Abriendo Caminos en Alaska y Otras Historias Misioneras

Table of Contents

1. Prefacio
2. Rescatado De Los Lobos
3. El Muchachito Pionero Y Su Traílla De Perros
4. Los Muchachos Que No Podían Dormir
5. En Un Pueblito Enterrado En La Nieve
6. Por La Corriente Del Río Yukón
7. Andrés Y La “Gente Del Río”
8. “¿No Muerde?”
9. Dewin, El Pescadorcito Cojo
10. El Papel Para Empapelar Que Hablaba
11. La Serpiente Que No Podía Picar
12. Cuando Kempi Huyó
13. Provocaba a Una Araña
14. Los Centavos De Nubecita

Prefacio

¡Suban, niños y niñas! No, no a un tren, no a un auto, ni siquiera a un avión, sino a ¡un trineo tirado por perros! ¡Hace mucho frío a dónde vamos, ¡a veces menos de 60 grados bajo cero! Así que necesitarán arroparse con un abrigo calentito de piel. Quizá prefieran ponerse las raquetas (zapatos para la nieve) y caminar detrás del trineo por un rato.
Vamos a visitar algunas aldeas aisladas junto con un misionero que ha tenido experiencias emocionantes con los lobos y los osos, y que ha pasado momentos maravillosos compartiendo el evangelio junto con su perro esquimal “Pinky” y los demás perros de su traílla.
El trineo en que viajamos ha sido totalmente tallado a mano, y tiene un hermoso letrero pintado en la lona que lo cubre. El letrero tiene un mapa de Alaska con un fondo infrarrojo, con una cruz que sale del Polo Norte. Alrededor, tiene el versículo: “haciendo la paz mediante la sangre de su CRUZ”—Colosenses 1:20.
A dar el latigazo—¡y allá vamos!—¡a la tierra hermosa del norte congelado! Este es el relato del misionero:
Margaret Jean Tuininga
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Rescatado De Los Lobos

Alaska
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Cierto día el misionero salió con su traílla de perros y el trineo lleno de ropa, comida y un buen surtido de Nuevo Testamentos, hojitas de la escuela dominical y tratados. Esperaba visitar muchos lugares solitarios donde raramente pueden llegar los misioneros.
En Chickaloon se detuvo por un día con un cazador de pieles cristiano para arreglar uno de los patines de su trineo que se había gastado. Al día siguiente partió temprano, porque quería cubrir veinticinco millas a través de un sendero nuevo. Los cazadores de pieles y los aldeanos le aconsejaron que no fuera por el camino principal donde la grava muchas veces dificultaba que el trineo se deslizara bien, sino que siguiera por el río hasta cierto arroyo que lo llevaría de regreso a la carretera veinticinco millas más adelante, donde la nieve estaba más compacta.
Partieron temprano por la mañana siguiendo el río congelado. Todavía estaba oscuro, porque no amanecía hasta alrededor de las nueve, y el sol aparecería a eso de las once—para brillar apenas dos breves horas. Durante las primeras millas los perros avanzaban entusiasmados por el sendero, y todo anduvo bien. Luego oyó un ruido desagradable debajo de los patines, y el trineo empezó a arrastrase pesadamente. ¡Había grava en el lecho del río por el que andaban! Después de una o dos horas de avanzar lentamente por la grava, decidieron detenerse y acampar para la noche.
Al día siguiente, después de un trecho se acabó la grava, pero se encontraron con otro problema. Un desborde de agua de un glaciar hacía que el hielo estuviera tan resbaladizo y traicionero que aun a los perros les era difícil mantener el equilibrio. Por fin, después de haber avanzado lentamente sólo otras cinco millas, tuvieron que volver a acampar. Encontrando un pequeño lugar protegido en el bosque, el misionero prendió una buena fogata y juntó suficiente leña para pasar la noche. Los perros tenían hambre, se tragaron agradecidos su comida, y el misionero también disfrutó de su cena y su café, después de su día agotador. Luego, asegurándose de que los perros estaban todos atados a salvo en un círculo alrededor de la fogata, se acomodó lo mejor posible, y a la luz de la fogata leyó algunos versículos de la Palabra de Dios.
Al avanzar la noche, varios de los perros empezaron a gruñir al oír el aullido de coyotes y lobos en la distancia. Pero el corazón del misionero confiaba en el Señor, y pronto el sonido de su canto ahogaba los aullidos de los lobos:
“El amor envió a mi Señor
a la cruz del pecado,
El amor envió a mi Señor, Oh,
¡su santo nombre sea alabado!”
El tercer día amaneció claro y alegre, pero pronto se dieron cuenta que estaban entrando a un trecho de nieve profunda. El trineo no era estilo tobogán, y la carga era pesada. Los patines del trineo se hundían en la nieve, y éste se arrastraba pesadamente. El misionero, con las raquetas para la nieve en los pies, caminó al frente para abrir paso, y para tratar de apisonar un poco la nieve. Después volvía y ayudaba a los perros a tirar el trineo, pero era un tironeo lento y difícil.
Así que acamparon otra noche más porque todavía faltaban once millas para llegar a la carretera. Esta noche el aullido de la manada de lobos era mucho más fuerte, y el misionero no quiso cerrar los ojos ni un minuto, para no quedarse dormido y se apagara el fuego. Sabía por los aullidos de los lobos que estaban hambrientos, y que se ponían más atrevidos.
Al cuarto día volvieron a ponerse en marcha tempranito, pero la nieve se hacía más y más profunda al ir acercándose al glaciar. La nieve que comúnmente es llevada por los fuertes vientos glaciares, se había acumulado flojamente en el lecho del río. Después de unas cuatro millas, ya estaba oscureciendo, y el aullido de los lobos era cada vez más atrevido.
El misionero miró a su alrededor, pero no podía encontrar un buen lugar para acampar, así que decidió quedarse con su trineo para proteger a los perros durante la noche. Pero la noche se hizo más fría, y pronto se dio cuenta que se estaba enfriando demasiado, y que las manos se le estaban congelando. ¡Tenía que hacer una fogata!
Con las raquetas en los pies, se deslizó hacia la barranca a la orilla del río, y encontró un lugar para escalarla. Tieso y torpe por el frío, se tropezó con un tronco en la oscuridad.
¡Splash! ¡Al agua se fue! Tenía apenas un metro de profundidad, pero una pequeña avalancha de nieve le pasó por encima. Saliendo de la helada agua trató desesperadamente de escalar la empinada barranca, pero la ropa se le empezó a congelar, poniéndose dura como una tabla y dificultándole los movimientos.
Buscando a tientas debajo de la nieve con los dedos tiesos, para encontrar leña, por fin encontró lo suficiente como para hacer una alegre y bienvenida fogata. Casi atontado por el frío, tuvo que usar su hacha para quitarse el hielo de las botas y la ropa antes de poder quitárselas para secar. Acurrucado cerca del fuego envuelto en su abrigo, el misionero agradeció al Señor que todavía estaba con vida, pero el aire glacial parecía tener la sensación de muerte fría. Sentado allí solo, el Señor le recordó:
“El ángel de Jehová acampa alrededor de los que le temen, y los defiende” (Salmo 34:7).
Nuevamente, durante la larga vigilia de la noche, el misionero no se atrevió a dormir ni un momento. De cuando en cuando disparaba un tiro en la negrura de la noche, porque el aullido de los lobos, o el gruñido de uno de los perros, significaba que los lobos se acercaban cada vez más. Mientras se secaba la ropa, pasó mucho tiempo juntando leña para mantener vivo el fuego. Por fin la oscuridad comenzó a ceder y llegó el amanecer, ¡y qué bueno era ver que sus fieles perros seguían todos con vida, acurrucados alrededor del trineo!
El misionero puso su bolsa de dormir y su rifle en el trineo. Luego de mirar todo alrededor para asegurarse de que no había lobos, volvió a su campamento en busca de su paquete de comida, su hacha y linterna. Después de tomarse un momento para leer varios versículos de la Palabra de Dios comenzó a bajar por la barranca. De pronto oyó que los perros aullaban con fuerza.
El misionero miró y vio a seis lobos negros enormes rondando en círculos a una distancia de menos de setenta y cinco pies del trineo. El misionero todavía se encontraba a unos mil pies, y los lobos podían fácilmente atacar a los perros antes de que él pudiera alcanzarlos. Con una oración en su corazón, lanzó un fuerte grito y se acercó rápidamente al trineo para buscar su rifle.
Para cuando llegó al trineo, los lobos se habían retirado a una distancia fuera de la línea de fuego, y habían subido la barranca. Poniéndose de rodillas le dio gracias al Señor y le pidió que lo guiara.
¡Oyó otra vez el aullido de los perros, y ahora vio que había más lobos en el lugar donde había hecho su fogata! Parecía que lo único que podía hacer era llegar a la carretera lo antes posible poniéndose las raquetas y caminar por la nieve, a pesar de que no quería abandonar el trineo.
Soltando a los perros, puso paquetes sobre dos de ellos, y tomando sus rifles y dos cachorros, dejó el trineo con sus pertenencias, y se fue con sus perros para cubrir las siete millas a la carretera antes de que oscureciera. Exhausto por las noches sin dormir y de estar expuesto al frío, las siete millas parecían interminables, pero se animaba en el camino cantando:
“Llévale tu carga al Señor.”
Wolf, el perro esquimal más grande, iba de acá para allá en lugar de seguir de cerca al misionero, y de pronto desapareció en una quebrada. Poco después oyó un aullido terrible como si lo hubieran atacado una manada de lobos. El misionero se sintió muy triste porque pensaba que Wolf había sido atacado y matado.
Volvía a anochecer, y siguió adelante desesperadamente, sabiendo que tenía que llegar a la carretera. No podía aguantar otra noche de frío y sin dormir. Entonces, justo antes de oscurecer, divisó la carretera ... pero arriba por una barranca de unos quinientos pies.
¡Tan cerca ... pero a la vez tan lejos! Le parecía que le sería imposible escalar la empinada barranca. Estaba cubierta de nieve, pero ésta era tan blanda que resbalaría bajo el pie del que intentara escalarla y lo cubriría.
Totalmente agotado, el misionero siguió caminando con dificultad por el cañón buscando un lugar donde pudiera subir. Por fin encontró un lugar por el cual le parecía podía subir haciendo un esfuerzo desesperado. Era imposible usar las raquetas, así que sin ellas, a veces se hundía en la nieve hasta la cintura. Subió y subió, tomándose de los arbustos para sostenerse, y arrastrándose por las rocas donde el viento se había llevado la nieve. A veces, cayendo de rodillas sentía que no tenía fuerzas para seguir adelante, pero después de un momento de descanso, el Señor lo ayudaba a volver a andar. Así que, resbalando, escalando ... finalmente, ¡vida! ¡Había llegado a la carretera!
Casi demasiado cansado para dar otro paso, el misionero miró hacia atrás el camino por el cual el Señor los había traído, por la barranca empinada, casi imposible de escalar, y por el valle del río donde le parecía oír todavía el aullido largo, trémulo de los lobos. Sentía que podía verdaderamente decir con David:
“Aunque ande en valle de sombra de muerte, No temeré mal alguno, porque Tú estarás conmigo” (Salmo 23:4).
Hacía un frío increíble allí en la carretera donde el viento soplaba con fuerza, pero no tuvieron que esperar mucho antes de que apareciera un camión de mantenimiento de caminos. Había llegado su rescate, pero el misionero no tenía las fuerzas para subirse al camión, entonces, manos bondadosas lo subieron, junto con sus fieles perros esquimales. Luego no supo más nada hasta que despertó dieciocho horas después en la estación de la policía patrullera.
Tres días después llegó la buena noticia de que un avión había divisado su trineo. Y vigilándolo fielmente estaba Wolf, el perro esquimal que creía que los lobos habían devorado. Descubrieron que uno de sus pies había quedado atrapado en una trampa, pero había arrastrado la trampa y el tronco al cual estaba sujeto, las dos millas de regreso al trineo, donde esperaba a su dueño. Perdió sólo un dedo.
Después de un breve tiempo de descanso, la experiencia a través de la nieve profunda del glaciar con su traílla de perros, sólo era un recuerdo. Pero el misionero nunca olvidaría el cuidado fiel y cariñoso del Señor, y pronto estaba ansioso por volver a emprender otro viaje para extender el evangelio.

El Muchachito Pionero Y Su Traílla De Perros

Alaska
Muy al norte en la congelada región norteña, en una aldea aislada a la que sólo se puede llegar por avión o traílla de perros, vive un muchachito indio de catorce años, a quien llamaremos Pablo, experto guía de traíllas de perros. Sus perros están tan bien entrenados para seguir las sendas que pueden encontrarlas aun cuando no hay huellas en la nieve.
Pablo, este muchachito indio, no sólo es un guía excelente en la nieve donde no hay huellas, sino que ha podido guiar a muchos otros indios al Señor Jesús para ser salvos.
Diez años atrás, el tío de Pablo fue salvo por la obra de un misionero, y se mudó a la aldea de Pablo donde nadie sabe nada acerca del Señor Jesús, donde abundaban las borracheras y el pecado. ¡Hay más tomadores en Alaska que en ningún otro país del mundo! Como resultado, muchos niños terminan sin hogar porque sus padres han muerto o los han abandonado debido a su vicio.
El tío de Pablo fue un verdadero testimonio en esta aldea tan necesitada, pero lo persiguieron mucho. Como siempre, muchos preferían sus pecados antes que al Salvador. A nadie pareció interesarle oír la maravillosa historia del amor que el Salvador les tenía, hasta que cierto día Pablo aceptó al Señor Jesús como su Salvador.
En ese entonces, Pablo tenía doce años y ya conducía una traílla de perros. A Pablo y su tío les gustaba leer juntos la Biblia, y siempre testificaban a los demás.
—Oremos, Pablo, y pidámosle a Dios que nos envíe un misionero para explicar el camino de salvación a nuestra gente.
Coincidieron hacerlo, y mientras ellos oraban, había misioneros que también oraban. Llegó el día cuando un misionero sintió que podía hacer el viaje.
El día antes de comenzar su viaje hacia el norte, el misionero se detuvo en una cabaña para protegerse del frío. La áspera cabaña no parecía muy limpia, por lo que durmió sobre una mesa alta. Muy temprano a la mañana siguiente, antes de despertarse del todo, se dio vuelta y se cayó de la mesa, y al caer se pegó en un banquito, y por milagro no se rompió la nuca. Pero sí se rompió las costillas y se dislocó el hombro, y tuvo que quedarse allí esperando hasta que lo rescataron unos jóvenes soldados.
Pasaron dos años antes de que el Señor finalmente abriera nuevamente la puerta para que tratara de hacer el viaje con su traílla de perros a aquella aldea. Esta vez, todo anduvo bien, y el último día, al caer la noche, divisaron la aldea. Qué vista alegre era en la oscuridad de la noche ártica, ver la luz que resplandecía en la nieve. Era de la cabaña del cacique.
Le abrieron la puerta de la cabaña, y después de sacudirse la nieve de los pies y de entrar, el misionero fue calurosamente recibido. Y no sólo fue bien recibido, sino que le esperaban grandes sorpresas.
La noticia de que había llegado el misionero se extendió inmediatamente, y los aldeanos acudieron a la cabaña del cacique. Pronto los cuartos estaban llenos de gente, y cuando el misionero miró a su alrededor, a los rostros entusiastas y felices, le costaba creer que estaba en la aldea donde antes no había ni un creyente y que hasta hacía poco, era famosa por su pecaminosidad y sus borracheras.
Ahora la cabaña resonaba con el sonido gozoso de cantos evangélicos, y el misionero notó que estaban usando los mismos himnarios que le había dejado al muchachito indio diez años antes. Estaban muy gastados, pero habían sido cuidados con esmero, y el misionero se maravilló por lo bien que los niños y los mayores habían aprendido a cantar.
Luego recibió la mejor sorpresa de todas. El cacique indio y muchos otros comenzaron a dar sus testimonios de cómo habían sido salvos, salvos por el testimonio fiel de Pablo y de su tío. Muchos habían sido salvos, y la aldea entera había revivido, en el pueblo ya no se vendía licor ni cigarrillos. Qué cosas maravillosas había hecho el Señor por medio de un fiel chico que guiaba traíllas de perros.
Durante los días que los visitó, el misionero fue recibido con entusiasmo en casi todos los hogares, ¡y cómo disfrutaban al reunirse para estudiar la Palabra de Dios! ¡Qué maravillosamente había contestado Dios las oraciones de Pablo y su tío, y de los misioneros! El misionero no pudo menos que pensar:
“Esto es obra del Señor, es maravilloso.”
El último día, el misionero tuvo una reunión para los niños, y al ir llegando los niños de rostros felices, el misionero se regocijó de ver lo bien cuidados que parecían. No eran los niños descuidados, de rostros tristes que frecuentemente ve en las aldeas donde los padres bebedores no piensan más que en satisfacer su propia perversa sed. ¡Qué cambios benditos había traído el evangelio a esta aldea aislada, lejos de la civilización tal como la conocemos!
—¿Me deja ser su guía cuando parta?—preguntó Pablo.
—Me encantaría que lo fueras, Pablo—contestó agradecido el misionero—. Será muy lindo contar con tu compañía, y he oído buenos informes de lo experto que eres en abrir caminos.
Pablo sonrió, avergonzado, pero complacido, y así fue que temprano al amanecer partieron juntos por el largo camino hacia la Autopista de Alaska. El aire estaba seco y frío, y el aliento formaba nubes heladas a su alrededor. Los perros se mostraban ansiosos por andar, y pronto se oían los ruidos sibilantes de los patines en la nieve, y de vez en cuando aparecía una chispa cuando un patín pegaba alguna piedrita escondida en la nieve.
Cuando el sol finalmente se asomó por encima de las montañas, extendió un brillo rosado sobre la nieve blanca, y pareció haber encendido la luz de millones de diamantes. Cada vez que las traíllas de Pablo y las del misionero andaban cerca, cantaban juntos cantos evangélicos, y a veces en el aire quieto de la mañana los ecos parecían despertarse para acompañarlos.
El misionero se maravillaba ante el sentido de dirección perfecto de Pablo y su traílla de perros tan bien entrenados. Cruzaron bosques, lagos helados cubiertos de nieve, y atravesaron atajos escondidos que acortaban el viaje, nunca errando el sendero aunque con frecuencia no había señales de él durante millas donde la nieve nueva se había dispersado y lo había enterrado.
Finalmente llegaron a la Autopista de Alaska un sábado a la noche, y encontraron una hostería. Al día siguiente, la gente de la hostería les rogó que tuvieran la escuela dominical, porque había una buena cantidad de niños vecinos, y hacía mucho, mucho tiempo desde que habían tenido una clase de escuela dominical.
Así fue que Pablo y el misionero pasaron un día feliz contando las buenas nuevas de salvación a niños y grandes, que se amontonaron para escuchar.
Al día siguiente partieron con sus traíllas de perros. El misionero se despidió del muchacho indio que había sido un guía tan excelente, y el muchacho se regocijó, sabiendo que volvía para guiar no sólo a viajeros por la nieve, sino a su propio pueblo al Señor Jesucristo.

Los Muchachos Que No Podían Dormir

Alaska
Un frío día de invierno el misionero, con Pinky, su perro esquimal evangelista, llegó a Chitina. Eran apenas las cuatro, pero ya era de noche. Habían viajado muchas millas durante varios días. En algunos lugares, los arroyos se habían desbordado de los glaciares, haciendo tan resbaladizo el sendero cubierto de hielo que tenían que gatear.
Pasaron el lugar donde un año antes se habían encontrado con un oso que, sentado sobre las patas traseras, los observaba como si su curiosidad había podido más que su temor. Luego, súbitamente, se había puesto de pie echándose a correr. Pero esta vez no habían visto ningún oso, porque hacía demasiado frío. Éstos ya habían encontrado sus cuevas en que invernarían hasta llegar la primavera.
Reinaba el silencio en el pueblito de Chitina, muy adentro en el frío interior de Alaska. El misionero había visto el termómetro bajar a setenta bajo cero allí, pero en el pueblo vivían cálidos creyentes en el Señor Jesucristo, y otros que anhelaban escuchar la historia de salvación.
Los indios de Koper River, que prefieren ser llamados “nativos,” viven por toda esta parte de Alaska. Hay tres razas nativas principales en Alaska: los esquimales que viven en las partes norteñas y cerca del Mar de Bering, los indios diseminados por gran parte del país, y los aleutianos, que viven en la cadena de las Islas Aleutianas.
El misionero y Pinky siguieron su camino por la oscura aldea a la casa donde vivían dos misioneras. Vieron una luz brillante en la casa, que, reflejada en la nieve, parecía darles la bienvenida, y haciendo recordar al misionero la luz del evangelio que estas dos valientes mujeres hacían brillar en este lugar solitario.
¡Qué escena alegre lo esperaba en la casa calentita! Se encontraba allí un grupo grande de niños y niñas indios, estudiando su Biblia. Habían venido derechito de la escuela, y era evidente que la mayoría anhelaba saber más acerca del Salvador. Levantaron la vista, saludando al misionero con una tímida sonrisa cuando entraron éste y Pinky.
Varios de los varones todavía no eran salvos, y después de unos momentos el misionero notó a dos muchachitos mayores que no parecían interesados en la clase. Se hablaban en voz baja y reían. A veces decían algo en voz alta en un tono que él no podía oír, pero sabía que se estaban burlando de la Palabra de Dios. Sintió compasión por ellos, oró que el Espíritu Santo de Dios hiciera una obra poderosa en sus corazones, y en toda la aldea.
Esa noche tuvieron una reunión en la capillita construida de troncos en la cima del monte, y allí volvieron a estar los niños con los mayores de la aldea. Era una noche tan, pero tan fría que el hielo en el lago se contraía produciendo un estruendo; no obstante, aún los ancianos le hicieron frente al frío, y caminaron largas distancias para llegar a la reunión.
¡Qué bien la pasaron cantando! Luego, se hizo evidente que Dios estaba obrando en el corazón de los oyentes mientras hablaba el misionero. Después de la reunión, cuando casi todos se habían retirado, un chico de diez años, hijo de un cazador de pieles, seguía esperando. Nadie le prestó atención, y los misioneros no tenían idea por qué estaba todavía allí.
—¡Quiero ser salvo!—exclamó de pronto en un tono casi agonizante.
Los misioneros conversaron con él, y cuando citaron versículos bíblicos acerca de cómo el Señor murió por él, y acerca de su amor por él, éstos parecieron penetrar derechito en su corazón. Cuando comprendió que el Señor Jesús había completado la obra de redención necesaria para su salvación al morir por él en la cruz, y que lo único que tenía que hacer era confiar en él, se le iluminó el rostro de alegría.
Al día siguiente este hijo de cazador de pieles le contó las buenas nuevas a sus amigos, y otro muchachito de su misma edad vino a la casa de las misioneras esa tarde después de la escuela, diciendo que él también quería ser salvo.
Estos dos chicos trajeron esa noche a los dos muchachos inconversos que dos días antes, se habían burlado en la clase en la casa de las misioneras. El misionero volvió a hablar nuevamente de la salvación y también contó de la segunda venida del Señor para todos los que son salvos.
Los dos muchachos inconversos volvieron a su casa esa noche, pero no podían dormir. ¿Qué si el Señor regresaba esa noche? Sabían que no estaban preparados, y que significaba que serían condenados para siempre. Se sentían tan desdichados que se levantaron de la cama, y uno de ellos se asomó por la ventana en la oscuridad de la noche.
—¡Mira! ¡Todavía tienen las luces prendidas! —exclamó.
En medio de la noche oscura podían ver que las misioneras todavía tenían las luces encendidas en su casa, así que se vistieron rápidamente y con mucha dificultad caminaron a través de la nieve hasta la casa.
Cuando las misioneras contestaron al llamado a la puerta, se sorprendieron de ver a los dos muchachos con los rostros muy serios de pie en el umbral.
—¿Pasa algo?—preguntaron.
Los muchachos ahora no se reían ni se burlaban. Con lágrimas en los ojos, les dijeron que querían ser salvos, y al poco rato todos se regocijaban con lágrimas de alegría, porque le entregaron su corazón al Señor.
Estos dos muchachos nunca volvieron a burlarse de los creyentes; ahora, también ellos, les están contando a otros niños y niñas acerca del Señor Jesús.

En Un Pueblito Enterrado En La Nieve

Alaska
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Muy al norte a lo largo de las costas cercadas por el hielo, más al norte del círculo ártico en la tierra de los esquimales, viajó nuestro misionero con su traílla de perros. Un año, en el mes de mayo, él y sus perros salieron para el extremo occidental de Alaska, que está muy cerca de Siberia.
El hielo todavía estaba congelado, y los perros con frecuencia tenían que subir y bajar por tremendas montañas de hielo, montañas causadas por trastornos en el hielo. Tenían que estar siempre muy atentos para ver cualquier fisura nueva en el hielo, porque había mucho peligro de que un trozo de hielo se rompiera desprendiéndose del resto. En ese caso, se irían flotando en una pequeña isla de hielo llamada “témpano,” quizá aun hasta el Océano Ártico.
En Wales tomaron un avión, y pronto volaban muy alto, por encima de las nubes en la brillante luz del sol. Los perros dormitaban tranquilamente o paseaban de aquí para allá. Cuando había un claro en las nubes el misionero podía ver montañas y grandes bosques, y luego, al cruzar el amplio Estrecho de Kotzebue parecía un mundo sin fin de blanco congelado.
El avión aterrizó en Kotzebue, al norte del Círculo Ártico, y los perros, aburridos por su inactividad, saltaron para afuera con entusiasmo. Un muchachito misionero con su propia traílla de perros los esperaba, y juntos emprendieron el viaje de cien millas a otro centro misionero, en Noorvik.
El muchachito misionero guía amaba al Señor Jesús, y amaba a sus perros esquimales. Tenía sólo doce años, y vivía en una aldea donde había más perros esquimales que personas. Había en la aldea unas mil personas, y mil doscientos perros esquimales. El invierno dura nueve meses del año al norte del Círculo Ártico, así que la gente realmente necesita sus perros, y casi todas las familias esquimales tienen su propia traílla.
El viaje a Noorvik fue alegre. El misionero y el muchachito la pasaron muy bien cantando juntos y disfrutando del paisaje impresionantemente hermoso que Dios había creado, y que no había sido estropeado por la mano del hombre.
En el mes de mayo, la aldea esquimal todavía estaba cubierta de nieve. A mediados del invierno, estos pueblos casi desaparecen, porque con frecuencia tremendos ventisqueros cubren cada casa y edificio. Cada choza parece entonces un iglú redondeado, y tienen que escarbar un túnel hacia abajo para encontrar la puerta. Ahora la nieve y el hielo se habían compactado, pero la aldea seguía enterrada en la nieve.
Quitándoles los arreos a sus perros, el misionero les puso en el lomo los paquetes que traía. Los paquetes contenían Nuevo Testamentos, hojas de escuela dominical y tratados, y estaban organizados de manera que cualquiera podía tomar uno del paquete sobre el lomo de los perros. Pronto un montón de niños curiosos empezaron a seguirlos, ayudando a repartir la literatura evangélica. Al poco rato cantaban con el misionero cantos y coritos evangélicos mientras caminaban por toda la aldea enterrada bajo la nieve. Los esquimales mayores hacían una pausa en su trabajo para mirar y sonreír, y recibían bien los tratados y las hojitas.
En otro pueblo, cuando los niños veían que los perros estaban sueltos, gritaban de miedo y se subían al techo más próximo. La mayoría de los perros esquimales son algo salvajes y muchas veces feroces, y llevó tiempo convencer a los chicos que estos perros eran mansos y que no les harían mal. Por fin tuvieron bastante confianza como para bajar, y por último hasta acariciaban a los perros esquimales evangelistas.
Por fin el misionero llegó a la conocida ciudad de Nome que es la capital esquimal del norte. Allí encontró en una cabaña una pequeña familia de niños tristes y abandonados, porque su papá y su mamá habían sido llevados a la cárcel federal. Éste era un hogar de los muchos en Alaska arruinados por la terrible maldición de la bebida. Antes de que este padre de familia empezara a tomar, era el corredor de traíllas de perros más veloz del mundo. Todos los años, durante muchos años, había ganado la gran Carrera de Perros Esquimales del Cabo de Nome.
Pero ahora, él y su esposa se encontraban en la cárcel, y qué hambrientos estaban esto niños del amor del Señor Jesús cuando el misionero los conoció. Creían que nadie se interesaba por ellos, y parecía demasiado bueno como para ser cierto que el Señor Jesús los amara tanto que murió por ellos.
El misionero recibió el permiso de llevar a los cinco más pequeños a un espléndido Hogar de Niños, donde corazones cariñosos los recibieron y cuidaron. Las cuatro hermanitas esquimales aceptaron al Señor como su Salvador, y Jackie, su hermanito de tres años, ya muestra un dulce amor por Aquel que lo ama tanto.
Y ahora, los hijos del famoso corredor de traíllas de perros ya dan los primeros pasos en una carrera mucho más importante: “¡Confiar en Jesús!”

Por La Corriente Del Río Yukón

Alaska
Hace algunos años, el misionero navegó sólo en un bote de doce pies de largo por el caudaloso río Yukón. A lo largo de la ribera del río había pueblos y aldeas a los que sólo se podía llegar en bote. Era temprano en la temporada, y su bote fue el primero en aventurarse por las rocas y los rápidos después del hielo y la nieve del invierno. Ni siquiera el bote con la correspondencia había bajado todavía por el río.
Imagínense esperar todo el invierno hasta que se derritiera el hielo en el río para poder recibir correspondencia, cuando a veces nos resulta difícil esperar hasta el día siguiente para que nos entreguen una carta.
A veces, el misionero se enfrentaba con rápidos tremendos al ir río abajo, y otras veces el viento levantaba tan altas las olas que caían en el bote. En más de una ocasión se quedó aislado en alguna isla o ribera solitaria hasta que pasaba el viento.
Muchas veces logró evitar voltearse cuando la rápida corriente lo arrastraba hacia grandes árboles caídos que se extendían debajo del agua desde la orilla. Otras veces, la orilla tenía barrancas de veinte pies de altura, y no había lugar donde desembarcar. A veces el río había socavado estas orillas, y sin aviso, se desplomaban, causando un pequeño alud de tierra que caía al agua y podía volcar el bote.
Fue justo después de que se rompiera el hielo en mayo, que el misionero empezó su viaje río abajo rodeado de pequeños témpanos en el agua helada. Troncos y maderas que iban flotando también eran un peligro, y más de una vez casi hacían volcar al botecito. Pero quizá el peligro más grande eran los remolinos. Al ir bajando por el río, aparecían pequeños remolinos alrededor de su bote, y una vez vio directamente enfrente, un remolino grande.
Precisamente en ese lugar muchos exploradores y cazadores de pieles habían perdido su vida. Una vez que el bote está en este remolino grande es zarandeado por la corriente, sin que uno pueda hacer nada, y es imposible no volcarse. Entonces, el remolino se lleva a la persona para abajo, hasta el fondo.
Cuando vio este gran remolino enfrente, el misionero, con una oración al Señor en su corazón, forzó rápidamente a su bote hacia la rápida corriente más cerca de la orilla. La corriente tironeaba del bote, como si malvadas manos invisibles quisieran llevarlo al remolino. Pero Dios tenía su mano más fuerte sobre él, y lo guió sano y salvo hasta haber pasado el peligro.
Avanzando velozmente, el misionero tenía que mantenerse concentrado, porque ahora tenía que alejar al instante su bote de las rocas filosas, y cuidarse de no encontrase atrapado entre dos pequeños témpanos. De pronto, de un tirón perdió un remo que se quedó atascado en un obstáculo escondido debajo del agua. Al querer agarrarlo desesperado, el agua parecía moverlo juguetonamente, justo fuera de su alcance. Descorazonado, vio como la fuerte corriente se lo llevaba.
Sin ese remo estaba casi indefenso contra los muchos peligros del río. ¿Cómo iba a poder llegar a salvo con un solo remo, y menos a una aldea que necesitaba el evangelio?
“Querido Señor,” oró, “Tú sabes cuánto necesito ese remo, y el gran peligro en que me encuentro. Ayúdame ahora, en el nombre de Jesús.”
Inmediatamente, el Señor contestó su oración y le trajo a mente lo que tenía que hacer. El remo bajaba por la corriente por el mismo rumbo que bajaba él, y ya casi lo había perdido de vista. Pero en medio del río la corriente era mucho más fuerte. Si podía ir en esa corriente, avanzaría más rápido que el remo y podría tomarle la delantera.
Remando con el remo que le quedaba, se fue a la corriente fuerte del río. La corriente lo llevó a una velocidad peligrosa. Si acaso se topara con un obstáculo, iba demasiado rápido para evitarlo. Pero el Señor estaba con él, y al rato sobrepasó a su remo. Siguió varias millas para darse la ventaja de suficiente tiempo para posicionarse, y luego remó hacia la corriente más tranquila y en el paso del remo.
Cuando se iba acercando el remo, afirmó su bote con el otro remo y, en espíritu de oración, se dispuso a agarrar al que se llevaba la corriente. Logró cogerlo, su corazón tremendamente agradecido. Como lo había hecho tantas veces antes, se maravilló ante la fidelidad del Señor en oír el clamor de un hijo suyo.
Pero la parte más emocionante de su viaje era tocar tierra en los campamentos de pescadores y las aldeas de nativos. En un lugar, todos los niños indios se acercaron corriendo en cuanto lo vieron venir. Qué grande era el entusiasmo, porque este era el primer bote que veían desde el verano anterior.
Sabiendo con cuántas ansias esperaban el bote de correspondencia, el misionero levantó puñados de hojas de escuela dominical y tratados, exclamando:
—¡Correspondencia! Correspondencia del cielo para cada uno de ustedes.
Los mayores, al igual que los niños, aceptaron las hojas con gusto, porque cualquier cosa nueva para leer era muy bienvenida. La maestra dio permiso para usar la escuela para una reunión, donde se acercaron muchos curiosos. No sabían himnos ni cantos evangélicos, excepto “Noche de paz.” Así que con esta tonada, el misionero les enseñó a cantar las palabras de Juan 3:16, y pronto estaban haciendo resonar las paredes de la vieja escuela con éste y otros coritos.
Usando la pizarra, el misionero hizo dibujos sencillos para ilustrar el evangelio, y todos parecían escuchar con corazones hambrientos.
El misionero visitó de esta manera a muchos pueblos a lo largo del río. En un pueblo, los niños lo seguían por las calles y los senderos, pero les tuvo que hablar por medio de un intérprete porque no sabían nada de inglés.
En cierta ocasión, cuando tocó tierra recibió una de las sorpresas más felices de toda su vida. Lo esperaba un grupo grande de niños, porque habían visto venir el bote a lo lejos por el río. Cuando se había acercado lo suficiente como para oír, escuchó cantar. Al acercarse más, el canto le sonaba conocido. Lo era. ¡Estaban cantando un himno evangélico!
En la orilla del río, los niños estaban cantando a todo pulmón, un corito y un himno después de otro. Al tocar tierra el bote del misionero, cantaban:
“Hay una fuente sin igual
De sangre de Emanuel,
En donde lava cada cual
Las manchas que hay en él.”
De pie en su bote, el misionero se sumó al canto, ¡y cómo hicieron resonar ese hermoso himno! Ahora les tocó a los niños recibir una alegre sorpresa cuando descubrieron que su visitante también conocía y amaba al Señor, y se aferraron a él al ir subiendo por la senda.
Después de visitar tantas aldeas tristes donde nadie conocía al Señor, ¡encontrase con este recibimiento fue una agradable sorpresa! Este era el pueblo de Kokrines, y hasta hacía unos años habían sido seguidores de la Iglesia Rusa, y no permitían que ningún misionero los visitara. De hecho, habían amenazado darles muerte si se atrevían a venir.
Pero un misionero en avión había aterrizado allí a pesar de sus amenazas, y había realizado cultos. El Espíritu Santo había obrado maravillosamente en el corazón de la gente, y vieron que este evangelio era lo que necesitaban: necesitaban el Salvador que la Iglesia Rusa nunca les había dado. Todos los niños en la aldea, y muchos mayores, habían recibido al Señor Jesús como su Salvador.
Fue este alegre recibimiento el que esperaba al misionero. Y aumentó grandemente su anhelo de extender el evangelio, para que hubiera muchos puntos brillantes como éste para el Señor, en las aldeas de Alaska, abandonadas y difíciles de alcanzar.

Andrés Y La “Gente Del Río”

América del Sur
/
¡Reinaba un profundo silencio! Andrés se encontraba sentado en un tronco de madera balsa a la orilla del gran Río Amazonas mirando su fuerte corriente. Media docena de gallinas flacas agresivas y de patas largas, rascaba el suelo en el patio sin cerco alrededor de su casa detrás de donde estaba sentado. Dos cerdos muy flacos, de hocicos largos y colas largas hozaban la tierra en busca de alimento.
Su casa se parecía un poquito a las gallinas con sus patas largas, porque estaba construida sobre pilotes y tenía un techo de aspecto plumoso hecho de hojas de palmas. Los escalones para subir a la casa eran sólo muescas en un palo. Pero para Andrés, el niño indio cocomillo, era un hogar.
Con ojos soñadores, sentado en el enorme tronco, extendió su mirada hacia el otro lado del río. Su abuela se había llevado la canoa y cruzado el río para visitar a una amiga. Papá y mamá estaban trabajando en la granja.
Andrés era demasiado chico para tener preocupaciones, pero había una cosa que a veces le daba miedo. Oía a los suyos hablar de la “Gente del Río”.
¡La “Gente del Río”! Andrés siempre las había temido, como las temían todos los indios de su tribu. Nadie sabía mucho acerca de ellas, pero creían que capturaban a las personas para convertirlas en sus esclavos.
Esta mañana, mientras Andrés soñaba, percibió un estruendo y un fuerte movimiento debajo de él. El tronco en que estaba sentado empezó a deslizarse hacia el río. Era un pequeño desprendimiento de tierra, y antes de que Andrés pudiera escapar a la seguridad de la orilla, se encontró llevado velozmente por la corriente.
Aterrado, el pobre chico se aferró al tronco y gritó pidiendo auxilio. Pero la fuerte corriente se lo iba llevando velozmente río abajo. Los peces le mordisqueaban los dedos de los pies y de cuando en cuando una rama le pegaba el pie. ¡Se sentía aterrorizado, pensando que con toda seguridad, la temida “Gente del Río” estaba tratando de capturarlo!
Pasó una hora y luego dos, y Andrés seguía río abajo, aferrado desesperadamente a su tronco. Si lo agarraba la “Gente del Río”, ¿a dónde iría su alma? Le asaltaron muchos pensamientos espantosos mientras era llevado por la fuerte corriente.
En la granja en la selva, el padre de Andrés había escuchado el ruido y los gritos de su hijo. Sabiendo que no contaba con su canoa, corrió por la selva a la próxima granja para conseguir un bote. Pasaron varias horas antes de que finalmente alcanzara a Andrés, asustado pero todavía agarrándose valientemente de su tronco.
Con gran alegría, regresaron juntos río arriba, ¡ y qué bueno era estar por fin a salvo en su casa! Pero Andrés nunca olvidaría su experiencia.
Cierto día le preguntó a su papá:
—¿Dónde hubiera ido mi alma, papá, si me hubiera capturado la “Gente del Río”?
—No lo sé, hijo mío—respondió su papá . Seguramente que te lo puede decir el cura.
—¿Puede usted decirme a dónde se hubiera ido mi alma?—le preguntó al cura, pero el cura no pudo darle una contestación. Durante varios años les preguntó a muchas personas esa misma pregunta, pero nadie podía darle una respuesta.
Cierto día tres años después, unas personas extrañas fueron a vivir a Lagunas, el pueblo vecino. No eran indios, sino que eran extranjeros. Al poco tiempo, Andrés y sus padres vieron que habían venido para enseñarles cosas que leían de un Libro negro. Decían que este Libro era del Dios en el cielo, y parecía contestar muchas preguntas que preocupaban a Andrés. Se preguntaba si podría responder a la pregunta que nadie había podido contestar, la pregunta acerca de dónde hubiera ido su alma si lo hubiera capturado la “Gente del Río”.
Andrés se enteró de que estos extranjeros eran misioneros, y al poco tiempo comenzaron una escuela dominical donde enseñaban cosas del Libro negro, la Biblia, a todos los que asistían. Andrés anhelaba tener una Biblia propia, porque, aunque no se perdía ni una clase ni un culto, quería saber más de lo que decía este Libro maravilloso.
—La Biblia tiene sesenta y seis libros. Es bueno saber los nombres de todos estos libros en su orden correcto. A todos los que aprenden los nombres de estos libros, le daré una Biblia como premio—, anunció un domingo el misionero.
¡Qué noticia maravillosa para Andrés! Los misioneros creyeron que les llevaría mucho tiempo a los chicos aprender estos nombres que para ellos eran nuevos y sonaban extraños.
Pero al domingo siguiente, llegó Andrés diciendo:
—¡He aprendido los nombres de los sesenta y seis libros de la Biblia! Y pudo recitarlos a la perfección.
Como Andrés escuchaba atentamente todos los mensajes que escuchaba, e investigaba él mismo en su Biblia, descubrió que había dos lugares donde su alma podía haber ido si se lo hubiera llevado la “Gente del Río”. Al cielo o al infierno. El Espíritu Santo de Dios le dio una convicción del pecado y así supo que el lugar donde hubiera ido era el infierno.
Durante más de un año, Andrés ansiaba que sus pecados fueran perdonados para asegurarse de ir al cielo. Por fin un día se acercó a los misioneros, y les preguntó directamente:
—Por favor, díganme, ¿cómo puedo llegar al cielo?
Muy contentos le dijeron que el Señor Jesús había venido del cielo para salvarlo, y que había cargado con el terrible castigo del pecado cuando murió en la cruz. Ahora, lo único que tenía que hacer Andrés era creer y recibir al Señor.
“Mas a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”, había dicho Dios en Juan 1:12.
Esa noche, cuando Andrés llegó a su casa, abrió la Biblia que los misioneros le habían regalado. Leyó:
“De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida.”
El papá de Andrés ya estaba dormido en la cama, pero Andrés fue y lo despertó.
—¡Papá, papá! ¿Estás despierto? ¡He encontrado la respuesta a mi pregunta! Sé que mi alma se hubiera ido al infierno si me hubiera ahogado en el río. Pero he aprendido también que el Señor Jesús murió por mis pecados para que yo pueda ir al cielo. Papá, ¿me das permiso para aceptar al Señor Jesús como mi Salvador?
El papá se despertó sobresaltado, y escuchó atentamente a su hijo. Quizá recordara su propio temor terrible el día que creía que su hijo se había ahogado en el caudaloso río.
—¡Sí, hijo mío, puedes!—contestó.
Con el corazón lleno de gozo, Andrés recibió al Señor Jesús como su Salvador aquella noche. Más adelante, su mamá y papá, abuela y hermana también aceptaron al Señor.
Hoy Andrés predica las buenas nuevas de salvación a su propio pueblo que todavía vive temiendo a los espíritus malignos como la “Gente del Río.”

“¿No Muerde?”

México
/
—Oh, papá, ¿muerde?—exclamó Emi, cuando el hombre grande y de tez cobriza y una gran sonrisa y enorme sombrero la levantaba y la bajaba por la rampa.
—No, querida, no muerde—sonrió papá—. Él es una de las personas a quienes hemos venido a contar la historia del Señor Jesús.
El hombre no había entendido estas palabras en inglés, y se sorprendió cuando la asustada niñita en sus brazos de pronto le sonrió y le dio un abrazo y un beso. Porque Emi, en ese mismo momento, había decidido que si estas personas extrañas no le iban a hacer daño, los iba a amar.
Emi y su papá y su mamá acababan de bajar del barco que los había traído a la soleada tierra de México donde no había pan ni mantequilla para una niñita hambrienta, pero sí muchas bananas y tortillas de maíz. Nunca había visto un hombre de tez cobriza, y había muchas cosas que eran nuevas y extrañas. Papá le explicó que habían venido a vivir a este país para contarle a la gente que el Señor Jesús los amaba, y que había muerto por ellos para que fueran limpiados de sus pecados por su sangre preciosa, y luego aprender a amarle y servirle.
Emi tenía apenas seis años, pero no tardó en aprender el idioma y tener muchos amigos, porque era una niñita feliz, y realmente amaba a la gente mexicana que vivía a su alrededor.
Luego sucedió algo muy triste para Emi y su papá. Se enfermó su mamá, y el Señor Jesús se la llevó al cielo para estar con Él. Emi se sentía muy sola sin su mamá, y tan triste que ya no cantaba los cantos alegres acerca de Jesús, y no tenía ganas de jugar, hasta que papá le explicó con ternura que Dios se había llevado a mamá a un maravilloso lugar donde ella era muy feliz, y donde los estaba esperando para vivir con ella allí. Pero hasta que Dios los llamara a irse con Él, mamá quería que su pequeña sirviera al Señor Jesús y contara a otros acerca de Él y de Su amor.
Entonces Emi quería ser una verdadera misionera con su papá, y pronto tuvo su primera oportunidad.
Cierto día su papá llegó a casa sin su caballo y con el agujero de una bala en su sombrero. ¡Qué historia emocionante tenía para contar! Había estado cabalgando tranquilamente, con la intención de visitar a algunas personas para contarles acerca del Señor Jesús, cuando de pronto ... ¡zing! ¡una bala atravesó su sombrero! El asustado caballo se desbocó, su papá se había resbalado de su lomo al polvo del camino, y el caballo había desparecido a todo galope.
Papá corrió apresuradamente a un bosquecillo cercano para esconderse, porque estaba seguro que los que le habían disparado eran bandidos. Tenía razón, espiando desde detrás de un montón de rocas, vio a un hombre con su pistola listo para volver a disparar. Cuando se puso a correr de un árbol a otro escuchó gritos, y se dio cuenta que los bandidos eran varios. Papá oraba mientras corría, y muy pronto, un poquito más adelante, vio una pequeña choza.
Corriendo lo más rápido posible, papá se abalanzó hacia la choza. Había un muchachito sentado junto a la entrada, en el sol. Él también había oído los balazos, y sabía que venían los bandidos. Sin preguntar nada, ayudó al misionero a esconderse debajo de un montón de cascarillas de maíz en el rincón, y luego volvió a sentarse tranquilamente junto a la entrada.
—¡Dinos, muchacho! ¿Corrió para acá un extraño?
—¡Yo no vi a nadie!—respondió el muchacho.
El misionero esperó casi sin respirar debajo de las cascarillas hasta que ya no escuchaba las voces. Cuando ya ni se oía el galope de los caballos, salió cautelosamente de su escondite. El muchachito seguía sentado tranquilo en el calorcito del sol.
—¿Cómo te puedo agradecer tu ayuda, amiguito?—preguntó el misionero.
—¡Eso no fue nada, señor!—sonrió  el  chico—.  Me alegro haber podido ayudarle a escaparse de esos hombres malos.
—Pero siento que les hayas tenido que mentir, diciéndoles que no me habías visto. Por más malo que sea el problema, no debemos mentir, porque eso no agrada a Dios.
—Oh, pero yo no mentí—contestó el muchacho rápidamente—. Porque, ¿sabe? no lo vi. Soy ciego.
Observando más detenidamente los ojos del muchacho que parecían estar mirándolo, el papá de Emi pudo ver que parecían estar cubiertos de una capa blancuzca.
Se hacía tarde, y el papá de Emi quería apurarse para llegar a casa antes de que oscureciera. Agradeció nuevamente al muchacho, y sin quedarse a conversar, apuró sus pasos hacia casa. Pero no podía olvidar al niñito ciego que el Señor había usado para salvarlo de los bandidos, y, cuando había terminado su relato, Emi exclamó:
—Oh, papá! ¡Llévame a ver a ese chico, y déjame llevarle mi cajita musical! ¡Aunque no pueda ver, puede escuchar los cantos, y le podemos contar acerca del Señor Jesús!
Así fue que pocos días después de que regresara el caballo que se había desbocado, papá sacó la montura, y con Emi sentado delante de él sosteniendo su querida cajita musical, se fueron a visitar al muchachito ciego. Lo encontraron sentado al sol en la entrada de la choza, y a su mamá ocupada en la cocina.
Recibieron amablemente a Emi y su papá, aunque la mamá se disculpó por la pobreza de la casa, diciendo que su esposo había fallecido, y ella apenas podía ganarse la vida.
¡Pedro, el muchacho, estaba encantado con la cajita de música! Aunque no podía ver, se las arregló para aprender a hacerla andar, y él y Emi pasaron un rato alegre escuchando juntos la música. Luego, mientras papá le contaba a la mamá acerca del Señor Jesús, Emi le contó a Pedro acerca del amor de Dios por él; Pedro nunca había oído la maravillosa historia y escuchó atentamente cuando Emi recitó Juan 3:16: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna.”
Luego hicieron una pausa para escuchar al papá de Emi preguntar si alguna vez algún doctor había examinado los ojos de Pedro.
—¡Oh, no!—contestó la mamá—. Pedirían demasiado dinero, y nosotros somos muy pobres. De cualquier modo, posiblemente no serviría para nada, ya que el muchacho nació ciego.
Emi recordó la historia en el capítulo 9 de Juan en la Biblia acerca del hombre que había nacido ciego, y dijo:
—¡Jesús puede darle la vista! Había un hombre en la Biblia que también había nacido ciego, y el Señor Jesús le puso lodo en los ojos y le dijo que se lavara en el estanque de Siloé. Lo hizo, ¡y pudo ver enseguida! ¡Papá, oremos por Pedro!
En otra visita, papá habló nuevamente con la mamá de Pedro.
—¡Me gustaría mucho llevar a Pedro a la gran ciudad para ver a un buen doctor! Quizá hay algo que se pueda hacer por él, y por lo menos podemos probar. No les costaría nada a usted, porque me gustaría hacerlo por Pedro para devolverle el favor de salvarme la vida cuando los bandidos me perseguían. ¿Me deja llevarlo a un doctor?
Por fin la madre dijo que sí, y Pedro fue llevado a un hospital en la ciudad. Papá y Emi oraban que Dios no sólo ayudara a Pedro a ver, sino también que los ojos de su corazón fueran abiertos, y que aceptara al Señor Jesús como su Salvador.
El buen doctor operó los ojos de Pedro, y luego, por unas semanas los tuvo vendados. Papá y Emi lo visitaban con frecuencia, y a él le encantaba oír acerca del maravilloso Señor Jesús. ¡Cierto día, con mucha sencillez, aceptó al Señor Jesús como su Salvador al comprender que fue por sus pecados que había muerto en la cruz!
¡Llegó el día cuando le quitaron las vendas! En silencio, las enfermeras y el doctor observaban a Pedro, ¡y papá y Emi estaban tan emocionados y entusiasmados que casi ni podían respirar! De pronto, maravillado, Pedro exclamó:
—¡Oh! ¡Puedo ver!—exclamó—. ¡Jesús me ha dado la vista!
Cuando llevaron a Pedro a su casa, ¡qué contento estaba! ¡Repetía una y otra vez: “Jesús me ha dado la vista”! ¡Era ciego, pero ahora puedo ver! ¡Tengo que amarle porque Él me amó primero!
¡Emi estaba casi tan contenta como Pedro! ¡Le daba mucho gozo pensar que el pequeño Pedro, que la había salvado la vida a su papá, no sólo podía ver, sino que podía decir que Jesús lo había salvado!
El Señor Jesús dijo: “Yo soy la luz del mundo; el que me sigue, no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Juan 8:12).
“Una cosa sé, que habiendo yo sido ciego, ahora veo” (Juan 9:25).

Dewin, El Pescadorcito Cojo

África
/
—¡Hermano, es hora de tocar los tambores!—exclamó Dewin.
A lo lejos, al otro lado del Lago Bangweulu, se asomaba el sol, y enseguida se escuchaba el llamado de los tambores. Los ritmos peculiares, penetrantes e inquietantes de los tambores del África Central jamás pueden olvidarse, especialmente si se escuchan en la quietud de la mañana.
En unos momentos se había congregado mucha gente frente a la puerta de Dewin; su hermano lo levantó, colocándolo en su lugar delante de la gente. Cuando ya todos se habían congregado, Dewin comenzó un himno de alabanza a Dios, y todos cantaron con gozo y entusiasmo. Luego, abriendo su Biblia, Dewin leyó una porción, explicándola con sencillez, contándoles a todos los que lo escuchaban cuánto el Señor Jesús significaba para él, ¡y las cosas maravillosas que podía hacer por ellos!
Después de unos minutos, terminó la reunión, y la gente volvió a su casa y a su pesca.
La casa de Dewin estaba en una isla, que era poco más que una ribera de barro, en la parte pantanosa del Lago Bangweulu. La islita estaba densamente poblada, como todas las demás islas en el lago, y más de la mitad parecían puros pantanos. Todos pescaban, sí, ¡aun Dewin!—el muchachito cojo—¡pero él pescaba hombres y mujeres, niños y niñas!
La gente que vive en los pantanos se llama BaUnga o BaTwa. Son gente muy primitiva. Algunos de los más ancianos todavía usan pieles de antílopes acuáticos que han sido curtidos y trabajados hasta ablandarse, y luego las decoran con diseños típicos del África. Usan el lado peludo hacia adentro para mantener caliente sus cuerpos, porque la temperatura en los pantanos, aun en el trópico, puede ser realmente fría, debido a la humedad extrema. Los pisos de barro de sus chozas están siempre húmedos y blandos, y cuando el hombre extranjero camina en la choza, deja las marcas de los zapatos en el piso. Pero los pies descalzos de los africanos pronto lo vuelve a emparejar.
Las chozas están construidas con mucha sencillez usando juncos que crecen por todas partes en los pantanos. Los enroscan y trenzan como un enorme canasto, y después cubren las paredes con barro que sacan de algún pozo que tiene barro pegajoso. No todo barro sirve, porque si llega a contener arena, se deshace y cae cuando se seca. Los techos están hechos de pasto que pronto se pone negro y oscuro por el humo que se filtra por ellos.
Afuera de la choza, sobre una pequeña terraza, se encuentran las herramientas y armas africanas. Son las redes, los arpones con tres dientes para pescar—los dientes con puntas de presas para que una vez que un pez es atravesado, no pueda volver a soltarse—los canastos planos que las mujeres usan para su propio tipo de pesca, las trampas para los peces más grandes, y quizá una especie de arpón áspero que usan para lanzar a los hipopótamos.
Las chozas están muy cerca las unas de las otras—tan cerca que los aleros se superponen.
¡Y qué olor a pescado hay! Hay pescados secándose al sol en los techos y en parrillas hechas de juncos que colocan en cualquier espacio libre. Hay pescado humeando en el fuego lento dentro de las chozas en parrillas que no sólo cubren el fuego sino que ocupan casi por completo la choza. De noche, los nativos duermen debajo del borde de esta parrilla, ¡y a nadie parece importarle cuando la grasa de pescado gotea y chisporrotea encima de ellos! Tiran las cabezas y los restos de pescado detrás de las chozas, ¡ y la aldea entera se penetra con el olor a pescado!
¡Todos pescan! Los hombres y muchachos africanos a veces usan sus redes, y a veces usan sus arpones. El africano se pone de pie al acecho en la proa de su canoa, arpón en mano. En un abrir y cerrar de ojos, súbitamente, rápido como un relámpago, el arpón es lanzado en el agua, y luego, ¡fuera del agua viene con un pescado luminoso que se retuerce!
Las mujeres van a las partes pantanosas cerca de la aldea con sus canastos planos, hechos de una malla con tejidos muy apretados. Por lo general, van en grupos de veinte o más. Colocan sus canastos en una fila y luego, metiéndose en el barro y agua hasta la cintura, pisotean y gritan, revolviendo el barro y el agua hacia los costados abiertos de los canastos. Luego los levantan rápidamente para ver lo que pescaron. De esta manera pescan, peces pequeños mayormente, y se pasan horas recorriendo el pantano hasta tener lo suficiente para la comida de la noche.
¡A veces les pican las víboras cuando pisotean el pasto, y también hay sanguijuelas e insectos que pican! ¡Pero siguen adelante, todo el tiempo riendo, gritando y cantando! Cuando terminan, áreas enteras han sido pisoteadas, quedando lodosas y desagradables a la vista, logrando espantar a la mayoría de los pececitos recién nacidos.
Todos pescan—pareciera que todos—¡menos Dewin! Dewin nunca ha podido correr y pescar como otros muchachos. Cuando uno lo ve sentado a la entrada de su choza, nota que su rostro es normal, excepcionalmente lleno de vida y felicidad. ¡Pero su cuerpo es pequeño y terriblemente deformado! Está tan deformado que no puede moverse de un lugar a otro sin ayuda.
Si uno se fija en el rostro de Dewin, ¡al minuto quiere volver a mirarlo! Sus ojos brillantes, su sonrisa placentera y su mirada inteligente son impresionantes. Porque a pesar de que está tan deformado e indefenso, y no puede de ninguna manera vivir una vida normal, Dewin no se queja. En cambio, ¡encuentra que la vida es muy alegre!
Esto es muy inusual, porque entre los nativos, un infortunio de este tipo se considera haber sido causado por otra persona, o personas, por medio de hechicerías o algún otro medio. ¡La persona afectada se la pasa angustiada por su desgracia, y pensando en cómo poderse vengarse!
Pero Dewin es diferente, ya no se preocupa por preguntar por qué, sencillamente acepta su condición, consciente de que Dios tiene un propósito para bien. Busca disfrutar la vida y usar los poderes que tiene, ¡porque Dewin también tiene mucho que pescar!
¡Dewin ha encontrado al Señor Jesús, lo ha aceptado como su Salvador, y vive una vida tan rica en comunión con él que tiene mucho para compartir con otros! No hay muchos en la aldea que saben leer, así que responden contentos al llamado del tambor en las mañanas para reunirse a la puerta de Edwin a fin de escuchar la Palabra de Dios.
Durante el día, mientras los demás están trabajando o pescando, Dewin sólo puede seguir sentado a la entrada de su chocita. Pero tiene con él su Nuevo Testamento y otros libritos que le han regalado. Allí sentado, lee y medita, y conversa con los que pasan por su casa o lo vienen a visitar. ¡Y así es que Dewin pesca almas humanas, y puede dar consejos celestiales a los que lo necesitan!
Edwin podía haber sido amarrado y colocado en el camino de un ejército de hormigas coloradas, que en instantes lo hubieran cubierto por millones, lo hubieran comido gradualmente hasta solo dejar el esqueleto, porque por lo general los africanos no quieren tener nada que ver con los integrantes ancianos o indefensos de sus comunidades, y muchos han muerto de esta manera. ¡Pero el evangelio ha tenido un impacto sobre Dewin! Normalmente, hubiera sido despreciado y desechado. Pero el evangelio tanto ha cambiado el interior de Dewin, ¡que el exterior no importa!
¡Dewin es una persona querida y respetada en la aldea; aunque es un chico cojo, la influencia del evangelio en la aldea ha sido tan grande que están dispuestos a cuidarlo, a darle de comer y vestirlo, para que pueda ayudarlos a comprender los caminos de Dios.
¡Realmente Dewin también está ocupado en pescar!
¡Realmente el evangelio es el poder de Dios para salvación!

El Papel Para Empapelar Que Hablaba

Japón
/
La abuela San y la pequeña Koto San estaban sentadas tomando su té una fría mañana de otoño. ¡Tenían en su regazo pequeños hornillos llenos de brazas de carbón, pequeñas mantas acolchadas cubrían sus hombros, y estaban sentadas sobre sus pies para mantenerse calentitas!
—¡Ay, cómo me gustaría tener suficiente dinero para comprar papel nuevo para empapelar!—dijo la abuela pensativamente entre sorbos de té.
—¡Oh, sí, abuela, compremos papel para empapelar!—exclamó entusiasmada Koto San—. ¡Quizá no cueste demasiado, y sería lindo tener un precioso papel nuevo! ¡Por favor, haz lo posible por conseguirlo!
—¡Ay, sí! Es duro ser tan pobre. De veras necesitamos el papel porque ayudaría a que el cuarto estuviera más caliente en el invierno. ¡Pero me temo que no se puede comprar nada con el poquito dinero que tengo!
A la mañana siguiente la abuela contempló orgullosamente a Koto San que se iba corriendo y brincando alegremente a la escuela de la misión. Koto San era una niñita inteligente, y ya podía leer mejor que muchos de los niños de su edad. La abuela se preguntaba si estaría haciendo lo correcto al dejarla ir a esa escuela, porque los sacerdotes le habían enseñado a odiar a los “diablos extranjeros”, como llamaban a los misioneros. Pero Koto San debía recibir una educación, y esta era la manera más económica que conocía la abuela. Para calmar su conciencia, la abuela le había prohibido a Koto San traer a casa la Biblia, el “terrible libro del diablo extranjero.”
Koto San había aprendido a amar al Señor Jesús al escuchar lo que los misioneros contaban acerca de Él, y muchas veces le hubiera gustado contarle a su abuela cómo el maravilloso Señor Jesús la amaba a ella también, y había muerto por sus pecados. Pero tenía miedo de que la abuela ya no la dejara ir a la escuela de la misión, así que guardaba el secreto en su corazón, y oraba por su abuela.
Después de que Koto San se había ido, la abuela se puso su kimono de vivos colores con sus amplias mangas y cinto ancho. Tomando su poquito dinero salió rápidamente hacia el mercado.
¡Qué lugar tan lleno de movimiento y gente era! ¡Y, oh, cuántas cosas hermosas había para comprar—si uno tenía el dinero! En los negocios donde vendían papel para empapelar, a la abuela le encantaron los hermosos papeles que vio, pero una y otra vez meneó la cabeza. Tal como lo había temido, ¡no tenía suficiente dinero!
Emprendiendo con tristeza el regreso a casa, la abuela caminaba más despacio. Cuando pasó por una casita bien cuidada, notó qué lindo patio con pastito tenía. Es cierto, era apenas una tira de pasto, pero la mayoría de las casas cerca del mercado no tenían ni siquiera un poquito.
¿Qué era eso en el pasto? ¿Podía ser una caja? ¿La habría tirado alguien?
La abuela miró para un lado y para el otro en la angosta calle. No vio a nadie. Cruzando el patio apresuradamente, se detuvo y levantó la caja. La abrió cautelosamente y echó una mirada en su interior.
¡Oh! ¡Oh! ¡Qué maravilla! La caja estaba llena de papel, ¡papel lleno de escritura que nada significaba para la abuela que no sabía leer! ¡Las hojas de papel no eran grandes, pero había tantas que quizá alcanzarían para cubrir las paredes de su cuarto!
Una vez más, la abuela miró para un lado y para el otro en la calle, y luego a la casita. Le pareció que no había nadie. De cualquier manera, parecía que habían descartado la cajita, razonó la abuela. Aunque, ¿por qué tiraría alguien una caja entera de un papel tan lindo?
Sin esperar más, se metió la caja en la amplia manga, y sosteniéndola cerca de su cuerpo, apresuró sus pasos para llegar a casa.
Mezclar el pegamento le llevó apenas un momento, y cuando la pequeña Koto San regresó a casa de la escuela, la abuela ya había empapelado un buen sector de una pared.
—¡Oh, abuela, qué lindo!—exclamó con alegría—. ¡Pudiste conseguir papel, y qué lindo es! ¡Nunca he visto un papel para empapelar parecido a este!
Koto San se acercó más a la pared, y de pronto ¡se quedó muda de asombro! Por un instante pareció asustada al mirar rápidamente a la abuela, y luego nuevamente al papel. La abuela seguía tranquilamente con su trabajo. ¡Los ojos de Koto San empezaron a brillar! De hecho, tuvo que taparse la boca con una mano para que no se le escapara el secreto—¡porque Koto San sabía algo acerca de ese papel que su abuela no sabía!
¡La abuela estaba pegando la Biblia –el “libro del diablo extranjero”—en sus paredes! Porque la abuela no sabía leer, no sabía que la caja de papel que había encontrado era una Biblia. Koto San, con ganas de saltar de alegría, casi no podía contenerse. Ahora no tenía por qué estar triste debido a que no podía traer a casa su preciosa Biblia, porque allí estaba, por todas las paredes, ¡sencillamente esperando que ella la leyera!
—Por favor, honorable abuela—dijo con cortesía y entusiasmo—, ¿me dejas ayudarte a empapelar las paredes? Lo haré con mucho cuidado y esmero. Quizá podría pegar el papel en la parte más baja donde te lastimaría la espalda hacerlo.
La abuela le dio permiso con la condición que no volcara el pegamento y no arruinara ni una hoja del lindo papel. Entonces Koto San buscó sus historias y pasajes bíblicos favoritos. ¡Estaba tan entusiasmada de pegar las partes que más le encantaban que el trabajo se aceleró mucho!
Les llevó varios días terminar de empapelar el cuarto, pero cuando lo hicieron, la abuela y Koto San contemplaron su trabajo con orgullo. ¡Qué bien se veía!
“¡Y pensar que no me costó nada!” se decía la abuela para sus adentros.
“¡Y pensar que puedo leer la Biblia cuando quiera!” se decía Koto San para sus adentros.
Después de eso, cuando se sentaban para tomar juntas el té, Koto San se sentaba cerca de la pared para poder leer. Muchas veces hubiera querido contarle a la abuela su secreto, ¡pero qué si la abuela quitaba el papel de la pared si lo sabía!
Un día Koto San pensó: “Le diré sólo un poquito, a ver si se enoja”.
—Abuela, a veces cuando estoy sentada aquí tomando el té, ¡el papel en la pared me habla!
—¿Y qué te dice cuando te habla?—preguntó la abuela sin creerle.
—Bueno—comenzó Koto San lentamente—, ¡aquí dice cómo el Dios grande del cielo hizo el sol, la luna, las estrellas y todo el mundo maravilloso en que vivimos!
Y le leyó a la abuela los primeros capítulos de Génesis.
—¡Qué maravilloso!—exclamó la abuela que casi no lo podía creer, acercando su oído a la pared—. ¿Realmente dice eso? ¡Qué extraño que no lo oigo hablar! ¿Dice algo más?
—¡Oh, sí! Me dice cómo Dios hizo a las primeras personas y las puso en este mundo maravilloso, y cómo las bendijo. ¡Pero un día desobedecieron a Dios e hicieron algo muy malo!
Koto San le leyó a la abuela el triste relato de cómo había aparecido el pecado en el mundo cuando Adán y Eva escucharon a Satanás y desobedecieron a Dios al comer del árbol que les había prohibido.
—¡Ay! ¡Ay! ¡Qué triste! ¿Dice el papel que Dios los castigó?
—Dios dijo que tenían que morir. ¡Si no hubieran desobedecido, hubieran vivido para siempre!
—¿Dice más el papel para empapelar? ¡Algo acerca de esa historia me llega al corazón, porque también mi corazón a veces es malo! ¿Tendrá Dios que castigarme a mí también?—susurraba la abuela—. Tenemos que volver a escuchar otra vez mañana para ver si nos dice más.
Después de eso, la abuela esperaba con impaciencia que Koto San volviera de la escuela para que le contara qué más le decía el papel en la pared, y Koto San muy contenta leía, y seguía leyendo. Así fue que, con el tiempo, aquella abuela aprendió las buenas nuevas de que Dios había enviado a Su Hijo al mundo para morir por todos los que habían pecado contra Él. ¡Temblaba de gozo cuando se enteró de que Dios la amaba, y que podía aceptar a Su Hijo como Su Salvador! ¿Podían ser verdad esas palabras maravillosas?
Cierto día, cuando Koto San ya se había ido a la escuela, volvió a ponerse el lindo kimono, y salió apresuradamente por la calle. ¡Eran tan grandes sus ansias por saber si esta maravillosa historia de amor era verdad que había decidido averiguarlo ya! ¿Y quién le podía decir mejor que el sacerdote, que sabía todas las cosas acerca de los dioses?
Al llegar al templo, llamó tímidamente a la puerta, luego hizo una reverencia cuando apareció el sacerdote, ¡llamándolo el ser más maravilloso y digno de honor, y llamándose a ella misma un trozo inútil de barro! Luego, ¡con palabras que le salían rápidamente una tras otra, le empezó a contar del maravilloso papel de empapelar que hablaba!
Cuando el sacerdote escuchó la historia del Señor Jesús se irguió, y con una mirada fría interrumpió súbitamente su relato diciendo:
—¡Lo que tienes en tus paredes es el “libro del diablo extranjero”!—y le dio un portazo en la cara.
La abuela se quedó parada temblando. ¿Sería eso realmente lo que tenía en sus paredes, ese terrible Libro? Pero, por alguna razón, ¡no se podía sentir enojada! Pues ... pues ... si esa era la Biblia, ¡era un Libro bueno! Cada palabra que había oído era santa y buena, y hacía que su corazón aborreciera el pecado y anhelara ser limpio. ¡Oh, qué maravilla si fuera verdad! Emprendió su regreso a casa con la cabeza agachada, y las lágrimas cayendo lentamente a la calle polvorienta.
Luego le vino un pensamiento. Quizá la gente que vivía en la casa donde había encontrado el Libro podrían decirle si la historia era cierta. ¿Se enojarían también, pensando que había robado el Libro? Pero la abuela estaba tan ansiosa por recibir respuestas a sus preguntas que se acercó valientemente a la casita.
Cuando una mujer extranjera, abrió la puerta, la abuela por poco se queda muda. Por un momento se olvidó de su cortesía y lo único que podía hacer era quedarse mirándole los ojos verdes y el cabello color de paja. Pero la señora sonreía y la invitó a pasar, y antes de pensarlo, estaba sentada en un sillón y contando nuevamente su historia. La misionera escuchó en silencio hasta que la abuela había terminado, y después se fue a una mesa y regresó con su Biblia en la mano para sentarse junto a la abuela. Cuando abrió el Libro, la abuela se emocionó más.
—¡Allí está! Es igual que mi papel de empapelar! Oh, dígame, por favor, dígame, ¿es cierto? ¿Es cierto que Dios realmente me ama?
Llena de gozo, la misionera exclamó:
—¡Sí, la ama! ¡Sí, la ama! Escuche: ¡“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito, para que todo aquel que en Él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”! Y dice: “¡Al que a Mí viene, no le echo fuera!”
Antes de que la misionera pudiera decir mucho más, la abuela se puso de rodillas, expresando entre lágrimas, su agradecimiento a Dios por amar a una pobre anciana japonesa lo suficiente como para enviar al Señor Jesús para morir por sus pecados.
Luego, poniéndose rápidamente de pie, dijo:
—Lo siento, pero debo retirarme ahora. ¡Gracias, oh, gracias por lo que me contó!
Y se fue gozosa por su camino.
Cuando Koto San llegó a casa, la abuela la recibió a la puerta.
—¡Oh, Koto San! ¿Qué crees que supe hoy! ¡Nuestro papel de empapelar es realmente la Biblia!
Por un momento, Koto San sintió temor, pero luego vio el gozo en el rostro de su abuela.
—Y lo mejor de todo, Koto San—, siguió diciendo—, ¡Me enteré que es cierto! ¡Todo es cierto! ¡Oh, esta es una noticia demasiado buena para no contarla! ¡Nadie más en todo el Japón tiene papel de empapelar que habla! Escucha, pequeña Koto San, vé arriba y abajo por la calle, y llama a la puerta de todos nuestros vecinos, e invita a las señoras a venir a casa a tomar el té, y a escuchar hablar al papel de empapelar.
Koto San obedeció con gusto, y al ratito un círculo de mujeres japonesas curiosas, estaban sentadas en su cuartito, tomando el fragante té y escuchando maravilladas al papel de empapelar que hablaba mientras Koto San lo leía.
—¡Ciertamente, es maravilloso!—dijeron—. Es maravilloso que tengas un papel de empapelar que habla, pero es aún más maravilloso que nos cuenta cosas tan buenas de un Dios que nos ama.
—Con gusto, volveremos—dijeron al partir. Y así fue que hubo muchas pequeñas reuniones en la casita de la abuela con las mujeres que venían a escuchar las cosas maravillosas que el papel de empapelar tenía para contar.

La Serpiente Que No Podía Picar

África
/
“Torre fuerte es el nombre de Jehová; A Él correrá el justo, y será levantado” (Proverbios 18:10).
Una vez un misionero tuvo una experiencia muy impresionante con una gran serpiente venenosa, y el Señor dio prueba de ¡cuán maravillosamente podía cumplir esta promesa! Escuchemos lo que él cuenta:
“Un día andaba en mi bicicleta en África Central. En esta parte de África no hay caminos, sino únicamente sendas estrechas y serpenteantes con pasto alto y arbustos a cada lado. Cuando cae un árbol, los africanos lo rodean. Después de muchos años, y de muchos árboles caídos, ¡pueden imaginarse qué llenos de curvas están estos senderos! Porque estos caminitos son tan torcidos, no es posible avanzar rápidamente en la bicicleta. Además, uno nunca sabe cuándo se va a encontrar un árbol caído en el camino, y si no puede detenerse a tiempo, puede romper la bicicleta o hacerse daño.
“Un día andaba en bicicleta lentamente, buscando aldeas donde la gente nunca ha escuchado acerca de Cristo para contarles cómo el Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, murió para salvarlos de sus pecados. Llegué a un sendero que tenía como un metro de ancho, que era derecho, y pensé: ‘Ahora puedo ir con más velocidad. ¡Qué lindo es este sendero!’
“Yendo muy rápido, ¡vi de pronto delante de mí una serpiente enorme! ¡Estaba estirada de un lado del sendero al otro! Yo iba demasiado rápido para detenerme, así que sólo me quedaba una alternativa: ¡pasar por encima de ella!
“‘¡Bump, bump!’ hicieron las dos ruedas al pisarla.
“Me puse tan nervioso que me caí de la bicicleta a unos veinte o treinta pies más adelante de la serpiente. ¡La furiosa serpiente se lanzó hacia mí!
“Cerca de donde había caído había una rama seca. Agarré la rama y ataqué a la serpiente, ¡pero fallé! ¡Me preguntaba por qué el Señor me había dejado fallar, cuando me encontraba en tanto peligro!
“La serpiente agarró inmediatamente la rama, ¡podía oír cómo la mascaba! Ahora estaba a más o menos un metro de donde me encontraba yo. Dejó de mascar, y levantó en el aire la cabeza a una altura de un metro y comenzó a mecerse de un lado a otro, preparándose para atacarme. Esperaba que en cualquier instante me encontraría en la terrible agonía de la muerte. Los segundos parecieron horas mientras esperaba, ¡indefenso de rodillas ante ella!
“Había una sola cosa que podía hacer y eso era ¡clamar al Señor que me ayudara!
“La serpiente se había enroscado, meneando la cabeza para atacar, pero sin hacerlo. De pronto, noté que pasaba algo raro con la boca de la serpiente que estaba completamente abierta. Luego, para mi gran sorpresa, vi que tenía un trozo de la rama clavado en la mandíbula, ¡por lo que no podía cerrar la boca!
“Yo había tratado de pegarle a la serpiente con la rama, pero el Señor me había dejado fallar ¡porque tenía un plan mucho mejor! ¡Si yo le hubiera pegado, quizá la hubiera enfurecido aún más! ¡Pero Dios usó mi mala puntería a fin de dejar que esa serpiente mordiera la rama, y había permitido que un trozo de madera se atascara en sus mandíbulas para que no pudiera picarme!
“Cuando vi esto, me puse rápidamente de pie y encontré otra rama más fuerte. ¡Con unos pocos golpes buenos pude matar pronto a la serpiente!
“¡Qué maravilloso fue cómo el Señor escuchó mi oración y me protegió de la muerte aquel día! Ciertamente, ‘Torre fuerte es el nombre de Jehová; A Él correrá el justo, y será levantado’.
“Aquel día, no corrí hacia Él. Supongo que caí sobre Él, ¡pero igual estuve seguro! ¡Dios siempre cumple sus promesas y podemos confiar en Él!”

Cuando Kempi Huyó

India
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Espiando vacilante escondida detrás de su hermano, Kempi sonrió tímidamente a la misionera. Vio a una señora de cabello color café, ojos azules, y con una sonrisa muy simpática. Mirando a Kempi, la misionera vio a una niña brahmana, de grandes ojos oscuros, tez clara y cabello que se veía negro y brillante debido al aceite de coco. Y cuando sonrió, la misionera vio dientes hermosamente blancos por tanto cepillárselos con carbón.
—Qué bueno que viniste a nuestra escuela dominical—sonrió la misionera—. Esperamos que te guste tanto que volverás con tu hermano todos los domingos.
Los chicos encontraron asientos con los otros niños, y al ratito, empezaron a cantar. Desde el principio hasta el fin, la hora de escuela dominical le pareció maravillosa a Kempi. Lamentó cuando esta terminó, y le pareció mucho tiempo tener que esperar hasta el próximo domingo para volver. Después de eso, Kempi rara vez faltaba los domingos, y no tardó en encariñarse mucho con los misioneros. Cuando aprendió acerca del amor del Señor Jesús por ella, lo aceptó contenta como su Salvador, y los ojazos se le llenaban de lágrimas cuando pensaba en cuánto había sufrido en la cruz por los pecados de ella.
Luego, un domingo no vino a la escuela dominical. Llegó el domingo siguiente, y tampoco vino. Pasaron los domingos, y los misioneros extrañaban el dulce rostro de Kempi, por lo que una de las misioneras decidió ir a visitarla a su aldea para averiguar qué pasaba.
Después de preguntar, encontró la casa de Kempi. El piso y las paredes eran de barro, y no tenía ventanas, sino sólo la puerta. Y allí, acostada en el suelo sucio, estaba Kempi, muy enferma de malaria. Su cabello negro, y antes brilloso, estaba todo enredado y aplastado, y parecía muy sucia y triste.
La misionera se enteró que Kempi estaba viviendo allí con una tía, porque su mamá había fallecido. Nadie parecía tener el tiempo o el deseo de cuidar a la niñita enferma, por lo que la misionera preguntó:
—Kempi, ¿te gustaría que te llevara a nuestro lindo y limpio hospital en el centro misionero, donde te podemos cuidar y ayudarte a mejorar?
—Oh, sí—, susurró Kempi.
Entonces la misionera salió apresuradamente, y encontró a un hombre con una vieja carreta tirada por un buey que pudo alquilar para llevar a Kempi al hospital. Acostaron a Kempi con cuidado en su estera de paja en la carreta, y después de empujarlo, aguijonearlo y de enrollarle la cola, el buey comenzó el viaje al hospital. Sólo distaba una milla, pero la vieja y endeble carreta se sacudía y crujía al dar tumbos en el camino. El lento viaje debe haber sido penoso para la pequeña Kempi que ya estaba tan enferma y dolorida con fiebre, pero fue valiente. No abrió la boca ni lloró.
En el hospital, manos cariñosas bañaron a Kempi y la pusieron en una cama limpia. ¡Qué alivio era para su cuerpecito afiebrado! Luego le dieron medicamentos, y buena leche, y al ratito dormía tranquila. Los parientes que habían seguido a la carreta hasta el hospital observaron con cuidado todo lo que los misioneros hacían por Kempi. Eran personas de la casta alta, y en India, una persona de la casta alta podía comer únicamente comida que ellos mismos preparaban—ni siquiera les era permitido beber agua que un extranjero le daba.
Por eso, a los parientes les permitieron preparar comida para Kempi en una cocinita detrás del hospital, siguiendo algunas sugerencias del médico misionero. Todos los días, la misionera le leía la Palabra de Dios a Kempi.
—Léame más acerca del Buen Pastor—dijo en una ocasión—. Sus palabras son como palabras de oro a mis oídos.
Cada día mejoraba un poco, ¡y qué contentos estaban todos cuando por fin pudo levantarse un ratito! Pero los parientes dijeron:
—Ya podemos llevar a Kempi a casa.
Cuánto lamentaban los misioneros su partida, porque anhelaban que se quedara con ellos para poder enseñarle más acerca del Salvador y Su Palabra. En su propio hogar estaría rodeada de mucha pecaminosidad y maldad, y los suyos tratarían de hacerla adorar a sus dioses paganos. Pero los misioneros no podían retenerla, por lo que se volvió a su casa.
Cuando tenía unos trece años, su tía le dijo un día:
—Kempi, ya tienes edad para casarte. Te hemos elegido un esposo, y te irás a vivir a la casa de él.
—¡Oh, no!—exclamó Kempi alarmada—. ¡No me quiero casar todavía! ¡Oh, ¿por qué tengo que hacerlo?
—No digas tonterías, Kempi—respondió su tía con enojo—. Muchas chicas, mucho menores que tú, se han casado y viven en la casa de sus esposos sirviendo a su suegra. ¿Hasta cuándo crees que te tengo que seguir manteniendo y dando de comer?
Kempi no pudo responder. ¡Sabía muy bien que eso era cierto! Muchas niñas mucho menores que ella no eran más que esclavas de sus suegras, y nunca tenían la libertad de correr y jugar.
—Es un buen hombre—continuó su tía—, tiene unos treinta años, y estoy segura que te tratará bien si te portas bien.
Por lo menos no era un hombre muy mayor, como lo eran los esposos de algunas niñas, pensó con tristeza. Luego susurró:
—¿Es cristiano?
—¡Por supuesto que no!—contestó su tía—. Es de nuestra propia casta, ¡un excelente brahmán!
—Pero no puedo casarme con alguien que no sea cristiano. La Palabra de Dios dice que eso es malo.
—¡Qué ocurrencia! Te casarás con el hombre que hemos escogido. Te olvidas que no te corresponde a ti elegir.
Según la costumbre, las niñas en India por lo general viven en la casa de sus esposos, sirviendo a la mamá de él hasta tener edad para casarse. Así que un día Kempi fue llevada a la casa del hombre con quien se casaría aunque seguía insistiendo que no se podía casar con él. Descubrió que el hombre era huraño y malhumorado, y él y su mamá fueron muy cruel con Kempi, creyendo que podían forzarla a obedecerles y a casarse con él. La golpeaban y tiraban del caballo con frecuencia, y la obligaban a trabajar duro desde la mañana hasta la noche.
Una mañana se levantó temprano como siempre, y la enviaron con un cesto a buscar leña para el fuego. Apurando sus pasos con su cesto, pensaba que ojalá pudiera seguir caminando, y caminando, y no volver a regresar a esa casa.
Bueno, ¿por qué no hacerlo? Se encontraba junto a las vías del tren que sabía llevaban a la aldea donde estaba el centro misionero. Se iría con los misioneros. Cubriéndose el rostro con el cesto para que nadie la reconociera, comenzó a correr por las vías a la distante aldea. Quedaba a muchas millas, pero finalmente llegó y se encontró con la misionera que había sido tan buena con ella cuando había estado enferma.
—¡Querida Kempi! ¿De dónde vienes?—exclamó la misionera cuando vio a la cansada niña.
—Me escapé—contestó Kempi sencillamente —. Dicen que me tengo que casar con un hombre que no es cristiano, y no puedo hacerlo. Así que vine a usted.
La misionera le hizo algunas preguntas, y se enteró de todo lo sucedido. Dependiendo de Dios para que la guiara, sentía que tenía que tratar de salvarla.
—No estarás a salvo si te quedas aquí ahora, porque pueden venir a buscarte. De hecho, podrían venir en cualquier momento si alguien te vio venir, y se los ha contado. Te esconderé, y esta noche te llevaré a un lugar más seguro.
Entonces Kempi se escondió debajo de la cama de la misionera hasta que oscureció. Luego la misionera la vistió con ropa que la hacía parecer mahometana en lugar de brahmana. A medianoche comenzaron su viaje, en un jutka, que es un coche pequeño tirado por un pony. Brillaba la luna, y con su resplandor podían ver los campos de arroz y los bosquecillos de palmeras de cocos y árboles banianos como si fuera de día. La misionera no podía menos que desear que estuviera un poquito más oscuro, y oraba continuamente que los hombres malos de la aldea de Kempi no las descubrieran.
Llegando a otra aldea, tomaron un tren. Aquí Kempi se escondió debajo de un asiento largo, porque todavía no se sentía a salvo. En otra parada, tomaron un autobús, y finalmente después de mucho andar llegaron a una escuela para niñas en Bangalore. Allí recibieron a Kempi con alegría, y al ratito ya la habían arropado bien en la cama y se había quedado profundamente dormida.
Después de tres meses parecía que no habría peligro en llevarla al centro misionero, y qué feliz estaba Kempi de estar nuevamente con sus amigos queridos. Hacía todo lo posible por ser útil, y era un verdadero testigo del Señor.
Un día fue bautizada, y le dio mucho gozo hacer saber a todos de esta manera que pertenecía al Señor y que quería vivir para Él. Sus amigos cristianos decidieron cambiarle el nombre, porque Kempi era el nombre de una diosa pagana. Le eligieron Jaja, que significa “victoria” en el idioma kanarese.
También la esperaban más días felices. Después de varios años, ella y un maestro cristiano se enamoraron y casaron. Ahora tienen su propia familia pequeña que quieren educar en los caminos del Señor.

Provocaba a Una Araña

África
/
En el África Central hay unas arañas muy grandes y peludas. Algunas son grandes como un platillo, y tienen dos colmillos, que parecen cuernos, para inyectar su veneno. ¡Muchos de los africanos dicen que su picadura es tan mala como la de una serpiente!
¿Les gustaría oír a un misionero contar una experiencia que tuvo con una de esas arañas?
“Cierto día, cuando fui a la cocina, ¡vi a una de estas arañas enormes! Entonces fui rápidamente a buscar mi lanza.
“A unos cinco pies de la araña empecé a jugar con ella. La toqué levemente con la punta de la lanza. Después de hacerlo varias veces, noté que la araña empezaba a pararse más alta. Tomé la lanza, volví a tocarla, y luego asenté la lanza a unas seis pulgadas de mi pierna.
“¡De pronto, la araña se paró sobre las dos patas traseras, y saltó en mi dirección! ¡Saltó cinco pies en el aire, y cayó en la lanza! ¡Aferrándose a ella, trató una y otra vez de inyectarle su veneno, hasta que pude ver el veneno chorreando hacia abajo al mango de la lanza!
“Cuando vi que tenía la pierna a sólo seis pulgadas de la lanza, ¡qué contento estaba de que el Señor le dio a esta araña buena puntería! ¡Estaba contento también, de que la araña sabía que era la lanza la que había provocado, y no mi pierna! Y luego, la pisotee y maté.
“¡Qué necio fui en jugar con algo tan peligroso! Ustedes, niños y niñas, posiblemente no harían semejante cosa. Pero, ¿están jugando con algo mucho más peligroso? ¿Están jugando con el pecado?
“¡El pecado es un juguete mortal! ¿Es en verdad tan peligroso decir una mentira, o contar un cuento indecente, o ser desobediente? ¡Sí, porque Dios dice que estas cosas son pecado, y “el alma que pecare, ésta morirá”!
“La única manera de librarnos de estas cosas peligrosas en nuestra vida es aceptar al Señor Jesús como nuestro Salvador. Cuando lo hacemos, su sangre nos limpia de todo pecado.
“Unos años atrás, llegó a nuestra parte del país un africano con una caja de serpientes. Las sacaba, jugaba con ellas y las volvía a guardar en la caja. Afirmaba que el dios pagano que adoraba no dejaba que estas serpientes le hicieran daño.
“Muchos de los aldeanos le tenían miedo, y le regalaban ropa y comida con la condición de que impidiera que las serpientes les hiciera daño a ellos. Se ganaba la vida de esta manera, ¡jugando con cosas peligrosas!
“Una semana después, se fue de nuestra aldea a otro lugar a unas veinte millas. Allí volvió a sacar sus serpientes y empezó a jugar con ellas. Luego, cuando las estaba levantando para ponerlas nuevamente en la caja, le picó una de las serpientes mortales. No había nada que la gente asustada pudiera hacer por él. ¡A la media hora el hombre había muerto después de sufrir horribles dolores!”
No jueguen con el pecado, queridos lectorcitos. El Señor Jesús los puede salvar del castigo del pecado y de su poder. Está esperando que acudan a Él y pidan perdón, porque:
“Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9).

Los Centavos De Nubecita

China
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—¡Abre tu mano, querida!
Hasiao Yun (Nubecita) lo hizo, y luego cerró sus dedos sobre un brillante centavo.
—¡Hsieh hsieh! ¡Wo pu p’ei!— exclamó con cortesía. Estaba diciendo: “Gracias, No me lo merezco.”
Hsiao Yun era la hijita de cuatro años del Sr. Hu, el guardián de las casas de los misioneros. Vivía con sus padres, su hermano Tung (Invierno) y una hermana mayor, Ping-an (Paz), en una cabaña de dos cuartos cerca de los portones de las casas. Jugaba mucho en un pequeño patio frente a su casa, pero mayormente jugaba alrededor de los grandes portones, mirando a la gente que entraba o salía.
A veces, cuando el misionero y su esposa salían o llegaban, le daban uno o dos centavos, pensando naturalmente de que ella los gastaría en dulces o en las manzanas acarameladas que les encanta a los chicos en Manchuria.
Hsiao Yun jugó alegremente durante la primavera, el verano y el principio del otoño. Fue entonces cuando el misionero tuvo reuniones especiales para tratar de que los cristianos tuvieran “Un corazón para todo el mundo”. Habló especialmente acerca de la India, y la necesidad que los niños allí tenían de escuchar la Palabra de Dios.
Terminó el otoño y llegó el invierno, y con el invierno vino el frío penetrante y cortante de Manchuria. Con él llegó también el cumpleaños de Hsiao Yun, cuando cumplió cinco años. Luego, un día, cuando jugaba en el patio y por los portones donde había mucho viento, se pescó un resfrío. Su mamá pensó que sería un resfrío común, pero se complicó con pulmonía. Hicieron todo lo posible por ella, pero el misionero y su esposa, y sus propios padres pronto vieron que no había esperanza. Estaba decayendo rápidamente.
Cierto día, estando todos alrededor de su cama, Hsiao Yun se sentó y dijo:
—Mamá, te veré en el cielo.
Y pasó quietamente a los brazos de su cariñoso Salvador.
Era de noche. En la casa del misionero, un fuego acogedor ardía en la estufa, y las cortinas estaban cerradas, en contra de la oscuridad y el frío. Había una lámpara prendida sobre una mesa, y el misionero y su esposa se encontraban sentados cerca del fuego, comentando los sucesos del día. De pronto, la quietud de la noche fue interrumpida por alguien que llamaba a la puerta. El misionero abrió la puerta, y vio a la Sra. Hu parada allí, llorando.
—Pase—le dijo, y al hacerlo, ella se fue directamente hacia la esposa, y le extendió una cajita de jabón. Con lágrimas, y una voz entrecortada por la emoción, dijo:
—Hsin-niang (esposa del maestro), antes de morir mi pequeña Yun, me dio estos centavos que había ahorrado, sin saberlo yo. Dijo que debían ser usados para comprar Biblias para los niñitos pobres en la India.
La misionera abrió la caja, y, para su sorpresa, allí estaban todos los centavos que la habían dado a Hsiao Yun.
El misionero y su esposa agregaron suficiente dinero para llegar a cinco dólares, y los mandaron a la India.
Así fue que una niñita china había tenido “Un corazón para todo el mundo” y había pensado en sus hermanas en India que no tenían el evangelio de la gracia de Dios.