Capítulo 3: Cristo Nuestro Señor

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Tan pronto como conocemos a Cristo como nuestro Salvador y Redentor, se nos enseña también que Él es nuestro Señor. Su Señorío es desde luego universal, y por ello tiene referencia a los hombres como tales, aunque al mismo tiempo sustenta esta relación de una manera especial para con los creyentes. El apóstol Pedro declaró esta verdad en el día de Pentecostés. «Sepa, pues, ciertísimamente toda la casa de Israel, que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho SEÑOR y Cristo» (Hch 2:36). Y también así San Pablo; porque después de describir el largo descenso de Cristo desde que estaba «en forma de Dios», hasta ser «hecho semejante a los hombres», y humillándose a Sí mismo, haciéndose «obediente hasta la muerte, y muerte de cruz», dice, «Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil 2:6-11). El mismo Señor Jesús, después de Su resurrección, dice: «Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra» (Mt 28:18). Una vez más, San Pedro, tratando de otro aspecto de la misma verdad, nos habla de falsos maestros «que introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aun negarán al Señor que los rescató» (2 P 2:1).
Tenemos por ahora, así, dos cosas; primero, que Dios ha hecho Señor a Cristo, sobre la base de la redención, dándole este puesto de supremacía universal para señalar Su aprecio (si podemos hablar así con reverencia) de la obra que Él llevo a cabo con Su muerte. Y, en segundo lugar, que, como hemos visto en el último capítulo, Cristo ha adquirido el señorío sobre todo por derecho de compra. Este pensamiento lo encontramos en una de las parábolas: «El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre halla, y lo esconde de nuevo; y gozoso por ello va y vende todo lo que tiene, y compra aquel campo» (Mt 13:44). La consecuencia de ello es que Él es el Señor de todo, teniendo «potestad (exousian—autoridad) sobre toda carne» por desig­nación de Dios (Jn 17:2; véase también Hch 10:36; Ro 14:9). Sin embargo, cuando como creyentes hablamos de Cristo como «nuestro» Señor, expresamos otro pensamiento, por cuanto entonces introducimos el concepto de relación—la relación de siervos. Es el mismo Señorío, pero nosotros, por la gracia de Dios, hemos sido llevados a aceptarlo, a inclinarnos ante Él en este carácter; a aceptar Su autoridad y gobierno, y a tomar el puesto de sometimiento. Éste fue en verdad uno de los objetivos de Su muerte, como nos lo dice San Pablo: «Y por todos murió, para que los que vivan, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Co 5:15). Y otra vez, «Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o sea que muramos, del Señor somos. Porque Cristo para esto murió y resucitó, y volvió a vivir, para ser Señor así de los muertos como de los que viven» (Ro 14:7-9). Por ello, nosotros reconocemos, por medio de la gracia de nuestro Dios, no sólo que Cristo es Señor de todos—como verdaderamente lo es—sino también que Él es de una manera más entrañable nuestro Señor. Él es nuestro Señor, no sólo en virtud de haber sido designado así, como el Cristo rechazado y ahora Hombre glorificado, sino también por cuanto ha adquirido este puesto sobre nosotros por medio de la redención. Es, por ello, nuestro gozo confesarle como Señor; y cuán solemne recordar que todos, incluso los que le rechazan en este día de la gracia, se verán un día obligados a la fuerza—una fuerza además significando destrucción—a reconocerle como Señor (Fil 2:10,11). Nos es de la mayor importancia a nosotros los que somos creyentes que reconozcamos, declaremos y nos sujetemos a Su autoridad, para que podamos en alguna medida ser testigos de Él en este día de Su rechazamiento.
Viendo que Cristo ocupa este lugar, ¿cuáles son nuestros privilegios y responsabilidades con referencia a Él en este carácter?
(1) Lo primero que se debe nombrar es la adoración. Porque es delante de Él como Señor que frecuente­mente nos postramos en adoración. Esto se enseña en principio en uno de los salmos. «Inclínate a él, porque él es tu señor» (Sal 45:11). También se enseña en el pasaje ya citado de Filipenses: toda rodilla se doblará, y toda lengua confesará que el es «Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil 2:10,11). Los teólogos se esfuerzan argumentando que Cristo debe ser adorado igual­mente con el Padre, por cuanto Él es Dios así como hombre. Y esto es cierto; pero al mismo tiempo se pierde de vista la enseñanza escritural acerca de Su actual posición y de la adoración que le es debida en ella. Él es Dios; pero la maravilla y característica de Su lugar actual es que Él lo ocupa como hombre. Es aquel mismo Jesús a quien los judíos crucificaron que ha sido hecho ahora Señor y Cristo, y Él ha asumido como hombre aquella gloria que tenía con el Padre antes que el mundo fuera. Es un gran error suponer que Él era hombre aquí abajo, y Dios en el cielo, como si ambas naturalezas pudieran ser divididas. La verdad es—si podemos hacer la distinción—que cuando estaba aquí abajo, mientras que era verdaderamente humano, era la presentación de Dios a nosotros; mientras que ahora, en tanto que nunca pierde Su divinidad esencial, se sienta a la diestra de Dios como hombre. Por ello, aunque es perfectamente verdad que le adoramos como Dios, y que en verdad toda la adoración que asciende a Dios le es necesariamente ofrecida a Él, por cuanto el término Dios incluye a todas las personas de la Deidad—es más bien como hombre que está en la gloria de Dios, Cristo Jesús nuestro Señor, que nos postramos ante Él en alabanza y adoración.
Y desde luego que es un pensamiento entrañable para nuestras almas que Aquel que fue aquí abajo escarnecido, rechazado, echado fuera y crucificado—aquel a quien incluso sus propios discípulos abandonaron, dejándole en la hora de Su mayor dolor—que está ahora exaltado, y puesto como objeto de nuestro homenaje. ¡Ah, cuán infinitamente valioso debe ser Él para Dios! ¡Y qué valor inexpresable debe tener Su obra delante de Él, que le ponga en el lugar más exaltado, constituyéndole como objeto de la adoración tanto de los ángeles como de los santos! Así, San Juan escribe: «Y cantaban un nuevo cántico, diciendo: Digno eres de tomar el libro y de abrir sus sellos; porque tú fuiste inmolado, y con tu sangre has redimido para Dios de todo linaje y lengua y pueblo y nación; y los has hecho para nuestro Dios reyes y sacerdotes, y reinarán sobre la tierra. Y miré, y oí la voz de muchos ángeles alrededor del trono, y de los seres vivientes, y de los ancianos; y su número era diez mil veces diez mil, y miles de miles, que decían a gran voz: El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza. Y a todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir: Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. Los cuatro seres vivientes decían: Amén; y los veinticuatro ancianos se postraron sobre sus rostros y adoraron» (Ap 5:9-14). ¡Qué gracia inefable, entonces, que ya ahora se nos haya enseñado que Él es digno de nuestra alabanza!
«Padre, tu nombre santo bendecimos,
Lleno de gracia y justo tu sabio decreto,
Que toda lengua pronto ha de confesar,
Que Jesús de todos el Señor es.
Mas ¡ah!, tu gracia ya a nosotros
Nos ha llevado ante este Señor a adorar.
«A Él cual Señor gratamente confesamos;
Para Él sólo quisiéramos vivir;
Quien nos llevó a inclinarnos ante Tu trono,
Dándonos todo lo que el amor pudiera dar.
Nuestras voces bien dispuestas claman fuerte,
¡Digno Tú eres, Cordero de Dios!»
(2) Así como le adoramos, también oramos a Él, como Señor. Hay dos notables ejemplos de este principio que se registran en las Escrituras. Cuando Esteban fue martirizado por los enfurecidos judíos, se dice: «Y apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7:59). También San Pablo, hablando del aguijón en la carne, dice: «Respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí. Y me ha dicho: Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad» (2 Co 12:9). Y que es a Cristo que se dirigía aquí como Señor es evidente, porque añade: «Por tanto, de buena gana me gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder [dunamis, la misma palabra que se traduce «fuerza»] de CRISTO». Estos casos nos dan una instrucción de lo más importante en cuanto al carácter en el que Cristo debe ser invocado en oración. Es como Señor—no como «Jesús» o «Cristo», como a veces se oye infelizmente. Un momento de reflexión nos mostrará lo propio de esto. Emplear el apelativo—Su nombre—de Jesús, o el término Cristo, cuando nos inclinamos delante de Él, es ciertamente olvidarnos de nuestro lugar como suplicantes, así como de Su lugar como Señor. Suena a familiaridad, si no a irreverencia; aunque se debe admitir abierta­mente que puede hacerse sin el menor sentimiento de este tipo. Sea como sea, jamás debemos olvidar Su exaltación y dignidad cuando nos acerquemos a Él en súplica. Los instintos espirituales de un hijo de Dios serán suficientes para enseñarle que en tal momento nunca se debería omitir el título de Señor. Le conviene a Él recibirlo, y a nosotros rendírselo, marcando, al menos en alguna humilde medida, nuestra cons­ciencia de Sus demandas, y también, desde luego, de nuestro lugar en Su presencia. El ángel lo empleó, al calmar el temor de las mujeres ante el sepulcro en la mañana de la resurrección, y de la manera más significativa. Él les dijo: «No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el SEÑOR» (Mt 28:5,6). De esta manera les recordó que Jesús, a quién ellos buscaban, era el Señor. También el malhechor en la cruz, indudable­mente enseñado por el Espíritu, se dirige a Él en este carácter. «Y le dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lc 23:42). Entonces seamos cuidadosos en recordar lo que se le debe a Aquel delante de quien nos inclinamos, y de quien buscamos gracia y bendición.
Si éste fuera el lugar, podríamos apuntar (lo que un cuidadoso examen de las Escrituras justificaría con toda certidumbre) que hay cuestiones especiales que traemos con toda justicia delante del Señor. Por ejemplo, hay, como podremos ver más adelante, una especial relación entre el siervo y el Señor. Él mismo les enseñó a Sus discípulos así: «rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies». Asimismo el apóstol, como ya se ha visto en la cuestión del aguijón en la carne, que él pensaba que le estorbaba en su servicio, se dirige a Cristo como Señor. Será suficiente haber dado esta indicación, porque precisa de familiarización con e inteligencia divina para ser conducido rectamente en cuanto a esto. Sin embargo, es un tema que debería ser cuidadosamente conside­rado, porque nada es más penoso que oír el cambio de «Dios» a «Padre» o «Señor» en la oración, sin inteli­gencia, en oraciones de oración o de adoración.
Pero saliendo de este tema, es desde luego no poca consolación recordar cuando nos dirigimos a Él en oración que Él es nuestro Señor. Ello constituye tanto un derecho como una seguridad; un derecho, por la relación a la que hemos sido así introducidos, y una seguridad, porque nos recuerda de lo que Él es para nosotros y por nosotros en este carácter. ¡Ah, ciertamente que Él no nos es un desconocido!, y si nos es entrañable pronunciar estas palabras, ¡qué gozo para Él oír que nos dirigimos a Él como Señor. Conducidos por el Espíritu de Dios, seamos más abiertos en el empleo de este término—¡con el santo denuedo que sólo la confianza en Su amor puede inspirar!
(3) El término correspondiente a «Señor» es «siervo». Así, con el empleo del término «nuestro Señor» se nos recuerda de manera especial que somos Sus siervos. Somos Sus siervos debido a que Él nos ha adquirido con Su propia sangre; y por ello somos de una manera absoluta Su propiedad. Es por ello que San Pablo se deleita en llamarse siervo—esclavo (doulos)—de Jesu­cristo (Ro 1:1; Fil 1:1, etc.). Naturalmente, habla­mos aquí de todos los creyentes como siervos, y no de la clase especial a los que el Señor ha querido dotar con dones, para enviarlos a trabajar entre los santos, o en la obra del evangelio. Perdemos mucho si limitamos el término «siervo» a esta clase, porque sea cual sea la posición que ocupemos, todos somos tan verdaderamente los siervos del Señor como si nos dedicáramos de una manera pública—como por ejemplo al ministerio de la Palabra.
Siendo éste el caso, se observará en el acto que la voluntad del Señor es nuestra única ley. Es en verdad la característica del cristiano que no tiene voluntad; porque en el momento en que su voluntad se hace activa, aparece la carne. Así él no tiene—esto es, no debería tener—voluntad propia. Puede decir con el apóstol: «He sido crucificado con Cristo; sin embargo vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí» (Gá 2:20, V.M.). El Señor nos ha mostrado también este camino. «Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn 6:38). Por ello que dice literalmente que «se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo» (un esclavo—doulos, Fil 2:7). Así como Él no tenía voluntad, sino que todo lo que Él pensaba, hablaba y hacía estaba gobernado por la voluntad del Padre, así nosotros en todas las cosas deberíamos mostrar respeto hacia Su voluntad, no siendo ya más nosotros, sino Cristo en nosotros, y estos nuestros cuerpos sólo órganos para la expresión de Él mismo, de Su voluntad.
Luego, nuestra responsabilidad como siervos es la obediencia. Como les dijo el Señor a ciertos pro­fesantes: «¿Por qué me llamáis, Señor, Señor, y no hacéis lo que yo digo?» (Lc 6:46). O, como le dijo a Sus discípulos, «Vosotros me llamáis Maestro y Señor; y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros» (Jn 13:13,14). Así, tan pronto como Cristo nos es revelado como nuestro Salvador, y lo reconocemos como nuestro Señor, deberíamos tomar la actitud de Saulo cuando dijo: «Señor, ¿qué quieres que haga?» (Hch 9:6; 22:10). Desde aquel momento debemos aceptar el puesto de obediencia a Su voluntad, y no sólo aceptarlo, sino encontrar en él nuestro gozo, así como Él dio que su comida era hacer la voluntad de Su Padre, y acabar Su obra (Jn 4:34). Y ningún creyente puede alegar ignorancia de cuál sea Su voluntad. Es cierto que muchos son ignorantes; pero por cuanto Él ha tenido complacencia en darnos en las Escrituras la revelación de Su mente para nosotros, de marcar la senda por la que Él quiere que andemos, de asegurarnos de Su conducción en cada dificultad y perplejidad, y por cuanto Él nos ha enviado el Consolador para conducirnos a toda verdad (Jn 16:13), no tenemos excusa alguna si permanecemos ignorantes.
¡Cuán simple que es, así nuestro sendero! Sólo hay uno a quien tenemos que complacer. Sólo es necesario, entonces, que la mirada esté siempre fija en Él. Así como los ojos de los siervos miran a la mano de sus amos, y los ojos de una sierva a la mano de su señora, así deberían estar nuestras miradas puestas siempre sobre el Señor, para captar la más mínima indicación de Su voluntad, para que nuestros bien dispuestos pies sean siempre rápidos en obedecer Sus manda­mientos. ¡Y qué honra se nos confiere así! Cristo nuestro Señor es el centro de la gloria. Los ojos de todo el cielo se dirigen a Él, el Objeto de su ilimitada reverencia, homenaje y deleite. ¿Y qué somos nosotros, entonces, que Él se digne de hacernos Sus siervos? Nada—nada sino lo que hemos sido hechos por la gracia soberana de nuestro Dios, en virtud de Su obra acabada. Ciertamente, entonces, deberíamos tener una más profunda consciencia de lo maravilloso del honor que nos ha sido conferido, de manera que nuestros corazones, henchidos de un agradecido amor, se deleiten más y más en demostrar su amor guar­dando Sus mandamientos (Jn 14:15).
(4) Tenemos una responsabilidad adicional rela­cionada con el Señorío de Cristo. Como se ha señalado, Él es el Señor de todos (Hch 10:36). Así, no sólo debemos los creyentes tomar una posición de obediencia, sino que también debemos reconocer Su autoridad sobre todo lo que está relacionado con nosotros—sobre nuestras familias, sobre nuestras casas. Es una cuestión de creciente importancia si la doctrina del Señorío universal de Cristo no ha sido demasiado descuidada. El estado de las familias de muchos creyentes exige que sea considerada de manera imperativa. Es un error fatal, en el que caen muchos, suponer que los miembros inconversos de nuestras familias no tienen relación con Cristo. Él es el Señor de todos; y ellos están bajo la responsabilidad de reconocer, como los creyentes tienen la responsa­bilidad de mantener, este Señorío. El gobierno de Cristo debe ser mantenido en toda el área de responsabilidad de los santos—y de esta manera, al menos dentro de este círculo, anticipar el milenio. Es en esto que las familias de los santos deberían presentar un total contraste con las del mundo, siendo así un viviente testimonio de la autoridad de un Cristo ausente y rechazado—Cristo nuestro Señor.
(5) Además, si recordáramos que Aquel que es nuestro Señor es también Señor universal, esto nos daría mucho más poder para tratar con las almas. Cuando les acusamos del pecado de rechazar a Cristo, ¡cuán a menudo se evaden o esquivan el golpe con el pensamiento de: Nada tenemos que ver con la acción de los judíos y romanos hace dieciocho siglos! No que sea difícil enfrentarse a esta objeción, si se expresa abiertamente; pero si se instara el hecho del actual Señorío de Cristo, podemos aplicar una prueba que no puede ser rehuida. ¿Reconocen ellos el lugar que les ha sido dado por Dios? ¿Confiesan ellos y se someten a Su autoridad? Entonces, como sabemos que no lo hacen, se encuentran convictos, palpablemente convictos, de rehusar y rechazar ahora a Aquel que ha sido hecho Señor y Cristo. Esta arma, si se emplea con capacidad, podría llegar, en el poder del Espíritu, a muchas conciencias, y llevar a almas al arre­pentimiento delante de Dios. Y éste podría ser especialmente el caso, si la verdad ya tocada fuera conectada con esto: que si persisten en reconocer ahora a Cristo, en el día de la gracia, tendrán que reconocerlo delante del gran trono blanco, pero entonces, ¡ay! para su perdición eterna. Es una cuestión digna de consideración si al predicar el evangelio no le damos al hombre, como tal, un lugar demasiado prominente; si no le concedemos dema­siado lugar en cuanto a escoger o rechazar. Naturalmente, nunca debe ser pasada por alto su responsabilidad; porque es por este lado que se llega más pronto a su conciencia. Tampoco debemos olvidarnos de presentar la gracia, la misericordia y el amor de Dios; y ciertamente que cada presentación del evangelio debería ser una expresión de Su propio corazón. Concediendo todo esto, y desde luego insistiendo en ello, debe sin embargo hacerse la pregunta de si, como norma, se apremian suficiente­mente las demandas de Cristo como Señor. ¿Qué tema podría suplir un campo más fructífero para el argumento y la apelación? El hombre en todas partes reconocido, y Cristo rechazado. Es doloroso decirlo, pero sigue siendo cierto que no hay lugar para Cristo en el mesón (el mundo). Se trata de la sabiduría humana, de los preceptos humanos, y de la autoridad humana; y todo esto se combina en decir: No queremos que Cristo reine sobre nosotros. Y con todo, Él es el Señor de todos. Él estuvo en el mundo, y el mundo por Él fue hecho, mas el mundo no le conoció. Y sigue desconociéndole, y así se dirige hacia su destrucción. Porque Dios hará que Su Cristo sea universalmente reconocido, porque el decreto ha sido publicado, y no puede ser alterado; y sin embargo el mundo va pasando, expulsando a Aquel que es Señor de todos sus pensamientos, soñando vanamente que todo está bien, y que bien todo estará. Pero incluso mientras escribimos estas palabras, está a punto de tocar la hora cuando Él dejará su puesto a la diestra de Dios para recibir a Su pueblo a Sí mismo, y entonces estarán para siempre con el Señor (1 Ts 4:17). Entonces comenzará una serie de terribles juicios que serán introductorios de Su regreso con Sus santos, cuando de Su boca saldrá «una espada aguda, para herir con ella las naciones, y él las regirá con vara de hierro; y él pisa el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES» (Ap 19:15,16). Entonces tomará para Sí Su gran poder y reinará; «Dominará de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra». Entonces «Todos los reyes se postrarán delante de él; todas las naciones le servirán» (Sal 72:8-11). Sé sabio, por tanto, querido lector, y ahora, mientras es aún el tiempo aceptable y el día de salvación, inclínate ante Dios, reconociendo a Cristo como Señor; porque «si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo» (Ro 10:9). Pero si, ¡ay!, fueras de aquellos que permanecen indiferentes ante Sus demandas, o que las rechazan, no sólo tendrás que finalmente doblar la rodilla ante Él, cuando Él se siente como Juez en el gran trono blanco, sino que también deberás entonces oír la sentencia irrevocable de tu condenación eterna—la condenación de la segunda muerte (Ap 20). ¡Oh, entonces besa al Hijo—ahora que es aún el día de la gracia, y que continúa la longanimidad de Dios—no sea que Él se enoje, y perezcas en el camino, cuando se inflame de pronto Su ira. Reconciliado con Él, será el gozo de tu corazón confesarle, y adorarle como Señor.