“Compartimos Nuestra Última Comida”

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(Esta historia fue relatada por un amigo anciano. Carl Leverentz, recordando los días de su niñez en Suecia a fines del siglo pasado.)
“Para casi todas las personas los alimentos escaseaban”, recordó nuestro amigo. “Normalmente comíamos arenques y papas.” Durante el verano los arenques eran frescos y durante el invierno estaban salados y secos. Siempre hacíamos hervir las papas para comerlas sin pelar—no podíamos darnos el lujo de botar las cortezas. A menudo mamá nos conseguía leche descremada también, y así en esta forma comíamos mejor que otras muchas personas.
“No teníamos lástima por nosotros mismos. Tanto mi padre como mi abuelo habían sido criados, con una dieta de arenques y papas. A nosotros los niños nos gustaba siempre escuchar los cuentos que relataba vez tras vez.”
“Ocurrió así, durante el verano las papas no habían crecido bien porque había poca lluvia. Eso significaba un invierno duro para todos, mientras esperaban ansiosamente la cosecha de papas del verano siguiente. Al llegar la primavera había abundancia de lluvias, y los campesinos estaban llenos de esperanzas, pero las últimas lluvias cayeron el 8 de junio.”
“Al llegar el mes de agosto, las papas estaban del tamaño de unas bolitas y las planteas se habían secado totalmente. En todas partes los cristianos clamaban al Señor porque la situación era desesperante. El 8 de agosto llegaron las lluvias—¡abundancia de agua! Llovió hasta inundar los campos, y los patios alrededor de los edificios de las granjas parecían lagos. Poco a poco la tierra sedienta chupaba el agua.”
“Entonces ocurrió algo maravilloso, esas pequeñas papas se convirtieron en semillas y empezaron a crecer. No parecía posible que podían madurar antes de llegar la temporada de frío con escarcha, pero los cristianos estaban orando. Dios en su misericordia permitió que el otoño fuera el más largo que pudiesen recordar, antes de llegar el tiempo de frío con heladas. La primera escarcha llegó bien entrado el mes de octubre, dando tiempo para recoger una abundante cosecha de papas.”
“¡Pero eso no era todo! Dios también envió arenques en abundancia. Los pescadores con redes y botes, los hacendados con sus carretas, y algunos solamente con carretillas, todos estaban pescando. La pesca era tan abundante que un hombre podría salir al agua con una tabla en la mano y sacar peces de la playa.”
“Dios era tan bueno, con los muchos cristianos dedicados que clamaban a Él pidiendo socorro.”
“Esa fue la historia de mi abuelo”, continuó nuestro amigo. “Ahora permítanme darles una experiencia propia. Cuando yo era niño pasábamos por tiempos muy difíciles. Mi padre era sastre. Recuerdo bien, viéndolo sentado sobre la mesa con las piernas cruzadas, como era la costumbre, en aquel entonces, ocupado con sus trabajos. Un otoño se enfermó y tuvo que guardar cama. Pasaban varias semanas, y no tuvo mejoría. Finalmente llegó el día en que todos nos sentamos a la mesa para comer los últimos alimentos en la casa, sin saber cómo íbamos a conseguir más comida. Eramos una familia grande de niños pequeños. Con el marido enfermo nuestra madre tuvo mucho que hacer.”
“En ese momento alguien golpeó la puerta y encontramos a un forastero en busca de comida y descanso por la noche. Sin titubear nuestra madre le invitó pasar y compartimos con este joven nuestra última comida.”
“Pronto el visitante se dio cuenta de que papá estaba muy enfermo, y al preguntar por el oficio de mi padre se puso pensativo. Finalmente dijo: ‘Creo que Dios me ha enviado aquí para ayudarlos. Yo también soy sastre. Veo que tiene aquí trabajos atrasados que no puede hacer. Yo iba al próximo pueblo en busca de trabajo, creo que lo he encontrado aquí mismo. Con su permiso me quedaré para hacer las obras, y cuidar a su familia hasta que Ud. pueda levantarse para hacerlo.’  ”
“Llegó la primavera antes de que papá pudiese levantarse de la cama y tener fuerza suficiente para trabajar. Todo el invierno ese joven de buen corazón trabajó laboriosamente, sentado sobre la mesa, cruzado de piernas, cosiendo las telas cuidadosamente. Como resultado nuestra casa estaba abrigada, tuvimos ropa, y nunca nos hacía falta comida suficiente.”
“¡Cuán agradecidos estuvimos a Dios por su provisión! ¡Cuán agradecidos a ese joven sastre de corazón grande, y cuán agradecidos por una madre que no rechazó a un forastero, y que de buena voluntad compartió con él los últimos alimentos que teníamos!”
He vivido muchos años ahora y hay algo que puedo decir con David:
Joven fui, y he envejecido, Y no he visto justo desamparado, Ni su descendencia que mendigue pan.
(Salmo 37:25)
El alma generosa será prosperada; Y el que saciare, él también será saciado.