10: Transfusión De Sangre

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—Daudi, si le damos medio litro de sangre, quizás lo salvaremos. Reúne a todos los parientes que puedas mientras yo preparo las cosas; no tardaré en estar listo.
Reuní un trozo de vidrio de ventana roto, un lápiz de grasa, un calentador y varios tubos de vidrio de diversos tamaños. Sansón encendió el calentador y yo hice una demostración de aficionado, de cómo soplar el vidrio para obtener una selección de aparejos pequeños, curvados y en forma de botella, para ser usados en recoger sangre para la transfusión. Después de pintar dos o tres quemaduras algo dolorosas con ácido pícrico, dibujé una media docena de círculos sobre el trozo de vidrio y me dirigí a Sansón.
—Llama a los familiares. Tráelos de uno a uno que les probaré la sangre.
Mi primera víctima era el anciano abuelo, naturalmente nervioso y aprehensivo a raíz de su negligencia. Se sentó sobre un tanque de petróleo, totalmente boquiabierto. Me parecía oír los latidos de su corazón. Tomé su grueso pulgar, lo lavé con agua oxigenada y le clavé profundamente una aguda aguja bayoneta.
Jiiii, yaaaa, Oooo —gritaba el anciano.
¡Yah! ¡Tú, un anciano de la tribu, que mataste con las manos un león, tú saltas cuando te dan un pinchazo! —dijo Sansón.
—No fue el pinchazo —dijo avergonzado el paciente—, sino lo que yo me imaginaba que dolería el pinchazo.
Me observó con algún interés, mientras yo recogía la sangre en el tubo que acababa de fabricar.
¡Jiii, yah! ¡Qué sabiduría! –decía mientras veía correr la gota a la pequeña botella.
Puse al tubo el número 1 y tomé otro con una solución, le agregué algo de sangre y también le puse un rótulo con un 1. El anciano salió apresuradamente por la puerta.
—Llama al próximo, quienquiera que sea, Daudi —ordené cuando se hubo ido.
Por la puerta oí esta conversación en reprimido susurro:
— ¿Qué te hizo? ¿Era brujería?
El abuelo de Mbuli sacudió la cabeza.
—No es nada de eso. Sólo un pinchazo y las botellitas más graciosas que he visto. Realmente estos europeos hacen cosas raras.
— ¿Estaba preparando medicinas?
—Creo que sí. Pregúntenle.
Después de eso, entró el interrogador. Era un individuo de aspecto extraño, con las orejas llenas de adornos y una serie de encantamientos, que en su mayoría eran los órganos internos de un pollo envueltos en una piel de cabra y atados con un trozo de hilo sisal fino.
Repetí mi procedimiento anterior. El hombre estaba demasiado asustado como para moverse o emitir sonido alguno, y salió casi como un rayo cuando se lo indiqué.
La víctima número tres era una muchacha de rostro alegre, con un bebé en la espalda. Se sentó, extendió el pulgar y puso mucho interés en lo que pasaba. Cumplí otra vez con la rutina y mientras recogía la sangre gota a gota, me dijo:
— ¿Es cierto, Bwana, que sacas mi sangre y que la pones en una botella y luego en las venas de mi pariente?
—Sí, así es. Pero la sangre de todos no es igual y si no se da a una persona la sangre adecuada, bueno, su sangre se pone apelotonada, como un guiso mal cocinado. Por eso estoy probando la tuya para estar seguro de que servirá para el pequeño Mbuli y salvará su vida.
Asintió con la cabeza.
—Entiendo, Bwana. Ya ves, fui un tiempo a la escuela para niñas de la misión y aprendí esas cosas en la clase de higiene. Mira, es cosa buena aprender en la escuela las palabras de sabiduría que permiten entender. La hechicería hace que todo parezca perverso, pero la sabiduría arroja luz sobre todo.
Llené mi último tubo.
— ¿Te gustaría observar y ver cómo hago todo esto?
—Sí, Bwana, me gustaría mucho —dijo, acomodando al bebé más arriba en su espalda.
Tomé dos tubos. Uno tenía un fluido amarillo claro, el suero del que habían sido separadas las células sanguíneas. De mis varios tubos, puse allí una gota, mezclando la del paciente con la de sus familiares que estaban dispuestos a dar sangre y salvarle la vida. Sacudimos de aquí para allá la primera muestra del donante Número 1. La solución rosa naranja se transformó súbitamente y tomó el aspecto de granitos de pimienta disueltos en agua. Se lo mostré a la muchacha.
—Ya ves, la sangre del viejo no sirve
Miró por el lente de aumento en la prueba.
Yah, esto es algo nuevo —dijo.
La prueba siguiente dio el mismo resultado. Una vez más aparecieron las partículas como granos de pimienta.
—Tampoco es buena.
Tomé otra placa. Ahora mezclé su propia sangre con la del enfermo. Sacudí el trozo de vidrio de aquí para allá y la examiné con interés, pero esta vez no aparecieron las partículas como pimienta.
—Aquí ves. Tu sangre es justamente la buena y por eso tú puedes salvar la vida de tu pariente.
La muchacha sonrió.
— ¿Duele, Bwana?
—Un poco —aclaré—. Puedes sentirte con algo de sueño y un poco mareada por unos minutos, pero nada más.
Bwana, me alegra poder hacerlo —me dijo mirándome—. Cuando estaba en la escuela, aprendí del Señor Jesús y de todo lo que él hizo por mí y me alegrará ayudar a otros como él me ayudó a mí. Mira, mis parientes son muy duros para entender y quizás de esta manera yo pueda explicarles sobre Dios cuando ayude a Mbuli con mi propia sangre.
Pasó a la sala y mientras yo preparaba varias agujas, frascos y botellas, Daudi apareció en la puerta.
Bwana, tiene el pulso muy débil. No puedo tomárselo bien.
Fui a ver a nuestro amiguito. Estaba totalmente agotado. Con una mirada ansiosa, murmuró:
Bwana, tengo miedo.
—Voy a volver, Mbuli, con un regalo que hará que las cosas cambien totalmente.
Tan rápido como fue posible, extrajimos la sangre de la muchacha. Con satisfacción, observé cómo pasaba al frasco. Todo el proceso se desarrolló sin inconvenientes, aunque el aparato era improvisado. Trozos de tubo de goma, una aguja que era para otro fin y una botella para escabeche eran las partes principales. Lentamente, la sangre se deslizó hasta que llegó a la marca de lápiz de grasa que había en la botella.
—Medio litro —mascullé, quitando cuidadosamente la aguja y cubriendo el pinchazo del brazo de la muchacha con un cuadrito de tela adhesiva.
—Bwana, ¿puedo ver cuando se la das a Mbuli? —dijo—. Después de todo, es mi sangre.
—Sí, ven —dije sonriente—. Puedes quedarte en la cama contigua.
En la sala estaban Daudi e Hilda. El brazo de mi enfermo estaba listo. Tenía puesto un torniquete y toallas esterilizadas en posición. Me lavé las manos en una lata de queroseno partida por el medio y busqué la vena.
— ¡Escuchen todos! Quiero que oremos antes de hacer la transfusión.
Inclinaron la cabeza y yo pedí a Dios que aquella transfusión pudiera hacerse con éxito, para dar fuerzas a Mbuli y él tuviera nueva vida. Cuidadosamente introduje la aguja y para mi grato alivio logré colocarla en la vena en el primer intento.
Yah, ¡vale la pena orar! —dijo Daudi.
Él se daba cuenta de la enorme dificultad de colocar la aguja que usábamos —la única disponible— en la vena de un paciente desvanecido. Lentamente, el fluido salvador estaba entrando en la vena.
— ¿No le hubiera hecho el mismo bien alguna otra cosa? —preguntó Daudi.
—No tanto. Sal y agua dan buen resultado. Una mezcla de varias sales, azúcares y goma es mejor aún, pero lo mejor es la sangre completa.
Reinó el silencio mientras observaban el persistente goteo que desaparecía en la vena. Mbuli abrió los ojos. Sintió enseguida los efectos de la transfusión. El cambio era dramático. Miré a la muchacha que le había dado la sangre. Tenía en el rostro una expresión que me intrigaba. Al descubrir mi mirada, levantó la suya.
—Estaba pensando, Bwana, que para mí fue cosa muy sencilla dar algo de sangre para salvar su vida, pero que ha sido algo mucho más grande lo que hizo Jesús.
—Sí, es difícil de entender para nuestra manera común de entender las cosas —dijo Daudi—. Pero, ¿sabes?, es más fácil entenderlo cuando vemos estas cosas que pasan en el hospital. Entendemos mejor lo que le costó a Jesús.
—Tienes razón, a Jesús le costó la vida darnos a nosotros vida eterna —dijo la muchacha. Nuestro paciente abrió los ojos y dijo:
—Tengo sed.
Daudi le dio un trago de té azucarado. Mientras le retiraban la taza, Mbuli dijo:
—Me siento más fuerte ahora. Esa medicina me ha ayudado.
—No es medicina: es la sangre de tu pariente.
—Oh, ¿y por qué me le ha dado?
La miramos. Sin dudar, ella respondió:
—Después de lo que Jesús hizo por mí, me ha dado una gran alegría hacer algo para él, para ayudarte.
Eso me trajo a mente el versículo que había aprendido en las rodillas de mi madre: “Por cuanto lo hiciste a uno de estos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis”.
—Soy una pobre mujer —continuaba la muchacha—. Mi marido tiene pocas vacas y menos cabras, pero por lo menos estoy sana y puedo dar sangre.
Su bebé se puso a llorar.
Bwana, debo irme a alimentar a mi hijito.
Lo tomó de la espalda. Ciertamente era un niño magnífico. Admiré sus dos dientes delanteros. Orgullosamente sonrió.
—Le estoy dando ahora algo de avena liviana y le gusta mucho. Estoy siguiendo la norma: “Nada sino leche hasta que salgan los dientes”.
Volvió a sonreír y salió de la sala. Las últimas gotas del fluido salieron de la botella de escabeche. Vendé el brazo del paciente para que Hilda lo pusiera cómodo.
Bwana, ¿me podrían bajar los pies de la cama ahora? Mira, no puedo ver por la ventana.
—Todavía no. Mañana —le dije sonriendo.
A la mañana siguiente, se notaba un gran cambio. Mbuli tenía el pulso fuerte, con un ritmo razonable, y él estaba hambriento, lo que era un signo de mejoría. Hice unas notas en su historia clínica.
Bwana, estoy empezando a entender sobre Jesús —dijo Mbuli—. Bwana, él me ama.
—Sí, Mbuli, te ama, y desea que tú también le ames.