Como hemos hecho notar, el capítulo 5 nos presenta un nuevo aspecto del ministerio, la evangelización. Si algún pasaje puede darnos luz sobre la inmensa importancia de la predicación del Evangelio, éste es sin duda de los más importantes. Hemos visto también que la cuestión de la muerte es como la misma base del Evangelio. No puede presentarse una salvación completa con toda su fuerza y poder, sin presentar lo que le sirve de punto de partida, la muerte moral del pecador y es en lo que la evangelización actual falta gravemente. Si hablo de la gracia de Dios en Cristo, sin establecer este gran hecho que a los ojos de Dios, el hombre está enteramente muerto en sus faltas y pecados, debilito el resorte del Evangelio. Uno puede haber recibido la verdad de que es un pecador y que tiene necesidad de perdón, aun teniendo un Evangelio muy incompleto. Ya no digo por esto que un alma no sea salva de esta manera —toda alma que recibió el perdón de sus pecados es salva— pero está aún lejos de la realidad del Evangelio tal como era predicado por el apóstol Pablo. Como hemos visto, si la base del Evangelio es la ruina irremediable del hombre, el manantial de todo es el amor de Dios en Cristo. El apóstol conocía este amor maravilloso y su alma lo había tomado y comprendido de tal manera, que sentía necesidad de hablar de él a los hombres. Unía juntas estas dos grandes verdades, la muerte y el amor: “Si uno murió para todos, luego todos son muertos”. La prueba es evidente que en el alma de cualquier pecador no hay ni un destello de la vida de Dios, pero Su amor ha hallado el medio de sustituirnos a todos por un solo hombre, venido a situarse en la posición que estábamos y llevar todas las consecuencias. Así es que murió. ¿Por quién? Por todos. Su amor lo ha hecho descender aquí y sustituirnos a nosotros en la sentencia de muerte. Pero Dios no podía dejar en la tumba a Su Hijo amado, al cual esta obra había costado todo; aun Su propia vida. Entonces, así como Dios lo había dado por nosotros, lo resucitó también por nosotros. “Aquel que murió y resucitó por ellos”. Ahora sé que poseo una vida nueva, una vida de resurrección, porque Cristo ha resucitado por mí, así como también sé que yo estaba muerto en mis delitos y pecados, porque Cristo murió por mí —notadlo bien: no porque yo me sienta muerto; al contrario me siento muy vivo—, pero al ver a Cristo, he aprendido lo que yo era y lo que he venido a ser en virtud de Su obra. Tal es la sustancia del Evangelio. Nos muestra que el amor de Dios ha situado a Su Hijo donde nosotros estábamos y que este amor ha resucitado nuestro Sustituto, dándole una vida de resurrección, a fin de que tales seres como nosotros puedan poseer esta vida.
Y ahora el apóstol añade: “Para que los que viven ya no vivan para sí”. Hemos insistido ya bastante sobre esta verdad. Desde el momento en que he comprendido todo el valor de la obra de Cristo, soy introducido en una esfera en que el egoísmo está excluido. El hombre pecador se hace siempre el centro. A menudo se le ha comparado a una piedra tirada al agua; los círculos se forman a su alrededor cada vez más extendidos, cada vez más lejanos, pero la piedra permanece como centro. Cuando habiendo recibido una vida nueva he sido liberado de este estado, hallo otro centro que no soy yo, un objeto para mi corazón que es Cristo. Es lo que caracteriza, por así decir, si uno realiza su cristianismo ideal a los ojos de Dios: un hombre que ha huido de sí, habiendo hallado para su corazón un objeto fuera de él; otro centro, alrededor del cual todos sus pensamientos pueden converger en lo sucesivo. En la epístola a los Gálatas, el apóstol se expresa así: “Y vivo no ya yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí”. El creyente ha hallado un objeto digno de ocupar todo su corazón, Jesús, el cual le ha revelado el amor, y con gozo es liberado de sí, para pertenecerle.
Estos pensamientos sobre los cuales no podemos ahora ocuparnos más ampliamente, nos conducen a los versículos que hemos leído: “De manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne”. Un cambio completo se ha operado en mi vida. He sido introducido en relaciones completamente nuevas o para hablar más exactamente, las relaciones en las cuales me hallaba han tomado nuevo carácter. El cristianismo no me ha hecho salir de mis antiguas relaciones según la naturaleza, entre padre e hijo, entre marido y esposa, etc., pero ha cambiado enteramente el carácter, de suerte que puedo decir: “A nadie conocemos según la carne”. Halláis en la epístola a los Efesios: “Hijos obedeced a vuestros padres en el Señor”. Es en esto que el carácter de relación es otro, es importante que nos demos cuenta. Nuestras relaciones, y no solamente las familiares —pues obvio es decir que las de la familia cristiana son diferentes de las de la mundana— sino las que tenemos diariamente con los hombres del mundo han cambiado. ¿Cómo las consideraremos? ¿Podemos decir: “A nadie conocemos según la carne”? ¿Es que los lazos no existen más, tales como en otro tiempo, porque ahora los conocemos en la luz de Cristo? Y cuando tenemos que ver con nuestros amigos de otro tiempo, ¿decimos como el apóstol: “El amor de Cristo nos constriñe”? En este pasaje habla precisamente de sus relaciones con los hombres. Habiendo juzgado que son muertos, como nosotros lo estábamos en otro tiempo, podemos presentarles ahora la verdad del Evangelio, por la cual hemos recibido una vida nueva.
El apóstol añade: “Y aún si a Cristo conocimos según la carne, empero ahora ya no le conocemos”. Notad esta palabra “ahora”. Antes, los discípulos judíos habían conocido al Jesús según la carne. Era el Mesías, el Rey prometido, venido al mundo para ser presentado a Su pueblo según la carne. Pero había sido rechazado y el apóstol no lo conocía en adelante como objeto de la esperanza judía. Lo mismo era en sus relaciones con los de su nación, “sus parientes según la carne”, aunque él amaba tiernamente a este pueblo, no los conocía más así. “De modo que si alguno está en Cristo nueva criatura es”. Estar en Cristo: todo el secreto del cambio operado en nosotros está allí. Ya no estoy más en Adán sino en Cristo. Una nueva creación fundada sobre una vida nueva, por la resurrección de Cristo entre los muertos: “Las cosas viejas pasaron, he aquí son hechas nuevas”. ¿Es verdaderamente para nosotros el caso, en la práctica? ¿Es que en todas las relaciones con el mundo que nos rodea, no nos consideraremos como estando en la carne, sino perteneciendo a un nuevo orden de cosas? “He aquí todas son hechas nuevas”; la escena en la cual vivo en lo sucesivo no es el mundo. Estoy en el mundo, pero no pertenezco a él; he sido introducido en otra escena; mi vida ya no es más la de la antigua creación. Sin duda, como los demás hombres, tengo mi inteligencia, mi alma, mi actividad en la tierra, pero en Cristo las cosas viejas pasaron; el creyente ya no es más un hombre animal, sino un hombre espiritual. ¿Dónde están nuestras afecciones? ¡Ay, mis queridos amigos! en la práctica muestro en la mayor parte del tiempo, que las cosas viejas no han pasado, y esto me humilla; pero yo hablo de la posición que Dios nos ha dado para elevarnos por encima de los miserables pensamientos que nos rebajan al nivel de las cosas terrestres. ¿Son nuestros deseos por las cosas de arriba? ¿No tienen nuestros pensamientos que ver con las cosas de la tierra? ¿Está totalmente nuestra esperanza dirigida hacia el momento bendito en que estaremos con el Señor? “Todas son hechas nuevas y todo esto es de Dios, el cual nos reconcilió a sí por Cristo”. Debemos humillarnos al ver que Dios habiéndonos dado una tal posición, apenas la conocemos. El apóstol podía decir: “Conozco un hombre en Cristo”; las cosas viejas pasaron, todas son hechas nuevas. Mi vida no pertenece ya a este mundo, mi esperanza no tiene que ver con las esperanzas terrestres, sino con el cielo.
Y añade: “Y todo esto es de Dios el cual nos reconcilió a sí por Cristo”. Notad esta palabra que hallamos a menudo en este pasaje y nos da la significación más elevada del contenido del Evangelio: la reconciliación. No lo es todo, hemos dicho ya, el tener el perdón de los pecados. Un alma que ha recibido este perdón ha sido descargada del peso que gravitaba sobre ella; sabe que el Salvador ha expiado sus pecados y que Dios no se acuerda más de ellos, pero esto no es todo el Evangelio. “Dios lo hizo pecado por nosotros, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él”. La liberación del pecado es una cosa infinitamente gozosa y bendita. Dios me declara justo, absolutamente justo, de Su propia justicia, porque en Cristo me ve sin pecado. Esto conduce a la reconciliación. Quien dice reconciliación, dice nuevas relaciones entre nosotros y Dios. El pecado nos había alejado de Él. Ahora Dios halló el medio de abolir esta escisión, de manera que no haya ya nada más que nos separe. Habiéndome justificado, Dios me asocia a Sí. Tomad un ejemplo en los negocios. Un hombre ha defraudado la confianza de su protector y lo ha herido y comprometido profundamente. La quiebra del culpable es la consecuencia. El protector examina las cuentas, registra las fechas ... y paga las deudas. Podría decir: He pagado tus deudas, pero en lo sucesivo no tendré más relaciones contigo. En lugar de esto le justifica y le rehabilita y, para probar el alcance de esta rehabilitación, lo asocia con él. El culpable en otro tiempo, es poseedor ahora de los mismos negocios, los mismos intereses, las mismas relaciones que aquel a quien tan gravemente había ofendido. No hay ninguna diferencia entre ellos, la comunión es completa. Tal es la grande obra que Dios ha hecho por nosotros; el resultado de la obra de Cristo no es solamente adquirirnos el perdón y justificarnos sino reconciliarnos con Dios, restablecer las relaciones que nosotros culpables habíamos roto, darnos los mismos intereses, los mismos objetos y asociarnos con Él desde ahora y por la eternidad.
Estas relaciones solamente podían restablecerse por Jesucristo: “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo a sí, no imputándole sus pecados, y puso en nosotros la palabra de la reconciliación” (versículo 19). Tal era el carácter de Dios cuando Jesucristo se presentó entre los hombres. El mundo no ha aceptado esta invitación; todo lo contrario, se ha desembarazado de Aquel en quien Dios estaba, para reconciliar el mundo a Sí. Pero en Su ausencia, Dios envía embajadores en la persona de Sus ministros: “Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio nuestro; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios” (versículo 20). Esta reconciliación no está en la expectativa de realizarse como cuando Dios estaba en Cristo, en este mundo; está ya hecha; el fundamento ha sido puesto en la cruz, donde Aquel que no conoció pecado fue hecho pecado por nosotros. Tal es el mensaje del embajador. Podéis venir ahora con toda confianza: Sed reconciliados con Dios. Ha hecho a Su propio Hijo pecado por nosotros, a fin de que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en Él (Romanos 5:10-1110For if, when we were enemies, we were reconciled to God by the death of his Son, much more, being reconciled, we shall be saved by his life. 11And not only so, but we also joy in God through our Lord Jesus Christ, by whom we have now received the atonement. (Romans 5:10‑11); Colosenses 1:21-2221And you, that were sometime alienated and enemies in your mind by wicked works, yet now hath he reconciled 22In the body of his flesh through death, to present you holy and unblameable and unreproveable in his sight: (Colossians 1:21‑22)).
Si hemos sido los objetos de un tal amor y de una tal reconciliación ¿no debemos acaso ir al mundo y anunciar estas buenas nuevas? No es solamente por medio de los apóstoles que el Evangelio ha sido anunciado al mundo; los evangelistas lo proclaman; pero recordemos bien que este servicio incumbe también a cada uno de nosotros. A menudo, Dios cruza un alma en nuestro camino, para que reciba el mensaje de la reconciliación. No olvidemos que esta alma está destinada a formar parte de nuestra “corona de gloria delante de nuestro Señor Jesús, a su venida” (l Tesalonicenses 2:19).