corintios 10:12, diciendo de aquellos que “se miden a sí mismos por sí mismos”, que no son juiciosos. Esta, sin embargo, es la tendencia del corazón natural, y de una religión humana. La excelencia humana, en lugar de la divina, es establecida como el modelo. “Los santos”, así llamados, son los ejemplos delante del alma, como en ellos se podrá encontrar una justicia que se puede alcanzar por la naturaleza humana, y las flaquezas ofreciendo una excusa por los fracasos de la carne.
Pero cuán diferente y perfecta es la obra del juzgarse a sí mismo cuando se produce por un ideal divino e inmutable, esto es, por la conciencia del hombre, un pecador, siendo traído a la presencia de Dios —el Dios santo.
Génesis 3, Éxodo 20, Isaías 6 y Lucas 5 son casos bien conocidos de lo que se efectúa cuando se ve a Dios en Su santidad, y el “yo” es juzgado en su estado pecaminoso ante Él. “Tuve miedo”; “no hable Dios con nosotros”; “¡Ay de mí!”; “Apártate de mí”, son las diferentes expresiones, diciendo la misma cosa; que la conciencia se ha traído a la presencia de una justicia que no había percibido antes. Y en el caso de un pecador no reconciliado con Dios, o de la carne no juzgada en ninguno, ya sea santo o pecador, el sentimiento de esta justicia es insoportable, y la conciencia procura escapar de su presencia. Y esta obra todavía sigue sucediendo cuando las almas y las conciencias de los hombres son traídas a un contacto con la justicia de Dios revelada en el evangelio de Cristo. Romanos 1:17. Un pecador se prueba ser un pecador por este mismo evangelio, benigno y bendito como lo es el mensaje (2 Corintios 5:14; 1 Timoteo 1:15). Y si, por una parte, la gracia de Dios, cuando se aprende en la cruz de Cristo, trae paz y salvación al corazón quebrantado y convencido, por otra parte es la justicia firme del juicio de Dios por el pecado en la persona de Su Hijo, lo que quebranta y convence al corazón, y lo dirige a este ÚNICO y SOLO camino de salvación.
Pero más bien es del juzgarse a sí mismo del creyente de lo cual deseamos hablar y dar énfasis al tal en la conciencia de nuestros lectores. Hemos dicho que es la condición inseparable de andar en comunión con Dios; y ésta es la pregunta que es tan importante para el alma de todo cristiano.
Dios ha traído a Su pueblo a Sí Mismo. No es solamente la salvación de la muerte y el juicio lo que hemos obtenido por nuestro Señor Jesucristo sino que somos traídos “a Dios” (1 Pedro 3:18). Este ha sido siempre el propósito de Dios en la redención, para que los hombres puedan tener comunión con Él, y andar con Él. Él trajo a Israel a Sí Mismo (Éxodo 19:4); pero ellos Le rechazaron.
En esa nación se hizo la prueba y se probó que el hombre no regenerado, no importa cuán favorecido, no podía tener comunión con Dios. Los poderosos milagros y señales por medio de los cuales Su presencia con ellos y favor hacia ellos estuvo en evidencia, nunca tocaron sus corazones, ni ganaron sus afectos. Ninguna simple exhibición de la gracia o del poder de Dios puede alterar al hombre, o darle poder en sí mismo. “Lo que es nacido de la carne, carne es”. Para que el hombre pueda tener compañerismo y comunión con Dios “debe nacer otra vez” (Juan 3), y “por medio de la redención que es en Cristo Jesús” Dios ha mostrado cómo Su propósito es ahora cumplido. En la muerte de Cristo aprendemos cómo el pecado del creyente, y los pecados, son juzgados, perdonados y hechos a un lado (Romanos 8:3; 1 Pedro 2:24; Efesios 1:7; Hebreos 9:26) ; el “viejo hombre juntamente fué crucificado con Él, para que el cuerpo del pecado sea deshecho” (Romanos 6:6). Véase también Colosenses 2:11. En la resurrección de Cristo es declarado el camino en el cual Él llega a ser el Espíritu vivificador, y así imparte al creyente una vida nueva, una naturaleza divina, bajo cuyo poder él puede y tiene comunión con Dios el Padre, y con Su Hijo Jesucristo, el Señor (véase Juan 5:26; 1 Corintios 15:45; Efesios 1:19-20; 2:5-6; 1 Juan 1:3).
Ahora es esta nueva posición, este acercamiento a Dios, lo que da al creyente poder para juzgarse a sí mismo. El creyente ahora conoce a Dios, ya no está más en ignorancia de Él o de Su voluntad. No solamente por la revelación exterior por medio de la Palabra, sino por el testimonio interior del Espíritu Él ha “resplandecido en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo” (2 Corintios 4:6). “Tenemos la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16). En Cristo, el creyente está siempre en la presencia y en el poder de la justicia divina, porque somos “hechos justicia de Dios en Él” (2 Corintios 5:21).
Para el juzgarse a sí mismo el creyente tiene, por lo tanto, una regla y medida perfecta, Y LA CAPACIDAD DE USARLA. Él solamente tiene que preguntarse a sí mismo: “¿Cómo ha juzgado Dios, cómo ha examinado, por medio de qué ha probado mi naturaleza, mis pensamientos, mis palabras, mis hechos? ¿Conozco yo la paz con Dios y he gustado que el Señor es benigno, aun Él quien llevó mis pecados en Su mismo cuerpo sobre el madero? Si es así, ¿deseo yo tener comunión con Él? Entonces permitid que siempre con sinceridad y honradez me traiga a mí mismo y a todo lo que está dentro de mí, a la luz de Su presencia, y por la Palabra de Su gracia lo pruebe, lo juzgue, aun así como Él ya lo ha hecho. Dios me conoce cabalmente, y Él me ha dado a mí la habilidad de conocerme a mí mismo cabalmente. Tan engañoso y perverso como lo es mi corazón, sin embargo Él lo ha examinado, y yo puedo examinarlo también y puedo y debo descubrir cada motivo y pensamiento, y cernirlos y juzgarlos en su verdadero carácter ante la vista de Él. Lo que pueda soportar Su ojo, y el juicio de Su Palabra yo podré permitir; y lo que no, dejad que yo lo condene para que pueda ser de la misma mente con Él fuera de cuya presencia el alma no puede tener verdadero descanso, ni ningún gozo el corazón”.
El verdadero juzgarse a sí mismo entonces es el juicio de mí mismo como Dios me ha juzgado y me juzga todavía—Cristo como la revelación de Dios, en Su amor, Su justicia y Su gloria, es la regla y la piedra de toque para mi conciencia: la Palabra y el Espíritu el medio y el poder para aplicarle a Él así.
La fe en la Palabra de Dios y en la aplicación práctica al alma es lo que necesitamos. La Palabra que nos habla de la gracia infinita de nuestro Dios, nos habla también de Su santidad. Y la misma revelación que da al creyente a conocer su calidad de completo, su posición en Cristo, le ruega a él a que ande de una manera digna de su vocación.
“¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar Tu palabra” (Salmo 119:9); “limpios por la Palabra” (Juan 15:3); “en el lavacro del agua por la Palabra” (Efesios 5:26); también Hebreos 4:12-13 y 2 Timoteo 3:16-17, nos demuestran la utilidad y el valor de la Palabra de Dios como una lámpara a nuestros pies, una luz a nuestro camino, y la escudriñadora de nuestros corazones.
Ahora debemos repetir otra vez que sin el juzgarse a sí mismo no puede haber comunión con Dios. La fe podrá haber creído al evangelio y un alma podrá conocer el perdón de los pecados y la paz con Dios por medio de la preciosa sangre de Cristo; pero su compañerismo y comunión con Dios depende de su juicio del “yo” y la confesión del pecado. Es una cosa ser un creyente y un hijo de Dios; es otra cosa andar en la luz de Su presencia, en el sentido de relación y de una comunión sin estorbo. Podremos a menudo oír a los cristianos, cuando se les habla en amonestación acerca de alguna inconsistencia en su camino responder que son “felices en el Señor”, implicando así que aquello de lo cual se les reprendió no impide la comunión. Pero lo que ellos realmente quieren decir es que saben que sus pecados son perdonados, y que no dudan que están salvos. Esto, sin embargo, no es comunión, ésta no es la felicidad, el gozo en el Señor que Él desea para sus santos. Es la porción común de los hijos de Dios conocer el perdón de los pecados, en verdad ninguno puede llamar a Dios, “Padre”, sin que lo conozca; pero la comunión, el compañerismo, la confianza, el gozo y la felicidad en Su presencia es algo más y esto no se puede conocer ni se puede disfrutar de ello aparte del juzgarse a sí mismo.
“¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de acuerdo?” (Amós 3:3). ¿Pueden el padre y el hijo seguir juntos felizmente si hay controversia entre ellos? Mientras más cercano sea el parentesco y más grande el amor que existe entre los dos, más sensibles serán sus corazones a cualquier diferencia de juicio o de mente. Y cuán infinitamente cierto es esto de nosotros en nuestros tratos con Dios nuestro Padre. “Todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos sean dadas de Su divina potencia” (2 Pedro 1:3), y Su deseo es que “estéis firmes, perfectos y cumplidos en todo lo que Dios quiere” (Colosenses 4:12); y es en Su presencia, en el cual “no hay ningunas tinieblas”, que es nuestro privilegio, como también está en nuestro poder, juzgar y traer a la luz lo secreto y los rincones oscuros de nuestro corazón. Y qué crecimiento habría en nuestras almas, qué poder y qué testimonio en nuestra vida, si al brillar la luz de Dios adentro expusiéramos con más voluntad esas cosas ocultas y oscuras. Él sabe que están allí, y nosotros conocemos muchas de ellas, pero ¡ay! nosotros a menudo cerramos nuestro corazón, deseando conservar dentro de nosotros, o a nuestro derredor, cosas que no soportarán el juicio de Él. “Bienaventurado el que no se condena a sí mismo con lo que aprueba” (Romanos 14:22). Bienaventurado en verdad; y uno podrá agregar que ningún otro es feliz verdaderamente.
Es bendito comprender que, para los cristianos, el juzgarse a sí mismo no es un ejercicio legal, sino una evidencia de esa libertad que les pertenece como los hijos de Dios. No debe haber ningún sentimiento de servidumbre para el alma vivificada, en tener que descubrir y subyugar las cosas que hacen en contra de su conocimiento y disfrute del amor y de la presencia de su Salvador y Dios. Por otra parte, cuán admirable es la gracia de Dios que ha dado así a Su pueblo el poder de afrontar y de vencer por medio del juzgarse a sí mismo todas las debilidades, tentaciones y conflictos de la naturaleza y de la carne, los que si no se juzgan deben separar sus almas de Él, pero cuando se juzgan prueban la realidad intensa de las cosas que tan gratuitamente les han sido dadas de Dios, y la gracia abundante y el poder de Él con El cual tienen que ver. Porque verdaderamente podemos decir que las mismas debilidades y flaquezas de nuestra naturaleza cuando se obra con ellas en el juzgarse a sí mismo, lejos de impedir la comunión, hacen que la gracia de Dios sea más preciosa para el alma, y las cosas que parecen estar en contra nuestra prueban ser para nosotros, dándonos, como lo hacen, experiencias de Dios las que de otra manera no conoceríamos; porque la flaqueza, la enfermedad y la tentación en sí mismas no son pecado en el creyente aun cuando vean la evidencia de que hay pecado en la carne. Es solamente cuando son permitidas, excusadas y justificadas que contaminan al alma y destruyen la comunión.
Primera Corintios 11:28 nos enseña cuán inseparablemente están unidos el juzgarse a sí mismo y la comunión en conexión con la mesa del Señor. Es allí donde la comunión de los santos en Cristo se testifica abiertamente, y así es que cada uno debe de acercarse a ella en el espíritu de juzgarse a sí mismo, para que no haya allí alguno con una conciencia malsana el cual come juicio para sí mismo, y destruye la comunión en la asamblea. “Por tanto pruébese cada uno a sí mismo, y coma así” (1 Corintios 11:28). Porque nuestro Dios es un Dios santo, y “porque Jehová juzgará a Su pueblo” (Deuteronomio 32:36). El pecado debe ser juzgado si no por nosotros mismos, entonces por Él; pero Él ha dicho, “Que si nos examinásemos a nosotros mismos, cierto no seríamos juzgados” (1 Corintios 11:31). Éste es el camino que Él ha escogido por nosotros, y el camino que nosotros debemos escoger por nosotros mismos.
Se puede decir que no todos tienen el mismo discernimiento aun de sus mismos corazones, y que no debemos de juzgarnos unos a otros en este asunto. Esto es muy cierto, pero no es de juzgarnos unos a otros, sino de juzgarnos a nosotros mismos de lo cual estamos hablando. Cada alma vivificada puede y debe juzgarse a sí misma hasta cierta medida; sin embargo, lo que todos debemos reconocer es que la medida generalmente es baja e insuficiente. En los ejercicios divinos, como en todo lo demás, “la práctica hace la perfección”. Es por “el uso” que nuestras conciencias son ejercitadas a discernir lo bueno y lo malo (Hebreos 5:14). Que “todos buscan lo suyo” es muy cierto de los cristianos de hoy en día, pero el perfecto Ejemplar es el mismo, sin cambiar e inmutable para el alma que desea conocer el secreto de la comunión con Dios. Cristo, que “no se agradó a Sí mismo”, pudo decir, “porque Yo, lo que a Él agrada, hago siempre” (Juan 8:29). Con Él —precioso y perfecto como Él lo era— el “yo” siempre era negado, y así Su Juicio era justo (Juan 5:30).
(Extracto de “Testimonio Actual”, Volumen 1).

Suplemento

No hay ningún sustituto para la comunión. Ninguna cantidad de esclarecimiento, o de andar de una manera práctica en el camino recto, guardará de la perversión, si el ojo está puesto hacia el hombre, en vez de hacia Dios. No solamente se volverá un Marcos de Pamphylia, sino que un Bernabé será llevado por el disimulo de un Pedro.
“La antorcha del cuerpo es el ojo: pues si tu ojo fuere simple, también todo tu cuerpo será resplandeciente; mas si fuere malo, también tu cuerpo será tenebroso” (Lucas 11:34).
La obediencia de la fe que ve hacia Dios únicamente capacitará al santo de Dios a andar de una manera quieta, pacífica y paciente, sabiendo que “todas las cosas son de Dios”. Él a Su debido tiempo manifestará la preciosa verdad de Isaías 30:18: “Bienaventurados todos los que le esperan”.
Las circunstancias (José en la prisión), los malentendidos (David ante Eliab, su hermano mayor), las acusaciones falsas (Job y sus tres amigos), todo procede del Señor que examina nuestro camino para poder a la postre hacernos bien. Siempre aprendamos a tomar las circunstancias que la sabiduría de Dios permite de Su mano, y procuremos en ejercicio ante el Señor aprovechar por medio de ellas. Es por medio de ellas que aprendemos que no somos nada y acerca de la gracia abundante de Dios.
Cuando surjan dificultades en la Iglesia de Dios, recordemos que “Cristo es la cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia, la cual es Su cuerpo” (Efesios 1:22-23). “El espiritual juzga todas las cosas” (1 Corintios 2:15). Así el niño recién nacido en Cristo tendrá la mente del Señor, mientras que el más esclarecido perderá la mente del Señor, si no está en comunión. La naturaleza nunca se estará quieta y esperará ver la salud del Señor. La fe, con el ojo descansando en Dios, solamente nos la dará la paciencia quieta para esperar el tiempo en que el Señor manifieste la sabiduría perfecta de Sus caminos.
“Cristo ... amó a la Iglesia, y se entregó a SÍ MISMO por ella” (Efesios 5:25). ¡Cuán preciosa le es a Él! Esperemos entonces en Él en toda circunstancia, dificultad o mal entendimiento que puedan surgir, con la mirada en Dios, y nunca procuremos formar la mente de los santos por nuestra personalidad o presencia entre ellos. La mente espiritual siempre percibirá lo que es de Dios y conducirá a todos los que busquen la gloria de Dios a andar en Sus caminos.
El gran objeto en el ministerio debe siempre ser ministrar la verdad de tal manera que la persona de nuestro Señor Jesucristo llene el alma, y produzca el deseo anhelante de “vivir para Él”. Ojalá que nosotros vivamos de tal manera en el gozo de la comunión que el primer paso que interrumpa esta dulce comunión pueda ser descubierto y juzgado, “hasta que Él venga”.