Las Exhortaciones Finales
(Apocalipsis 22:6-21)
(Vv. 6-7) En los versículos finales de Apocalipsis tenemos no sólo la conclusión formal de la profecía sino también la conclusión adecuada de toda la Palabra de Dios. En muchas Escrituras se enuncia que «Por boca de dos o tres testigos se decidirá todo asunto» (2 Co 13:1). Para fortalecer la fe y reprender la incredulidad, tenemos en estos versículos finales un testimonio triple de «las palabras de la profecía de este libro». El ángel dice: «Estas palabras son fieles y verdaderas» (v. 6); el apóstol dice: «Yo Juan soy el que oyó y vio estas cosas» (v. 8); el Señor mismo dice: «Yo, Jesús, he enviado mi ángel para daros testimonio de estas cosas en las iglesias» (v. 16). ¡Cuán grave es entonces rechazar o descuidar los dichos de este libro! Significa no sólo la indiferencia ante el testimonio angélico y el apostólico, sino que se ignora el testimonio del mismo Jesús.
Entonces, si es tan solemne descuidar las grandes verdades de Apocalipsis, ¿qué es lo que llevará a atesorar los dichos de este libro en el corazón? La respuesta es clara. Es sólo en tanto que nuestras almas estén en la fe y en el goce de la gran verdad de la venida del Señor que valoraremos las palabras de esta profecía. Nadie interpretará correctamente Apocalipsis a no ser que crean en y abriguen la verdad de la segunda venida de Cristo. Esta gran verdad es el hecho central del Libro de Apocalipsis. Los primeros versículos enuncian esta verdad: «He aquí que viene con las nubes, y todo ojo le verá» (1:7). En el curso del libro, esta gran verdad es expuesta una y otra vez ante nosotros, y por fin en estos últimos versículos tenemos una triple presentación de la venida del Señor (vv. 7,12,20). Apocalipsis nos desvela acontecimientos que precederán a Su venida; nos instruye en cuanto a la forma de Su venida, y nos revela los acontecimientos solemnes y gloriosos que seguirán a Su venida. Abrigando la esperanza de Su regreso, cada acontecimiento que preceda o siga a Su venida tendrá para nosotros el más profundo interés. Así, en el versículo 7, la venida de Cristo y los dichos de la profecía están estrechamente vinculados.
(Vv. 8-9) Además, en estos versículos finales vemos que el efecto apropiado de estas profecías sobre el alma del creyente es conducir a un espíritu de adoración. Así, el apóstol dice: «Yo Juan soy el que oyó y vio estas cosas. Y después que las oí y las vi, me postré para adorar.» Había visto al Señor en Su gloria en medio de las iglesias en ruina sobre la tierra, y había visto al Cordero en medio de los santos glorificados en el cielo. Había sido llevado a un desierto a ver el juicio de la gran ciudad de Babilonia y había sido llevado a un monte alto para ver las glorias de la santa ciudad de Jerusalén. Había visto el juicio de las naciones en la venida de Cristo, y había visto el juicio de los muertos ante el gran trono blanco. Había mirado a la eternidad y visto los nuevos cielos y la nueva tierra, donde toda lágrima será enjugada, y donde no habrá más muerte, ni dolor ni clamor. Había oído al cielo y a la tierra celebrar las glorias del Cordero, y oyó a todo el cielo regocijarse por las bodas del Cordero. ¿Podemos entonces asombrarnos de que habiendo contemplado tales cosas y habiendo oído tales sones, se postrase para adorar? Es cierto que adoró a los pies de quien no debía, pero hizo lo correcto. El objeto de adoración ha de ser siempre no el mensajero angélico que nos habla de estas cosas maravillosas, sino Aquel que envía al mensajero y que es el único que puede hacer suceder estos portentosos acontecimientos. Así, la palabra del ángel es: «Adora a Dios.»
(Vv. 10-11) Sigue una palabra de advertencia. No debemos sellar los dichos de la profecía de este libro como si los acontecimientos predichos se refiriesen a alguna era muy distante. Ya se nos ha dicho que el ángel fue enviado por el Señor «para mostrar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto» (v. 6); ahora se nos dice que «el tiempo está cerca»—el tiempo en que todas estas solemnidades y glorias que Juan había visto en visión se cumplirán en realidad. Cuando llegue este momento, la condición de cada uno quedará fijada. El injusto será injusto todavía; el inmundo, será inmundo todavía; el justo será justo todavía; el santo, será santo todavía. El inmundo nunca podrá ser santo; el santo nunca podrá ser contaminado. Ahora, ciertamente, estamos en el día de la gracia, en el que los inmundos pueden ser lavados de todas sus inmundicias; pero aquí estamos mirando a la eternidad, donde la condición de todos quedará fijada.
(Vv. 12-13) La palabra de advertencia va seguida por una palabra de aliento. No sólo está cercano el «tiempo», sino que el mismo Señor está cerca, porque Sus palabras son: «Mira que yo vengo pronto». Ya en estos versículos finales nos ha sido presentada la venida del Señor para alentarnos a continuar en Su bendito servicio en medio de las crecientes dificultades de los últimos días. Así oímos al Señor decir: «Mira que yo vengo pronto, y mi galardón conmigo».
Es posible hacer una gran profesión religiosa con el propósito de conseguir el aplauso de los hombres. De ellos, el Señor dice que «ya están recibiendo su recompensa» (Mt 6:2,5,16); pero no es la recompensa de Cristo, y es una recompensa sin Cristo, porque, dice el Señor, «Mi galardón [está] conmigo». Para gozar del galardón de Cristo, hemos de esperar al regreso de Cristo. ¡Qué aliento persistir quietamente en el servicio del Señor, en oscuridad, puede ser, y desconocidos por los hombres, y quizá poco apreciados por el pueblo de Dios! Sin embargo, todo está abierto a los ojos del Señor. Él sabe, Él no olvidará, y cuando Él haya vuelto, cada pequeña acción hecha por Él, cada pequeño sacrificio sufrido por Él, cada vaso de agua fría dada por causa de Su Nombre, tendrán su resplandeciente recompensa; pero será «con Él».
Como siempre en la Escritura, la recompensa es puesta ante nosotros no como un objeto, sino como un aliento para persistir en medio del sufrimiento y de la oposición. Cuando el Señor estuvo aquí, había los que le seguían por los panes y los peces; pero en aquel mismo capítulo leemos que «volvieron atrás, y ya no andaban con él» (Jn 6:26,66). Es Cristo solo quien puede retener nuestros afectos y llegar a ser el objeto de todo verdadero servicio. Como alguien ha dicho, «las recompensas seguirán en el futuro, pero los santos van en pos no de las recompensas, sino del Señor.»
Además, se nos recuerdan las glorias de Aquel que viene, y a quien buscamos seguir y servir. Él es Aquel que puede decir: «Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último.» Como Alfa y Omega Él es la Palabra—Aquel que es la plena revelación de Dios. Como «el principio y el fin», Él es el Creador por quien «todo fue creado» (Col 1:1616For by him were all things created, that are in heaven, and that are in earth, visible and invisible, whether they be thrones, or dominions, or principalities, or powers: all things were created by him, and for him: (Colossians 1:16)), que puede disolver las cosas que ha hecho e introducir los «cielos nuevos y tierra nueva» (2 P 3:13). Como «el primero y el último» Él es el Dios eterno antes de todas las cosas creadas. Así, el Señor puede decir, por medio de Isaías: «Yo soy el primero, y yo soy el postrero, y fuera de mí no hay Dios» (Is 44:6).
(Vv. 14-15) No obstante, si cada obra por amor al Señor tendrá su recompensa, se nos recuerda que ningunas obras que hayamos hecho darán derecho alguno al árbol de la vida ni a entrar en la santa ciudad. Para estar dentro del círculo de bendición eterna, para gozar de Cristo como el árbol de vida en el hogar de la vida eterna, el alma ha de ser lavada en la sangre del Cordero. Así, el ángel puede decir: «Bienaventurados los que lavan sus ropas.»
Luego se nos advierte que aunque es glorioso «entrar por las puertas de la ciudad», es terriblemente solemne estar «fuera». Los de dentro de la ciudad estarán en presencia del Cordero y estarán en compañía de los redimidos que habrán lavado sus ropas, y «no entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación o mentira» (21:27). Fuera de este círculo de bendición habrá sólo la compañía de «perros, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras, y todo aquel que ama y practica la mentira».
(V. 16) El ángel ha entregado su mensaje, y ahora, por fin, el Señor mismo habla. Ya han pasado ante nosotros las solemnes escenas de juicio, las glorias venideras de la ciudad celestial, la bienaventuranza del reino milenial, la perfecta gloria de los nuevos cielos y de la nueva tierra, pero por fin somos dejados a solas con Aquel de quien todo depende—estamos a solas con Jesús. Aquel que puede decir: «Yo, Jesús», tiene la última palabra. Han hablado los ángeles, los ancianos, han tocado trompetas, se han oído las voces de grandes multitudes y el son de potentes truenos, pero al fin todo da lugar a Aquel que está por encima de todo—oímos la voz de Jesús.
Al desvelarse las glorias de este libro, se nos presenta a Cristo en Sus glorias y dignidades como el Fiel y Verdadero, la Palabra de Dios, el Rey de reyes y Señor de señores, como el Alfa y Omega, principio y fin, títulos que ciertamente nos impresionan con Su dignidad y majestad; pero en esta escena final se nos presenta bajo el Nombre que entusiasma a nuestros corazones y que atrae nuestros afectos—el Nombre que es sobre todo otro nombre, el nombre de Jesús. Con este nombre vino al mundo, porque al nacer leemos, «Llamarás su nombre Jesús». Con este nombre partió de este mundo, porque sobre Su cruz leemos: «Éste es Jesús.» Con este nombre ascendió a la gloria, porque los ángeles dijeron: «Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, vendrá así, tal como le habéis visto ir al cielo.» Bajo este nombre le contemplamos en la gloria, porque, como dice el apóstol: «Vemos a Jesús ... coronado de gloria y de honra.» Y bajo este nombre nos habla desde la gloria, al decir: «Yo, Jesús.» Tenemos innumerables glorias y bendiciones a la vista, pero en el presente estamos en una escena desértica a solas con Aquel que se presenta a Sí mismo de manera tan tierna como «Yo, Jesús».
Además, este Bendito recuerda a nuestros corazones todo lo que Él es como Hombre celestial. ¿Qué puede ser más importante o más bendito que tener ante nuestras almas a una Persona viviente—a Jesús donde Él está, y a Jesús como Él es? En la tierra Él fue menospreciado y desechado entre los hombres; desde la gloria puede decir: «Yo soy la raíz y el linaje de David, la estrella resplandeciente de la mañana.»
Primero, el Señor puede decir: «Yo soy la raíz ... de David.» Si hubiese sido sólo linaje de David, entonces esto se podría haber dicho de Salomón. Pero sólo Jesús podía ser la raíz de David. La raíz es la fuente oculta de vida. Cristo es la fuente de vida espiritual para cada santo de Dios, y la bendición es segura porque la raíz es perfecta. Job puede decir: «Porque si el árbol es cortado, aún queda para él esperanza; retoñará aún. ... Si se envejece en la tierra su raíz ... al percibir el agua reverdecerá, y echará ramaje» (Job 14:79). Israel ha fracasado de verdad. El árbol ha sido barrido por los vientos y abatido por las tempestades entre las naciones, pero la raíz permanece, y por ello Israel reverdecerá y volverá a dar ramas. Y así la Escritura puede hablar de las misericordias firmes de David, porque Cristo es la raíz de David.
Segundo, Jesús es también «el linaje de David». Si Él es la fuente de todo como la Raíz, es el heredero de todo como el Linaje. Él pertenece a la línea regia, y, como Hijo de David, es el Rey de Dios para establecer el reino de Dios. Los paganos pueden enfurecerse y los pueblos imaginar cosas vanas. Hoy vemos que en su insensatez los poderes de este mundo piensan que pueden librarse de Dios, y del Rey de Dios, y así apoderarse de la heredad de este mundo y establecer un reino en el que los hombres puedan gratificar sus concupiscencias sin ningún freno de Dios. Para este malvado fin pueden levantarse y conspirar contra Jehová y contra Su Ungido. Sin embargo, Dios puede decir: «Yo mismo he ungido a mi rey sobre Sión, mi santo monte.» Los hombres clavan a Jesús en una cruz, pero Dios establece a Jesús como Rey de reyes sobre el trono, y todos los que no se sometan al Rey de Dios perecerán «en el camino» (Salmo 2).
Tercero, Jesús es «la estrella resplandeciente de la mañana». Como tal, es presentado en relación con la iglesia. Otros le conocerán en toda Su gloria regia como la raíz y linaje de David. El mundo lo conocerá como el Sol de justicia que se levantará para echar fuera las tinieblas y traer sanidad a este mundo azotado por el dolor, pero sólo la iglesia lo conocerá como «la estrella resplandeciente de la mañana». Cuando el sol resplandece, no se pueden ver las estrellas. Él no se ha levantado aún sobre el horizonte de este mundo tenebroso como el Sol de justicia, pero mientras es aún de noche es conocido en el corazón del creyente como la resplandeciente estrella de la mañana.
Otros dos pasajes de la Escritura presentan a Cristo como la estrella de la mañana. El apóstol Pedro escribe: «Tenemos también como más segura la palabra profética, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una lámpara que alumbra en un lugar oscuro, hasta que despunte el día y el lucero de la mañana alboree en vuestros corazones» (2 P 1:19). La profecía es una luz en las tinieblas; Cristo es la estrella del día. Es cierto que ambas resplandecen en las tinieblas, pero hay esta diferencia entre la lámpara y la estrella de la mañana: la lámpara me dice que las tinieblas están aquí; la estrella me dice que el día está llegando. La profecía nos advierte de la condición del mundo alrededor, y de los juicios a los que está precipitándose, y, como dice el apóstol, hacemos bien en prestar atención. Así, el efecto de la profecía es poner fin a todas nuestras esperanzas en esta edad presente y centrar nuestras esperanzas en Cristo. Él es contemplado como Aquel que viene, y cuando nuestros afectos son atraídos a Cristo como el centro de todas nuestras esperanzas, entonces, de verdad, podemos decir que el lucero de la mañana ha alboreado en nuestros corazones.
También el Señor puede decir al vencedor, en Su carta a Tiatira: «Le daré la estrella de la mañana» (Ap 2:28). El Señor puede también decir al vencedor: «Le daré autoridad sobre las naciones.» Pero si Él ofrece la recompensa de poder en el futuro, da también al vencedor una porción para su corazón en el presente. En medio de la tiniebla moral y espiritual de Tiatira, el vencedor gozará de Cristo, conocido en su corazón como la estrella del día que se avecina.
En esta escena final, Cristo es presentado no sólo como la estrella de la mañana sino como «la estrella resplandeciente de la mañana». Todo en manos del hombre pierde su esplendor, pero Cristo, en el cielo, está más allá del contacto de la ruda mano del hombre. Resplandece con un esplendor nada disminuido. Él es la estrella resplandeciente de la mañana. Con la estrella de la mañana en nuestros corazones podemos velar a través de las tinieblas de la noche y esperar la gloria que ha de venir—la mañana sin nubes.
Es significativo que Cristo no fuese revelado como la estrella de la mañana hasta que se hubo introducido la ruina de la Cristiandad. Cuando el apóstol Pedro escribió su segunda epístola, la oscura sombra de la apostasía estaba ya planeando sobre la Cristiandad profesante. Estaban surgiendo falsos profetas que iban a negar al Señor que los había rescatado, y muchos iban a seguir sus perniciosos caminos, y el camino de la verdad sería blasfemado. El apóstol no presenta ninguna esperanza de mejora, ninguna perspectiva de la restauración de la Cristiandad profesante caída. Pero la estrella de la mañana había alboreado en su corazón, y así miraba más allá de las tinieblas al día venidero. Sus esperanzas estaban centradas en Cristo.
(V. 17) Inmediatamente después de esta conmovedora presentación de Cristo, la iglesia de nuevo pasa a la vista como la esposa de Cristo. El conocimiento de la ruina de la iglesia en manos de los hombres no nos hará indiferentes a la iglesia según los consejos de Dios, bajo el control del Espíritu. La indiferencia a la iglesia como la novia sería indiferencia a aquello que en este mundo está más cercano y es más querido al corazón de Cristo. En Cristo vemos que Dios se ha propuesto darnos un objeto que puede satisfacer a nuestros corazones; pero en la iglesia, como la novia, vemos lo que es aún más maravilloso, que se ha propuesto presentar la iglesia a Cristo como un objeto idóneo para Él, digno de Su amor, y para satisfacción de Su corazón.
Con esta gran verdad comienza el libro de Génesis. Antes de la entrada del pecado, Dios expone, en la presentación de Eva a Adán, el gran secreto de Su corazón de tener un objeto apropiado para el amor de Cristo. A lo largo de los siglos y de todos los cambiantes esquemas temporales, Dios nunca ha abandonado Su gran propósito. A pesar del poder de Satanás, del mal del hombre y de la ruina de la Cristiandad profesante, Dios se mantiene en Su majestuoso camino, que levantándose por encima de todo poder opositor, cumple Su propósito y consigue un objeto para el corazón de Cristo. Así, al final de Su libro, la novia del Cordero se levanta delante de nuestra mirada.
¡Qué bendita esta última visión de la novia, porque aquí es contemplada al final de su jornada por el desierto, totalmente bajo el control del Espíritu, y por ello con Cristo como su único objeto. El resultado es que «el Espíritu y la Esposa dicen: Ven». Conducidos por el Espíritu sentimos la desolación que el pecado ha causado en el mundo alrededor, y gemimos, y llevados por el Espíritu contemplamos a Cristo como la estrella resplandeciente de la mañana que introducirá el albor sin nubes y acallará el gemido de la creación, y decimos: «Ven.»
Luego marquemos lo que sigue. Bajo el control del Espíritu, y así con una recta relación con Cristo, la iglesia está lista para dar testimonio de Cristo a otros. El deseo de Su venida no estorbará a nuestro testimonio ante el mundo a nuestro alrededor. Al contrario, viene a ser el motivo más poderoso para desear la bendición de otros. Nunca estamos tan moralmente preparados para quedarnos y dar testimonio de Cristo como cuando en nuestros afectos anhelamos ir y estar con Cristo.
Este testimonio irá primero a todo aquel que «oye». Al tal, el testimonio es: «Y el que oye, diga: Ven.» El hecho de que oyen parece indicar que se trata de verdaderos creyentes. El hecho de que se les tiene que decir «Ven» indica que no están en el gozo consciente de su relación con Cristo como Su novia.
Segundo, el testimonio va a todo aquel «que tiene sed». Estas son las almas necesitadas que tienen alguna conciencia de su necesidad y que anhelan tener parte en las bendiciones que Cristo puede otorgar, y que no obstante pueden estar dudando de la gracia de Su corazón y de Su poder y buena disposición para salvar. Pero la novia conoce el corazón de Cristo y a los tales puede decirles «Ven», estás bienvenido a Cristo: «Y el que tiene sed, venga.»
Finalmente, hay un mundo alrededor descuidado acerca de su condición e indiferente ante lo que se le avecina. Pero la gracia de Dios ofrece Su salvación a todos, y la iglesia, que ha gustado de Su gracia, puede decir: «Y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente.» ¡Cuán conmovedor es que el último llamamiento de Cristo en la gloria sea un llamamiento del evangelio a un mundo necesitado! Y observemos con atención cuán pleno y amplio es el llamamiento. Como alguien ha dicho: «No hay nadie en el mundo a quien Jesús no llame. Él se dio como rescate por todos, y por ello tiene derecho a llamar a toda persona, sea quien sea, «tome del agua de la vida gratuitamente».
(Vv. 18-21) Después de la solemne advertencia en cuanto a añadir o a quitar de las palabras de la profecía de este libro, tenemos, por tercer vez, en estos versículos finales, la promesa del Señor de que viene «en breve». La primera vez presenta Su venida como un incentivo a guardar los dichos de esta profecía (v. 7); la segunda vez se presenta Su venida en relación con Sus recompensas para alentarnos en nuestro servicio (v. 12). En esta última ocasión perdemos de vista la profecía, el servicio y las recompensas, y pensamos sólo en Él: «Ciertamente, vengo en breve.» Las otras ocasiones no demandan respuesta, pero ahora la novia responde: «Amén; sí, ven, Señor Jesús.» Las palabras finales nos dicen que hasta aquel momento bendito podemos contar con la gracia de nuestro Señor Jesucristo con todos los santos. Amén.