Cinco cartas sobre el culto y el ministerio por el Espíritu

Table of Contents

1. Introducción
2. PRIMERA CARTA: Dios presente en la asamblea
3. SEGUNDA CARTA: La Iglesia edificada por los dones
4. TERCERA CARTA: Marcas negativas para discernir la dirección del Espíritu
5. CUARTA CARTA: Marcas positivas para discernir la guía del Espíritu en la asamblea
6. QUINTA CARTA: Diversas observaciones sobre la dependencia mutua de los santos en las reuniones de edificación, y sobre otros temas

Introducción

Las presentes cartas fueron dirigidas, hace varios años, a una asamblea o congregación de cristianos, con los cuales el autor mantenía estrecha relación, tanto por su ministerio, en medio de ellos, como por el afecto que les manifestaba. Esto le alentó para tratar libremente con ellos temas de trascendental interés mutuo. Repetidas veces, desde entonces, se le ha pedido que publique dichas cartas; pero siempre se negó a ello, temiendo que lo conveniente a determinada asamblea, el cierto estado espiritual, no se adaptase a las necesidades de otras asambleas cristianas, cuya condición pudiera ser muy diferente.
Temía, además, hasta tener la apariencia de ocupar entre sus hermanos en general una posición que él no se hubiera otorgado en su propia localidad, pero que le era gozosamente concedida por aquellos en cuyo medio había tenido el privilegio de trabajar para el Señor.
Ambos reparos se desvanecieron, de hecho, al enterarse que unas copias manuscritas de las presentes cartas eran difundidas en varios lugares; publicidad velada que podía, con razón, dar lugar a muy graves objeciones. Las facilidades que brinda semejante modo de circulación a la difusión clandestina de mortíferos errores bastan, por cierto, para despertar el celo de difundir la verdad en aquellos que han de cuidar las almas.
Este es, pues, el motivo por el cual las presentes cartas se llegasen a imprimir. De esta manera, su difusión ha sido pública y sus aserciones podrán someterse al crisol de la santa Palabra de Dios. Si estas cartas encerrasen algo contrario a las enseñanzas del Libro, nadie más que el autor agradecería la corrección de los errores, por medio de esa pura y perfecta regla de la verdad.
Quince años de variadas experiencias han contribuido en arraigar y fortalecer la convicción, que tanto la conducta como la posición señaladas en estas cartas son ambas de Dios, cualesquiera que hayan sido las faltas de los hombres que las adoptaron. Lo que precisamos es paciencia, fe en el Dios vivo, amor para Cristo, verdadera sumisión al Espíritu, un diligente estudio de la Palabra y una sincera sumisión mutua en el temor del Señor.
Sólo nos resta añadir que, antes de dar estas páginas a la estampa, se tomó la libertad de introducir ciertos cambios requeridos por las luces que actualmente se tiene sobre la Escritura; y asimismo dejar o modificar ciertas expresiones que hubieran podido revelar la identidad de la asamblea local a quien iban dirigidas.
Tales como son, van recomendadas a la bendición de Dios y a la conciencia de los santos.
William Trotter

PRIMERA CARTA: Dios presente en la asamblea

Amadísimos hermanos:
Hay varios puntos relacionados con nuestra posición de creyentes congregados en el solo nombre de Jesús, acerca de los cuales siento la necesidad de hablaros. Utilizo el método epistolar por cuanto os ofrece mayor facilidad para examinar y meditar detenidamente lo que os comunicaré, que la que probablemente hubiérais tenido en una charla o libre discusión, a la cual asistiríais todos. Estaría muy agradecido si semejante discusión pudiera llevarse a cabo —caso de que el Señor dispusiese vuestros corazones a ello— una vez que hayáis examinado y considerado, en Su presencia, cuanto tengo que deciros.
Quisiera mencionar y recordar, ante todo, la misericordia de Dios hacia nosotros, congregados en el solo nombre de Jesús. Tan sólo puedo inclinar la cabeza y adorar al recordar los numerosos momentos de verdadero refrigerio y gozo sincero que juntos hemos experimentado en Su presencia. El recuerdo de dichos momentos, al llenar el corazón de adoración ante Dios, hace que aquellos con quienes hemos gozado de tales bendiciones nos sean extrañamente queridos. El vínculo del Espíritu es un vínculo real y, en la confianza que me da en el amor de mis hermanos, quisiera, como hermano y siervo vuestro en el amor de Cristo, expresaros lo que me parece ser de suma importancia, tanto para la continuación de nuestra felicidad y de nuestra común ventaja, como para lo que es mucho más precioso aún: la gloria de Aquél en cuyo nombre estamos congregados.
Cuando en el pasado mes de julio fuimos llevados por el Señor a sustituir la acostumbrada predicación del evangelio, el domingo por la noche, por reuniones donde había libertad para que el Espíritu actuase, ya me figuraba todo cuanto pasaría después. Os confieso que el resultado no me sorprendió en lo más mínimo. Hay enseñanzas acerca de la guía práctica del Espíritu Santo, que sólo puede aprenderse por la experiencia; y muchas cosas —que ahora, por la bendición de Dios, podéis apreciar por vuestro discernimiento espiritual y en vuestras conciencias— os hubieran resultado entonces completamente ininteligibles, de no haber aprendido a conocer las clases de reuniones, a las cuales dichas verdades se refieren.
Dice el refrán que la experiencia es la madre de la ciencia. Muchas veces tendremos motivos para dudar del mismo, pero no podremos negar que la experiencia nos hace sentir ciertas necesidades, que sólo la enseñanza divina puede originar o crear para nosotros. Ya me creeréis si os digo que el hecho de ver a mis hermanos mutuamente descontentos de la parte que toman (unos y otros) en las asambleas, no constituye para mí un motivo de gozo. Pero si este estado de cosas contribuiría —según confío que lo hará— a que abriésemos todos nuestros corazones a las enseñanzas de la Palabra de Dios (cosas que de otro modo no hubiéramos podido aprender tan bien), dicho resultado sería, por lo menos, motivo de agradecimiento y de gozo.
Desde hace varios años estoy plenamente convencido de que la doctrina de la morada del Espíritu Santo en la Iglesia sobre la tierra —y, por consiguiente, de Su presencia y guía en las asambleas de los santos— es, si no la gran verdad de la actual dispensación, por lo menos una de las más importantes verdades que caracterizan la presente economía. La negación real o teórica de dicha verdad constituye uno de los más serios rasgos de la apostasía que se ha manifestado. Lejos de menguar en mí, esta convicción aumenta más bien conforme vaya pasando el tiempo.
Reconozco llanamente que hay amados hijos de Dios en todas las denominaciones que nos rodean, y que quisiera tener mi corazón abierto a todos; más también he de confesaros que ya no me sería posible estar en comunión con un cuerpo u organización cualquiera de cristianos nominales, que sustituiría formas clericales o litúrgicas de cualquiera clase a la soberana guía del Espíritu Santo; como tampoco —de haber sido israelita— hubiera podido tener comunión con los que levantaron un becerro de oro en lugar del Dios vivo.
Que esto se haya verificado en toda la cristiandad, y que el juicio de Dios se avecina sobre ella, tanto por este pecado como por muchos otros, es cosa que hemos de reconocer con dolor, humillándonos por ello ante Dios, como participantes juntamente con todos, y como siendo un solo cuerpo en Cristo con gran número de cristianos, los cuales —aún hoy día— permanecen en este estado de cosas y se glorían del mismo. Pero las dificultades que entrañan la separación con este mal, dificultades que ciertamente hubiéramos tenido que ver de antemano, y que todos empezamos a sentir, no pueden debilitar mis convicciones en cuanto a ese mal, del cual Dios, en Su gracia, nos ha hecho salir: y no despiertan en mí el más mínimo deseo de volver a esta clase de posición y de autoridad humana y oficial la que se atribuye cierta clase de personas, lo que caracteriza la Iglesia profesante, y contribuye a apremiar el juicio que caerá pronto sobre ella.
Pero, amados hermanos, si estamos convencidos de la verdad e importancia de la doctrina de la presencia del Espíritu Santo, y dicha convicción nunca podrá ser suficientemente profunda, no olvidemos que dicha presencia del Espíritu Santo en las asambleas es un hecho que va de par con el de la presencia personal del Señor Jesús (Mateo 18:20). Lo que necesitamos es una fe sencilla en esto. Estamos propensos a olvidarlo. Y el olvido o ignorancia de estos hechos es la principal causa de que nos reunimos sin sacar provecho alguno para nuestras almas. ¡Si sólo nos reuniésemos para estar en la presencia de Dios! ¡Si sólo, al estar reunidos en uno, creyésemos que el Señor está realmente presente! ¡Qué efecto no tendría en nuestras almas! El hecho es que, tan realmente presente era Cristo con Sus discípulos en la tierra, tan verdaderamente Él está ahora presente, así como Su Espíritu, en las asambleas de los santos. Si dicha presencia pudiera de algún modo manifestarse a nuestros sentidos —si pudiésemos verla como los discípulos veían a Jesús— ¡cuán solemnes sentimientos experimentaríamos y cuán llenos estarían nuestros corazones de ello! ¡Qué calma más profunda, respetuosa atención y solemne confianza en Él no resultaría de esto! Cualquier precipitación, cualquier sentimiento de rivalidad, de agitación resultaría imposible si la presencia de Cristo y del Espíritu Santo fuese, de otro modo, manifestada a nuestra vista y a nuestros sentidos. Y el hecho real de dicha presencia, ¿tendría acaso menos influencia por tratarse de un asunto de fe y no de vista? ¿Acaso Cristo y el Espíritu son presentes en una menor medida por ser invisibles?
Es el pobre mundo incrédulo que no recibe estas cosas, por cuanto no las ve. ¿Vamos, pues, a tomar el lugar del mundo y abandonaremos el nuestro? “Porque donde están dos ó tres congregados en Mi nombre, allí estoy en medio de ellos”, dice el Señor; y añade en otro lugar: “Y Yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre: Al Espíritu de verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce: mas vosotros le conocéis; porque está con vosotros, y será en vosotros” (Juan 14:16-17).
Estoy cada vez más persuadido que lo que más nos falta es la fe en la presencia personal del Señor y en la acción del Espíritu. ¿No hubo épocas en que esta presencia se manifestaba en medio de nosotros como un hecho cierto? y ¡cuán benditos eran aquellos momentos!
Podía haber entonces momentos de silencio, y los había; pero ¿cómo eran utilizados? En depender verdaderamente de Dios, en esperar seriamente en Él. Estos momentos no transcurrían en una inquieta agitación para saber quién oraría, o quién hablaría; ni tampoco en hojear las biblias y los himnarios, con el fin de encontrar algo que pareciese conveniente leer o cantar.
Tampoco transcurrían en ansiosos pensamientos acerca de lo que pudieran pensar de este silencio aquellos que estaban allí como meros asistentes. Dios estaba allí. Cada corazón era ocupado de Él. Y si alguien hubiera abierto la boca con el único fin de romper el silencio, se hubiera considerado como una interrupción. Cuando se rompía el silencio, era por una oración que encerraba los deseos y expresaba los anhelos de todos los presentes; o por un cántico, al cual cada uno podía unirse de todo corazón; o por una palabra que hacía mella poderosamente en nuestros corazones. Y aunque varias personas pudiesen ser utilizadas para indicar aquellos himnos, pronunciar estas oraciones o aquellas palabras, era tan patente que un solo y mismo Espíritu les guiaba en todo este culto que el programa del mismo parecía haber sido determinado de antemano y que cada uno tuviese su parte en él. Ninguna sabiduría humana hubiera podido establecer semejante plan. La armonía era divina. Era el Espíritu Santo quien obraba por medio de los distintos miembros, en sus diversos lugares, para expresar la adoración o para responder a las necesidades de todos los presentes.
Y ¿por qué no sería siempre así? Amadísimos hermanos, vuelvo a repetir que la presencia y la acción del Espíritu Santo son hechos concretos y no una mera teoría doctrinal. Y desde luego que, si de hecho, el Señor y el Espíritu están presentes con nosotros cuando estamos reunidos en asamblea, ninguna cosa puede alcanzar igual importancia. Dicha presencia es el hecho transcendental que prima sobre los demás; el hecho que debería caracterizarlo todo en la asamblea.
Aquí no se trata sólo de una negación. Dicha presencia no significa solamente que la asamblea no ha de ser regida por un orden humano y forjado de antemano; significa más que esto: si el Espíritu Santo está allí es preciso que dirija la asamblea (iglesia local). Su presencia no significa tampoco que todo el mundo tiene la libertad de participar en el culto o las reuniones. No; dicha presencia significa todo lo contrario.
Es verdad que no debe haber la menor restricción humana; mas si el Espíritu está presente, nadie debe participar de modo u otro en el culto, salvo en aquello que le indica el Espíritu, y para lo cual éste le califica. La libertad del ministerio se origina en la libertad del Espíritu Santo de repartir a cada uno particularmente como quiere (1 Corintios 12:11). Mas nosotros no somos el Espíritu Santo, y si resulta intolerable la usurpación de Su lugar por un solo individuo, ¿qué diremos de la usurpación de Su sitio por determinado número de personas, obrando porque hay libertad para actuar, y no porque saben que sólo se conforman a la guía del Espíritu Santo actuando como lo hacen? Una fe verdadera en la presencia del Señor pondría orden a todo esto.
No se trata de guardar silencio o de abstenerse de obrar únicamente a causa de la presencia de tal o cual hermano. Preferiría que hubiese toda clase de desórdenes, a fin de que se manifestase el estado real de cosas, mejor que de sentirlo refrenado por la presencia de un individuo. Lo que debemos anhelar es que la presencia del Espíritu Santo sea realizada de tal modo que nadie rompa el silencio sino bajo Su dirección; y que el sentimiento de Su presencia nos guarde así de todo cuanto sea indigno de Él y del nombre de Jesús, que nos reúne.
Bajo otra dispensación, leemos la siguiente exhortación: “Guarda tu pie cuando entres en la Casa de Dios, y acércate para escuchar Su voluntad, más bien que para ofrecer el sacrificio de los insensatos, porque ellos no saben que hacen mal. No hables temerariamente con tu boca, y no se apresure tu corazón a proferir cualquiera cosa delante de Dios; porque Dios está en el cielo, y tú sobre la tierra: por tanto sean pocas tus palabras” (Eclesiastés 5:1-2; Versión Moderna).
Y, por cierto, si la gracia en la cual estamos nos ha dado libre acceso a la presencia de Dios, no debemos usar esa libertad para excusar la falta de respeto y la precipitación. La verdadera presencia del Señor, en medio nuestro, debería ciertamente ser motivo de más santa reverencia y piadoso temor que el pensamiento de que Dios está en el cielo y nosotros sobre la tierra. “Así que, tomando el reino inmóvil, vamos á Dios agradándole con temor y reverencia; porque nuestro Dios es fuego consumidor” (Hebreos 12:28-29).
En espera de tratar nuevamente este tema, quedo, amados hermanos, vuestro indigno siervo en Cristo.
*****
APÉNDICE A LA PRIMERA CARTA
Por importante que sea la doctrina de la presencia y obra del Espíritu Santo en la Iglesia, no hay que confundirla, sin embargo, con la presencia personal del Señor Jesucristo en la asamblea de los dos o tres reunidos en Su nombre.
Algunos pensaron que el Señor estaba presente en la asamblea por medio de Su Espíritu, no distinguiendo entre la presencia personal del Señor y la del Espíritu Santo. Éste dirige y administra; no es soberano. Es el Señor quien es soberano.
Jesucristo dijo del Consolador, el Espíritu de verdad: “No hablará de Sí mismo... Él Me glorificará..., tomará de lo Mío y os hará saber...”. Pero el Señor promete estar, Él mismo, allí donde dos o tres están reunidos en Su nombre. Está en medio de aquellos para los cuales se entregó a Sí mismo, mientras que el Espíritu Santo ha sido dado y no se entregó a Sí mismo.
Es de suma importancia retener la verdad de la presencia y obra del Espíritu Santo en la asamblea. Este hecho ha sido perdido de vista por la Iglesia, y es lo que motivó su ruina: ha sustituido el clero a la presencia y acción del Espíritu Santo.
Sería una gran pérdida para el alma y para la asamblea si la presencia personal del Señor, como Señor, fuese sustituida por la del Espíritu Santo, el cual no es Señor, sino Paracleto; esto es: Aquel que dirige y administra.
En Efesios 4:4-6, tenemos, en el versículo 4, la unidad vital; en el versículo 5, la unidad de profesión; en el versículo 6, la unidad exterior y universal; la primera en relación con el solo Espíritu; la segunda con el solo Señor; la tercera con el solo Dios. La primera unidad abarca a todos cuantos tienen la vida; la segunda a todos cuantos profesan el nombre de Cristo; los que tienen la vida se hallan, pues, allí en primer plano; mas esta segunda esfera puede abarcar lo que no es vital. La tercera unidad, versículo 6, abarca universalmente a todos los hombres, pero los hijos de Dios están allí en primera fila; Dios es su Padre y está en ellos, si bien exteriormente encima de todo y por doquier. Decimos que la segunda unidad (versículo 5) está relacionada con el único Señor; tiene autoridad sobre cuantos invocan Su nombre, tengan la vida o tengan tan sólo la profesión. “Todos los que en todo lugar invocan el nombre de nuestro Señor Jesucristo, Señor de ellos y el nuestro” (1 Corintios 1:2).
En 1 Corintios 12:4-6, volvemos a hallar las tres mismas cosas: el Espíritu, el Señor y Dios. Hay diversidad de dones, pero es el mismo Espíritu Santo. Y, si hay diversidad de dones, hay, por consiguiente, diversidad de servicios, y el mismo Señor. Los siervos han recibido del Espíritu Santo la distribución de sus dones (versículo 11), y desempeñan sus servicios bajo la dirección del Espíritu; mas como servidores están bajo la autoridad de su Señor, el cual no es el Espíritu, sino Jesús. El Espíritu reparte y dirige los servicios o ministerios, pero los servidores lo son del Señor.
Asimismo, si se trata de la Cena, es la cena del Señor. Es la muerte del Señor la que allí se proclama, es la copa del Señor, es la mesa del Señor (en contraste con la de los demonios). Es, pues, Él quien tiene allí autoridad para determinar quiénes deben participar en ella (1 Corintios 11).
Notemos, sin embargo, que es sólo por el Espíritu Santo como podemos decir: “Señor Jesús” (1 Corintios 12:3).
Pero, sin quererlo, podemos no reconocer la autoridad del Señor en la asamblea y sustituirla por la del Espíritu Santo, que no es Señor, sino el que administra de parte de quien es Señor.
La iglesia medieval cayó en otro extremo; sustituyó la administración del Espíritu Santo por la del hombre.
Conviene notar que, en Mateo 18:18-20, no habla el Señor del Espíritu. Se trata de Su autoridad de Señor, de Su nombre y de Su presencia personal. Por cierto, todo eso se realiza bajo la dirección del Espíritu Santo, pero no estamos reunidos en el nombre del Espíritu Santo, ni alrededor de Él. Si tan sólo se repara en la presencia del Espíritu Santo, perderemos la verdad de la presencia personal del Señor en la asamblea, y nos vemos obligados a hacer Señor al Espíritu Santo. Pero, por el contrario, no podemos tener la verdad de la presencia personal del Señor como soberano, sin tener la de la presencia y acción del Espíritu como Aquel que administra de parte del Señor que es soberano, y entonces tenemos todo cuanto precisamos.
Otra observación que hará resaltar lo que distingue la presencia del Espíritu Santo de la presencia personal del Señor en la asamblea de los dos o tres reunidos en Su nombre, es que el Espíritu Santo puede hallarse —¡contristado, por desgracia!— allí donde el Señor no puede hallarse. En una asamblea sectaria, los santos que la componen tienen, sin embargo, el Espíritu Santo en ellos y con ellos. Pueden ignorar, o tan sólo pensar en Su influencia, y Él está allí contristado, pero de hecho no los deja, no se marcha: “Permanece con vosotros y será en vosotros”. Pero, en cambio, el Señor Jesús no puede estar presente en una asamblea sectaria. No se trata en Mateo 18:20 de Su omnipresencia, porque —en este sentido— Él está presente por doquier indistintamente; pero si se trata de asambleas religiosas, el Señor no prometió estar en todas, sino exclusivamente allí donde Su nombre es el centro y fundamento de la reunión: “Donde están dos ó tres congregados en Mi nombre, allí estoy en medio de ellos”. Y si Él está presente, es el que posee la autoridad, y el Espíritu la administración.
¡Ah!, si tuviéramos la íntima convicción de que el Señor está allí como Señor, que estamos allí en Su casa, ¡cuán solemne influencia no ejercitaría sobre nuestros corazones!, y al mismo tiempo, ¡qué seguridad y qué descanso! Cuán libre sería entonces el Espíritu Santo de administrarnos los beneficios de Cristo, tomando de lo que pertenece al Señor para dárnoslo a conocer.
¡Qué inmenso privilegio de ser reunidos por el glorioso nombre de Aquél que vino, de Aquél que murió, de Aquél que resucitó, de Aquél que está glorificado a la diestra de Dios, de Aquél que nos envió al Consolador, de Aquél que desde allí viene a buscarnos!
Sí, es este glorioso nombre el fundamento de la reunión de la cual dice: “Allí estoy yo en medio de ellos”. Este Señor, corporalmente ausente, se halla espiritualmente presente de modo positivo (y no sólo por Su Espíritu) en medio de los que Su nombre ha reunido. Está allí y no en otra parte, si se trata de asambleas, y ¡cuánta seguridad por cuanto allí Él sea Señor!

SEGUNDA CARTA: La Iglesia edificada por los dones

Muy amados hermanos:
Volviendo sobre el tema del cual os escribí últimamente, quisiera presentaros el siguiente recorte de un tratado escrito hace nueve o diez años. El autor, si mal no me recuerdo, es un hermano que ha sido muy honrado por Dios entre nosotros y que es personalmente conocido por la mayoría de vosotros. El tratado está redactado en forma de diálogo. Helo aquí:
E.— He oído que usted afirma que cada hermano es capaz de enseñar en la asamblea de los santos.
W.— Si dijera eso, negaría al Espíritu Santo. Nadie es capaz de enseñar en la asamblea de los santos, a no ser que haya recibido un don particular de Dios para este fin.
E.— Bien; pero usted cree que cualquier hermano tiene el derecho de hablar en la asamblea, si puede.
W.— De ninguna manera. Niego ese derecho a quienquiera que sea, en tanto que derecho. Un hombre puede ser muy capacitado para hablar bien, pero si no puede “agradar a su prójimo para bien, para la edificación”, el Espíritu Santo no le habrá calificado para hablar; y si lo hace, deshonra a Dios su Padre, contrista al Espíritu y desprecia la Iglesia de Cristo; y, además tan sólo manifiesta su propia voluntad.
E.— ¿Cuál es, pues, su punto de vista particular al respecto?
W.— ¿Piensa usted que sea una opinión mía particular el creer que, como la Iglesia pertenece a Cristo, le ha concedido dones, por medio de los cuales solamente ha de ser edificada y gobernada, a fin de que su atención no sea mal dirigida, ni su tiempo mal empleado, escuchando lo que no le sería provechoso, por bien dicho que pudiera ser?
E.— No; admito esto, y tan sólo deseo que anhelásemos más estos dones de Dios y que tuviésemos más cuidado para luchar contra los demás medios, por mucho crédito que pueda conferirles la elocuencia o el patronato humano.
W.— Afirmo, además, que el Espíritu Santo confiere dones como quiere, y los dones que Él quiere, y que los santos deberían estar de tal modo unidos, que los dones de un hermano no deberían jamás hacer irregular el ejercicio de los dones de otro, y que la puerta fuese siempre abierta, tanto a los pequeños como a los grandes.
E.— Es muy natural.
W.— De ningún modo, porque, ni en la iglesia nacional ni con los disidentes hallamos que 1 Corintios 14 sea puesto en práctica. Además, afirmo que ningún don de Dios debe esperar la sanción, o aprobación, de la Iglesia para ejercerse. Si es de Dios, Dios lo acreditará y los santos reconocerán su valor.
E.— ¿Admite usted un ministerio fijo?
W.— Si por ministerio fijo entiende usted un ministerio reconocido (es decir, que en cada asamblea, los que han recibido dones de Dios para la edificación, sean en número limitado y conocido de los demás) lo admito. Pero si por ministerio fijo (o establecido) entiende usted un ministerio exclusivo, no lo quiero. Por ministerio exclusivo entiendo el reconocimiento de ciertas personas como ocupando tan exclusivamente el lugar de maestros, que el ejercicio de verdaderos dones por otros vendría a ser irregular, como por ejemplo, en la iglesia nacional y en la mayoría de las capillas disidentes, donde se miraría como irregular un servicio llevado a cabo por dos o tres personas realmente dotadas por el Espíritu Santo.
E.— ¿Sobre qué fundamento hace usted esta distinción?
W.— Sobre Hechos 13:1. Veo que había en Antioquía cinco personas mayormente reconocidas por el Espíritu Santo como aptas para enseñar: Bernabé, Simeón, Lucio, Manahén y Saulo. En todas las reuniones era probable que los santos esperasen oír a estos cinco. Eso era un ministerio reconocido; pero no un ministerio exclusivo: porque cuando Judas y Silas vinieron (Hechos 15:32) pudieron sin dificultad tomar su sitio entre los demás, y entonces los “maestros” reconocidos fueron más numerosos.
E.— Pero ¿qué relación guarda esto con el anuncio de un cántico, etc., o con una oración, o la lectura de una porción de la Escritura?
W.— Todo eso, como lo demás, caería bajo la dirección del Espíritu Santo. ¡Desgraciado el hombre que —únicamente con voluntad propia— indicaría un himno o haría una oración, o leería la Escritura en una asamblea, sin ser guiado por el Espíritu Santo! Obrando así, en la asamblea de los santos, hace profesión de ser guiado por el Espíritu Santo, y esta profesión (o afirmación), cuando no es verdadera, es algo muy presuntuoso. Si los santos saben lo que es la comunión, sabrán asimismo cuán difícil es llevar (o dirigir) la congregación en la oración y en el canto. Dirigirse a Dios, en nombre de la asamblea, o proponerla un cántico —como medio de expresar a Dios su estado real— pide mucho discernimiento, o, por lo menos, la más íntima dirección de parte de Dios”.
*****
De tal manera eran estos temas enfocados por un hermano conocido, según creo, de la mayoría de vosotros; uno de los primeros obreros, entre los que, desde hace más de 40 años, quisieron reunirse al nombre de Jesús.
Abundando en la idea principal del recorte arriba citado (a saber que Dios jamás designa a todos los santos para tomar parte en el ministerio público de la Palabra o para dirigir el culto de una asamblea), quisiera citarles en primer lugar 1 Corintios 12:29,30. “¿Son todos apóstoles?, ¿son todos profetas?, ¿son todos maestros?, ¿son todos obradores de milagros?, ¿tienen todos dones de curar?, ¿hablan todos diversas lenguas?, ¿interpretan todos?” Estas preguntas carecerían de sentido si no fuese evidente que semejantes lugares —en el cuerpo— sólo fuesen ocupados por algunos. Poco antes decía el Apóstol: “Y Dios ha puesto los miembros en la iglesia, primero apóstoles, segundo profetas, tercero maestros, luego milagros...”. Tras lo cual pregunta: “¿Son todos apóstoles?”, etc. Así, pues, en la misma porción de las Escrituras que trata con más detalles de la soberanía del Espíritu Santo en la distribución y el ejercicio de los dones en el cuerpo, la Iglesia; en la misma porción que se cita siempre —y con razón— para probar que Dios ha establecido la libertad del ministerio en Su Iglesia; en esta misma porción se nos dice que todos no eran hermanos dotados por Dios, pero que Dios había establecido a algunos en el Cuerpo. A continuación viene la lista de los diferentes órdenes y clases de dones que los distinguían.
¿Queréis considerar ahora Efesios 4? Algunos tuvieron dudas en cuanto a la posibilidad de obrar según los principios contenidos en 1 Corintios 12 y 14, en ausencia de una tan grande porción de los dones mencionados en esos capítulos. No tengo semejantes reparos y me limitaré a preguntar a los que tienen estas dudas dónde se encuentran, en la Escritura, otros principios, según los cuales podemos obrar: y de no haberlos, ¿qué autoridad poseemos para obrar según principios que no se encuentran por ninguna parte de la Escritura? Pero ninguna duda de esa clase puede haber en cuanto a Efesios 4:8-13: “Por lo cual se dice: Subiendo a lo alto, llevó multitud de cautivos, y dio dones a los hombres. Y constituyó a algunos apóstoles; y a otros pastores y maestros, para perfeccionamiento de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo”. Y notad que son dados hasta que la Iglesia sea completa. Mientras tenga Cristo un cuerpo sobre la tierra —al cual el servicio de tales hombres es necesario— les confiere los dones de Su amor, para el alimento y el cuidado de este Cuerpo: “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe...”, etc.
Es, pues, por medio del ministerio de los hombres vivientes, dados y llamados para este ministerio, como Cristo cuida de Su rebaño y le alimenta, y como el Espíritu Santo obra en el Cuerpo. Es verdad que, sin duda, estos hombres ejercen un oficio; tal vez estén muy lejos (cuanto más lejos mejor) de toda especie de pretensión a una dignidad clerical, a una posición oficial: mas no por eso dejan de ser la provisión de Cristo para la edificación de sus santos y para el llamamiento de las almas: y la verdadera sabiduría de los santos es de discernir estos dones, allí donde Cristo los colocó, y de reconocerlos en el lugar que les ha sido asignado en Su Cuerpo. Reconocerlos de este modo es reconocer a Cristo; rehusar de hacerlo, es a la vez perjudicarnos y deshonrar al Señor. Recordemos también que Dios ha colocado estos dones en el Cuerpo, en todo el Cuerpo; que es al conjunto del Cuerpo que Cristo los dio y que nosotros no somos todo el Cuerpo. Supongamos que la Iglesia hubiese conservado su unidad, como en tiempo de los apóstoles: incluso entonces podría muy bien ocurrir que en tal sitio no hubiese evangelista, en cual otro no hubiese pastor o maestro; mientras que en otra parte, por el contrario, se hallaría más de un evangelista, más de un pastor y maestro. Pero ahora que la Iglesia está tan desparramada y tan dividida, lo que acabamos de decir, ¡cuánto más verdadero no será para las asambleas pequeñas que se reúnen acá y allá en el nombre de Jesús! ¿Acaso no se cuida el Señor Jesucristo de Su Iglesia por estar ésta dividida y desgarrada? ¡No lo quiera Dios! ¿Dejó de cuidarla, concediéndole los dones necesarios y convenientes? ¡De ningún modo! Pero es en la unidad de todo el Cuerpo donde éstos se hallan: necesitamos recordarlo. Todos los santos de X——forman la Iglesia de Dios en aquel lugar; y puede haber evangelistas, pastores y maestros entre aquellos miembros del Cuerpo que están aún en la Iglesia del Estado o en medio de las distintas denominaciones. ¿Qué provecho sacamos de su ministerio? y ¿cómo los santos que están con ellos pueden aprovechar los dones que Cristo ha puesto en medio de nosotros?
Al exponer esos pensamientos, amados hermanos, mi propósito ha sido de hacerles bien comprender que, si entre los 70 u 80 que se reúnen en X——al nombre del Señor, no los hay que sean sus dones —según lo que está escrito en Efesios 4—; o que tan sólo haya dos o tres de ellos, el hecho de que nos reunimos de este modo no aumentará —de por sí— el número de estos dones. Un hermano a quien Cristo no ha hecho pastor o evangelista, no lo será por el mero hecho de reunirse allí donde se reconoce la presencia del Espíritu Santo y la libertad del ministerio. —Y si por no haber restricciones humanas, los que no han sido dados por Cristo a Su Iglesia como pastores, maestros, o evangelistas, se atribuyen dicha posición o actúan como tales, ¿resultaría esto para edificación? No, sino al contrario, para confusión; y “Dios no es Dios de confusión, sino de paz, como sucede en todas las Iglesias de los santos”. Si carecemos de tales dones, confesemos nuestra pobreza; si tenemos dos o tres de ellos, seamos llenos de gratitud por ello, reconozcámoslo en el lugar que Dios les ha asignado y oremos para obtener dones y ministerios mejores y más abundantes. Mas no vayamos a creer que la acción de cualquier hermano —a quien el Señor mismo no ha colocado en esta posición— pueda reemplazar un don. El único resultado de semejante acción es el de contristar el Espíritu y de impedirle obrar por medio de quienes utilizaría, de otro modo, para el servicio de los santos.
Se me ocurre un feliz pensamiento al terminar esta carta. Si la posición en la cual estamos no respondería de ningún modo a cuanto se halla en la Escritura, semejantes preguntas apenas se formularían y oirían entre nosotros. Cuando todo está arreglado, ordenado por un sistema humano; cuando los hombres ordenados por un obispo, una conferencia o una congregación, tan sólo han de conformarse, en sus oficios, a una rutina, prescrita por las reglas a las cuales están sometidos, semejantes preguntas carecen de sentido. Las mismas dificultades de nuestra posición prueban, por su carácter, que dicha posición es de Dios. Sí, y Dios, que nos ha llevado a ella por Su Espíritu, por medio de la Palabra, es plenamente suficiente y no nos faltaría en las dificultades; sino que nos las hará atravesar de modo provechoso para nosotros y para Su propia gloria. Preocupémonos únicamente en ser sencillos, humildes y modestos. No pretendamos a algo más de lo que poseemos a hacer aquello para lo cual no nos ha calificado Dios. Reservo algunos puntos de menor cuantía para otra carta.
Mientras tanto, quedo vuestro afectísimo en Cristo.

TERCERA CARTA: Marcas negativas para discernir la dirección del Espíritu

Muy amados hermanos:
Hay dos puntos sobre los cuales quisiera que comprendieseis bien, antes de tratar del asunto principal de la presente carta. En primer lugar, la diferencia que existe entre el ministerio y el culto. Tomo aquí la palabra culto en su sentido más amplio; esto es, designando los diversos modos de dirigirse el hombre a Dios: la oración, la confesión y lo que es más propiamente dicho el culto, a saber: la adoración, la acción de gracias y la alabanza.
La diferencia esencial entre el ministerio y el culto es que en éste habla el hombre a Dios, mientras que en aquél es Dios quien habla al hombre por medio de Sus siervos. Nuestro único derecho —aunque plenamente suficiente para poder dar culto—, es aquella superabundante gracia de Dios, la cual nos ha acercado de tal modo por la sangre de Jesús, que ahora conocemos y adoramos a Dios como nuestro Padre, y que somos reyes y sacerdotes para nuestro Dios. A este respecto, todos los santos son iguales: el más débil como el más fuerte, aquel que mayor experiencia tiene como aquel que tiene menos; todos participan por igual de este privilegio. El más dotado de los siervos de Cristo no tiene mayor derecho de acercarse a Dios que el más ignorante de los santos, entre los cuales ejerce su ministerio. Admitir lo contrario sería obrar como demasiado a menudo se ha hecho en toda la cristiandad: instituir una orden de sacrificadores o sacerdotes entre la Iglesia y Dios.
Tenemos un gran Sumo Sacerdote; el único sacerdocio que actualmente existe al lado del Suyo es este sacerdocio que comparten todos los santos. Por lo tanto, no podría imaginarme que, en una asamblea de cristianos, aquellos que Dios ha calificado para exhortar o para pregonar el evangelio, fuesen los únicos en poder indicar los himnos, en orar, alabar a Dios y a rendirle gracias (quiero decir: la expresión de la acción de gracias, de la alabanza, etc.). Puede ser que Dios se valga de otros hermanos, bien sea para indicar un himno que sea la verdadera expresión de la adoración de la asamblea; bien sea parar expresar —en las oraciones— los deseos reales y las verdaderas necesidades de aquellos cuyo órgano, o boca, profesan ser. Y si a Dios le place obrar de este modo, ¿quiénes somos nosotros para oponernos a Su voluntad? Sin embargo, no olvidemos que si estos actos de culto no son el privilegio exclusivo de quienes tienen dones espirituales, es necesario que sean subordinados a la guía del Espíritu Santo; y todos son regidos por los principios contenidos en 1 Corintios 14, según los cuales todo debe hacerse con orden y para edificación.
El ministerio (es decir, el ministerio de la Palabra, en el cual Dios habla a los hombres por medio de Sus siervos), es el resultado del depósito especial, en el individuo, de uno o varios dones, de cuyo uso es responsable para con Cristo. Es en nuestro derecho de dar culto donde somos todos iguales, es en la responsabilidad del ministerio donde diferimos: “Teniendo, pues, dones diferenciándose conforme a la gracia que nos ha sido dada...” (Romanos 12:6). Este pasaje establece, de por sí, la diferencia de la cual acabo de hablar entre el ministerio y el culto.
El segundo punto es la libertad del ministerio. El verdadero concepto, la idea bíblica de la libertad del ministerio, no abarca solamente la libertad en el ejercicio de los dones, sino también para su desarrollo. Esta implica que reconozcamos en nuestras asambleas la presencia y acción del Espíritu de tal modo que no pongamos ningún obstáculo a dicha acción, llevada a cabo por quien quiere el Espíritu. Está, por lo tanto, perfectamente claro que el primer desarrollo de un don debe ser Obra del Espíritu, empezando a actuar por medio de los hermanos a quienes no utilizaba anteriormente. Me parece que todo principio contrario iría igualmente en contra de los privilegios de la Iglesia y de los derechos del Señor.
Mas entonces, es evidente que si los hijos de Dios se reúnen sobre un principio que deja al Espíritu Santo la libertad de obrar por medio de tal hermano para indicar un cántico, tal otro para orar, por medio de un tercero para dar una palabra de exhortación o de doctrina: y si también al Espíritu hay que dejarle libre de desarrollar los dones para edificación del cuerpo; es, pues, evidente que esto no se verificará sin que —por sí mismo— se diese paso a la precipitación y a la suficiencia, y a obrar fuera de toda dirección del Espíritu. De allí la importancia de saber cómo distinguir entre lo que es de la carne y lo que es del Espíritu. Repudio el abuso que tan a menudo se hace expresiones tales como: “el ministerio de la carne” y “el ministerio del Espíritu”; sin embargo, encierran una verdad muy importante, siempre que se las emplee con exactitud. Cada cristiano tiene dentro de sí dos fuentes de pensamientos, de sentimientos, de motivos, de palabras y de acciones, y estas dos fuentes se llaman en la Escritura “la carne” y “el Espíritu”. De ambas puede proceder nuestra acción en las asambleas de los santos; es, pues, de suma importancia poder distinguirlas bien. Importa para cuantos actúan en las asambleas —habitual u ocasionalmente— juzgarse, o examinarse, a sí mismos a este respecto; es cosa esencial para todos los santos, ya que somos exhortados a “probar los espíritus”, lo cual —a veces— puede dar a la asamblea la responsabilidad de reconocer lo que es de Dios, y de señalar lo que procedería de otra fuente, rechazándolo.
Es acerca de las principales marcas —o características— con cuya ayuda podemos distinguir la dirección del Espíritu de las pretensiones y falsificaciones de la carne, que quisiera llamar ahora vuestra atención. Primeramente quisiera mencionar varias cosas que no constituyen en sí un motivo para participar en la dirección de las asambleas de los santos.
1) No estamos autorizados a actuar por el sencillo hecho de que hay libertad para obrar. Es la cosa tan evidente que no hay la menor necesidad de demostrarlo; y, sin embargo, necesitamos que nos lo recuerden. Debido a que ningún obstáculo formal se opone a que cada hermano obre en la asamblea, esto confiere la posibilidad a aquellos cuya única capacidad es saber leer, de ocupar gran parte del tiempo, leyendo capítulo tras capítulo e indicando himno tras himno. Cualquier niño que se sabe la cartilla podría hacer otro tanto. Y, en verdad, pocos hermanos nuestros serían incapaces de dirigir las asambleas si la única capacidad requerida fuese de saber leer debidamente himnos y capítulos de la Biblia. Es relativamente fácil leer un capítulo pero discernir la porción y el momento convenientes para hacerlo es otra cosa. Tampoco es difícil indicar un himno: pero indicar uno que encierra y expresa realmente la adoración de la asamblea; he aquí lo que resulta imposible hacer sin la dirección del Espíritu Santo.
Os confieso, hermanos, que cuando hace tiempo (no recientemente, gracias a Dios) habíamos leído 5 o 6 capítulos, cantando otros tantos himnos alrededor de la mesa del Señor, y orado o dado gracias quizás una sola vez, me preguntaba si nos habíamos reunido para anunciar la muerte del Señor, o más bien para perfeccionarnos en la lectura y en el canto. Doy sinceramente gracias a Dios por los progresos habidos a este respecto desde hace algunos meses. Sin embargo, conviene recordar sin cesar que la libertad de obrar en las asambleas no nos autoriza para actuar en ellas a nuestro antojo.
2) El hecho de que nadie hable en determinado momento no es una autorización suficiente para actuar. Debe evitarse, desde luego, el silencio que se observe para dar la impresión de silencio o de mayor reverencia; puede transformarse en una mera forma, o rutina. Pero, aun así, más vale el silencio que cuanto se hiciera o dijera para romperlo. Ya sé lo que es el pensar en las personas presentes que no son de la asamblea —o que quizás no están convertidas— y de estar molestos por el silencio, a causa de ellas. Cuando suele ocurrir semejante estado de cosas, puede ser que sea un serio llamamiento de Dios para averiguar de dónde proviene; pero nunca podrá autorizar esto a un hermano para que hable, ore o indique un himno con el mero propósito de que se haga algo.
3) Además nuestras experiencias y nuestro estado individuales no son guías (o normas) seguras en cuanto a la parte de acción que podemos tomar en las asambleas de los santos. Puede ser que mi alma haya apreciado sobremanera cierto himno o que lo haya oído cantar en otra parte con gran gozo delante del Señor; pero ¿basta esto para sacar la conclusión de que yo soy llamado a indicar este himno en la primera reunión a la cual asistiré? Cabe la posibilidad de que no tenga la menor relación con el estado actual de la asamblea. O, tal vez, la intención del Espíritu es que no se cantará nada en absoluto. “¿Hay entre vosotros alguno que padezca?, haga oración. ¿Hay quien esté contento?, cante alabanzas” (Santiago 5:13). Un cántico debe expresar los sentimientos de quienes están reunidos; de otro modo, al entonarlo, éstos no serían sinceros. ¿Y quién podría señalar el himno adecuado, sino aquel que conoce el estado actual de la asamblea? Lo mismo ocurre con la oración: si alguno ora en la asamblea, lo hace como órgano de las súplicas y de la expresión de todos. Por medio de la oración, puedo descargarme delante del Señor de pesos y cargas que son míos particularmente y que no conviene en absoluto mencionar en la asamblea. Si lo hiciera, el único defecto sería —probablemente— de rebajar a todos mis hermanos al mismo nivel que yo. Por otra parte, puede ser que mi alma sea perfectamente feliz en el Señor; pero si no ocurre lo mismo con la asamblea, es únicamente al identificarme con su estado como podré presentar sus ruegos y súplicas a Dios.
Es decir, que si soy guiado por el Espíritu a orar en la asamblea, no debería hacerse en la misma forma que en mi “cámara” o aposento, donde nadie se halla, excepto el Señor y yo, y donde tanto mis necesidades como mis goces personales forman el tema especial de mis oraciones y de mis acciones de gracias. Pero será preciso que pueda confesar al Señor y presentarle las acciones de gracias y las súplicas que concuerdan con el estado de quienes vengo a ser la boca, al dirigirme a Dios de este modo. Uno de los mayores errores que podamos cometer es el de figurarnos que el yo, y cuanto se refiere al yo (esto es; nuestras impresiones y experiencias personales), deba guiarnos en la dirección de las asambleas de los santos. Así puede ser que una porción de las Escrituras me haya interesado en grado especial y que haya sacado provecho de la misma; pero esto no es motivo para que deba leerla a la mesa del Señor o en otras reuniones de los santos. También puede ocurrir que un asunto particular me ocupe o me preocupe, y que sea para bien de mi alma; pero puede ser, al mismo tiempo, que no sea en absoluto el tema sobre el cual Dios quiere que se llame la atención de los santos en general.
Notad que no niego que podamos haber sido ocupado especial y personalmente de temas, en los cuales Dios quiere que ocupemos también a los santos. Tal vez se verifica esto a menudo, o incluso corrientemente entre los siervos de Dios, pero lo que no temo afirmar es que, de por sí, el hecho de que hayamos sido ocupados de este modo no es una indicación suficiente. Podemos experimentar necesidades que los hijos de Dios, en general, no tengan, y del mismo modo, sus necesidades pueden muy bien no ser las nuestras.
Permitidme añadir que nunca me guiará el Espíritu a indicar cánticos porque expresan mis opiniones particulares. Cabe la posibilidad de que —sobre ciertos puntos de interpretación— los santos que se reúnen en uno no estén enteramente del mismo parecer. En este caso, si algunos de ellos escogen himnos con el fin de expresar su propia opinión (por buenos y verdaderos que fuesen, por otra parte, estos cánticos), resulta imposible que los demás miembros de la asamblea los canten; y en vez de haber armonía, hay desacuerdo. En una reunión de culto, los himnos que el Espíritu mandará escoger expresarán los sentimientos comunes a todos. Siempre, y especialmente en la asamblea, estemos “solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz”; acordándonos que el medio de lograrlo es andar “con toda humildad y mansedumbre, con longanimidad, soportándonos los unos a los otros en amor”.
Recordemos aquí que, tanto en el cántico como en la oración, en el culto en una palabra, cualquiera que fuese el órgano o la boca de la asamblea, es ésta la que habla a Dios. Por lo tanto, el culto será verdadero, sincero, en la medida en que no vaya más allá, sino refleje fielmente el estado de dicha asamblea. Alabado sea Dios de que pueda, por Su Espíritu, imprimir una nota más alta (y Él lo hace a menudo), la cual vibra inmediatamente en todos los corazones, confiriendo así al culto un tono más elevado. Mas si la asamblea no puede contestar inmediatamente a este diapasón de alabanza, nada más penoso que de oír a un hermano extenderse en vibrantes acciones de gracias y adoración, mientras que los demás corazones están tristes, fríos y distraídos. Quien expresa el culto de la asamblea debe tener consigo los corazones de la asamblea; de otro modo, sonará a falso.
Por otra parte, ya que es Dios que nos habla en el ministerio, éste no está (como en el culto) limitado por nuestro estado; siempre puede estar en un nivel más alto. Si, al hablar, un hermano empleado en el ministerio es realmente la boca de Dios —como debe ser—, será a menudo para presentarnos verdades que no hemos aún recibido, o para recordarnos otras que han dejado de obrar con poder sobre nuestras almas. Cuán evidente es, pues, que en ambos casos —y siempre— preciso es que sea el Espíritu de Dios quien dirija.
Más vale dejar para otra carta lo que caracteriza la dirección positiva del Espíritu. Hasta ahora sólo he presentado la parte negativa del tema.
Quedo, muy amados hermanos, su afectísimo en Cristo.

CUARTA CARTA: Marcas positivas para discernir la guía del Espíritu en la asamblea

El hombre que intentaría definir las operaciones del Espíritu en el despertar o en la conversión de un alma, tan sólo manifestaría su propia ignorancia y negaría, además, esta soberanía del Espíritu manifestada en estas conocidas palabras: “El viento de donde quiere sopla; y oyes su sonido, mas no sabes de dónde viene, ni a dónde va: así es todo aquel que es nacido del Espíritu”.
Y, sin embargo, abundan en las Escrituras señales por cuyo medio podemos reconocer a aquellos que han nacido del Espíritu y aquellos que no lo son. Otro tanto ocurre con el tema de esa carta. Espero ser guardado del peligro de usurpar el lugar del Espíritu Santo creyendo poder definir exactamente el modo de operar sobre las almas de los que dirige para obrar en la asamblea, bien sea en el culto, bien sea ejerciendo un ministerio en medio de los santos. En determinados casos, la cosa puede ser mucho más clara y sensible que en otros (quiero decir: sensible para aquel que es llamado a actuar por el Espíritu). Mas, por vano y presuntuoso que fuese el querer dar una verdadera y completa definición sobre el tema, la Escritura nos da amplias instrucciones acerca de las marcas o características del verdadero ministerio. Y es sobre algunas de estas características, las más evidentes y sencillas, que quiero llamar ahora vuestra atención.
Las hay que se aplican a la materia, objeto del ministerio, y otras referentes a los motivos que nos impulsan a obrar en el ministerio, o a participar de alguna manera en la dirección de las asambleas de los santos. Unas servirían de piedra de toque, por cuyo medio podrán juzgarse a sí mismos, y valiéndose de las otras, todos los santos podrán discernir lo que es del Espíritu y lo que procede de otra fuente. Unas servirán para señalar aquellos que son dones de Cristo a su Iglesia para el ministerio de la Palabra; y las otras ayudarán a los que poseen realmente estos dones para resolver la importante cuestión de saber cuándo han de hablar y cuándo no.
Tiemblo pensando en mi responsabilidad al escribir sobre semejante tema; pero me anima saber que “nuestra fuerza es de Dios” y que la Escritura es “útil para enseñanza, para reprensión, para corrección, para instrucción en justicia: a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, estando bien preparado para toda obra buena”. Con esta perfecta regla probad, examinad todo cuanto pudiera yo escribir, y si algo no podría resistir esta prueba, que Dios os conceda la gracia, amados hermanos, de ser lo bastante sabios para rechazarlo.
No es con ciegos impulsos y expresiones carentes de inteligencia como dirige el Espíritu, sino llenando el entendimiento espiritual de los pensamientos de Dios, tal como están revelados en la Palabra escrita, y obrando sobre los renovados afectos. Es verdad que, en los albores de la Iglesia, había dones de Dios, cuyo uso no podía estar ligado a la inteligencia espiritual. Me refiero al don de lenguas cuando no había intérpretes y, según parece, como ese don era (a los ojos humanos) más maravilloso que los demás, a los corintios les gustaba mucho usar y manifestarlo. Por eso les reprende el apóstol: “Gracias doy a Dios de que hablo lenguas extrañas más que todos vosotros; en la iglesia, empero, quiero más bien hablar cinco palabras con mi mente, para que instruya también a los otros que diez mil palabras en lengua extraña. Hermanos, no seáis niños en inteligencia: en la malicia, sin embargo, sed niños, mas en la inteligencia sed hombres” (1 Corintios 14:18-20). Por lo tanto, lo menos que se puede esperar de los que ejercen un ministerio es que conozcan la Escritura, que conozcan el pensamiento de Dios tal como está revelado en la Palabra. Notemos que este conocimiento y esta inteligencia pueden hallarse en algún hermano y no ir acompañados por ningún don de elocuencia, por ninguna aptitud para comunicarlos a los demás; pero sin ellos, ¿qué tendríamos que dar o comunicar?
Desde luego los hijos de Dios no se reúnen de vez en cuando en el nombre de Jesús para que se les presente meros pensamientos humanos o para repetir lo que otros han dicho o escrito. Un conocimiento personal de la Escritura, el entender su contenido, son, desde luego, cosas esenciales en el ministerio de la Palabra. Jesús les dijo: “¿Habéis entendido todas estas cosas? Ellos le dicen: Sí, Señor. Él, pues, les dijo: Por tanto, todo escribo admitido como discípulo en el reino de los cielos es semejante a un padre de familias, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas” (Matthew 13:51-52).
Cuando nuestro Señor estuvo a punto de enviar a Sus discípulos para que fuesen Sus testigos, “les abrió la mente para que entendiesen las Escrituras” (Lucas 24:45). Y cuántas veces no leemos que cuando Pablo predicaba a los judíos, hablaba con ellos según las Escrituras (Hechos 18:2-4). Si el apóstol se dirige a los romanos como a cristianos capaces de exhortarse unos a otros, es porque puede decir de ellos: “Y yo también estoy persuadido, respecto de vosotros, hermanos míos, que estáis llenos de bondad, surtidos de toda clase de conocimientos, capaces también de amonestaros los unos a los otros” (Romanos 15:14).
En las porciones de la Escritura que tratan especialmente de la acción del Espíritu en la Asamblea —en 1 Corintios 12, por ejemplo—, esta acción no se verifica fuera de la Palabra. “Porque a uno por medio del Espíritu le es dada palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia, según el mismo Espíritu” (1 Corintios 12:8). Cuando enumera el apóstol las cualidades por las cuales él y otros se reconocen como siervos de Dios, encontramos lo siguiente en esta admirable lista: “Con ciencia.... con Palabra de verdad... por medio de la armadura de justicia.... a diestra y a siniestra” (2 Corintios 6), y si reparáis en lo que constituye esta armadura encontraréis que es la verdad, la cual es un cinto para los lomos, y la espada del Espíritu que es la Palabra de Dios (Efesios 6:14,17). El apóstol, aludiendo a lo que ya había escrito a los efesios, dice: “Por cuya lectura podéis conocer cuál sea mi inteligencia en el misterio de Cristo” (Efesios 3:4). Cuando el mismo apóstol insiste para que los santos se exhorten unos a otros, vedlo que menciona ante todo como condición esencial y previa: “Habite ricamente en vosotros la palabra de Cristo, con toda sabiduría; enseñándoos y amonestándoos los unos a los otros, con salmos e himnos y cánticos espirituales, cantando con gracia en vuestros corazones a Dios” (Colosenses 3:16). Asimismo dice a Timoteo: “Si impusieres a los hermanos en estas cosas, serás un buen ministro de Cristo Jesús, nutrido en las palabras de la fe y de la buena enseñanza, que has seguido estrictamente”: y le exhorta diciendo: “Entretanto que yo vaya allá, aplícate a la lectura, a la exhortación, a la enseñanza. Medita en estas cosas, ocúpate enteramente de ellas para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos. Mira por ti mismo y por la enseñanza; persevera en estas cosas; porque haciendo esto a ti mismo te salvarás y también a los que te oyen” (1 Timoteo 4:6,13-16).
En la segunda Epístola exhorta a Timoteo de esta manera: “Y las cosas que has oído de mi parte, confirmadas por medio de muchos testigos, encomiéndalas a hombres fieles, que sean idóneos para enseñarlas a otros también” (2 Timoteo 2:2). Y en lo que se refiere personalmente a Timoteo, leemos: “Procura con diligencia presentarte ante Dios como ministro aprobado, obrero que no tiene de qué avergonzarse, manejando acertadamente la palabra de la verdad” (2 Timoteo 2:15).
En las cualidades requeridas para ser obispo o sobreveedor, tal como están mencionados en Tito 1, hallamos ésta: “Reteniendo firme la palabra fiel, que es conforme a la enseñanza, para que pueda así exhortar en la sana doctrina y convencer a los que contradicen”.
Todo cuanto antecede prueba con evidencia, hermanos míos, que no es sólo con pequeños fragmentos de la verdad —presentados cada vez que nos sentimos obligados a ello— como la iglesia podrá ser edificada.
No; los hermanos por cuyo medio obra el Espíritu Santo para edificar, apacentar y guiar a los santos de Dios, son aquellos cuya presencia es generalmente ejercitada por la meditación de la Palabra; “aquellos que, por medio del uso, tienen los sentidos ejercitados para discernir el bien y el mal” (Hebreos 5:14), como dijimos: lo que menos podemos esperar, de los que tienen un ministerio en la Iglesia, es que tengan semejante conocimiento de la Palabra de Dios.
Sin embargo, dicho conocimiento no basta; es preciso que la Palabra de Dios sea aplicada a la conciencia de los santos de tal modo que responda a sus necesidades actuales. Para esto hace falta aprender a conocer el estado de los santos, teniendo conversaciones con ellos, etc., (y dicho conocimiento siempre será muy imperfecto) o bien ser directamente dirigido por Dios.
Esto vale para los hermanos que, como evangelistas, pastores y maestros, son, en el sentido más amplio de la palabra, y más evidentemente, los dones de Cristo a Su Iglesia. Tan sólo Dios puede hacerles hallar las porciones de la verdad, que harán mella en las conciencias y que responderán a las necesidades de las almas. Tan sólo Él puede capacitarles para presentar esta verdad, de tal modo que produzca efecto. Conoce Dios las necesidades de todos en general y cada uno en particular, en las Asambleas, y puede dar a los que hablan la verdad que precisamente conviene, que es necesaria, conozcan o no el estado de aquellos a quienes se dirigen. Por lo tanto, ¡Cuán importante es el estar sincera y enteramente sujetos al Espíritu!
Una cosa que debería siempre distinguir al ministerio del Espíritu sería esas efusiones que proceden de un afecto personal para Cristo. “¿Me amas?”, tal fue la pregunta formulada por tres veces a Pedro; al mismo tiempo que le era mandado por tres veces también apacentar el rebaño de Cristo. “Porque el amor de Cristo nos constriñe”, dice Pablo. ¡Cuánto difiere esto de tantos motivos que pudieran influenciarnos! Cuán importante sería que pudiésemos decir con buena conciencia, cada vez que cumplamos algún ministerio: “No es el afán de destacarse, ni la rutina, ni la impaciencia (la cual no puede aguantar que no se haga nada), la que me ha llevado a obrar, sino es el amor para Cristo y para Su rebaño, a causa de Aquél que lo compró al precio de Su propia sangre”. Por cierto este era el móvil que faltaba al mal siervo que había escondido en la tierra el talento de su Maestro.
Además, tanto el ministerio del Espíritu como cualquier acción llevada a cabo, dentro de la Asamblea, bajo el impulso de este mismo Espíritu, ha de distinguirse siempre por un hondo sentir de responsabilidad hacia Cristo. Permitidme, hermanos míos, formularos a vosotros y a mí una pregunta: Supongamos que alguna vez se nos preguntase al finalizar una reunión: “¿Por qué indicó Ud. tal o cual cántico, o ha leído tal capítulo, o pronunciado estas palabras, u orado de este modo?” ¿Podríamos contestar: “He indicado yo este cántico porque estaba consciente de que respondía al propósito del Espíritu en aquel momento. He leído aquel capítulo o dicho estas palabras porque sentía claramente delante de Dios que este era el servicio que mi Dios y Maestro me indicaba. Oré de esta forma porque estaba consciente de que el Espíritu de Dios me inducía a pedir, como boca de la Asamblea, las bendiciones imploradas en esta oración”?
Hermanos míos, ¿podríamos contestar esto? (aunque son cosas que se conocen mejor después, que en el mismo momento). O bien, ¿no obramos a menudo sin ninguna noción de nuestra responsabilidad hacia Cristo? “Si alguno habla, sea como los oráculos de Dios”, dice el apóstol Pedro. Esto no significa que habla según la Escritura; aunque desde luego esto sea verdad también. Más bien, este pasaje quiere decir que los que hablan deben hacerlo como oráculos de Dios; como siendo Su boca.
Si no estoy seguro —en conciencia— de que Dios mismo me ha enseñado lo que digo a la Asamblea y de que lo hago en el momento oportuno, debo callarme. Desde luego, un hombre puede equivocarse al decir esto, y a los santos les toca juzgar por la Palabra de Dios de todo cuanto oyen; pero la sola convicción delante de Dios, de que Dios les ha dado algo que hacer o que decir; esta sola convicción no debería autorizar a nadie para hablar u obrar de otro modo en las reuniones. Si nuestras conciencias obrasen habitualmente bajo esta responsabilidad, sería tal vez un obstáculo para muchas cosas; pero, al mismo tiempo, Dios podría manifestar Su presencia, que a menudo no realizamos lo suficiente.
Cuánto sorprende este sentimiento de responsabilidad inmediata para con Cristo en el apóstol Pablo: “Pues aunque predico el evangelio, nada tengo de qué gloriarme; porque necesidad me está impuesta; pues ¡ay de mí si no predicase el evangelio!” Cuán conmovedoras son estas palabras que dirige a los mismos cristianos: “Y estuve con vosotros con debilidad, con temor y con mucho temblor” (1 Corintios 2:3). ¡Qué reproche contra la ligereza y la presunción, con las cuales, por desgracia, tratamos todos demasiado a menudo la Santa Palabra de nuestro Dios! “Pues no somos como muchos”, añade aún el mismo apóstol, “que hacen comercio de la Palabra de Dios; sino al contrario, como hombres de sinceridad, y como de Dios, delante de Dios, hablamos en Cristo” (2 Corintios 2:17).
Quisiera mencionar otro asunto: “No nos ha dado Dios Espíritu de cobardía, sino de fortaleza, y de amor, y de templanza” (2 Timoteo 1:7). “Un espíritu de templanza” (o sentido común). Cabe la posibilidad de que un hombre tenga poca o ninguna ciencia humana; es posible que sea incapaz de expresarse de modo elegante, o hasta correcto; puede ser que le falte todo eso y que, sin embargo, él sea “un buen siervo de Jesucristo”. Mas es preciso que él tenga un espíritu de templanza o de sentido común, y mientras estamos tratando este tema, ¿me permitiréis mencionar una cosa que algunas veces me ha entristecido mucho, tanto en otras partes como en medio de nosotros? Me refiero a la confusión que se hace entre las personas de la Divinidad, lo cual ocurre a veces en las oraciones. Cuando al empezar a orar, un hermano se dirige a Dios el Padre, y sigue hablando como si Él fuese quien ha sido muerto y resucitado; o bien cuando se dirige a Jesús, le da las gracias por haber enviado su Hijo Unigénito al mundo: os confieso que me pregunto: “¿Puede el Espíritu de Dios inspirar semejantes oraciones?” Es evidente que todos cuantos toman parte en el Culto necesitan también el espíritu de “sentido común” para evitar estas confusiones. Ninguno de estos hermanos creerá que el Padre ha muerto en el Calvario, ni que Cristo haya enviado a Su Hijo al mundo. ¿Dónde hallar el espíritu maduro, el espíritu inteligente que debería caracterizar a los que sobresalen como los “canales” del culto de los santos, cuando el lenguaje del cual se valen expresa en realidad lo que ellos mismos no creen, lo que sería “chocante” de creer?
Reservando aún los puntos para otra carta, quedo vuestro afectísimo en Cristo.
*****
A lo que dice aquí el autor referente a ciertos defectos en las oraciones —los cuales nunca pueden salir del Espíritu de Dios—, el editor toma la libertad de añadir unas palabras sobre el mismo tema.
1) Cuando un hermano, orando en la asamblea, se dirige al Señor diciendo ¡Dios mío!, esto tampoco puede provenir del Espíritu, el cual identifica a todos los hermanos con aquel a quien permite levantarse para ser la boca de ellos.
2) Cuando una oración, o acción de gracias, encierra largas exposiciones de doctrina tampoco puedo ver en ella una obra del Espíritu Santo. Quien ora habla a Dios, y no a los hermanos; y Dios no precisa que le prediquemos a Él (o sea, que Él sea enseñado por nosotros).
3) Dudo de que actos de culto sucediéndose siempre en el mismo orden, se deban siempre a los impulsos del Espíritu. ¿Acaso quiere el Espíritu que toda reunión termine por una oración, sin la cual nadie se atrevería a levantarse para salir? Por cierto que una oración final es muy conveniente, y, en su lugar, si ha sido inspirada por Dios. De lo contrario, sólo sería una pobre fórmula que no vale más que una liturgia.

QUINTA CARTA: Diversas observaciones sobre la dependencia mutua de los santos en las reuniones de edificación, y sobre otros temas

Amadísimos hermanos:
En esta carta, mis observaciones serán más deshilvanadas que en las cartas anteriores. Tengo el propósito de hacer énfasis sobre diversos puntos que no podían fácilmente figurar entre los temas que he tratado anteriormente.
En primer lugar, permitidme recordaros que todo cuanto se hace en una reunión de edificación mutua debe ser fruto de la comunión. Quiero decir que, si voy a leer un capítulo de la Palabra, no tendré que hojear mucho tiempo mi biblia para hallar en ella la porción que conviene leer. Pero admitiendo que conozco más o menos esta Palabra, es preciso que el Espíritu de Dios me haya indicado la porción bíblica que debo leer. Asimismo, si hay que cantar un himno, no será por haberme dado cuenta que había llegado el momento de cantar, y que así habré buscado en mi himnario un cántico que me gusta. Por el contrario, es preciso que —en la medida que conozco el himnario— el Espíritu de Dios me haya recordado un cántico, y guiado a indicarlo. El ver, o imaginarse, a media docena de hermanos hojeando sus himnarios y sus biblias para buscar porciones y cánticos aptos, va esencialmente en contra del verdadero carácter de una reunión de edificación mutua en la dependencia del Espíritu Santo. Puede ocurrir, desde luego, que debido a un imperfecto conocimiento de mi biblia, tenga que buscar el capítulo que el Espíritu me haya indicado para leer; e igualmente cuando se trata de un cántico. Pero está claro que éste es el único propósito que se debe tener hojeando uno u otro de estos libros, al estar reunidos sobre el principio de la dependencia del Espíritu Santo para mutua edificación.
En segundo lugar, de comprender bien lo que acabamos de decir, ocurriría —como lógica consecuencia— que al ver a un hermano abrir su Biblia o su himnario, uno sabría que lo hace con el propósito de leer una porción de la Palabra o de indicar un himno. El pasaje: “Por lo cual, hermanos míos, cuando os reunís para comer, esperaos los unos a los otros” (1 Corintios 11:33), impediría entonces a cualquier otro hermano de tener la idea de actuar en la reunión hasta que aquel que hubiera manifestado así su deseo de leer, etc., hubiese llevado la cosa a cabo, o hubiera renunciado a ella. Esto me lleva al tema de la mutua dependencia, sobre el cual será bueno meditar un momento.
En este capítulo (1 Corintios 11) no se trata para los corintios del ministerio, sino del modo de tomar la Cena del Señor. El tema del ministerio se presenta en el capítulo 14, pero la raíz moral del desorden era la misma en ambos casos. Los corintios no discernían el cuerpo, y así cada cual estaba ocupado con su propia persona. “Porque en vuestro comer, cada cual toma, antes de haber distribución, su propia cena”. El resultado era el siguiente: “Uno tiene hambre, y el otro está ebrio”. El principio del egoísmo producía allí frutos tan visibles y tan monstruosos, que ofendían hasta los sentimientos naturales.
Pero si yendo a las reuniones y estando en ellas no hago más que pensar en el capítulo que leeré o en el cántico que indicaré; en una palabra: a la parte que tomaré en el culto, el “Yo” será —en las cosas espirituales— el eje sobre el cual girarán mis pensamientos y mis preocupaciones, del mismo modo que si —a semejanza de los corintios en las cosas naturales— hubiera traído una cena y la comiese, mientras que un hermano pobre que no hubiera podido procurarse una, tendría que marcharse en ayunas. Es en la unidad del solo cuerpo de Cristo, vivificado, animado, enseñado y gobernado por el solo Espíritu como nos reunimos; y desde luego, al reunirnos así, el pensamiento de nuestros corazones no debería ser ni la cena que yo debo comer, ni la parte que yo tenga que tomar en la reunión, sino en la bondad y en la gracia admirable que nos ha confiado a la custodia del Espíritu Santo, el cual, si esperamos humildemente en Él, no dejará de indicar a cada uno el lugar y la acción que le conviene, sin que haya la menor preocupación en nosotros a este respecto. Cada cristiano no es sino un miembro del cuerpo de Cristo, y si los corintios hubieran discernido y realizado esto, ciertamente aquél que tenía con qué cenar hubiera esperado a aquellos que no tenían, para compartirla con ellos.
Del mismo modo, si mi alma reconoce esa preciosa unidad del cuerpo y el humilde lugar que ocupo en él como siendo solamente uno de sus miembros, me guardaré de obrar en la asamblea con una precipitación que pudiera impedir a otros santos de hacerlo. Y si siento que debo hablar de parte del Señor, o que Él me llama a algún servicio, siempre me acordaré de que otros pueden también tener algo que decir, que pueden haber recibido el mismo llamamiento, y les dejaré tiempo para actuar. Y, sobre todo, si veo a un hermano que tiene un libro abierto para leer una porción de la Biblia o para indicar un himno, esperaré que lo haya hecho, en vez de apresurarme para que no lo haga. Estas palabras “Esperaos unos a otros” puede aplicarse tanto a esto como al partimiento del pan; y en el capítulo 14, vemos que cuando profetas hablaban en la asamblea por revelación inmediata, debían someterse unos a otros de tal manera que, incluso cuando uno de ellos hablaba, si otro sentado recibía una revelación, el primero debía “callar”. Además, si —como ya lo dijimos— reconocemos el sitio que tenemos en el cuerpo y la unidad de éste, el alcance general y moral de esta palabra: “sea cada hombre pronto para oír, tardo para hablar” (Santiago 1:19), nos enseñará a esperar así unos a otros.
Tercero, el propósito de nuestra reunión es la edificación; sobre esto insiste el apóstol en 1 Corintios 14. En el capítulo 12 tenemos el cuerpo de Cristo sometido a Él como a su Señor, y testigo en esa tierra de esta soberanía de Cristo, en virtud de la morada y de la acción del Espíritu Santo, quien reparte Sus dones de gracia a cada uno en particular, según quiere. Este capítulo termina por la lista de los dones: apóstoles, profetas, etc., a los cuales Dios ha colocado en la Iglesia en sus diversos lugares para utilidad y servicio para todo el cuerpo. Somos exhortados a desear ardientemente los mejores dones, pero al mismo tiempo se hace alusión a un camino más excelente, es decir, la caridad o el amor, del cual habla el capítulo 13, sin el cual los dones más maravillosos nada son, y que debe regular el ejercicio de todos los dones, para que resulte verdaderamente para edificación. Este es el tema del capítulo 14.
El don de lenguas era el más maravilloso a los ojos de los hombres, y los corintios gustaban ostentarlo. En vez del amor buscando la edificación de todos, era la vanidad queriendo alardear de sus talentos. Estos eran realmente dones, dones del Espíritu. Y aquí, amados hermanos, consideremos seriamente que el poder del Espíritu manifestado en los dones para el servicio puede ser separado de la dirección viva del mismo Espíritu en el ejercicio de dichos dones. Esta dirección sólo se manifestará allí donde el yo esté crucificado, allí donde Cristo sea todo para el alma. El propósito del Espíritu Santo no es de glorificar los pobres vasos de barro que contienen los dones, sino de glorificar a Cristo, de quien proceden estos dones, por la edificación de todo el cuerpo, dando a quienes los recibieron de usarlos con gracia, humildad y abnegación. ¡Cuán hermosa es esta abnegación en el apóstol Pablo! Poseyendo todos los dones, ¡con qué sencillez de corazón buscaba no ostentarlos, sino exaltar a su Señor y edificar a los santos! “Gracias doy a Dios de que hablo en lenguas más que todos vosotros; en la iglesia, empero, quiero más bien hablar cinco palabras con mi mente, para que instruya también a los demás, que diez mil palabras en lenguas”. Con cuánto poder salen de la pluma de este hombre estas palabras del Espíritu Santo: “Hágase todo para edificación”. “Así, pues, vosotros también, ya que sois codiciosos de dones espirituales, procurad abundar en ellos de tal modo, que sea para la edificación de la iglesia”.
Además, para, ser fiel, todo siervo debe obrar según las instrucciones de su dueño. De aquí la importancia del asunto sobre el cual hice tanto énfasis en mi última carta, a saber: que si actúo en la asamblea de los santos, tan sólo será con la plena, seria e íntima convicción, delante de Dios, de que lo hago según Su voluntad actual: “Porque digo, por medio de la gracia que me ha sido dada a cada uno que está entre vosotros, que no piense de sí más elevadamente de lo que debe pensar, sino que piense sobriamente, según haya repartido Dios a cada uno la medida de fe” (Romanos 12:3).
La medida de fe que me ha dado Dios debe ser la medida de mis actos, y Dios, al darles la medida de fe necesaria, cuidará de que Sus siervos sepan así lo que deberán hacer. Así, pues, sólo la firme y sincera convicción de que tal es la voluntad de Dios puede autorizarme a obrar como Su siervo, en la asamblea e incluso por doquier. Sin embargo, como se puede abusar de este principio, Dios ha provisto a ello poniendo un freno a este abuso en la asamblea con este pasaje: “De los profetas hablen dos o tres y juzguen los otros” (1 Corintios 14:29). A mí me toca, en primer lugar, juzgar y saber si el Señor me llama, a hablar o a obrar de otro modo en la asamblea, pero una vez que haya obrado o hablado, es a mis hermanos a quienes toca juzgar y —en la mayoría de los casos— debo someterme a su juicio. En efecto, raras veces acontecerá que un siervo de Cristo se sienta autorizado a seguir obrando en las reuniones cuando su acción sería desaprobada por sus hermanos. Si Dios me llama a orar o hablar en las reuniones, si mi convicción de ser llamado a esto procede verdaderamente de Él, es evidente que le será tan fácil disponer el corazón de los santos para que reciban mi ministerio y se unan a mis oraciones, como le será fácil inclinar mi propio corazón para este servicio.
Si realmente es el Espíritu Santo quien me hace obrar, el mismo Espíritu, que actúa en mí, mora también en los santos y en el noventa y nueve por ciento de los casos, el Espíritu que está en dichos creyentes responderá al ministerio o al culto por el Espíritu de parte de cualquier hermano. Por lo tanto, si me diera cuenta de que mi actuación en las reuniones, en vez de edificar a los santos, fuese una carga y una molestia para ellos, podría sacar la conclusión de que me equivocaba al tomar esa decisión y que no había sido llamado a obrar así.
Supongamos, por otra parte, que el motivo por el cual el ministerio de un hermano no sea apreciado por algún tiempo esté, no en el estado de dicho hermano, sino en el de la asamblea, que ésta no pueda gustar ni apreciar su servicio: en este caso, que no es muy frecuente, puede ser que este siervo de Cristo haya de considerar si no debe aprender a ser como su Maestro, el cual enseñaba y “anunciaba la Palabra según ellos podían entender”; si no necesita algo más del espíritu de Pablo, el cual podía decir: “Éramos mansos en medio de vosotros, como una nodriza acaricia a sus propios hijos”, y como dice asimismo en otro lugar: “Os alimenté con leche, no con manjar sólido, porque no erais capaces de ello, ni aún todavía sois capaces”.
Si a pesar de esa ternura y esos cuidados llenos de discernimiento siguen rechazando el ministerio de este hermano, será ciertamente una prueba para su fe. Mas como el propósito del ministerio es la edificación, y que resulta imposible que los santos sean edificados por un ministerio que no se encomienda a sus conciencias, de nada valdría imponérselo, fuesen o no capaces de recibirlo. El estado general de flaqueza o de enfermedad de un cuerpo puede producir la dislocación de alguna coyuntura. En este caso no se mejoraría el estado del cuerpo si se obligara a la coyuntura dislocada a funcionar. Tal vez sea de lamentar el que esta coyuntura no pueda funcionar, pero la única manera de curarla es otorgarla un descanso completo, mientras que con otros medios se intente restablecer la salud del cuerpo. Lo mismo ocurre con el caso que hemos tomado como ejemplo; continuar ejerciendo un ministerio allí donde no se recibe —incluso cuando el motivo de ello reside en el miserable estado de la Asamblea— tan sólo aumentaría la irritación y empeoraría el mal estado de las cosas.
El siervo del Señor sabrá entonces que por sabiduría conviene callar; o bien, tal vez, quiere el Señor dar a comprender de este modo que Su voluntad es que ejercite su ministerio en otro lugar.
Por otra parte, amados hermanos, permitidme advertirles seriamente contra un lazo, que probablemente Satanás querrá ahora tenderles: Me refiero al espíritu de crítica acerca de lo que se hace en las reuniones. El enemigo siempre tiende a lanzarnos de un extremo a otro; de modo que si hemos pecado de indiferencia, concediendo demasiada poca importancia a lo que se hacía —con tal que se llenara el tiempo— es más probable que seremos ahora expuestos al peligro contrario. ¡Ojalá nos guarde el Señor de ello en Su misericordia! No hay nada que revele un estado de corazón más deplorable y nada que pueda ser de mayor obstáculo a la bendición que un espíritu de censura y de crítica.
Nos reunimos para adorar a Dios y para edificarnos mutuamente y no para juzgar a nuestros hermanos que están sirviendo, a decir que un tal ejerce su ministerio de modo carnal y que otro ora por el Espíritu. Al manifestarse la carne, es preciso, desde luego, que ésta sea juzgada; mas es cosa triste y humillante el discernirla y juzgarla así, en vez de gozar juntamente (lo cual constituye nuestro feliz testimonio) de la plenitud de nuestro divino Salvador y Maestro. Guardémonos, pues, de un espíritu de juicio.
Hay dones inferiores tanto como superiores, y sabemos Quién es Aquél que ha dado mayor honra a los miembros del cuerpo a quienes les faltaba. En la asamblea, los actos de un hermano no son todos necesariamente carnales porque obre, hasta cierto punto, en la carne, A este propósito nos conviene meditar esas palabras de uno de los siervos de Dios más estimados entre nosotros:
“Es de suma necesidad”, dice, “el que consideremos primeramente la naturaleza de nuestro don, y en segundo lugar su medida o alcance. En cuanto a esta última, séame lícito deciros que no tengo la menor duda de si más de un don no es reconocido es porque en el ejercicio de estos dones, los hermanos que los recibieron han ido más allá de su medida. ‘Si el de profecía, úsese conforme a la medida de la fe’. Todo cuanto va más allá de dicho límite procede de la ‘carne’: el hombre hace resaltar lo suyo; el hecho se nota y entonces se rechaza por completo el ejercicio de su don; y esto porque el hermano que actuó en la asamblea no supo ceñirse a la medida, o límite, de su don. Entonces obra su carne, y cuanto dice se atribuye a la carne, lo cual no es de extrañar. Asimismo, en cuanto a la naturaleza de un don, si un hombre empieza a enseñar en vez de limitarse a la exhortación (si exhortar puede), no edificará: es imposible que edifique. Desearía mayormente llamar la atención de cada uno de los hermanos usados en el ministerio de la Palabra sobre este punto, ya que, tal vez, no les llegaría nunca de otro modo por una falta de fidelidad de parte de sus oyentes”.
Estas palabras van dirigidas a cuantos ejercen un ministerio, pero las he citado, amados hermanos, para que aprendamos a no condenar todo cuanto puede decir o hacer un hermano, por discernir en ello algo que sea carnal. Reconozcamos con acciones de gracias lo que es del Espíritu, distinguiéndolo de cualquier otra cosa, incluso en el ministerio y en los hechos de un mismo individuo.
*****
Quedan dos o tres pequeños detalles sobre los cuales quisiera —en la sencillez del amor fraternal— añadir algunas palabras. En primer lugar, referentes a la distribución del pan y del vino a la mesa del Señor. Por otra parte, será muy bueno que la distribución no fuese, constante y exclusivamente, hecha por uno o dos hermanos, como si esto fuese una distribución clerical; mas, por otra parte, no veo nada en la Escritura que autorice a cualquier hermano que sea a partir el pan o a dar la copa sin dar las gracias. En Mateo 24:26-27, Marcos 14:22-23, Lucas 22:19 y 1 Corintios 11:24, leemos que el Señor Jesús dio gracias cuando partió el pan y que tomó la copa; y en 1 Corintios 10:16, llámase la copa, copa de bendición o de acción de gracias. Si, pues, hemos de tomar la Escritura como nuestro guía, ¿no está claro que aquel que parte el pan o que toma la copa debería dar gracias al mismo tiempo? Y si alguien de nosotros se sintiera incapaz de darlas, ¿no sería motivo para que se preguntara si está verdaderamente llamado a distribuir el pan y el vino?
Luego, en cuanto a la dirección o a la vigilancia en la Iglesia, y también en cuanto a las calificaciones que deben ser halladas en los que ejercitan un servicio visible en medio de los santos, todos deberíamos estudiar con oración 1 Timoteo 3 y Tito 1. El versículo 6 de 1 Timoteo 3 encierra una peculiaridad de la cual es bueno acordarnos: “No neófito, no sea que hinchado de orgullo caiga en la condenación del diablo”. Cabe que la vocación de Dios y el don de Cristo se hallen en un joven como Timoteo (o, en el Antiguo Testamento, como Jeremías); y estas palabras: “Nadie tenga en poco tu juventud” se aplicarían hoy día a un joven, como antiguamente a Timoteo; mas es a Timoteo a quien estas palabras “no un neófito” iban dirigidas. Su juventud no debía ser un aliciente para que actuasen aquellos que carecían del don y de la gracia que le habían sido otorgados. Hay, incluso, una conveniencia natural a que el joven ocupe un lugar de sumisión, más bien que de gobierno; es un hermoso ejemplo que, por desgracia, se olvida algunas veces. “De la misma manera, vosotros los jóvenes, someteos a los ancianos; y todos vosotros ceñidos de humildad, para servir los unos a los otros; porque Dios resiste a los soberbios, mas da gracia a los humildes” (1 Pedro 5:5).
Amados hermanos, que el Señor, en Su misericordia, nos conceda andar humildemente con Él, y que de este modo nada venga a entorpecer la obra de Su Espíritu Santo en medio de nosotros.
Vuestro afectísimo...,
W. T.
APÉNDICE A LA QUINTA CARTA
Amado hermano:
En cuanto a su primera pregunta: ¿Cómo puede un hermano saber cuándo habla u obra por el Espíritu?, hay que saber lo que se entiende por eso; por cuanto se puede pretender a una especie de inspiración espontánea, lo que —por general— no es más que imaginación o voluntad propia. Es inexacto considerar la acción del Espíritu Santo en la asamblea como si se tratase de alguien que preside en medio de ella sin estar en los individuos, y tomando repentinamente a éste o a aquel para hacerles actuar. Nada semejante se halla en la Palabra desde el descenso personal del Espíritu Santo. Podríamos examinar, desde el capítulo 7 del Evangelio según San Juan hasta el capítulo 2 de la Primera Epístola de Juan unos 50 pasajes referentes a la presencia y acción del Espíritu en los santos y en medio de ellos; y convencernos de que no existe el menor rasgo de esta pretendida presidencia del Espíritu Santo en la asamblea.
Creo que la reacción normal contra los principios del clero —el cual quiere establecer a un solo hombre para hacerlo todo en una congregación— puede inducir a caer en el extremo opuesto, y hacer de la asamblea una república democrática bajo la pretendida presidencia del Espíritu Santo. El más importante pasaje a este respecto se encuentra en 1 Corintios 12:11, el cual se aplica muy mal a menudo, como si apoyare esta idea de presidencia: “Pero todas estas cosas las obra aquel uno y mismo Espíritu, repartiendo a cada cual conforme Él quiere”. La cuestión es, pues, de saber cuándo reparte el Espíritu un don a alguien. ¿Una vez para siempre o cada vez que ha de manifestarse dicho don? Desde luego que una vez para siempre.
La idea de que el Espíritu Santo toma repentinamente a un hermano, le hace levantarse como por un muelle, en la asamblea, para dar gracias, para leer, para meditar, no se halla en la Escritura desde el descenso personal del Espíritu Santo. Así, puedo edificar la asamblea diciendo hoy lo que el Espíritu Santo me habrá comunicado hace diez años por medio de la Palabra. Niego formalmente que un hermano que se levanta, en uno de los casos aludidos, pueda decir positivamente, cuando se levanta, que lo hace por el Espíritu; incluso cuando un hermano vuelve a sentarse tras haber dado gracias, por ejemplo, no debe buscar, para sí mismo, si ha obrado realmente según el Espíritu (aunque pueda tener consciencia de ello); pero la asamblea que escucha las acciones de gracias tiene inmediatamente consciencia o no si estas alabanzas eran fruto del Espíritu o de la carne; su amén confirma la cosa. Digo la asamblea como tal; no me refiero a las personas que con mal espíritu o por antipatía decidirían de antemano rechazar la acción de tal o cual hermano. Estas serían unos Nadab y Abiú, allí donde la asamblea añade su amén por obra del Espíritu.
Como principio, vemos en 1 Corintios 14 que todo no consistía en hablar por el Espíritu en la asamblea; era también preciso hablar en el momento oportuno, a fin de edificar la asamblea. Aquellos que tenían dones de lenguas hablaban ciertamente por el Espíritu, pero cuando en la asamblea hacían uso de estos dones, que eran señales para los de fuera (1 Corintios 14:22), no edificaban la asamblea, y el apóstol les dice que si carecen de intérpretes, deben callarse en la asamblea.
Según estos principios, su pregunta debería ser más bien ésta: “La acción de un hermano que habla con cierta frecuencia en la asamblea ¿edifica la asamblea?” Si ésta, como tal (no se trata aquí de individuos aislados) puede contestar que sí, entonces este hermano tiene el testimonio de que habla por el Espíritu —sin pretender a una inspiración cuando habla—. Pero si la asamblea (como tal, siempre que se supone que está en su estado normal) contestaba que la acción de este hermano no edifica; entonces, según los principios de 1 Corintios 14:22, tendría que callarse dicho hermano. En esto reside todo el asunto. En dicho capítulo, la Palabra nos enseña que no quiere otra acción en la asamblea que la que edifica la asamblea, tanto si se trata de acciones de gracias como de enseñanza (véase los versículos 13-25). Ocurría incluso que unos orasen por el Espíritu sin ser el órgano de la asamblea; ésta no podía comprenderlo para decir: Amén.
A su pregunta: “¿Puede el Espíritu llamar a un hermano para evangelizar en el culto?” descansa también sobre esta falsa noción de inspiración espontánea. Afirmo que un hermano, enseñado por Dios, no evangelizará en el culto, porque está allí para adorar a Dios, y no para hablar a los hombres (1 Pedro 2:5).
La extraña pregunta: “¿Qué es lo que venimos a hacer en las reuniones de culto?” halla su respuesta en particular en este mismo pasaje de 1 Pedro 2:5; luego en otros lugares, en las palabras del Señor en Juan 4:23-24; luego en Lucas 22:19-20, en cuanto a la Cena del Señor, base del culto, y también en Hechos 20:7, donde vemos que el propósito especial de la reunión, el primer día de la semana, era de “partir el pan”.
Tocante a su última pregunta: “Si un hermano evangelista que está de paso convoca y lleva a cabo una reunión, un hermano de los que escuchan, ¿debe venir en su ayuda? Y ¿debemos reconocer a este hermano evangelista como a un enviado?”
Contestaré primero que es muy sencillo reconocer este hermano evangelista como enviado, ya que la Palabra no reconoce a otros evangelistas que aquellos dados por el Señor tras haber entrado en la gloria (Efesios 4:11-12). No contesto la libertad que posee cada cristiano de anunciar a Cristo, en su correspondiente lugar y sitio. Pero hace falta notar que uno de estos evangelistas de Efesios 4 —como también un maestro, un pastor, etc.— ejerce su don bajo su propia responsabilidad delante del Señor que le ha enviado. Un tal hermano trabaja para su Señor. Es responsable de su propio trabajo delante de su Señor que le ha mandado. Por lo tanto, cuando este hermano ejerce su don delante de un auditorio convocado por él, si un oyente se entromete para ayudarle, éste viene a usurpar los derechos del evangelista y los del Señor que le ha enviado. Para mí, este principio es de suma importancia. Cuando oigo a un hermano que ha convocado una reunión para ejercer su don, ni siquiera indicaré un himno, a no ser que me lo haya pedido. Dos hermanos pueden ponerse de acuerdo para obrar juntos; es su asunto. El Espíritu había apartado a Bernabé y a Pablo (Hechos 13). Sin embargo, incluso entonces, vemos que Pablo era quien llevaba la palabra (Hechos 14:12).
Acerca de la evangelización, bueno es recordar que el evangelista es un individuo, una persona. La Palabra desconoce una asamblea evangelista.
Diré, además, en cuanto a los dones y a su ejercicio en la asamblea, que el hermano poseedor de un don no debe —en las reuniones de asamblea— tomar sobre sí de llevar toda la reunión, mayormente en una asamblea local. Un tal hermano se alegrará más bien oyendo a otros hermanos dando gracias, indicando un himno y expresando algunos pensamientos, pero no sobre el principio radical de que todos tienen el derecho a hablar. Notemos, a este respecto, que el pasaje de 1 Corintios 14:26 es más bien un reproche que una exhortación; no es: “Si cada uno tiene...”. Cada cual tenía algo, y esperaba el momento de presentarse con lo que tenía, sin preocuparse si era para edificación.
Mucho menos aún debe imaginarse un hermano que posee un don, que a él le incumbe hacer el culto el domingo por la mañana, bien sea en su asamblea local, bien sea en otra parte. Como sacerdote y adorador, está en el mismo nivel que todos cuantos componen la asamblea. Como hermano varón (u hombre: 1 Timoteo 2:8) tomando pública o abiertamente acción, en contraste con la mujer, que no la toma, no es más que otro; de tal manera que sea el órgano de la asamblea en las acciones de gracias. Pero, sí en tanto que el hermano está más cerca del Señor, puede que por eso tenga más acciones de gracias que dar que otro que —por ejemplo— estaría ocupado por los negocios de la vida. De este modo, dicho hermano podría presentar tres o cuatro alabanzas en la misma reunión de culto y ser, cada vez, el órgano de la asamblea.
Pero, al mismo tiempo, este hermano será más feliz por escuchar y decir “amén” a las acciones de gracias de otros hermanos que andan cerca del Señor. Sufrirá si se da cuenta que otros están esperando que él presente las acciones de gracias, e igualmente si nota que los amados hermanos que suelen tomar parte en la adoración en otros lugares se abstengan de hacerlo en su presencia.
Mas, en lo que se refiere a la enseñanza de la Palabra, este hermano está consciente, tanto en el culto como en las demás reuniones, que es responsable por el don que el Señor le ha confiado para edificación de la asamblea. Y si su ministerio es fruto de su comunión con el Señor, se impondrá cada vez más en la asamblea, a pesar del elemento radical que pueda existir en el seno de ésta.
La idea, según la cual un hermano dotado no debe ejercer su don en una reunión de culto, ni debe dar gracias allí más que otro, no tiene base alguna en la Biblia. ¿Cómo imaginar a un Timoteo, un Tito, un Epafras, un Estéfanas (para no mencionar a Pablo, Juan o Pedro), que fuesen menos aptos que otros para ser los órganos de la asamblea en las acciones de gracias del culto, y que tales hermanos tuviesen que abstenerse para dejar lugar a los demás?
Unos se figuran también que los adoradores son los hermanos que se levantan para alabar al Señor; esto es falso. Todas las hermanas son adoradoras, y no deben levantarse nunca para dar gracias. Todos los hermanos son adoradores, pero —desgraciadamente— no todos son espirituales, piadosos, viviendo cerca del Señor para poder ser cada uno el órgano de la asamblea en las acciones de gracias. Asimismo, algunos no son suficientemente sencillos para hacerlo como cuando están sentados a su mesa en casa.
Por fin, en cuanto a obrar por el Espíritu, volvamos a tomar el ejemplo de Pablo y Bernabé en Hechos 13. Estos eran hombres dados por el Señor, ascendido en la gloria, según Efesios 4:11,12; y en Hechos 13, el Espíritu Santo los aparta y los envía una vez para siempre para ir a hablar del Señor por doquier todos los días; bajo Su dependencia, desde luego. No tenían que preguntarse, por lo tanto, al hallarse ante las multitudes en las plazas, en las sinagogas, y más tarde en las asambleas de los hermanos, si el Espíritu Santo les llamaba a hablar en aquel momento, estaban allí con este propósito, enviados desde Antioquía por el Espíritu Santo.
Cuando más tarde Pablo se encontró por un solo Domingo y por la última vez en determinada asamblea (Hechos 20:7,12), donde habló muy extensamente, ¿qué hubiéramos pensado de un hermano de Troas que hubiera insinuado a los demás que Pablo participaba demasiado en el culto? Tomo este ejemplo como principio; todos no son como el apóstol Pablo. Felices son los santos que —libres de este espíritu nivelador— saben reconocer al Señor, allí donde ha concedido alguna gracia para bien de todos. Además de Efesios 4:11,12 y 1 Corintios 12, leed también cuidadosamente 1 Corintios 16:15-18, 1 Tesalonicenses 5:12-13 y Hebreos 13:17.
W. T.