1 Juan: Las características de la Vida Eterna en los hijos de Dios en tiempos de apostasía

Table of Contents

1. Introducción
2. El prólogo: Capítulo 1:1-4
3. Capítulos 1:5-2:11: Luz
4. Capítulo 2:12-28: Crecimiento en la familia de Dios (un paréntesis)
5. Capítulos 2:29-4:6: Vida
6. Capítulos 4:7-5:5: Amor
7. Capítulo 5:6-21: El epílogo

Introducción

El apóstol Juan escribió cinco libros de la Biblia: su evangelio, tres epístolas y el Apocalipsis. Estos fueron los últimos libros que se escribieron, alrededor del año 90 d. C. Esto significa que Juan escribió en un momento en que la nación judía había sido destruida por los romanos. En el año 70 d. C., la ciudad de Jerusalén y el templo fueron destruidos y la mayoría del pueblo murió, y casi 100.000 fueron deportados como cautivos. Sin el lugar y la gente, el judaísmo dejó de existir en la tierra de Israel. De hecho, Juan es el único escritor del Nuevo Testamento que escribe desde esta perspectiva. Jacobo, el hermano de Juan, fue el primer apóstol en morir (por medio del martirio, Hechos 12:2) y Juan fue el último apóstol en morir.
El propósito de Juan al escribir la epístola
En la epístola, Juan declara tres razones para escribir a los santos en aquel tiempo:
•  Primero, para que su gozo sea cumplido mediante la comunión con el Padre y el Hijo (capítulo 1:3-4).
•  Segundo, para que no fallaran en el camino por causa del pecado (capítulo 2:1).
•  Tercero, para que tuvieran el conocimiento consciente y la seguridad de poseer la vida eterna* (capítulo 5:13).
Los gnósticos
Además de querer que los creyentes fueran felices, santos y saludables (espiritualmente), el Espíritu de Dios tenía otra razón para impulsar a Juan a escribir la epístola. En ese tiempo, se habían levantado muchos maestros anticristianos que profesaban ser hijos de Dios, pero negaban la verdad del Padre y del Hijo (capítulos 2:18-26 y 4:1-6). Para ayudar a los santos a saber quiénes eran verdaderos creyentes y quiénes no, Juan fue guiado a presentar los rasgos característicos de la vida eterna*, mediante los cuales se podía detectar toda falsa pretensión a la posesión de esa vida. Esto proporcionaría a los santos un estándar conveniente por el cual podrían poner a prueba toda profesión.
Este movimiento divergente de enseñanzas anticristianas surgió entre las asambleas a fines del siglo I y atormentó a la Iglesia durante casi 200 años con sus doctrinas erróneas. Fue el comienzo de lo que se conocería como gnosticismo. Gnóstico significa “conocer”. (A la inversa, agnóstico significa “no conocer”). Estos falsos maestros afirmaban que lo que los apóstoles entregaron a la Iglesia era introductorio y elemental, pero lo que ellos tenían era un conocimiento superior. Sin embargo, ¡lo que proponían era en realidad blasfemia! Algunos de ellos (los cerintianos) negaban la deidad de Cristo. El apóstol Juan refutó este error con su evangelio, mostrando que el Señor tiene todos los atributos de la deidad. Otra secta (los docetistas) negaba la encarnación de Cristo y, así enseñaba que no era un hombre real. Juan refutó este error en sus epístolas. Con el pretexto de estar avanzando en la verdad, ¡estos falsos maestros se habían apartado de ella! Por lo tanto, el ministerio de Juan tiene un gran valor práctico para defenderse de aquellos que profesan conocer a Dios, pero niegan ciertos aspectos de la verdad de la Persona de Cristo.
Los temas en el ministerio de Pedro, Pablo y Juan
El tema del ministerio de Juan es bastante diferente al de Pablo y Pedro. Juan se enfoca en la familia de Dios, insistiendo en nuestra relación con Dios como sus “hijos” (Juan 1:12-13; 1 Juan 3:1). De esta manera, las características de la vida eterna* en lo que respecta la familia son tratados ampliamente. El apóstol Pablo, por otro lado, aunque menciona, igual que Juan, que somos “hijos de Dios” (Romanos 8:16), se enfoca en nuestra posición ante Dios como “hijos”, destacando nuestros privilegios como tales (Romanos 8:14-15; Gálatas 4:1-7; Efesios 1:4-6; Hebreos 2:10). Pablo también desarrolla la enseñanza de la Iglesia como “el cuerpo de Cristo” (1 Corintios 12:12-13,27; Efesios 3:6; 4:16; 5:25-32; etc.) y como “la casa de Dios” (Efesios 2:19-22; 1 Timoteo 3:15; Hebreos 3:6, etc.). El énfasis del apóstol Pedro también es otro; él ve las cosas desde la perspectiva del reino de Dios. Habiendo recibido “las llaves del reino de los cielos” (Mateo 16:19), él había sido elegido para abrir la puerta de la bendición tanto a los judíos (Hechos 2) como a los gentiles (Hechos 10). Por lo tanto, enfatiza el reino en su ministerio. A menudo habla de la Aparición de Cristo, que es el evento que marca la inauguración del reino y el reinado público de Cristo en este mundo (1 Pedro 1:5,7,13; 4:13; 5:1,4; 2 Pedro 1:11,16; 3:4,10).
El estilo abstracto de los escritos de Juan
El apóstol Juan escribe de una manera única. La clave para comprender sus declaraciones es entender que ve las cosas de manera abstracta. J. N. Darby dijo: “Si alguien no puede ver tales declaraciones de manera abstracta, nunca las entenderá” (Notes and Jottings [Notas y apuntes], página 36). ¿Qué quiere decir “abstracto”? F. B. Hole definió la palabra “abstracto” de la siguiente manera: “Cuando hablamos de manera abstracta, deliberadamente eliminamos de nuestras mentes y lenguaje todas las consideraciones de calificación, a fin de que podamos definir más claramente la naturaleza esencial de lo que hablamos” (Epistles [Epístolas], vol. 3, página 161). Así, podríamos decir: “El corcho flota”. Al afirmar esto, estamos hablando del comportamiento característico del corcho. No tenemos en cuenta que podría hundirse en el agua si le atamos algo pesado para mantenerlo en el fondo. En condiciones normales, el corcho flota. Asimismo, Juan habla de las cosas en su esencia, es decir, cómo se caracterizan sin referirse a alguna persona, cosa o situación en particular. Examina las características de la vida eterna* por lo que normalmente la caracteriza, no por lo que uno que tiene esa vida pueda hacer que no sea característico de ella. Debido a una baja condición de alma, estas características pueden a veces oscurecerse en nosotros, pero Juan no toma en cuenta esto cuando ve las características de esa vida.
J. N. Darby dijo: “Todas las declaraciones de Juan son absolutas. Él nunca las cambia para incluir las dificultades u obstáculos que podamos tener en el cuerpo. ‘Cualquiera que es nacido de Dios’, dice en el capítulo 3 [de 1 Juan], ‘no hace pecado’. Allí habla de acuerdo con la esencia misma de la naturaleza. La naturaleza divina no es capaz de pecar. No es una cuestión de progreso o grado, sino que no puede pecar porque es nacido de Dios ... . Juan siempre lo declara en su propio absolutismo, de acuerdo con la verdad misma ... . Es posible que no lo cumplamos, pero el apóstol no toma en cuenta estos tipos de modificaciones, sino solo la verdad misma” (Collected Writings [Escritos compilados], vol. 28, página 214). Por lo tanto, Juan habla de los creyentes de manera óptima o ideal, es decir, lo que son cuando andan en el poder del Espíritu y en el disfrute de la vida eterna*. Él no los ve como siendo menos que eso. Él escribe sin tratar de buscar un punto medio en la discusión. Es luz o tinieblas, vida o ausencia de vida, amor u odio, etc. Esto debe tenerse en cuenta al leer la epístola.
El peligro de interpretar el ministerio de Juan usando la terminología de Pablo
Otro problema que ha llevado a muchos a malinterpretar el ministerio de Juan es tratar de interpretar sus términos y expresiones usando las mismas definiciones que usa Pablo. Es decir, Juan puede usar la misma palabra que usa Pablo, pero de una manera diferente; si esto no se tiene en cuenta, vamos a malinterpretar el pasaje. De ahí viene el dicho comúnmente repetido: “No llevemos la terminología de Pablo al ministerio de Juan”. Por ejemplo, Pablo usa la palabra “andar” para indicar la práctica cristiana que puede variar de acuerdo con la condición del alma (Gálatas 5:16; Efesios 4:1; 5:2,8,15; 1 Tesalonicenses 2:12; 4:12; 2 Tesalonicenses 3:11, etc.). Él toma en cuenta la posibilidad de que los cristianos estén andando mal, mientras que Juan nunca lo hace. Juan ve a todos los creyentes andando en la luz, ya sea que estén en una buena condición o no. Pueden darle la espalda a la luz y no vivir de acuerdo con ella, y si lo hacen, la luz brillará en sus espaldas, porque los creyentes siempre están en la luz. Por lo tanto, Juan no habla de cómo andamos, sino de en dónde andamos.
Otro ejemplo es la forma en que los dos apóstoles usan el término “niños”. En Gálatas 4:1-7, Pablo lo usa para indicar a alguien que está en el terreno del Antiguo Testamento; es nacido de Dios, pero no es habitado por el Espíritu Santo. Sin embargo, Juan usa la palabra para describir a los creyentes que están en terreno cristiano y habitados por el Espíritu Santo (1 Juan 2:20,28; 3:24; 4:13).
Otro ejemplo es la forma en que Pablo y Juan usan la palabra “en” en relación con el creyente y el Señor. La frase característica de Pablo “en Cristo” no se debe considerar igual a la frase “en Él” usada por Juan. Pablo se refiere a la posición de aceptación que tiene el cristiano estando en el mismo lugar en el que Cristo está delante de Dios (Efesios 2:6), mientras que Juan habla de la conexión que tenemos con Cristo en cuanto a la vida y a la comunión (Juan 14:20; 15:4).
Solo ocho exhortaciones
Otro aspecto que hace que esta epístola sea única es que tiene solo ocho exhortaciones (capítulos 2:15,24,28; 3:7,18; 4:1,7 y 5:21). Aparte de estas exhortaciones, la mayoría de las observaciones de la epístola tienen que ver con mostrar varios aspectos de la vida eterna* como pruebas y contrapruebas por las cuales podemos probar cualquier pretensión. Esto no quiere decir que la epístola no sea práctica. Por el contrario, cuando los puntos que Juan hace con respecto a las características de la vida eterna* se aplican a todos los que profesan conocer a Cristo, su ministerio se vuelve inmensamente práctico; así podemos discernir inmediatamente quiénes son verdaderos creyentes y quiénes no. Ya que vivimos en una época en la que existe el peligro de ser corrompidos por falsos maestros y por los muchos que profesan ser hijos de Dios, pero no lo son, la epístola de Juan es de gran ayuda para ayudarnos a identificar a los tales.
“Conocer” y “conocido”
Otra cosa que marca esta epístola es el uso frecuente de las palabras “conocer” y “conocido”. Ocurren unas 40 veces. Él enfatiza estas palabras para contrarrestar las afirmaciones de los falsos maestros de tener un conocimiento superior al de los apóstoles. Al usar estas palabras, destaca lo que conocemos a través de las revelaciones de la verdad que se nos han dado a través de los apóstoles y lo que se nos ha asegurado a través de la comunión con el Padre y el Hijo.
Hay dos palabras principales en el texto griego que se traducen como “conocer” y también “saber”: “ginosko” y “oida”. Juan usa ambas en sus epístolas, y es instructivo entender cuándo y cómo lo hace, como veremos más adelante en el capítulo 5. (Debemos mucho a las notas al pie de la traducción J. N. Darby que indican qué palabra se usa en un pasaje en particular. Véase su nota sobre el uso de estas palabras en 1 Corintios 8:1). “Ginosko” se refiere al conocimiento objetivo derivado de información acerca de algo o alguien; “Oida” es un conocimiento interno consciente de algo o alguien el cual es adquirido a través de una relación y comunión íntima y personal. El Señor usa las dos palabras en Juan 8:55, un versículo que sirve para ilustrar la diferencia entre ellas. En cuanto al conocimiento del Padre, Él dijo a los fariseos incrédulos: “No le conocéis (ginosko); mas Yo le conozco (oida). Así, los fariseos no tenían entendimiento de Dios el Padre, pero el Señor vivía en comunión personal e íntima con Él y por lo tanto tenía un conocimiento profundo y pleno del Padre.
Vida eterna*
Como se mencionó, el gran tema que atraviesa todo el ministerio de Juan es la “vida eterna*”. Su evangelio complementa sus epístolas, y contiene todas las simientes desarrolladas en las epístolas. En el evangelio de Juan, las características de la vida eterna* son presentadas en las enseñanzas del Señor y son perfectamente ilustradas en Su vida; en la epístola estas mismas características se ven en los hijos de Dios. Juan alude a esto en 1 Juan 2:8, donde dice que el nuevo mandamiento de amarnos los unos a los otros es “verdadero en Él y en vosotros. Es como mirar un álbum de fotos familiar; hay rasgos similares que se extienden a lo largo de la familia, desde los padres hasta los hijos. Así es en la familia de Dios; vemos los rasgos de la vida eterna* que caracterizan al Padre y al Hijo germinando en los hijos de Dios. Estos rasgos pueden estar ocultos en nosotros a veces, pero, aun así, están allí. Así como a un buen padre terrenal le agrada ver a sus hijos siguiendo en sus caminos y escuchar a la gente decir que siguen sus pasos, también le agrada a Dios nuestro Padre ver las cosas que lo caracterizan surgiendo en el comportamiento de Sus hijos.
Habiendo dicho que el tema de Juan es la vida eterna*, uno podría preguntarse: “¿Qué es exactamente la vida eterna*?” En pocas palabras, es la posesión de la vida divina en comunión con el Padre y el Hijo en el poder del Espíritu Santo. El Señor dijo: “Esta empero es la vida eterna*: que Te conozcan el solo Dios verdadero, y á Jesucristo, al cual has enviado” (Juan 17:3). Para que nosotros tuviéramos esta vida, Cristo tuvo que descender del cielo para revelar al Padre y la relación eterna que tiene con Su Hijo (Juan 1:18; 10:10; 1 Juan 4:9). Además, esta vida no podría poseerse sin que el creyente descanse por fe en la obra consumada de Cristo (Juan 3:14-15) y sea habitado por el Espíritu Santo (Juan 4:14). Esto muestra que la vida eterna* es una bendición claramente cristiana que poseemos “en Cristo Jesús”, el Hombre resucitado, ascendido y glorificado a la diestra de Dios (Romanos 6:23; 2 Timoteo 1:1). F. G. Patterson dijo: “La vida eterna es el término cristiano para lo que tenemos en Cristo; a través de ella llegamos a la comunión con el Padre y el Hijo, y así tenemos una naturaleza apta para el cielo” (Scripture Notes and Queries [Apuntes y preguntas sobre las Escrituras], página 112). También dijo: “Tenemos vida eterna en Cristo; Cristo vive en nosotros; y esta vida eterna nos lleva a la comunión con el Padre y el Hijo, lo cual no podría ser hasta que el Padre se revelara en Él y el Espíritu Santo fuera dado, mediante el cual lo disfrutamos” (Words of Truth [Palabras de verdad], vol. 3, página 178). H. Nunnerley dijo: “La vida eterna es una vida de comunión, una participación en las relaciones divinas, un conocimiento práctico del Padre y Su Enviado” (Scripture Truth [Verdad escritural], vol. 1, página 197). A. C. Brown dijo: “La vida eterna se refiere a la vida de Dios que se disfruta en comunión con el Padre y el Hijo a través de la morada del Espíritu Santo” (Eternal Life [Vida eterna], página 4).
Ha surgido mucha confusión a lo largo de los años en cuanto al significado de la vida eterna. Muchos misioneros, evangelistas y maestros de escuela dominical la definen como “una vida que dura para siempre”. Sin embargo, si esta fuera una definición correcta de la vida eterna, entonces tendríamos que decir que el diablo y todos los pecadores perdidos tienen vida eterna, ¡porque ellos también existirán para siempre! De ninguna manera es cierto decir que ellos tenían vida eterna. H. Nunnerley dijo: “Muchos confunden la vida eterna, limitando su significado a la duración infinita de la existencia y la seguridad eterna de aquellos que poseen esa vida” (Scripture Truth, vol. 1, página 195). A. C. Brown confirmó esto, afirmando que la vida eterna “no solo significa que tenemos una vida que dura para siempre” (Eternal Life, página 4). H. M. Hooke comentó: “Muy pocos de nosotros hacemos el esfuerzo de detenernos y pensar en lo que es la vida eterna. Recuerdo que una vez le pregunté a una hermana mayor si podría decirme qué era la vida eterna. ‘¡Oh, sí!’, dijo, ‘es la perpetuidad de la existencia’. Respondí: ‘Entonces usted no tiene más de lo que tiene el diablo, ¡porque él tiene existencia perpetua!’ Creo que lo que ella dijo es una idea popular. Incluso los perdidos tienen perpetuidad de existencia, porque pasarán la eternidad en el lago de fuego, pero no tienen vida eterna” (The Christian Friend [El amigo cristiano], vol. 12, página 230).
El término no se llama vida “eterna” porque dura para siempre, sino porque es una vida que pertenece a la eternidad. Se refiere a la calidad especial de la vida divina que el Padre y el Hijo han disfrutado juntos eternamente. Por medio de la venida de Cristo para revelar al Padre, y la muerte de Cristo para resolver el asunto de nuestros pecados, así como la resurrección y ascensión de Cristo, después del cual el Espíritu fue enviado, ahora es posible que participemos en esa vida en una relación con el Padre y el Hijo. Así, podemos disfrutar de lo que disfrutan las Personas divinas (1 Juan 1:3-4). Esta es una bendición que los santos del Antiguo Testamento no conocían ni poseían, porque no tenían conocimiento de Dios como Padre, ni se había puesto el fundamento para la redención por la muerte de Cristo, ni el Espíritu Santo había sido enviado para morar en los creyentes.
A muchos cristianos les cuesta entender cómo es que alguien podría decir que los santos del Antiguo Testamento no tenían vida eterna*. Les parece que estamos diciendo que esos santos no fueron salvos y que por lo tanto no están en el cielo ahora. Su problema es que tienen una idea equivocada de lo que es la vida eterna* y eso los ha llevado a conclusiones equivocadas. La verdad es que los santos del Antiguo Testamento sí nacieron de nuevo y, por lo tanto, tenían vida divina y, consecuentemente, están en el cielo ahora. Sin embargo, por las razones descritas anteriormente, no podían tener la calidad y el carácter de vida que implica tener vida eterna*. Esta pregunta fue hecha a J. N. Darby: “Pregunta: ¿No tenían vida eterna los santos del Antiguo Testamento? Respuesta: En cuanto a los santos del Antiguo Testamento, la vida eterna no formaba parte de la revelación del Antiguo Testamento, aun si suponemos que los santos del Antiguo Testamento la tuvieran” (Notes and Jottings, página 351). H. M. Hooke dijo: “Me ha impactado mucho escudriñar las Escrituras del Antiguo Testamento y no encontrar un solo ejemplo que mencione a un santo del Antiguo Testamento que tuviera vida eterna; no era conocida” (The Christian Friend, vol. 12, página 230). Tampoco significa que tenían vida eterna* sin saberlo (como algunos han enseñado erróneamente), porque la esencia misma y el significado de la vida eterna* es la comunión consciente con el Padre y el Hijo (Juan 17:3). ¿Cómo podría una persona tener comunión consciente con el Padre y el Hijo (que es la esencia de la vida eterna*) y no darse cuenta de ello?
La vida eterna* es una vida “celestial” (Juan 3:12-13) que apareció por primera vez cuando Cristo vino del cielo y habitó entre los hombres (Juan 1:14). Antes de la venida de Cristo al mundo, la vida eterna* (estando “con el Padre” en el cielo, 1 Juan 1:2) era desconocida para los hombres. Ahora se les ha dado a los cristianos (Juan 3:15-16, 3:36, etc.) mediante la cual podemos tener comunión con el Padre y el Hijo, y tener la plenitud de gozo que resulta de ello (1 Juan 1:3-4). F. G. Patterson dijo: “Entonces, no se puede decir que ellos [los santos del Antiguo Testamento] tuvieran vida eterna. Solo salió a la luz a través del evangelio (2 Timoteo 1:10; Tito 1:2, etc.)” (Scripture Notes and Queries, página 66).
Enseñar que los santos del Antiguo Testamento tenían vida eterna empaña la diferencia entre los dos Testamentos y las bendiciones y privilegios que hacen a la Iglesia distinta de Israel. Es un error arraigado en la Teología Reformada (Teología del Pacto), que ve a Israel y a la Iglesia como un solo pueblo que tiene las mismas bendiciones. Muchos problemas y confusiones han surgido por no entenderse el tema de la vida eterna* y, en consecuencia, se han enseñado errores al respecto. Por ejemplo: F. W. Grant trató de dársela a los santos del Antiguo Testamento, mientras que F. E. Raven trató de quitársela a los santos del Nuevo Testamento. (El Sr. Raven probablemente negaría esto, pero si lo que enseñó se examina con cuidado, se descubrirá que en esencia era esto. Ver “Life Eternal with F. E. R.’s Heterodoxy as to it” [“Vida Eterna*, y la enseñanza heterodoxa de F. E. R. en cuanto a ella”] por W. Kelly).
La vida eterna* también se confunde universalmente con el nuevo nacimiento (“nacer otra vez”, Juan 3:3-8), pero estos términos no son sinónimos. Ambos tienen que ver con poseer vida divina, pero vida eterna*, como hemos dicho, trata con el tener vida divina en su sentido más pleno, en comunión con el Padre y el Hijo. No es que haya dos tipos de vida divina; la vida impartida en el nuevo nacimiento y la vida eterna* son la misma vida en esencia. Es la vida misma de Cristo; de hecho, a Él se le llama “aquella vida eterna” en esta epístola (1 Juan 1:2). La diferencia es que cuando una persona nace de nuevo, tiene la vida divina en una etapa embrionaria, por así decirlo, mientras que cuando una persona recibe la vida eterna* a través de la fe en Cristo, tiene la vida divina en su forma más elevada, conociendo al Padre y el Hijo por el poder del Espíritu Santo. Asimismo, la vida en una semilla de manzano es la misma que en un manzano adulto; la diferencia es que, en el árbol, la vida está plenamente desarrollada.
Dos aspectos de la vida más abundante
Hay dos aspectos de esta vida más abundante: Primero, se refiere a la vida divina en el creyente como una posesión presente, por la cual disfruta de la comunión consciente con el Padre y el Hijo (Juan 3:15-16, “para que ... tenga”, y Juan 3:36, “tiene”, etc.). Este es el aspecto que está en vista en el ministerio de Juan. En segundo lugar, se ve como la esfera de la vida a la que el creyente se dirige al final de su camino cuando llegue al cielo. Entonces, es algo futuro. Así es como Pablo habla de ella (Romanos 2:7; 5:21; 6:22,23; Gálatas 6:8; 1 Timoteo 1:16; 6:12,19; Tito 1:2; 3:7). Judas también se refiere a ella de esa manera (Judas 21). En este último sentido, la vida eterna (futura) es un ambiente de vida espiritual donde todo es luz, amor y justicia, y donde se disfruta de la comunión con el Padre y el Hijo. Entonces, el primer aspecto tiene que ver con la vida que está en nosotros, y el segundo es la vida en la que nosotros estaremos.
Usamos la palabra “vida” de estas dos formas en nuestro lenguaje cotidiano. Podemos hablar de una planta, un animal o un ser humano como teniendo vida en ellos. Pero también hablamos de la vida como un entorno o esfera en la que una persona puede habitar, por ejemplo, “la vida en el campo”, “la vida en la ciudad”, “la vida en asamblea”, etc. Por lo tanto, podemos disfrutar de la vida eterna* ahora por el Espíritu, pero luego moraremos en esa esfera de la vida en su sentido más pleno cuando seamos glorificados. Estos dos aspectos de la vida han sido ilustrados en el ejemplo de un buceador de aguas profundas. Trabaja bajo el agua, pero respira a través de un conducto que lo mantiene vivo. Esto es parecido al creyente con la posesión actual de la vida eterna*. Al vivir en este mundo, vivimos y nos movemos y tenemos nuestro ser en un entorno inadecuado para nuestra nueva naturaleza, ya que pertenecemos a la nueva creación y somos personas celestiales. Por lo tanto, no somos de este mundo, pero somos sostenidos por el conducto de vida de comunión con el Padre y el Hijo mientras estamos en el mundo. Cuando el trabajo del buceador ha terminado y sale del agua a su entorno natural, se quita el equipo de buceo y respira el aire sin ese aparato. Del mismo modo, cuando nuestro trabajo haya concluido aquí en la tierra y seamos llamados al cielo en nuestro estado glorificado, estaremos en el ambiente de la vida eterna para el cual seremos perfectamente preparados.
La posesión presente de esta vida puede denominarse “vida eterna*” y el aspecto futuro como “vida eterna”. Debemos mucho a la traducción J. N. Darby que distingue estos dos aspectos. (La traducción J. N. Darby omite distinguir la vida eterna* como tal en 1 Juan 3:15; 5:11,13,20; pero la traducción W. Kelly sí lo hace). Cuando habla de Cristo personalmente, es traducida como “Vida Eterna” (1 Juan 1:2).
Vida eterna en los evangelios sinópticos
En los Evangelios Sinópticos (Mateo, Marcos y Lucas), el término “vida eterna” se refiere a tener vida divina en la tierra en el reino milenario de Cristo (Mateo 19:16,29; 25:46; Marcos 10:17,30; Lucas 10:25; 18:18,30; etc.). Esto fue prometido en el Antiguo Testamento (Salmo 133:3; Daniel 12:2) y será disfrutado por el remanente de Israel (Apocalipsis 7:1-8) y las naciones gentiles creyentes (Apocalipsis 7:9-10) en un día futuro. Este aspecto de la vida divina no se ve en la epístola de Juan ni en su evangelio.
Acercándose al fin
Juan ve la condición del testimonio cristiano como será en sus últimos momentos antes de que venga el Señor (el Arrebatamiento). Su punto de vista es el más reciente de todos los escritores del Nuevo Testamento, como se muestra en el diagrama a continuación.
Este diagrama sencillo muestra que a medida que nos acercamos al final, el testimonio cristiano empeorará cada vez más (2 Timoteo 3:13) y finalmente culminará en el juicio de Dios (Romanos 11:17-22; Judas 14-16). Por tanto, el testimonio cristiano no termina en restauración, sino en juicio.
Un breve bosquejo de la epístola
Capítulo 1:1-4.— Introducción.
Capítulos 1:5–5:5.— Una triple examinación de las características esenciales de la naturaleza de Dios en Sus hijos:
•  Luz.— Capítulos 1:5–2:11.
PARÉNTESIS.— Capítulo 2:12-28.
•  Vida.— Capítulos 2:29–4:6.
•  Amor.— Capítulos 4:7–5:5.
Capítulo 5:6-21.— Epílogo
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Publicado por:
CHRISTIAN TRUTH PUBLISHING
9-B Appledale Road
Hamer Bay (Mactier), ON P0C 1H0
CANADÁ
Primera edición en inglés: mayo de 2019
Primera edición en español: agosto de 2024
VERSIÓN 1.0
Nota: La mayoría de las Escrituras citadas en este libro han sido tomadas de la versión Reina-Valera Antigua. Aunque la mayoría de los lectores probablemente están más familiarizados con la versión de 1960, ésta tiene derechos de autor, por lo que hemos utilizado la Antigua versión. En las instancias donde la Antigua versión no provee el sentido correcto, se ha usado La Biblia de las Américas (LBLA) o se han traducido pasajes de las traducciones de King James, J. N. Darby, o W. Kelly para ayudar a transmitir los pensamientos de la obra original en inglés. Estas versiones, en especial la de J. N. Darby, son fieles traducciones de los idiomas originales.
Escrituras tomadas de La Biblia de las Américas® (LBLA®), Copyright © 1986, 1995, 1997 por The Lockman Foundation. Usadas con permiso. www.LBLA.com

El prólogo: Capítulo 1:1-4

Las epístolas de Juan son diferentes de las otras epístolas en el Nuevo Testamento en que no mencionan al autor, y la primera epístola no tiene saludos introductorios para aquellos a quienes escribe. Hebreos es la única otra epístola así. Aunque el escritor no se identifica, al comparar la epístola con el evangelio de Juan, vemos que las expresiones utilizadas y el estilo de escritura son idénticos. Además, los mismos temas son prominentes en ambos. Estas observaciones nos muestran más allá de toda duda que fue Juan el escritor de la epístola. Los Padres de la Iglesia primitiva (los primeros expositores cristianos en los tres primeros siglos d. C.) están de acuerdo con esto.
Capítulo 1:1-4.— Los primeros cuatro versículos del capítulo 1 forman la Introducción de la Epístola. Es una declaración de que la vida eterna* se manifestó en este mundo en la Persona del Hijo de Dios, y que personas competentes y dignas de confianza (los apóstoles) dieron testimonio de ello. Ellos declararon este hecho maravilloso para que pudiéramos participar de esa vida con ellos y, así, tener comunión con el Padre y el Hijo y también con todos aquellos en quienes Dios ha obrado.
Juan dice: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos mirado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida; (Porque la vida fué manifestada, y vimos, y testificamos, y os anunciamos aquella vida eterna, la cual estaba con el Padre, y nos ha aparecido)”. Juan dice Lo que era desde el principio ... ”. Podríamos haber pensado que habría dicho: “Él que era desde el principio”, pero Juan no se refiere al Señor Jesús personalmente, sino a la manifestación de la vida eterna* que fue presentada en Él, y, por lo tanto, el uso de “lo que” es apropiado.
El “principio” del cual Juan habla aquí se refiere a cuando la vida eterna* se manifestó por primera vez en este mundo. Esto nos lleva de regreso a la encarnación de Cristo cuando el carácter completo de esa vida se hizo visible en Él (Juan 1:14). “Desde el principio”, con este significado, es una expresión que aparece ocho veces en las epístolas de Juan (1 Juan 1:1; 2:13-14,24 [dos veces]; 3:11; 2 Juan 5-6). Como se ha mencionado, esta frase se refiere al principio del despliegue moral del cristianismo en la Persona de Cristo. No debe confundirse con el “principio” en Génesis 1:1, que marca el principio de todas las cosas creadas, visibles e invisibles. Tampoco es el mismo “principio” que en Juan 1:1, que nos lleva antes de Génesis 1:1 a una eternidad pasada sin tiempo. Tampoco es el “principio” mencionado en Apocalipsis 3:14, que es el principio de la raza de la nueva creación de los hombres bajo Cristo cuando Él resucitó de entre los muertos (2 Corintios 5:17; Colosenses 1:18).
El énfasis de Juan desde el inicio es insistir en el hecho de que Cristo se hizo un Hombre real y, como tal, manifestó plenamente la vida eterna* en este mundo. Al declarar lo que los apóstoles habían experimentado al decir “hemos oído”, “hemos visto”, “hemos mirado” y “palparon nuestras manos”, Juan muestra que la vida eterna* no es un concepto místico (como enseñaban los gnósticos), sino lo que ha sido expresado vívidamente en un Hombre real. Los apóstoles lo conocían como tal y tenían comunión íntima y personal con Él. Juan menciona esto para refutar las nociones de los gnósticos que, blasfemando, enseñaban que Cristo era un fantasma y no un hombre real.
Juan identifica a Cristo como “el Verbo de vida”, y esto se sincroniza con Juan 1:1, que establece que Él es una Persona divina y eterna en la Deidad, que tiene todos los atributos de la divinidad. Se le llama el Verbo de vida porque expresa plenamente la vida y la naturaleza de Dios. Todas las características benditas de Dios fueron presentadas en Él a la perfección. “El Verbo” (Juan 1:1,14; Apocalipsis 19:13) es un nombre apropiado para el Señor Jesús. Los verbos (las palabras) son los vehículos por los cuales transmitimos nuestros pensamientos a los demás. Podemos tener ciertos conceptos, ideas y emociones en nuestra mente, y la forma en que los damos a conocer a los demás es a través de las palabras. Por lo tanto, el Señor Jesús es el Verbo de Dios en el sentido de que Él es el Revelador de todo lo que Dios es para con el hombre. Él dio a conocer a Dios plenamente, como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Juan 1:18; 14:9; 17:6-8).
Versículo 2.— Entre paréntesis, Juan declara que los apóstoles no solo vieron la vida eterna* expresada en Cristo, sino que también dieron testimonio de ella y lo anunciaron a los santos (“os anunciamos”). El relato de los apóstoles es una declaración de que Cristo, quien es la personificación de esta vida y debidamente llamado “aquella Vida Eterna”, existió eternamente “con el Padre” en el cielo antes de manifestarse en este mundo. Esto significa que la vida eterna* es algo que los hombres no conocían antes de la venida de Cristo. Como se ha mencionado en la Introducción, la vida eterna* es conocer a Dios como nuestro Padre y a Jesucristo como Su Hijo (Juan 17:3). Para que una persona pudiese tener este carácter de vida divina, Cristo tuvo que venir y revelar la relación eterna del Padre y el Hijo (Juan 1:14-18), y hacer expiación por el pecado (Juan 3:14-15), y también, enviar al Espíritu Santo para que morase en los creyentes (Juan 4:14). Los santos del Antiguo Testamento, por lo tanto, no podían tener vida eterna*. Nacieron de Dios y, por lo tanto, tenían vida divina y ahora están a salvo en el cielo, pero no conocían este carácter de la vida divina que la Escritura llama “vida eterna*”.
En los versículos 3-4, Juan explica por qué Dios se propuso manifestar la vida eterna* y dársela a los creyentes: es para llevarnos a la bendición de la comunión con Personas divinas, algo que los santos del pasado nunca habían conocido. En pocas palabras, Él quiere que disfrutemos de lo que Él ha disfrutado eternamente. Juan dice: “Lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos, para que también vosotros tengáis comunión con nosotros: y nuestra comunión verdaderamente es con el Padre, y con Su Hijo Jesucristo. Y estas cosas os escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido”. Por lo tanto, el Padre y el Hijo han habitado eternamente juntos en dulce comunión con el Espíritu Santo, y ahora que se ha consumado la redención, se ha abierto un camino en gracia para traer a otros a esa comunión.
Los apóstoles fueron los primeros en gustar de esta dulce comunión y la declararon en la predicación del evangelio, para que todos los que crean también conozcan y disfruten de su bienaventuranza. Cristo, el Hijo de Dios, es el centro de esta comunión divina y, como tal, es la fuente de gran deleite para Dios el Padre. Él pudo decir: “Con Él estaba Yo ordenándolo todo; y fuí Su delicia todos los días” (Proverbios 8:30). El Padre se deleita en Su Hijo (Mateo 3:17; 17:5; Juan 3:35; 5:20) y quiere compartir ese deleite con nosotros para que también podamos conocer su bienaventuranza. (Comparar con Salmo 36:8). Beber de la copa del deleite del Padre y disfrutar de una dulce comunión con Él y Su Hijo es la esencia de la vida eterna*. De hecho, es una verdad asombrosa que Dios en gracia (y a un gran costo para Sí mismo) alcanzara y trajera a pecadores que se habían alejado de Él, a una comunión íntima y personal con Él ¡y eso es lo que Él ha hecho!
Juan concluye sus comentarios introductorios agregando que no es solo el deseo de Dios que experimentemos este gozo, sino que también es el deseo de los apóstoles, y es una de las razones por las que Juan escribió la epístola.

Capítulos 1:5-2:11: Luz

El problema que enfrentaba la Iglesia en esos primeros días era que los maestros anticristianos se habían infiltrado en las filas cristianas y estaban corrompiendo a muchos creyentes meramente profesantes con sus malas doctrinas (capítulos 2:18-26; 4:1-6). Estos falsos maestros profesaban conocer a Dios y tener vida eterna*, pero eran impostores. La preocupación de Juan era que ellos “engañarían” a los santos con sus doctrinas erróneas y los llevarían a “extraviarse” (capítulo 2:26, traducción J. N. Darby). Los santos, por tanto, necesitaban poder identificar a estos charlatanes y así evitarlos. Para ayudarlos a reconocer cuáles eran reales y cuáles no, Juan se vio guiado a introducir varios elementos esenciales de la naturaleza de Dios (que caracterizan a los hijos de Dios) mediante los cuales se podía detectar toda falsa pretensión a la posesión de la vida eterna*. Esto proporcionaría a los santos un patrón con el que podrían probar, y así saber quién era falso, y rechazar la comunión con ellos, como Juan ordena hacer a la señora elegida (2 Juan 9-11).
Luz y tinieblas
Capítulo 1:5.— El primer elemento esencial de la naturaleza y el Ser de Dios que Juan nos presenta es la luz. Él dice: “Y este es el mensaje que oímos de Él, y os anunciamos: Que Dios es luz, y en Él no hay ningunas tinieblas”. “Luz” significa la absoluta santidad y verdad, mientras que “tinieblas” significa maldad y ausencia del conocimiento de Dios. Al declarar que “Dios es luz, y en Él no hay ningunas tinieblas”, Juan deja en claro que Dios es absolutamente santo y que no es posible que el pecado sea encontrado en Él, o de alguna manera asociado con Él. Todo verdadero cristiano sabe esto.
En este pasaje, Juan afirma que Dios no solo “es luz” (versículo 5), sino que “está en la luz” (versículo 7). Dado que la luz disipa las tinieblas y revela las cosas como realmente son (Efesios 5:13), al declarar que Dios ahora está en la luz, Juan indica que Dios se ha revelado completamente. Esto, como vimos en los versículos 1-2, fue hecho por la venida de Cristo al mundo. Ahora ha habido una revelación completa del Padre en Cristo (Juan 1:18; 14:9). En los tiempos del Antiguo Testamento, Dios habitaba en “la oscuridad” con respecto a la revelación de Su Persona (1 Reyes 8:12; 2 Crónicas 6:1). En aquellos tiempos fueron revelados ciertos atributos de Dios, pero Él no había sido declarado completamente. Tal revelación esperaba la venida de Cristo, el Revelador de Dios. Así, como resultado de la venida de Cristo, el Dios que es luz se ha colocado en la luz.
Dios no solo está en la luz, sino que sus hijos también están en la luz. La venida de Cristo trajo a Dios a la luz, pero es la sangre de Cristo derramada en Su muerte lo que nos preparó para esa luz (versículo 7). Antes de la conversión, éramos “tinieblas” (Efesios 5:8a), pero al venir a ser creyentes en el Señor Jesucristo, fuimos sacados “de las tinieblas á Su luz admirable” (1 Pedro 2:9; Hechos 26:18; 2 Corintios 4:6). Ahora somos “hijos de luz” (Efesios 5:8b; 1 Tesalonicenses 5:5). Ahora, todo verdadero creyente anda en la luz, debido a la gloriosa manifestación de la vida eterna* en Cristo y la obra que realizó en la cruz.
Un examen de varias presunciones de andar en la luz
Habiendo declarado que Dios “es luz” y “está en luz”, esto se convierte inmediatamente en una prueba de la profesión de un hombre. Juan aborda seis presunciones comunes que una persona puede profesar, indicadas por las palabras: “Si dijéremos ... ” (capítulo 1:6,8,10) y, “El que dice ... ” (capítulo 2:4,6,9). En este pasaje, Juan da pruebas y contrapruebas mediante las cuales se pueden verificar todas las presunciones de conocer a Dios y estar en la luz.
LA PRUEBA DE ESTAR EN COMUNIÓN CON DIOS EN LA LUZ (Capítulo 1:6-7).— Juan dice: Si nosotros dijéremos que tenemos comunión con Él, y andamos en tinieblas, mentimos, y no hacemos la verdad; Mas si andamos en luz, como Él está en luz, tenemos comunión entre nosotros, y la sangre de Jesucristo Su Hijo nos limpia de todo pecado”. Entonces, si Dios es luz y decimos que lo conocemos y estamos en comunión con Él, pero vivimos de una manera que prueba que estamos en total ignorancia de Dios, está claro que nuestra profesión es falsa. Todos estos andan “en tinieblas” y no son realmente verdaderos creyentes. No tienen un conocimiento real de la naturaleza santa de Dios y no tienen nada en común con Él, porque “¿qué compañía tiene la justicia con la injusticia?” (2 Corintios 6:14). Por otro lado, si un hombre hace una profesión de conocer verdaderamente a Dios, manifestará la realidad de ello. Andará “en luz” y tendrá “comunión” con otros que están en la luz, y comprenderá que “la sangre de Jesucristo su Hijo” ha lavado sus pecados. Se caracterizará por las siguientes tres cosas:
Primero, el creyente está “en luz”. Por lo tanto, tiene un conocimiento básico de Dios y Su naturaleza santa, al tener vida divina y creer en el evangelio. Esto le pone en la luz posicionalmente. Como se mencionó en la Introducción, Juan mira las cosas de manera abstracta. Él habla aquí acerca de donde anda el creyente, no de cómo anda. No toma en cuenta que un creyente, que está en la luz, a veces puede no andar de acuerdo con la luz. (“Todos ofendemos” en esto; Santiago 3:2). Él está mirando la luz y la oscuridad como posicionales; todos están o en la luz o en la oscuridad. Alguien le preguntó a J. N. Darby: “¿Qué son las ‘tinieblas’? Respuesta: La ausencia del conocimiento de Dios y, por eso, no es posible que ningún cristiano esté en tinieblas. Cuando recibo a Cristo, recibo la luz. Dios es luz, y si le conozco, no estoy en tinieblas” (Notes and Jottings, página 106). También se le preguntó: “¿Qué pasa si un creyente da la espalda a la luz?” La respuesta que dio fue: “¡Entonces la luz brillará en su espalda, porque él siempre está en la luz!” (Unknown and Well Known, a Biography of John Nelson Darby [Desconocido, y muy conocido: Una biografía de John Nelson Darby], por W. G. Turner, página 36).
En segundo lugar, “tenemos comunión entre nosotros”. Los hijos de Dios tienen un interés común —Cristo, el Hijo de Dios— y esto los lleva a andar juntos en feliz comunión. Esto los caracteriza. Una vez más, Juan no está considerando que a veces una persona se puede salir de la comunión práctica con sus hermanos con pensamientos e ideas divergentes, sino está afirmando lo que caracteriza a los hijos de Dios.
En tercer lugar, “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado”. Así, los hijos de Dios conocen el significado de la obra consumada de Cristo en la cruz, de la cual habla Su sangre. Sus conciencias fueron limpiadas como resultado de descansar en fe en lo que Él logró allí (Hebreos 9:14). Por lo tanto, no tienen ningún deseo de escapar de la luz, pero están contentos de ser examinados por ella (Salmo 139:23-24; Juan 3:21) porque saben que todo lo que la luz expone, la sangre lo ha limpiado. De hecho, cuanto más minuciosamente la luz los ilumina, más claramente se ve que no hay mancha de pecado en ellos. Tal es el poder limpiador de la sangre de Cristo. La palabra “limpia” en este versículo está en pretérito perfecto en griego. Esto no significa que la sangre necesite ser reaplicada continuamente en caso de que un creyente falle, sino que el creyente permanece en un estado constante de ser limpiado por la sangre, porque la sangre nunca pierde su poder, teniendo una eficacia eterna.
LA PRUEBA DE TENER LA NATURALEZA DE PECADO (Capítulo 1:8).— Juan procede a examinar otra pretensión; en este caso, es en relación con que el creyente todavía tiene la naturaleza pecaminosa en él. Dice: Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos á nosotros mismos, y no hay verdad en nosotros”. Esta falsa pretensión muestra que no solo había hombres asociados con la profesión cristiana que estaban en tinieblas en cuanto a la verdadera naturaleza de Dios, sino que también estaban en tinieblas en cuanto a su propia condición. ¡Profesaron “no tener pecado” en ellos! Es decir, ¡dijeron que no tenían una naturaleza pecaminosa, que es la carne! Juan dice que todas estas personas se “engañan” a sí mismas. Hacer tal afirmación solo prueba que no están en la luz, porque si lo estuvieran, la luz les habría revelado lo que son. Uno de los puntos más elementales del conocimiento cristiano que resulta de estar en la luz es que sabemos que todavía tenemos la carne en nosotros (Romanos 7:18). Esto muestra la seriedad de sostener el error; si voluntariamente sostenemos al error, perderemos nuestro discernimiento y seremos engañados por él. Entonces, si nos encontramos con alguien que profesa conocer a Dios y estar en comunión con Él, pero dice que no tiene una naturaleza de pecado, nos está dando una clara indicación de que probablemente no es un verdadero creyente.
LA PRUEBA DE LA CONFESIÓN DE LOS PECADOS (Capítulos 1:9–2:2).— Juan pasa a otro punto, que es la cuestión de haber pecado. Él dice: “Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados, y nos limpie de toda maldad. Si dijéremos que no hemos pecado, lo hacemos á Él mentiroso, y Su palabra no está en nosotros” (versículos 9-10). La confesión de pecados marca a un verdadero hijo de Dios. Puesto que él está en la luz, si peca, la luz lo examinará y su conciencia se despertará en cuanto a lo que ha hecho. Esto conducirá a su arrepentimiento, lo que traerá una confesión franca y humilde de haber pecado. Entonces, el efecto de estar en la luz es que confesamos nuestros pecados. Todo verdadero hijo de Dios hará esto. Alguien le preguntó a J. N. Darby qué debería hacer un creyente caído cuando ha estado en un curso de rebelión durante años y no puede recordar exactamente qué pecado inició su separación del Señor. Su respuesta fue: “Puede confesar su condición de debilidad en general”. Si es genuino, conducirá a su restauración.
La confesión de pecados es en realidad un ejercicio del creyente en relación con su restauración a la comunión cuando ha fallado. Si se exigiera la confesión de los pecados a los pecadores que vienen a Cristo para salvación, ¿cómo se salvaría nadie? ¿Qué pecador puede recordar todos sus pecados? Cuando tomamos en cuenta el hecho de que “el brillo [los pensamientos] de los impíos son pecado” (Proverbios 21:4) y “el pensamiento del necio es pecado” (Proverbios 24:9), sería una tarea imposible. Sus pecados pueden llegar a ser miles, ¡tal vez millones! Un pecador que busca la salvación y el perdón de los pecados simplemente tiene que reconocer o confesar que es un pecador (Lucas 18:13) y confesar que Jesús es su Señor (Romanos 10:9; Filipenses 2:11), pero no está obligado a confesar todos y cada uno de los pecados que ha cometido. El principio abstracto involucrado en el perdón de los pecados aquí puede ser lo suficientemente amplio como para abarcar la primera vez que uno viene a Cristo para el perdón y la salvación eternos (ver Synopsis of the Books of the Bible [Sinopsis de los libros de la Biblia] por J. N. Darby, nota al pie de 1 Juan 1:9). Sin embargo, el contexto muestra que Juan en realidad está hablando de aquellos dentro de la compañía cristiana. Al comentar sobre esto, F. B. Hole dijo: “Es cierto, por supuesto, que lo único honesto para un incrédulo, cuando le llega la convicción, es confesar sus pecados, y entonces el perdón, completo y eterno, será suyo. El creyente, sin embargo, está en vista aquí. Dice: ‘Si confesamos ... ’” (Epistles, vol. 3, página 147).
El perdón del Padre
Al confesar nuestros pecados, Dios es “fiel y justo para que nos perdone nuestros pecados” porque las demandas de la justicia divina fueron satisfechas puesto que Cristo pagó un rescate por nuestros pecados (Mateo 20:28; 1 Timoteo 2:6). Juan no dice exactamente que el creyente que ha pecado debe pedir perdón —porque todos los creyentes permanecen en un estado de perdón eterno— pero dice que debemos reconocer lo que hemos hecho confesando nuestros pecados a Dios el Padre. Por lo tanto, no es el perdón eterno lo que está en vista aquí, sino el perdón paterno. Juan agrega: “Y nos limpie de toda maldad”. Esto tiene que ver con ser limpiados de la condición en que estábamos, la cual produjo el pecado que cometimos, y así obtener la liberación de su esclavitud (Juan 8:34). Esto es para ayudarnos a no volver a fallar de esa manera.
Versículo 10.— Sin embargo, si alguien que profesa estar en la luz dice que “no hemos pecado”, deja claro que no está en la luz. Si realmente estuviera en la luz, la luz habría manifestado sus pecados y habría sabido que ha pecado. Negar que pecamos es fruto de la incredulidad. Esto desafía “Su Palabra”, que declara que todos los hombres han pecado (Eclesiastés 7:20; Romanos 3:23). No vamos a contradecir la Palabra si la tenemos realmente morando en nosotros, como dice Juan aquí. En el caso de un creyente, el pecado interrumpe su comunión con Dios. Se sentirá incómodo todo el tiempo que esté fuera de la comunión, porque todo verdadero hijo de Dios anhela la paz, el gozo y la complacencia que proviene de estar en comunión con Dios. Perder esto es perder su sentido de bienestar espiritual, y esto producirá una confesión de sus pecados, a partir de lo cual la comunión felizmente se recuperará. Un mero profesante no siente esta pérdida porque nunca ha conocido la comunión con Dios.
La abogacía de Cristo
Capítulo 2:1-2.— Habiendo hablado de la provisión misericordiosa de Dios para Sus hijos que fallan, para que nadie piense que está enseñando que está bien que un hijo de Dios peque (por tener tal provisión), Juan se apresura a corregir esta falsa noción. Él exclama: “Hijos míos, estas cosas os escribo, para que no pequéis” (traducción J. N. Darby). Esta es la primera vez en la epístola que Juan habla a su audiencia como “hijos míos”. En esto, vemos su pasión y profunda preocupación por la preservación de ellos. De ninguna manera querría que los creyentes trataran el pecado a la ligera. De hecho, es algo muy serio que un hijo de Dios se encuentre pecando; que ni lo pensemos. Si realmente entendiésemos lo que se necesitó para quitar el pecado de manera justa, en la agonía de los sufrimientos expiatorios de Cristo en la cruz, ¡lo repudiaríamos!
Las traducciones de Reina-Valera dicen: Hijitos míos”. Sin embargo, no debe estar en el diminutivo, ni aquí, ni en los siguientes versículos: 2:12,28; 3:7,18; 4:4 y 5:21. “Hijitos” se refiere a aquellos que son jóvenes en la fe, pero aquí Juan se dirige a toda la familia de Dios, no solo a los nuevos conversos. Usar “hijitos” en este versículo implicaría que los jóvenes en la fe son los únicos que están en peligro de pecar. Eso no es verdad; todos los santos son capaces de fallar si no se mantienen cerca del Señor (incluso un apóstol podría hacerlo).
Juan continúa diciendo: “Y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo; y Él es la propiciación por nuestros pecados: y no solamente por los nuestros, sino también por todo el mundo” (traducción J. N. Darby). Esto explica cómo los creyentes que fallan llegan a confesar sus pecados; es a través de la obra de Cristo como “Abogado para con el Padre”. Nota: Juan no dice: “Cuando alguno peque ... ”. Esto implicaría que pecar es normal para un cristiano, lo cual no es cierto. Con Cristo intercediendo por nosotros como nuestro Sumo Sacerdote, somos guardados de pecar, si buscamos Su ayuda (Hebreos 7:25; 2 Pedro 2:9; Judas 24). Entonces, realmente, el cristianismo normal es no pecar. Pero “si”, por voluntad propia, un creyente peca, existe esta provisión de Dios para su restauración. Este es el punto de Juan aquí. Decir que no hemos pecado niega nuestra condición y la necesidad de la abogacía de Cristo; pero decir que el pecado es normal para nosotros niega el sumo sacerdocio de Cristo.
Los cristianos que caen no pierden su salvación (como algunos enseñan erróneamente); si eso fuera cierto, entonces Juan habría dicho: “Si alguno peca, debe recibir de nuevo a Cristo como su Salvador”. Pero al referirse a Cristo como nuestro Abogado, como lo hace, indica que está tratando con el asunto de la restauración y no con la salvación. Notemos también que la abogacía de Cristo es “para con el Padre”. Esto muestra que el pecado de un creyente no afecta su relación con Dios. Dios sigue siendo su Padre y él sigue siendo Su hijo, incluso si ha fallado. Asimismo, en una familia natural, el niño que desobedece a su padre no deja de ser su hijo. Si bien nuestra relación con Dios no puede verse afectada por el pecado, nuestra comunión con Dios ciertamente permanecerá suspendida hasta que confesemos el pecado que rompió la comunión. El problema es que somos capaces de entrar en una condición de alma tan débil que ni siquiera nos damos cuenta de que estamos fuera de la comunión con el Señor, y somos como Sansón, “no sabiendo que Jehová ya se había de él apartado” (Jueces 16:20). Con todo esto, no debemos pensar que el Señor nos abandona cuando pecamos. Él prometió nunca hacer eso (Hebreos 13:5). Pero Él quita el sentido de Su presencia con nosotros.
“Abogado” podría traducirse como “Patrocinador”, que significa “el que asume la causa de otro”. En las Escrituras, se aplica al Señor (1 Juan 2:1) y al Espíritu Santo (traducido como “Consolador” en Juan 14:16,26; 15:26; 16:7). Es importante entender que la obra de Cristo como Abogado comienza inmediatamente cuando un creyente cae en pecado, no cuando se vuelve a Dios arrepentido y confiesa sus pecados. Juan no dice: “Si alguno confiesa sus pecados, abogado tiene para con el Padre”. Esto haría que la abogacía de Cristo fuera una consecuencia de que el creyente fracasado volviera a Él, y así estaríamos poniendo el “carro delante de los bueyes”. Si la obra de Cristo como Abogado dependiera de nosotros volver a Dios y confesar nuestros pecados, nadie sería restaurado jamás, porque ningún creyente que fracasa puede regresar por su propia voluntad; tal es el poder esclavizador del pecado (Proverbios 5:22; Juan 8:34). La verdad es que no podemos salvarnos a nosotros mismos, y si fallamos, no podemos restaurarnos a nosotros mismos. La restauración es puramente obra del Señor (Salmo 23:3, LBLA). Es lo que Cristo hace como Abogado lo que nos lleva a volvernos a Dios y confesar nuestros pecados.
Cuatro herramientas involucradas en la abogacía de Cristo
Podemos preguntarnos: “¿Qué es exactamente lo que Cristo hace como Abogado que resulta en la restauración del creyente?” Hay cuatro herramientas involucradas en esta obra:
•  Primero, en el mismo momento en que pecamos, Él se dirige al Padre y ora por nuestra restauración. El Señor oró por Pedro de esta manera antes de que él volviera (Lucas 22:31). Al mismo tiempo, el Señor aboga nuestra causa ante Dios contra las acusaciones del diablo con respecto a los pecados involucrados en nuestro fracaso (Apocalipsis 12:10). El Señor no está allí para persuadir a Dios de que disculpe o ignore nuestros pecados, sino como “Jesucristo el justo”, Él apunta a Su sangre y dice: “Yo pagué por estos pecados sobre la base de haber hecho ‘propiciación’ por ellos”. Por lo tanto, nuestra restauración se basa en la eficacia inmutable de la obra expiatoria de Cristo en la cruz.
•  En segundo lugar, Él dirige al Espíritu de Dios para que traiga la Palabra de Dios a nuestra conciencia (Lucas 22:61). El Espíritu tratará con nuestra condición y conducta pecaminosa y nos ocupará con nuestro fracaso hasta que nos arrepintamos y confesemos nuestros pecados. Puede traer a la mente un versículo, ya sea por medio de escucharlo, leerlo o recordarlo, que nos llamará la atención. Por lo tanto, la Palabra de Dios juega un papel en la restauración del creyente (Salmo 19:7; 119:9).
•  En tercer lugar, Él emplea la acción disciplinaria en nuestras vidas (1 Pedro 3:12). El Padre también trabajará para ese fin (1 Pedro 1:16-17). Todas sus acciones hacia nosotros de esta manera gubernamental se basan en Su amor por nosotros (Hebreos 12:5-11). Su amor es tal que usa incluso los problemas (sufrimiento, enfermedad, tristeza, etc.) en nuestras vidas para llamar nuestra atención y transformarnos (Job 33:14-22).
•  En cuarto lugar, Él enviará a nuestros hermanos a buscarnos (Gálatas 6:1; Santiago 5:19-20). Un hermano o una hermana puede hablarnos sobre nuestro camino, y el Señor puede usar esto para hacernos volver.
Estas herramientas trabajarán juntamente para hacer que el creyente caído vuelva en su corazón a Dios. Alguien que profesa falsamente tener vida eterna* no tiene a Cristo como su Abogado (ni como su Salvador), por lo que no reconocerá que ha pecado, y si lo hace, será algo superficial.
Propiciación
“Propiciación” (Romanos 3:25; Hebreos 2:17, LBLA; 1 Juan 2:2; 4:10) es una palabra que tiende a intimidar a la gente porque suena profunda y complicada. Si bien la propiciación es una verdad inmensamente importante, su significado en realidad no es difícil de entender. Simplemente se refiere al lado de Dios en cuanto a la Cruz, a lo que Dios recibió a través de la obra expiatoria de Cristo. Su muerte satisfizo las demandas de la justicia divina y reivindicó la naturaleza santa de Dios en relación con el pecado. Permitió que Dios pudiera salir en gracia al hombre con una oferta de perdón completa para todo pecador que cree. Por lo tanto, la propiciación tiene que ver con satisfacer las santas demandas de Dios contra el pecado. Pero también existe nuestro lado de la obra de Cristo en la cruz, lo que los maestros de la Biblia llaman la “sustitución”. El lado sustitutivo de Su obra expiatoria tiene que ver con satisfacer las necesidades del pecador. Necesitábamos que alguien ocupara nuestro lugar bajo el justo juicio de Dios contra nuestros pecados. Cristo ha hecho esto, como dice el apóstol Pedro: “el justo por los injustos” (1 Pedro 3:18, LBLA). Así, la expiación tiene dos partes: la propiciación y la sustitución.
Predicamos la propiciación al mundo, no la sustitución
Juan agrega: “No solamente por los nuestros, sino también por todo el mundo” (traducción J. N. Darby). Esto muestra que la propiciación es muy amplia en su aplicación. Fue hecha por todo el mundo, y debido a eso, toda persona en el mundo puede ser salva si viene a Cristo con fe. La Reina-Valera agrega: “por los de todo el mundo”. Las palabras “los de” no están en el texto griego, sino que fueron agregadas por los traductores porque pensaban que daría claridad al texto. Sin embargo, tanto aquí como en otros casos parecidos, estas adiciones cambian el significado del pasaje. La verdad es que la propiciación fue hecha por todo el mundo, pero Cristo no ha llevado los pecados de todos en el mundo. Las Escrituras declaran que Él llevó el juicio de los pecados de “muchos” —lo que se refiere a los creyentes (Isaías 53:12; Mateo 20:28; 26:28; Hebreos 9:28)— pero no de todos los hombres. Es cierto que Cristo “por todos murió” —esto es propiciación (2 Corintios 5:15; 1 Timoteo 2:6)— pero Él solo cargó los pecados de los muchos que llegarían a creer. Por lo tanto, lo que Cristo logró en la cruz es “para con todos”, pero es solo “sobre todos los que creen” (Romanos 3:22, traducción J. N. Darby). La gravedad de este error, aunque en la mayoría de los casos no es intencional, es que presenta a Dios como injusto. Si Cristo llevó el juicio por los pecados de todos en el mundo, entonces Dios sería injusto al permitir que alguien fuera arrojado al infierno. ¡Ellos pagarían por los pecados que ya fueron pagados por Cristo!
Por eso predicamos la propiciación al mundo en el evangelio. Les decimos a los perdidos que los santos reclamos de Dios fueron satisfechos por la obra expiatoria de Cristo en la cruz y que Dios no solo está satisfecho, sino que también ha sido glorificado por ello. Y que, si vienen a Cristo con fe, pueden ser salvos. Por otro lado, enseñamos la sustitución a los que creen. Les decimos que Cristo llevó el justo juicio por sus pecados y, por lo tanto, Dios (siendo Dios justo como lo es) nunca los castigará por sus pecados. Hacerlo requeriría un pago doble, algo que Dios nunca haría porque sería injusto. Esta preciosa verdad le da al creyente paz y seguridad.
Como regla general en las epístolas, cuando la obra de Cristo en la cruz está a la vista y los pronombres “nosotros”, “nos” o “nuestro” se usan, se presenta el lado sustitutivo de Su muerte (Isaías 53:5-6; Romanos 4:25; 5:8; 1 Corintios 15:3; 2 Corintios 5:21; Gálatas 1:4; Efesios 1:7; 1 Pedro 2:24; 3:18; 1 Juan 3:5; Apocalipsis 1:5-6, etc.). Lamentablemente, muchos predicadores evangélicos, obreros misioneros y maestros de escuela dominical, etc., han entendido mal esto y les dicen a sus oyentes inconversos que Cristo murió por sus pecados y que Él llevó el juicio por ellos. Este malentendido proviene en gran parte de suponer que estos pronombres en las Escrituras se refieren a toda la raza humana, lo cual no es así; se refieren a los creyentes, la compañía cristiana. Las epístolas fueron escritas a los cristianos, no a la gente perdida de este mundo. Nos alegraría mucho si los hombres de este mundo las leyeran; muchos se han salvado al hacer esto, pero no han sido escritas a ellos.
LA PRUEBA DE OBEDIENCIA (Capítulo 2:3-5).— Juan pasa a examinar otra afirmación de profesión. Dice: “Y en esto sabemos que hemos llegado a conocerle: si guardamos Sus mandamientos. El que dice: Yo he llegado a conocerle, y no guarda Sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él; pero el que guarda Su palabra, en él verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado. En esto sabemos que estamos en Él”. La prueba aquí es la obediencia. Ésta es una de las mayores pruebas de la realidad de la profesión de una persona. Juan menciona dos cosas a este respecto:
•  Guardar Sus “Mandamientos” (versículo 3).
•  Guardar Su “Palabra” (versículo 5).
Los “mandamientos” del Señor son las instrucciones especiales que Él dio a Sus discípulos en Su ministerio terrenal. Juan se refiere a ellos varias veces en sus escritos (Juan 13:34; 14:15; 15:10-12; 1 Juan 2:3-4,7-8; 3:22-23; 4:21; 5:2-3; 2 Juan 4-6). Como se ha mencionado en la Introducción, el tema del ministerio de Juan es la vida eterna* en la familia de Dios. Este supone que las condiciones dichosas de afecto que existen en la comunión del Padre y del Hijo también están en los hijos de Dios, y cuando se da a conocer el más mínimo deseo o anhelo a los hijos, este tiene la fuerza de un mandato sobre sus corazones. Se convierte en algo que deben hacer por Aquel a quien aman tanto (capítulo 4:19). Por lo tanto, estas cosas se llaman adecuadamente “mandamientos”. (Ver 2 Samuel 23:15-17).
Estos mandamientos no deben confundirse con los Diez Mandamientos que Dios le dio a Israel a través de Moisés (Éxodo 20). Algunos han entendido mal esto y se han imaginado que el Señor estaba enseñando que los cristianos están bajo la ley y por lo tanto deben observar sus mandatos. 1 Corintios 14:37 muestra que los mandamientos del Señor no son los mandamientos de la ley dados en el Sinaí. En este capítulo, Pablo instruye a los santos en cuanto al orden de Dios para el ministerio cristiano en la asamblea, y concluye llamando a estas cosas “mandamientos del Señor”. Esto muestra que no debemos pensar que cada vez que vemos la palabra “mandamientos” en las Escrituras, automáticamente se refiere a los Diez Mandamientos; las instrucciones que Pablo dio en 1 Corintios 14 no tienen nada que ver con los mandamientos de la ley que Dios dio en el Sinaí. Generalmente, cuando se mencionan los mandamientos mosaicos en las epístolas, se les llama “la ley” (Romanos 3:19-20; 13:8-9; 1 Timoteo 1:9; Santiago 2:10, etc.).
Sus mandamientos “no son penosos” para los que lo aman (1 Juan 5:3) porque Su “yugo es fácil” y Su carga “ligera” (Mateo 11:30). Por lo tanto, en el cristianismo, las cosas que Él nos pidió que hiciéramos no son dolorosas, como lo fue la Ley de Moisés (Mateo 11:28; Hechos 15:10).
Guardar “Su Palabra” es algo más elevado que guardar Sus mandamientos. Tiene que ver con conocer la mente y la voluntad de Dios cuando no hay un versículo bíblico específico que aborde nuestro motivo de preocupación. Tales cosas se disciernen permaneciendo en Él —es decir, estando en comunión con el Señor (Juan 15:4,7). En tales situaciones, “el amor de Dios se ha perfeccionado” en nosotros (LBLA). El goce de Su amor al estar en comunión con Él nos ha llevado a discernir Su mente, y en ese sentido el amor de Dios ha logrado su fin divino en nosotros. Por lo tanto, como creyentes, no solo “le hemos conocido” por fe (versículo 3), sino también “sabemos que estamos en Él” a través de la experiencia personal de la comunión (versículo 5). Nuestra obediencia prueba la realidad de nuestra relación con Él y demuestra que realmente lo conocemos.
Por otro lado, si alguien dice que conoce a Dios, pero no guarda Sus mandamientos (y mucho menos Su Palabra), está claro que el amor y la obediencia a los que Juan se refiere no están en él. Tal persona ha manifestado su condición real; no tiene ningún conocimiento real de Dios y demuestra ser “mentiroso, y no hay verdad en él” (versículo 4).
LA PRUEBA DE ANDAR COMO CRISTO ANDUVO (Capítulo 2:6-8).— Juan luego habla de otra prueba: El que dice que está en Él, debe andar como Él anduvo. Amados, no os escribo un mandamiento nuevo, sino un mandamiento antiguo, que habéis tenido desde el principio; el mandamiento antiguo es la palabra que habéis oído” (LBLA). (“Amados” es una palabra que no se usa en las Escrituras para los perdidos. Dios ama a los pecadores (Juan 3:16), pero reserva este término de cariño para los hijos de Su familia). Habiendo hablado de guardar Su Palabra permaneciendo en Él, Juan anticipa que habrá algunos que profesarán permanecer en Él. Demuestra que todas estas personas pueden ser probadas para la realidad de su profesión por la forma en que andan. Los verdaderos creyentes andarán “como Él anduvo” —es decir, como el Señor anduvo cuando estuvo aquí en la tierra—. Por tanto, la vida de Cristo es el nivel de vida del cristiano. Esto va más allá de la simple obediencia para incluir la manifestación de las características morales de Cristo en nuestras vidas: Su mansedumbre, Su humildad, Su bondad, Su compasión, Su empatía, Su fidelidad, etc. Estas características de gracia se manifestarán en los verdaderos creyentes. Puede que no sean tan distintivos en nosotros como lo fueron en el Señor; sin embargo, se verán en cada creyente hasta cierto punto.
Versículo 7.— Tomando a Cristo como ejemplo de nuestro andar, Juan dice a los santos: “No os escribo un mandamiento nuevo”. El “mandamiento antiguo” —que es amarnos los unos a los otros— fue expresada perfectamente en la vida del Señor. Juan no tenía ninguna cosa que añadir porque no se puede mejorar la perfección. Esto contrastaba con lo que proponían los falsos maestros anticristianos. Ellos eran conocidos por torcer las cosas —lo cual no era la verdad en absoluto—. ¡Qué reconfortante escuchar a Juan decir que tenemos todo lo que necesitamos en Cristo!
Justo antes de que el Señor regresara a Su Padre en el cielo, dio este mandamiento a los discípulos, llamándolo “un mandamiento nuevo” (Juan 13:34). Esto se debe a que el tipo de amor con el que estaban familiarizados bajo el sistema mosaico era amar a su prójimo “como” a sí mismos (Lucas 10:27). Pero ahora, en el cristianismo, tenemos un nuevo y diferente punto de referencia; debemos amarnos “como” Cristo nos amó (Juan 15:10-12). Desde la perspectiva que Juan estaba escribiendo, mucho después de que el Señor anduvo en este mundo, se refirió a él como un “mandamiento antiguo”.
Versículo 8.— Habiendo mencionado esto, Juan dice: “Otra vez os escribo un mandamiento nuevo, que es verdadero en Él y en vosotros; porque las tinieblas son pasadas, y la verdadera luz ya alumbra”. Parecería que Juan se estuviera contradiciendo. Él acababa de decir que no tenía ningún mandamiento nuevo que entregar a los santos, ¡pero ahora dice que sí! ¿Qué es lo que quiere decir? Es simplemente que el mandamiento antiguo de que nos amemos unos a otros debe aplicarse ahora en las nuevas circunstancias de la nueva dispensación que se había introducido con la venida del Espíritu Santo. El nuevo mandamiento no difiere del antiguo en sustancia. Como había sido expresado en Cristo, ahora estaba teniendo su expresión en los hijos de Dios. En consecuencia, Juan dice que “es verdadero en Él y en vosotros”. J. N. Darby observó: “En otro sentido, era un mandamiento nuevo, porque (por el poder del Espíritu de Cristo, siendo unidos con Él y obteniendo nuestra vida de Él) el Espíritu de Dios manifestó el efecto de esta vida” (Synopsis of the Books of the Bible, edición Loizeaux, vol. 5, página 497). Así que el mandamiento antiguo no había perdido su frescura; fueron las circunstancias en las que iba a ser aplicado que lo convirtieron en un mandamiento nuevo.
Esta manifestación de amor en los hijos de Dios es la primicia de una era completamente nueva de regeneración moral en la Tierra, que se establecerá cuando Cristo reine en Su reino (el Milenio) (Mateo 19:28). Anticipándose a ese día, Juan dice: “Porque las tinieblas van pasando, y la luz verdadera ya está alumbrando” (Juan 2:8, LBLA). La versión Reina-Valera Antigua dice aquí (erróneamente) que las tinieblas “son pasadas” (la traducción LBLA dice que “las tinieblas van pasando”); sin embargo, en este mundo, la ignorancia de Dios aún no ha desaparecido. Debemos esperar el establecimiento del Milenio para esto, cuando la Tierra sea llena del conocimiento del Señor (Isaías 11:9). Cuando uno mira a su alrededor a las condiciones en este mundo hoy, puede inclinarse a decir que la oscuridad moral y espiritual va en aumento en lugar de estar desapareciendo. Pero los que tienen fe ven que la oscuridad está en el proceso de desaparecer porque “la verdadera luz” ha comenzado a brillar en Cristo y en los hijos de Dios, lo cual antecede a lo que está por venir. Esa luz que ha empezado a brillar ahora nunca será apagada.
LA PRUEBA DEL AMOR DIVINO (Capítulo 2:9-11).— Juan examina una característica más de estar en la luz: un amor genuino por nuestros hermanos. Dice: El que dice que está en luz, y aborrece á su hermano, el tal aun está en tinieblas todavía. El que ama á su hermano, está en luz, y no hay tropiezo en él. Mas el que aborrece á su hermano, está en tinieblas, y anda en tinieblas, y no sabe á donde va; porque las tinieblas le han cegado los ojos”. Siguiendo con su estilo, aquí Juan habla de manera abstracta. No toma en cuenta que un verdadero cristiano puede permitir que la carne realce en su alma y que tenga sentimientos amargos hacia alguno de sus hermanos. Asume que este es el hábito y el carácter de la vida de una persona que está en tinieblas y en ninguna manera salvada.
Si alguien está verdaderamente en la luz, andará en la luz y no buscará ocasión para hacer tropezar a su hermano. Así demostrará su amor por su hermano y que verdaderamente permanece en la luz. Por otro lado, alguien que odia a su hermano “anda en tinieblas” y ha sido “cegado” por la oscuridad en la que anda. Manifestará esto siendo engañado por las doctrinas erróneas de la cristiandad y apartándose así de la verdad; también intentará hacer que otros tropiecen de la misma manera. Con esto, demuestra que no tiene verdadero amor por su hermano y que él mismo no es un verdadero hijo de Dios.
Un resumen de las características de los que están en la luz
•  Ellos andan en la luz, en comunión unos con otros, con el conocimiento de que la sangre de Cristo ha limpiado por completo sus pecados (capítulo 1:6-7).
•  Saben lo que son en sí mismos: aún tienen una naturaleza pecaminosa (capítulo 1:8).
•  Si fallan, confiesan sus pecados porque tienen un Abogado para con el Padre (capítulos 1:9–2:2).
•  En obediencia, guardan Sus mandamientos y Su Palabra (capítulo 2:3-5).
•  Exhiben las características morales de Cristo en su andar y manera de vivir (capítulo 2:6-8).
•  Aman a sus hermanos y lo demuestran teniendo cuidado de no serles de tropiezo (capítulo 2:9-11).

Capítulo 2:12-28: Crecimiento en la familia de Dios (un paréntesis)

En este punto de la epístola, Juan pone de lado el examen de las características de la naturaleza de Dios que se replica en Sus hijos para hablar de varias etapas de crecimiento en la familia de Dios. Parece anticiparse a la siguiente pregunta: “¿Por qué algunos de los hijos llevan las características de la naturaleza divina de manera obvia y otros no?” En un largo paréntesis (versículos 12-28), Juan muestra que los hijos se encuentran todos en diferentes etapas de crecimiento. Los que son nuevos en la fe (recientemente salvos) todavía tendrán algunas de las marcas del mundo en sus caminos y costumbres, y esto tiende a oscurecer las características de la naturaleza divina en ellos. Esto no significa que no sean realmente creyentes, sino que carecen de desarrollo moral debido a su infancia espiritual. Moisés es una figura de esto. Cuando se levantó en fe y salió de Egipto (figura del mundo), llegó al desierto, donde se equivocaron al pensar que era un egipcio (Éxodo 2:19; Hebreos 11:24-27). Era un verdadero hijo de Dios, pero había algo en la forma en que se vestía y actuaba que hacía que los que lo veían pensaran que era un egipcio.
Los versículos 12 y 28 encierran este paréntesis. El versículo 12 aborda el hecho de que aquellos a quienes Juan está a punto de dirigirse son verdaderamente hijos de Dios —lo que es probado por el hecho de que sus pecados son perdonados, una bendición común para todos los miembros de la familia—. El versículo 28 confirma que lo son y es una exhortación a que permanezcan en Él en vista de Su venida. En ambos versículos, el texto no debe traducirse como “hijitos”, sino “hijos” (LBLA). Juan se dirige a toda la familia de Dios, no solo a los jóvenes en la fe. Juan usa la palabra “hijos” en estos dos versículos como un término de afecto, no para indicar niñez espiritual.
Versículo 12.— Dice: “Os escribo a vosotros, hijos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por Su nombre” (LBLA). El perdón de los pecados es una bendición cristiana que tenemos en Cristo (Hechos 5:31; 10:43; 13:38; 26:18; Efesios 1:7; 4:32, etc.). Se refiere a la eliminación eterna del juicio de nuestros pecados mediante la fe en la obra consumada de Cristo en la cruz. Como resultado, tenemos un conocimiento consciente de que nuestros pecados han desaparecido ante los ojos de Dios porque nuestra conciencia ha sido limpiada de culpa (Hebreos 9:14; 10:2,22). Los santos del Antiguo Testamento no tenían esta bendición. Mediante la paciencia de Dios, sus pecados fueron expiados por la obra de Cristo en la cruz (Romanos 3:25), pero no se dieron cuenta mientras vivían, porque Cristo aún no había venido a aniquilar el pecado mediante el sacrificio de Sí mismo (Hebreos 9:26). Como resultado, vivieron con un grado de incertidumbre en cuanto al juicio de sus pecados (Salmo 25:7, etc.). El único tipo de perdón que conocían era el perdón gubernamental (Levítico 4, etc.).
Varias etapas de crecimiento en la familia
En el paréntesis, Juan se dirige dos veces a los distintos miembros de la familia. La primera vez es para identificar los distintos niveles de realización espiritual que ha alcanzado cada uno. La segunda vez, exhorta a cada uno de acuerdo con los peligros específicos que probablemente enfrentarían en su nivel alcanzado. Utiliza “padres”, “mancebos” e “hijitos” como figuras para indicar las distintas etapas de crecimiento en la familia. No está hablando de ellos literalmente; por lo tanto, las hermanas se incluirían en estas categorías. Es de notar que, aunque Juan menciona a los jóvenes, no menciona a los viejos, lo que implicaría un declive espiritual. La vida eterna disfrutada en comunión con el Padre y el Hijo no conoce decadencia. En las cosas divinas, una persona puede ser muy vieja físicamente, pero aún estar llena de vitalidad espiritual. Caleb es una figura de esto (Josué 14:10-11).
PADRES (versículo 13a).— Juan dice: “Os escribo á vosotros, padres, porque habéis conocido á Aquel que es desde el principio”. “Padres” representa a los miembros de la familia que son cristianos crecidos y maduros. Esta palabra para los padres nos muestra que el logro más alto en la experiencia cristiana es la relación personal con Cristo, “Aquel que es desde el principio”. Nota que dice: “Habéis conocido á Aquel”. No dice: “Ustedes son maduros porque tienen mucho conocimiento bíblico”. No es nuestra intención minimizar el conocimiento bíblico, ya que comprender las Escrituras es un componente importante del crecimiento espiritual (1 Pedro 2:2), pero esto en sí mismo no produce madurez cristiana.
Conocer a Aquel que es desde el principio, junto con el conocimiento de la verdad, es lo que conduce a la madurez cristiana. Los jóvenes y los niños pequeños también conocen a Cristo, por supuesto. Lo conocen como su Salvador y están agradecidos por eso, pero los padres lo conocen más profundamente, ya que han pasado tiempo en comunión con Él. Han alcanzado una etapa de crecimiento espiritual en sus vidas donde Cristo lo es todo para ellos. Han abandonado las ambiciones y metas mundanas y están concentrados en una cosa: Cristo y Sus intereses. Pablo ejemplifica esto cuando dice: “Pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome á lo que está delante, prosigo al blanco, al premio de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:13-14). La meta de un cristiano adulto es triple:
•  “Conocerle” (Filipenses 3:10).
•  Ser “semejantes á Él” (1 Juan 3:2).
•  Estar “juntamente con Él” (1 Tesalonicenses 5:10).
Así, cuando habla de padres, Juan no se refiere a cuánto tiempo una persona ha sido cristiana, sino a su nivel de madurez en las cosas divinas. Es muy posible que una persona haya sido cristiana durante muchos años y, sin embargo, no sea un padre en el sentido que Juan habla aquí. Hay muchos que han sido salvos hace mucho tiempo, pero todavía son bebés espirituales porque han dedicado poco tiempo y ejercicio a las cosas espirituales.
MANCEBOS (versículo 13b).— A continuación, Juan dice: “Os escribo á vosotros, mancebos, porque habéis vencido al maligno”. Esto se refiere a una clase de creyentes que no son bebés en Cristo pero que no han tenido la profundidad de experiencia personal con Cristo que tienen los padres. Están marcados por el vigor espiritual y por vencer a Satanás, “el maligno”. Esto no significa que Satanás ya no sea una fuerza que no deban tener en cuenta, pero han escapado de las artimañas del diablo. El versículo 14 nos dice cómo es que lo han hecho: por la “Palabra de Dios”. Así, por su obediencia a los principios de la Palabra de Dios, han derrotado sus artimañas, como lo hizo el Señor cuando fue tentado por el diablo en el desierto (Mateo 4:1-11). Esto requiere familiaridad con las Escrituras, lo que evidentemente tienen.
HIJITOS (versículo 13c).— Finalmente, Juan dice: “Os escribo á vosotros, hijitos, porque habéis conocido al Padre”. La palabra griega traducida “hijitos” (“payion”) aquí y en el versículo 18 no es la misma palabra traducida “hijos” (“teknion”) en los versículos 12 y 28 (traducción J. N. Darby). Aquí, la palabra está en diminutivo y por lo tanto la traducción “hijitos” está en consonancia con el texto. Se refiere a aquellos que son nuevos en la fe —recién salvos—. Otra vez, él no está hablando de la edad física; una persona podría ser salva al final de la vida y, en ese sentido, sería un bebé en Cristo, porque todos entramos en la vida cristiana como niños pequeños.
Los hijitos se caracterizan por conocer a Dios como su Padre. Aquellos en esta etapa no tienen un conocimiento práctico de la Palabra de Dios (las Escrituras) como tienen los jóvenes, sencillamente porque no han tenido tiempo para asentarse en la Palabra, siendo nuevos en la fe. Pero tienen lo más elemental sobre el cristianismo —conocen a Dios como su Padre—. Así que conocer al Padre (como lo hacen los niños pequeños) marca el comienzo de la experiencia cristiana, pero conocer a Cristo (como lo hacen los padres) es el pináculo de la experiencia cristiana.
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La segunda vez que Juan se dirige a cada uno de estos en la familia, los exhorta sobre los peligros a los que seguramente serían susceptibles. Estas son las primeras exhortaciones de la epístola.
PADRES (versículo 14a).— Juan dice: “Os he escrito á vosotros, padres, porque habéis conocido al que es desde el principio”. Es interesante que su palabra para los padres sea la misma que les dijo la primera vez. No agrega nada porque no se puede agregar nada a lo que es el pináculo de la experiencia cristiana. Cuando Cristo se convierte en el único Objeto de nuestros corazones y estamos llenos del gozo de la comunión con Él, ¡no podemos obtener nada más alto que eso! No es necesario que Juan les dé una palabra de advertencia acerca de los peligros del camino, porque el enemigo no puede tocar a los que habitualmente permanecen en Cristo (Deuteronomio 33:12; 1 Samuel 22:23). Esto muestra que estar lleno de esta dicha es la mejor protección contra las seducciones del enemigo.
MANCEBOS (versículos 14b-17).— Dirigiéndose a los jóvenes, les dice: “Os he escrito á vosotros, mancebos, porque sois fuertes, y la palabra de Dios mora en vosotros, y habéis vencido al maligno”. Son elogiados por dos cosas: ser “fuertes” (espiritualmente) y haber “vencido” las “estratagemas” del diablo (Efesios 6:11, traducción W. Kelly). Juan habló de los jóvenes que vencieron al maligno en el versículo 13, pero aquí nos da el secreto de su victoria: tener la Palabra de Dios morando “en” ellos. Esto va más allá del simple conocimiento de la Palabra, e incluye digerirla y, en consecuencia, tenerla como parte integral de nuestro ser, para que la Palabra gobierne nuestros movimientos en este mundo. En ese caso, los intentos del diablo de hacer tropezar al creyente son derrotados. Cuando la Palabra de Dios habita en un creyente en la forma en que habla Juan, no renunciará a la verdad, aunque otros a su alrededor se estén yendo. Su fuerza para vencer al maligno se deriva de su adhesión a los principios de la Palabra de Dios, no de la fuerza humana y el hábil razonamiento.
Una advertencia contra la mundanalidad
Versículo 15.— Obtener la victoria sobre el maligno no significa que los jóvenes estén fuera de peligro. De hecho, a menudo se ha dicho que el hijo de Dios nunca se encuentra en una posición más peligrosa espiritualmente que después de haber ganado una victoria sobre el enemigo. Esto se debe a que tendemos a bajar la guardia en estos momentos y nos volvemos vulnerables. Habiendo vencido al maligno, hay otro enemigo del que deben tener cuidado: el mundo. Por eso, Juan advierte: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él”. La palabra “mundo” se usa en las Escrituras de tres maneras:
•  Como un lugar: el planeta Tierra (Juan 1:10; 9:5; 13:1; 16:28; 18:37; Hechos 17:24; Romanos 1:20; 1 Timoteo 1:15; Hebreos 11:3; Apocalipsis 13:8).
•  Como una sociedad donde Cristo está excluido (Juan 8:23; 15:19; 17:14b-16,18; Romanos 12:2; Gálatas 1:4; 6:14; 2 Timoteo 4:10; Santiago 4:4; 1 Juan 2:15-17; 4:5a; 5:19). El mundo, en este sentido, se refiere al sistema de asuntos y actividades en la Tierra que el hombre, en su abandono de Dios, ha organizado en un intento de ser feliz sin tener que enfrentarse a Dios en cuanto a la cuestión de sus pecados. Todo comenzó cuando Caín dejó la presencia del Señor y su descendencia desarrolló diversas actividades en esta vida que absorben los intereses de los hombres hasta el día de hoy (Génesis 4). Ahora es un vasto sistema con muchos departamentos: las artes, las ciencias, la educación, literatura, religión, comercio, política, los deportes profesionales, etc. Todo opera alrededor de principios y valores falsos basados en los deseos de la carne.
•  Como personas que son parte integral de la sociedad que el hombre ha construido para sí mismo en su abandono de Dios (Salmo 17:14; Juan 1:10b; 3:16; 4:42; 6:51; 15:18; 17:14a; 1 Juan 4:5b,14).
El aspecto acerca del cual Juan advierte aquí en el versículo 15 es la sociedad en la que Cristo está excluido. Aún si un creyente ha logrado un progreso espiritual considerable, necesita estar en guardia contra este enemigo. Los valores, principios y objetivos del mundo son centrados en uno mismo —hacer lo que queremos para complacernos a nosotros mismos—. Se nos hace creer que perseguir estas cosas nos hará felices y satisfechos, pero quienes creen en esto siempre se sienten vacíos e insatisfechos. La búsqueda de estas metas y ambiciones mundanas ciertamente va a hacer que nuestras vidas sean desperdiciadas en cosas pasajeras y, así, seremos impedidos de hacer la voluntad de Dios. Por tanto, la advertencia de Juan es: “No améis al mundo”. Al decir: “Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él”, deja en claro que no podemos disfrutar de la comunión con el Padre y con el mundo al mismo tiempo; debe ser lo uno o lo otro. Es cierto que tenemos que pasar por el mundo y, al hacerlo, utilizaremos “las cosas que son del mundo” en nuestras responsabilidades diarias (1 Corintios 7:31,33), pero no necesitamos amar al mundo y marchar al son de su tambor. El cristiano sensato, por lo tanto, debería ver el sistema mundial como lo que realmente es —un enemigo— y así separarse de él. El Señor oró por nosotros para que fuéramos preservados de las influencias del mundo (Juan 17:14-17).
Tres principios falsos sobre los cuales opera el mundo
Versículo 16.— Para ayudarnos a ver lo que el mundo es realmente en su esencia, Juan señala tres principios falsos sobre los cuales este opera. Él dice: “Porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, y la concupiscencia de los ojos, y la soberbia de la vida, no es del Padre, mas es del mundo”. Primero, está “la concupiscencia de la carne”. Esto se refiere a codiciar las cosas que satisfarían los apetitos corporales ilícitos. En segundo lugar, está “la concupiscencia de los ojos”. Esto se refiere a los malos deseos de la codicia, de querer poseer lo que vemos. En tercer lugar, está “la soberbia de la vida”. Esto es querer ser reconocido como alguien importante en esta vida. A menudo se ha señalado que estas tres cosas fueron utilizadas con éxito por el diablo en Eva en el jardín del Edén (Génesis 3:6) y sin éxito en el Señor en las tentaciones del desierto (Mateo 4:1-11).
Versículo 17.— Juan concluye sus palabras a los jóvenes diciendo: “Y el mundo se pasa, y su concupiscencia; mas el que hace la voluntad de Dios, permanece para siempre”. La mundanalidad no podría definirse más concisamente: es el amor por las cosas pasajeras. Aquellos que viven de estas cosas lo perderán todo cuando pasen de este mundo. Lot es un ejemplo de ello. Él vivió para las cosas mundanas en Sodoma, y todas fueron quemadas cuando el juicio de Dios cayó sobre esa ciudad. ¡Perdió todo por lo que había vivido! (Génesis 19) Por otro lado, la persona que hace la voluntad de Dios permanece en la bienaventuranza de ella “para siempre”. Los resultados de hacer la voluntad de Dios se irán con nosotros a la eternidad (Lucas 10:42; 12:33; 16:9). Debería ser obvio para todos para qué es que deberíamos vivir. ¡Ninguna persona sobria invierte en una empresa que está a punto de hundirse! Ni tampoco un cristiano sobrio vivirá para un mundo que está a punto de perecer. ¡Tendría tanto sentido como estar arreglando las sillas del Titanic cuando se estaba hundiendo!
Tres razones por las que no deberíamos amar al mundo
Juan nos dio tres razones de peso por las que los cristianos no deberían vivir para el mundo:
•  Las cosas mundanas estropean nuestro disfrute del amor del Padre (versículo 15).
•  Las cosas de este mundo excitan los instintos más bajos de nuestra naturaleza caída (la carne) que nos llevan a un curso de pecado lejos de Dios (versículo 16).
•  Las cosas del mundo son transitorias; la persona que vive para ellas es la que pierde, porque no puede llevarlas al mundo venidero (versículo 17).
HIJITOS (versículos 18-27).— Juan procede a exhortar a los nuevos conversos, diciendo: “Hijitos, ya es el último tiempo: y como vosotros habéis oído que el anticristo ha de venir, así también al presente han comenzado á ser muchos anticristos; por lo cual sabemos que es el último tiempo. Salieron de nosotros, mas no eran de nosotros; porque si fueran de nosotros, hubieran cierto permanecido con nosotros; pero salieron para que se manifestase que todos no son de nosotros”. Como en el versículo 13, “hijitos” debe estar en el texto aquí porque describe a los que son nuevos en la fe. Juan no habla de su infancia espiritual con desdén; no hay nada de malo en que alguien sea un bebé espiritual en Cristo si es nuevo en la fe. El apóstol Pablo, por otro lado, reprende a los corintios y a los hebreos por ser “niños” (1 Corintios 3:1-3; Hebreos 5:12-13). Habían andado en el camino cristiano durante bastante tiempo y debían haber progresado, pero no lo habían hecho debido a la carnalidad (en el caso de los corintios) y la interferencia de la religión terrenal (en el caso de los hebreos). Ya sea que alguien sea un bebé por su falta de progreso o porque es un nuevo creyente, todos estos son vulnerables a los engaños del enemigo (Efesios 4:14) y necesitan la advertencia que Juan da aquí.
Una advertencia contra la seducción espiritual
Los objetivos favoritos del enemigo son las personas nuevas en la fe. Por lo tanto, es imperativo que a los nuevos conversos se les advierta del hecho de que se está librando una batalla espiritual sobre sus cabezas, y que el enemigo de sus almas tiene planes para derrocarlos a través de sus seducciones. Dado que los nuevos conversos tienden a mirar a los maestros —a menudo hasta el punto de verlos por encima de lo que son (Marcos 8:24; 2 Corintios 12:6-7)—, el enemigo emplea hábilmente maestros no ortodoxos en cuanto a la doctrina para “desviar” a los niños (versículo 26, traducción J. N. Darby). Por lo tanto, Juan les hace saber que, aunque el anticristo de la profecía bíblica aún no ha aparecido, el espíritu del anticristo ya ha comenzado a trabajar en el testimonio cristiano. El término “anticristo” significa “contra Cristo”. Cualquier enseñanza que esté en contra de Cristo, ya sea en el día venidero o en el presente, tiene el espíritu del anticristo. Dice que había muchos maestros anticristianos obrando aquel día, y su presencia era prueba de que era “la última hora” (versículo 18, traducción J. N. Darby). ¡Cuánto más es así en el día de hoy!
Juan dice: “Salieron de nosotros”. El “nosotros” aquí se refiere a los apóstoles. Estos charlatanes no habían salido del testimonio cristiano; todavía se llamaban a sí mismos cristianos. De lo que ellos “salieron” fue de “la doctrina y la comunión de los apóstoles” (Hechos 2:42, traducción J. N. Darby). Dice que el hecho de que no continuaran manifestaba en realidad que “no eran de nosotros”. No es que perdieron su salvación al volverse defectuosos (como algunos han enseñado). El hecho es que ¡nunca fueron verdaderos desde el principio! Dice: “todos no son de nosotros”, lo que significa que todos eran falsos.
La unción del Espíritu
Versículos 20-21.— En vista de este ataque al cristianismo, Juan dirige a estos hijitos al gran recurso que tienen en el Espíritu Santo. Él dice: “Mas vosotros tenéis la unción del Santo, y conocéis toda la verdad” (traducción W. Kelly). La “unción” del Espíritu es un aspecto especial de la morada del Espíritu Santo que le da al creyente discernimiento en cuanto a la verdad y el error. Esto muestra que el más nuevo hijo de Dios tiene la presencia del Espíritu morando en él, lo cual se recibe cuando creemos en el evangelio (Gálatas 3:2; Efesios 1:13). En el evangelio de Juan, el Espíritu de Dios es dado a los creyentes para aumentar su comprensión y disfrute de la verdad (Juan 14:26; 15:26; 16:13-15), mientras que en la epístola de Juan, el Espíritu es dado a los santos más con el propósito de protegerlos de ser engañados por el enemigo (1 Juan 2:18-27; 3:24; 4:1-6,13; 5:6-7).
Es notable que Juan no dirige a estos hijitos a la Palabra de Dios, de modo que usen las Escrituras para refutar la mala enseñanza. Si hubieran estado al nivel de los jóvenes que tenían la Palabra de Dios morando en ellos, él podría haber dicho eso. Pero estos hijitos eran nuevos en la fe y aún no tenían un conocimiento práctico de la Palabra de Dios y, por lo tanto, no eran capaces de tal tarea. Así, Juan señala la “unción del Santo” que les haría conocer “todas las cosas”. Él dice: “No os he escrito como si ignoraseis la verdad, sino como á los que la conocéis, y que ninguna mentira es de la verdad” (versículo 21). Juan no quiere decir que estos nuevos creyentes conocían todos los diversos principios de la revelación cristiana de la verdad, pero al tener la unción del Espíritu, tenían la capacidad de discernir la verdad cuando se les presentaba. De esa forma, sabrían cuando lo escucharan. El Espíritu les daría un sentido en sus almas de que lo que se les estaba presentando era ciertamente la verdad. Por otro lado, si alguien enseñaba un error, también podrían discernir que algo estaba mal. Es posible que no pudieran explicar exactamente lo que estaba mal con la falsa doctrina, pero sabrían lo suficiente para evitarla y así ser preservados.
Versículos 22-23.— Antes de continuar con sus comentarios sobre la unción del Espíritu, Juan hace una pausa para mencionar las dos formas principales de error que los santos encontrarán:
•  La negación de que “Jesús es el Cristo” (es decir, el Mesías). Esta es la blasfemia que se sostiene entre los judíos incrédulos.
•  La negación de la relación eterna del “Padre y el Hijo”. Esta es la blasfemia sostenida por muchos falsos maestros en el testimonio cristiano.
Negar que Jesús es el Cristo es negar el mensaje esencial del Antiguo Testamento (Hechos 17:2-3), y negar al Padre y al Hijo es negar el mensaje esencial del Nuevo Testamento (Mateo 3:16-17). Vemos de esto que los ataques del enemigo son generalmente, si no siempre, dirigidos a la Persona de Cristo. De hecho, se encontrará que en el fondo de todo sistema de enseñanza anticristiano hay algún tipo de blasfemia en relación con la Persona de Cristo. Estos sistemas religiosos pueden usar terminología bíblica en sus enseñanzas, pero la verdadera prueba es lo que sostienen con respecto a la “doctrina de Cristo” (2 Juan 9). H. Smith dijo: “Cuando aparezca el anticristo, unirá la mentira de los judíos con la mentira que surge en la profesión cristiana, negando tanto que Jesús es el Mesías y que Él es una Persona divina” (The Epistles of John [Las Epístolas de Juan], página 17). El apóstol Juan tilda al que expone estas falsas doctrinas como un “mentiroso”.
Versículos 24-26.— Juan luego agrega una condición importante en conexión con la operación de la unción del Espíritu. Dice: “Pues lo que habéis oído desde el principio, sea permaneciente en vosotros. Si lo que habéis oído desde el principio fuere permaneciente en vosotros, también vosotros permaneceréis en el Hijo y en el Padre. Y esta es la promesa, la cual Él nos prometió, la vida eterna*”. Esto muestra que la percepción espiritual impartida por el Espíritu Santo no es algo automático. El uso que hace Juan de la palabra “si” muestra que la obra del Espíritu como la unción depende de que el creyente permanezca en la revelación cristiana del Padre y el Hijo (recibida cuando creemos en el evangelio) y continúe en comunión consciente con el Padre y el Hijo, lo cual es la esencia de la “vida eterna*” (Juan 17:3). Mencionamos esto porque hay muchos que son verdaderamente salvos y habitados por el Espíritu Santo, pero que han sido engañados por maestros errados porque no han permanecido en comunión con el Padre y el Hijo. Esto muestra lo importante que es mantener la comunión con Dios; es nuestro “salvavidas” espiritual. Juan explica que estaba dando esta advertencia debido al peligro real de aquellos que estaban tratando de “desviarlos” (versículo 26, traducción J. N. Darby).
Versículo 27.— Juan luego reafirma el gran recurso que tenían en el Espíritu Santo: “Pero la unción que vosotros habéis recibido de Él, mora en vosotros, y no tenéis necesidad que ninguno os enseñe; mas como la unción misma os enseña de todas cosas, y es verdadera, y no es mentira, así como os ha enseñado, perseveraréis en Él”. Algunos han pensado que lo que Juan está diciendo aquí es que para evitar el problema de absorber el error de los falsos maestros debemos rechazar toda enseñanza de los hombres. Piensan que lo que está diciendo es que no necesitamos que los hombres nos enseñen la verdad porque tenemos al Espíritu Santo que nos enseña y eso es todo lo que necesitamos. En consecuencia, rechazan la lectura de todo ministerio escrito (comentarios). Pero eso no es lo que dice Juan. Este versículo no significa que no necesitemos maestros cristianos en la Iglesia. Si así fuera, ¿por qué Dios levantó “maestros” y los envió a enseñar a la Iglesia? (1 Corintios 12:28, LBLA; Efesios 4:11-14, LBLA) Este versículo simplemente significa que cuando se nos presenta algo, no necesitamos que alguien nos diga si es cierto o incorrecto. Si estamos en comunión con el Señor, la unción del Espíritu nos permitirá saber si es cierto o incorrecto. En consecuencia, rechazaremos el error y retendremos la verdad, y así “perseveraremos en Él” y seremos preservados.
Versículo 28.— F. B. Hole dice: “El versículo 28 del capítulo 2 es un párrafo corto separado, y el segundo capítulo terminaría más apropiadamente con él” (Epistles, vol. 3, página 158). El apóstol vuelve aquí para dirigirse a toda la familia de Dios y, al hacerlo, cierra su digresión sobre el crecimiento familiar. (Como se mencionó anteriormente, la palabra aquí debe ser “hijos” y no “hijitos”).
Es una simple exhortación para toda la familia (los tres niveles de crecimiento) a “perseverar en Él”. Es nuestra gran salvaguardia contra toda enseñanza anticristiana. Esto muestra que no hay sustituto para la comunión, ya seamos cristianos maduros o nuevos conversos. Juan miró hacia el día de la manifestación (la aparición de Cristo) cuando se mostrarán los resultados de nuestro servicio. Su trabajo como apóstol se manifestará y las obras de los santos también. Él muestra que es posible que nos avergoncemos en ese momento porque no seguimos bien el camino de la fe. Su deseo es que todos tengamos “confianza” en ese día y que nadie sea “avergonzado ante Él en Su venida” (traducción King James).

Capítulos 2:29-4:6: Vida

Capítulo 2:29.— Este versículo comienza un nuevo párrafo que se extiende al capítulo 3. Hubiera sido mejor si aquellos que definieron las divisiones de capítulos y versículos en la Biblia lo hubieran colocado en el tercer capítulo, porque pertenece al tema que allí se desarrolla.
Varios atributos morales de la naturaleza divina
En este punto, Juan reanuda sus pruebas y contrapruebas sobre quiénes son hijos de Dios y quienes no lo son. Lo siguiente que él presenta son las características morales de la naturaleza divina. Por lo tanto, “nacer de Dios”, que es el medio por el cual recibimos la vida divina, se menciona apropiadamente varias veces en la última parte de la epístola (capítulos 2:29; 3:9 [dos veces]; 5:1,4,18 [dos veces]). Los rasgos característicos de la naturaleza divina fueron manifestados perfectamente en Cristo cuando estuvo aquí, y se pueden ver ahora en los hijos de Dios, aunque a veces se oscurecen en nosotros.
J. N. Darby afirma que en este pasaje hay tres pruebas de la posesión de la vida divina por parte de una persona (Synopsis of the Books of the Bible, edición Loizeaux, págs. 508-515) que son:
LA PRUEBA DE PRACTICAR LA JUSTICIA (Capítulos 2:29–3:10).— La primera prueba de la vida divina que Juan aborda es la justicia. Él dice: “Si sabéis que Él es justo, sabed también que cualquiera que hace justicia, es nacido de Él”. La justicia es “hacer lo correcto”. La injusticia es “hacer lo incorrecto”. Es incuestionable que Dios es absolutamente justo. Sin embargo, Juan afirma este obvio hecho y lo usa como prueba de la profesión de una persona. Su punto aquí es que, dado que Dios es justo, todos los que tienen Su vida también serán justos, porque ellos “nacieron de Él”. Así, los hijos de Dios se manifestarán como tales mediante la práctica de la justicia, pues en ellos se verán las características morales del Padre. Esto, entonces, puede usarse como referencia para probar a todas las personas que profesan ser hijos de Dios. En pocas palabras, un hijo de Dios practicará la justicia y uno que no es un verdadero hijo de Dios no lo hará.
Juan usa la palabra “hacer” repetidamente en estos versículos en relación con la justicia (hacer lo correcto) y el desenfreno (hacer nuestra propia voluntad independientemente de Dios). Está hablando del carácter general de la vida de una persona —algo que es habitual y característico de ella— y no lo que puede hacer que sea contrario a su carácter. Por lo tanto, los hijos de Dios, aunque imperfectos en sus caminos, practican de manera característica la justicia. Lo mismo ocurre con los incrédulos; sus vidas se caracterizan por practicar el desenfreno. Puede que hagan algo de vez en cuando que les parezca justo, pero lo que los caracteriza es la búsqueda de las cosas del mundo; ese es el hábito de su vida.
Amados del Padre
Capítulo 3:1.— Juan hace una pequeña digresión para explicar de dónde es que los hijos de Dios adquieren el poder moral para practicar la justicia —es producida al contemplar el amor del Padre—. Por eso dice: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios”. (“Hijos” aquí se refiere a nuestra relación como siendo parte de la familia de Dios y no a la posición de hijos que tenemos por medio de la Adopción (Filiación) que es la línea distintiva de la verdad presentada por Pablo).
En Juan 3:16, el apóstol Juan se enfoca en la medida del amor de Dios por los perdidos; aquí en 1 Juan 3:1, se enfoca en la forma en que el Padre ama a Sus hijos. ¡Somos los objetos de Su amor! Él quiere que no solo conozcamos este maravilloso hecho, sino que vivamos en su disfrute. Vivir con la conciencia de que somos amados perfecta y eternamente por el Padre es una fuerte motivación para que practiquemos la justicia. De hecho, ¡Él nos ama tanto como ama a Su propio Hijo! (Juan 17:23).
Tan caro soy a Dios, mi Salvador,
Que más no puedo ser, ya que el amor
Con que mi Padre ama a Su Hijo allí,
El mismo es con que Él siempre me ama a mí.
(Himnario Mensajes del Amor de Dios, no 931)
Tener esta conexión con el Padre y el Hijo a través de la posesión de la vida eterna* nos desconecta moralmente del mundo, pues los dos son diametralmente opuestos (capítulo 2:15-16). El mundo no conoció a Cristo cuando estuvo aquí (Juan 1:10). ¡Los hombres eran tan ciegos que pensaban que tenía un demonio! (Juan 8:48). El mundo tampoco conoce a los hijos de Dios. Juan enfatiza esto, declarando: “Por esto el mundo no nos conoce, porque no Le conoce á Él”. Esto significa que no podemos esperar que la gente de este mundo comprenda nuestras fuentes internas y las razones para vivir para Cristo y practicar la justicia. Ser guiados y controlados por las invisibles realidades celestiales que han capturado los afectos de nuestros corazones es un completo misterio para el hombre del mundo. Todas estas realidades le están ocultas, porque la fuente de nuestra vida está “escondida con Cristo en Dios” (Colosenses 3:3).
Versículo 2.— Juan agrega: “Muy amados, ahora somos hijos de Dios, y aun no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero sabemos que cuando Él apareciere, seremos semejantes á Él, porque le veremos como Él es”. Por lo tanto, nuestra relación con Dios como sus “hijos” no es algo que estemos esperando, ya la tenemos “ahora”. Físicamente, no nos vemos diferentes a la gente de este mundo porque todavía estamos en “el cuerpo de nuestra bajeza”, que muestra evidencias de envejecimiento, enfermedad, dolor, tristeza, etc., como toda la raza humana (Filipenses 3:21). Pero cuando Cristo aparezca, viniendo del cielo para juzgar a este mundo con justicia (Salmo 96:13; Hechos 17:31), nosotros vendremos con Él (Zacarías 14:5; 1 Tesalonicenses 3:13; 4:14; Judas 14; Apocalipsis 19:14), y seremos “semejantes” a Él en gloria (Filipenses 3:21; Colosenses 3:4; 2 Tesalonicenses 1:10). ¡Entonces el mundo sabrá que somos hijos de Dios y que el Padre nos ama! (Juan 17:23).
Juan dice que nuestra certeza de esta realidad radica en el hecho de que “le veremos como Él es”. Esto tendrá lugar en el Arrebatamiento, unos siete años antes de la Aparición de Cristo. Nota: No dice que lo veremos como era, sino como es. Así, le veremos como un Hombre glorificado, ¡y en ese momento seremos transformados instantáneamente a Su semejanza en gloria! El apóstol Pablo dijo: “Como trajimos la imagen del terreno, traeremos también la imagen del celestial” (1 Corintios 15:49). Esta maravillosa transformación se llevará a cabo “en un momento, en un abrir de ojo, á la final trompeta” (1 Corintios 15:52; 1 Tesalonicenses 4:16). ¡Qué momento será este!
Versículo 3.— Juan continúa hablando del efecto práctico que esta esperanza (de ver a Cristo como es) tiene en los hijos de Dios. Dice: “Y cualquiera que tiene esta esperanza en Él, se purifica, como Él también es limpio”. Por lo tanto, saber que pronto seremos semejantes a Cristo (moral y físicamente) produce un ejercicio en nosotros para ser moralmente como Él ahora mientras esperamos Su venida. Todo verdadero creyente que tiene presente esta esperanza “se purifica”, quitando de su vida las cosas que son incompatibles con la santidad de Dios (2 Corintios 7:1; 1 Pedro 1:15-16). La pauta que tenemos en esta purificación práctica de nuestra vida es la pureza misma de Cristo, “como Él también es limpio”. Él “no conoció pecado” (2 Corintios 5:21), “no hizo pecado” (1 Pedro 2:22), y “no hay pecado en Él” (1 Juan 3:5). Nota: Juan no dice que somos limpiados como Cristo se limpió a sí mismo, porque Cristo nunca necesitó ser purificado. ¡Él es puro y no podría ser más puro! Así, esta esperanza, si se entiende correctamente, tiene un efecto santificador en el creyente.
Justicia y desenfreno
Versículo 4.— Si bien el verdadero hijo de Dios se conocerá por estar “perfeccionando la santificación” en su vida mientras espera la venida del Señor (2 Corintios 7:1), alguien que simplemente profesa ser un hijo de Dios no se preocupará por tal cosa. Esto será evidente en su vida. Este fue el caso de los maestros gnósticos. Se jactaban de un conocimiento espiritual más elevado, pero eran bastante descuidados en cuanto a la santidad personal. Juan, por lo tanto, pasa a definir la verdadera naturaleza del pecado y, al hacerlo, expone a estos charlatanes. Él dice: “Cualquiera que practica pecado, también practica el desenfreno; y el pecado es desenfreno” (traducción J. N. Darby). Al afirmar esto, Juan no está hablando de un creyente defectuoso que comete un pecado, sino de una persona que “practica” el pecado como una característica de su vida. Su carácter general prueba que no es un verdadero hijo de Dios, aunque puede profesar serlo.
Las versiones Reina-Valera presentan este versículo incorrectamente, diciendo: “el pecado es transgresión de la ley”. Si esto fuera cierto, entonces tendríamos que decir que no había pecado en el mundo hasta que Dios le dio la ley a Moisés. Esto no puede ser cierto, pues contradice a Romanos 5:12-14, que afirma que el pecado estaba en el mundo antes de la ley. La nota al pie de la traducción de J. N. Darby dice: “Traducirlo ‘el pecado es transgresión de la ley’ como en la AV [Versión Autorizada, que es la versión King James] es incorrecto, y da una definición falsa del pecado, porque el pecado estaba en el mundo, y como consecuencia la muerte, antes de que la ley fuese dada”. Debe ser traducido: “El pecado es desenfreno”. Vivir desenfrenadamente es hacer nuestra propia voluntad en independencia de Dios. Es el ejercicio de la propia voluntad.
Versículo 5.— Juan agrega el dichoso antídoto de que, aunque hemos pecado y no hemos alcanzado la gloria de Dios (Romanos 3:23), Cristo “apareció para quitar nuestros pecados” y llevarnos a una relación con Dios. Vino a resolver el problema del pecado para la gloria de Dios y la bendición de la humanidad. Su obra de expiación en la cruz eliminó el pecado de delante de Dios judicialmente (Hebreos 9:26) y, en un día venidero, quitará el efecto total del pecado de este mundo literalmente y traerá un estado eterno de impecabilidad (Juan 1:29; Apocalipsis 21:1-8). Mientras tanto, Él está quitando la culpa del pecado de los que creen, salvando sus almas y purificando sus conciencias (Hebreos 9:14). Cuando habla de Cristo como el gran Cargador del pecado, Juan tiene cuidado de distinguirlo de todos los demás hombres, diciendo: “Y no hay pecado en Él”. Esto significa que Él no tuvo una naturaleza pecaminosa caída como la tienen los otros hombres; Su naturaleza era (y es) santa (Lucas 1:35).
Versículo 6.— Habiendo sido quitados nuestros pecados cuando recibimos a Cristo como nuestro Salvador, Juan nos da la manera sencilla que Dios tiene por la cual somos guardados de pecar en lo adelante. Dice: “Cualquiera que permanece en Él, no peca”. Permanecer en Cristo es vivir en constante comunión con Él (Juan 15:4). No pecaremos cuando estemos en la presencia del Señor en comunión con Él. De acuerdo con su estilo, Juan habla de manera absoluta —afirmando el estado normal de los hijos de Dios—. (Es triste decir que es cuando salimos de la comunión con Él que pecamos). Por otro lado, “cualquiera que peca, no le ha visto, ni le ha conocido”. Juan habla aquí de una persona que vive en un estado continuo de desenfreno, que es el estado normal de los incrédulos. Dice que esa persona realmente no conoce al Señor. Nota: Juan no dice, “cualquiera que comete un pecado...”, porque no está hablando de actos individuales de pecado, sino del carácter general de la vida de una persona.
Las dos naturalezas contrastadas
Versículos 7-10.— Debido a la presencia del pecado y de hombres pecadores en este mundo, Juan continúa exhortando a los hijos de Dios a mantenerse en guardia contra los engaños de los falsos maestros que buscaban oportunidades para infiltrarse entre los santos y desviarlos. Para ayudarlos a identificar a estos falsos obreros, Juan ofrece una breve disertación sobre las características básicas de las dos naturalezas —la vieja naturaleza heredada en el nacimiento natural a través de nuestros padres (Salmo 51:5) y la nueva naturaleza comunicada por Dios a través del nuevo nacimiento (Juan 3:3-8)—. Él no considera estas dos naturalezas en una sola persona (es decir, un creyente), sino de manera abstracta, o sea, lo que caracteriza a los creyentes y a los incrédulos.
Él nos da una prueba simple mediante la cual se puede probar toda pretensión de tener la naturaleza divina. Dice: “El que hace [practica] justicia, es justo, como Él también es justo. El que hace [practica] pecado, es del diablo; porque el diablo peca desde el principio” (versículos 7-8, traducción J. N. Darby). Así, los que son verdaderos pueden distinguirse de los que son falsos al observar la práctica general de sus vidas, ya que lo que uno “practica” indica su carácter. El que es verdadero practicará la justicia y el falso profesante practicará el pecado (desenfreno), por el cual se manifestará su verdadero carácter. Esto muestra que la posesión de la nueva naturaleza no es evidenciada por la profesión que alguien haga, sino por la forma en que se comporta en lo que respecta a la práctica. Por lo tanto, no debemos ser ingenuos y dejarnos engañar por un comentario casual que una persona pudiera hacer que suene como si tuviera fe en Cristo. Su verdadera identidad será conocida por el carácter de su vida.
Si una persona practica el pecado de manera característica, está claro que es “del diablo”. El diablo se caracteriza por la rebelión desenfrenada contra Dios y ha practicado el pecado “desde el principio”. El principio del que habla Juan aquí no podría ser el comienzo de Satanás como criatura. Si fuera así, entonces Dios podría ser acusado de crear una criatura malvada, lo cual no es cierto. Dios no creó a Satanás como el diablo; se convirtió en el diablo por rebelión. Juan se refiere al comienzo (el origen) del pecado en el universo moral, que comenzó con la rebelión de Satanás contra Dios (Ezequiel 28:11-19). Algunos piensan que el pecado tuvo su comienzo con la caída de Adán (Génesis 3), porque Romanos 5:12 dice: “El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte”. Sin embargo, este versículo no se refiere a la entrada del pecado y la muerte en la creación primitiva, sino a la entrada del pecado y la muerte en la raza humana (el mundo adámico). Es un error pensar que el pecado no existió hasta la caída de Adán. Satanás y sus ángeles cayeron antes de que cayera Adán y son claramente los primeros pecadores. Que Satanás era un pecador antes de Adán se puede ver en el hecho de que él estaba obrando pecaminosamente en el jardín del Edén, mintiendo y engañando a la mujer antes de que ella y su esposo pecaran. En Romanos 5:12, Pablo rastrea la entrada del pecado en la raza humana, mientras que Juan nos lleva de regreso al origen del pecado.
Agrega: “Para esto apareció el Hijo de Dios, para deshacer las obras del diablo” (versículo 8b). El diablo ha obrado en los corazones de los hombres a través de la vieja naturaleza pecaminosa, llenando a los hombres de incredulidad y desenfreno. El Señor vino a “deshacer” esas malas obras en el corazón de los hombres, dando vida eterna* a los que creen en Él (Juan 10:10). Y los que creen pueden vivir una vida sin pecado, por encima de la influencia maligna del diablo, porque “cualquiera que es nacido de Dios, no hace pecado, porque Su simiente está en él; y no puede pecar, porque es nacido de Dios” (versículo 9). Muchos creyentes sinceros se han sentido perturbados por este versículo. Al no comprender el estilo de escritura abstracta de Juan, han llegado a la conclusión de que no han nacido de nuevo, como habían pensado, porque han pecado después de recibir a Cristo. Sin embargo, este versículo no significa que un creyente no sea capaz de pecar. Lo que Juan dice en el capítulo 2:1 no tendría sentido si ese fuera el caso. Él indica allí que un creyente es capaz de pecar si no es cuidadoso. El punto de Juan aquí es que la nueva naturaleza en un creyente, recibida en el nuevo nacimiento, no es capaz de pecar. Esto significa que, si vivimos de acuerdo con los apetitos y deseos de nuestra nueva naturaleza, no pecaremos. De este modo, él ve al creyente plenamente identificado con la nueva naturaleza.
Versículo 10.— Juan luego resume las características básicas de las dos naturalezas, diciendo: “En esto son manifiestos los hijos de Dios, y los hijos del diablo: cualquiera que no hace justicia, y que no ama á su hermano, no es de Dios”. Desde una perspectiva moral y espiritual, Juan traza dos simientes entre los hombres: los que son “hijos de Dios” (Juan 1:12-13) y los que son “hijos del diablo” (Mateo 13:25; Juan 8:44; Hechos 13:10). Se trata de dos familias distintas, cada una con un carácter que guarda un parecido moral con su padre. Una es “de” Dios y la otra es “del” diablo. Habiendo declarado en el versículo 7 que una persona que habitualmente practica la justicia muestra claramente que es justa, Juan concluye con el lado contrario aquí en el versículo 10. Alguien que habitualmente “no hace justicia” manifiesta que no es de Dios. Moralmente, tiene la misma naturaleza que el diablo y, en ese sentido, es hijo del diablo. Es posible que muchos de ellos no vivan vidas escandalosamente perversas, pero no practican “justicia” ni hay “amor” divino en ellos.
LA PRUEBA DEL AMOR (Capítulo 3:11-23).— Habiendo mencionado el “amor” en el versículo 10, Juan amplía esta característica esencial de la naturaleza divina en la siguiente serie de versículos. Es la segunda gran prueba de que una persona tiene vida divina. Dice: “Porque, este es el mensaje que habéis oído desde el principio: Que nos amemos unos á otros. No como Caín, que era del maligno, y mató á su hermano. ¿Y por qué causa le mató? Porque sus obras eran malas, y las de su hermano justas”.
Amor por los hermanos
El antiguo mandamiento, que en cierto sentido es nuevo (capítulo 2:7-8), de “que nos amemos unos á otros”, es mencionado de nuevo como evidencia de tener vida divina. Como fue el caso con la justicia práctica, el amor fue manifestado perfectamente en la vida del Señor Jesús. Caín se presenta como lo opuesto a estas dos cosas. Manifestó desenfreno y odio —las dos características opuestas a la justicia y el amor—. Él mató a su hermano porque el sacrificio de su hermano fue aceptado por Dios y el suyo no. La aprobación de Dios hacia Abel despertó un odio envidioso en el corazón de Caín, que lo llevó a matar a su hermano. Esto muestra a lo que puede conducir el odio desenfrenado.
Versículo 13.— Juan entonces nos recuerda que al manifestar estas dos características de la naturaleza divina —lo que haremos si somos verdaderamente hijos de Dios— tendremos el odio del mundo derramado sobre nosotros. Dice: “Hermanos míos, no os maravilléis si el mundo os aborrece”. Esto no debería sorprender a ningún hijo de Dios; el Señor advirtió a los discípulos de esto (Juan 15:18–16:4). Los principios del mal que se manifestaron por primera vez en Caín han marcado el curso del mundo desde entonces.
Versículo 14.— Ante el odio del mundo, sabemos que hemos pasado “de muerte á vida” (Juan 5:24) porque amamos a nuestros hermanos. La actividad del amor divino es la prueba práctica de la vida divina. Por otro lado, si una persona que profesa ser un hijo de Dios no ama a sus hermanos, prueba que no es un hijo de Dios —de hecho, “está en muerte” (muerte moral).
Versículos 15-16.— Juan luego contrasta el ejemplo extremo de odio con el ejemplo más grande de amor. Dice: “Cualquiera que aborrece á su hermano, es homicida; y sabéis que ningún homicida tiene vida eterna* permaneciente en sí. En esto hemos conocido el amor, porque Él puso Su vida por nosotros: también nosotros debemos poner nuestras vidas por los hermanos”. El odio conduce al asesinato, pero el amor conduce al autosacrificio por el bien de los demás. El sacrificio de Cristo es el ejemplo perfecto de este último: Él “puso Su vida por nosotros” (1 Juan 3:16; Juan 10:11). ¡Ambos actos de odio y amor extremos llevaron a la muerte! Pero fue por razones completamente diferentes —una fue por la violencia y la otra fue por pura sumisión—. Juan dice que esta misma expresión de amor debe verse en los hijos de Dios porque tienen la misma vida divina. Si somos verdaderos creyentes, nuestro amor se expresará en acción. Nos serviremos “por amor los unos á los otros” (Gálatas 5:13) y pondremos “nuestras vidas” al servicio de nuestros hermanos. El amor práctico es una prueba genuina de que somos verdaderos.
Versículo 17.— En contraste, dice: “Mas el que tuviere bienes de este mundo, y viere á su hermano tener necesidad, y le cerrare sus entrañas, ¿cómo está el amor de Dios en él?”. Alguien que profesa tener vida divina, pero no manifiesta amor ni compasión por su hermano —si esa es la práctica habitual de su vida— prueba que no es un verdadero hijo de Dios.
Versículo 18.— Conociendo el engaño del corazón humano (Jeremías 17:9), Juan nos advierte acerca de tener meras expresiones superficiales de amor (ver Santiago 2:15-16). Dice: “Hijitos míos, no amemos de palabra ni de lengua, sino de obra y en verdad”. Los apóstoles Pablo y Pedro exhortan a los santos a ese fin también (Romanos 12:9; 1 Pedro 1:22). Esto muestra que Dios quiere veracidad en Su pueblo.
Confianza en la oración
Versículos 19-22.— Juan agrega: “Y en esto conocemos que somos de la verdad, y tenemos nuestros corazones certificados delante de Él. Porque si nuestro corazón nos reprendiere, mayor es Dios que nuestro corazón, y conoce todas las cosas. Carísimos, si nuestro corazón no nos reprende, confianza [denuedo, traducción J. N. Darby] tenemos en Dios; y cualquier cosa que pidiéremos, la recibiremos de Él, porque guardamos Sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de Él”. Hablando estrictamente de los creyentes aquí, muestra que al tener un amor genuino por nuestros hermanos, tenemos una confirmación personal en nuestras almas de que somos “de la verdad”. Y como tal, tenemos confianza en la presencia de Dios para hacer peticiones audaces en oración. La certeza de la que Juan habla aquí no es la garantía de la salvación eterna de nuestras almas, sino la certeza de que nuestras peticiones de oración sean concedidas.
Agrega una condición importante que no debe pasarse por alto: “si nuestro corazón no nos reprende”. Esto muestra que cuando nos acercamos a Dios en oración, debemos tener una buena conciencia. Esto se logra al juzgarnos a nosotros mismos y confesar nuestros pecados (1 Corintios 11:31; 1 Juan 1:9). Si tenemos algo en nuestra conciencia que no hemos confesado, nuestro corazón nos condenará y no tendremos esa confianza. Suponiendo que nos juzgamos a nosotros mismos, que es el estado cristiano normal, tenemos la seguridad de que todo lo que le pidamos “lo recibiremos de Él”. Este es el resultado de andar en comunión con Él como algo habitual. Los deseos de nuestro corazón son formados por Su influencia dichosa y por disfrutar de las cosas que Él disfruta (Salmo 36:8), por lo que nuestras peticiones son solo para aquellas cosas que contribuyen al cumplimiento de esos deseos divinos. Al vivir en Su presencia, Él pone en nuestro corazón las cosas que está a punto de hacer, y las pedimos y nos las concede. Recibimos “cualquier cosa que pidiéremos” porque lo pedimos de acuerdo con la voluntad de Dios (capítulo 5:14-15). Nuestra confianza en Su presencia es el resultado de nuestra obediencia: “guardamos Sus mandamientos” y “hacemos las cosas que son agradables delante de Él”. Cristo, como Hombre dependiente en la Tierra, es un ejemplo vivo de esto. Él siempre hizo aquellas cosas que agradaban a Su Padre (Juan 8:29), y siempre oró en armonía con la voluntad de Dios, y “fué oído por Su reverencial miedo” (Hebreos 5:7).
Versículo 23.— Juan habló de los mandamientos (plural) del Señor; ahora habla del “mandamiento” (singular) de Dios. Esto es “que creamos en el nombre de Su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos á otros como (Cristo) nos lo ha mandado”. Aquí vemos dos elementos esenciales de la nueva naturaleza: la fe y el amor. Estas cosas se verán en cada creyente, aunque a veces solo de manera débil. Quien no es un verdadero hijo de Dios no manifestará estas cosas.
LA EVIDENCIA DE SER HABITADO POR EL ESPÍRITU SANTO (Capítulos 3:24–4:6).— Como tercera prueba de que uno posee la naturaleza divina, Juan pasa a hablar de la presencia del Espíritu Santo en el creyente, por medio del cual Dios mismo habita en nosotros. Dice: “El que guarda Sus mandamientos, permanece en Él, y Dios en él. Y en esto sabemos que Él permanece en nosotros: por el Espíritu que nos ha dado” (LBLA). Hay dos tipos de “permanecer” aquí:
•  Nuestra permanencia en Él.— Esto es algo práctico, que tiene que ver con mantener una comunión íntima con Él. Como Juan indica aquí, este es el resultado de la obediencia personal, guardar Sus mandamientos (Juan 14:21,23; 15:4).
•  Su permanencia en nosotros.— Esto es algo constante que resulta de tener la naturaleza divina (Juan 14:20).
Ambos aspectos de la permanencia son el resultado de la presencia del Espíritu Santo en nosotros. Ésta, entonces, es otra prueba por la cual se puede comprobar toda afirmación de que se es un hijo de Dios. Alguien que no es un verdadero hijo de Dios no tendrá la presencia del Espíritu en su interior. Por consiguiente, no permanecerá en comunión con el Señor, ni tendrá la presencia permanente de Dios en él. Esto será evidente en sus acciones.
Falsos maestros
Capítulo 4:1.— Habiendo introducido el tema del Espíritu Santo que habita en los hijos de Dios en el capítulo 3:24, Juan se apresura a advertirnos en este capítulo acerca de los muchos falsos espíritus que están por todo el mundo tratando de imitar al Espíritu de Dios. Dice: “Amados, no creáis á todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios; porque muchos falsos profetas son salidos en el mundo”. Su punto aquí es que, dado que es “la última hora” y muchos anticristos están obrando (capítulo 2:18, LBLA), debemos tener cuidado a quién escuchamos. No debemos creer “á todo espíritu”. Esto significa que no debemos ser ingenuos y pensar que solo porque un hombre habla de la Biblia, necesariamente está diciendo la verdad. Una cosa es hablar de las Escrituras y otra es hablar en conformidad con las Escrituras. Satanás nunca es más satánico en su actividad que cuando usa las Escrituras para engañar a la gente. Él es muy capaz de citar la Palabra de Dios y aplicarla mal para lograr su propósito de desviar a la gente (Mateo 4:6). El apóstol Pablo advirtió: “Y no es maravilla, porque el mismo Satanás se transfigura en ángel de luz. Así que, no es mucho si también sus ministros se transfiguran como ministros de justicia” (2 Corintios 11:13-15).
Con esto en mente, Juan nos exhorta a poner a prueba “los espíritus”. No usa la palabra “espíritus” para referirse a la actitud o conducta de los maestros (Daniel 5:12; 6:3), sino más bien para indicar que detrás de cada maestro hay un espíritu real —ya sea el Espíritu de Dios (Hechos 2:4) o un espíritu maligno (2 Crónicas 18:21)—. Pablo predijo que en los “postreros tiempos” habría “espíritus engañadores” en la casa de Dios que traerían error doctrinal, y que los falsos maestros absorberían y propagarían estas doctrinas erróneas, y desviarían a muchos (1 Timoteo 4:1). Estos maestros a menudo tienen una apariencia agradable que encanta y engaña a la gente (Romanos 16:18). Pueden parecer ovejas, pero en realidad son “lobos” “vestidos de ovejas” (Mateo 7:15); el Señor nos advirtió acerca de estos trabajadores malvados. Entonces, no es solo su forma de ser lo que debemos probar (lo que Juan ha hecho en sus pruebas y reprensiones anteriores), sino también su mensaje. Esto es especialmente cierto cuando se trata de la “doctrina de Cristo” (2 Juan 9), ya que aquí es donde se exponen los espíritus malignos que inspiran a estos falsos profetas. En el momento en que abren la boca y enseñan sobre el tema de la Persona de Cristo, revelan su verdadero carácter.
Tres pruebas para detectar falsos maestros
Juan pasa a dar tres pruebas mediante las cuales se puede verificar cada maestro. Estas pruebas revelarán a los que son verdaderos y expondrán a los que son falsos, porque la doctrina de un hombre revelará el espíritu que lo está energizando. Nota: esto no se hace ahondando en las falsas doctrinas presentes en la cristiandad. Tal ocupación solo nos corromperá, y podríamos tropezar en el proceso (comparar con Deuteronomio 12:29-32). Del mismo modo, ¡no descubrimos si una docena de botellas contienen veneno tomando un sorbo de cada una!
Versículos 2-3.— La primera y mayor prueba tiene que ver con lo que un maestro en particular sostiene acerca de la Persona de Cristo. Como se ha mencionado, aquí es donde se exponen estos espíritus seductores, ya que no pueden hablar bien de Cristo y exaltarlo (1 Corintios 12:3). Juan dice: “En esto conoced el Espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa que Jesucristo es venido en carne es de Dios”. Por lo tanto, la marca distintiva del ministerio que emana del Espíritu Santo es que Cristo será exaltado.
Confesar “que Jesucristo es venido en carne” es más que una mera confesión de palabras de nuestros labios; los demonios pueden confesar a Cristo como el Hijo de Dios solo de labios (Mateo 8:29). La confesión de la que habla Juan indica que la persona es sana en cuanto a la doctrina de la Deidad de Cristo y Su Humanidad perfecta. Venido en carne” significa que existió antes de Su encarnación y, por lo tanto, es una Persona eterna. La palabra “venido” implica que Él estaba en otra parte antes de estar aquí en este mundo como Hombre (1 Timoteo 1:15, etc.). Las Escrituras enseñan que Él estaba con el Padre en el cielo antes de Su encarnación (Juan 8:42; 13:3; 16:28). De hecho, el evangelio de Juan lo presenta como el Enviado de Dios (Juan 3:17; 4:34; 5:23, etc.). “Venido en carne” es algo que no se puede decir de nosotros, ya que no existíamos antes de nuestra concepción y nacimiento. Sin embargo, en la encarnación de Cristo, Él unió a la humanidad con Su Persona y se convirtió en Hombre (Juan 1:14). Hubo una unión de las naturalezas divina y humana lo cual es inescrutable para la mente humana (Mateo 11:27). “Venido en carne indica que cuando el Señor Jesús se hizo Hombre, no tenía una naturaleza pecaminosa caída. La palabra “carne”, sin el artículo definido “la”, se refiere a la humanidad sin las implicaciones de la naturaleza pecaminosa. Ver esto nos ayuda a evitar cualquier conclusión de que el Señor se haya hecho partícipe de la naturaleza caída y pecaminosa cuando se convirtió en Hombre. Tenía una naturaleza humana santa, no una naturaleza humana caída (Lucas 1:35).
Juan luego presenta el lado opuesto: “Y todo espíritu que no confiesa que Jesucristo es venido en carne, no es de Dios: y éste es el espíritu del anticristo, del cual vosotros habéis oído que ha de venir, y que ahora ya está en el mundo”. Si alguien profesa ser cristiano, pero no cree en la deidad y/o la plena humanidad de Cristo, está dando una clara indicación de que no es un verdadero creyente. Predica “otro Jesús” (2 Corintios 11:4). Es decir, el Jesús que tal persona presenta no es el mismo Jesús que presenta la Biblia. Por lo tanto, la pregunta a hacerse que revelará los verdaderos colores de una persona es esta: “¿Qué es lo que sostiene en cuanto a la Persona de Cristo?”. Todas estas falsas enseñanzas serán inmediatamente expuestas como teniendo el “espíritu del anticristo” por esta simple prueba.
Versículos 4-5.— La segunda prueba por la cual todos los profetas y maestros pueden ser verificados tiene que ver con cómo las personas perdidas y sin vida del mundo responden a su mensaje. Juan dice: “Hijitos, vosotros sois de Dios, y los habéis vencido; porque El que en vosotros está, es mayor que el que está en el mundo. Ellos son del mundo; por eso hablan del mundo, y el mundo los oye”. Los hijos de Dios “vencen” a estos maestros y sus falsas doctrinas mediante la morada del Espíritu Santo. “El” (el Espíritu) que “en” nosotros está, es “mayor” que “el que está en el mundo” (Satanás). Juan ya ha hablado de cómo se hace esto en el capítulo 2:20-27. La unción del Espíritu nos da discernimiento para saber que lo que estos falsos maestros están presentando es erróneo y, en consecuencia, lo rechazamos y así somos preservados. De esta manera, triunfamos sobre las artimañas del enemigo.
Por otro lado, si las enseñanzas de estos hombres son recibidas por personas religiosas en este mundo que no son nacidas de Dios, está claro que su mensaje es falso. Las cosas que enseñan bajo la bandera del cristianismo concuerdan con la perspectiva del hombre natural del mundo, porque se basan en principios mundanos que las personas mundanas entienden. Entonces los reciben. Así, un par de preguntas sencillas revelarán todo lo que necesitamos saber acerca de estos falsos maestros: “¿Son populares en el mundo? Y ¿reciben su enseñanza los hombres naturales del mundo?”. Si es así, entonces lo que está siendo enseñado no puede ser la verdad de Dios, porque “el hombre animal [natural] no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque le son locura: y no las puede entender, porque se han de examinar espiritualmente” (1 Corintios 2:14).
Versículo 6.— La tercera prueba por la que todos los maestros pueden ser verificados tiene que ver con la posición que toman en relación con las enseñanzas de los apóstoles. Juan dice: Nosotros somos de Dios: el que conoce á Dios, nos oye: el que no es de Dios, no nos oye. Por esto conocemos el espíritu de verdad y el espíritu de error”. El “nosotros” y “nos” en este versículo se refieren a los apóstoles. Juan se incluye en su voz colectiva. Ellos son “de Dios” y todo verdadero hijo de Dios recibirá sus enseñanzas como viniendo de Dios. Esta, entonces, es una referencia por la cual todos los que profesan enseñar la verdad pueden ser probados. La gran pregunta aquí es: “¿Coincide su enseñanza con la enseñanza de los apóstoles?”.
Teniendo en nuestras manos las epístolas divinamente inspiradas del Nuevo Testamento, en las que se revela cuidadosamente la doctrina de los apóstoles, podemos “juzgar” la fuente de todo ministerio, si es de Dios o no (1 Corintios 10:15; 14:29). Debemos tener cuidado aquí porque el enemigo (Satanás) es muy sutil. Sus falsos ministros usarán las Escrituras para propagar sus errores, y podemos ser engañados por sus ingeniosas interpretaciones erróneas. Por lo tanto, es importante tener “buena doctrina” la cual hemos “seguido plenamente” en un estudio íntegro de todos los asuntos bíblicos (1 Timoteo 4:6, traducción J. N. Darby; 2 Timoteo 2:15).
En conclusión, si el Espíritu de Dios verdaderamente mora en una persona, sostendrá sana doctrina tocante a la Persona de Cristo (versículos 2-3). Además, ella no será engañada por las enseñanzas anticristianas en virtud de tener la unción del Espíritu (versículos 4-5). Y oirá y recibirá la doctrina de los apóstoles (versículo 6).
Resumen de la evidencia de una nueva vida y naturaleza
•  Practicamos la justicia (capítulos 2:29–3:10).
•  Amamos a los hermanos (capítulo 3:11-23).
•  Tenemos al Espíritu de Dios morando en nosotros (capítulos 3:24–4:6).

Capítulos 4:7-5:5: Amor

Juan continúa con sus pruebas y contrapruebas en relación con otro atributo de la naturaleza de Dios y Su Ser: el amor. Él ya ha tocado el tema del amor en la epístola, contrastándolo con el odio (capítulos 2:5-11; 3:11-23), pero ahora lo revisa para tratarlo con mayor profundidad. Siendo el amor mencionado unas 35 veces en esta breve sección de la epístola, no hay duda de que el tema que tenemos ante nosotros es el amor de Dios.
Amor genuino unos a otros
Versículos 7-8.— Juan comienza esta última sección de la epístola con una simple exhortación para que los hijos de Dios se amen unos a otros. Sostiene esto como prueba de que una persona tiene la naturaleza divina. Dice: “Carísimos, amémonos unos á otros; porque el amor es de Dios. Cualquiera que ama, es nacido de Dios, y conoce á Dios. El que no ama, no conoce á Dios; porque Dios es amor”. Como suele ser con el estilo abstracto de Juan, su punto aquí es extremadamente simple; aquellos que aman a sus hermanos con amor genuino prueban que son verdaderos creyentes, y aquellos que no lo hacen, no lo son. “Amémonos” significa que debemos permitir que la nueva vida en nosotros se exprese con naturalidad, que será amarnos los “unos á otros”. Esto muestra que es posible que impidamos que la nueva vida actúe en nosotros, y así prevenir la manifestación de esa vida. La principal culpable es la carne, pero si andamos en el Espíritu, ella no levantará su repulsiva cabeza en nuestras vidas (Gálatas 5:16). Juan concluye su breve exhortación a amarnos unos a otros dando esta razón: “Porque Dios es amor”. Es un hecho que Dios es amor, pero eso no significa que lo contrario sea cierto. Dios es amor, pero el amor no es Dios. Este tipo de razonamiento es peligroso; puede convertirse en algo místico en el que una persona busca una experiencia subjetiva dentro de sí misma. Tales esfuerzos han alejado a los hombres de la verdad.
El amor del mundo no es amor divino
El problema que enfrentaban los santos en esos días era que muchas personas falsas que profesaban amar a los hermanos habían entrado en las filas cristianas, pero no eran verdaderas. Estas personas estaban haciendo una hermosa demostración de amor, y los santos estaban en peligro de ser engañados haciéndoles creer que eran verdaderos hijos de Dios, pero su amor no era el amor divino que emanaba de la naturaleza divina. El Señor les dijo a los discípulos que el mundo tiene su propio amor, pero en gran parte ama por razones egoístas. Ama lo que recibe a cambio (Lucas 6:32; Juan 15:19). Él ve algo en su objeto que es digno de su amor y compasión, y ama sobre esa base (Romanos 5:7). Por tanto, no debemos pensar que todo acto de bondad y amor entre los hombres es necesariamente una prueba de que son nacidos de Dios y poseen la naturaleza divina. (También hay un amor natural que todos los hombres tienen, en cierta medida; por ejemplo, el amor que los padres tienen por sus hijos. Este también, aunque encomiable, no es amor divino).
El amor divino (“ágape” en griego) ama incluso cuando no hay nada en su objeto que sea digno de su amor. El amor de Dios surge de una disposición establecida de Su corazón hacia nosotros; Él establece Su amor por el hombre, buscando su bendición como una cuestión de elección (Deuteronomio 7:7-8). ¡Dios nos amó cuando éramos pecadores impíos! Una vez fuimos “aborrecedores de Dios” y “enemigos”, pero Él encarece Su amor para con nosotros y, a su tiempo “Cristo ... murió por los impíos” (Romanos 1:29-31; 3:10-18; 5:6,8,10).
Las cualidades y características del amor divino
Habiendo dicho que “Dios es amor” (versículo 8), la pregunta es: ¿Cómo podemos distinguir el amor divino del amor del mundo? Juan, por lo tanto, es guiado a hablar de las cualidades y características del amor divino, por lo que se nos da un punto de referencia para probar toda afirmación de una persona de que ha nacido de Dios y tiene la naturaleza divina. Él habla del amor de Dios de tres maneras:
•  Su amor para con nosotros” en relación con nuestro pasado (versículo 9).
•  Su amor en nosotros” en relación con el presente (versículo 12).
•  Su amor con nosotros” en relación con el futuro (versículo 17).
El amor de Dios para con nosotros
Versículos 9-10.— La primera y más importante marca del amor divino es que se sacrifica para el bien y la bendición de los demás. Esto se ve en el amor de Dios para con nosotros al enviar a Su Hijo a morir por nosotros. Juan dice: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió á Su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él. En esto consiste el amor: no que nosotros hayamos amado á Dios, sino que Él nos amó á nosotros, y ha enviado á Su Hijo en propiciación por nuestros pecados”. ¡Esta fue la mayor muestra de amor de todos los tiempos! Dios dio a Su Hijo como sacrificio por el pecado para llevar a los creyentes a la bendición de la salvación. ¡No ha habido mayor regalo de amor que este! (Juan 3:16). El precio que el Señor Jesús pagó para redimirnos (Sus sufrimientos expiatorios) solo magnifica la grandeza de Su amor. Reflexionando sobre este don sublime, el apóstol Pablo dijo: “el Hijo de Dios, el cual me amó, y se entregó á Sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). El mismo sentimiento de gratitud resuena en cada creyente (2 Corintios 9:15).
En estos versículos, Juan analiza dos cosas por las que Dios envió a Su Hijo al mundo: “para que vivamos por Él” (versículo 9) y para que Él sea la “propiciación por nuestros pecados” (versículo 10). La primera involucra la encarnación de Cristo y la segunda involucra Su muerte. Para que los hombres pudieran tener vida eterna*, Cristo tuvo que venir y revelar al Padre (Juan 1:18; 14:9), porque conocer a Dios como nuestro Padre es la esencia de esa vida (Juan 17:3). Pero el amor divino no se detuvo con la venida de Cristo. Lo llevó a la cruz donde demostró la grandeza de ese amor en el acto supremo de autosacrificio (Hebreos 9:26). Cristo se convirtió voluntariamente en el Cargador del pecado; Sus sufrimientos expiatorios dieron plena satisfacción a las demandas de la justicia divina en relación con el pecado (el significado de “propiciación”). El argumento de Juan aquí es que nada impediría que el amor divino salvara a los pecadores. Encontró una manera de superar la gran barrera del pecado que se interponía en el camino de la bendición del hombre, ¡aunque le costó a Dios dar el Objeto más precioso de Su corazón! Este amor no se originó en nosotros; Su fuente es Dios mismo, porque Él es amor. Por lo tanto, Juan dice: “no que nosotros hayamos amado á Dios, sino que Él nos amó á nosotros”.
El amor de Dios en nosotros
Versículos 11-16.— Juan procede con una segunda característica del amor divino: manifiesta a Dios y, cuando se disfruta en el alma, lleva al creyente a testificar de la gracia de Dios a los demás. Esto tiene que ver con el amor de Dios que está en nosotros. Él dice: “Amados, si Dios así nos ha amado, debemos también nosotros amarnos unos á otros. Ninguno vió jamás á Dios. Si nos amamos unos á otros, Dios está en nosotros, y Su amor es perfecto en nosotros: En esto conocemos que estamos en Él, y Él en nosotros, en que nos ha dado de Su Espíritu. Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo para ser Salvador del mundo”. Saber que somos objetos del amor de Dios debería crear en nosotros una reacción de “amarnos unos á otros” y, al hacerlo, manifestamos al Dios invisible, porque “Dios es amor” (versículo 16).
Cuando Cristo estuvo aquí, el Dios invisible se manifestó en Él (Juan 1:18; 14:9). Pero ahora, desde que Cristo regresó al cielo, Juan nos dice que debemos manifestar a Dios aquí en este mundo. Esto, dice, se hace amándonos unos a otros. Cuando nos amamos unos a otros, “Su amor es perfecto en nosotros” (versículo 12), y así se nos da una profunda comprensión en nuestra alma de que “estamos en Él” y “Él en nosotros” (versículo 13a). ¿Podría haber algo más bendecido que nosotros morar en Dios por medio de la comunión y que Dios more en nosotros por medio de poseer Su vida y naturaleza? Juan dice que esto es posible porque “nos ha dado de Su Espíritu” (versículo 13b). El amor de Dios en nosotros fluye naturalmente y se desborda en gracia y bondad hacia los demás, por lo que “testificamos” a todos los que nos rodean que “el Padre ha enviado al Hijo para ser Salvador del mundo” (versículo 14).
Como resultado, la gente es llevada a “confesar que Jesús es el Hijo de Dios”, y el que hace esto prueba que “Dios está en él, y él en Dios” (versículo 15). Y saben por experiencia que “Dios es amor” y permanecen en Su amor (versículo 16).
Vemos de esta segunda gran característica del amor divino que se reproduce en quienes lo reciben. No somos los terminales del amor de Dios; somos sus conductos. ¡Qué privilegio poder encomendar el amor de Dios a este pobre mundo!
El amor de Dios con nosotros
Versículos 17-21.— La tercera característica del amor divino en la que Juan se enfoca es su poder para darle al creyente paz y confianza con respecto al juicio de sus pecados. Esto tiene que ver con el amor de Dios con nosotros. Dice: “En esto es perfecto el amor con nosotros, para que tengamos confianza en el día del juicio; pues como Él es, así somos nosotros en este mundo” (versículo 17). Cuando esperamos el tribunal de Cristo (el “día del juicio”), tenemos perfecta paz y confianza con respecto a nuestros pecados. Como vimos en los versículos 9-10, el amor divino se comprometió a resolver este problema con justicia de una vez por todas en la muerte expiatoria de Cristo. El Espíritu, recibido al creer en el evangelio de nuestra salvación (Efesios 1:13), nos hizo conscientes de nuestra seguridad eterna en Él (Juan 10:27-28). Entonces, no tenemos que esperar ese día para conocer esta bendita verdad, “pues como Él es, así somos nosotros en este mundo”. Es decir, cómo Cristo es acepto y está sentado en el cielo con todo el favor de Dios descansando sobre Él, “así somos nosotros” aceptados de la misma manera, aunque todavía estamos aquí “en este mundo”. ¡Esto se debe a que Su aceptación es la medida de la nuestra y somos “aceptos en el Amado”! (Efesios 1:6). Nótese que Juan no está hablando de nuestro amor aquí, sino del amor de Dios que es perfeccionado en nosotros. Al disfrutar de Su amor, podemos mirar hacia el futuro con la mayor confianza, sabiendo que, así como Él está más allá del juicio, ¡nosotros también!
Versículo 18.— Juan explica cómo es esto, diciendo: “En amor no hay temor; mas el perfecto amor echa fuera el temor: porque el temor tiene pena. De donde el que teme, no está perfecto en el amor”. Viviendo en el goce del amor de Dios, el creyente no puede tener miedo en absoluto, porque el amor que llena su corazón desplaza todo temor y duda; el amor y el miedo no pueden existir al mismo tiempo.
Versículo 19.— Habiendo presentado algunas de las grandes cualidades y características del amor divino, Juan nos lleva de regreso a sus inicios. Dice: “Nosotros amamos, porque Él nos amó primero” (versículo 19, LBLA). Dios es la fuente del amor; es la actividad de Su naturaleza. Su amor generó amor en nosotros, porque, como hemos visto, el amor divino se deleita en reproducirse en sus objetos. Como resultado, amamos a los demás con el mismo amor. (Las versiones Reina-Valera dicen: “Nosotros le amamos á Él ... ”. Pero simplemente deberían decir: “Nosotros amamos...”. Es cierto que amamos a Dios, pero la manifestación del amor divino en nosotros es más amplia; también alcanza a otros). Así, el amor divino se expresará en un amor genuino por los demás. No amo a mi hermano por quién es, sino por quién soy. Puede que él tenga algunos rasgos carnales que no son encantadores, naturalmente hablando, pero como tengo la naturaleza divina que ama con amor ágape, lo amo de manera inmerecida e incondicional.
AMOR DIVINO PROBADO POR NUESTRO AMOR LOS UNOS A LOS OTROS (Capítulo 4:20-21).— Ya que el amor divino es expresado en los hijos de Dios por medio de su amor a Dios y a Sus hijos (sus hermanos), esto puede usarse como prueba para todos los que profesan ser hijos de Dios. Juan dice: “Si alguno dice, Yo amo á Dios, y aborrece á su hermano, es mentiroso. Porque el que no ama á su hermano al cual ha visto, ¿cómo puede amar á Dios á quien no ha visto?” (versículo 20). La prueba es simple; si uno no puede amar a su hermano de esa manera divina, hay buenas razones para cuestionar si es un verdadero hijo de Dios. Pero cuando una persona ama incluso a un hermano que es carnal, es prueba de que tiene la naturaleza divina, porque solo aquellos que tienen esa naturaleza pueden amar con amor ágape. Al hacer esto, demuestra que es un verdadero hijo de Dios.
En el versículo 21, Juan presenta una razón adicional por la que debemos amar a nuestro hermano. Dice: “Y nosotros tenemos este mandamiento de Él: Que el que ama á Dios, ame también á su hermano”. Amamos a nuestro hermano no solo porque el amor ágape habita en nosotros, sino también porque tenemos un “mandamiento” de Dios para hacerlo. En otras palabras, amamos a nuestro hermano, primero porque tenemos una naturaleza en nosotros que quiere hacerlo, y segundo, porque tenemos un mandato de Dios para hacerlo.
EL AMOR DIVINO PROBADO POR NUESTRA OBEDIENCIA (Capítulo 5:1-3).— Esto naturalmente conduce a la siguiente prueba de Juan: la prueba de la obediencia. Dice: “Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios: y cualquiera que ama al que ha engendrado, ama también al que es nacido de Él. En esto conocemos que amamos á los hijos de Dios, cuando amamos á Dios, y guardamos Sus mandamientos. Porque este es el amor de Dios, que guardemos Sus mandamientos; y Sus mandamientos no son penosos”. Si alguien es verdaderamente nacido de Dios, creerá en Cristo y amará a Dios; probará su realidad amando a todos los engendrados de Dios, es decir, a sus hermanos (versículo 1). Nota: Juan no dice que uno nace de Dios al creer que Jesús es el Cristo. Eso sería “poner el carro delante de los bueyes”. Sería hacer al nuevo nacimiento el resultado de recibir a Cristo. La verdad es que una persona no cree en el Señor Jesús para nacer de nuevo; ella cree en Él porque nació de nuevo (Juan 1:12-13). En cuanto al orden de estas cosas, Dios comienza la obra en el alma de una persona al impartir vida soberanamente a través del nuevo nacimiento, por medio de lo cual la persona recibe fe para creer en el evangelio y ser salva (Efesios 2:8). Sin esta obra inicial de Dios dar a las almas un nuevo nacimiento, nadie vendría a Cristo para ser salvo (Juan 6:44).
Demostramos que amamos a Dios y a Sus hijos por obedecer a los mandamientos de Dios (versículo 2). El amor que cede en los principios no es amor divino. El amor divino nunca suplantará la obediencia. Si verdaderamente tenemos el amor de Dios en nosotros, obedeceremos los principios de Su Palabra, incluso si eso significa reprender o apartarnos de un creyente que anda en voluntad propia. Para la persona que ama a Dios y posee Su naturaleza, Sus mandamientos no serán “penosos” porque tiene una nueva naturaleza que quiere hacer la voluntad de Dios (versículo 3). Cuando Su voluntad nos es revelada a través de Sus mandamientos, la nueva vida en nosotros se deleita en hacerla. Pedirnos hacer algo que queremos hacer no nos es pesado.
Así que tenemos tres cosas aquí que marcan a todo verdadero hijo de Dios:
•  Fe en Cristo (versículo 1a).
•  Amor por Dios (versículo 1b).
•  Amor por los nacidos de Dios (versículo 2).
AMOR DIVINO PROBADO AL VENCER AL MUNDO (Capítulo 5:4-5).— Juan continúa hablando de una última cosa que es prueba de que el amor de Dios habita en el creyente y que él es un verdadero hijo de Dios: cuando ese amor, disfrutado en el alma, libera al creyente del mundo y sus atractivos. Juan dice: “Porque todo aquello que es nacido de Dios vence al mundo: y esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe. ¿Quién es el que vence al mundo, sino el que cree que Jesús es el Hijo de Dios?”. (La palabra “Porque” aquí conecta estos dos versículos con el pasaje anterior sobre el amor de Dios).
Aprendemos de este pasaje que la “victoria” sobre el mundo y su poder para desviarnos de hacer la voluntad de Dios se logra mediante dos cosas. En primer lugar, está lo que Dios hace al comunicarnos la vida divina a través del nuevo nacimiento. Esta nueva vida tiene la capacidad de disfrutar de las cosas divinas que son infinitamente mejores que las cosas de este mundo. En segundo lugar, está lo que debemos hacer, que es tener los ojos de la fe fijos en Cristo, el Hijo de Dios, el centro del mundo en lo alto. Esto muestra que nuestra victoria sobre el mundo no es todo obra de Dios; también tenemos parte de responsabilidad en ello. Debemos participar con Él en esta victoria.
Vemos por medio de esto que poseer la vida divina no es suficiente en sí mismo para liberar a una persona del mundo; esta vida necesita un Objeto —“Jesús ... el Hijo de Dios”—. Cuando la fe del creyente se apodera de esa escena en lo alto, la cual el Señor llamó “aquel siglo [mundo] y ... la resurrección” (Lucas 20:35), este mundo presente pierde su encanto. Teniendo un Objeto más brillante ante nuestras almas, las atracciones de este pobre mundo pierden su atractivo para nosotros porque hemos probado algo incomparablemente mejor.
¡Oh pompa y gloria mundanas, sus encantos en vano me llaman!
¡He escuchado una historia más dulce! ¡He hallado una mejor ganancia!
Donde Cristo prepara un lugar, está mi amada morada;
Allí contemplaré a mi Jesús; allí moraré con mi Dios.
(Himnario Hymns for the Little Flock [Himnos para el pequeño rebaño], nº16 en el apéndice)
La “fe” de la que habla Juan aquí en el versículo 4 no es la fe para ser salvo de la pena de nuestros pecados, sino la fe para vivir la vida cristiana (2 Corintios 5:7; Gálatas 2:20), cuya meta es Cristo en gloria (Filipenses 3:14). También aprendemos de esto que la victoria sobre el mundo no se logra retirándonos de la sociedad, por ejemplo, aislándonos en un monasterio. El aislamiento no es la respuesta. Tampoco se obtiene imponiéndonos leyes y reglas de conducta, que son meras herramientas externas. Como muestra Juan aquí, se trata de que el corazón esté ocupado con Cristo y con el amor de Dios. Cuando la fe obra en nuestras vidas y nosotros, a través de la comunión con las Personas divinas, disfrutamos de las cosas celestiales, la influencia del mundo pierde su poder sobre nosotros y obtenemos la victoria sobre él alejándonos de él.
El camino de Dios para la victoria sobre el mundo se puede ver en la vida de Moisés. “Por fe dejó á Egipto, no temiendo la ira del rey; porque se sostuvo como viendo al Invisible” (Hebreos 11:27). Su fe se apoderó de Aquel que es invisible, y consideró Su oprobio como “mayores riquezas ... que los tesoros de los Egipcios” (Hebreos 11:26), por lo que fue guiado a dejar atrás a Egipto (que representa figurativamente a este mundo). Teniendo ante él algo que era más grande que cualquier cosa que el Faraón pudiera ofrecer, la decisión de renunciar a Egipto y separarse de él fue simple.
Este principio divino puede usarse para probar la profesión de una persona. Si el amor divino disfrutado en el alma libera al creyente del mundo, lo contrario también será cierto. Si una persona profesa ser un hijo de Dios, pero vive habitualmente persiguiendo las cosas mundanas y vive sobre los principios mundanos, es un fuerte indicador de que puede que no sea veraz, sino que tiene una profesión vacía.
Un resumen de lo que hace el amor de Dios
•  Nos trae la vida eterna* (capítulo 4:9).
•  Efectúa la propiciación por nuestros pecados (capítulo 4:10).
•  Se reproduce en sus objetos, haciendo que manifiesten a Dios y testifiquen de Su gracia (capítulo 4:11-16).
•  Nos da denuedo y confianza en el juicio, echando el miedo de nuestro corazón (capítulo 4:17-18).
•  Se complace en amar a sus hermanos (capítulo 4:19-21).
•  Se complace en obedecer (capítulo 5:1-3).
•  Vence al mundo (capítulo 5:4-5).

Capítulo 5:6-21: El epílogo

Confirmación de la obra de Dios en los creyentes, por la cual saben que tienen vida eterna*
Los santos en los días de Juan estaban siendo bombardeados por maestros anticristianos que buscaban quebrantar su confianza en la verdad que habían recibido de los apóstoles y en la relación que tenían con el Padre y el Hijo a través de la vida eterna*. Por tanto, Juan fue guiado a cerrar la epístola con una serie de testigos y pruebas que confirman la realidad de estas cosas a las que ellos habían sido traídos. J. N. Darby dijo: “Viendo que habían seductores que procuraban desviarlos como estando deficientes en algo importante, y que se presentaban como si poseyesen una luz superior, Juan les señala las marcas de la vida eterna*, para reafirmarlos; desarrollando la excelencia de esta vida y la posición que ellos tenían como aquellos que la disfrutaban; y, para que comprendiesen lo que Dios les había dado, para que de ninguna manera fueran perturbados en sus mentes” (Synopsis of the Books of the Bible, edición Loizeaux, vol. 5, página 536).
A través de la epístola, Juan ha dado una serie de pruebas y contrapruebas para ayudar a los santos a identificar a los que son verdaderos y a los que no lo son. Ahora, antes de cerrar la epístola, toma un poco más de tiempo para darles una serie de testimonios que confirman la realidad de la obra de Dios en sus propias almas, y así darles la seguridad de que poseen la vida eterna*.
El triple testimonio del agua, la sangre y el Espíritu
Capítulo 5:6-8.— Juan comienza señalando el triple testimonio de la obra de Dios en el alma de cada cristiano, diciendo: “Este es Jesucristo, que vino por agua y sangre: no por agua solamente, sino por agua y sangre. Y el Espíritu es el que da testimonio: porque el Espíritu es la verdad. Porque tres son los que dan testimonio: el Espíritu, y el agua, y la sangre: y estos tres concuerdan en uno” (versículos 6-8, traducción J. N. Darby). (El versículo 7, que aparece en las versiones Reina-Valera, tiene muy poco apoyo en los manuscritos griegos y no debería estar en el texto. Habla de un testimonio en el cielo, pero los que están en el cielo no necesitan testimonio).
Venir por “agua” y “sangre” significa que el Señor Jesús vino a realizar una limpieza moral y judicial para los hombres, que es lo que significan el agua y la sangre. Estas dos cosas fluyeron del costado del Cristo muerto, mostrando que la purificación de la humanidad solo puede obtenerse a través de lo que Él logró en Su muerte. El relato histórico en Juan 19:34 menciona la sangre primero, porque él mira las cosas desde la perspectiva de lo que se necesitaba para quitar el pecado de delante de Dios. Solo la sangre (lo que ella significa) puede hacer esto y necesariamente debe ser lo primero, ya que sin ella no se podría aplicar el agua.
En este pasaje, Juan menciona el agua primero porque está hablando del orden en que nosotros entramos en la bienaventuranza de estas cosas. Cuando Dios obra los hombres, la limpieza con agua tiene lugar primero. Esto se efectúa por medio del nuevo nacimiento, en el cual una persona es lavada de su estado inmundo, y “está todo limpio” (Juan 3:5; 13:10; 15:3; 1 Corintios 6:11). La limpieza de la sangre es algo más; se produce cuando una persona, que ha nacido de Dios, descansa en fe en la obra consumada de Cristo en la cruz. El creyente es así lavado judicialmente de sus pecados (1 Juan 1:7; Apocalipsis 1:5) y su conciencia es limpiada de su culpa (Hebreos 9:14). El “Espíritu” que “es la verdad” da testimonio de estas cosas en el creyente al venir a morar en él, y así es “sellado” para el día final de redención cuando el Señor venga (Efesios 1:13; 4:30; 2 Corintios 1:21-22). Por lo tanto, el agua tiene que ver con la purificación y la sangre con la expiación. La consagración de los sacerdotes en el Antiguo Testamento ilustra este mismo orden tipológicamente. Primero fueron bañados en “agua” (Éxodo 29:4), luego rociados con “sangre” (Éxodo 29:20) y finalmente ungidos con “aceite”, una figura del Espíritu Santo (Éxodo 29:21).
Juan luego repite estas tres cosas en el versículo 8, pero aquí el orden es diferente; el Espíritu es colocado antes que el agua y la sangre. Esto se debe a que, a la hora de conocer y disfrutar estas bendiciones, es el Espíritu de Dios (nuestro Guía y Maestro) el que nos conduce a su bien, convirtiéndolas en una realidad viva en nuestras almas (Juan 16:13). Entonces, con el Espíritu de Dios morando en nuestros corazones, sabemos que somos nacidos de Dios porque tenemos un interés en las cosas divinas que nunca tuvimos en los días antes de nuestra conversión. Tal habilidad solo puede resultar de tener una nueva vida y naturaleza que se transmite a través de un nuevo nacimiento. También sabemos que Dios quitó nuestros pecados. Esto se prueba por el hecho de que tenemos paz en nuestras almas con respecto al asunto de nuestros pecados; esto es algo que solía perturbarnos antes de ser salvos. Además de estas dos cosas, ahora vivimos en el disfrute diario de estas maravillosas verdades en comunión con el Padre y el Hijo. Esto solo podría ser posible mediante la obra del Espíritu de Dios que habita en nosotros (Juan 4:14). Juan dice: “Estos tres concuerdan en uno”.
Dígasele a un hijo de Dios, que tiene estos tres testimonios, que lo que él ha creído no es cierto, y descartará la idea de inmediato. Él sabe que ha nacido de nuevo y que sus pecados han sido quitados. Además, está genuinamente feliz en su relación con el Señor y disfruta de sus bendiciones. Estas cosas prueban que se convirtió y nadie puede convencerlo de lo contrario.
El testimonio de los hombres y el testimonio de Dios
Capítulo 5:9-12.— Juan trae algo más, diciendo: “Si recibimos el testimonio de los hombres, el testimonio de Dios es mayor; porque éste es el testimonio de Dios, que ha testificado de Su Hijo. El que cree en el Hijo de Dios, tiene el testimonio en sí mismo: el que no cree á Dios, le ha hecho mentiroso; porque no ha creído en el testimonio que Dios ha testificado de Su Hijo”. Juan señala dos testigos más: “el testimonio de los hombres” y “el testimonio de Dios”. El testimonio de los hombres es el testimonio objetivo que nos ha llegado a través del evangelio acerca de Jesús, el Hijo de Dios (Lucas 24:48; Hechos 1:8; 3:15; 5:32; 10:39). Los hombres nos han anunciado las buenas nuevas y nos han dicho que, si recibimos a Cristo como nuestro Salvador, tendremos la salvación eterna. Habiendo recibido su testimonio y creído en Cristo, probamos que es verdad, porque fue confirmado en nuestras almas por un testimonio aún mayor: el testimonio de Dios. Dios ha dado testimonio de Su gracia salvadora en Su Hijo, dándole al creyente un sentido profundo e innegable en su alma de que ha pasado de muerte a vida (Juan 5:24; 1 Juan 3:14). Esto es lo que Juan quiere decir cuando dice que los creyentes tienen este testimonio “en sí mismos”. Es un testimonio subjetivo confirmado en nuestra alma por el disfrute de la vida eterna*, que es tener comunión consciente con el Padre y el Hijo (Juan 17:3). Por eso, Juan dice: “Y este es el testimonio: Que Dios nos ha dado vida eterna*; y esta vida está en Su Hijo”. Por tanto, la vida eterna* que se disfruta en el alma es una prueba práctica de la salvación de nuestras almas.
Nuevamente, dígasele al creyente, que vive en feliz comunión con el Padre y el Hijo, que lo que está experimentando no es verdad y la sugerencia de tal opositor será rechazada de inmediato. Todo creyente que anda en el Espíritu en comunión con Dios sabe por experiencia práctica que la sugerencia es falsa; él tiene la prueba viviente en sí mismo.
Por otro lado, la persona que simplemente profesa ser un hijo de Dios no tendrá este testimonio en él, porque no ha creído verdaderamente en el “testimonio” que Dios ha dado de Su Hijo (versículo 10). De acuerdo con el estilo abstracto de Juan, da la conclusión simple: “El que tiene al Hijo, tiene la vida: el que no tiene al Hijo de Dios, no tiene la vida” (versículo 12).
Tres verdades fundamentales sobre la vida eterna*
•  Es un don; no es algo merecido (versículo 11a).
•  Solo se encuentra en el Hijo (versículo 11b).
•  Es la posesión actual del creyente (versículo 12).
El testimonio de la epístola de Juan divinamente inspirada
Capítulo 5:13.— Juan presenta otro testimonio de la realidad de la obra de Dios en nuestras almas, mediante el cual sabemos que tenemos vida eterna*: lo que él había escrito bajo inspiración divina. Él dice: “Estas cosas os he escrito para que sepáis que vosotros que creéis en el nombre del Hijo de Dios tenéis vida eterna*” (traducción W. Kelly). En el lenguaje más claro, afirma por qué escribió la epístola; fue para que los santos tuvieran un documento escrito, inspirado por Dios, al que pudieran acudir y tuvieran la certeza de poseer la vida eterna*. Este es un testimonio aún mayor que el que Dios produce subjetivamente en nuestros corazones, porque la Palabra de Dios divinamente inspirada es más grande que los sentimientos y experiencias personales, incluso si esos sentimientos y experiencias fueron producidos por Dios mismo.
La Palabra de Dios le da al creyente un fundamento sólido sobre el cual puede descansar en fe. Se puede confiar en lo que Dios escribió por el Espíritu en Su Palabra más allá de toda duda porque es imposible que Dios mienta (Tito 1:2; Hebreos 6:18). El escritor de la Epístola a los Hebreos dice que el Espíritu “atestíguanos” (Hebreos 10:15-17). Cita Jeremías 31:33-34 para mostrar que cuando Dios trae a las personas a la bendición, quita sus pecados e iniquidades, y que ya no se acordará más de ellos. Lo que el Espíritu ha escrito en relación con los pecados del creyente se puede consultar dondequiera que se encuentre una biblia. Cuando se abre y se leen pasajes sobre la salvación y seguridad del creyente, recibimos el testimonio del Espíritu sobre nuestra relación eterna en Cristo. ¡Todo lo que tenemos que hacer es creer en el testimonio! Esto lo hará el verdadero hijo de Dios, porque no solo cree en Dios, sino que cree en Su Palabra. Esto se ilustra en Abraham; él “creyó ... á Dios” y esto le fue considerado como justicia (Romanos 4:3). Por lo tanto, tenemos en la infalible Palabra de Dios la mayor prueba de todas, porque en el Salmo 138:2 dice: “Porque has magnificado Tu Palabra más allá de todo Tu Nombre” (traducción J. N. Darby).
En este punto, Juan usa una palabra diferente para “conocer” de la que había estado usando en el capítulo 4. Estaba usando la palabra “ginosko” en griego (capítulo 4:2,6 [dos veces],7,8,13,16; 5:2), que es el conocimiento objetivo derivado de hechos sobre alguien o algo. Pero ahora cambia a “oida” en griego (capítulo 5:13,15 [dos veces],18,19,20a). Esta palabra traducida como “saber” se refiere a un conocimiento consciente de algo o de alguien que se adquiere a través de una relación y comunión íntima y personal. Usar “oida” como lo hace Juan aquí indica que él quería que ellos supieran la verdad de estas cosas no solo por lo que había escrito, sino por experiencia personal con el Señor.
Nuevamente, si un creyente fuera desafiado en cuanto a cómo sabe que tiene vida eterna*, podría señalar varios pasajes de las Escrituras que afirman enfáticamente que en realidad tiene vida de Dios y salvación en Cristo (Juan 3:14-16,36, etc.).
Denuedo en la oración
Capítulo 5:14-17.— Juan presenta otra prueba de la bienaventuranza de la vida eterna*. Tener comunión íntima con el Padre y el Hijo a través de esta vida resulta en conocer la mente y la voluntad de Dios. Esto produce nuestra confianza en Dios, que se traduce en una vida de oración con denuedo que recibe las cosas que uno pide. Juan dice: “Y esta es la confianza [denuedo, traducción J. N. Darby] que tenemos en Él, que si demandáremos alguna cosa conforme á Su voluntad, Él nos oye. Y si sabemos que Él nos oye en cualquiera cosa que demandáremos, sabemos que tenemos las peticiones que le hubiéremos demandado”. El apóstol Pablo nos dice que este acceso con denuedo a la presencia de Dios es el resultado de haber recibido “el Espíritu de adopción”. Esto nos da libertad para clamar: “Abba, Padre” (Romanos 8:15), lo que indica intimidad y comunión inteligente con Dios. También dice que, al entrar en la presencia de Dios con tal denuedo santo, el Espíritu de Dios “da testimonio á nuestro espíritu que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16). Es una prueba viviente de que somos Sus hijos porque solo aquellos que son Sus hijos pueden acercarse a Él con tanta libertad y recibir las peticiones que piden.
Juan no está diciendo que todas las peticiones de oración que hagamos serán concedidas. Es muy posible que un creyente pida algo que solo ministra a su carne y, por supuesto, tal solicitud no será concedida (Santiago 4:3). Juan, por lo tanto, califica su observación diciendo que nuestras peticiones de oración deben ser “conforme á Su voluntad”. Él nos da lo que pedimos solo cuando “el Padre” es “glorificado en el Hijo” en lo que Él concede (Juan 14:13-14). Juan, de acuerdo con su estilo abstracto de lo absoluto, no considera que un creyente pida algo más que la voluntad de Dios, porque ve al creyente viviendo en una condición ideal de alma. Por eso dice: “En cualquiera cosa que demandáremos, sabemos (oida) que tenemos las peticiones que le hubiéremos demandado”.
Capítulo 5:16.— Sobre el tema de la oración, Juan agrega que debemos tener discernimiento cuando intercedemos por los demás. Dice: “Si alguno viere cometer á su hermano pecado no de muerte, demandará y se le dará vida; digo á los que pecan no de muerte. Hay pecado de muerte, por el cual yo no digo que ruegue”. La circunstancia que Juan tiene en mente es cuando uno de los hijos de Dios ha pecado, y como resultado, Dios lo ha afligido con enfermedades, en Sus tratos disciplinarios. En circunstancias normales, Juan dice que debemos orar por su restauración espiritual y sanidad física. El amor divino hará eso. Sin embargo, si la naturaleza del fracaso es un curso de cosas que deshonra públicamente el nombre del Señor de una manera marcada, su pecado puede ser lo que Juan llama un “pecado de muerte”. Es decir, puede ser que el Señor saque a la persona de la tierra mediante la muerte (Juan 15:2; 1 Corintios 5:2; 11:30; Santiago 5:20; Eclesiastés 7:17). En tales casos, debemos discernir no orar por su sanidad, sino dejarlo en las manos del Señor. Ananías y Safira son un ejemplo de creyentes con pecado de muerte, excepto que en su caso no involucró enfermedad (Hechos 5:1-11).
Ser sacado de la tierra de esa manera no significa que el creyente haya perdido su salvación, sino que está siendo llamado al cielo y quitado de su lugar de testimonio en la tierra. Se le quita el privilegio de representar a Cristo en la tierra, porque se ha portado muy mal al llevar el nombre de Cristo ante el mundo. Como cristianos, estamos aquí en la tierra como “embajadores en nombre de Cristo” (2 Corintios 5:20). Nuestras vidas deben recomendarlo al mundo, pero si nos comportamos de una manera que perjudica seriamente el testimonio del Señor, es posible que se nos llame al cielo por medio de la muerte.
Para ilustrar el punto aquí, supongamos que los niños de una familia salen a jugar al patio después de la cena, y uno de ellos comienza a pelear con los demás y se desarrolla un gran alboroto. La madre llama al niño que causó el problema y le dice que, si no se porta bien, tendrá que entrar. El niño acepta la advertencia y vuelve a jugar con los demás. Poco después, la confusión vuelve a estallar y la madre llama al mismo niño a la puerta y le da otra advertencia. Pero después de que comienza a jugar de nuevo, se encuentra en medio de otro lío. La madre lo vuelve a llamar, y esta vez le dice al niño que entre y se ponga el pijama, porque el juego se acabó para él esa noche.
Habiendo hablado de las formas de gobierno de Dios en el juicio con Sus hijos (1 Pedro 1:16-17), no debemos pensar que cada enfermedad que viene a los hijos de Dios es porque Dios les esté castigando gubernamentalmente debido a algún pecado en sus vidas. Lázaro es un ejemplo; su enfermedad era para la gloria de Dios, no porque estuviera viviendo de una manera descuidada en pecado (Juan 11:4). Juan también admite la posibilidad de que la mano de Dios en la disciplina no llegue a la muerte, afirmando: “Toda maldad es pecado; mas hay pecado no de muerte” (versículo 17). Es decir, toda injusticia es pecado y tiene sus consecuencias gubernamentales, pero estas consecuencias no siempre llevan a la muerte.
Resumen de los testimonios de la vida eterna*
•  El testimonio del “agua”.— El efecto purificador del agua resultante del nuevo nacimiento produjo en nosotros una capacidad para las cosas divinas por el hecho de tener una nueva vida. El estar genuinamente interesado en las cosas de Dios es prueba de que tenemos vida y naturaleza nuevas.
•  El testimonio de la “sangre”.— El efecto limpiador de la sangre (una señal de la obra consumada de Cristo) es testificada en el hecho de que tenemos paz con Dios y paz en nuestras almas en relación con nuestros pecados, y así declara que poseemos vida eterna*.
•  El testimonio del “Espíritu” que mora en nosotros.— El hecho de que vivamos en el gozoso disfrute de nuestras bendiciones en Cristo es una prueba del testimonio del Espíritu de que tenemos vida eterna*.
•  El testimonio de los “hombres”.— Los siervos de Dios que salieron anunciando el evangelio nos dijeron que al creer, tenemos vida eterna*, y hemos probado que su testimonio es verdadero.
•  El testimonio de “Dios”.— Dios mismo confirma el testimonio de los hombres, dando a los creyentes el gozo de la vida eterna*, que es tener comunión consciente con el Padre y el Hijo.
•  La Palabra de Dios “atestíguanos”.— Las Escrituras dan testimonio del hecho de que los creyentes tienen vida eterna*.
•  El Espíritu de adopción da testimonio “a [junto con]” nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (traducción J. N. Darby). Nuestra libertad en Su presencia y el poder de la oración testifican del hecho de que tenemos vida eterna*.
Comentarios finales
Capítulo 5:18-21.— Juan concluye reiterando algunas de las grandes verdades que mencionó en la epístola. Al resumir las cosas, menciona tres elementos particulares, cada uno de los cuales comienza con la palabra “sabemos” (“oida”):
Primero, Sabemos que cualquiera que es nacido de Dios, no peca; mas el que es engendrado de Dios, se guarda á sí mismo, y el maligno no le toca” (versículo 18). Aprendemos de esto que, aunque hay muchos maestros anticristianos en acción, sembrando sus semillas malignas en los hombres, ellos no pueden frustrar la obra de Dios en las almas. Aquellos en quienes Dios ha obrado han nacido de Dios y, por lo tanto, tienen vida y naturaleza nuevas que no pueden pecar (capítulo 3:9). Viviendo en el disfrute de esa vida, en comunión con el Padre y el Hijo (la esencia de la vida eterna*; Juan 17:3), no es posible que el maligno influya en el creyente, porque la nueva vida no responderá a sus ataques malvados. Entonces, no importa cuán oscuros puedan llegar a ser estos últimos días y cuán espiritualmente peligrosos puedan ser los tiempos, los cristianos aún pueden vivir vidas piadosas para la gloria de Dios. Por lo tanto, no tenemos excusa para no andar bien con el Señor.
En segundo lugar, Juan dice: Sabemos que somos de Dios, y todo el mundo está en el maligno” (versículo 19, traducción J. N. Darby). Usando las pruebas y contrapruebas que Juan dio en la epístola, podemos identificar a los que son verdaderos creyentes y a los que son falsos. No solo “sabemos que somos de Dios”, sino que también conocemos a los que son del mundo y están bajo el poder del “maligno”. Esto nos da una comprensión clara de con quién debemos andar (2 Timoteo 2:22) y a quién debemos evitar (2 Timoteo 3:1-5).
Tercero, para asegurarse de no dejarlos con dudas acerca de la verdad de la Persona de Cristo (que fue atacada por falsos maestros; capítulos 2:22-23; 4:1-3), Juan declara: “Empero sabemos que el Hijo de Dios es venido, y nos ha dado entendimiento para conocer al que es verdadero: y estamos en el verdadero, en Su Hijo Jesucristo. Este es el verdadero Dios, y la vida eterna*” (versículo 20). Al decir esto, Juan nos trae de regreso al punto donde comenzó la epístola: a la encarnación de Cristo. Con la venida de Cristo, hubo una revelación completa del Padre y del Hijo. Juan llama a esto “entendimiento”. Como resultado, por la fe podemos tener una relación viva con “el que es verdadero”. Juan luego afirma enfáticamente que el Hijo de Dios, “Jesucristo”, es “el verdadero Dios, y la vida eterna”. Esto confirma Su divinidad y el hecho de que Él es la personificación de la Vida Eterna*.
Versículo 21.— Juan termina la epístola de una manera muy inusual. No hace salutaciones finales, ni menciona que desea la gracia de Dios para con los santos, como lo hacen Pablo y Pedro en sus epístolas. (La palabra “Amén”, como en las versiones Reina-Valera, no debería estar al final del texto). En cambio, da una exhortación de advertencia: “Hijitos, guardaos de los ídolos”. Juan no se refiere a los objetos literales de adoración que los paganos hacen de madera y piedra, etc., sino al principio de la idolatría. Un ídolo, en principio, es cualquier cosa que captura los afectos de nuestro corazón y desplaza a Cristo del lugar que le corresponde allí. Puede ser un pasatiempo, una recreación, un deporte, una actividad empresarial, etc. Cualquiera que sea el interés, si consume nuestra atención, nuestro tiempo y nuestra energía, es un ídolo. Un rasgo característico de la idolatría es que quien está practicándola se vuelve ciego a ella (Salmo 115:4-8). ¡Nos roba el corazón y no nos damos cuenta! Por lo tanto, prestemos atención a la advertencia de Juan.