Amor Y Comprensión

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Todos hemos sido creados con unas ciertas capacidades que hemos recibido de Dios, y con una necesidad básica de amor y comprensión. Sin embargo, la mayoría de nosotros conocemos o hemos oído hablar de personas a quienes se ha dicho, quizá desde su más tierna infancia, que no valían para nada, que nunca podrían hacer nada bien, que no tenían nada que ofrecer. Esto sucede con frecuencia en el mundo en general, y, triste es decirlo, también con frecuencia entre los creyentes. Esta clase de actitud es claramente contraria a la Palabra de Dios, como hemos visto. Sabemos que las vidas de tales personas a menudo acaban de manera desastrosa, a no ser que se ponga remedio al mal.
En 1 Juan leemos: «Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor» (1 Juan 4:7-8). La necesidad de ser amado y comprendido forma parte de cada uno de nosotros. Cuando una persona no recibe amor y comprensión, se suscitan dificultades en su vida. Algunas veces, esas dificultades se vuelven abrumadoras, de modo que la necesidad de amor llega a ser más importante que la vida misma.
En verano de 1980, una mujer llamada Judith Bucknell fue asesinada en Miami. Su asesinato hubiera podido llegar a ser un dato más de una larga estadística excepto por su diario. Aparentemente, era joven, atractiva y llena de éxitos, pero su diario se levanta como un monumento a la terrible soledad que experimentaba. «¿Quién va a amar a Judith Bucknell? — escribía ella — . Me siento tan vieja. No amada. No deseada. Abandonada. Utilizada. Quiero llorar y dormir para siempre.» Su apariencia externa era de felicidad; gozaba de un buen trabajo, de vestidos elegantes, y una hermosa vivienda: todos los accesorios de «una buena vida». Pero escribía: «Me encuentro sola, y quiero compartir algo con alguien.» El dolor de su corazón no podía quedar satisfecho con cosas materiales ni con relaciones superficiales, porque estaban ausentes el verdadero amor y la verdadera comprensión.
Sin duda alguna, este es el pensamiento que se expresa en el Salmo 63:3, donde se dice: «Porque mejor es tu misericordia que la vida; mis labios te alabarán.» El salmista había aprendido que la misericordia, la inclinación favorable hacia uno, era más importante para él que la vida, y la había encontrado en el mismo Señor. Si reducimos la mayor parte de nuestros problemas a un común denominador, es probable que los ingredientes ausentes sean el amor y la comprensión. A veces se identifica la autoestima con la necesidad de ser amado y comprendido, pero de nuevo el término es deficiente. El término «propia imagen» es más preciso, pero también tiende a llevarnos a pensar en nosotros mismos.
Mostrar amor y comprensión a otros involucra complacer a alguna otra persona, no a mí mismo, y esto nos lleva al fondo mismo del problema. El yo gusta de ser servido, mientras que el amor gusta de servir. Si yo quiero ser servido, alguien tiene que hacerlo, y cuando todos quieren ser servidos, se suscita una dificultad evidente. Para que yo pueda gozar de amor y de comprensión, alguien tiene que ponerme por delante de él mismo. Pero por naturaleza nos ponemos a nosotros en primer lugar, y apenas si será necesario observar cómo abunda esta actitud en el mundo en la actualidad. Cuando todos demandan amor y comprensión, pero pocos están dispuestos a dar lo uno y lo otro, entonces nos encontramos con un problema muy extendido. Es cierto que el hombre natural puede expresar una medida de amor y de comprensión, porque, como veremos en la siguiente sección, Dios en gracia ha preservado la creación de los plenos efectos de la caída del hombre. Sin embargo, el verdadero amor y comprensión sólo se pueden aprender contemplando a Cristo mismo.
Un joven, al crecer, debe darse cuenta de que Dios le ha dado capacidades que no estaban relacionadas con la caída. Por ejemplo, quizá un niño exhibe una capacidad con sus manos, y puede trabajar bien con herramientas. Unos padres sabios y amantes observarán esto, y alentarán esta capacidad. Quizá le comprarán herramientas y le facilitarán un medio donde pueda desarrollar sus capacidades. Elogiarán sus esfuerzos, incluso si inicialmente sus trabajos son algo burdos. Otro niño puede mostrar dotes para la música; unos buenos padres reconocerán esto y lo alentarán con unos medios adecuados. Todo esto es bueno y legítimo, y se encuentra en la Palabra de Dios.
Proverbios 22:6 dice: «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él.» Para llevar esto a cabo, debemos reconocer que cada niño es diferente, y que no podemos tratarlos de manera idéntica. Esto involucra conocer «al niño» y reconocer el tenor de «su camino». Los padres deberían amar a todos sus hijos por igual, pero tratarlos como si fuesen iguales es un error, y es contrario a la sabiduría de la Palabra de Dios.
Los elogios forman una parte importante de este aliento, y a menudo nos olvidamos de la gran importancia que tienen para un niño. He conocido a padres que nunca elogiaban a sus hijos por miedo a que se volvieran orgullosos. Debemos recordar que los niños pequeños, como Samuel, pueden no conocer aun al Señor. Ellos contemplan el mundo con los ojos de aquellos que más significan para ellos, generalmente sus padres, y a veces otros adultos como parientes cercanos o maestros. La mayoría de nosotros podemos recordar cuán grande ha sido la influencia que han tenido estas personas sobre nosotros durante nuestros años formativos.
Así, podemos ver que todos hemos sido creados con una necesidad básica de amor y comprensión, y que es justo que se dé provisión de lo uno y de lo otro en cualquier esfera donde hay influencia y autoridad. Allí donde están ausentes el amor y la comprensión, hay siempre dificultades, y a menudo calamidades.
Algunos preguntarán de inmediato: «¿Y qué sucede con aquellos que no reciben este ingrediente tan importante en sus vidas? ¿Están acaso abocados a las dificultades y a las calamidades a las que hemos hecho referencia?» Antes de responder a esta pregunta, debemos considerar al hombre como una criatura caída.