Consejos para el Matrimonio

Table of Contents

1. La Institución Del Matrimonio
2. El Matrimonio En Un Mundo Desfigurado Por El Pecado
3. Tres Etapas Progresivas Al Principio De La Vida De Un Cristiano
4. Escogiendo Al Esposo O La Esposa
5. Compatibilidad
6. Su Propia Tribu
7. Los Primeros Pasos
8. Compromisos
9. Muestras De Afecto
10. La Boda
11. Una Nueva Relación
12. Nuevas Responsabilidades
13. El Nuevo Hogar
14. Un Buen Comienzo
15. “Betania”
16. Vida Práctica Cristiana
17. Sacrificios Cristianos
18. El Lugar De La Mujer En El Hogar
19. Una Herencia Del Señor
20. Una Relación Nueva
21. Responsabilidades Nuevas Otra Vez
22. Dando Ejemplo
23. El Ambiente Del Hogar
24. Llevando a Los Niños a Las Reuniones
25. Otros Problemas
26. Conclusión

La Institución Del Matrimonio

“Y dijo Jehová Dios: No es bueno que el hombre esté solo; haréle ayuda idónea para él” (Gn. 2:18). En el tiempo en que se hizo esta declaración, Dios ya había preparado esta tierra (y el cielo) de manera idónea en todo para el hombre. La tierra seca, el agua, el sol, la luna, y las estrellas: todos ocupaban sus lugares respectivos. La vegetación, las plantas, los árboles frutales, estaban todos dispuestos tanto para la comodidad como para la necesidad de sus criaturas; mientras que los peces, las aves y las bestias fueron creados para sus propias esferas. Todo esto se describe en Génesis capítulo 1.
A la cabeza de esta bella creación, Dios colocó al hombre al cual Él había creado. Todo estaba sujeto a Adán: él era su señor por ordenación divina. Su señorío fue expresado en que puso nombres “a toda bestia y ave de los cielos y a todo animal del campo.” Pero en medio de toda su bendición y dominio había una, y solamente una cosa que le faltaba: “para Adán no halló ayuda que estuviese idónea para él” (Gn. 2:20). No había nadie que pudiera ser su compañera, ningún ser en el cual verter los afectos de su corazón; ni había quién compartiera con él su dominio.
Dios notó lo único que faltaba para la felicidad de Adán, y dijo: “Haréle ayuda idónea para él.” No había que descuidar nada que completase el ambiente de la bendición del hombre; así que Dios creó a la mujer y se la trajo a Adán. Luego la boca de Adán se abrió para hablar de manera que no había hecho antes.
Esto, entonces, fue el principio de la institución del matrimonio: fue el plan divino provisto por Dios para su criatura—el hombre. El que quiera corromper esta unión es culpable de hacer afrenta a Dios, y el que desprecia la relación desprecia al Dios que la estableció.
Cuando se le preguntó al Señor Jesús acerca de la legalidad del divorcio, Él llevó a sus interrogadores hasta el principio. Ellos adujeron a su favor que Moisés les permitió despedir a sus esposas, y el Señor confirmó que eso era la verdad, pero les dijo que era por causa de la dureza de sus corazones que Moisés escribió tal precepto, y añadió: “pero al PRINCIPIO de la creación, varón y hembra los hizo Dios. Por esto dejará el hombre a su padre y su madre, y se juntará a su mujer. Y los que eran dos, serán hechos una carne: así que no son más dos, sino una carne. Pues lo que Dios juntó, no lo aparte el hombre” (Mr. 10:6-9). Y en el relato escrito en Mateo capítulo 19, al hablar del divorcio, Él dijo: “mas al PRINCIPIO no fue así” (v. 8).
Si queremos tener los pensamientos divinos acerca del matrimonio y del divorcio, hay que referirnos al principio, a lo que Dios estableció. No los obtendremos de la opinión y práctica mundial.
Ni la poligamia ni la poliandria ha estado de acuerdo con el propósito de Dios: Él no hizo dos esposas para Adán, ni hubo dos esposos para Eva. Estas prácticas son males que vinieron por medio del hombre. La primera vez que se mencionó la poligamia fue en la historia de la familia de Caín, quien salió de la presencia del Señor y se estableció como morador en la tierra: Lamec, su descendiente de la quinta generación, tomó dos mujeres (Gn. 4:19). Ha sido la luz de la cristiandad la que muestra que sólo la monogamia (tener una sola esposa) está de acuerdo con la voluntad de Dios (véase Mt. 19:4-8; 1 Co. 7:2; 1 Ti. 3:2). La influencia de esta luz logró que en una gran parte del mundo la gente deje de cometer aquellas malas prácticas, al menos abiertamente.
Ahora, antes de terminar el tema de la institución del matrimonio, vamos a notar algo de la importancia más profunda: a saber, Dios estaba contemplando que su Hijo tuviera una esposa. Esto es evidente de la manera en que Eva fue creada: no fue de la misma manera que Adán. Para que Adán pudiera tener a su esposa, “Dios hizo caer sueño sobre Adán,” una figura de la muerte que nuestro bendito Señor padeció. Luego Jehová Dios “tomó una de sus costillas” (tal vez otro símbolo de la muerte) “y cerró la carne en su lugar; y de la costilla ... hizo una mujer, y trájola al hombre.” Así que “dijo Adán: Esto es ahora hueso de mis huesos, y carne de mi carne” (Gn. 2:21-23).
Qué pensamientos de afecto y de cuidado debiera haber tenido Adán al contemplar a Eva—por haber podido tener a la cual había pasado por ese sueño, y con toda probabilidad llevó en su cuerpo las marcas de esa operación. Ella era realmente una parte de él. ¡Cuán diferentes habrían sido sus pensamientos acerca de ella, si ella hubiera sido creada por Dios enteramente aparte de Adán!
Todo esto trae ante nosotros las profundidades a las cuales el Señor Jesús descendió en Su amor para con nosotros, Su pueblo redimido, que Él ha de presentar pronto a Sí mismo como Su esposa intachable.
Y hoy el Espíritu Santo de Dios está en este mundo tomando de los gentiles un pueblo para Su nombre, la esposa de Cristo. ¿Ha sido conquistado el corazón del lector por el cual también Cristo murió, y resucitó?

El Matrimonio En Un Mundo Desfigurado Por El Pecado

Todo aquí abajo en el mundo lleva la evidencia inequívoca de la presencia y los estragos del pecado. Cardos y espinas, la producción disminuida de la tierra, el trabajo y la fatiga, el pesar y las lágrimas, la enfermedad y la muerte, el tumulto y la lucha, todos ellos juegan su papel en la historia sombría de la caída del hombre. Y esa bendita relación del matrimonio que Dios instituyó para la felicidad del ser humano participa en esta desfiguración común.
Es importante que el creyente recuerde que su reposo no está aquí, y que aun las mismas bendiciones de Dios que están conectadas con esta tierra llevan la estampa del pecado y de sus resultados deplorables. Podemos aprovechar las cosas que Dios en Su gracia nos concede durante nuestro paso por el mundo, darle gracias a Él por ellas y usarlas, mientras que al mismo tiempo nos damos cuenta de su carácter transitorio y fugaz. Nada aquí abajo es la meta de lo que Dios ha propuesto para nosotros; no hay aquí cosa alguna comparable con las bendiciones y la felicidad que nos esperan cuando estemos con Cristo y seamos semejantes a Él. Por lo tanto, es equívoco que uno ponga su corazón y su mente en el matrimonio a tal grado que llegue a pensar que es la meta de la felicidad, y que se olvide de que “el tiempo es corto ... que los que tienen mujeres sean como los que no las tienen” (1 Co. 7:29). Visto en esta luz, podemos aceptar el matrimonio como “los que usan de este mundo” (v. 31), pero no como si fuera nuestro.
El Apóstol dijo también a los creyentes de Corinto que los que se casan tendrán “aflicción de carne.” Enfermedades, pruebas y dificultades de una y otra índole se encontrarán en el estado del matrimonio, algunas de las cuales no serían experimentadas por los que no se casaran. Por lo tanto, no debemos engañarnos en cuanto al carácter de todo lo que suceda aquí abajo; sin embargo Dios puede usar las mismas pruebas tanto para bendición de nuestras almas como para disciplinarnos.
El Apóstol como inspirado por el Espíritu de Dios fue conducido a dar su propio juicio espiritual de que el estado más elevado en un mundo alejado de Dios sería el permanecer sin casarse para servir al Señor sin impedimentos (véase 1 Co. 7:7-8,32). Sin embargo, no todos pueden recibir esto, como dijo el mismo Señor (véase Mt. 19:11-12). De estos, han vivido varios durante el transcurso de los siglos que se han privado del matrimonio (como el Apóstol Pablo) para poder estar más libres para servir al Señor.
De algunos queridos santos se ha sabido que han vivido muy miserables porque el matrimonio no se realizó para ellos, pero ¿dudaremos de la sabiduría y del amor de Aquel que dio a Su Hijo por nosotros? ¿No se fija Él en las circunstancias de nuestras vidas? ¿Si Él viera que el matrimonio fuese el mejor camino, no nos lo abriría? ¿No creemos que aun Le alabaremos por Su sabiduría en no concedernos algunas cosas que nosotros pensábamos que fuesen muy deseables? Ciertamente hemos de ver todavía en estas mismas cosas que prueban a nuestros espíritus, la sabiduría, el amor y el poder de nuestro Dios. El deseo de casarse es, sin embargo, una de las cosas de las cuales podemos decirle todo al Señor sencillamente, y dejar nuestra petición con Él (véase Fil. 4:6).
Una querida hermana soltera, ya con el Señor, solía decir que las personas solteras podrían ser felices si así lo deseaban, mientras que las casadas serían felices si podían. Aun cuando ésta no es una declaración de las Escrituras, sin embargo expresa algo de verdad. Pero podemos aceptar cualquier circunstancia de la mano del Señor y buscar Su gracia para andar felizmente en ella. La felicidad de una persona soltera no depende del carácter, el genio, o la consideración, o no, de un compañero; mientras que la de una persona casada depende hasta cierto grado en la compatibilidad del esposo y de la esposa, respectivamente.
No queremos escribir ni una sola palabra en contra del matrimonio, más bien procuraremos presentarlo en todos sus aspectos. Suceden pruebas en él que son comunes a la humanidad desde la caída del hombre, y los cristianos no pueden esperar zafarse de todas ellas. ¡Ojalá que tengamos una evaluación bien clara y cabal del carácter pasajero de todo lo que sucede aquí!

Tres Etapas Progresivas Al Principio De La Vida De Un Cristiano

A menudo se ha dicho que los más importantes pasos que damos son los de nuestra juventud. Las decisiones hechas en la juventud tendrán mucho que ver con el transcurso de nuestra vida futura; podrán depender de ellas nuestro testimonio para el Señor y nuestra propia felicidad. Aun nuestros medios de vida y la ubicación de nuestro hogar a menudo son determinados en la temprana vida, y ello pueda afectar todo lo demás. Así que es muy importante tomar decisiones correctas en la juventud. Esto es solamente posible si somos dirigidos nosotros por un Consejero más sabio que nosotros. Caminaremos bien si andamos con Dios, buscando Su ayuda y sabia dirección. Y mientras hacemos hincapié sobre la importancia de un andar bien cerca de Dios en nuestros años formativos, sin embargo quisiéramos añadir que jamás habrá un tiempo en la vida del cristiano durante el cual no le precise estar siempre dependiente del Señor.
Hay tres acontecimientos importantes en la vida temprana del cristiano:
1. El acto más importante de todos es el de allegarnos a Dios como pecadores culpables y merecedores del infierno, y por la fe aceptar al Señor Jesucristo como nuestro Salvador y sustituto personal delante de Dios. Hasta que este paso definitivo sea dado, nada será bien hecho.
2. Tan pronto que uno sea salvo, la próxima cuestión debe ser: “¿Dónde recordaré a mi Señor en Su muerte?” El Bendito murió por nosotros, nos rogó que Le recordásemos en Su muerte, y nos instruyó de una manera sencilla y explícita cómo hacerlo: “Tomando el pan, habiendo dado gracias, partió, y les dio, diciendo: Esto es Mi cuerpo, que por vosotros es dado: haced esto en memoria de Mí. Asimismo también el vaso, ... diciendo: Este vaso es el nuevo pacto en Mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lc. 22:19-20). ¿Y no es de ninguna importancia la cuestión de dónde hemos de tomar “la cena del Señor” (1 Co. 11:20)? ¿Nos sentimos libres para hacer lo que parezca a nuestros ojos, como se hizo en los días de los Jueces? (comp. Jue. 21:25) El Señor no permitió que los israelitas en la tierra de Canaán ofreciesen sus presentes en cualquier lugar de su elección: tenían que ir al lugar que Jehová su Dios escogiera para hacer habitar allí Su Nombre, y no a otro lugar alguno (comp. Dt. 12:5-6; 26:2). Cuando el Señor envió a dos de sus discípulos a preparar el cenáculo para comer la última pascua, la pregunta sincera hecha por ellos aún nos sirve de instrucción significativa: “¿Dónde QUIERES ... ? ” (Lc. 22:9). Buscaron instrucciones del Señor y Él se las dio detalladamente. Así será, siempre y cuando no antepongamos nuestra propia voluntad en la cuestión, sino que deseemos conocer la de Él. Al examinarnos, el corazón puede llevarnos a ejercicios serios, ya que a menudo otros motivos se mezclan con el deseo de hacer la voluntad del Señor. [N. del T.: Se da por descontado que antes de participar en la cena del Señor, el convertido a Cristo debe bautizarse previamente.]
3. La elección de un esposo o esposa es el tercer paso de gran importancia. Desde luego es uno que jamás debiera darse de una manera impulsiva, o sin tener plena seguridad de que es conforme a la voluntad de Dios. Muchos queridos jóvenes cristianos se han apresurado al matrimonio a su antojo, sin buscar el consejo del Señor, solamente para cosechar una vida larga de dificultades y tristezas. A veces ¡qué problemas nos hemos creado nosotros mismos!
Conviene con urgencia una decisión para Cristo en la temprana edad, porque si un joven llega al estado de casado, sin ser salvo todavía, no puede decirse qué camino escogerá. Aun cuando, por la gracia de Dios, él se convierta más tarde, sin embargo habrá una cosecha amarga de un paso dado como un inconverso no arrepentido. Es de suma importancia tener un corazón verdaderamente consagrado a Cristo desde los primeros días de la vida, no sea que sin ello los pasos dados de voluntad propia o independientemente conduzcan a resultados lamentables.
En las Escrituras leemos de muchos ejemplos de devoción al Señor desde la juventud: José, Samuel, David, Pablo, Timoteo, y otros; eran todos jóvenes al empezar su carrera. Samuel fue dedicado al Señor, siendo aún niño, y muy pronto aprendió a decir: “Habla, Jehová, que tu siervo oye” (1 S. 3:9). Quiera el Señor que cada uno de nosotros tenga más de ese espíritu.
Daniel era solamente un joven cuando fue llevado cautivo a Babilonia, pero anduvo con toda buena conciencia delante de Dios. Él sabía bien que los tiempos habían cambiado después de la época de la grandeza de Israel; sin embargo creía que la verdadera palabra de Dios no había sido alterada. Como joven él fue fiel a Dios en un país extranjero bajo muy duras circunstancias. Cuatro cosas caracterizaron a ese querido siervo de Dios desde su mocedad hasta su vejez. Ellas eran: propósito, oración, alabanza y prosperidad espiritual. De una manera muy decisiva Daniel propuso en su corazón agradar a Dios; era un hombre que se dio a la oración, no solamente en tiempos de duras pruebas, sino la hizo como su práctica diaria; y cuando recibió la muy deseada respuesta a su oración (véase Dn. 2), lo primero que hizo fue alabar al Dios del cielo; y porque Dios honra al que Le honra, Él hizo que Daniel prosperara en tierra extranjera.
El firme propósito de corazón es como el timón de un buque que lo capacita para seguir un determinado rumbo. Un buque puede ser del mejor diseño y poseer motores potentes, pero faltándole el timón para nada aprovecha—no puede dirigirse a ningún destino. Pablo gobernaba un buen timón, cuando dijo: “Una cosa hago” (Fil. 3:13). No era un hombre vacilante, “inconstante en todos sus caminos” (Stg. 1:8); era de un solo propósito, el de transitar por este mundo para alcanzar a Cristo en la gloria. No quería detenerse en el trayecto, sino proseguir hacia la gloria y la corona del vencedor.
Pero es provechoso hacer hincapié en el hecho de que la oración distinguió a Daniel, pues la resolución propia humana de agradar a Dios no es suficiente. Hay que andar siempre en dependencia del Señor, reconociendo nuestra flaqueza. El consejo de un siervo de Dios “lleno de Espíritu Santo,” dado a los creyentes jóvenes de Antioquía, fue que “permaneciesen en el propósito del corazón en el Señor” (Hch. 11:23-24). Para hacer lo mismo, hay que aprovechar la gracia y la ayuda proporcionada por Cristo, nuestro Gran Pontífice.
Quiera el Señor conceder, tanto al escritor como al lector, más de este propósito del corazón y de un “ojo   .   .   .   sincero” (Mt. 6:22)—características desplegadas en los santos de antaño—para que seamos preservados de muchos pasos en falso que deshonraran al Señor y llenaran nuestras vidas de tristeza.
Todo lo anteriormente mencionado tendrá mucho que ver con nuestro tema principal—el matrimonio.

Escogiendo Al Esposo O La Esposa

“Reconócelo en todos tus caminos, y Él enderezará tus veredas” (Pr. 3:6). Esta es una exhortación de suma importancia. Significa mucho más que pedir a Dios Su dirección solamente, para poder dirigirme bien al tomar algún gran paso; nos exhorta a reconocer a Dios habitual, y constantemente en todos nuestros caminos, tanto los de menor importancia (según pensamos) como los de mayor responsabilidad.
¡Cuántos cristianos han comprobado la validez de este versículo al ver la manera benigna y sabia en que Dios obró por ellos al proveer compañeros idóneos para esta vida terrenal! Ellos no andaban de acá para allá buscando una esposa o un esposo, sino encomendaron todo a Él, y en el debido tiempo Él proveyó para cada uno la persona idónea en todos los aspectos.
En contraste funesto con esta bienaventuranza, hemos sabido de cristianos que se apresuraron a casarse, siendo llevados por sólo sentimientos sensuales, sin dar mucha importancia a todos los factores en juego. Esta no es la sabiduría que viene de arriba.
Es una cosa muy peligrosa que una persona dé consejos a otra acerca de con quién debiera casarse; a menudo los resultados han sido desastrosos. No obstante, hay algunos principios sanos, los cuales nos permitimos presentar al querido lector con toda confianza, pues tratan de con quiénes no conviene contraer enlace.
Ante todo, es bien claro que un creyente en el Señor Jesucristo no debe casarse nunca con una persona inconversa. “¿Andarán dos juntos, si no estuvieren de concierto [acuerdo]?” (Am. 3:3). ¿Cómo puede un hijo de luz juntarse con un hijo de tinieblas y esperar la bendición del Señor? La Palabra de Dios es tan clara como la luz misma: “No os juntéis en yugo con los infieles [incrédulos]; porque ¿qué compañía tiene la justicia con la injusticia? ¿y qué comunión la luz con las tinieblas? ¿y qué concordia Cristo con Belial? ¿o qué parte el fiel con el infiel [inconverso]?” (2 Co. 6:14-15).
Para que dos personas caminen juntas deben ajustarse a un nivel común de vida, pues de otra manera habrá una pugna continua, resistiéndose el uno al otro. ¿Cómo será posible, entonces, que un creyente y un infiel (incrédulo) encuentren tal nivel común? Es totalmente imposible que el inconverso sea elevado al nivel de la fe verdadera, puesto que él no posee ni la vida eterna ni la naturaleza divina. Por lo tanto la única alternativa es que el creyente, para poder vivir pacíficamente con el inconverso, tiene que descender al nivel carnal de él. La “mutua comprensión” no se efectuará en tal caso, cada uno cediendo un poco para agradar al otro, no: el creyente, mayormente la mujer sujeta a su marido (Ef. 5:22), tiene que ceder, dejando de agradar al Señor Jesús. Por ejemplo: el marido quiere que su esposa le acompañe al cine. Si ella le replica, “que no, soy cristiana,” ¿entonces ... ? Igualmente si quiere que vaya con él al baile. O él compra un televisor y así pone todo lo pecaminoso de este mundo de maldad al alcance de los hijos en el hogar. ¿Qué puede hacer ella? sino sólo llorar dentro de sí. Por otra parte, si el esposo es el creyente y la mujer la inconversa, no le faltará a ella medios para procurar llevar a su esposo tras sí y alejarlo poco a poco del Señor.
Otro caso: ha habido creyentes que—en una ignorancia completa de la voluntad y de la Palabra de Dios—se casaron con inconversos. A veces—no muy frecuentemente—el Señor en su gracia y su bondad ha traído al inconverso al arrepentimiento y fe en el Salvador de los pecadores. Si un querido lector de estas líneas se encuentra casado con un inconverso, solo podemos sugerirle que ponga el caso entero delante de Dios, y a la vez juzgándose cabalmente a sí mismo por cualquier desobediencia o fracaso, rogando a Dios que tenga misericordia y obre en el corazón de su compañero(a).
En verdad es una cosa muy solemne estar unido por toda la vida terrenal con un esposo o una esposa del cual el creyente será separado por toda la eternidad. Si subsiste entre los esposos un verdadero amor mutuo, tal pensamiento será insoportable, a lo menos para el creyente. Es triste tener que convivir en relación íntima con una persona a la cual el Señor y Salvador Jesucristo no le es precioso. Aun en los casos en que el incrédulo sea amable y cortés, él siempre abriga en su corazón enemistad contra Dios y su Cristo. “La intención de la carne es enemistad contra Dios” (Ro. 8:7). Pero Dios ama al pecador y le está rogando que se reconcilie con Él. Toda la enemistad está en la parte del hombre.
¡Qué comunión tan dulce está negada al creyente que no puede conversar en el hogar en cuanto a la belleza de Cristo, o acerca de los tesoros encontrados en la Palabra de Dios! ¡Qué pérdida el no poder doblar las rodillas y dirigirse juntamente, el esposo y la esposa, a Dios como Padre en súplica, oración y acciones de gracia!
Hay otro lazo que Satanás, obrando con astucia, tiende con éxito ante los pies de los creyentes cuando son desobedientes. Por ejemplo, un joven se siente atraído a una señorita inconversa y el cariño va aumentándose. Poco a poco la conciencia del joven se despierta y él reconoce que está desobedeciendo el mandato del Señor, “No os juntéis en yugo con los infieles [incrédulos].” Procurará zafarse de la situación (como la mosca presa en la red de la araña); pero al darse cuenta su amiga, ¿qué hará? ¡una profesión de labios de fe en el Señor Jesucristo! Tal vez se bautice también. Puede ser que lo haga con toda sinceridad, creyendo que conviene ser amable y adoptar el punto de vista religioso de su amigo, al cual ya quiere de todo corazón por esposo. Pero, sea hecho sincera o engañosamente, después de casarse, con el tiempo el joven esposo descubre que está ligado en matrimonio con una evidente inconversa. Es éste, tal vez, el lazo más ingenioso y sutilmente tendido por el diablo a los pies de los jóvenes. Tengamos presente que la sagacidad humana no sirve para poner de manifiesto la realidad espiritual: “el que confía en su corazón es necio” (Pr. 28:26).

Compatibilidad

Hemos declarado ya que jamás es la voluntad de Dios que un verdadero cristiano se case con una persona que no sea también verdadero cristiano, formando así un yugo desigual: “no os juntéis en yugo con los infieles [incrédulos]” (2 Co. 6:14).
Hay también otro asunto de importancia que debe interesar a cada persona cristiana que piensa casarse con otra persona también cristiana; esto es la cuestión de compatibilidad. Los cristianos, como otras personas, varían muchísimo tanto en naturaleza como en carácter, y en su manera de vivir y en sus circunstancias. También abarcan una gran diversidad de estados espirituales. Así que hay algunos creyentes que no son muy adaptados para ser unidos en matrimonio, porque hay poca probabilidad de hacer los ajustes que son necesarios para la armonía conyugal.
Es triste, pero cierto, que hay muchos cristianos unidos en el matrimonio que no son felices en su vida conyugal. “No conviene que estas cosas sean así” (Stg. 3:10), porque dan un testimonio muy pobre ante el mundo, y muy desagradable ante el Señor.
Cuando dos cristianos se unen en matrimonio, deben hacer algunos ajustes. El ejercicio diligente de las gracias cristianas deben ayudar de una manera esencial para crear la armonía. Asimismo si cada uno siguiera las instrucciones dadas en las Escrituras para su propia conducta, se evitarían muchos disgustos.
Hemos conocido a algunos cristianos que desde el primer día de su vida matrimonial fracasaron en el ejercicio de la gracia, o en el de la conciliación que el amor mutuo cristiano produciría. Jamás llegaron a ser felices.
Ahora bien, creemos firmemente que si un hijo de Dios va a su Padre para recibir sabiduría, y busca la voluntad y la mente del Señor, estando sujeto a Él, entonces no debe desconfiar en dar el paso al matrimonio.
“Libre es: cásese con quien quisiere, con tal que sea en el Señor” (1 Co. 7:39). La expresión, “en el Señor,” significa mucho más que casarse sencillamente con otra persona cristiana, pues ella implica el reconocimiento de la divina autoridad. Uno que pertenece al Señor, el cual le compró “por precio,” no tiene ya más derecho de agradarse a sí mismo, sino debe preguntarse: “Señor, ¿qué quieres que haga?” El Señor nunca conducirá a nadie a un matrimonio que no puede tener éxito. Si es del Señor, entonces habrá la compatibilidad y todo lo que fuere necesario para una vida conyugal feliz.
Sabiendo nosotros que nuestros pobres y traicioneros corazones pueden engañarnos, al pensar que tenemos la mente del Señor en nuestras perspectivas de matrimonio, nos conviene pesar bien la cuestión de qué ajustes se requerirán, y una vez conocidos, examinar si sería posible realizarlos. Vamos a mencionar algunas situaciones:
Supongamos el caso de una señorita criada en ambiente de riqueza. ¿Estará dispuesta a aceptar lo que su amigo pobre (en comparación a ella) puede suplir si se casan? El descender a una posición económica más baja, ¿será para ella tan incómoda que produzca disgustos y altercados? Hay la posibilidad de que esa diferencia en el nivel de vida, pueda conciliarse si hay suficiente amor verdadero; pero no es sabio apresurarse al matrimonio sin considerar cuidadosamente todo problema que se presente.
Otra faceta del asunto es el estado espiritual de cada uno. Cuando sean esposos, ¿estarán dispuestos a agradar al Señor y servirle con el mismo propósito de corazón? Una divergencia sería un estorbo al entendimiento y a la cooperación mutuos en el servicio del Señor.
Algunas veces existe mucha disparidad en la constitución física: mientras que el uno es robusto, el otro es enfermizo y débil. En tales casos, ¿estará el robusto dispuesto a hacer los ajustes necesarios y no sentirse defraudado?
Diferencias grandes en ideales, en formas de ser y de expresarse podrán levantar barreras casi insuperables. Podríamos mencionar muchos otros factores, pero lo ya citado es suficiente para ilustrar los principios expuestos anteriormente, y la urgente necesidad de meditar bien sobre tal paso, del cual no se podrá retroceder.
No se puede imaginar una situación peor que la de llegar a comprender que uno se ha casado con una persona indebida. Si estos renglones fuesen leídos por algún cristiano que abrigue tal convicción, le rogamos que por amor de Cristo busque de Él ayuda para poder ejercitar mucha gracia cristiana y paciencia, a fin de que su hogar sea uno en el cual el Señor Jesús es honrado. Logrado esto, el Señor puede darle mucha paz y felicidad.
Pero no todos los casos de infelicidad matrimonial se deben a la incompatibilidad, pues en muchos es el resultado directo de un bajo estado espiritual: el esposo o la esposa (o ambos) se han alejado del Señor. Y nadie hay tan sin razón y tan difícil con quien avenirse, que ¡con un cristiano que se halla en mal estado espiritual!
Ojalá que los que—teniendo dificultades domésticas—lean esto, puedan examinarse a sí mismos delante del Señor, para ver cuál sea la causa de sus problemas y juzgarse a sí mismos ante Dios; y que procuren quitar inmediatamente todo lo que haya formado una “costra” sobre sus almas, estorbando así su gozo personal en el Señor. El andar en comunión con nuestro Dios es un gran salvaguardia contra los muchos peligros y males que nos rodean.

Su Propia Tribu

En el libro de Números leemos de un hombre llamado Zelofehad que murió, dejando cinco hijas y ningún hijo. En Israel eran los varones quienes heredaban la posesión del padre, pero en ese caso se hizo una excepción especial (léase Nm. 27:1-11), y las hijas recibieron la herencia. Más tarde (léase Nm. 36:1-12), los príncipes de la tribu de Manasés protestaron a Moisés que si las hijas de Zelofehad se casaran fuera de su propia tribu, entonces la posesión se iría a otra tribu. En respuesta a esta súplica, Moisés dijo: “Esto es lo que ha mandado Jehová acerca de las hijas de Zelofehad, diciendo: Cásense como a ellas les pluguiere, empero en la familia de la tribu de su padre se casarán.” De esa manera venían obligadas a casarse con hombres de la tribu de Manasés.
De esta antigua y divina decisión podremos sacar una lección para el día de hoy. Ya hemos visto que jamás es correcto que un creyente se case con un incrédulo, porque es una infracción muy seria del mandamiento en contra del yugo desigual. Pero ¿qué diremos de dos hijos de Dios casándose cuando no son de la misma mente en las cosas del Señor, estando uno asociado con un grupo de cristianos opuesto a la posición de la compañía con la cual el otro está identificado? Dicho matrimonio no podría llamarse correctamente un yugo desigual, porque ambos son salvos con la preciosa sangre de Cristo. No sería unir a Cristo con Belial, a un creyente con un infiel (o no creyente), o el templo de Dios con los ídolos (léase 2 Co. 6:14-18); sin embargo podrá ser con mucha probabilidad una unión muy falta de felicidad, llena de peligros para los dos y sus hijos. Es bajo este aspecto que aplicaríamos la regla de casarse con uno de su propia tribu según Números 36.
En este día en que la cristiandad está fragmentada y esparcida por los esquemas de los hombres, ¿hay barrera alguna más grande en el hogar cristiano que cuando uno se va por un camino y el otro se va por otro en la cuestión de comunión cristiana? ¿Cómo puede haber alguna unidad de propósito en seguir al Señor cuando el esposo y la esposa no son uno en las cosas de Dios? Puede ser que ambos sean cristianos celosos, que lean la Palabra de Dios juntos en el hogar con regularidad, que oren juntos, pero cuando llega la mañana del día del Señor uno se va solo al lugar de su elección a congregarse con otros cristianos, y el otro se va solo a recordar al Señor a otra parte; ¿qué unión hay en eso? O tal vez por el deseo de tener paz uno cede y va a donde él sabe que no es el lugar debido. ¿Será esto un estado feliz de cosas? Una avenencia tal, si se llega a ella, casi nunca es una solución satisfactoria.
Si algunos se encuentran en dicha condición, sugerimos que se pongan unidos en oración y esperen en el Señor para que les muestre a cada uno a dónde quiere Él que vayan juntos, porque sabemos que no es la voluntad de Dios que los cristianos se sienten en casa y no tengan un lugar de adoración cristiana unida. Su palabra dice: “no dejando nuestra congregación, como algunos tienen por costumbre, mas exhortándonos; y tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca” (He. 10:25). Ni tampoco tenemos nosotros mismos ningún derecho a escoger dónde nos hemos de congregar. Si hay una división de pensamiento entre el esposo y la esposa en esta cuestión tan importante, entonces el uno o el otro, o quizás ambos, están equivocados. Será solamente en buscar con humildad la voluntad de Dios en el asunto—haciendo a un lado la voluntad propia—que la verdadera armonía según Él se podrá lograr en el círculo doméstico.
Cuando el Señor Jesús envió a dos de sus discípulos para preparar la última cena pascual, ellos no se separaron y fueron a diferentes lugares, ni se pusieron de acuerdo cuanto a un sitio que ellos creyeron fuese apropiado; no hicieron según su propia voluntad, más bien con toda sencillez le preguntaron al Señor: “¿Dónde QUIERES que aparejemos [preparemos]?” (Lc. 22:9). Esa actitud debe ser un modelo para todos nosotros. Debemos dejar de lado nuestros pensamientos y predilecciones y pedir al Señor dónde Él quiere que cumplamos con su petición—“Haced esto en memoria de mí”—y que nos congreguemos para la oración y el ministerio de la Palabra de Dios.
Otro resultado triste de una casa dividida en la cuestión de dónde adorar a Dios, es que los hijos quedan desorientados y con frecuencia crecen sin asistir ni al lugar de la elección del padre, ni al de la madre, antes buscan otra compañía religiosa de su preferencia. Quizás se dejen llevar por la corriente del mundo, olvidando al Dios de su padre y de su madre. Así que pueden haber muchos resultados tristes de una división entre el padre y la madre en esta parte esencial de la vida cristiana.

Los Primeros Pasos

Los jóvenes cristianos precisan de mucho cuidado al escoger a sus compañeros. Todos somos más o menos influenciados por el mundo en nuestro derredor. Por lo tanto no conviene juntarnos con los que nos pueden conducir por caminos malos.
Leemos acerca de los apóstoles que “sueltos, vinieron a los suyos” (Hch. 4:23). ¿Quiénes eran los suyos? Los cristianos, por supuesto. En aquel entonces, como ahora, los creyentes eran la minoría: estaban rodeados por los judíos por un lado y por todo el mundo pagano por el otro, pero esos cristianos primitivos deseaban juntarse solamente con los suyos.
Por lo común, tenemos que mezclarnos con los inconversos en la escuela, en el trabajo o en el desempeño de otros deberes diarios, pero no es necesario tener compañerismo social con ellos. Siempre será peligroso.
Tampoco es necesario decir que si un joven no tuviese amistad con una muchacha no salva, no llegaría a casarse con ella. Y si una hermana nunca aceptase las atenciones de un joven no salvo, tampoco llegaría a casarse con él. Nunca daremos demasiado énfasis sobre la vital importancia de no dar el primer paso en el mal camino. Si no hay el primer paso, no habrá el segundo, el tercero y luego el matrimonio en yugo desigual.
El cristiano (la cristiana) puede caer en dicho lazo como se enreda la mosca en la sutil tela delicada de araña, y luego, por no matar a disgustos a la otra persona que ya ama, ha escogido deliberadamente desobedecer a Dios.
Cristianos jóvenes, y todos, con sincera amonestación les rogamos que tengan mucho cuidado del primer paso que pueda conducir al matrimonio en yugo desigual y que pueda llevaros lejos del Señor.

Compromisos

Aunque no todo contacto o asociación de jóvenes cristianos necesita culminar en el matrimonio, sin embargo es de deplorar cuando los creyentes imitan al mundo impío y juegan frívolamente el uno con los afectos del otro. Dios puso el afecto en el corazón humano; no se debe jugar con él. Un hermano joven debe cuidar de no ilusionar a una hermana joven sin tener intenciones serias, y viceversa. Un creyente recto no va a engañar a otro, demostrando un intento que en realidad no existe. Es para deshonra del Señor cuando se causa daño a un corazón por el agrado de la coquetería; dicha conducta es enteramente indigna de una fiel cristiana.
Normalmente, después de una temporada de estar esperando en el Señor para tener la seguridad de haber conocido su voluntad, llega el momento en que el joven y la señorita tomen la decisión de comprometerse.
“Os he desposado a un marido, para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Co. 11:2).
Este es el día de nuestro desposorio, y ¿cuál debe ser nuestra actitud? Debemos estar llenos de pensamientos de Aquel que nos ha prometido tomarnos a Sí mismo para ser Su compañera. Nuestros corazones deben estar llenos de anhelo para ese bendito momento en que Él nos presentará a Sí mismo como Su inmaculada esposa.
Sería del todo ilícito que una joven comprometida aceptase las atenciones de otros jóvenes que no fuesen las de su novio, porque ella demostraría que su corazón no había sido ganado plenamente por el novio.
Asimismo se echa de ver una falta triste en nuestro afecto para con nuestro Señor cuando nos olvidamos de Él y volvemos a buscar nuestra felicidad en las cosas mezquinas del mundo.
Los compromisos son asuntos serios y no deben contraerse a menos que haya el propósito expreso de matrimonio. Deben considerarse como obligatorios y tratados como deberes definitivos.
Para que uno rompa el compromiso, debe tener un motivo que el Señor apruebe. Difícilmente se rompe honrosamente. Pero se puede mencionar que si un creyente se ha comprometido con un inconverso, debe preguntarse seriamente si deliberadamente va a desobedecer a Dios, casándose con un inconverso. A veces el novio (la novia) dice que ha dado su palabra y por lo tanto está obligado a hacer lo que él sabe es malo. Herodes fue uno de estos: le prometió a Salomé lo que ella pidiere, y cuando ella pidió la cabeza de Juan el Bautista, Herodes cumplió su juramento y cometió un crimen. Tal caso demuestra la falacia de cumplir una promesa en contra del deber conocido.
Entonces si alguno se encuentra en la situación de estar comprometido con un inconverso, debe poner sus súplicas al Señor acerca de ello, buscando de él la honrosa salida de una situación peligrosa, pues uno puede deshonrar al Señor por la manera en la cual procura zafarse de la red de una posición que Él jamás podrá aprobar. Mientras el creyente espera el rescate, convendría que se juzgara a sí mismo por haber tomado el paso en falso. Tal vez valdría mucho hablar francamente con el inconverso con el cual se ha hecho el compromiso, confesándole la desobediencia y el fracaso, mostrando lo que la Escritura dice, y con toda humildad, puesto que es una situación muy desagradable.

Muestras De Afecto

Hay situaciones peligrosas en este mundo que los hijos de Dios deben evitar cuidadosamente. Una de éstas, cuya existencia debe ser señalada como a luz de faro, es la manifestación del afecto humano—una cosa recta y propia en su lugar, pero una red muy peligrosa para el incauto. Quizás no hay un lugar más resbaloso para el pie de un cristiano; está al borde de un hoyo profundo de tristeza en el cual muchos queridos cristianos han caído. Un momento de falta de vigilancia, un acto descuidado, podrá dar a la carne y al diablo una oportunidad que lleve a la deshonra pública del testimonio del Señor y una mancha permanente en el cristiano.
Hoy en día los jóvenes cristianos que están viviendo en el ambiente de gran relajación moral en el mundo, precisan de ser instruidos por la Palabra de Dios más bien que por lo que se ve entre los impíos, y aun entre cristianos profesantes. La atmósfera entera del mundo está caracterizada por un sentido moral degradado de lo que la gente conoce comúnmente, “como bestias brutas.” El príncipe de este mundo lo está conduciendo hacia abajo por el camino que una vez fue pisado por el Imperio Romano depravado donde la virtud casi no existía.
Por lo tanto, desearíamos ofrecer algunas palabras de consejo y de amonestación acerca de las caricias o la manifestación del afecto. Para ello podemos con toda confianza recurrir a la sabiduría que se encuentra en la Palabra de Dios. Que nadie diga: “Es anticuada, o fuera de moda.” La sabiduría sana se halla solamente en la Palabra de Dios: jamás será anticuada o fuera de moda. “¿Con qué limpiará el joven su camino? Con guardar tu palabra” (Sal. 119:9).
Las caricias son una manifestación del afecto humano del uno para el otro. En su debido lugar es en verdad muy hermosa. Dios mismo ha puesto el amor en el corazón humano y nos ha dotado con la capacidad de manifestarlo, pero ciertamente debe hacerse con la debida discreción; pues lamentablemente la práctica desenfrenada actual de caricias promiscuas y escandalosas lo ha degradado al nivel bajo de complacencia carnal, o pasión libidinosa.
En cada relación respectiva hay una conducta apropiada para el que busca andar en el temor de Dios y de agradar al Señor. Por ejemplo, hay el afecto propio al parentesco entre los padres y los hijos; la falta de afecto natural no es de Dios: es una de las señales de los postreros días (véase 2 Ti. 3:3). Pero aun entre padres e hijos hay una demostración apropiada de amor y de afecto que no debe violarse, y a la cual no deben entregarse aquellos que no se hallan en ese parentesco: solamente a una hija se le debe mostrar el cariño que pertenece a una hija, y sólo a un hijo se le debe dar el lugar de un hijo. No ha llegado el tiempo en que podremos dar rienda suelta a nuestros afectos; deben estar restringidos por la discreción y sabiduría dadas por Dios. Mientras que tengamos en nosotros la antigua naturaleza con sus concupiscencias (y eso será todo el tiempo que estemos en el cuerpo), tendremos que andar con nuestros lomos ceñidos de verdad.
Hay muestras de afecto apropiadas entre los dos que están comprometidos para casarse, las cuales no convienen a los que no están comprometidos. Y aun las personas comprometidas deben acordarse de que toda manifestación de afecto el uno para con el otro debe ser con discreción sabia y restricción propia. ¡Cuánto mejor, más seguro y feliz es el refrenarse de sobrepasar los límites de lo que es apropiado, mientras se espera con anticipación el tiempo cuando la estimación pueda demostrarse más cabalmente! Los que se guardan a sí mismos en esto no pierden nada, y cuando llega el tiempo apropiado para una manifestación más cabal del afecto, disfrutan de un gozo aumentado en aquello que se ha conservado puro. “El que confía en su corazón es necio; mas el que camina en sabiduría, será salvo” (Pr. 28:26).
Para aquellos que no están comprometidos para casarse, la norma de “manos quietas” (“bien es al hombre no tocar mujer”; 1 Co. 7:1), ciertamente es sabia y segura. ¡Ay! con cuánta tristeza cristianos se han afligido a sí mismos (deshonrando también al Señor), porque se desviaron de lo que conviene, y dieron rienda suelta a la concupiscencia carnal. Satán está siempre listo para poner trampa a nuestros pies, y él hace uso de “la concupiscencia de la carne” (1 Jn. 2:16) con mucho éxito. Es una de las características de los “hijos de ira” que ellos cumplen los deseos “de la carne y de los pensamientos” (Ef. 2:3). Pero a los cristianos se les exhorta a “abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 P. 2:11).
Luego hay las muestras de amor que pertenecen propia y solamente al parentesco de esposo y esposa, a ellos que son “dos en una carne” (Mt. 19:5), y aun en el matrimonio debe haber cordura, como Hebreos 13:4 amonesta: “el matrimonio sea tenido por todos en honor” (N-C). El descuido en observar estas distinciones, y la falta de mostrar conducta sabia y delicadeza apropiada ha producido tristeza en muchos corazones.
También debemos recordar que el matrimonio es el bendito tipo de la unión entre Cristo y la iglesia. El hombre cristiano es responsable para representar a Cristo, quien “amó a la iglesia, y se entregó a Sí mismo por ella” (Ef. 5:25); por lo tanto si un cristiano juega con los afectos de una mujer y tiene en poco lo que es sagrado, él ciertamente no es fiel; tampoco es una hermana joven un tipo verdadero de la iglesia desposada con Cristo, si permite o recibe abrazos y atenciones íntimas de cualquiera que no sea su esposo, o esposo futuro—en este caso con las debidas limitaciones. El Apóstol Pablo escribió a los Corintios: “porque os he desposado a un marido, para presentaros como una virgen pura a Cristo” (2 Co. 11:2).
Estas observaciones no irán de acuerdo con las ideas generales o prácticas del mundo, pero ¿cuándo ha podido el mundo establecer un tipo adecuado de conducta para los hijos de Dios? ¡Nunca! El mundo se está apresurando a su condenación y está aumentando diariamente el relajamiento moral y la depravación, pero Dios nos ha llamado fuera de éste a Sí mismo. Que podamos acordarnos de las palabras de nuestro Señor Jesús cuando oró a Su Padre (Jn. 17:15-16): Él hizo una gran distinción entre el mundo y aquellos que eran los suyos, y Él deseaba que nosotros fuésemos guardados del mal. Sería provechoso que leyésemos el capítulo cinco de la Epístola a los Efesios. Somos llamados a ser imitadores de Dios en esta atmósfera moralmente opuesta; debemos evitar toda inmundicia, no tener ninguna comunión con ella, andar como hijos de luz y ser circunspectos y sabios. Quiera el Señor darnos SUS pensamientos de lo que conviene en aquellos que son llamados así fuera de este mundo para pertenecer a Aquel que es santo.

La Boda

Por fin el día nupcial llega—el momento feliz en que la novia y el novio van a ser unidos en matrimonio, “en el Señor.” Es un momento en que los hermanos y hermanas en Cristo convidados “gozaos con los que se gozan” (Ro. 12:15). Conviene tener “las diestras de compañía” de otros cristianos al realizar el gran paso, “porque somos miembros los unos de los otros” y “si un miembro es honrado, todos los miembros a una se gozan” (1 Co. 12:26).
Hubo un día en que el Señor Jesús y sus discípulos fueron invitados a una boda en Caná de Galilea, y asistieron (véase Jn. 2). Sabemos que ese incidente tiene una aplicación típica a la bendición de Israel en un día futuro, cuando el Señor, su gran Mesías, suplirá su gozo, pero está escrito aquí que Él aprobó un matrimonio con Su presencia.
Conviene, pues, que la boda sea llevada a cabo con sencillez cristiana, y no como si ya estuviéramos reinando como reyes, acordándonos de que somos “extranjeros y peregrinos” en este mundo puesto en maldad. Quiera el Señor dar gracia a los suyos a andar así, mientras que al mismo tiempo acepten como de Su mano amorosa lo que Él benignamente haya provisto para ellos, sea ello lo que fuere.
Una boda es la ocasión en que conectamos en nuestra mente los libros del Génesis y de la Apocalipsis. En el Génesis leemos de la institución divina del matrimonio y en la Revelación del cumplimiento de ella como una figura el gran momento que Dios Mismo espera—cuando el Esposo celestial tomará Su esposa—la Iglesia por la cual Él murió. Así que en una boda cristiana podemos mirar hacia atrás y hacia adelante. ¡Cómo debiera llenar nuestro corazón de arrobamiento y de alabanza esa mirada hacia adelante! Nuestro Señor Mismo está pacientemente esperando tenernos consigo, el premio del “trabajo de su alma.” Entonces Él será saciado, y todo el cielo se regocijará, porque habrá venido el día de “las bodas del Cordero.”
La Palabra de Dios nos habla de nuestro atavío cuando los creyentes, juntamente, formaremos “la esposa”: “y le fue dado que se vista de lino fino, limpio y brillante; porque el lino fino son las justificaciones de los santos” (Ap. 19:8). Nuestros vestidos de boda serán las justicias que el Señor ha obrado en nosotros aquí por Su gracia y Su Espíritu; serán todas de Él Mismo. Las pequeñas cosas hechas ayer y hoy para Él, las que Dios ha obrado, “así el querer como el hacer, por Su buena voluntad,” serán desplegadas allí para realizar nuestra belleza delante de Él, y todo para alabanza Suya.
El transcurso del tiempo deja sus huellas en todo aquí, y una novia no lo es sino por un poco de tiempo, pero en la Apocalipsis leemos de la belleza de la Iglesia como la esposa más de mil años después de la boda: “Y yo Juan vi la santa ciudad, Jerusalén nueva, que descendía del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido” (Ap. 21:2). El Milenio entero ya habrá transcurrido y el estado eterno habrá empezado, pero no habrá habido ningún deterioro de la gloria y la belleza de la esposa del Cordero. Él se la presentó a Sí mismo al principio del Milenio sin “mancha ni arruga, ni cosa semejante” (Ef. 5:27). Las manchas hablan de la contaminación, y las arrugas del envejecimiento, pero ni la una ni la otra desfigurará jamás esa bendita escena hacia la cual vamos. Es digno de notarse que ella está “ataviada para su marido,” no para los ojos de los demás. Él verá entonces esa perla de gran precio por la cual Él vendió todo, y la verá en la hermosura que Él Mismo ha puesto sobre ella. Seremos exclusivamente para Él en aquel día, y seremos exactamente como Él ha deseado que seamos.
¡Señor, apresura el tiempo! Y aun cuando estaremos vestidos en las ropas de belleza que Él nos ha dado, no estaremos ocupados con ellas, sino embelesados con Él Mismo.
Hay otra visión de la esposa celestial, donde se ve “descendía del cielo de Dios, teniendo la claridad de Dios” (Ap. 21:10-11). Es la gloria que ella desplegará delante de todos como “la esposa del Cordero,” quien será el heredero de todas las cosas. Poseeremos una hermosura que será todo para Él; también luciremos una gloria delante de todo el universo como siendo la esposa de Él—la que compartirá todos Sus vastos dominios. ¡Ambas honras serán nuestras, queridos amigos cristianos!
También habrá huéspedes convidados a la boda del Esposo celestial y de la esposa: “Y él me dice: Escribe: Bienaventurados los que son llamados a la cena del Cordero” (Ap. 19:9). Solamente aquellos que han sido salvos entre el día de Pentecostés y el arrebatamiento (véase 1 Ts. 4:17) formarán la esposa (o sea la iglesia), pero habrá millares de otros santos allí en el cielo—todos los santos de los tiempos antiguos, tanto los gentiles (Job, por ejemplo) como los israelitas; y Juan el Bautista que dijo que era solamente un amigo del Esposo, estará presente como uno de los huéspedes convidados. Todos ellos tendrán su propio gozo singular al ser testigos oculares del gozo del Esposo y de la esposa.
Hemos meditado sobre nuestras fundadas esperanzas, porque nuestro aprecio de ellas aumentará grandemente nuestro gozo, ya sea como una esposa o como un esposo, o como uno de aquellos que se regocijan con ellos en una boda aquí, mientras esperamos la consumación real allá.
Ya terminada la ceremonia nupcial, la esposa habrá tomado el apellido del esposo. Esto es en verdad de acuerdo con las Escrituras, porque en Génesis 5:2 donde se menciona el registro de la creación de Adán y Eva, se agrega que Dios “los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán. Ella estaba tan identificada con su esposo que su nombre también llegó a ser “Adán,” o como podríamos decir hoy, la Sra. Adán. Así seremos nosotros los cristianos también identificados con Cristo.

Una Nueva Relación

Los jóvenes en el momento de casarse entran, tanto él como ella, en lo que es para ambos una relación enteramente nueva—una relación bendita en verdad, si es del Señor. Anteriormente ha caminado cada uno por el sendero de la vida separadamente; ya se han unido para andarlo juntos, como “herederas juntamente de la gracia de la vida.” Ahora pueden compartir todos sus gozos y tristezas. Alguien ha dicho que esto hace dobles las alegrías y reduce a la mitad las tristezas. Sea esto como sea, es cierto que hay bendiciones y compensaciones determinadas al estar casado felizmente “en el Señor.” También es cierto que la esposa “tiene cuidado ... cómo ha de agradar a su marido,” y el esposo “tiene cuidado ... cómo ha de agradar a su mujer” (1 Co. 7:33). Debe ser así, solamente que cada uno cuide de no darle al otro lo que pertenece al Señor. Él es nuestro dueño y todo lo que tenemos y somos pertenece a Él, por lo tanto no debemos permitir que las bendiciones conyugales se interpongan entre Él y nosotros. Tenemos corazones traicioneros y pueden hacer un ídolo de cualquier cosa. “Hijitos, guardaos de los ídolos” (1 Jn. 5:21). Se ha dicho que un ídolo es cualquier cosa que desplaza a Cristo de nuestros afectos, y que es posible tener un ídolo por un momento, un mes, un año, o por toda una vida.
Por otra parte, la falta de cuidado amoroso del uno para con el otro sería muy deplorable; sería un indicio de ese estado malo que ya existe en estos postrimeros tiempos—“sin afecto.” Un buen lema para los jóvenes casados (y en verdad, para todos los cristianos casados) es: “ambos para el Señor, y cada uno para el otro.”
Nadie puede entender cabalmente la belleza y el afecto de la relación matrimonial sin estar en ella. La profundidad del amor que hace olvidarse de sí mismo y buscar la felicidad y el bien del compañero que Dios le ha dado se conoce solamente por medio de la experiencia. Pero sin este amor no escatimado y de sacrificio propio de parte de cada uno, muchos goces serán desconocidos o disminuidos. No vamos a decir que dos personas siempre vean las cosas de la misma manera, pero el amor es un gran bálsamo en cualquier divergencia. Se ha dicho muy acertadamente que en todo hogar deben soportarse mucho unos a otros. La misma intimidad de la relación acentuará las pequeñas diferencias y reclamará la presta aplicación del espíritu de amor y de entendimiento.

Nuevas Responsabilidades

En cualquier relación en que estemos hay ciertas responsabilidades que recaen sobre nosotros, y éstas solamente pueden cumplirse como es propio cuando comprendemos su naturaleza. Hay un Libro, y solamente uno, que pone todo en su lugar apropiado, y que nos da las instrucciones perfectas para nuestra conducta.
Antes de que los jóvenes se casaran, ocupaban la relación de hijos a padres. Es ésta una posición bendita, especialmente para los hijos cristianos de padres que también lo fueron. No les faltaron palabras de sabiduría concerniente a cómo portarse con sus padres, porque Dios ha dicho:
“Hijos, obedeced en el Señor a vuestros padres; porque esto es justo. Honra a tu padre y a tu madre, que es el primer mandamiento con promesa” (Ef. 6:1-2).
“Hijos, obedeced a vuestros padres en todo; porque esto agrada al Señor” (Col. 3:20).
No sólo se trataba de que habían de obedecer a sus padres, sino que lo habían de hacer “en todo,” “en el Señor.” Este no es el camino que la carne escogería, pero es el camino de la bendición. La bendición del padre podrá no agradar al hijo, sin embargo, la obediencia ha de rendirse “en el Señor.” Cuánto más fácil es hacer algo que por naturaleza nos disgusta, cuando lo hacemos “en el Señor.” Dios ha constituido ciertas autoridades en la tierra, y esa de los padres es una de ellas. Si los hijos desobedecen a sus padres, también están desobedeciendo a Dios. Aun cuando los padres pueden cometer errores, esto no les exime de la obediencia a sus padres.
Tal vez los recién casados, tanto él como ella, alcanzaron su mayoría de edad antes de casarse, viviendo en el mismo hogar y bajo el mismo techo que sus padres. Legalmente superaron la edad de la obediencia filial propia de la infancia; pero aun así se les dice a los hijos: “Honra a tu padre y a tu madre.” Y creemos que esto continúa siendo un deber sagrado. El honrar al padre y a la madre, lleva implícitas algunas bendiciones de Dios; éste fue el primer mandamiento con promesa, dado a Israel.
Es también muy probable que antes de casados trabajasen como empleados en algún trabajo. Al ocupar sus puestos por vez primera, estuvieron en la condición de empleados, respecto de sus dueños o patrones. En esto también necesitaron dirección divina para que pudieran glorificar a Dios en esa posición. El cristiano que está empleado nunca debe medir su conducta hacia el que le emplea, por aquella de los inconversos entre los cuales trabaja. La falta de toda responsabilidad y la falta de consideración en general de los derechos de los bienes del empresario, son patentes hoy en día por doquier. Pero Dios dice que el siervo ha de obedecer a su amo en todo, “no sirviendo al ojo, como los que agradan a los hombres, sino con sencillez de corazón, temiendo a Dios” (Col. 3:22).
Todo ha de hacerse como para el Señor, y al hacerlo así los empleados cristianos “adornen en todo la doctrina de nuestro Salvador Dios.” El hecho de que se haya supuesto que estas instrucciones fueron dadas para los que en aquellos tiempos eran esclavos, no disminuye en lo más mínimo su fuerza para aquellos que están empleados asalariados en este día de libertinaje y de falta de consideración hacia la autoridad del superior.
Cuando el Espíritu de Dios quiere enseñar a los esposos y esposas sus responsabilidades respectivas en Efesios 5, Él trae primero ante ellos el gran y único ejemplo—Cristo y la iglesia. De esta manera aprendemos de lo que es sublime, para ser aplicado a lo que es inferior. Nunca podríamos comprender de una manera apropiada lo que es superior por el estudio de lo de menor valía.
“Cristo amó a la iglesia, y se entregó a Sí mismo por ella” (Ef. 5:25). ¿Puede haber algo comparable a la grandeza de este amor? ¡Qué profundidad nos descubre la expresión: “Se entregó a Sí mismo”! ¿Podría el amor dar más? Y el darse a Sí mismo le llevó por todo el camino de las agonías de Gethsemaní, el abandono de los suyos, la negación de Pedro, la traición de Judas, las heridas y los esputos, la burla, y finalmente la cruel cruz donde, en esas tres horas de tinieblas Él fue el sacrificio de expiación por nosotros, y así, abandonado por el Dios santo. Bien podemos nosotros exclamar: “El amor de Cristo, que excede a todo conocimiento” mientras que al mismo tiempo procuremos aprender más de Él.
Este, entonces, es el gran ideal puesto ante los esposos—“Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó a Sí mismo por ella.” ¿Qué hombre cristiano ocupando esa relación no sentirá cuánto le falta para alcanzar ese grado en este asunto vital? Sin embargo, esto es lo que el Espíritu de Dios pone ante nosotros. Y de estos versículos aprendemos que Cristo no solamente amó a la iglesia en el pasado (v. 25), sino la ama en el presente (v. 26) y la amará en el futuro (v. 27).
“Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama” (Ef. 5:28). Habiendo sido puesto ante nosotros el modelo perfecto el Espíritu de Dios ahora dice que los hombres deben amar a sus esposas “como a sus mismos cuerpos,” porque el marido y su esposa son “dos en una carne.” El gran Apóstol aprendió la lección de esa unión, aprendiéndola muy bien cuando fue herido por esa gran luz del cielo en el camino a Damasco. Él había estado persiguiendo a los santos, a la iglesia, y el Señor ya glorificado en el cielo le hace saber a Saulo, que al perseguir a Su iglesia, le está persiguiendo a Él mismo, la Cabeza gloriosa de ella, al decirle: “¿Por qué me persigues?”
¿Quién será el hombre que pueda decir: “Yo amo a mi esposa como a mí mismo”? ¿No somos más solícitos con nuestros cuerpos, sus dolores y necesidades, que con nuestras esposas? “Ninguno aborreció jamás a su propia carne.” ¡Cuán pronto corremos a curar un dedo infectado! En esta manera Dios procura enseñarnos algo de la medida del amor de Cristo hacia nosotros, y nos muestra lo que hemos de representar en este mundo. El esposo ha de ser una demostración en figura de Cristo, amando a su esposa como a sí mismo, y como Cristo amó a la iglesia.
¡Cuánta desdicha en muchos hogares es el resultado directo del fracaso por parte del esposo en mostrar un amor apropiado para su esposa! Todo esto se puede evitar en los hogares cristianos, comprendiendo los esposos la verdad de cómo han de representar a Cristo, y poniéndolo por obra.
Otro importante punto es mencionado en estos versículos, y es que el esposo ha de sustentar y regalar a su esposa “como ... Cristo ... a la iglesia.” Como Cristo está ocupado ahora en sustentar y regalar a la iglesia, así los esposos han de cuidar de sus esposas. De ello es la responsabilidad de proveer sustento, y eso no solamente de alimento para el cuerpo, sino de alimento espiritual. Esto requerirá diligencia de parte del esposo, porque ¿cómo puede él dar a otro lo que él mismo no posee?
Si el esposo ha de representar a Cristo, la esposa debe representar a la iglesia y ¿cuál es el carácter que en ella se requiere para esto? “Como la iglesia está sujeta a Cristo” (Ef. 5:24), así las esposas han de estar sujetas a sus maridos “en todo.” Nadie osará negar que la iglesia ha sido sujetada a Cristo, su Cabeza, pero que la esposa esté sujeta en todo a su marido va contra la corriente de lo que impera en el mundo entero.
En los tiempos en que vivimos, el comportamiento del hombre en todas las esferas sociales, se burla del orden establecido por Dios: los hijos no obedecen a los padres; no se enseña y menos se aconseja la obediencia como norma de conducta. La “libre expresión” es proclamada como norma de educación en los niños en el nuevo orden, cuando es en realidad el desorden más flagrante que pueda existir. Los servidores (o empleados) no se sujetan (o respetan) a la autoridad de los dueños (o patronos). La rebelión oponiéndose a toda autoridad es en sí misma un principio malo, y cuando se le deja operar sólo puede obtener confusión y anarquía como resultado.
Así que para las mujeres cristianas casadas, la Palabra de Dios es clara; han de estar sujetas a sus maridos. No es cuestión de que sean inferiores, sino simplemente el ocupar su posición dependiente y de acuerdo a la sabiduría de Dios. No siempre resultará fácil estar sujetas y aceptarlo de buen grado; algunas veces será duro y amargo, pero la mujer que teme a Dios lo hará así, y lo hará como para el Señor. Nunca puede haber bendición cuando se obra contra Su Palabra.
Sin embargo hay una manera feliz y sencilla de resolver la mayoría de las cuestiones, y es cuando tanto el marido como la esposa desean hacer la voluntad del Señor; si ambos buscan sinceramente esta voluntad, se sentirán dichosos al ser los dos de una misma mente. El esposo nunca debe imponer su autoridad en razón a lo que él es, sino que debe mostrar una cariñosa consideración hacia su compañera. Cuando la esposa vea en él un espíritu de sujeción a la Palabra de Dios, un verdadero deseo de ajustar su vida a lo que ésta ordena, será mucho más fácil para ella sujetarse a su esposo aunque su criterio sea muy diferente al suyo. Por tanto y en cualquier manera el lugar de la esposa, según Dios, será siempre el de sujeción.
Un joven marido fue cierta vez a pedir a un anciano siervo del Señor que él hablase con su esposa para decirle que la Palabra de Dios ordenaba a ella estar sujeta a su marido. El fiel y prudente siervo del Señor le respondió muy suavemente pero con fidelidad: “La Palabra de Dios no dice eso a Ud.” Y era verdad, pues lo que la Palabra de Dios le decía a él—y dice a cada marido—es que debía amar a su esposa como Cristo amó a la iglesia, y como se amaba él a sí mismo. Es muy probable que si tal marido hubiera estado demostrando con su conducta, amor, sustento, cariño y tierna consideración hacia su esposa, cual era su responsabilidad, no se hubiera creado esta ocasión en la que sintió necesidad de recurrir al anciano siervo del Señor para tratar de su problema.
Cuando en un hogar cristiano reinan la confusión y el desorden, generalmente la culpa es de la cabeza, pues tal vez no ha ejercitado el amor que debiera hacia su esposa, o no ha provisto del sustento espiritual necesario para su casa, o sencillamente que no ha sabido ocupar su lugar como cabeza, en el cual Dios le colocó. No es sólo un privilegio que él tiene en su posición, sino un deber y debe actuar de acuerdo a él, cumpliendo con su responsabilidad. Algunos se descargan de ella, dejando todo a su esposa, viendo que ella es más capaz. A causa de ello son muchas las esposas que salieron del lugar que les pertenece a causa de la deserción de sus esposos en su cometido.
Es de cierto una solemne responsabilidad que contrae cada esposo, y si fracasa en cumplir la parte que le pertenece ¿deberemos extrañarnos si la estructura del hogar se desmorona? Cuando sucede un trastorno en un hogar, Dios ve al jefe como el responsable, por no haber sabido mantener la posición como era debido.
¡De cuánta tristeza no se hubiera librado Eva si hubiera contestado a la serpiente tentadora: “Adán es mi cabeza, dícelo a él”! Tampoco escapó sin culpa, pues aceptó el fruto de la mano de Eva, comiéndolo en crasa desobediencia. Un antiguo escritor dijo: “Adán no fue engañado, sino influenciado.” ¡Y cuán sutil es la influencia en algunos casos! No obstante el esposo es responsable. Dios vio el peligro de la influencia en este afectuoso vínculo uniendo esposo y esposa y dijo al respecto: “Cuando te incitare tu hermano, hijo de tu madre, o tu hijo, o tu hija, o la mujer de tu seno ... que sea como tu alma, diciendo en secreto: Vamos y sirvamos a dioses ajenos ... no consentirás ... ni tu ojo le perdonará” (Dt. 13:6-8). Aquí se trataba de un caso en que el marido podía ser influenciado a la idolatría. Una esposa puede tener gran influencia ya sea para bien o para mal, mas “la mujer que teme a Jehová, ésa será alabada” (Pr. 31:30). Que nuestra influencia de los unos para con los otros sea para bien, que podamos exhortarnos unos a otros diariamente, mayormente al ver que aquel día se acerca (véase He. 10:25).
Por regla general en los primeros años de casados no se piensa mucho en la respectiva posición de esposo y esposa y de sus lugares y responsabilidades que atañen a cada uno. En los primeros años la pareja es muy propensa en no buscar en la Palabra de Dios cómo deben comportarse, y en el transcurso de estos años es fácil que cosas malas echen sus raíces en el hogar, dando fruto amargo en los años venideros. Cada pareja joven debería saber estas cosas desde el principio para buscar la gracia de Dios a fin de llevarlas a cabo como conviene. La sabiduría humana, el amor natural o el espíritu de benignidad no nos podrán guiar con rectitud en nuestra carrera. El amor sin la dirección divina nos podrá descarriar; la benignidad humana nos podrá llevar a una condescendencia culpable con el mal; y en cuanto a la sabiduría humana nunca es una garantía para el creyente. Salomón, aun siendo el hombre más sabio que jamás haya existido, mostró ser necio, por cuanto no hizo todo cuanto Dios le ordenó que hiciese.
El primer deber de un rey, al subir al trono de Israel, era escribir en un libro toda la ley como le fuera dado a Moisés para conducir al pueblo de Dios—no solamente los diez mandamientos. Esta debía haber sido la primera diligencia a cumplir por el nuevo rey. No bastaba con que él la leyera, sino que debía escribirla. Haciéndolo así le quedaría más grabada la ley en su mente y corazón. Luego él había de “leerá ... todos los días de su vida.” Esto sería una garantía y seguridad para él, pues al leer esas Palabras de Dios él había de aprender “a temer a Jehová su Dios, para guardar todas las palabras de aquesta ley y estos estatutos, para ponerlos por obra.”
Si Salomón hubiera leído esto con atención y temido al Señor, se habría guardado muy bien de hacer tres cosas malas “que él hizo,” porque el rey no había de “aumente caballos,” “ni aumentará para sí mujeres,” “ni plata ni oro acrecentará para sí” (Dt. 17:15-19).
Quisiéramos hacer notar algunas palabras que Pedro escribió a los esposos y esposas, en las que el Espíritu de Dios trazó por mano del Apóstol, y que muestran las dificultades y pruebas en el camino del desierto y dan consejos y sana amonestación como guía. “Herederas juntamente de la gracia de la vida” (1 P. 3:7). Dios no quiere que sus hijos sean desdichados, y si siempre andamos de acuerdo con Su Palabra, por cierto que no lo seremos.
En este pasaje habla de habitar juntamente como esposo y esposa. Mirándolo desde un cierto punto, esto es muy hermoso, pero hay el otro aspecto y es que cuando dos personas viven en esta intimidad constante del esposo y esposa, se descubren mutuamente las faltas y fracasos de cada uno y ello puede producir algunos disgustos que pueden empañar la felicidad matrimonial.
Aquí, como está escrito en Efesios también, la esposa ha de reconocer el lugar de su esposo como la cabeza, ya que Dios así lo ha colocado, y actuar de acuerdo con este principio. Debe también usar su ornamento—adorno agradable a Dios, no de acuerdo con las modas inconstantes y descaradas de este mundo—cuyo ornamento debe ser un “espíritu agradable y pacífico” (1 P. 3:4), el cual siempre será actual y de buen gusto, y lo mejor de él es que es tenido en mucha estima delante de Dios. Es en el círculo familiar donde mejor se puede ver y observar este precioso ornamento: Dios conoce el peligro de que la mujer siga las modas de este mundo, y por ello el Espíritu de Dios presenta ante ellas tales adornos que deben buscar y usar en todo tiempo, en contraste con otros adornos de la moda mundana.
Por otra parte, se amonesta al esposo a que viva con su esposa “según ciencia” (1 P. 3:7). Esta no es la ciencia que hincha, sino aquella que nos hace ver insignificantes a nuestros propios ojos. Es importante que recordemos nuestras debilidades y defectos y cuanta gracia nos ha sido mostrada, y así manifestar de una manera propia a Cristo en nuestros tratos con nuestras esposas. El esposo no debe olvidar que la esposa es como un vaso más frágil, por lo cual la esposa debe encontrar protección a su lado. Esto es lo que Cristo hace con la iglesia. Esta amonestación debe ejercitar al esposo a buscar ayuda y fortaleza de Dios, pues ¿qué esposo no conoce en su intimidad que él no es una torre fuerte en sí mismo?
Nos es también aquí presentado un pensamiento solemne: el matrimonio es solamente para un cierto tiempo. En cambio en su condición de salvados son herederos juntamente de “la gracia de la vida.” Ambos van a otra escena donde Cristo su vida será manifestado (véase Col. 3:4), y aun ahora poseen la gracia que fluye de Cristo. Tales pensamientos elevan sus corazones lejos de este mundo hacia Cristo y Su gloria venidera.
Prestando a estas cosas la atención debida, sus oraciones no serán impedidas. En cambio ¿cómo podrían dos orar juntos si hubiera entre ellos discordia o desdicha? ¿Y cómo esperar respuesta a sus oraciones si no anduvieran en obediencia a la Palabra de Dios? ¿Quién puede valorar la gran bendición que viene de orar juntos el esposo y la esposa? Es uno de los benditos privilegios de “habitar juntos.”

El Nuevo Hogar

“Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se juntará a su mujer. Y los que eran dos, serán hechos una carne: así que no son más dos, sino una carne” (Mr. 10:7-8).
La Palabra de Dios enseña que es mejor que la pareja recién casada no se establezca en el hogar de sus padres. El esposo debe dejar a su padre y a su madre y ha de unirse a su esposa. En Rebeca vemos cómo la esposa dejó a su padre y a su madre para unirse a su esposo. De la única manera que ellos pueden crear su orden piadoso en su casa, es el de formar un nuevo hogar, por humilde que éste sea. Nunca podría el nuevo esposo ser la cabeza de su familia estando en el hogar del padre, sea suyo o el de su esposa, como tampoco la esposa podría a su vez tomar la nueva responsabilidad en hogar ajeno.
Hablamos en el capítulo anterior de la necesidad de pesar nuestras responsabilidades en cada nueva posición que asumamos. También esto afecta a los padres de los nuevos esposos, pues podrá ser también para ellos una experiencia totalmente nueva, y digna de ser seriamente considerada delante de Dios, buscando su guía para obrar consecuentemente; se necesita mucha gracia para ser buenos suegros.
Lo más importante para los padres de ambos es que descubran por las Escrituras que la pareja joven empieza un hogar totalmente nuevo y por lo tanto deben estar completamente libres para establecer su propia casa según sus propias aspiraciones y fe en Dios, para así arreglar todas las cosas. Pueden pedir consejo a sus mayores buscando más sabiduría y prudencia, pero aprendiendo que su deber es obrar bajo su propia responsabilidad. Nunca será motivo de gozo ver a los jóvenes llenos de ínfulas de independencia y propia confianza, aunque también muchos matrimonios han fracasado por exceso de buena voluntad pero no conforme con las Escrituras, o por la inoportuna intromisión de unos padres preocupados en demasía por los asuntos de la sola incumbencia de sus hijos recién casados. Ningún joven debe casarse hasta sentirse capaz (por ambas partes) de emprender el camino bien unidos y por sí mismos. Y a menos que tanto uno como el otro estén decididos a dejar el hogar paterno y empezar juntos una vida enteramente nueva, no deben dar tal paso. Cuantos piensen casarse deben entender así las cosas y poder decir con toda decisión cual Rebeca: “Sí, iré.”
Una de las exclamaciones más desafortunadas que pueda brotar de los labios de la joven esposa a la primera dificultad o desavenencia surgida es: “Vuelvo con mi madre.” Ella debió pesar las cosas de tal manera delante del Señor, y estar tan segura de Su aprobación antes de tomar el paso, que no hubiera cabida ni por asomo en su pensamiento de volverse atrás. Y lo mismo cabe decir cuanto al marido. Deben siempre recordar: “así que no son más dos, sino una carne.” Están unidos por un lazo tan indisoluble que solamente la muerte puede deshacer.

Un Buen Comienzo

Para los jóvenes cristianos casados una recomendación más puede darse con respecto al establecimiento de su propio hogar, el cual está frecuentemente ubicado entre vecinos desconocidos. A estos conviene hacerles saber, tan pronto como sea posible, que los nuevos vecinos son creyentes en el Señor Jesucristo—no de una manera jactanciosa, tampoco de una confianza propia, sino como temerosos de Dios. En medio de cualquier nueva compañía, en el barrio, en el taller, en la escuela, en la oficina, o dondequiera que sea, cuanto más pronto sea enarbolada la bandera de Cristo, tanto mejor. La gente inconversa está dispuesta para dejar de tener amistad con los que se muestran abiertamente cristianos verdaderos.
A veces los cristianos dan como una excusa por no asistir a las reuniones del evangelio o a las reuniones de la iglesia, porque algunos vecinos llegaron a su casa y les impidieron asistir. Buena cosa es dar a saber a los vecinos: “Siempre asistimos a las reuniones evangélicas a esta hora y quisiéramos que Uds. nos acompañasen. Después podemos pasar un rato en casa.”
Hay también el hecho importante de que el hogar cristiano mismo evidencie señales de la fe de los esposos. “¿Qué han visto en tu casa?” (Is. 39:4) es una pregunta que bien puede probar nuestros corazones. El bendito libro de Dios, la Biblia, ¿está en evidencia? o ¿están cuidadosamente escondidas las Biblias? o ¿cubiertas de polvo, demostrando la falta de su uso? ¿Hay textos bíblicos en las paredes? Hay que hacer que nuestra luz brille y no ser tímidos en manifestar que somos de Cristo. Ojalá que no nos avergoncemos de nuestro Señor Jesús quien nos ama, sino que estemos prontos para confesar que somos de Él. Es una señal de los postrimeros tiempos cuando sólo el Señor conoce a los que son suyos (2 Ti. 2:19). Los demás deben conocernos.
Es un espectáculo muy triste observar en un hogar cristiano que la literatura mundana ha desplazado la Biblia y sanos escritos cristianos. El enemigo tiene sus muchos agentes que andan de casa en casa solicitando subscripciones a toda suerte de literatura, revistas, libros, diarios, etc. Los jóvenes cristianos que forman nuevos hogares deben de vigilar por lo que entre en su casa, cuidando de tener lo que dé alimento espiritual y de excluir lo mundano, incluso esa obra maestra del diablo, el televisor. Atranquen bien la puerta contra ese instrumento por medio del cual el dios y príncipe de este mundo, Satanás, introduce dentro del seno del hogar todas las escenas inmundas de “Sodoma” y “Egipto.”
En resumen, hemos considerado la importancia de un buen comienzo en una nueva comunidad; asistir fielmente a los diversos servicios de adoración, edificación, oración y evangelización; hacer evidente que la Biblia es leída en el hogar, tener textos en las paredes y sanos escritos cristianos. Finalmente, permítannos hacer hincapié sobre la importancia de tener la morada hogareña accesible al lugar de empleo y a la vez al local de reuniones cristianas. La “casa de uno llamado Justo, temeroso de Dios ... estaba junto a la sinagoga” (Hch. 18:7). Vivir tan lejos del local cristiano que uno no puede asistir con su esposa a todas las reuniones, regulares y especiales, es perder inevitablemente algo o mucho de la bendición espiritual: hace fácil que la carne dé lugar a la fatiga, y que dejemos “nuestra congregación” (He. 10:25). Algunos queridos cristianos se han descarriado por este motivo. Por lo tanto consideren bien sus necesidades espirituales al ubicarse.

“Betania”

Cuando aquel Extranjero solitario, que vino del cielo, andaba haciendo el bien en la tierra, había pocos corazones que latían en simpatía con el suyo. Él fue “despreciado y desechado entre los hombres.” Él fue solo al Monte de las Olivas y estuvo toda la noche en oración. Había dicho: “el Hijo del hombre no tiene donde recueste su cabeza” (Mt. 8:20); pero había un lugar donde el Señor podía encontrar refrigerio y alguna medida de comprensión: se hallaba en la casa de Marta, donde vivían también sus hermanos María y Lázaro. ¡Qué lugar tan bendito era ése—un pequeño oasis en medio de un desierto árido de orgullo, arrogancia y falsa profesión religiosa!
Cuando nuestro bendito Salvador hizo el último viaje a Jerusalén y fue aclamado como el Hijo de David viniendo en el nombre del Señor, fue rechazado inmediatamente después. Por la noche no se quedó dentro de los muros de Jerusalén. Fue a albergarse en su retiro en la casa de sus amigos en “Betania.” Este nombre significa “lugar de palmas,” pero no eran las palmas lo que atraía al Señor en ese sitio, sino los corazones ensanchados de los tres hermanos que le daban una bienvenida que en otras partes no recibía.
Fue este grupito bendecido el que le hizo “una cena” (Jn. 12:2) y cada uno de ellos desempeñaba su parte. Marta servía; Lázaro se sentó con Él en la mesa; y María derramó su precioso ungüento sobre sus pies benditos. En estos tres actos vemos representado el servicio, la comunión y la adoración—cada cual bendecido en su lugar. Ciertamente era una fiesta en el camino del Señor—el camino hacia el Calvario y sus tormentos. No era un acto impulsivo de María que nació al instante, porque el Señor dijo: “para el día de mi sepultura ha guardado esto.” Fue premeditado y ella guardaba el ungüento para el momento apropiado; cuando ese momento llegó, ella estaba en afinidad con la corriente de los pensamientos del Señor, hasta percibir cuándo debiera quebrarse el frasco de alabastro y derramarse el ungüento. No solamente Él disfrutó del beneficio del gasto profuso de María para su Señor, sino que “la casa se llenó del olor del ungüento.” La atmósfera se llenó de la fragancia de su devoción. ¿Y no es ahora la adoración al Señor Jesús de parte de una alma agradecida, una cosa que se siente en otras almas también?
Quiera Dios que nuestros hogares sean pequeños “Betanias.” Es bueno que los jóvenes consideren estas cosas al casarse, y procuren—por la gracia de Dios—establecer un hogar en el cual el Señor mismo, si estuviera aquí, recibiera la bienvenida; y si no es Él, alguno de los suyos. Estamos propensos a disfrutar de nuestros hogares sólo para nosotros mismos, nada más, pero este mundo es un desierto árido y muchos de los redimidos del Señor precisan de algo de refrigerio en el camino para avivar su ánimo. Quiera Dios que lo encuentren en nuestros hogares, y que procuremos hacerlo todo para Él. Entonces en un día no lejano le oiremos decirnos: “A mí lo hicisteis.”
Las Escrituras hablan mucho de la hospitalidad: “Siguiendo la hospitalidad” (Ro. 12:13); “hospedador” (Tit. 1:8); “hospedaos los unos a los otros sin murmuraciones” (1 P. 4:9). Hay bastantes pasajes también que demuestran la práctica de la hospitalidad entre los hijos de Dios.
Para los redimidos del Señor ella no consiste en hacer grandes fiestas, sino en hacer a los hermanos sentir que son bienvenidos a compartir de todo cuanto los dueños del hogar puedan brindarles. Una cena suntuosa podrá llegar a ser una formalidad de cumplimientos con muy poco de calor o de corazón sentido en ella. Es la aplicación sencilla y práctica de amor hacia los santos lo que es tan deseable. Esta tiende a fortalecer los vínculos cristianos entre ellos. Da también oportunidades para conversar acerca del Señor y sus intereses en este mundo—en una palabra—comida y comunión espirituales.
Jamás saldremos perdiendo al dedicarnos nosotros mismos y nuestros recursos para el bienestar de los santos amados de Dios. Ojalá que los queridos jóvenes que están formando sus hogares tengan por modelo aquel hogar en donde el Señor Jesús siempre tenía la bienvenida—el hogar de “Betania ... hiciéronle allí una cena.”
En medio de quejas, dolor, confusión,
Cuán dulce es con santos tener comunión,
Hallar que al banquete de amor hay lugar,
Gustar previamente el sabor de tu “hogar.”
¡Qué vínculos unen los hijos de paz!
Tú, siempre el Bendito, tu amor es tenaz;
Pues, aunque entre pruebas aquí hay que pasar,
Unidos los tuyos, van hacia el “hogar.”

Vida Práctica Cristiana

Cuando los jóvenes recién casados establecen un hogar nuevo, les conviene dar consideración seria a la vida práctica cristiana que han de llevar, q.d.: la economía doméstica, cuánto cuesta la casa, muebles, ropa, alimentos, medicinas, libros, regalos, recreos, transporte, etc. No agrada a Dios y no mantiene la felicidad hogareña, el gastar hasta el último centavo de nuestros ingresos; o peor aún, contraer deudas (Pr. 22:26-27).
En el día de hoy es muy fuerte la tendencia de adoptar un nivel de vida más alto de lo que el sueldo del joven esposo alcanza, olvidando que en la mayoría de los casos sus padres empezaron la vida conyugal muy sencillamente y vivían dentro de sus medios. “Grande granjería es la piedad con contentamiento” (1 Ti. 6:6). No es el nivel de vida lo que constituye el bienestar y la prosperidad de los esposos cristianos, más bien la piedad con contentamiento.
Algunos de los cristianos más felices son aquellos que tienen poco de los bienes de este mundo, pero disfrutan de Cristo y de las cosas de Dios y siguen adelante con gozo y contentamiento.
Aun del punto de vista meramente natural, para los jóvenes casados es una experiencia placentera el trabajar juntos arreglando una casa vieja, componiendo y pintando algunos muebles usados, preparando un huerto, etc.
“No debáis a nadie nada” (Ro. 13:8). Para los jóvenes casados, una de las cargas más pesadas por soportar es la de contraer deudas. Hoy en día se facilita tanto a plazos con poco o aun sin ninguna cuota inicial, y tanto insisten los vendedores a los jóvenes esposos, que ellos pueden sumergirse en deudas antes de que se den cuenta. De este modo su sueldo puede estar sobrecargado por años venideros. Oímos decir de una pareja que compró tantas cosas a plazos que la suma de los abonos ¡excedía sus ingresos! “No debáis a nadie nada.” No sabemos qué dará de sí el día de mañana. El sobrecargarnos con obligaciones que podemos pagar sólo con trabajo estable y en cierto nivel de ingresos, es poco menos que jactarnos del futuro. “El que toma prestado, siervo es del que empresta” (Pr. 22:7).
Hay otra consideración también: si nos enfermáramos o estuviéramos incapacitados, y así no podríamos pagar nuestras deudas, nuestros acreedores perderían. ¿Sería esto de acuerdo con un buen testimonio cristiano honroso al Señor? “No debáis a nadie nada.”
En resumen, procuremos sinceramente vivir dentro de los medios que el Señor nos ha dado, perseverando en ello con acciones de gracias y contentamiento, teniendo buena conciencia, y deseando comportarnos bien en todo.

Sacrificios Cristianos

Hasta que la Epístola a los Hebreos fue escrita, múltiples sacrificios de animales se habían ofrecido por más de cuatro mil años—desde el sacrificio hecho por Abel. Pero todo aquello fue anulado y el escritor inspirado (sin duda, Pablo) les estaba enseñando que la época de los tipos y figuras del sacrificio de Cristo había pasado y que los creyentes hebreos (o sea judíos) habían sido introducidos a lo que es “mejor” (He. 8:6). Ellos ahora iban a adorar a Dios “en espíritu” y en la misma presencia de Dios, dentro del velo (véase He. 10:19-20). La sangre de los machos cabríos y el sebo de los carneros, o cualesquiera de las diferentes ofrendas bajo la dispensación mosaica, ya no agradaban a Dios.
Tal vez se hubiera presentado a las mentes de los hebreos cristianos este pensamiento: “Pero ¿no tenemos nada que ofrecer? ¿No hay nada que presentemos a nuestro Dios?” ¡Sí! ahora era su privilegio ofrecer “a Dios siempre sacrificio de alabanza, es a saber, fruto de labios que confiesen a Su nombre” (He. 13:15). No precisaban de ningún templo en el cual ofrecer este sacrificio, ni estaban limitados a ciertos días señalados de fiesta, sino estaban enteramente libres para poder adorar “a Dios siempre.” De ahí es evidente que solamente aquellos que son “hijos de Dios” por el nuevo nacimiento y en los cuales mora el Espíritu son capaces de presentar dichos sacrificios.
Esto va de acuerdo con Efesios 5:19: “hablando entre vosotros con salmos, y con himnos, y canciones espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones” (véase también Col. 3:16).
Tratando entonces del matrimonio, es importante hacer hincapié en que entre tantas bendiciones que Dios da a un hombre y su esposa en un hogar en esta tierra (en donde nuestro Señor no tuvo ninguno), debe abundar en él la voz de alabanza. La Epístola de Santiago nos recuerda que si estamos afligidos, oremos; pero si estamos alegres, cantemos salmos (Stg. 5:13). En otras palabras, debemos de recibir todo de Dios y llevar todo a Dios.
Un hogar cristiano, donde se disfruta del Señor Jesucristo y de Sus bendiciones, a menudo resonará con cantos de alabanza. Estos “sacrificios espirituales” son “agradables a Dios por Jesucristo” (1 P. 2:5). ¡Qué privilegio más grande es el del cristiano, muy superior al de los israelitas de antaño!
Y continúa el escritor: “de hacer bien y de la comunicación no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios” (He. 13:16). Son dos clases más de “sacrificios” que un cristiano puede y debe ofrecer a Dios:
1. El “de hacer bien.” Se presenta aquí un campo muy extenso, porque el cristiano de muchas maneras puede hacer el “bien a todos, y mayormente a los domésticos de la fe” (Gá. 6:10). Podrá ser en socorrer a un enfermo necesitado, ya sea un creyente o tal vez una persona inconversa con la cual se presente la oportunidad de testificarle de Cristo. Que tengamos un oído afinado para escuchar la voz del Señor y agradarle en hacer el bien. Tal vez nadie sabrá de ello sino solamente el Señor y la persona beneficiada; pero es mejor así, pues entonces nuestros corazones traicioneros y vanidosos no tendrán oportunidad de gloriarse.
2. El “de la comunicación.” Se trata de usar de nuestros bienes o dinero para la ayuda de otros, pues aun esto es un “sacrificio” agradable a Dios. Sabemos que se le exigía a Israel dar el diezmo, es decir, la décima parte de sus ingresos y aumento a Jehová. ¿Por qué entonces, no hay tal mandamiento dado a los cristianos? Precisamente porque no estamos bajo la ley, teniendo dicho mandamiento en vigor. Estamos bajo la gracia. No es ya una cuestión de dar obligatoriamente diez por ciento de nuestros ingresos, sino ¿qué vamos a hacer como fieles mayordomos del cien por ciento que el Señor ha entregado a nuestras manos? Lo que demos al Señor de lo material debe hacerse de un corazón rebosando de gratitud por Su tan grande amor para con nosotros: “porque ya sabéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor de vosotros se hizo pobre, siendo rico; para que vosotros con Su pobreza fueseis enriquecidos” (2 Co. 8:9).
Hay una cuestión importante digna de consideración al establecer un nuevo hogar; es la de dar cristianamente. Probablemente el esposo y la esposa cada uno tenía su propia manera de hacer esto antes de casarse, pero ahora deben de ser de una sola mente en este aspecto importante de los sacrificios cristianos. Sabemos que hay una tendencia de evitar el mencionar este tema y de refrenarse de todo lo que parezca que se está poniendo a los santos de Dios otra vez bajo el yugo de la ley, en el cual se les obligaba a dar el diezmo, quisieran o no. Con todo esto estamos de acuerdo, pero ¿no ha de haber cierta reciprocidad hacia Dios quien ha hecho tanto por nosotros? ¿Hemos de disfrutar de todas sus bendiciones gratuitas, la salvación, la vida eterna y todo—y no ofrecerle nada en cambio? ¿O hemos de recibir todas las abundantes bendiciones temporales y consumirlas egoístamente para nosotros mismos y nuestros hogares? Responder “Sí” a estas preguntas seria el colocar al cristiano en una posición menos digna que la del judío de antaño. Si el judío tenía que dar de sus bienes al Señor, con mayor razón el cristiano debe desear hacerlo.
En cuanto a las ofrendas cristianas, hay principios expuestos en la Biblia. El cristiano debe ofrendar según Dios le haya prosperado. “Si primero hay la voluntad pronta, será acepta por lo que tiene, no por lo que no tiene” (2 Co. 8:12). Si Dios nos ha dado mucho, entonces conviene que ayudemos a los suyos que estén necesitados, y que ofrendemos para el adelanto de la obra del Señor. Dios no nos obliga a ofrendar, porque el cristiano no está bajo la ley mosaica (véase Ro. 6:14); pero le gusta ver al alma liberal: “el alma liberal será engordada” (Pr. 11:25). Pablo, escribiendo a los corintios acerca de ofrendar, terminó con esta exclamación: “Gracias a Dios por Su don inefable” (2 Co. 9:15). ¿Podrán otros donantes compararse con Él? ¡Nunca! “Más bienaventurada cosa es dar que recibir” (Hch. 20:35), y Dios ciertamente es el más bienaventurado, porque es el Dador supremo que dio a Su propio Hijo.
Dios no quiere “que haya para otros desahogo, y para vosotros [nosotros] apretura” (2 Co. 8:13), quiere decir, si ofreciésemos más allá que nuestra capacidad. Sin embargo, Pablo encomendó a “las iglesias de Macedonia” que habían ofrendado “conforme a sus fuerzas ... y aun sobre sus fuerzas ... para los santos” pobres de Judea (2 Co. 8:1-4); y el Señor Jesús había elogiado a la viuda pobre que “echaba” en el arca de las ofrendas “dos blancas.” Él dijo “ésta de su pobreza echó todo el sustento que tenía” (Lc. 21:1-4). Ella hubiera podido ofrendar una blanca y guardar para sí la otra, donando la mitad de su pertenencia. No creemos que ella sufrió privación penosa como resultado de su abnegación. ¡Oh qué bueno fuera que los cristianos ofrendaran de sus bienes, haciéndolo como para el Señor!
Para el creyente como mayordomo de los bienes del Señor, hay esta instrucción: “Cada primer día de la semana cada uno de vosotros aparte en su casa, guardando lo que por la bondad de Dios pudiere; para que cuando yo llegare, no se hagan entonces colectas” (1 Co. 16:2). ¿Por qué en el “primer día de la semana”? No hay palabra de sobra en la Biblia. ¿No es porque fue en ese día que el Señor resucitó de los muertos? Su resurrección es la que nos asegura nuestra justificación ante Dios. Fue también en el primer día de la semana que los discípulos se juntaban para “partir el pan,” es decir, recordar al Señor Jesús en Su muerte: “haced esto en memoria de Mí” (Hch. 20:7; Lc. 22:19). Entonces el cristiano—con su corazón y mente ocupados con su bondadoso Señor, quien “se dio a Sí mismo por nuestros pecados” (Gá. 1:4)—en ese día especial está más sensible de cuán grande fue la deuda que Jesús pagó por él, y así más dispuesto a dar algo de corazón agradecido.
Un hermano en Cristo dijo que cuando tomó ese versículo (“cada primer día de la semana cada uno de vosotros aparte en su casa”) literalmente y empezó a poner aparte algo de sus ingresos para el Señor, su Salvador recibió mucho más que antes.
Así que—al establecer un nuevo hogar en un nivel de vida proporcionado a los ingresos—no debe descuidarse de la porción del Señor. “Honra a Jehová de tu sustancia, y de las primicias de todos tus frutos” (Pr. 3:9). Esta exhortación del Antiguo Testamento es relacionada con las del Nuevo Testamento. ¿No es cierto que Dios con derecho reclama las primicias de nuestro aumento? Todo vino de Él; era todo el don suyo, aun cuando nosotros trabajáramos por ello, porque ¿quién nos dio la habilidad y la fuerza para trabajar? Entonces ¿no debemos de tardar en reconocer Su bondad, devolviéndole las “primicias” de nuestros ingresos? Y cuando nosotros ofrendamos agradecidamente al Señor, no sufriremos por ello, porque Él es demasiado rico para ser deudor a hombre alguno.
Hay otro aspecto: debemos de ser justos antes de ser liberales. Si un cristiano debe dinero a otros, conviene que pague sus deudas antes que dar el dinero al Señor. Él no quiere recibir como ofrenda lo que no es nuestro, pues se debe a otros. Ahora bien, una pregunta: ¿Cómo es que yo estoy endeudado? La Escritura dice: “No debáis a nadie nada, sino amaros unos a otros” (Ro. 13:8).
A veces se hace la pregunta: ¿Debe de ponerse en la ofrenda de la iglesia en el domingo todo lo que damos al Señor? Es buena cosa ofrendar colectivamente para la obra del Señor, o para los santos que tengan necesidades, pero hay casos de emergencia o de otras categorías que no se hallan dentro de la responsabilidad de la asamblea cristiana. Si un cristiano, con regularidad, aparte en casa lo que por la gracia de Dios pueda, tendrá algo con que ayudar cuando se presentan casos particulares y como el Señor le dirija. Debemos de ser “ricos en buenas obras, dadivosos, que con facilidad” comuniquemos (1 Ti. 6:18).
Aún hay otro sacrificio que los cristianos pueden ofrecer a Dios y se menciona en Romanos 12:1: “Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro racional culto.” Esta exhortación, a base de las misericordias de Dios, no de la ley mosaica, nos insta al sacrificio propio: a la entrega de sí mismo, como también nos exhortó nuestro Señor: “Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mt. 16:24). De mil maneras podemos servir al Señor, en vez de vivir en la complacencia propia.

El Lugar De La Mujer En El Hogar

Las mujeres mayores entre los cristianos deben de enseñar “a las mujeres jóvenes a ser prudentes, a que amen a sus maridos, a que amen a sus hijos, a ser templadas, castas, que tengan cuidado de la casa, buenas, sujetas a sus maridos; porque la palabra de Dios no sea blasfemada” (Tit. 2:4-5).
El Apóstol Pablo había instruido a Tito a enseñar a los ancianos, las ancianas, y los jóvenes lo que les convenía hacer, a fin de que todos juntos pudiesen mostrar su fe cristiana en la vida cotidiana; pero cuando se trataba de enseñar a las mujeres jóvenes, Tito había de dejar eso a las mujeres mayores. Tal instrucción era oportuna, para que Tito fuese guardado del peligro sutil de una atención indebida a las jóvenes. ¡Ay! qué perjuicio ha resultado entre los cristianos por las aparentemente buenas intenciones de hombres que tomaban un interés especial en el bienestar espiritual de las jóvenes. Aun la solicitud para la salvación de las jóvenes está llena de peligro grave para los siervos del Señor.
Hay una función exclusiva para las mujeres mayores (no es cuestión de ser mucho mayores, sino de mayores en contraste con las hermanas más jóvenes), el de aconsejar a las jóvenes en cómo se honrará a Dios en la vida doméstica. La Palabra de Dios puede ser blasfemada si las mujeres cristianas no cumplen con sus obligaciones en sus propios hogares.
El lugar propio, entonces, para las mujeres casadas es el hogar, porque ellas han de tener “cuidado de la casa.” Otra traducción dice: “diligentes en el trabajo hogareño.” Sin embargo las mujeres casadas hoy en día sobrepasan a las solteras en los puestos de trabajo que ocupan en el mundo. Es común que las mujeres jóvenes casadas permanezcan en sus trabajos que tenían antes de casarse, o que salgan y busquen uno poco tiempo después de su matrimonio. Esta no es una cosa sana para las cristianas, porque no está de acuerdo con la Palabra de Dios. Las esposas cristianas tienen la responsabilidad definitiva de ser diligentes en el trabajo de su casa y de atender al cuidado de sus esposos y de los hijos cuando los hay.
El mismo Apóstol, escribiendo a Timoteo, dijo que las mujeres casadas “gobiernen la casa” y de no dar “ninguna ocasión ... al adversario para maldecir” (1 Ti. 5:14).
Aunque el esposo es la cabeza de la familia, y como tal es el responsable inmediato al Señor por la conducta del hogar, sin embargo hay un lugar en el cual la esposa es la guía: en el manejo de la casa. Hemos hablado de esposos que descuidan de sus responsabilidades delante de Dios como cabeza en la familia, pero por otra parte hemos sabido de algunos maridos que ordenan el trabajo para la esposa en la casa hasta en los detalles más pequeños. Esto también está fuera de lugar.
Hay dos peligros característicos para la esposa que trabaja en algún empleo y deja su puesto asignado por Dios en el hogar. El primero de estos es que trastorna el orden de las posiciones relativas de los cónyuges. El marido pierde el sentimiento de su deber como el que provee por las cosas necesarias en el hogar; y por otro lado la esposa asume la posición del esposo en la manutención del hogar. Eso no promueve un orden piadoso. El segundo riesgo es que los ingresos adicionales de la esposa tienden a elevar el nivel económico de la familia más arriba de lo que el trabajo del esposo solo podría proveer, y una vez subido es muy difícil rebajarlo. Y si más tarde la esposa se ve obligada a dejar su empleo, a menudo surgen el descontento y la desdicha.
Algunas veces hay otro peligro que acecha a las mujeres casadas que salen a trabajar: el de sus asociaciones morales y sociales. Pueden tener contactos y asociaciones con hombres donde trabajan, que llegarán a ser degradantes y así una esposa cristiana puede ser arrojada indebidamente a la tentación.
Los cristianos muchas veces se han hallado fuera de sitio acosados de grandes pruebas y peligros en medio de donde casi no han sabido a qué lado volverse, mientras si hubieran permanecido donde el Señor los había colocado, habrían salido ilesos de todo. Abraham no estaba preparado para la prueba que encontró en Egipto con respecto a su esposa, pues recurrió a la mentira (véase Gn. 12:10-20); pero ¿por qué se hallaba en Egipto? Dios le había llamado a vivir en Canaán. Siempre es bueno orar: “no nos metas en tentación”; y es sabio no buscarla deliberadamente.
Hay una lección sana que aprender de Génesis 18. El Señor apareció a Abraham “en el valle de Mamre, estando él sentado a la puerta de su tienda en el calor del día” (v. 1). Evidentemente los dos ángeles que visitaron más tarde a Sodoma también fueron huéspedes de Abraham ese día. ¡Qué hombre tan privilegiado fue Abraham! En el Nuevo Testamento leemos esto: “No olvidéis la hospitalidad, porque por ésta algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles” (He. 13:2). Esos ángeles no aparecieron como ángeles, sino como hombres; así fue que Abraham hospedó ángeles “sin saberlo.” Él también hospedó al Señor de la gloria en ese día. Pero ¿qué hubiera hecho Abraham sin ayuda y cooperación de Sara, su esposa? Cuando “los varones” le preguntaron: “¿Dónde está Sara tu mujer?” él pudo responder: “Aquí en la tienda.” Ella no estaba lejos, trabajando; estaba en la tienda, allí oportunamente para preparar la comida para aquellos huéspedes celestiales. Cuando la esposa no es la “que [tenga] cuidado de la casa,” ¿no es eso estorbo al ejercicio de la hospitalidad a los santos? ¿No pasa desapercibida en la puerta de las tales oportunidades semejantes para servir al Señor? No hay mejor lugar para servir al Señor que en donde Él nos ha colocado conforme a Su Palabra. ¿Quién puede medir la influencia de una esposa temerosa de Dios, la cual maneja su hogar para el Señor, reconoce a su esposo como su cabeza y que está lista para toda buena obra que está dentro de su alcance? En todas las épocas grandes bendiciones han sido realizadas por medio de las mujeres que guardaron sus lugares señalados y sirvieron allí a Dios. Jael no salió de su tienda para ganar una victoria que el ejército de Israel no pudo ganar, tampoco usó armas de guerra que no eran propias a la mujer (véase Jue. 4:18-22).
En el Nuevo Testamento se hace mención honrosa de varias mujeres. Marta servía al Señor en su propio hogar, como también María de otra manera (Lc. 10:38-42; Jn. 12:1-3). María Magdalena, Juana y Susana, y otras muchas “le servían de sus [bienes]” (Lc. 8:2-3). La madre de Juan Marcos abría su casa a los santos, y una reunión de oración se celebró allí cuando Pedro estaba en prisión (Hch. 12). Priscila trabajaba con su esposo Aquila. La asamblea cristiana se reunía en su casa (Ro. 16:3-5; 1 Co. 16:19). Esa pareja también llevó a Apólos a su hogar y lo instruyeron más perfectamente en el camino del Señor. Febe había ayudado a muchos, y aun a Pablo mismo (Ro. 16:1-2); y en este mismo capítulo otras mujeres son mencionadas: Dice que Trifena y Trifosa trabajaban en el Señor y Pérsida se esforzaba mucho en el Señor. Cómo lo hicieron, no se nos dice, pero sí sabemos que hay un lugar para las mujeres en el cual glorifiquen y sirvan al Señor sin “tomar autoridad sobre el hombre” o que hablen en la iglesia, siendo estas dos cosas prohibidas (1 Ti. 2:12; 1 Co. 14:34).
“Engañosa es la gracia, y vana la hermosura: la mujer que teme a Jehová, ésa será alabada” (Pr. 31:30).

Una Herencia Del Señor

El plan divino de la redención no fue un pensamiento tardío de parte de Dios. No fue algo que Él ideó para afrontar una emergencia cuando el pecado entró en el mundo, antes bien fue un plan bien determinado en Sus consejos eternos. El amor de Dios requería para Su plena satisfacción que se tuviese hijos y que ellos pudiesen responder al afecto divino como partícipes de Su gran plenitud. Él sabía que el pecado echaría a perder la raza adámica, pero mucho antes de que la tierra existiera, Sus designios de amor eterno prescribieron el encumbramiento de los degenerados hijos de Adán, para traerlos a Sí mismo en justicia. Podemos exultar con el Apóstol Pablo y decir:
“Según nos escogió en Él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él en amor; habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos por Jesucristo a Sí mismo, según el puro afecto de Su voluntad ... conforme a la determinación eterna, que hizo en Cristo Jesús nuestro Señor” (Ef. 1:4-5; 3:11).
El poeta cristiano G. W. Frazer expresó hermosamente esta verdad en las palabras siguientes:
¡Oh! Padre, en tu eterno y profundo consejo
Nos predestinaste al celeste favor,
Pues antes de que fuese puesto el cimiento
Del mundo o creado el orbe al redor,
Tú nos escogiste ya en Cristo el Amado,
A fin de que fuésemos ante tu faz
Conformes, cual hijos, en todo a tu Hijo:
¡Pronto, ese designio Tú ejecutarás!
Contemplamos la sublimidad del amor de Dios en el don inefable de Su Hijo amado: “En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a Su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por Él” (1 Jn. 4:9). Pero hubo algo más: Dios sólo podía traernos a Sí mismo en conformidad con Su propia santidad: era imprescindible que nuestros pecados fuesen quitados. Su Hijo tuvo que sufrir el abandono de Dios en esas tres horas terribles de oscuridad, y morir; no obstante ser sin pecado, fue hecho pecado por nosotros (comp. 2 Co. 5:21). “En esto consiste el amor: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó a nosotros, y ha enviado a Su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 4:10).
¿De qué otra manera podríamos haber conocido el amor que Dios tiene para con nosotros? o ¿conocido cómo Él podría salvarnos y no obstante mantener todavía Su santidad absoluta? Él envío de Su Hijo nos participa de lo primero; y la muerte propiciatoria nos muestra lo último.
¡Oh insondable maravilla!
¡Oh misterio divino!
Así en sublime amor el corazón de Dios Padre ha podido manifestarse, atrayendo a los pobres pecadores a Sí mismo, justificados de todas las cosas y hechos hijos suyos. Sí, cual hijos adoptados, somos traídos cerca de Él mismo en justicia donde podemos disfrutar de la plenitud de ese amor, y en alguna medida manifestar nuestro agradecimiento: “Nosotros le amamos a Él, porque Él nos amó primero” (1 Jn. 4:19) ¡Bien exclamó el mismo Apóstol: “Mirad cuál amor nos ha dado el Padre, que seamos llamados hijos de Dios” (1 Jn. 3:1)!
Lector cristiano, meditemos sobre estas verdades preciosas. Regocijémonos en la manifestación hacia nosotros del corazón del Padre, y al pensar así en Su amor incomparable, que el Espíritu Santo encienda en nuestros corazones el afecto recíproco que le debemos.
Dios, habiéndonos introducido en este parentesco filial en el que tenemos una vida—vida eterna—y una naturaleza sin pecado capaz de gozar comunión con Él, también nos muestra los afectos paternos. Nos corrige y disciplina como Sus hijos, con el fin de que seamos partícipes de Su santidad (comp. He. 12:7-11; 1 P. 1:17). También se compadece de Sus hijos (véase Sal. 103:13) y les consuela como lo haría una madre (véase Is. 66:13).
Estas meditaciones nos conducen a considerar la consanguinidad de los padres y los hijos. En este parentesco aprendemos algo del amor de nuestro Padre Dios hacia nosotros, y de la satisfacción que sentimos del amor filial de nuestros hijos.
¡Qué momento es aquel en que los padres jóvenes ven a su propio hijo por primera vez! ¡Qué sentimientos de embeleso se encienden en sus corazones cuando toman en sus brazos a ese pequeño ser viviente—su misma carne y sangre! Oleadas de afecto paterno inundan su ser.
Bien dijo el salmista: “He aquí heredad de Jehová son los hijos: cosa de estima el fruto del vientre. Como saetas en mano del valiente, así son los hijos habidos en la juventud” (Sal. 127:3-4). “Quiero, pues, que las que son jóvenes se casen, críen hijos” (1 Ti. 5:14).
Es reprensible cuando los esposos jóvenes cristianos procuran evadir las responsabilidades de ser padres. Sería mejor permanecer sin casarse que procurar frustrar las responsabilidades paternas, un propósito principal del matrimonio, y más tarde sufrir las consecuencias. Tales prácticas son del mundo, pero el hijo de Dios debe pedir sabiduría de Dios.
Dios no ha dado hijos a unas pocas parejas, pero esto debe tomarse como una de sus prerrogativas de amor y sabiduría, y no recibirla con rebelión. También podrán brotar dificultades físicas que limitan la prole, pero esto no está dentro de nuestra incumbencia considerar.
Hemos conocido a algunos padres que han tenido duras luchas económicas mientras estaban criando una familia, pero la provisión de Dios fue suficiente para remediarlo todo; al cabo de un tiempo sus circunstancias fueron aliviadas. Con sus hijos ya mayores tuvieron gozo y consuelo; ¡cuánto les hubiera faltado a muchos padres en su vejez si no hubiera sido por las debidas atenciones bondadosas de los hijos que Dios les dio en su juventud!
Conviene dar énfasis al privilegio y la bendición de ser padres. Tienen sus problemas, dificultades y pruebas; muchas y variadas son las lecciones que nuestro Padre Dios nos enseña en la crianza de los hijos. Este es a menudo uno de los cursos más instructivos en la escuela de Dios.

Una Relación Nueva

Con la llegada al hogar de un precioso hijito viene un nuevo vínculo. La pareja joven ya no se ocupa solamente de sí mismo; ahora son padre y madre de una criatura. Se ha efectuado en el hogar un gran cambio. Con el nacimiento del primogénito se formó un círculo enteramente nuevo de afectos. Es en verdad un tiempo de regocijo, y nos hace pensar en el regocijo que hay en el corazón de Dios cuando los pobres pecadores se vuelven a Él y con fe viva creen en el Señor Jesucristo, ya nacidos como hijos en la familia de Dios Padre.
Los padres jóvenes tienen ahora un objeto común para sus afectos. Para unir más sus corazones, no hay nada comparable al nacimiento de su primogénito. Ciertamente ellos amarán a todos y a cada uno de sus hijos que engendren después con el mismo amor de padre y de madre; pero el advenimiento del primogénito es lo que les abre un nuevo interés, despertando el afecto paterno y a la vez dando un sentimiento de responsabilidad. Cuando por primera vez la madre tiene en sus brazos a ese infante querido, su misma carne y sangre, siente los afectos de madre. El joven padre de la misma manera se siente verdaderamente un padre cuando con cariño tiene a su propio hijito o hijita en sus brazos.
Estos benditos afectos son de Dios; fue Él quien los puso en el corazón humano. No poseerlos sería en verdad evidenciar un vacío triste, y demostraría cuánto hemos embebido del espíritu malo de los “postreros días” cuando los hombres serán “sin afecto” natural, sea paterno o filial.
Es normal que los padres estén solícitos por sus hijos y que deseen darles buenas cosas. El Señor se refirió a esto cuando dijo: “Pues si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le piden?” (Mt. 7:11). Muchos padres deben recordar esto cuando buscan lo mejor para sus hijos.
Aunque hay padres que tienen poco de los bienes de este mundo, no obstante pueden mostrar afecto para con sus hijos, y el afecto puede verse y sentirse cuando tal vez no haya manera de dar regalos. No es el niño que tiene “todo lo que el corazón pueda desear” siempre el que es feliz; a menudo los niños más felices y contentos son aquellos que poseen pocos juguetes y otras cosas atractivas.
Los padres deben ser sabios en su afán amoroso de dar. El pensamiento y el interés en el bienestar y las actividades de sus hijos y regalitos pequeños que manifiestan su amor, significan más para los niños que el gasto de mucho dinero en chucherías, o en juguetes caros que se olvidarán mañana.
Hay dones también de valor inestimable, cosas que el dinero no puede comprar, que los padres cristianos pueden y deben darles: los tesoros de la sabiduría de la Palabra de Dios, el consejo sabio y la educación moral.
Los padres amorosos deben cuidar de no hacer un ídolo del heredero que Dios les ha dado. Algunas veces Dios se ha llevado con Él a un hijo amado cuando veía que los corazones de los padres estaban idolatrando al hijo.
El nuevo parentesco de primogénito podrá trascender a otros: probablemente estos padres jóvenes tengan padres y madres que por primera vez lleguen a ser abuelos y abuelas. El ser abuelitos tiene sus propios goces y compensaciones, porque ellos también tendrán la oportunidad de mostrar afecto a “los hijos de sus hijos.” Los abuelitos pueden ser una verdadera ayuda e influencia para bien, pero tal vez haya una tendencia mayor aun con ellos que con los padres, de mimar a los nietos por la demasiada indulgencia en su trato. Se necesitan la gracia y la sabiduría para ser buenos abuelitos.

Responsabilidades Nuevas Otra Vez

Ese niñito precioso que abrió las fuentes del afecto paternal en el corazón de los jóvenes padres, también les ha traído nuevas y grandes responsabilidades. Como la madre de Moisés fue comisionada por la hija de Faraón para que le criase a Moisés (véase Ex. 2:5-10), así los padres cristianos han de criar a sus hijos para el Señor. Esta es una ocupación que requiere mucho tiempo y dependencia del Señor.
En un mundo impío, que está empeorándose cada día más, la carga de criar bien a los niños es una cuestión seria. Soplarán muchos vientos contrarios. Solamente por medio de la sabiduría divina que se encuentra en las Sagradas Escrituras podrán los jóvenes padres dirigirse por el buen camino. Los santos de Dios en todas las edades han precisado de un camino marcado por Dios, pero es especialmente importante el criar una familia.
No conviene que los padres cristianos demoren en desempeñar sus responsabilidades paternas, perdiendo años valiosos para la formación moral de sus hijos. Hay que aprovechar todo el tiempo que sea disponible: “[aprovechando bien] el tiempo, porque los días son malos” (Ef. 5:16). Una madre joven fue a consultar a un anciano siervo del Señor. Le preguntó a qué edad debieran ella y su esposo empezar a enseñar a su hijo. Él le contestó:
«¿Qué edad tiene el niño?»
Ella se la dio a saber. Entonces él le dijo:
«Ustedes han perdido todo ese tiempo.»
Es difícil aceptar que el inocente y tierno infante tenga dentro de sí la raíz de una naturaleza mala; pero nació con una naturaleza caída capaz de producir los tristes frutos del alejamiento de Dios. Las inclinaciones ya están allí, y a la medida que el niño se desarrolle, también se desarrollará la habilidad de manifestarlas. Hay que acordarnos de que hemos transmitido a nuestra prole el corazón impío y la voluntad perversa que heredamos de nuestros antepasados. “Como un agua se parece a otra, así el corazón del hombre al otro” (Pr. 27:19).
“Lo que es nacido de la carne, carne es” (Jn. 3:6). A nuestros hijos hemos pasado la misma carne que tenemos nosotros mismos—ni un ápice mejor, ni una partícula peor. No podemos darles una vida nueva. Ellos deben recibir ésa del mismo modo que nosotros la recibimos; deben nacer de nuevo. El Espíritu de Dios debe obrar en sus corazones, engendrando una vida nueva con nuevos deseos. Entonces, por ser todo ello cierto, ¿nos hemos de sentir incapaces? ¿Hemos de cruzar los brazos y decir que no podemos hacer nada hasta que el Espíritu de Dios haya obrado en ellos? ¡No! ¡No!
Sería bueno que los padres doblasen las rodillas juntos y dieran gracias a Dios por su primogénito, y entonces y allí hicieran una sincera súplica de que el niño pueda ser traído a un conocimiento salvador del Señor Jesucristo en su temprana edad. Esta debe ser una petición nacida en el corazón de todos los padres cristianos, una que debe ascender constantemente a nuestro Dios y Padre. Debemos hacerlo en fe, contando con Él; pues es una cuestión de suma importancia incluida en nuestras oraciones desde el día del nacimiento del niño. “¿Qué orden se tendrá con el niño, y qué ha de hacer?” (Jue. 13:12).
El mundo ofrece muchos libros sobre la educación del niño. Para el padre cristiano, estos no son dignos de confianza y pueden ser de carácter hasta peligroso. Sabemos que presentan ciertos aspectos de la sabiduría humana, pero la sabiduría de este mundo no se puede comparar con la sabiduría divina. Es mucho mejor con oración buscar la sabiduría de Dios quien “da a todos abundantemente, y no zahiere” (Stg. 1:5). Si nos falta la sabiduría (y ciertamente que sí), pidámosla a Dios. Él nunca dejará de ayudar al corazón que confía en Él. Es mucho mejor sentir nuestra completa dependencia de Dios que ir al mundo para consejo.
Debemos siempre recordar que la Palabra de Dios contiene la sabiduría que viene de arriba; de ahí proceden estas palabras dirigidas a los padres: “No provoquéis a ira a vuestros hijos; sino criadlos en disciplina y amonestación del Señor” (Ef. 6:4). La Biblia tiene también muchas lecciones objetivas. Vemos ejemplos de hombres y mujeres de fe quienes criaron a sus hijos en el temor de Dios. Leemos amonestaciones solemnes en las historias de aquellos que fracasaron en esta responsabilidad.
En su día Abraham tenía una casa bien ordenada. No solamente anduvo por fe él mismo, sino que disciplinó a sus hijos y a su casa “después de sí,” y por esto tuvo la aprobación especial del Señor: “Y Jehová dijo: ¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a hacer ... ? Porque yo lo he conocido, sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí, que guarden el camino de Jehová, haciendo justicia y juicio, para que haga venir Jehová sobre Abraham lo que ha hablado acerca de él” (Gn. 18:17-19). De esta manera obtuvo el título, el “amigo de Dios” (Stg. 2:23).
Amram y Jocabed fueron fieles en su día, y sus tres hijos, María, Aarón y Moisés, fueron grandemente devotos al Señor. En la época en que Moisés nació, el pueblo de Israel se hallaba en circunstancias muy difíciles. Eran esclavos maltratados en Egipto, y un mandato del Faraón condenó a muerte a los niños varones que habían de nacer. Pero los padres de Moisés obraron en fe delante de Dios y protegieron su precioso encargo hasta donde pudieron. Este es verdaderamente un buen ejemplo para los padres. No son muchos los años en que pueden proteger la “heredad de Jehová” (Sal. 127:3) de la influencia perniciosa de este mundo impío. Es muy importante, por lo tanto, aprovechar toda oportunidad para fortalecer a los hijos contra las malas influencias que los amenazan.
No podemos dar a nuestros hijos fe para que anden en el camino de la fe, como tampoco podemos darles una vida nueva, pero al criarlos en la disciplina y amonestación del Señor aprenderán lo que agrada al Señor. Moisés fue instruido tan cabalmente por sus padres en los caminos y en los propósitos de Dios hacia Israel que, cuando su madre tuvo que entregarlo a la bienhechora real para ser enseñado en las escuelas de Egipto, él pudo andar por fe de sí mismo, pues aun cuando Moisés “fue enseñado ... en toda la sabiduría de los egipcios; y era poderoso en sus dichos y hechos” (Hch. 7:22), sin embargo él unió su suerte con el despreciado pueblo de Dios: una gente esclavizada. “Dejó a Egipto,” porque por la fe él “miraba a la remuneración” (He. 11:26-27).
La exhortación de criar a los hijos en la disciplina y amonestación del Señor es dirigida a los padres; ellos son tenidos por responsables inmediatos. Sin embargo las madres tienen una grande influencia en las vidas de sus hijos, porque en la temprana edad las madres están más constantemente con ellos. Es imprescindible que el padre y la madre sean de una misma mente en el Señor en estas cuestiones. Nada sino sólo el mal puede suceder cuando el padre tira para un lado, mientras la madre tira para el otro. Jocabed parece haber sido prominente con especialidad en la educación de Moisés. Es también de notarse que en la historia de los reyes de Judá y de Israel a menudo leemos así: “El nombre de su madre fue ... ” Es como si el Espíritu de Dios nos llamase la atención a la parte que la madre desempeñó en la primera educación de los hijos.
Timoteo fue pronto instruido en los caminos del Señor. Desde la niñez había conocido las Sagradas Escrituras. Se menciona la piedad de su madre y de su abuela. Tal instrucción es como la leña colocada en el hogar. Sólo falta el fósforo (o cerillo) para encenderla; luego hay fuego. Y cuando la mente del niño está abastecida con la Palabra viva y eficaz de Dios, todo lo que se necesita para implantar vida nueva en su ser es la operación vivificadora del Espíritu de Dios. Entonces todas las riquezas de la Palabra de Dios acumuladas ya en su mente le sirven como “lámpara” a sus pies, y “lumbrera” a su camino (Sal. 119:105).
Padres cristianos, ¡cobren nuevo aliento! encomienden a sus pequeñitos al Señor con fe; protéjanlos de malas influencias; llenen sus mentes receptivas con la sabiduría de la Palabra de Dios; instrúyanlos acerca de la vanidad y del carácter pasajero de toda lo de aquí, y a la vez recuérdenles de las glorias celestiales que esperan a todos los que ponen su confianza en el Señor Jesús.
Repetimos nuestra amonestación con respecto a los muchos libros y revistas que están de venta en las librerías comerciales, los cuales ofrecen consejos para la crianza de los niños. En su mayoría estos libros y revistas no sólo enseñan cosas erróneas, sino también perjudiciales. Proceden de las enseñanzas incrédulas del día que dicen que un niño no tiene una naturaleza mala, sino que es inherentemente buena y sólo el ambiente es malo. Esta es una mentira descarada que tuvo su origen con el “padre de la mentira,” el diablo.
Según este “consejo de malos” (Sal. 1:1), un niño solamente precisa de un poco de instrucción, pero no de corrección ni de disciplina. El método moderno es dejar que el niño se desarrolle sin ser controlado, y llamar a toda su maldad por otro nombre diminutivo o disimulado. Él ha de seguir su propia inclinación natural sin restricción. Un nombre eufemístico se ha inventado para ello—“expresión propia”—pero, llámenla como quieran, es una de las causas principales de toda la delincuencia juvenil en el mundo. Por medio de la “expresión propia” Satanás está echando el cimiento para los días de desorden total que pronto vendrán.
Padres cristianos, no sean mal guiados por el así llamado método psicológico para la crianza de los niños. Es mucho mejor aprovechar la sabiduría que viene de lo alto. Se halla en ese inestimable tesoro, la Palabra de Dios; y si se les presentan problemas que no saben solucionar, tienen un recurso inagotable en donde se puede encontrar la sabiduría perfecta—en Dios mismo. “Si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, demándela a Dios” (Stg. 1:5).
Estén seguros de esto, Dios sabe mejor cómo deben de criarse a los niños.
Su Palabra dice: “El que detiene el castigo, a su hijo aborrece: mas el que lo ama, madruga a castigarlo” (Pr. 13:24). ¿Desearíamos nosotros ser privados del castigo de nuestro Padre Dios? ¿Quisiéramos que se nos dejase a nuestra propia inclinación? No, pues nosotros mismos somos castigados a veces, y ¿por qué? “Porque el Señor al que ama castiga” (He. 12:6). Otro versículo dice: “Castiga a tu hijo en tanto que hay esperanza; mas no se excite tu alma para destruirlo” (Pr. 19:18). El uso de la vara (ramo delgado, largo y limpio de hojas y liso) es una de las recomendaciones de la Biblia que se ha echado muy a menos. Hay creyentes que la usan con muy buenos resultados.
Pero la vara no debe de usarse con ira, ni con brutalidad, sino en el temor de Dios y verdadero amor para con el niño. La disciplina es una solemne responsabilidad que no se puede pasar por alto sin perjuicio del niño y aun con deshonra al Señor. Cualquier manera áspera e insensible en aplicar la disciplina puede desanimar a los niños, de modo que es preciso ejercerla con corazón vivamente deseoso de su bien.
Podemos aprender algunas lecciones importantes en disciplinar a los niños, al considerar cómo nuestro Padre de todo sabiduría y todo amor, nos disciplina a nosotros. Leemos que nuestros padres “nos castigaban como a ellos les parecía” (He. 12:10), pero a ellos les podría haber faltado sabiduría; pero no es así con nuestro Padre Dios quien nos castiga “para lo que nos es provechoso, para que recibamos su santificación.” Así que la disciplina debe de hacerse para el bien del niño, con sabiduría y con oración, y con el fin de glorificar a Dios. La irreflexión y la dureza en la disciplina debe evitarse cuidadosamente. El niño debe sentir que a los padres no les gusta castigarlo y que si lo hace es hecho con amor y a fin de criarlo bien.
Se cuenta que un padre sabio que daba un paseo con su hijo, observó un viejo árbol torcido. Se detuvo, llamó la atención de su hijo al árbol mal formado y sugirió a su pequeño hijo que entre los dos procurasen enderezar ese árbol. El hijo ya tenía suficiente edad para saber que no podía hacerse y dijo a su padre que era muy tarde ya para hacerlo. Eso le dio al padre una admirable oportunidad para explicar que era necesario corregir a los hijos cuando eran pequeños, y que esa era la razón por la cual él mismo a menudo le corregía, porque él no quería que él creciera como ese árbol torcido.
Es cierto que los hijos deben obedecer a sus padres sin hacerles preguntas, pero no es sabio que los padres ejerzan su autoridad arbitrariamente sin razón o explicación. El niño se da cuenta prestamente si la disciplina fue hecha con peso y consideración, o tal vez fue injusta.
Un padre puede tener ocasión de prohibir al niño que haga algo o que vaya a alguna parte; pero ¿no es mucho más efectivo incorporar el temor de Dios en la amonestación? ¿No sería mejor darle una cita apropiada de las Escrituras como la base de su amonestación?
Pablo, escribiendo a los tesalonicenses, dijo: “Así como sabéis de qué modo exhortábamos y consolábamos a cada uno de vosotros, como el padre a sus hijos” (1 Ts. 2:11). Pablo mostró un corazón paterno a los santos, y su declaración muestra la actitud que un padre debe exhibir al instruir a sus hijos. La manera paterna de Pablo con aquellos creyentes era exhortarles o animarles, aplicando la Palabra de Dios a su conducta; él también los consolaba, y ¿cómo podía hacerlo aparte de hablar del “Dios de toda consolación”? Como un apóstol él podía encargarles y testificar cuáles debían de ser sus caminos para la gloria de Dios. Lean Uds. su exhortación: “Resta, pues, hermanos, que os roguemos y exhortemos en el Señor Jesús, que de la manera que fuisteis enseñados de nosotros de cómo os conviene andar, y agradar a Dios, así vayáis creciendo” (1 Ts. 4:1).
Si los padres leyeran las epístolas de Pablo, aprenderían cómo él, cual padre, amonestaba e instruía a los santos. Quiera Dios conceder a los padres jóvenes más de su espíritu en la disciplina de sus hijos.
Pablo también desempeñaba el deber de una madre cariñosa hacia aquellos santos: “Fuimos blandos entre vosotros como la que cría, que regala a sus hijos” (1 Ts. 2:7). ¿Quién puede tener la ternura de una madre, sino una madre? Sin embargo Pablo en su medida tenía tal afecto para con aquellos queridos cristianos.
¿No hay padres que habiendo criado hijos reconozcan que han fracasado en el desempeño de su responsabilidad paterna? ¿Y no confesarán todos que su fracaso ha sido en gran parte debido a la falta de atención a esos principios divinos expuestos en las Sagradas Escrituras? Por lo tanto, es importante que los padres jóvenes escudriñen la Palabra de Dios para recibir la sabiduría que viene de arriba, para que puedan resguardar a sus queridos hijos de las temibles influencias que hay en el mundo. La corriente del mundo se está corrompiendo más y más; se ven por todas partes los rasgos característicos del mundo antediluviano y de Sodoma, tal como el Señor mismo predijo que sucedería (véase Lc. 17:26-30).
Quiera Dios conmover los corazones de su pueblo a darse cuenta de la gravedad de los tiempos en que vivimos y de los peligros que acechan a nuestros hijos.

Dando Ejemplo

No es necesario que los niños lleguen a una avanzada edad para ser aptos en discernir la verdadera sinceridad o la falta de ella en sus mayores. Ellos tal vez no dan expresión a sus reacciones; sin embargo son influenciados por lo que observan. Por lo tanto es muy importante que los padres se den cuenta de que sus niños les están vigilando en su persona y en su manera de obrar. Deben tener mucho cuidado de no caer en lapsos de andar defectuoso, pues los ojitos y los oiditos ven y oyen mucho. Ellos discernirán si la profesión cristiana de sus padres está prácticamente puesta por obra en su vida. Su porvenir puede depender más de lo que sus padres hagan, que de lo que aconsejen. Claro, hay que instruirlos en “los caminos rectos del Señor,” pero es la verdad prácticamente puesta por obra la que da énfasis a la enseñanza.
¿De qué serviría instruir a los niños de que “los ojos de Jehová están en todo lugar, mirando a los malos y a los buenos” (Pr. 15:3), y de que Dios los ve cuando engañan a sus compañeros de juego, si ellos viesen a sus padres tomando ventaja del vecino? Asimismo sería sin buen resultado decir a los niños que Dios oye las mentiras, si ellos ven en sus padres la práctica del engaño. Con todo eso, el fracaso de los padres no es una excusa justa para que los hijos pequen.
El Apóstol Pablo fue un instrumento usado por el Señor para la salvación de muchas personas, y escribió a los corintios: “En Cristo Jesús yo os engendré por el evangelio” (1 Co. 4:15). Ellos eran sus amados hijos, y como a hijos él los amonestó por carta (véase v. 14); pero les envió a Timoteo para amonestarles de sus “caminos cuáles sean en Cristo” (v. 17). Era un padre amoroso, enseñando a sus hijos, por palabra y por ejemplo, cómo debían de andar.
Timoteo era también hijo en la fe de Pablo, el cual ejercía un cuidado celoso por el bienestar espiritual de Timoteo; le escribía íntimamente y hablaba afectuosamente de él a otros hermanos. Le dio palabras de “edificación, y exhortación, y consolación,” pero hizo también referencia a su vida: “tú has comprendido mi doctrina, instrucción [o sea conducta], intento, fe, largura de ánimo, caridad [o sea amor], paciencia” (2 Ti. 3:10). La doctrina (o sea enseñanza) de Pablo era importante, y lo es hoy, porque expone toda la verdad distintiva de la Cristiandad; pero Pablo le recordó a su hijo amado y colaborador que su conducta, o manera de vivir era la de veracidad, rectitud e integridad. Su intento (o sea propósito) fue igualmente edificante, pues tenía por meta vivir en este mundo para gloria de Dios y para conocer más y más del Cristo quien había cautivado su ser entero. Él poseía esa fe que dependía de Dios constantemente en cualquier circunstancia. Vemos muchos ejemplos de su largura de ánimo en los Hechos y en sus epístolas; amaba a los corintios, aunque mientras más los amaba él, menos le amaban ellos. En cuanto a la paciencia, él podía decirles: “Con todo esto, las señales de apóstol han sido hechas entre vosotros en toda paciencia (2 Co. 12:12), la cual, sin embargo, no restringía su autoridad apostólica.
Ojalá que los padres cristianos consideren sus caminos, y que imiten el ejemplo de Pablo para con sus hijos en la fe. Los padres ocupan una posición algo parecida, pues deben ser guías espirituales para con sus hijos.
No hay lugar en que tenemos que ejercer más cuidado de no complacer a la carne, ni permitir lapsos en la conducta cristiana, que en el hogar. Alguien ha dicho: “Si quieres conocerme, ven y vive conmigo.” Es en el ambiente hogareño donde nuestro verdadero yo se manifiesta abiertamente. ¡Ojalá que los padres puedan darse cuenta de la gran importancia de vivir como verdaderos cristianos delante de sus hijos! Cómo se hacen las cosas pequeñas de la vida es de gran peso.

El Ambiente Del Hogar

Esto se refiere a la influencia prevaleciente en un hogar como su ambiente. Cuando entramos en un hogar al instante sentimos si hay el calor de la cordialidad y amistad, o sólo un formalismo frío. De la misma manera el disfrute de la cristiandad práctica se sentirá de parte de todos los que entren en nuestros hogares.
En el reino de la naturaleza Dios intervino y los egipcios tenían densas tinieblas en sus hogares, mientras los hijos de Israel tenían “luz en sus habitaciones” (Ex. 10:21-23). En un sentido moral y espiritual ocurre hoy lo mismo. Los cristianos andando con el Señor tienen la luz de Dios; y donde Él tiene la bienvenida, allí aquellos que entren verán la luz.
Dondequiera que los israelitas obedecían a la Palabra de Dios, había una influencia constante de la Palabra de Dios en sus hogares. Se les instruyó: “Estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón: y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes: y has de atarlas por señal en tu mano, y estarán por frontales entre tus ojos: y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus portadas” (Dt. 6:6-9).
Si alguien hubiera entrado en un hogar donde todo esto fuera puesto por obra, habría dicho: “Bienaventurado el pueblo que tiene esto: bienaventurado el pueblo cuyo Dios es Jehová” (Sal. 144:15). Los moradores en dicha casa hubieran estado viviendo y respirando la atmósfera del temor de Dios y de honor a Dios; y los hijos criados en tal ambiente hubieran sido bendecidos en verdad.
Nuestros hogares a menudo revelan una tentativa de mezclar las cosas de Dios con las cosas del mundo. ¿Hablamos juntos de las cosas del Señor como aquellos que han encontrado “grandes despojos”? Los tales son como personas que repentinamente heredan grandes riquezas, y por lo común hablarían de ellas al levantarse, al andar por el camino, al sentarse en la casa, y al acostarse. El salmista dijo: “Gózome yo en tu palabra, como el que halla muchos despojos” (Sal. 119:162).
¡Cuán prestamente una bocanada de las diversiones del mundo hace que se esfume un ambiente piadoso! ¿Podemos conversar gozosamente juntos de las cosas del Señor y a la vez escuchar, por medio de la radio, las cosas mundanos? Si nos hemos gozado de las cosas de Dios, los primeros sonidos del mundo de “Caín” tendrán el mismo efecto en nosotros igual al que tendría una ráfaga helada del norte sobre una planta tropical.
La última obra maestra del diablo, con la cual él procura destruir el último vestigio de un ambiente piadoso en el hogar del cristiano, es el televisor. Las paredes y puertas de nuestros hogares deben excluir al mundo de fuera para que podamos disfrutar tranquilamente de nuestro tesoro espiritual; pero Satanás ha descubierto un canal para poder penetrar las más sólidas paredes y más gruesas puertas, sí, aun las que tienen cerrojos, y entrar dentro al mundo por medio del televisor. Querido lector cristiano, rogamos que no permita que este instrumento invada su hogar. Pablo exhortó a Timoteo: “consérvate en limpieza” (1 Ti. 5:22). Permítanos parafrasear eso y decir: “conserva tu hogar puro.” El televisor lo contaminará ¡sin duda alguna!
Otra cosa: mantengamos el ambiente del hogar de tal forma que nuestros hijos hallen en él el lugar en donde son siempre bienvenidos y deseados. Por fuera está el mundo—con todas sus atracciones—pidiendo sus corazones, sus manos y sus pies pero el amor de padres cristianos y el calor de un hogar cristiano contrapesarán grandemente las perniciosas influencias mundanas. Los hogares deben ser tan atractivos para ellos que no desearán buscar otros sitios. Deben ser para ellos el lugar adonde pueden acudir con todos sus problemas y todos sus goces, para encontrar un oído atento. Los padres que están demasiado ocupados para disfrutar de la compañía de sus hijos se privan a sí mismos de un gran privilegio, y pueden inconscientemente impulsar a los hijos a ir fuera del hogar en búsqueda de aquello que debieran encontrar en el hogar: amor y comprensión.
En estos días de apresuramiento y de lucha, los padres están propensos a poner a sus hijos en segundo lugar. La faena de ganar la vida, o de tener la casa en condiciones perfectas, tal vez supere el interés amoroso y atento para con los hijos. El hogar debe ser su hogar, al cual pertenecen y en donde debe gustarles estar. No hay nada que compense a la pérdida de la confianza filial en los padres, o el no sentirse “en casa” en el hogar. La seguridad de ser amado y cuidado, redundará en un afecto recíproco, cuyo valor es incalculable.
En su desarrollo los niños precisan de intereses y ocupaciones que sean sanos e instructivos: poseen energías que deben ser canalizadas en caminos rectos. Cuando estos intereses son centralizados en el hogar y compartidos con la familia, fraguarán un eslabón que anulará el poder del atractivo del mundo.
El tratar negativamente de sus problemas juveniles no sirve. No les ayuda ni les alienta decirles: “No hagas ni esto ni aquello,” sin hacer una explicación que les instruya en lo que agrada al Señor, o sin mostrarles algo en que puedan ocuparse. Quisiéramos hacer hincapié en la necesidad de crear un ambiente hogareño de color, interés, y amor por una parte, y del temor de Dios por la otra. Pero para llevar a cabo todo esto los padres tendrán que depender mucho del Señor. “Él da mayor gracia” (Stg. 4:6).

Llevando a Los Niños a Las Reuniones

A veces se hace la pregunta: “¿Cuándo debemos empezar a llevar a nuestros niños a las reuniones cristianas?” Por parte nuestra, respondemos: “Cuanto antes, no hay que esperar.” Es bueno que los hijos de padres cristianos nunca sepan hasta cuándo se remonta su iniciación a las reuniones donde se recuerda al Señor Jesús en su muerte, o donde se habla bien de Él, sea en la proclamación del evangelio o sea en la edificación de los creyentes.
Hay que criar a los hijos de tal manera que ellos no piensen en otra cosa salvo en la de asistir regularmente a las reuniones. Si los padres tienen en poco su propia práctica de congregarse con los demás creyentes de su comunión, entonces ¿qué harán los hijos? En los días del rey Josaphat, leemos que “todo Judá estaba en pie delante de Jehová, con sus niños, y sus mujeres, y sus hijos” (2 Cr. 20:13).
Es en verdad una escena hermosa cuando el padre, la madre, los hijos que están creciendo y aun el nene en los brazos van juntos hacia la reunión evangélica, o al lugar donde “suele hacerse” la oración, o a otras reuniones. Reconocemos que puede haber ciertos límites físicos de uno u otro de los padres y aun a veces de los niños, pero estamos hablando de lo que es deseable dentro de circunstancias normales.
Algunos niños aprenden muy fácilmente que deben de estar quietos durante las reuniones, y otros lo aprenden con gran dificultad, algunas veces con gran esfuerzo de parte de los padres. Hemos conocido a padres que se arrodillaron y buscaron la ayuda especial del Señor antes de ir a la reunión. Los padres precisan de sabiduría y de paciencia para poder perseverar hasta que los niños aprendan a portarse bien, y los demás miembros de la congregación también deben armarse de entendimiento y de paciencia mientras los padres instruyen a los niños. Por lo común esto es sólo por un tiempo corto para cada niño. Que los padres, entonces, cobren ánimo y traigan a los niños a las reuniones ... Si ocasionalmente un niño perturba demasiado, hay que sacarlo fuera y disciplinarlo sabiamente.
Algunas madres toman tiempo cada día en casa para cantar y leer con sus niños mientras los pequeñitos aprenden a quedarse sentadas y quietos. En otras familias durante la lectura diaria de la Biblia los niños son preparados para mantenerse quietos en la reunión cristiana. Por supuesto, hay que usar de discreción para no hacer demasiado largo el tiempo durante el cual deben de estar quietos. En todo esto se precisa de no poca disciplina de parte de los padres.
Un padre cristiano no debe ser influenciado al oír de una persona inconversa justificándose que no asiste a reunión cristiana alguna porque fue forzado a asistir cuando era niño. A menudo es solamente una excusa muy pobre para rehusar escuchar el evangelio de la gracia de Dios. Aun cuando los padres de dicha persona carecieron de sabiduría en la manera de tratarla, no sería ninguna razón para que los padres cristianos descuidasen de su privilegio y responsabilidad, dados por Dios, de llevar a sus hijos a las reuniones.
Mientras los niños vayan creciendo, conviene instruirlos a escuchar lo que se dice en las reuniones. No conviene habituarlos a descuidar la atención, proveyéndoles con otras cosas que los ocupen como juguetes, etc. Es deplorable cuando a los niños ya mayorcitos y capaces para comprender lo que se está diciendo, o a lo menos una parte de ello, se les den libros de dibujo u otros objetos para distraerlos. Así sucede que niños que debieran estar embebiendo un mensaje solemne del evangelio y tomándolo a pecho, están presentes sólo corporalmente, mientras sus mentes se ocupan en cosas ajenas.
Al ocupar a los niños con libros de pintar, cuadros y otras cosas, algunos padres ofrecen la excusa que “ellos no pueden entender o recibir en su mente lo que se está diciendo,” pero es un error, pues es sorprendente lo que ellos pueden captar en su pequeña edad. Hemos visto y oído de casos en los cuales ellos asimilaron lo que se decía de una manera maravillosa. De modo que los padres que permiten que sus hijos mayorcitos tengan objetos al margen del propósito de las reuniones, les están haciendo a los tales un daño considerable.
Todos nosotros necesitamos recordar que “Dios terrible en la grande congregación de los santos, y formidable sobre todos cuantos están alrededor suyo” (Sal. 89:7).

Otros Problemas

Al ir creciendo los niños, crearán muchos problemas a sus padres cristianos que procuran criarlos en “disciplina y amonestación del Señor” (Ef. 6:4). La educación pública obligatoria crea algunos de estos, e intensifica otros, porque las escuelas y los profesores no son nada más que una parte del mundo que está madurándose rápidamente para el juicio. Todo el sistema de educación escolar está acomodado al mundo—al mundo que “está puesto en maldad” (1 Jn. 5:19).
Es evidente que los padres no pueden salirse del mundo con sus hijos, así es que tendrán que afrontar las condiciones tal como están; pero Dios puede ayudarles y enseñarles cómo afrontar las exigencias del camino. Una cosa que ayudará a los padres en estos problemas es el tener un entendimiento claro de las influencias básicas que operan en las escuelas; entonces con la ayuda del Señor podrán fortalecer a sus queridos hijos en contra de las embestidas del enemigo.
La incredulidad y la falta de confianza en Dios están muy de moda. Desde las escuelas primarias, hasta las universidades (donde la tendencia es más fuerte), a los hijos se les inocula el veneno de la infidelidad y aun en forma descarada. Para afrontar este peligro, el primer paso de parte de los padres es dedicarse a la oración a Dios a fin de que sus hijos no sean mal influenciados por aquello. Luego los hijos deberán aprender a respetar la Palabra de Dios, como es en verdad, la PALABRA DE DIOS; y mientras deben respetar a sus maestros, a la vez deberán aprender que todo lo que es contrario a la Palabra de Dios, es malo. Hay un versículo en Isaías 8:20 que ellos deben aprender: “¡A la ley y al testimonio! Si no dijeren conforme a esto, es porque no les ha amanecido.”
Los maestros podrán hablar con exactitud sobre problemas de aritmética o sobre muchas otras materias; pero si hablan contrario a la Palabra de Dios, los tales no tienen ni siquiera un poco de luz. Aquellos que niegan a Dios, o ponen en tela de juicio que la Biblia sea la Palabra de Dios, o enseñan cualquier cosa contraria a su revelación de la creación, están en tinieblas. No hay tal ser como un hombre prehistórico, porque Adán fue el primer hombre y tenemos escrita su historia. Tampoco es el hallazgo de “evidencias” de lo que ellos llaman un “hombre primitivo” una prueba de que el hombre fue evolucionando a perfección, sino una prueba de que el hombre cayó de la condición en la cual fue colocado primeramente por Dios. El “hombre de la caverna” no es prueba de la evolución sino la de retroceso—no es el hombre desarrollándose hacia un nivel más alto, sino el hombre caído y bajo el poder del enemigo en alejamiento de Dios.
Un niño arraigado y fundado en la verdad de Dios, como se revela en las Sagradas Escrituras, no se podrá mover fácilmente por la incredulidad enseñada en la escuela pública. Pero los padres tienen la gran responsabilidad de fortificar a sus hijos en contra de las mentiras del enemigo.
Otro grave peligro que acecha a los hijos de cristianos es la inmoralidad: está de moda hasta un grado alarmante en las escuelas y en las universidades. Las así llamadas “naciones cristianas” están cayendo rápidamente por el mismo camino seguido por los hombres del antiguo Imperio Romano donde prácticamente la virtud no existía. El nivel de la moralidad del mundo ha bajado mucho en las últimas décadas de este siglo. Un siervo del Señor ha dicho que “el mundo está regido por dos cosas—sus concupiscencias y lo que mejor parece a las masas.” A medida que la opinión popular declina moralmente y las cosas anteriormente evitadas con disgusto y repulsión, son aceptadas comúnmente, sólo le queda al hombre sus depravadas concupiscencias para guiarle.
Bien podemos temblar al ver a los niños puros y sencillos arrojados a tan malos contactos en las escuelas, pero aquí también la enseñanza que reciben en el hogar y en la asamblea cristiana deberá fortalecerles en contra de la conducta inmoral e indecente. Nada resultará en bien por ignorar los hechos; es mejor afrontarlos. Es preciso enseñar a los hijos de los cristianos que sus cuerpos son para el Señor, para lo que es decoroso. Con su curiosidad natural están propensos a aprender de sus condiscípulos cosas que son impuras; por lo tanto es muy importante que los padres preparen a sus preciosos niños para resistir a las influencias malvadas.
Satán, el dios de este siglo, ha ido preparando esta era moderna a volver a los actos degradantes de Sodoma y Gomorra. A los niños no se les enseña la modestia, sino más bien una total tendencia en la manera de vestirse y en el comportamiento es hacia la relajación y el hundimiento del decoro. No es que nosotros aboguemos por la gazmoñería, pero los padres cristianos deben cuidar de instruir a sus hijos a cómo deben conducirse a sí mismos con respecto a la modestia y a la discreción; pues el mundo jamás ha podido establecer las normas para los hijos de Dios.
El tercer gran peligro del sistema actual de educación es su táctica de enseñar a nuestros hijos a hacerse grandes en este mundo. Esto en todos los aspectos está opuesto a la vocación celestial y al carácter del cristiano. En el mundo se enseña a los niños a ensalzarse y a superar social y económicamente, en cada campo de actividad, pero nuestra meta debe ser procurar pasar por este mundo sin contaminación, poniendo “los ojos en el autor y consumador de la fe, en Jesús; el cual ... sentóse a la diestra del trono de Dios” (He. 12:2). Es necesario adquirir ciertos conocimientos en este mundo, y algunas ocupaciones precisan de preparación especial, mas para el cristiano, su educación en cualquier medida que sea necesaria, debe ser subordinada al propósito de glorificar a Dios mientras él transita por este mundo impío. Pero esto no debe usarse nunca como un trampolín para encumbrarse en este mundo en que nuestro Señor fue rechazado. Es poco menos que una traición contra el Señor el procurar hacernos grandes en la casa de Sus enemigos. Es sano recordar que mientras más nos elevemos en este mundo, más nos acercamos al dios y príncipe de él, el diablo. Es mucho más fácil andar con Dios de una manera modesta, quieta y sin pretensiones, que ocupar un puesto de importancia en este mundo. ¡Ojalá que los cristianos anduvieran como anduvo Cristo!
Al considerar que debemos proteger a nuestros hijos en contra de la filosofía mundana que les animaría a ellos a hacerse grandes en el mundo que aborreció, y continúa de espaldas a nuestro Señor, conviene que les aconsejemos y ayudemos a escoger una ocupación apropiada para su sostén económico. Es un paso muy importante y precisa de la sabiduría y dirección divinas, mediante mucha oración. Asimismo valen mucho la experiencia y el discernimiento de los padres en señalar el debido camino para los hijos. Hay muchas ocupaciones que no convienen a los cristianos y resultan en gran pérdida espiritual. Hay que amonestar a los hijos e hijas que no emprendan tales carreras. Luego hay otras ocupaciones que podrán ser satisfactorias en sí, pero que no concuerdan con el temperamento y el gusto del joven. Es necedad procurar hacer un contador de un joven que no tiene aptitud para los números, o hacer un hombre de negocios de un hijo cuya aptitud es para la agricultura. Hay personas que pueden trabajar bien con las manos y que no podrían tener éxito en otra cosa alguna. No hay nada deshonroso en el trabajo manual. Algunas personas han sufrido muchos problemas en su vida por motivo de haber emprendido algo para lo cual no estaban capacitadas.
Es bueno cuando un creyente puede encontrar el medio de ganar el pan cotidiano en una vocación en la cual puede quedarse con Dios. Y sea lo que fuere—negocios, profesión o trabajo manual—debe ser solamente un medio de ganar la vida mientras pasamos por este mundo; nuestro interés principal debe ser el hacer todo para la gloria de Dios.
Hay un principio traidor que a menudo obra en el corazón de los padres cristianos, y es el de buscar grandes cosas para sus hijos. A menudo ellos mismos están contentos de pasar por el mundo con poco de sus bienes, pero procuran con grandes sacrificios ayudar a sus hijos a alcanzar alturas elevadas. Al profeta Jeremías se le instruyó que hablara a Baruch de esta manera: “¿Y tú buscas para ti grandezas? No busques” (Jer. 45:5). Preguntémonos: “¿Buscaremos grandezas para nuestros hijos? No las busquemos,” sino más bien procuremos que ellos vivan en este mundo con piedad y contentamiento, honrando a Dios y glorificando a Cristo. Un querido padre cristiano que impulsó a sus hijos a alcanzar profesiones óptimas, más tarde vio para tristeza suya que fue para su gran pérdida y perjuicio espiritual, y se le oyó lamentar por un hijo, diciendo: “Desearía mejor que estuviese barriendo las calles de la ciudad.”
Lot tal vez deseaba para sus hijos las ventajas que Sodoma ofrecía, pero fue para su destrucción. Cuántos padres han llevado a sus hijos al mundo, y cuando se dieron cuenta de lo que sucedió (pues esos pasos errados a veces son casi imperceptibles al principio), procuraron sacarlos, pero encontraron que ya era imposible. Lot y su familia vivían en Sodoma. Él perdió algunos de sus hijos allí y aquellas que fueron salvos “como por fuego” fueron una vergüenza y una deshonra para él. ¡Oh, que los padres cristianos puedan darse cuenta del peligro que hay en el mundo para sus hijos, y empleen todo cuidado de protegerlos e instruirles de qué manera deben vivir!
Otro problema que a menudo se encuentra en la edad escolar es si deben unirse, o no, con las organizaciones en donde los inconversos y los creyentes se unen para un propósito común, u obedecer el mandamiento del Señor: “No os juntéis en yugo con los infieles [los inconversos]” (2 Co. 6:14). Esta amonestación se dirige a todo cristiano y abarca todas las fases de la vida. A menudo se hace mucha presión a los niños en las escuelas a que se unan a alguna organización, o “club,” y luego se les insta a los padres que consientan. Citamos el consejo de un siervo del Señor dado a un joven cristiano. Le dijo: “Le voy a dar un consejo que si lo sigue le conservará de muchas dificultades: NUNCA SE UNA A NINGUNA COSA.” Este es un consejo sano. (Nota del redactor: el cristiano es unido a Cristo por el Espíritu Santo, y por el mismo Espíritu a todos los demás creyentes—1 Co. 6:17; Ro. 12:5; 1 Co. 12:27, etc. La iglesia es Su cuerpo—Ef. 1:23; Col. 1:18. En la esfera humana natural la familia es la unidad formada por Dios. En la esfera espiritual la iglesia es la unidad formada por el Espíritu de Dios. Si los cristianos estuviesen conscientes de que pertenecen, todos, a una unidad divina y perfecta creada por Dios, no formarían organizaciones religiosas independientes las unas de las otras, sino más bien reconocerían prácticamente que Dios creó un organismo vivo y perfecto: la iglesia íntegra unida a Cristo, su todo suficiente Cabeza y Señor.)
El mundo dice: “En la unión está la fuerza,” y es por medio de las asociaciones y organizaciones que el mundo funciona; pero el cristiano que obedece a la Palabra de Dios evadirá toda y cualquier unión con los incrédulos para cualquier propósito, aun los propósitos loables, tales como la filantropía y la religión. La fidelidad en esta separación podrá costar algo, pero el que les llama a salir y estar apartados, también dice: “Yo os recibiré, y seré a vosotros Padre ... dice el Señor Todopoderoso” (2 Co. 6:17-18). En otras palabras, él que nos exhorta: “Apartaos,” promete: “Yo haré la parte de un padre y os cuidaré; y recordad que yo puedo hacerlo porque soy el Dios Todopoderoso.” “Mejor es esperar en Jehová que esperar en hombre” (Sal. 118:8). Es mejor tener la aprobación del Señor que la ayuda y el favor del mundo.
En los días de Josué los israelitas estaban en gran peligro de servir a los ídolos de los paganos; así como hoy en día los cristianos son tentados a servir al mundo y sus miras. Pero Josué resumió la cuestión en unas cuantas palabras y lo puso ante ellos de una manera muy directa. Colocó a Jehová el Dios de Israel en el centro, y todos los ídolos a un lado, y les dijo a los israelitas: “Escogeos hoy a quien sirváis.” Ellos iban a servir al uno o a los otros. El mismo Señor dijo: “Ningún siervo puede servir ... a Dios y a las riquezas” (Lc. 16:13). Ojalá que haya más hombres de fe como Josué, que puedan decir por sí mismos y por sus familias: “Yo y mi casa serviremos a Jehová” (Jos. 24:15). Quiera el Señor concedernos a todos este propósito de corazón por una parte, y un gran sentimiento de nuestra propia debilidad por la otra parte, de tal manera que dependamos nosotros y nuestras familias de Él para obtener su ayuda para “andar de tal manera que agrademos a Dios.”

Conclusión

En este libro hemos trazado el curso de una generación completa, empezando con los jóvenes que toman los primeros pasos que han de conducir al matrimonio, hasta que sus hijos lleguen a la madurez para hacer lo mismo. He procurado presentar los principios de las Escrituras que deben guiarnos en los diferentes problemas y exigencias del camino del peregrino, y (aun cuando sintiendo que esto ha sido llevado a cabo de una manera no perfecta), lo presento al lector con el deseo sincero de que sea leído con provecho espiritual. He usado el pronombre “nosotros” al expresar las conclusiones, observaciones y apelaciones, porque los pensamientos expresados no son por ningún motivo solamente del escritor, sino más bien representan el criterio de muchos hombres piadosos, tanto contemporáneos como de años pasados.
Quiera el Señor que este pequeño tratado sea una bendición para muchos queridos cristianos jóvenes a fin de que sean establecidos y fortalecidos para el camino de Dios en medio de un mundo puesto en maldad, y que todo redunde para la alabanza y la gloria de Aquel que se dio a Sí mismo por nosotros “para librarnos de este presente siglo malo, conforme a la voluntad de Dios y Padre nuestro; al cual sea la gloria por siglos de siglos. Amén” (Gá. 1:4-5).