Apéndice

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Nota 1 (véase página 13). Parece que hay una buena justificación para decir que «Constantino era pagano de corazón, y cristiano sólo por motivos militares.» Su bandera imperial, que exhibía de manera destacada el símbolo de la cruz, llevaba también en oro la imagen del emperador, y estaba dispuesta para ser objeto de culto tanto para los soldados paganos como para los cristianos. Además, aunque reconocido como cabeza de la iglesia, nunca renunció al título de «sumo pontífice» de los paganos.
Nota 2 (véase página 32). Para dar al lector una cierta idea de lo que significaba el interdicto papal en Inglaterra en las Edades Oscuras, será de utilidad la siguiente cita tomada de Miller: «En un momento cesaron todos los oficios divinos por todo el reino, excepto el rito del bautismo y de la extremaunción. Desde Berwick hasta el Canal de la Mancha, desde Land’s End hasta Dover, se cerraron las iglesias, callaron las campanas; el único clero que podía verse caminar de incógnito y en silencio era el que iba a bautizar a niños recién nacidos o a oír las confesiones de los moribundos. Los muertos eran echados de las ciudades, y eran sepultados como perros en algún lugar sin consagrar, sin oraciones, sin que doblaran las campanas, sin ritos funerarios. Sólo podrán juzgar de la naturaleza del interdicto papal los que consideren cuán plenamente la vida de todas las clases estaba afectada por el ritual y por las ordenanzas diarias de la iglesia. Todos los actos importantes eran llevados a cabo con el consejo del sacerdote o del monje. Las festividades de la iglesia eran las únicas fiestas que se celebraban, las procesiones de la iglesia los únicos espectáculos, y las ceremonias de la iglesia las únicas diversiones. El hecho de no oír ni oraciones ni salmodias, de suponer que el mundo iba a quedar rendido a la influencia desenfrenada del maligno y de sus malos espíritus, sin santo que intercediera ni sacrificio para detener la ira de Dios, cuando no había una sola imagen expuesta a la contemplación, y todas las cruces estaban cubiertas por un velo; ... se había roto del todo la relación entre Dios y el hombre; las almas eran dejadas en la perdición, o bien se les administraba de mala gana la absolución justo en el momento de la muerte. Y, para inspirar un pavor y fanatismo más profundo, los cabellos debían ser dejados crecer y la barba sin afeitar, había quedado prohibido el uso de la carne, e incluso se habían prohibido las salutaciones ordinarias.» (Miller, Church History, Vol. II, pág. 445.)
Nota 3 (véase página 44). La total dependencia de Lutero de Dios quizá nunca se vio de manera más notable que durante las horas que precedieron de inmediato a su defensa delante de la Dieta de Worms. Su oración en aquella ocasión, oída casualmente y registrada por un amigo, la citamos aquí de la Historia de D’Aubigné: «¡Oh Dios Omnipotente y Eterno! ¡Cuán terrible es este mundo! ¡He aquí que abre la boca para tragarme, y yo ... confío tan poco en ti! ... ¡cuán débil es la carne y cuán poderoso es Satanás! ¡Si es en el poder de este mundo en lo único que puedo confiar, todo ha terminado! ... ¡mi última hora ha llegado, ha sido pronunciada mi sentencia! ... ¡Oh Dios! ¡Oh Dios! ... ¡Oh Dios! ¡Ayúdame Tú contra toda la sabiduría del mundo! Haz esto; deberías hacerlo ... sólo Tú ... porque ésta no es mi obra, sino la tuya. Nada tengo yo que hacer aquí, ¡nada por lo que luchar contra estos grandes del mundo! Desearía que mis días pasaran pacíficos y felices. Pero la causa es tuya ... y es una causa justa y eterna. ¡Oh Señor, ayúdame! ¡Dios fiel e inmutable! No pongo mi confianza en hombre alguno. ¡Sería en vano! Todo lo que pertenece al hombre es incierto; todo lo que viene del hombre fracasa. ... ¡Oh Dios, mi Dios ¿No me oyes? ... Dios mío, ¿acaso estás muerto? ... ¡No, Tú no puedes morir! ¡Tú sólo te ocultas! ¡Tú me has escogido para esta obra. Lo sé bien! ... Obra, oh Dios, entonces. ... Quédate a mi lado por causa de tu amado Jesucristo, que es mi defensa, mi escudo y mi castillo fuerte. ¡Señor! ¿Dónde estás! ... ¡Oh, Dios mío! ¿dónde te encuentras? ... ¡ven! ¡ven! ¡Estoy dispuesto! ... Estoy listo para poner mi vida por tu verdad ... paciente como un cordero. Porque ésta es la causa de la justicia—¡es tu causa! ... ¡Nunca me separaré de ti, ni ahora ni para la eternidad! Y aunque todo el mundo estuviera lleno de demonios—aunque mi cuerpo, que sigue siendo obra de tus manos, fuera muerto, fuera estirado sobre el suelo y despedazado ... reducido a cenizas ... ¡mi alma es tuya! ¡Sí! Tengo la certidumbre de tu palabra. Mi alma te pertenece. Para siempre morará contigo. ... ¡Amén! ... ¡Oh Dios! ¡Ayúdame! ... Amén.» (D’Aubigné, History of the Reformation, Vol. II, pág. 242.)
Nota 4 (véase página 49). El comentario del mismo Lutero acerca del papel jugado por Melancton en la Reforma Alemana es digno de ser citado. Dice él: «Yo he nacido para ser un rudo controversialista; yo limpio el terreno, arranco los hierbajos, lleno los hoyos y allano los caminos. Pero edificar, plantar, sembrar y regar, adornar el país, le pertenece, por la gracia de Dios, a Felipe Melancton.»
Nota 5 (véase página 54). Calvino mantuvo que los sufrimientos de Cristo en vida subieron a Dios para obrar justicia por expiación y que Su vida, lo mismo que Su muerte, e incluso Su sufrimiento, en sus palabras los tormentos del infierno, fueron necesarios para consumar nuestra justicia. Al escribir así, es probable que tratara de distinguir la muerte corporal del Señor de Su sufrimiento por lo que se debía al pecado y a los pecados en el justo juicio de Dios. Calvino también consideraba a los creyentes como justificados antes de nacer, y que la fe simplemente les daba el conocimiento de ello. Los comentarios de J. N. Darby acerca de Calvino son interesantes. Dice él: «Puedo ver en Calvino una claridad y un reconocimiento de la autoridad de la Escritura que le libró a él y a aquellos a los que él enseñó (aún más que a Lutero) de las corrupciones y supersticiones que habían abrumado a la cristiandad, y por medio de ella a las mentes de la mayoría de los santos.»
Nota 6 (véase página 69). Una característica destacable del avivamiento evangélico en el siglo dieciocho fue el gran número de himnos que se escribieron por aquel tiempo, como por ejemplo: «Al contemplar la asombrosa cruz», de Isaac Watts, 1707; «Amor divino, que a todos sobrepuja», de Carlos Wesley, 1747; «Roca de la Eternidad», de A. M. Toplady, 1775; «Dios se mueve de forma misteriosa», de W. Cowper, 1779, y «Cuán dulce el nombre es de Jesús», de John Newton, 1779.