2 Corintios 12

2 Corinthians 12
Hemos visto en el capítulo 10 que todo ministro de Cristo debe poner su estado moral de acuerdo con el don que el Señor le ha confiado, y que debe ser Su representante en este mundo.
Es lo que el apóstol realizaba fielmente en su servicio. En el capítulo que hemos leído se desarrollan otros dos puntos importantes: ¿En qué consiste poder del ministerio, y dónde hemos de buscar el manantial? Examinemos en primer lugar el segundo punto, la fuente del ministerio, pues es por aquí que el apóstol empieza: Si consideramos el ministerio a la manera de los hombres, vemos la inmensa diferencia entre su concepción y la del ministerio según Dios. Los hombres, aun muchos que son creyentes, piensan que adquiriendo un cierto caudal de ciencia humana, puesta al alcance de todos, en los centros de enseñanza, pueden venir a parar en ministros de Cristo, o cuando menos desarrollar el don que Dios les confió.
En esto se equivocan. La fuente del ministerio solamente puede hallarse en el nuevo hombre; ésta nada tiene que ver con todo lo que el viejo hombre puede adquirir. El apóstol desarrolla aquí esta verdad. Cuanto a su estado antes de su conversión —y notad bien que su “saber” data de entonces— nada tiene ya que ver en lo sucesivo, no se considera más como estando en el primer Adán, así es, que hablando de sí dice: “Conozco a un hombre en Cristo”. Es del nuevo hombre que su ministerio tomó la parte y no en lo que Saulo de Tarso había aprendido a los pies de Gamaliel. Para ejercer eficazmente un ministerio según Dios, es preciso echar por la borda todo lo que el hombre querría añadir. Desde el principio, Saulo había aprendido esto en el camino de Damasco. Su viejo hombre había terminado, juzgado, reducido a polvo, y el punto de partida del apóstol, es la ruina completa del primer Adán para entrar, en Cristo, en una vida completamente nueva. Había aprendido esto en un instante; nosotros en cambio, a menudo, precisamos todo lo largo de la carrera y aún dificultosamente. Es así que cuando hallamos alguna bendición en nuestro ministerio, lo atribuimos a nuestras facultades naturales, si no todo, en parte. Y por eso perdemos las bendiciones que se desprenden del servicio del Señor. Nada parecido se encontraba en el apóstol; sabía que la cruz de Cristo era el único lugar donde podía situar la carne con todas las ventajas. Es así que sólo se gloriaba en el nuevo hombre, de estar en Cristo, de no tener lugar en otra parte.
Hacía catorce años que Pablo había emprendido su primer viaje —puede ser en Antioquía, cuando estas cosas de las cuales habla le sucedieran—. Para animarlo en su ministerio donde iba a encontrar tanto sufrimiento, Dios lo arrebata al tercer cielo donde le hace oír cosas inefables. Era de toda importancia que el apóstol fuera puesto en presencia de la excelencia de Cristo en el tercer cielo para que volviendo a la tierra, estuviera bien convencido que valía la pena soportar los más grandes sufrimientos por Él. ¡Qué maravilloso lugar el tercer cielo para ser arrebatado allá! El tabernáculo modelo de las cosas celestes que Dios mostró a Moisés sobre la montaña, se dividía en tres partes: el atrio, el lugar santo y el santísimo. Eran cosas que tipificaban lo que estaba fuera y por encima de la tierra. En primer lugar el atrio donde se encontraba el altar de metal, imagen de la cruz, en un sentido fuera de la tierra, y de la cual Jesús dice: “Cuando fuere elevado de la tierra traeré todos los hombres a mí”. El mundo ha declarado allí, que no había lugar en esta tierra ni aún para los pies del Salvador. Puede, pues, decirse que la primera parte del tabernáculo sale de los límites de las cosas terrestres, en tanto que símbolo. Es el punto que nos separa del mundo. Del atrio se entraba al lugar santo donde se encontraba la mesa de los panes de la proposición, el candelero y el altar de oro. En tipo todos estamos en el lugar santo, presentados a Dios en Cristo, capaces de rendir culto iluminados del Espíritu Santo. A continuación viene el lugar santísimo figura del tercer cielo. Allí hallamos el arca y el trono de Dios sobre el propiciatorio. En el tercer cielo podemos entrar por el Espíritu Santo, a través del velo rasgado, pues allí hallamos el trono de la gracia. Pero el apóstol había sido arrebatado en realidad, sin poder decir, sin embargo, de qué manera y allí había oído cosas imposibles de transmitirlas a los demás. A nosotros no nos es posible entrar así, pues no hemos recibido como él un ministerio inspirado para presentar a los hombres los misterios de Dios. Pero para el creyente hay un lugar más íntimo que el del trono: La casa del Padre. Si no tenemos la perfección de las revelaciones que solamente el apóstol ha tenido, Dios nos ha abierto el lugar secreto de Su tabernáculo, es allá que podemos meditar sobre la presencia cautivadora de Cristo que nos ha revelado al Padre. No oímos cosas inefables pero nuestras almas gozan de la comunión con el Padre y con Su Hijo Jesucristo. Cuando nos hallaremos allá corporalmente, esto será bien distinto, pues seremos en todo punto y para siempre, parecidos a Él en la gloria; pero desde ahora podemos gozar ya de este lugar bendito.
Cuando el apóstol habla, como hemos visto, de ser en Cristo dice: “De este tal me gloriaré, mas de mí mismo nada me gloriaré, sino en mis flaquezas” (versículo 5). Hace, pues, una diferencia entre el tal hombre y él. Sabe perfectamente lo que le habría sucedido si al descender del tercer cielo hubiese sido dejado a sí mismo, pues se hubiese gloriado de haber estado allí. El peligro para él consistía, no en estar en el tercer cielo, sino en descender de allí. Cuando se encontraba allá, guardaba su lugar, pero al volver a la tierra, lo extraordinario de las revelaciones, habría podido llenarlo de orgullo. A fin de guardarlo, de gloriarse, Dios le envía un mensajero de Satán para que le abofetee, de suerte que podía venir a parar en un objeto de menosprecio o de repugnancia para aquellos a los cuales se dirigía. Así los falsos apóstoles decían: “Su persona es menospreciable”. Cuando habla a los Gálatas les dice: “Que vosotros sabéis que por flaqueza de la carne os anuncié el evangelio al principio; y no desechasteis ni menospreciasteis mi tentación que estaba en mi carne” (Gálatas 4:13-1413Ye know how through infirmity of the flesh I preached the gospel unto you at the first. 14And my temptation which was in my flesh ye despised not, nor rejected; but received me as an angel of God, even as Christ Jesus. (Galatians 4:13‑14)). Satán viene a ser, como en el caso de Job, el medio de bendición para el apóstol. Lejos de ser apartado del camino de la dependencia, sigue los pasos de su Salvador en Getsemaní. Jesús había rogado tres veces que pasara de Él aquel vaso, Pablo suplica tres veces que la prueba se retire de él. Aun otra vez, Satán erraba. Esperaba que el Evangelio fuera menospreciado en la persona de su ministro; pero Dios dice: “Bástate mi gracia; porque mi potencia en la flaqueza se perfecciona”.
Es aquí que hallamos respuesta a nuestra pregunta: ¿En qué consiste el poder del ministerio? Dios dice: Es preciso que en ti no haya fuerza alguna para que Mi poder se desarrolle en ti. Este pasaje es verdadero para cada uno de nosotros. No hallamos poder en nuestro servicio si no nos consideramos como nada a nuestros propios ojos. Es lo que nos dice Pablo en el versículo 11: “En nada he sido menos que los sumos apóstoles, aunque nada soy”. Me pregunto si alguien entre nosotros podría decir de sí con toda seguridad: “Nada soy”. Ciertos hombres de Dios lo han mostrado de una manera remarcable en sus vidas. Cuando preguntaron a Juan el Bautista quién era, respondió: “Yo soy la voz del que clama en el desierto”. Dios habla por mi voz, pero yo no soy nada: Llegan las flaquezas: ¡Ah!, dice Pablo, tanto como me glorío de un hombre en Cristo, me glorío en mis flaquezas a fin de que el poder de Cristo permanezca en mí. Acepto las bofetadas del ángel de Satán, consiento en no ser nada, no retrocedo ante el sufrimiento, con tal que este poder no me abandone. “He aquí”, dice Gedeón, “mi familia es pobre en Manases y yo el menor de la casa de mi padre”, entonces una palabra del ángel le comunica la fuerza. Si por otro lado, como Sansón, alguien se confía en su propia fuerza, uno viene a ser presa fácil del Enemigo. Para todos puede ser la cosa así. Cuando perdemos el sentimiento de nuestra debilidad o de nuestra nulidad poniendo la confianza en nosotros mismos o en los dones que Dios nos dio, el poder nos abandona, sin que, como Sansón, nos demos cuenta, y la bendición no vuelve a ser hallada. Así el apóstol dice: “por lo cual me gozo en las flaquezas, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en angustias por Cristo, porque cuando soy flaco entonces soy poderoso” (versículo 10). Él no dice las soporto, las acepto; sino que toma placer en ellas, su gozo es sufrir en vista del fin a alcanzar, porque la flaqueza es el secreto del poder de su servicio.
Al principio de este capítulo, hemos visto un hombre en Cristo y el poder manifestado en su ministerio; al final (versículos 20-21) hallamos, no ya los frutos del Espíritu en el corazón del rescatado, sino los frutos de la carne, frutos tales que hacen subir el rubor a nuestros rostros: “porque temo que cuando llegare no os halle tales como quiero y yo sea hallado de vosotros cual no queráis; que haya entre vosotros contiendas, iras, disensiones, detracciones, murmuraciones, elaciones, bandos: Que cuando volviere, me humille Dios entre vosotros, y haya de llorar por muchos de los que antes habrán pecado y no se han arrepentido de la inmundicia y fornicación y deshonestidad que han cometido”.
Los Corintios, aunque dotados como eran, habían andado según la carne y no era sólo un individuo, “el malo”, quien entre ellos había pecado; muchos habían hecho cosas parecidas, después habían vuelto en apariencia de sus yerros, sin que sus conciencias hubiesen sido alcanzadas ni el arrepentimiento se hubiese producido en sus corazones.
¡Cuán serio es todo esto! Nos es posible vivir en el poder del nuevo hombre; pero por otra parte podemos seguir el camino de la carne y andar con los hijos de Dios, afligiendo a los que tienen en su corazón la gloria de su Salvador. Paremos cuenta de echar de nuestra mente todo lo que no corresponda al carácter de Cristo, a fin de que nuestra conducta le glorifique. ¡Que el deseo de nuestros corazones sea vivir según el nuevo hombre y en la energía de su poder!