Siete Exhortaciones

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Filipenses 4:19
Los nueve primeros versículos del capítulo cuatro de la epístola a los Filipenses nos presentan las siete exhortaciones finales de esta epístola. Nunca han sido tan importantes y consoladoras estas exhortaciones que en estos últimos días difíciles.
El día de la gracia está próximo a su fin. Males de dentro y de fuera se nos oponen. Para que podamos vencer todas estas diferentes pruebas se nos dan estas siete estimulantes exhortaciones, las cuales, si las tomamos a pecho y las ponemos en práctica, nos pondrán por encima de todas las penas y agobios que podamos encontrar en el camino y nos guiarán a través de cualquier prueba.
1. “Estad  .  .  .  Firmes En El
Señor” (V. 1).
Esta gran exhortación nos presenta nuestro recurso al encontrarnos en presencia de cualquier clase de oposición. Cuando el apóstol nos da esta palabra, él se encontraba en cadenas—“el prisionero de Jesucristo” (Film. 1). Dentro del círculo cristiano, Pablo sufría la oposición de hombres que le tenían celos, quienes aún predicaban a Cristo por envidia, contienda y contención, cosa que hacían para aumentar las aflicciones del apóstol (Fil. 1:1516). Y aparte de esto, algunos adversarios maquinaban contra su vida (Fil. 1:28).
No obstante, el apóstol no es desanimado ni vencido ni por unos ni por otros. ¡Qué había otros enseñadores que, para aumentar sus aflicciones, predicaban a Cristo por envidia! Al final él se gozaba en que Cristo fuese predicado. ¡Qué los adversarios conspiraban contra su vida! Pablo no se atemorizaba por ello.
Podemos entonces preguntarnos, ¿qué era lo que le sostenía de tal manera que le capacitaba para mantenerse inconmovible delante de cualquier contrariedad? Ello era así, porque él tenía su entera confianza en el Señor—en una palabra, él estaba firme en el Señor. Y habiendo experimentado la gracia protectora y el apoyo del Señor, el apóstol transmite la exhortación a los santos de todos los tiempos. En presencia de cualquier oposición, debemos tener presente la exhortación del apóstol: “Estad  .  .  .  firmes en el Señor.”
Los adversarios de fuera, y la “envidia,” y la “contienda,” y la “contención” de dentro, cosas que existían ya en los días del apóstol, se han aumentado en todos los aspectos en nuestros días, pero continúa existiendo esta reconfortante exhortación: “Estad  .  .  . firmes en el Señor.”
Nunca somos exhortados, ni se espera de nosotros que permanezcamos firmes en nuestra propia fortaleza, conocimiento, o sabiduría. Debemos mantenernos firmes contra todo esfuerzo del enemigo para una futura disgregación y división del pueblo de Dios, sea de dentro o sea de fuera, manteniéndonos firmes en la fortaleza del Señor, del viviente Señor, quien ha sido exaltado “hasta lo sumo,” dándole Dios un “nombre que es sobre todo nombre,” y que es poderoso para “sujetar a Sí mismo todas las cosas” (Fil. 2:9; 3:21).
2. Sed “De Un Mismo Sentir
En El Señor” (V. 2).
No hay nada tan doloroso para el corazón, y que debilite tanto el testimonio, que la disparidad de juicios que existe entre el verdadero pueblo de Dios. En el capítulo segundo de esta epístola, el apóstol atribuye toda envidia y disputas a una sola raíz: “Vanagloria” (Fil. 2:3). Aun ante la misma presencia del Señor hubo disputas entre los apóstoles, porque cada uno de ellos quería ser contado como el mayor (Luc. 22:21). Así que en el tiempo de los apóstoles hubo contiendas como resultado de la vanagloria de algunos que deseaban ser el mayor entre ellos. Y en nuestros días, todas las divisiones y disputas que existen entre el pueblo de Dios, pueden ser atribuidas a una sola raíz: Algunos que quieren ser los mayores.
El hombre vanidoso y engreído será siempre un hombre envidioso—celoso de todo aquel que es más espiritual o más dotado que él. Y los celos se manifiestan en malicia, y la malicia desemboca en “perturbación y toda obra perversa” (Stgo. 3:1416).
Entonces, ¿cómo podremos nosotros ser de “una misma mente en el Señor”? El apóstol muestra claramente que sólo podremos alcanzar esto si somos marcados por una mente humilde y sencilla, y teniendo esta mente humilde, él dice: “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Fil. 2:5). Él fue tan humilde, que esto le condujo a ser sin reputación o de grande nombradía, en orden de servir a otros en amor. El “yo” gusta de ser servido por los demás; en cambio el amor se deleita en servir.
Así pues, si cada uno de nosotros podemos olvidarnos del “yo,” rehusando el procurar tener gran reputación entre los demás, y solamente buscamos servir a los otros en amor, de acuerdo con la humildad de Cristo, tendremos la mente del Señor, y habrá en todos nosotros el “mismo sentir en el Señor.”
3. “Regocijaos En El
Señor Siempre” (V. 4).
Hasta aquí, el apóstol nos ha estado hablando en esta epístola de tres importantes asuntos: 1º, que entre el círculo cristiano hay algunos que son marcados por la envidia, contiendas y disputas; 2º, que todos estos buscan lo suyo propio, no las cosas que son de Cristo Jesús; y 3º, que muchos andan de tal manera, que son enemigos de la cruz de Cristo. Y ¡ay!, lo peor de todo es que tales cosas existen todavía hoy entre el pueblo de Dios, y pueden atraer dolor y lágrimas, tal como ellos causaron al apóstol.
Y el apóstol nos dice aún algo más; él no solamente mira adelante y ve el fracaso de los santos, sino que también mira a lo alto y ve la gloria del Señor Jesús. Él contempla a Cristo en la gloria, como el “premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Fil. 3:14). Él ve que Dios nos ha llamado para estar con Cristo y como Cristo en gloria, y ve el glorioso final de la travesía por el desierto con todas las penas y fracasos. Con este glorioso final en vistas, él se olvida de las cosas que quedan atrás y prosigue adelante para alcanzar la meta.
Y más que esto, Pablo no solamente mira hacia arriba a Cristo en la gloria, sino que él espera la venida del Señor Jesucristo quien “transformará el cuerpo de la humillación nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria Suya” (Fil. 3:20-21). Por eso, mirando alrededor, el apóstol debe llorar; pero mirando a lo alto, con todas estas cosas en su corazón, se goza, y nos exhorta, diciéndonos: “Regocijaos en el Señor siempre” (v. 4).
Nosotros nunca nos podemos regocijarnos en nosotros mismos, ni en nuestro servicio o en nuestro andar; no siempre podemos regocijarnos en nuestras circunstancias, o en las de los santos. Pero con Cristo viviente en lo alto, y con la venida de Cristo ante nosotros, podemos “regocijarnos siempre con el Señor.”
4. “Vuestra Gentileza Sea Conocida De Todos Los Hombres. El Señor
Está Cerca” (V. 5).
Es solamente cuando andamos con el Señor delante de nosotros, de acuerdo con las tres primeras exhortaciones, que seremos capaces de cumplir con esta exhortación, la que nos presenta el carácter de la gentileza con la cual debemos ser conocidos por todos los hombres. Demasiado a menudo somos conocidos por nuestros fuertes temperamentos en defender nuestros argumentos, y firmes opiniones, y tal vez violencia de expresión con los asuntos de este mundo. Si nuestras mentes están afirmadas en las cosas de arriba, no seremos tan vehementes en sostener nuestras opiniones acerca de las cosas de esta tierra. En todas estas cosas haremos bien en dejar a los demás con sus reticencias y aseveraciones, aunque éstas sean opuestas a nuestras opiniones personales. Haciéndolo así, manifestaremos el precioso carácter de Cristo en Su mansedumbre y ternura (2ª Cor. 10:1). Debemos evitar caer en disputas con aquellos que puedan oponérsenos: “porque el siervo del Señor no debe ser contencioso, sino amable para con todos” (2ª Tim. 2:24). Recordemos siempre que es más importante exhibir el carácter de Cristo, que acertar nuestras opiniones, aunque éstas sean correctas, o defendernos a nosotros mismos. Los hombres podrán oponerse a nuestras opiniones, a nuestras aseveraciones, a nuestra violencia, pero ¿quién puede mantenerse firme contra la gentileza? Como alguien dijo, “La gentileza es irresistible.”
Y más que esto, para animarnos a usar de gentileza, el apóstol nos recuerda que el “Señor está cerca.” No toca a nosotros entrar en discusiones para poner al mundo en orden, porque la venida del Señor está cerca, y en Su venida Él pondrá todas las cosas en su debido lugar, enderezando todas las cosas torcidas.
No debemos nunca decir, en otro sentido, que el Señor está cerca de nosotros, por cuanto cuán poco realizamos Su presencia. Él oye y ve todo cuanto decimos y hacemos. En cuán gran número de veces hemos proferido palabras fuertes y violentas en momentos de descuido, que, de no haberlas pronunciado, realizaríamos más asiduamente Su presencia.
Los discípulos, con su rudeza, increparon a las madres que traían a sus niños a Jesús. El Señor no les censuró su rudeza, antes con Su gentileza, les dijo: “Dejad a los niños venir a Mí, y no se lo impidáis” (Mat. 19:13-14). En otra ocasión, los discípulos, en su resentimiento contra los habitantes de cierta aldea de Samaria que rehusaron recibir al Señor, querían con violencia, hacer descender fuego del cielo para destruirlos. El Señor, una vez más con Su gentileza, no pronuncia ninguna palabra condenatoria contra quienes le rechazaron, sino que pasa a otra aldea (Luc. 9:52-56).
Así que mientras seguimos por una senda de separación, hablemos y actuemos como el silencioso en la tierra, y que, si en alguna cosa el mundo toma cualquier noticia de nosotros, sea solamente por notar nuestra gentileza.
5. “Por Nada Estéis Afanosos” (V. 6).
Aquí, la exhortación del apóstol tiene en vistas las circunstancias de la vida. No es que el apóstol olvide que en un mundo de penas y dolencias tendremos necesidades y cuidados, donde existen las pruebas y hay que afrentar tribulaciones y soportar cargas. Lo que aquí el apóstol desea es que no nos torturemos en nuestros pobres corazones con todas estas cargas. Él mismo está escribiendo estas cosas en la prisión, donde ha sufrido necesidades, y en un momento en que un compañero y colaborador suyo en la obra del evangelio ha estado enfermo casi a la muerte; pero en esas penosas circunstancias, Pablo se alzó por encima de todo cuidado ansioso, y es por eso que él puede decir a otros, “Por nada estéis afanosos.”
Puede que tengamos que afrontar pruebas en nuestras familias, en nuestros negocios, y aun entre el pueblo de Dios; penas por enfermedades, por necesidades, por sufrimientos causados por los santos, lo cual todo esto pesa sobre nuestras espaldas como un pesado fardo, y como alguien ha dicho: “Cuán a menudo una carga se apodera de la mente de una persona, y cuando ésta trata en vano de echarla fuera de sí, viene de nuevo, causándole una grande tribulación.”
Siendo así, ¿cómo podemos entonces encontrar alivio a todo ello? y ¿cómo es posible realizar, “Por nada estéis afanosos”? Felizmente el apóstol nos descubre la manera de librarnos, no necesariamente de la prueba, pero sí del peso de la prueba, para que ésto no nos agobie el espíritu con cuidados y ansiedad. A este fin, el apóstol dice: “Sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias” (v. 6). Solamente así encontraremos alivio para nuestra aflicción. “En todo,” cualquiera que sea la prueba, pequeña o grande, hagámosla conocer a Dios en oración; y digamos a Dios exactamente lo que deseamos: “Sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios.” Puede que nuestras peticiones no sean para nuestro bien, ni estén de acuerdo con la mente de Dios; puede que aun sean disparatadas, con todo, debemos hacerlas saber a Dios.
¿Cuál será el resultado de ello? ¿Contestará Dios nuestras peticiones? ¿Nos librará de la prueba? Él puede considerar que responder a nuestras peticiones y el librarnos de nuestra prueba no sería para nuestro bien. También, tanto en cuanto sea de preocupante la prueba presente, Dios actuará con perfecta sabiduría para nuestro beneficio de acuerdo a Su perfecto amor. Pero es seguro que Dios hará esto: Él aliviará nuestros corazones del peso de la prueba. Si nosotros derramamos nuestros corazones delante de Dios, Él nos derramará Su paz en ellos—esa paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento.
Como Ana siglos ha, en su amarga prueba, dijo: “He derramado mi alma delante de Jehová.” Como resultado, es dicho después, de ella: “No estuvo más triste.” Con todo, sus circunstancias por el momento eran las mismas. Más tarde, claro está, Jehová cambió sus circunstancias; pero primeramente Él demostró que tuvo poder para cambiar los ánimos de Ana. De su aflicción de corazón y amargura de alma, pasó a una grande paz—la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento—por haber dado a conocer sus peticiones delante de Dios (1º Sam. 1:618).
6. “En Esto Pensad” (V. 8).
Regocijándonos en el Señor, y despojándonos de todo cuidado y afán, seremos capaces de manera pacífica el deleitar nuestras almas en las cosas que son puras, de buen nombre, y dignas de alabanzas. En un mundo que está alejado de Dios, estamos continuamente enfrentados con el mal. Este mora en nosotros y a nuestro alrededor; nos presiona constantemente por cada lado. A veces tenemos que afrontarlo y contender con él, viniendo de nosotros mismos, y a veces de otros; pero sea como sea y venga de donde venga, teniendo que contactar con el mal en toda manera, produce contaminación y empañamiento de mente. ¡Ay!, existe en nosotros la tendencia de entremeternos en el mal y estar demasiado ocupados con él, mientras combatimos contra el mismo.
Dios quiere vernos ocupados con todo lo verdadero, noble, justo, y puro, teniendo en ello nuestra delicia. La carne en nosotros está siempre presta a escuchar las calumnias, y malos testimonios, y cosas que son viciosas, indignas, e indecorosas. Pero el apóstol dice, escuchad “todo lo verdadero, todo buen testimonio, y si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza en vuestro hermano, en esto pensad” (v. 8).
7. “Lo Que Aprendisteis Y Recibisteis Y Oísteis Y Visteis En Mí, Esto Haced; Y El Dios De Paz Estará
Con Vosotros” (V. 9).
Teniendo la mente ocupada en las cosas que son puras, preparará el camino para una vida que estará de acuerdo con Dios. “Pensando” el bien nos conducirá a “hacer” el bien. Habiendo sido dichas las cosas que son puras, el apóstol ahora nos dice pensad en esas cosas; “lo que  .  .  .  visteis en mí, esto haced.”
No es suficiente el haber “aprendido” y “recibido” la verdad, por medio de los escritos del apóstol, o haber “oído” de sus propios labios y “visto” en su vida. Todo cuanto hemos aprendido, recibido, oído, y visto es para ponerlo en práctica en nuestras vidas. Por tanto: nosotros debemos ser, como otro apóstol ha dicho, “Hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores” (Stgo. 1:22).
Entonces, dice el apóstol, si nuestras mentes están ocupadas con las cosas que son puras, y nuestras vidas están en correspondencia con la verdad—esto es si “pensamos” y “hacemos” el bien—tendremos, no solamente la paz de Dios guardará nuestros corazones, sino que “el Dios de paz estará con” nosotros (v. 9).
A pesar de todo el fracaso de la iglesia y las pruebas que aparecen en el camino, cuán bendita es la porción de aquellos creyentes quienes
están firmes en el Señor;
tienen una misma mente en el Señor;
se gozan en el Señor;
son conocidos de todos por su gentileza;
por nada están afanosos;
ocupan sus mentes con las cosas que son puras;
ponen en práctica las cosas que han aprendido y recibido.
Los tales tendrán sus corazones gobernados por la paz de Dios, y gozarán del apoyo del Dios de paz. En todas estas exhortaciones no hay nada que no pueda llevarse a cabo por el más simple y joven de los creyentes, en el poder del Espíritu Santo. No se necesita para ello ningún don especial; tampoco ningún gran alcance intelectual. Se trata de la genuina esencia de la práctica vida cristiana, y es ahora tan aplicable en este tiempo presente de pruebas y dificultades, como lo fue en los tiempos primitivos de un cristianismo de plenitud y poder.
A través de esta vida, ¡Jesús!,
Confiar en Ti es lo mejor;
Nuestra mente en quietud, fija en Ti,
Descansando al servirte, ¡Señor!
Pruebas pueden de fuera llegar;
Mas con todo gozamos saber
Que con toda paz has de guardar,
Ocupando la mente en Tu Ser.