El día del Señor (el domingo): ¿Lo dedica usted a Él?
Alexander Hume Rule
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El día del Señor
Ninguna persona inteligente podrá contradecir el hecho de que el día del Señor es un día especial y de carácter diferente del sábado.
El sábado es el séptimo de la semana; el día del Señor es el primero.
En el día sábado se conmemoraba el descanso que Dios tomó de Su obra de la creación (véase Génesis 2:2), y es una representación del reposo eterno que queda para Él y Su pueblo, cuando Él habrá terminado de obrar otra vez —un descanso fundado en la redención, y para ser realizado cuando el pecado haya sido completamente abolido de los dominios de Dios—. Esto tendrá lugar en los nuevos cielos y en la nueva tierra. Véase Hebreos 4:1-11; Apocalipsis 21:1-7.
El sábado también era una “señal” entre Jehová e Israel del pacto que Él había hecho con Su pueblo, y fue incorporado a la ley de los diez mandamientos, bajo pena de muerte por su violación (Éxodo 31:12-18; Ezequiel 20:12). Ahora bien, no hay ninguna evidencia que dicha ley jamás fuera dada a cualquier otra gente, o que jamás fuera observada antes de la era cristiana por alguien, excepto aquellos dentro de la esfera del judaísmo.
El día del Señor celebra la resurrección de nuestro bendito Salvador, y es un día exclusivo para la cristiandad. No existe ningún mandato específico para que sea guardado como un día de descanso, o que sea observado en cualquier otra manera. Pero no se deduce, por supuesto, que no haya obligación, pues la cristiandad no se constituye de mandatos legales y castigos sancionados, sino de una revelación de la divina verdad que debe inspirar la observancia de cada corazón sumiso y leal: “la obediencia de la fe”. Véase Romanos 1:5; 16:26.
Ahora veamos cómo el día domingo es señalado en las Escrituras.
1. Como se ha dicho, es el día en el cual nuestro bendito Señor se levantó de entre los muertos —el día que demostró ante el universo Su triunfo sobre la muerte y el sepulcro, y sobre todo el poder de Satanás—. Seguro que esto es un hecho de importancia primordial para nuestras almas.
El conflicto entero del bien y del mal fue resuelto en la cruz; y la resurrección del Señor Jesús manifestó el triunfo del bien. Fue la vida surgiendo de la muerte, el principio de la nueva creación cuando la antigua fue condenada bajo el juicio de Dios. Tal fue la victoria del Señor Jesús; y Su resurrección en el primer día de la semana proclamó la consumación de la victoria. Fue también la iniciación de una nueva era, en la cual los profundos y eternos consejos de Dios son desarrollados para los de la fe, y todas las bendiciones cristianas fundadas en la redención y confirmadas a nosotros a través de la muerte y resurrección de Cristo.
2. Es el día en el cual el Espíritu Santo descendió del cielo, instaurando la cristiandad en su verdadero carácter. Las dos grandes verdades características de la cristiandad son: la redención, y la presencia del Espíritu Santo en la tierra, mientras Cristo está entronizado a la diestra de Dios. El primer día de la semana es una constancia de estas dos cosas. Para confirmación, véase Levítico 23:15-16: “Y os habéis de contar desde el siguiente día del sábado, desde el día en que ofrecisteis el omer de la ofrenda mecida; siete semanas cumplidas serán: hasta el siguiente día del sábado séptimo contaréis cincuenta días; entonces ofreceréis nuevo presente a Jehová”. Aquella fue la fiesta de Pentecostés y empezó en “el siguiente día del sábado”; es a saber, en el primer día de la semana. En Hechos 2 Se demuestra claramente que éste fue el día en el cual descendió el Espíritu Santo.
3. Es el día en que los santos suelen reunirse a partir el pan en memoria del Señor Jesucristo. La prueba de esto se ve en Hechos 20:7. Aparece del relato que Pablo y aquellos que estaban con él arribaron a Troas el lunes. Allí se quedaron siete días para estar con los santos —podemos decir— en su reunión del día del Señor. Luego se nos dice que en “el día primero de la semana, juntos los discípulos a partir el pan, Pablo les enseñaba”, etc. No es que se reunieran para oírle predicar, sino que reuniéndose los hermanos, como era su costumbre, para partir el pan, el apóstol aprovechó la oportunidad para hablarles sobre las cosas de Dios. El pasaje muestra que estaba ya establecida la costumbre entre los santos de partir el pan en ese día. Y el día queda así señalado. También es muy significativo y confirma el mismo aserto, el hecho de que el Señor Jesús apareció a Sus discípulos el primer día de la semana, el día de Su resurrección y en el siguiente domingo también, cuando ellos estaban reunidos y Él se presentó a Sí Mismo en medio. Igualmente tenemos el hecho de que el apóstol instruyó a los santos de Corinto que cada primer día de la semana apartasen en sus casas lo que pudieran, haciendo una colecta para los santos (1 Corintios 16:1-2). Todo esto viene a demostrar que el primer día era el día semanal de reunión en asamblea.
4. Finalmente, leemos en Apocalipsis 1:10 que se cita “el día del Señor”. Juan fue “en el Espíritu” aquel día y recibió comunicaciones del Señor para los santos de Asia. Quisiera llamar la atención especial a esta expresión. En 1 Corintios 11:20 tenemos la frase, “la cena del Señor”. ¿Alguien puede dudar del significado de ésta? ¿No es claramente la cena del Señor en contraste con: “cada uno toma antes de comer su propia cena” (versículo 21)? Ahora cuando se habla del día, se usa precisamente la misma palabra: “el día del Señor”, “la cena del Señor”. Es exclusivamente Su día, y Su cena: un día y una cena que Él reclama como Suyos. Su cena se celebraba, también en Su día.
Entonces ni el día ni la cena son comunes. ¿Hemos de tratarlos de manera corriente? ¿Qué pensaríamos del hombre que sostuviera que podía tomar la cena del Señor como la suya propia? Esto es precisamente lo que los santos en Corinto estaban haciendo, y a causa de lo cual el Señor les estaba reprendiendo. La debilidad, la enfermedad y la muerte fueron el resultado de su conducta. Era el juicio del Señor. La misma idea de tratar la cena del Señor como si fuera la nuestra bien podría escandalizar a cada corazón sensible a Su gloria.
Pero si es Su día tanto como Su cena, y si no tenemos libertad para tratar de la cena como nuestra, entonces ¿nos asiste el derecho de tratar de Su día de la misma manera? Apelo a que el juicio del lector determine lo recto y apropiado a la luz de estas Escrituras. Quisiera preguntar: ¿es correcto o propio que tomáramos aquel día que Él llama Suyo y lo usáramos para nuestra propia complacencia o ventaja temporal? ¿No hemos de observar cuidadosamente este día como dedicado a Él y a Sus cosas, si Su cena es consagrada plenamente a una conmemoración santa y gozosa de los padecimientos y muerte del Señor por nosotros, y no para saciar nuestros apetitos ni para satisfacer nuestra hambre?
Frecuentemente encontramos a santos (admitimos que pueda ser bajo la presión de las circunstancias) que aceptan posiciones de empleo secular que les exige trabajar habitualmente el día del Señor, y defienden la libertad de hacerlo porque no hay ningún mandamiento. Aunque no quiero condenar a nadie, estoy plenamente convencido que esto no es de fe; y la Escritura dice, “todo lo que no es de fe, es pecado” (Romanos 14:23). ¿No es esto muy solemne? Si aquel que fuera tentado a seguir tal camino dijera: “No, venga lo que venga, no deshonraré a mi Señor”, ¿no abriría Él mismo un camino para Su fiel discípulo? ¿Acaso Él no ha dicho, “Yo honraré a los que Me honran”? (1 Samuel 2:30).
Pero es de temer que no pocos, y eso también donde no hay la fuerza de las circunstancias que les obligue, piensan que si asisten a la reunión ese día y parten el pan —luego terminado el culto— ya quedan libres para gastar el resto del día como les plazca: visitando de una manera social, conversando de negocios e intereses seculares, leyendo los diarios, gozándose, etc., etc. Pregunto: ¿es esto la manera de consagrar el día al Señor? ¿Se le está dando la honra que Él merece?
No quiero decir que el día domingo es un día de descanso tal como lo fue el sábado, y que hemos de cesar de nuestras labores, y sencillamente no hacer nada, sino que el Señor reclama Su día, y es del todo justo que dejemos nuestros quehaceres ordinarios y consagremos el día a Él en armonía con Su carácter, ocupándonos en las cosas espirituales que son para provecho de nuestras almas y las de otros.
Pero se sostiene: “No hay ningún mandamiento”. Ya lo sé. Mas ¿para qué se desea un mandamiento? ¿Acaso Él no nos ha dicho que es Su día? ¿Por qué robarle de lo Suyo propio? Además, Él ha probado Su amor, habiendo puesto Su vida por nosotros, sumergiéndose en un mar insondable de tristeza, para que fuésemos traídos a una bendición tal que sólo Su amor infinito pudo concebir; de tal modo Él confía en que nuestros corazones correspondan a Su amor, y rindan devota y gozosa obediencia a Su voluntad. ¿Hemos de defraudarle voluntariamente y a sabiendas, y entristecer así el corazón que ha confiado en nosotros, no sujetándonos a la esclavitud de la ley que está diciendo: “lo harás” o “no lo harás”? ¡Ay! ¡Todo ello demuestra solamente dónde están nuestros pobres corazones! ¡El Señor no tiene el primer lugar en ellos!; Sus derechos no son reconocidos; y Él está prácticamente excluido por nuestros propios intereses y nuestra mundanalidad.
Él no nos obliga a observar el día como una imposición legalista, como tampoco lo hace en cuanto a Su cena; sin embargo no nos ha dejado en las tinieblas respecto a lo que a Él le place, y nuestra propia bendición depende de la obediencia a Su voluntad. No podemos hacer caso omiso de Su voluntad en esto, o en cualquier otro asunto, sin pérdida para nuestras propias almas, llegando a ser piedras de tropiezo para otros, y trayendo deshonra sobre Su nombre.
Que el Señor otorgue al escritor tanto como al lector una mayor sensibilidad a todo lo que concierne a Su gloria, y experimentar la bienaventuranza de obediencia fiel y amorosa a toda Su voluntad revelada.
[Traducido por Raúl Valderrama y J. Hárrison Smith, 1960]