El Médico de la Jungla al Rescate!

Table of Contents

1. 1: Hasta Que Le Salgan Los Dientes
2. 2: Un Diente Menos
3. 3: Aumenta La Hostilidad
4. 4: Golpe Fatal
5. 5: Del Desperdicio a La Alegría
6. 6: Apartando La Cortina
7. 7: Ataque Con Veneno
8. 8: Progreso Y Retroceso
9. 9: Mala Tarea Para Los Pies
10. 10: Muertes De Tipos Distintos
11. 11: El Enemigo Y La Inundación
12. 12: Una “Cerda” Oportuna
13. 13: Tácticas
14. 14: Prematuro
15. 15: Vida Frágil
16. 16: Artes De Padre Y De Abuela
17. 17: Salen Los Dientes
18. 18: Apuñaleado
19. 19: Agujas Y Alfileres

1: Hasta Que Le Salgan Los Dientes

 — Ochenta y cinco gramos menos que la última vez.
Perisi levantó el bebé de la balanza y lo puso en los brazos de su madre africana. Al mismo tiempo, tomó un lápiz azul, trazó firmemente una línea descendente en la tabla de peso del infante y, mirando a la madre, que ya se lo había colocado en la espalda y lo estaba meciendo, le dijo:
— Jeh, recuerda, nada de cereales hasta que le salgan los dientes.
Una anciana se acercó protestó enojada:
— Jongo, ¿qué sabes de eso tú si no tienes hijos?
— Joh, ¿se necesita poner huevos para saber si están malos o buenos? — dijo Perisi sonriendo de oreja a oreja.
La anciana dejó escapar una cascada de palabras.
Las enfermeras africanas que estaban sentadas en la galería cerca de mí, remendando guantes de cirugía, se veían molestas.
La anciana se deslizó fuera, riéndose con una carcajada aguda.
Por unos momentos, hubo uno de esos silencios que casi se pueden sentir. Entonces una de las enfermeras dijo:
— Juh, esas son las palabras de mahala matitu (sabiduría negra); huh, es una cosa mala.
Perisi siguió sin preocuparse pesando bebés y marcando su peso en las tablas. Era martes en la tarde en nuestro hospital, día dedicado al cuidado de los bebés.
Habían venido madres en cantidades. Madres cuyos hijos habían nacido en la sala justo al otro lado del sendero de fangipanieros; madres que venían buscando consejos o medicinas; madres que eran atraídas por la amistad y camaradería y la influencia cristiana del Hospital de la Sociedad Misionera de la Iglesia Anglicana en Mvumi, en las llanuras centrales de Tanganica.
Continuó la rutina de pesar bebés, anotar tablas, distribuir medicamentos, dar instrucciones de cómo atender tal herida o cómo poner gotas en los ojos y oídos de los bebés. No menos de una docena de veces oí:
— No lo olvides: sólo leche hasta que salga el primer diente. Esa es la forma de conseguir que las marcas rojas vayan hacia arriba en su tabla y hacer que tu bebé sea más fuerte. Ese es el camino correcto.
Era ya tarde aquel día y hora de revisar a las mamás y los bebés.
— Fue un día tranquilo, Bwana — dijo Sechelela, la anciana jefa de enfermeras — : cuatro bebés normales. Pero luego, claro, sus madres vinieron al hospital por muchos meses para tomar nuestros medicamentos y todas saben la mejor manera de alimentar un bebé. Son nuestra gente.
— Bien sabes, Sech, que es mucho más fácil cuando la gente sigue el camino de la sabiduría.
— Jeh, pero si alguno viene y te dice: “Bañarte todos los días es malo para ti; usar zapatos en los pies no es la manera correcta de vivir”, ¿qué le dirías?
— Quizá, Sech, no estaría de acuerdo con ellos y les diría que esa es la manera en que yo vivo.
— Bueno, Bwana, ¿no te das cuenta de que eso es lo que dicen nuestras mujeres cuando vienen? Tú les dices: “Vengan y tomen el medicamento del hospital” pero nunca han tenido esa costumbre. Tú les dices: “Pon el bebé en un catre; no lo dejes en el suelo”, pero nunca lo han hecho antes. Tú dices: “No des cereales hasta que le salgan los dientes”, pero ellas contestan: “¿No hizo eso mi madre y mi abuela y la abuela de mi abuela? ¿Por qué voy a cambiar nuestras costumbres?” ¿Y sabes Bwana? Tú no oyes las historias que estas gentes cuentan de ti.
— Dime, Sech, ¿qué dicen? Quisiera saberlo.
— Bwana — dijo la anciana, enfatizando sus puntos golpeándome con su dedo en el hombro — , dicen que en el hospital rompemos las costumbres de la tribu. Cuentan historias de lo que tú haces, en tal forma que los oyentes tiemblan de miedo.
— Pero, Sech, pueden venir y ver lo que hacemos; todo está abierto.
— Si, Bwana, pero a pesar de eso, dicen cosas extrañas. Tú pones gotas en los ojos de los bebés y ¿qué es lo que dicen? Que tú sacas el ojo del bebé, lo estiras bien, lo retuerces y lo vuelves a poner.
— Jongo, Sech, ¡eso es absurdo! Es una tontería. Pero si es sólo un gotero para los ojos. ¡Sacar un ojo y retorcerlo! ¡Qué barbaridad!
La anciana sacudió la cabeza.
— Para ti y para mí sí, Bwana, pero ¿qué de esas viejas que se ganaban el dinero ayudando a las madres? Decir cosas así es una buena manera de mantener a la gente lejos del hospital.
— ¿Pero no hemos comenzado a descartar a esas mujeres y sus raras historias? Por cierto que cada mes son más las madres que vienen y parece interminable la cantidad de bebés que nace aquí.
Ella volvió a sacudir la cabeza.
— ¿No estamos preparando mujeres de la tribu como enfermeras? ¿No estamos ganándonos la confianza de la gente, y no están viendo que el nuevo camino es el mejor?
Desde la sala de guardia se oyó la música de un canto.
— Son las Buenas Nuevas, Sech, las que transforman. ¿Conoces esa música?
— Es “Dime la antigua historia de Cristo y de su amor” — dijo la anciana, moviendo la cabeza.
— Bueno, lo que tratamos aquí es de hacer lo primero y mostrar lo segundo.
— Bwana, todo va bien estos días aquí. Perisi trabaja con gran sabiduría. Pero no te olvides que dentro de tres cortos meses, ella ya habrá comenzado la nueva clínica en Makali.
 — Lo sé. Simba, su esposo, me ha estado contando una larga historia sobre todas las penurias que él va a encontrar, pero creo que lo único que le pasa es que se siente solo sin Perisi.
Sechelela se rió.
— Es claro, ¿quién está allá para hacerle la comida mientras su esposa está aquí atendiendo bebés? — de repente, se puso seria — . Kah, Bwana, yo también tengo ese presentimiento de que algo va a pasar. Lo tuve antes de la hambruna y antes de que Bibi estuviera a punto de morir.
— Jongo, Sech anímate — dije, levantando mi gorro — , lo único que necesitas es un poco de quinina; andas con paludismo.
Sacudió la cabeza y sonrió amargamente: juntos fuimos a la sala.
Perisi estaba lista con el libro de temperaturas.
Me incliné sobre la primera cama y cuando dije: “¡Lusona!” (Felicitaciones), la cansada cara de la madre me devolvió la sonrisa.
— Lulo (gracias), Bwana — y agregó en voz quieta — , es mi séptimo hijo, Bwana, y es el primero que nace vivo.
— Cuatro kilos doscientos — dijo la enfermera africana como información — . Un varoncito con una voz tremenda.
— Es un gran pequeño. Te ayudaremos a que lo tengas bien — dije a la madre.
Ella sonrió a su hijito, que estaba en un colchoncito al pie de la cama.
Visité las otras dieciocho camas en la sala y los diez pacientes en la galería, revisando a los bebés, controlando temperaturas e intercambiando unas pocas palabras con la gente. Con nuestros cuidados, consejos sencillos y medicamentos modernos, podíamos salvar la vida de literalmente centenares de bebés.
Una mujer estaba hamacando a su hijito que llevaba en la espalda.
— Pues bien, Mamvula, no des cereales a tu hijo hasta el tiempo de la cosecha.
— ¿Yoh? — dijo la mujer, dándose vuelta.
— ¡Jiih! — dijo Perisi detrás de mí — . ¿Quién vio a una vaca alimentando a su ternero con cereales?
— ¿Acaso soy una vaca? — repuso la mujer indignada. Hubo una explosión de risas de las mujeres.
— No, pero por lo menos tengas la sabiduría de una — dijo Perisi.
Acercándose a otro grupo, mi compañera señaló:
— Lo que vale es la leche. En la leche hay vitaminas, los bichitos que traen fuerza y que no están en los cereales.
— ¡Yoh! — dijo una mujer — ¿es alguna clase de gusano?
— No, no es un dudu (insecto) — sonrió la joven africana — . Es fuerza. Un bebé lleno de leche es más fuerte que un bebé lleno de cereales. Fíjense — dijo, señalando con su mentón a una mujer casada que mecía a su hijito a la vista de los demás — , leche y no cereales. Miren ese nene — señaló con su mentón hacia una mujer que llevaba una criatura de seis meses, que estaba decaída y de muy pobre aspecto — ; ese niño ha sido alimentado con cereales desde su nacimiento.
En ese momento llegó una alumna de enfermería.
— Bwana, el bebé de Mamvula está muy enfermo.
Volví a la sala. El bebé tenía fuertes convulsiones. En mi mente sonó una alarma. Era el tipo de casos que, en mi país, hacen ir apresuradamente en busca de un especialista. Pero allí, en Tanganica, había un solo doctor y era especialista, constructor, comisión de transporte, correo, clínico, fuerza policial, plomero y cualquier otro trabajo que hubiera que hacer.
Hice un cuidadoso examen del niño y decidí que lo único que se podía hacer era esperar veinticuatro horas y vigilarlo de cerca. Al cabo de doce, estaba seguro de que tenía que realizar una operación seria, como nunca la había intentado en un bebé de tres días. Esta operación quirúrgica era de aquellas que resultan delicadas y peligrosas, cuando un descuido representa la muerte y un trabajo torpe puede resultar en una salud estropeada para toda la vida.
Después de veinticuatro horas, ya tenía la certeza de que, a menos que operara y que lo hiciera rápidamente, no habría esperanza. Me senté en mi escritorio, con mi manual de cirugía delante de mí, y tomé nota de la operación, punto por punto. Había cerrado el libro cuando oí una voz en la puerta.
— Jodi, ¿Bwana? — Era la madre, envuelta en una sábana — . Bwana, ¿tú puedes salvarlo? ¡Yoh! Mi corazón está pesado. ¡Cuánto he ansiado un niño vivo y ahora! ...
Puso la cabeza entre las manos y lloró. Esperé en silencio hasta que se tranquilizó. Entonces miró hacia el gran libro que yo había vuelto a abrir.
— Aquí tengo un libro que me dice cómo ayudar a tu hijo — dije — , cómo aliviarle de lo que le está matando. Mira — le indiqué una figura — es como si estuviera estrangulado por dentro.
La madre movió la cabeza reflexivamente.
Terminé con el manual de cirugía y saqué un pequeño libro de aspecto alegre, con una tapa roja. Era mi Biblia, usada y gastada.
— Mamvula, uso más este libro que el grande — le dije — . Me explica cómo librarme de los problemas de mi alma y mi espíritu. Es la Palabra de Dios y cuando se conoce al que la escribió, se comprende el significado de su mensaje para cada uno. Escucha — le mostré algunas palabras subrayadas — : “No temas porque yo soy contigo. No desmayes porque yo soy tu Dios. Siempre te sustentaré, siempre te ayudaré con la diestra de mi justicia”.
— Sí, Bwana dijo, moviendo la cabeza — cuando tu cuchillo y tus instrumentos de hierro pronto estén en tu mano, sabrás que no estás solo, sino que tendrás fuerza.
Nos arrodillamos y, con mucha sencillez, oré pidiendo a Dios que me diera fuerza y sabiduría para salvar la vida de aquel pedacito de humanidad africana.
Pues bien, el mediodía no es una hora ideal para operar en ninguna parte, pero bajo el sol quemante de Tanganica central, la sala era casi insoportable. La operación estaba ya a medio acabar y la etapa vital había sido alcanzada. Señalé una región espesa y dura.
— Aquí está el problema — señalé — . Y dirigiéndome a la enfermera australiana, dije:
— Enfermera, si corto medio milímetro de más, todo está acabado y si no corto a suficiente profundidad, la operación será tiempo perdido.
Tomé el bisturí. Hubo silencio. Dos minutos después, con un suspiro de alivio, miré el trabajo que sabía que iría bien.
Pero nuestros problemas no habían acabado. El muchacho africano que aplicaba la anestesia dijo:
— Bwana, no respira.
Colocando mi boca sobre la suya, con una gasa entre nuestros labios, soplé aire en sus pulmones. Creo que fue cosa de un minuto, pero pareció como una hora, antes de que el recién nacido tosiera y comenzara a respirar de nuevo. Rápidamente, cosí los puntos necesarios, y miré a Perisi llevar al bebé de vuelta a la sala. Muy tranquilamente dije:
— Gracias, Dios, que todo se ha acabado.
Realmente había puesto todo mi ser en la operación. Sabía que no había estado solo.
Daudi me hizo volver a la realidad cuando dijo:
— Bwana, tu costura es mucho mejor desde que comenzaste a remendar tus propias medias mientras escuchas las noticias de la B.B.C.
Me reí y poniéndome el gorro fui a la sala. Pero los problemas estaban esperando a pocos pasos. Poco después del atardecer, el infante quedó inconsciente. Había que hacerle una transfusión de sangre. Los detalles preliminares fueron preparados a una velocidad notable para el África, y a la luz del farol, observé la sangre de la madre que corría a las venas de su hijo. El pequeñito reaccionó casi enseguida.
Mamvula se inclinó sobre él.
— Bwana, daría mi vida por este niño.
— Sí, lo veo — dije, asintiendo con la cabeza y agregué, mientras cortaba un trozo de tela adhesiva — Mamvula, ¿te das cuenta de que Dios te ama de la misma manera? ¿Que él dio su vida y murió como un criminal para pagar el precio de tus males?
— Ahora lo entiendo, Bwana — dijo, moviendo también su cabeza. Extendió la mano y acarició el brazo del bebé — . Creo que lo entiendo más claramente que nunca, luego de lo de hoy.
Perisi me miró y sonrió.

2: Un Diente Menos

 — Daudi, ¿cuántos son 432 y 329?
 — Setecientos sesenta y uno, Bwana.
— Jeh, ¿cómo lo supiste tan pronto? Me temo que yo hubiera tenido que escribirlo y sacar la cuenta con los dedos.
El enfermero africano se rió.
— Bwana, es justo lo que sumé cinco minutos antes de que entraras. Por otro lado, setecientos sesenta y uno es un lindo total cuando pienso que tú y Bibi han hecho todo el trabajo de la sala de maternidad.
— ¡Setecientos sesenta y uno! Eso significa casi dos bebés por día.
— O por noche, Bwana — dijo Daudi, con una mueca.
Daudi había visto muchas veces mi farol moviéndose a lo largo de aquel medio kilómetro que separaba mi casa del hospital.
— Ha sido un año de mucho éxito. Hemos salvado la vida de cientos de bebés, gastando dos chelines por vez. Allá en mi tierra, no se compraría mucho con dos chelines, pero aquí significa salvar la vida de un bebé.
— Bwana, nunca pensé en ello de esa manera. ¿Sabes?, mi madre tuvo diez hijos, pero cuando la mudala, la vieja que aconsejaba acerca de los bebés, y el muganga (hechicero) y el mulaguzi, el hombre que hacía medicinas especiales, cuando todos ellos habían terminado, ¡kumbe!, a mi madre sólo le quedaban dos hijos — sacudió la cabeza y continuó — . Yo era muy pequeño, pero me recuerdo oírla llorar por las noches y dar gritos como hacen las madres africanas por la muerte de sus hijos. Aunque era chico, pensaba que era algo muy triste, pero ahora veo también que era innecesario. Con nuestra clínica infantil y nuestra sala de maternidad, nuestras vitaminas y la tabla de peso de los bebés, las Semanas del Bebé y demás cosas que hacemos, jeh, evitamos a las madres mucha, mucha tristeza.
— No sólo eso, Daudi, sino que nos ingeniamos para atraer a los chicos al hospital. Contraen paludismo y los hacemos mejorar con la quinina. Contraen fiebres y se mejoran con inyecciones de bismuto. Contraen neumonía y les damos penicilina.
— Kweli (de veras), Bwana. Nuestros hospitales son muy útiles, pero no te olvides que hacemos crecer mucha ira en los corazones de los hechiceros y más que nada de las wadala, las viejas cuyo trabajo consiste en traer los bebés al mundo. ¡Les hemos quitado su medio de vida! Nos han combatido de muchas maneras. Han murmurado que la enfermera de la misión haría quedar ciegos a los bebés. Dicen: “¿Qué puede saber un hombre, un simple hombre, de cómo se debe cuidar un bebé?”. Bwana, yo las he visto sacudir sus manos y usar palabras muy fuertes y escupir de disgusto, cuando te mencionan a ti.
— Déjalos escupir, Daudi. Siempre que podamos trabajar y ganarnos la confianza de la gente, no me importa lo que digan.
— Pero Bwana, quizá llegue el tiempo en que hagan más que hablar. Quizá lleguen a actuar.
— ¿Qué quieres decir? ¿Clavarme una lanza o envenenarme la comida o algo tan interesante como eso?
— Quizá sí. Bwana, pero es más fácil que echen clavos en nuestros tanques, roben sábanas del hospital, intenten impedir que la gente permita sus hijos venir a prepararse como enfermeros.
— ¿Jodi? — se oyó una voz en la puerta.
— Karibu (entra) — respondí.
— Bwana, ¿te has olvidado? — dijo un aprendiz de enfermero — . Hoy es día de dientes. Tengo siete hombres sentados bajo un espino, lavándose la boca con permanganato.
Miré la extraña escena por la ventana. Una lata de petróleo vacía y un banco común era el moblaje de aquella clínica dental selvática. Siete africanos se estaban lavando cuidadosamente la boca y escupiendo con destreza el líquido rojo. De vez en cuando, alguno extendía el vaso pidiendo más y lo recibía de un chico que estaba convaleciendo de paludismo agudo. A la sombra del espino, Kefa estaba con el calentador primus encendido y sobre él una lata de queroseno vacía que hacía de esterilizador.
Me acerqué a ellos y les examiné los dientes. Mis ayudantes prepararon un plato, jabón y cepillo de uñas. Me quité el saco, lo colgué de una rama cercana, me eché para atrás el gorro, me adelanté y seleccionando unas pinzas adecuadas procedí a sacar dientes.
El chico llenó el vaso de la primera víctima con la solución roja. Su boca no era un cuadro de belleza. Se podrían haber sacado los dientes fácilmente con las manos si yo hubiera tenido el valor. Me enjuagué las manos, elegí otras pinzas y me ocupé del próximo paciente.
En media hora, había terminado mi trabajo dental. Habíamos premiado a cada paciente con una aspirina y una taza de té y todo el mundo estaba feliz. Cuando los veía caminar por los varios senderos que salían como radios de la colina en que estaba construido el hospital misionero, apretando fuertemente en las manos los resultados de mi trabajo, sentí que todo iba bien y que habíamos tenido un año bueno.
Estaba en el techo de la sala de niños en la muy poco médica tarea de soldar los agujeros del hierro. Debajo, sentado a la sombra del granado que teníamos en el hospital, estaba una joven que parecía estar dictando una sentencia, si se habría de juzgar por la forma en que movía su dedo índice en dirección a una anciana que estaba cerca, sentada con la cabeza entre las manos. Aún a la distancia, se podían oír los “¡Wah!”. De repente, interrumpió sus ruidos, abrió bien grande la boca y señaló dramáticamente a una muela. Su interlocutora se inclinó para examinar con interés la causa de la molestia.
Daudi subió la escalera con un trozo de hierro al rojo vivo. Por un momento me concentré en el nada fácil trabajo y luego dije:
— ¿Qué están haciendo aquellas dos mujeres ahí, esa anciana haciendo ese ruido y la joven que está con ella?
— Jongo, Bwana, es la anciana que te maldijo y escupió con fuerza el otro día — ella se dio vuelta y la reconocí enseguida — . Bwana, esa es gente que causa problemas. La anciana es Majimbi. Es una de las que llenan su bolsa de granos con la vipegwa, el dinero que obtienen de curar — al decir eso, dio vuelta la nariz con desprecio — , bueno, curar chicos cuya garganta está enferma. Yah, ella aguza las uñas de su primer y segundo dedo. — Extendió dichos dedos y los afiló en una piedra imaginaria — . Dice a la gente que todos los problemas que tienen los chicos vienen de los dientes, dientes extraños y malos, que crecen en el fondo de la garganta. Ella dice tener la habilidad de removerlos raspando el fondo de la garganta de los chicos con sus uñas afiladas. Lo llaman kutula malaka.
 — Si alguno tratara de hacerme eso, Daudi, yo lo mordería.
— Jiih, eh, Bwana, quizá tratarías, pero la vieja Mijimbi aprieta las mejillas de los chicos entre los dientes, de modo que si muerden, se muerden a sí mismos y entonces ella se mete hasta el fondo de la garganta. De veras, muchos chicos han muerto por esta vieja arpía.
— ¿Y qué está haciendo aquí? ¿Y quién es la muchacha que está con ella?
— Es su hija Nhoto, Bwana. Es una de las esposas del jefe del Lifuto. Mira, él la ha enviado al hospital porque quiere un heredero. Cuatro de sus hijos han muerto antes de que aparecieran los dientes de los pequeñitos, y por eso nos la ha mandado. Yah, Bwana, ella y su madre son gente que nos puede traer problemas. Tenemos que vigilarlas.
Mientras Daudi hablaba, las dos se levantaron y caminaron hasta donde estábamos trabajando.
­ — Bwana, tengo un dolor grande en el diente, en este — dijo la anciana en una voz muy aguda, señalando su mandíbula superior con un dedo huesudo — . Dame una medicina.
Me miró como preguntando si yo la reconocía. No di señales de que sí, que la reconocía, sino que bajé la escalera e hice girar su vieja cabeza hasta que la brillante luz del sol alumbró bien directamente su horrible colección de dientes amarillos. Las encías parecían haberse hundido, disgustadas por tal compañía. Si no hubiera sido por mi presteza, ella me hubiera tomado el dedo y se lo hubiera metido en la boca para indicarme el diente en cuestión.
Era obvio que la vieja Sechelela había estado bañando a los bebés. Tenía uno en los brazos cuando se presentó donde estábamos, con su mentón señalando agresivamente hacia la anciana africana.
— ¡Yoh! ¿Ahora vienes a ver al Bwana y a pedirle que te saque el diente que te molesta? — dijo — . ¿Un día lo maldices y al siguiente buscas su ayuda? Kah, ¿acaso no eres una fundi (experta)? Tú que sacas los dientes de la garganta de la gente, ¿no puedes sacarte los tuyos?
La voz de Majimbi adoptó un tono sibilante.
— Jongo, Bwana, no te fijes en lo que dice. Ayúdame, Bwana, ay, qué dolor, ¡Jiih! ¡Yoh, qué dolor!
— Kah, ¿y qué diremos de los chicos cuyas vidas terminaron por tus malas artes? — dijo Sechelela, sacudiendo su dedo.
— Bwana, ten piedad de una vieja a la que le duele la cara — dijo la mujer — . No escuches las palabras de Sechelela.
— Por supuesto que te ayudaré — contesté. La anciana hizo una mueca y dirigió a Sechelela una mirada de triunfo. Ésta vio que yo le guiñaba el ojo, y no dijo nada.
— Ven al sol — ordené, tomando un espejito y una varita. Trajeron una banqueta e hice girar a mi paciente hasta que el sol brilló por sobre mi hombro. Con el espejo, reflejé la luz dentro de su boca.
Empujé fuertemente hacia abajo su lengua que se rebelaba con vigor contra el depresor de madera.
— ¡Utye “Ahh”! (Di “Ah”)— le insistí.
— ¡Ahh! — gruñó Majimbi.
— Yoh, mira, Sech — dije con entusiasmo — tiene dientes en su garganta. Necesito hacerle tula malaka y arrancarlos.
En los ojos de la mujer apareció una mirada de terror y pánico. Hizo a un lado la cabeza.
— Kah, no harás ni un jamba jadodo (un poquito) de eso — musitó.
— ¿Qué? Tú que conoces el valor del tratamiento, ¿lo rechazas? — le pregunté. Tragó saliva pero no dijo nada.
— ¿Es que no crees que tu remedio merece ser aplicado? — la provocó Sechelela.
— ¡Kah, nyamale twi! (¡Cállate!) — chilló la otra.
— ¡Yoh! Esa no es manera de hablar — dije firmemente — ¿Quieres o no mi ayuda?
— Bwana, sácame este diente, es éste — gemía la mujer, señalando con un dedo mugriento el molar que era la causa evidente del dolor.
Daudi había hervido el instrumental. Me enjuagué las manos y tomé una jeringa para inyectarle anestesia, pero Majimbi pegó un alarido y quiso escaparse, seguida de un coro de carcajadas.
Un cuarto de hora después, tenía apretada la muela que le había sacado, en un trozo de algodón y se lavaba ruidosamente la boca con una solución roja de permanganato.
— Assante, Bwana — dijo — . Con seguridad, tú eres un fundi kabisa (experto de veras).
— Majimbi, enmienda tu conducta, deja el sendero de las malas artes — le dije severamente.
— Jii, Bwana, lo haré — dijo asintiendo con la cabeza.
Sechelela levantó las cejas, sonrió con poca gana y me murmuró al oído:
— De la misma manera que la cebra perderá sus rayas y chewi (el leopardo) sus manchas.
Me llevó a su puesto de trabajo, aparentemente para abrir una lata de queroseno, pero después de cerrar la puerta se volvió a mí y, con una expresión muy seria, me dijo:
 — Bwana, esta gente nos traerá problemas. He oído muchas cosas estos días y lo que dicen es verdad. Majimbi ha estado diciendo cosas fuertes en el pozo a oídos de las mujeres. Y les dijo: “Perisi, la esposa de Simba, ha dejado los usos de la tribu para hablar la lengua de los wazungu y seguir sus palabras”. Akisa, el maestro, la oyó y le dijo: “Estos días, cuando las mujeres descubran que es mejor el camino del hospital y la sabiduría de Perisi, habrá hambre en las casas de los wadala”. Kumbe, Bwana, Majimbi se enojó mucho y dijo: “Si esa Perisi tiene un hijo propio, echaré medicina en su camino y sufrirá la vergüenza de la wambereko (mujer que ha perdido los hijos). También oirá las risas de las wadala y tendrá un gran dolor.
— Kah, Sech — dije — . Son palabras, sólo palabras.
— Jongo, ¿no entenderás que estas cosas son un dolor y un temor más real en el corazón de una muchacha que el diente de la mandíbula de Majimbi, la peor de las wadala? — contestó, sacudiendo la cabeza.
Salimos a la galería y observamos a la anciana y a su hija tomando sus ollas y saliendo por el portón, bajo el suave colorido del atardecer africano.
Esa noche, mientras caminaba a mi casa pensé que habíamos sido sabios al sembrar en el terreno de nuestro hospital. Pensé en las veinte bolsas llenas de maní (cacahuate) que serían una fuente muy útil para alimentar a nuestro personal en la larga estación seca que se avecinaba.
Ya en cama, estuve un rato escuchando el aullido de una hiena, los lamentos de los chacales y el persistente zumbido de los mosquitos. Pero esa paz no duró mucho tiempo.
Alrededor de medianoche, me llamaron con el inevitable: “Bwana, ven pronto, mwana yunji (otro bebé)”. Dos horas después, estaba de nuevo entre las sábanas. Recortando su silueta contra el cielo nocturno había un lagarto manso que trepaba la malla de alambre y se ocupaba eficazmente de los mosquitos y otros dudus. Meditando en los ruidos de la selva, quedé dormido y me parecía que sólo habían pasado unos minutos cuando me desperté de repente, de una manera brusca, como cuando uno es arrancado en un segundo de un sueño profundo. Oí que alguien gritaba afuera.
— ¡Bwana, Bwana, ayuda, hechicería, magia negra!
Salté de la cama y vi un brillo opaco en el cielo. Entonces oí otra voz:
— Bwana, se ha incendiado el depósito.
En un abrir y cerrar de ojos, estuve lo suficientemente vestido como para salir corriendo hacia el hospital. Todo el mundo se encontraba presa del pánico y nadie había hecho nada. Corrí al tanque, di vuelta al grifo, pero no salió agua. Una gran mancha de tierra mojada a un lado me indicó lo ocurrido. Corrí, esta vez seguido por cuatro enfermeros, cada cual con un balde, hasta el tanque de concreto fuera de la sala.
Llenamos nuestros baldes y volvimos corriendo al fuego, echando el agua al centro de las llamas. Pronto todos siguieron nuestro ejemplo, las enfermeras y aun los chiquillos, con calabazas, latas, cualquier cosa que pudiera contener agua. En poco rato fueron controladas las llamas que, por fortuna, no se habían esparcido a los edificios del hospital. El techo de paja del depósito se había quemado como yesca y su contenido era sólo un montón de brasas humeantes. Mis bolsas de maní, semanas de duro trabajo, habían desaparecido en un cuarto de hora. Contra una pared había una lata de queroseno ennegrecido, con su costado roto por un hacha nativa. Fui a contar el número de latas en el depósito. Evidentemente faltaba una y yo me acordé del tanque vacío. Alguien había estado haciendo fechorías. Entonces noté la ausencia de Daudi.
— ¿Dónde está Daudi? — pregunté — . Sé que duerme como un lirón, pero el ruido de esta noche debe haberle sido suficiente para despertarlo.
Nadie lo había visto. Nadie sabía dónde estaba y ya estaba amaneciendo. Mi chico cocinero, despertado por el griterío, había llegado al lugar con una enorme tetera, convenientemente llena. Nos sentamos en círculo allí mismo para beberlo, yo en silencio, los otros con una variedad de tonos de voz. Una figura de aspecto cansado cruzó el portón y se dejó caer en un banquito de tres patas. Era Daudi.
— ¿Dónde has estado? — le pregunté.
— Bwana, he estado haciendo de policía — respondió en inglés — . Cuando estalló el fuego, vi a alguien que pasaba corriendo bajo mi ventana. Lo seguí colina abajo, más allá de las huertas. Allí desapareció, pero más allá del lago, cerca de la colina del leopardo, a la luz de la luna vi a una de las wadala que siempre esperaba la llegada de los bebés, una de las que dicen continuamente malas cosas del hospital. Estaba sentada en el frente de su casa, rodeada por su parentela. No pude oír sus palabras, pero de repente levantó las manos y se rió, esa risa quebrada que hemos oído antes. Bwana, esto es un asunto feo.
Moví la cabeza asintiendo.
— Por lo menos, estoy agradecido, Daudi, de que no ocurrió mientras estábamos fuera, en nuestro safari de tres días.

3: Aumenta La Hostilidad

Cuando Daudi y yo salíamos para un safari médico, nos deteníamos todo un día en una aldea, revisábamos a todos los enfermos del lugar, a veces hacíamos una o dos operaciones menores y renovábamos la relación con las viejas amistades. Había quienes frotaban con felicidad el lugar donde habían recibido atención. Otros mostraban el lugar en que se les había curado una úlcera tropical.
Otros, a su vez, mostraban un agujero en los dientes, generalmente espléndidos, donde les faltaba alguno gracias al arte odontológico.
Yo disfrutaba de esos safaris. Solíamos dormir en la parte trasera del coche, con un mosquitero, como inadecuada frontera entre nosotros y la selva. En esta ocasión particular, planeábamos pasar un día con Simba en Makali, llevando a Perisi para que viera cómo adelantaba la construcción de su nueva casa.
Dijimos adiós como de costumbre, y salimos por los portones del hospital. A la media mañana habíamos llegado a la primera aldea, saludado al jefe, examinado una cantidad de gente enferma y arreglado las cosas como para que Perisi visitara algunas de sus antiguas compañeras de estudio.
La tarde nos encontró con una creciente colección de africanos que deseaban medicinas, inyecciones, gotas oculares y todas las demás cosas que eran reconocidas cada vez más como “el nuevo camino hacia la salud”, como el jefe expresó en su invitación a una comida vespertina de cereales africanos.
Alrededor del fogón, escuchamos las historias de la tribu, de cómo el conejo se burló del cuervo y cómo el ndudumizi, un pequeño pájaro del bosque, había vencido a Simba, el león, el rey de la selva.
Durante una pausa en la conversación, miré hacia la fría y clara luz de las estrellas y vi la silueta de las grandes palmeras y detrás de ellas la gran masa de un bosque de mangos.
— Kah, mira, los warabu (árabes) han estado aquí, — dije.
— Jiih, Bwana — asintió el jefe — en este lugar hubo muchos wawambu (esclavos). Era un lugar de dolor antes de que vinieran los ingleses.
— Kah, háblame de eso. Si un hombre era capturado por los traficantes de esclavos, ¿cómo podía recuperar su libertad?
— Jeh, eso le costaría mucho dinero — dijo el jefe.
— Escuchen, grandes de la tribu — dije — . Escuchen mis palabras antes de que ustedes se vayan a descansar. Estas palabras no son mías, son de Mulungu Umulungulungu (el Dios Todopoderoso) que las escribe para ustedes y para mí. Estas son sus palabras: “Porque no fuisteis arrancados de la esclavitud del pecado con cosas perecederas como el dinero, sino que fuisteis comprados por la preciosa sangre de Cristo”.
Entonces les expliqué cómo el Hijo de Dios murió para pagar el precio para que seamos redimidos, llevados de nuevo a la libertad.
— Pero, Bwana — dijo uno de los más jóvenes en quien descubrí cierto grado de preparación — , ¿es que Dios reclama la sangre de su propio Hijo antes de perdonarnos a ti y a mí?
— Uh, uh — contesté, sacudiendo la cabeza — lo has entendido mal. Él es un Dios de amor que nos hace entender lo repugnante que es el pecado. Jesús mismo contó la historia. Había un gran Jefe, que por supuesto, en la historia representaba a Dios. Tenía una huerta grande plantada con muchos frutales y viñas. Puso un fuerte ibolulu (cerco) alrededor de ella y luego colocó un pozo, una casa y un depósito para la comida. Después mandó hombres para cuidar su huerta y cuando llegó el tiempo en que la fruta debía madurar, mandó a un siervo y dijo: “Tráeme el fruto de mi jardín”. Pero los hombres que cuidaban la huerta, tomaron al sirviente y lo echaron afuera.
— Yah. Si fuera cosa mía, tendrían bastantes problemas si hicieran eso con uno de mis hombres — dijo el jefe.
— El Jefe estaba triste — dije, asintiendo — . Mandó a otro mensajero que les dijo que el Jefe quería gustar de la fruta de su huerta. Pero antes de que pudiera hablar más, lo atacaron con lanzas y palos y lo trataron muy vergonzosamente.
— Yah, ahora es el momento de darle una lección a esos hombres — dijo el jefe.
— Jiih, pero resulta que el Jefe, con gran paciencia, mandó otros mensajeros. A algunos los golpearon, a otros los echaron del lugar y a otros los mataron. Pero al fin, el Jefe dijo: “¿Cómo puedo hacer para que estos hombres entiendan?”. Entonces dijo: “Mandaré a mi único Hijo. Cuando lo vean, sabrán que va en mi nombre, que es como si fuera yo mismo y entonces entenderán”. Pero estos hombres, todos ellos, cuando vieron llegar al Hijo del Jefe, dijeron: “Jeh, allí viene, el único Hijo del Jefe. Vamos, lo mataremos y así será nuestro el huerto”.
— Kah, a esos hombres hay que destruirlos, — dijo el jefe. — Son muy malos, Bwana.
 — Escuchen — dije, mirando al muchacho que había hablado antes — , ese es un cuadro del amor de Dios. Él ha dado a los hombres una oportunidad tras otra, hasta que, para hacer muy claro lo que él piensa del pecado, mandó a su Hijo que muriera voluntariamente para mostrarnos el peligro del pecado, no con ira, sino con amor, para que no nos olvidemos. Pero, escuchen esto, si no seguimos el camino de la vida y el amor, no nos equivoquemos: la ira del Dios Todopoderoso espera a aquellos que no van por la senda de amor que él prepara.
Aquella noche, mientras me acurrucaba en mis mantas en la parte trasera del auto, pensaba en la tremenda necesidad de aquella gente, que parecía no tener otra ayuda sino la nuestra y la de nuestro hospital.
A la mañana siguiente, seguimos viaje hasta que ver a lo lejos la aldea de Makali.
 — Jeh, Daudi, esa es la aldea de Simba — dije.
Nuestra recepción fue un contraste muy marcado con la de la noche anterior. Casi nadie venía buscando medicinas. Por medio de algunos muchachitos supe que había muchos enfermos en la aldea, pero se escaparon cuando vieron a algunos de los ancianos del lugar que pasaban de largo a nuestro lado, sin siquiera los saludos de rigor. Había un aire de hostilidad evidente.
Aquella tarde, estaba sentado fuera de la casi terminada casa de Simba tomando el té preparado por Perisi.
— Kumbe, Bwana — dijo Simba — hay problemas aquí. Mira, anoche murió el jefe, porque sólo tuvo la medicina del hechicero Dawa, que es pariente suyo. Y ahora, Bwana, fíjate, dicen que en tu visita anterior lanzaste un hechizo, porque tenías celo del otro brujo. Bwana, temo que habrá problemas.
— ¿Conoces a ese sujeto Dawa, Daudi? — pregunté mirando a mi enfermero.
— Kah, Bwana, lo conozco — dijo, y señalando con su mentón continuó — . Vive en las colinas más adelante. Gana mucho dinero cobrando vacas y ovejas, calabazas llenas de mijo y aun chelines. La gente le paga mucho por los encantos que hace y las medicinas que fabrica. Kah, Bwana, algunas de ellas son muy repugnantes. Jongo, Bwana, y le pagan por sus hechicerías. Habla con los espíritus y aun con el diablo mismo. Yah, Bwana, aquí ocurren cosas muy extrañas.
— Te creo, Daudi, la gente que trabaja con el diablo siempre hace cosas extrañas. Nunca hay un momento en que el diablo no está luchando contra la obra de Dios y si puede apartar a la gente de su lado, kumbe lo hace. Es un asunto muy misterioso y antinatural.
Daudi tembló esta vez, pero como para volvamos a la realidad, no lejos de la troje de maíz, junto a la que estábamos sentados alrededor del fuego, sonó el estridente rebuzno de un asno.
— Bwana, ese Dawa es un hombre pequeño — dijo Perisi, hablando por primera vez, — pero tiene ojos que parecen penetrar los tuyos. Cuando él manda, los hombres obedecen. Jiih, y anda por allí como un hombre que tiene conciencia de su poder sobre el resto de la gente.
— Yah, mira, Bwana,— dijo Simba, poniéndose de pie y tomando su nudoso bastón — , ha sido traído a esta aldea por las relaciones del jefe y será quien se oponga a nosotros en todo lo que intentemos hacer para Dios aquí. — Y con voz algo temblorosa, agregó — Bwana, han lanzado aquí un hechizo contra Perisi.
Hubo un largo y molesto silencio. El fuego se estaba apagando y Simba lo sacudió con su bastón para reavivarlo, y me contó de sus planes para la nueva casa.
— Bwana, será una casa mejor que cualquier otra que se haya construido en esta parte del país. No la he hecho como ellos, de trenzado de mimbres, palos y barro, sino con ladrillos secados al sol. Los hago durante una semana y durante una semana los dejo secar. Mientras un lote se seca, bueno, construyo con el otro lote; estos son los planos para mi casa. — Echó algo de leña chica en el fuego y comenzó a trazar un diseño en el suelo con la punta aguda del bastón — . Será una casa larga, con una sola puerta. Se abrirá en el cuarto del centro, donde se preparará y cocinará la comida. — Señaló a una habitación más grande, que aun no tenía techo. — Bwana, allí será donde dormiremos. Mira, sería muy raro que hubiera una habitación así en nuestro país. Fíjate que tiene ventanas. Las ventanas estarán cubiertas de tejido de alambre para que no entren los mosquitos.
— Jiih, dile a Bwana de tus planes para la ventana de la cocina — dijo Daudi.
— Habrá un agujero en esa pared — dijo Simba riéndose — que será una ventana. Tendremos tejido de alambre en esa ventana también la mayor parte del día, excepto cuando Perisi esté cerniendo la harina.
— Jeh, ¿y por qué no habrá tejido de alambre en ese momento? — pregunté.
— Bwana, porque el cernidor será también la ventana — se rió Simba — . Lo haré cuadrangular, justo como para llenar el agujero y cuando haya dejado de usarlo como cernidor, volverá a ser ventana para que no entren las moscas y los mosquitos.
— Jeh, ¿y cuál es el propósito del tercer cuarto que vas a construir?
Simba se rió y echo una mirada a Perisi. Ella sonrió.
— Bwana, ésa será la habitación de los niños — dijo ella — , el lugar donde demostraré a las madres cómo cuidar sus bebés. Mira, habrá un pote de agua en un rincón, herviremos y cubriremos el agua para que no le entre suciedad. Simba me hará un catre con ramas de la selva. Además, tendré una escoba con la que barreré la casa para mantenerla limpia. Yah, Bwana, la ventana estará cerrada con tejido de alambre para que no entren víboras ni insectos. Eso mostrará a la gente una nueva forma de vivir.
— Kah, es una buena idea — dijo Daudi — . Mucha gente vendrá y verá, pero, ¿para qué habrá una pieza de niños, si no hay niños en ella?
Perisi me miró desde el otro lado de la fogata. Sonrió y dijo:
— Jongo, nuestra esperanza es que antes que los días de Navidad hayan pasado habrá un niño en esa cuna.
Simba se sonreía de oreja a oreja.
— Yah, Bwana, ¿sabes? ¡Estamos contentos!
Entonces, allí sentados alrededor del fuego, pareció que por mutuo consentimiento inclinamos nuestros rostros y pedimos al Dios Todopoderoso que trajera su bendición a aquella nueva vida que iba a ocupar la nueva habitación en la nueva casa. Muy quedamente, Simba dijo: “Heya”, que en chigogo significa “Amén”, y se puso de pie.
— Bwana, veo que han de ocurrir cosas grandes en el lugar adonde vamos — dijo con su rostro brillante — . Esto nos abrirá un nuevo camino e imagino que mucha gente querrá seguir el camino de Dios. ¿Cómo puede ser de otra forma?
— Puedo entender que lo sientas así, Simba, porque, bueno, tú has escogido seguir el camino de Dios, que Él dice es angosto y difícil. No fue a un precio bajo que entendiste estas cosas.
Simba asintió y echó una mirada a su esposa. La mirada que se cruzó entre ellos tenía más contenido que muchos libros, y recordé el día en que su vida estuvo en la balanza y cuando una transfusión de sangre significó la diferencia entre la vida y la muerte.
Hojeé las páginas del Nuevo Testamento en chigogo y leí algunos versículos que habían sido traducidos al lenguaje cotidiano de aquella gente. Marque el lugar en la página con mi dedo.
— Fíjense, Dios está hablando a la gente por boca de Jesús. Está hablando de su reino en el cielo. Esto es lo que él dice de aquellos que andan por los caminos del mundo: “Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y muchos son los que entran por ella; porque estrecha es la puerta y angosto el camino que lleva a la vida y pocos son los que la hallan”.
 — Yah, ¿eso quiere decir que Dios no quiere que mucha gente entre en Su Reino? — dijo Simba.
— No, de ninguna manera, pero él ha dado a los hombres el derecho de elegir por sí mismos. Muchos eligen el camino ancho, que es muy suave pendiente abajo, más bien que el camino de Dios que va cuesta arriba, que requiere valentía y requiere obediencia a sus órdenes. Por eso es que hay tan pocos que le siguen. No te equivoques, Simba, esta nueva tarea tuya no va a ser fácil. Hay dos caminos que la gente puede seguir. Hay muchos que van por el camino ancho de la hechicería, la codicia, las borracheras, la pereza y el orgullo.
Volvió a hacerse un gran silencio, que de nuevo fue interrumpido por el rebuzno de un asno.
— Yah, fue un asno — dije riendo — que puso a un hombre en el buen camino en los días del profeta cuando...
Pero Daudi me interrumpió.
— Bwana — dijo con seriedad — , ese asno no canta así porque tenga alegría en el corazón; mira que algo le ha molestado. Hay algo o alguien cerca de aquí.
Echamos algunos leños al fuego y éste se avivó, pero no pudimos ver nada.
— Yah, Daudi, hay algo que anda mal contigo esta noche, quizá izuguni (el mosquito) te ha picado y te estás enfermando de paludismo.
— Ngo, hay algo cerca, algo raro — , dijo el africano.
Y mientras hablaba, la luna salió de detrás de las nubes. Recortando su silueta contra una quebrada de las colinas vi una figura que me llamó la atención. Saltó una llama en la fogata y a su luz vi a un africano a no más de veinte metros. Había un brillo frío, penetrante en sus ojos. La llama se apagó y la negra figura volvió a desaparecer en las tinieblas.
— Yah — dijo Daudi, casi en un suspiro — , Bwana, ese era Dawa, el hechicero.

4: Golpe Fatal

Sechelela asomó la cabeza por la puerta de la cocina del hospital.
— Jongo, Bwana, llegas a tiempo para oír las noticias.
— ¡Jiih! ¿Mellizos? — dijo Perisi, levantando las cejas.
— N’go, algo peor que eso — se rió Sechelela — , el cocinero está enfermo.
— ¿Esa es una mala noticia? He oído que muchos se enfermaron por causa de él — bromeó Perisi.
— Kumbe, hasta que no consigamos otro que tome su lugar, no habrá comida para el hospital — dijo la enfermera africana.
— ¿A quién sugieres, Sech? ¿Quién puede cocinar wugali (cereales) y no traer problemas con su lengua?
Sechelela frunció el ceño pensativamente y luego dijo:
— Bwana, esta Raheli, la viuda de Chamulomo. Hace poco que vino a Mvumi y se está hospedando con sus relaciones río abajo. Es una buena mujer y una buena cocinera. Su lengua es corta.
— Bueno, fíjate si la consigues.
Raheli era una buena persona. Hizo su trabajo con mucha eficiencia, sin traer problemas. Cocinar los grandes potes de barro llenos de cereales para los pacientes era una tarea ingrata. Implicaba pesar el grano, luego eliminar los rastrojos, moler el mijo y después cocinar grandes masas del cereal que es la dieta escogida para la gente de aquella parte de las llanuras centrales del África Oriental. Siempre fue motivo de asombro para mí que en nuestro hospital misionero pudiéramos alimentar, contentar y satisfacer a ochenta personas por día al costo de seis chelines, cuando una lata de queroseno llena de harina costaba un chelín.
Una mañana, Raheli se quemó la mano y mientras la vendaba, me contó que había venido de una aldea a unos treinta kilómetros, la aldea de la que originalmente había venido Majimbi. Sonrió al agradecerme, pensé que sería una verdadera ayuda para nosotros. Pero una mañana, Perisi vino y me dijo:
— Bwana, Raheli se niega a venir al hospital.
— ¿Por qué, Perisi?
Encogió los hombros. Yo sabía que cuando ella tomaba esa actitud lo mejor era no decir nada y esperar.
Raheli no vino a la iglesia. La extrañé en el grupo de mujeres conversadoras, que pasaban rumbo al hospital, en camino al pozo con sus calabazas en la cabeza y sus hijos en la espalda. Su ausencia era misteriosa, pero parecía que nadie quería decir una palabra. Sabía que tarde o temprano, con el necesario respaldo, llegaba a conocer toda la historia de cualquiera, de modo que me dispuse a esperar.
Decir que las cosas estaban agitadas hubiera sido decir poco.
Con un suspiro, escribí en el libro:
Mabwaji, Mellizas 12.15 M. y F. 3 kg. c/u.
Tabu 1.00 F. 3.700 kg.
Tatu, Hna. de Tabu 2.30 F. 4.300 kg.
Mbejele (1)20.15 M. Prematuro 1.400 kg.
Luego del (1) anoté tres líneas llenas de indicaciones médicas, que significaban cuatro horas de duro trabajo. Oí una voz que venía de la puerta:
— Bwana, el desayuno.
Miré el reloj. Eran las 10.00. Todavía estaba con la camisa del día anterior y mi mentón tenía una generosa capa de barba. Vi pasar a la anciana jefa de enfermeras. Habíamos trabajado juntos toda la noche.
— Sech, ¿te sientes como yo? — la llamé — . ¿Te agradaría una taza de té para hacer huir el cansancio?
Miró la tetera, con una sonrisa que brillaba en su viejo rostro.
— Sí, Bwana, con cinco cucharaditas de azúcar para mí.
Sorbió su taza de almíbar y resumió admirablemente mis sentimientos al decir:
— No me importaría todo este trabajo nocturno, Bwana, si solo tuviéramos que trabajar de noche.
Yo miraba por la ventana cuando vi pasar a Raheli. Parecía enferma. Era una hora muy poco usual para que una mujer fuese a buscar agua. Serví otra taza de té a mi anciana compañera.
— Sech, no hay nadie que nos escuche. Dime la historia de Raheli. ¿Por qué ha cambiado así? Ya no está feliz y anda sin rumbo.
Sechelela se puso de pie lentamente y comenzó por espiar a través de la puerta y luego por la ventana. Movió su taburete cerca de la mesa y en un susurro confidencial dijo:
— Bwana, es un asunto muy malo. Tú no puedes entenderlo, pues no eres africano.
— Dime, para que por lo menos sepa lo que pasa — le insistí.
— Bwana, no digas quién te lo contó.
Era evidente que estaba nerviosa. Bebió con avidez su tercera taza y entonces me contó la historia.
— Ocurrió así, Bwana. Mientras Raheli estaba cocinando para nosotros aquí, algunos extraños llegaron al pueblo en Mvumi. Venían de una aldea muy lejana. Eran parientes de Mijimbi: esa trae problemas. Uno de ellos vio a Raheli y dijo: “¡Ah, de modo que ella está allí!”. “Sí”, dijo la mujer, “Es que ... , Kah, ¿no lo sabes? El jefe ordenó que mataran a su madre. Es una bruja; lanza hechizos”. Encogió los hombros y la mujer se puso a hablar. Fueron hasta el pozo y mientras pesaban y trabajaban, una dijo a la otra: “Por cierto que ha habido muchas cosas trágicas ¿y no dejo nuestra vaca de dar leche de forma repentina?” “Yoh, ahora me doy cuenta”, dijo una segunda, “¿acaso nuestro ternero no se murió sin razón alguna?”. “Jiih”, dijo una tercera, “Y la cuñada de Raheli no perdió un hijito. Se enfermó, de repente. Lo llevaron al hechicero, le preparó medicina pero el bebé murió”.
Yo fruncí la nariz.
— Me imagino, Sech, que atiborraron a la pobre criatura con cereales, y luego le echaron grasa de cabra y hierbas venenosas en la garganta.
— Probablemente, Bwana — asintió la vieja africana — quizá ataron un encantamiento de piel de vaca alrededor de su cuello y esperaban curar así su gastroenteritis.
Retomó el hilo de la historia.
— Y entonces, junto al pozo, aquella tardecita, se acordaron de otras cosas. Un chico se había roto el brazo y uno de los pozos junto al río había comenzado a dar agua salada. Durante días anduvo dando vueltas la historia y entonces, cuando Raheli fue al pozo, encontró a las mujeres que la miraban desafiantes y huían de ella. Temían que les lanzara un hechizo. Nadie pensaba en caminar ni delante ni detrás de ella. Contaban historias de madres estériles, que echaban la culpa de su desgracia a Raheli. Decían: “Yoh, escondámonos; allí viene la hechicera”. Raheli les dijo: “Miren, yo no soy hechicera”, pero le escupieron. Insistió diciendo “Soy cristiana”, pero no surtió efecto. Bwana, las cosas que han traído miedo por generaciones están ligadas a nuestro corazón. Cuando fue a buscar leña a la selva, fue sola. Nadie quería trabajar con ella en la huerta. Bwana, Perisi y yo hemos ido de noche a consolarla, pero está agotada. Se morirá, Bwana, su corazón está pesado. Es la obra de Majimbi, sabe la historia de Raheli y trabaja con mucha astucia.
Al día siguiente, fui personalmente a la casa de Raheli.
— ¿Jodi? — pregunté, pero no hubo respuesta e insistí:
— ¿Jodi? (¿Se puede?).
Esta vez, se oyó un sonido ininteligible desde el ahumado interior. Entré y allí estaba Raheli envuelta en una tela negra sucia, echada en el suelo. Era un terrible contraste con la mujer que nos había ayudado tan hábilmente hasta hacía poco en el hospital. Había envejecido diez años en otros tantos días. Le hablé, pero se limitó a sacudir la cabeza. Le expliqué de Dios y de su poder, pero volvió a sacudir la cabeza. Al fin, con un sentimiento de absoluta incapacidad de ayudar, me levanté para irme.
A veces me pregunto si debí haber hecho lo que hice luego. Vi a una enfermera del hospital, vestida de negro, que venía furtivamente a la casa. No me vio, pero se deslizó, creyendo que no la notaba. Se puso en cuclillas delante de la mujer, que yacía sin movimiento en el suelo. De sus labios salieron palabras de ternura.
— Yo no tengo miedo de ti, mamacita — dijo — ; no te aflijas por las palabras necias de las mujeres.
Raheli sacudió la cabeza y con una voz neutra y sin emoción dijo:
— Estoy sola en el mundo, sola en la cocina, sola en la huerta, sola en mi casa. Mi corazón está solo, la familia de mi marido está espantada de mí. Mis hijos han sido enviados con los parientes. Estoy cansada de la vida. Quiero morirme.
— Pero, ¿no temes a lo que hay más allá? — dijo Perisi, que era quien había entrado furtivamente
— ¿Por qué voy a temer? — dijo la mujer, sacudiendo la cabeza.
— Pero, escucha — dijo Perisi, con voz firme — , ¡debería darte una sacudida! Deja que el Bwana te lleve a otra parte, al hospital misionero en Kilimatinde. Está a más de cien kilómetros de aquí — Raheli sacudió la cabeza rechazando la sugerencia.
— ¿Acaso las lenguas no son más largas que eso? ¿No vuelan las palabras como el polvo en el viento?
— Jongo, su Libro dice: “No se turbe vuestro corazón”.
— Mwaganu (mi hija), ansío estar con Dios — dijo Raheli puesta de pie — . No puedo soportar la vida como es ahora. Y no debes venir aquí, porque dirán que tú también eres una bruja, tú, cuya vida ha sido un sufrimiento desde la cuna, aun tú también tendrías que sufrir cosas indecibles.
Perisi dio involuntariamente un paso atrás.
— No tengo miedo al futuro. Mi vida está en las manos de mi Padre Dios.
Raheli prosiguió desatentamente en su voz monótona y débil.
— Mis días son pocos; tus días son muchos. Tráeme agua. — dijo, sentándose.
Pareció que el esfuerzo había sido demasiado para ella.
Perisi le alcanzó una calabaza llena de agua a la boca. Bebió ansiosamente. De pronto, oímos el ruido de alguien que cruzaba en las tinieblas y el estruendo de una horrible carcajada. Se me erizó la piel. Oí que Perisi emitió un extraño sonido; se echó la caperuza negra sobre la cabeza y salió por la puerta corriendo hacia la oscuridad.
Aquella noche, en casa, me senté escuchando por onda corta, desde Nueva York, una sinfonía de Beethoven, y cuando la apagué oí un extraño canto, el ruido de pies danzantes y, por encima de todo, un sonido fantasmal y quejumbroso. Los tambores se detuvieron y la noche quedó siniestramente silenciosa. Me pregunté qué significaba todo aquello.
A la mañana siguiente, me enteré que Raheli había muerto y una vez más acosé a Sechelela con té y preguntas. Pero esta vez también estuvo silenciosa. Sacudió la cabeza.
— Bwana, tú eres un europeo. Puedes hablar nuestro idioma y entendernos algo, pero ¿cómo puedes conocer nuestras chetu chigogo (costumbres chigogas), nuestra vida? Hay cosas demasiado oscuras para que las pueda captar la mente de un hombre blanco.
La vi caminar con lentitud, para volver a vigilar cómo se bañaba a los bebés y pensé en las tragedias que se escondían en aquellas chozas de barro que se tostaban en el brillante sol del África Ecuatorial.
En el ardiente sol del mediodía, vi a Majimbi que caminaba osadamente hacia el hospital, se detenía y luego escupía en la pared. Volvió a oírse la misma áspera carcajada de la noche anterior. Daudi hizo a un lado su tubo de ensayo y dijo:
— Yoh, Bwana, ciertamente esa mujer fastidiosa siente que se ha vengado por partida doble.

5: Del Desperdicio a La Alegría

 — Yah, yah, esa Majimbi es una mala persona — dijo Perisi.
— Jum, nhawule (¿qué pasa?) — pregunté sin levantar la vista del microscopio en el que estaba examinando una muestra de sangre de un bebé pues sospechaba una infección palúdica.
La voz de Perisi demostraba su indignación.
— Bwana, Wataga nwana ayu, makatye yono yali manyagala nyagala, ninga yali nwana swanu (Señor, han tirado a este niño. Dicen que “no es una persona”, que es un desperdicio, pero es hermoso).
Hizo los sonidos que las mujeres de todo el mundo hacen cuando tienen a un niño en brazos.
— Jongo — dijo Sechelela, con tal fuerza que su nieto, dormido en sus espaldas, sostenido por la cuna portátil, típica de esa región, abrió un ojo somnoliento, extrañado del curioso ruido que su abuela hacía — . Yoh, un desperdicio, fíjate, mira qué bebé, Bwana.
Lo miré. No era muy grande, quizá de dos kilos, era una niña y la niña tenía labio leporino.
— ¡Desperdicio! — dijo Perisi con gran desprecio, meciendo a la chiquita de un lado al otro y prosiguiendo con una gran variedad de ruidos maternales.
— ¡Jongo! ¿Y qué van a hacer con ella?
— Jiih, Bwana, tú ...  — Perisi sacudió la cabeza y luego al ver mi sonrisa, sonrió ella también.
— Kumbe, pensé que ibas a decir que esta pequeñita no tiene ningún valor — . La bebita hizo un ruido raro.
— Ya ves, no puede beber debidamente. Probé con una botella, no pudo tragar y casi se atora. La agarré por los pies, la sacudí y, bueno, Bwana, te la traje aquí. Si fuera sólo asunto de alimentar un bebé — sonrió feliz — , yo sé cómo se hace.
— Trae a la bebita aquí a la luz — dije.
Francamente, no me sentía muy feliz con la situación. Me imaginaba un paladar dividido todo a lo largo y me vinieron a la mente los cuadros de bebés alimentados por un tubo durante meses y meses, y yo bien sabía que solo tenía un tubo así en el hospital.
Perisi obligó a la pequeñita a abrir la boca apretándola suavemente con el dedo. Sin duda, el labio estaba partido, pero el paladar estaba íntegro, excepto un hoyuelo de poca importancia en la parte trasera.
— Jongo, hay una cosa que siempre debes recordar cuando examinas a un bebé — dije — . No importa mucho si es un varón, pero si es una mujer tiene muchísima importancia. Y si no lo haces bien, bueno ... Encogí los hombros y Perisi se puso muy seria.
— Bwana, quisiera que tuvieras más oportunidades de enseñarnos algunas cosas, pero siempre estás tan ocupado operando y mezclando medicinas y mirando por el microscopio y corriendo por todo Tanganica en tu auto, por todos los hospitales, que pocas veces nos puedes enseñar los detalles importantes.
— Este es un detalle importante, Perisi. Siempre debes mirar cuidadosamente la lengua de una nena al nacer.
— Yah, los hombres hablan igual que las mujeres — dijo Sechelela.
— Juh, siempre estás aguijoneando, Sech — dije, echando la cabeza para atrás y riendo — , siempre aguijoneando. Mira a esta personita. Su lengua no se mueve, pero me ocuparé de ella.
Una hora después, en la Sala de Atención de Niños, me dirigí a un grupo de diez enfermeras, con sus rostros negros contrastando con los uniformes y gorros blancos.
— Quiero que cada una de ustedes mire la lengua de esta bebita. Quiero que palpen su propia lengua con su mano derecha, que palpen debajo. ¿Se dan cuenta cómo está sujeta con una cortinita de carne?
Todos abrieron la boca, se metieron los dedos y movieron las cabezas asintiendo.
— Ahora, palpen la lengua de la bebita, pero no con la misma mano.
Lo hicieron cuidadosamente. Unas pocas gotas de anestesia fueron suficientes para asegurar que la pequeña criatura no sufriría ningún dolor y entonces hice una de las operaciones que más cabe en la clasificación de “menor”. Las enfermeras africanas se colocaron alrededor.
— Ahora la lengua se mueve — dije.
Un cuarto de hora después, Perisi, sentada en un banquito de madera, estaba alimentando a la chiquita con una botella. Una brillante sonrisa de la joven indicaba que mi intervención quirúrgica había tenido éxito.
— Yah, ya hemos salido de este problema — me dijo — , la bebita va a crecer. Yo misma la voy a cuidar. Fíjate, en la aldea que está a cinco kilómetros de aquí tienen los corazones tristes porque esta niña ya no existe, pero nosotros la alimentaremos y la haremos crecer y entonces, ¡qué alegría para la madre y, yah, qué confusión para esas viejas, Majimbi y sus cómplices, cuando les llevemos a esta niña como si viniera de entre los muertos!
— Pero, ¿cómo conseguiste esta bebita, Perisi? Espero que no la hayas robado o secuestrado.
— N’go, Bwana — dijo Perisi sacudiendo la cabeza — , la dejaron a la intemperie, en el rocío de la noche y han creído que se la llevó una hiena.
— Pero, ¿quién la tomó?
— Todo es culpa de la escuela misionera — sonrió Perisi — . Traen niños de las aldeas, les enseñan el cuidado de los bebés, los llevan al hospital. ¿Ves lo que están haciendo?
Miré por la ventana y allí estaban seis muchachas del Internado Femenino de la Misión en Mvumi, todas bañando bebés como debe hacerse.
— Allí ves a la joven Merabi — prosiguió — , la hermana menor de la madre de esta niña. Oyó las palabras de las viejas, oyó llorar a su hermana y entonces salió en silencio, envolvió a la chiquita en una manta y corrió por la oscuridad a mi casa.
— Pero, ¿y la madre de la infante?
— Yoh, Bwana, es un caso triste — dijo Perisi sacudiendo la cabeza — . Es la tercera esposa de un hombre que la golpea. Este es su cuarto niño y todos los otros han muerto. Cree que está hechizada y no hace sino quedarse en cama, indiferente a todo. Camina cojeando y es la burla de las demás mujeres de su casa.
Aquella bebita salió adelante. Fue alimentada religiosamente a las seis, diez, dos, seis y diez. Le controlamos el peso, la pusimos a dormir, no la mimamos demasiado, hicimos todo lo que se debía hacer, justamente en la forma en que se debía hacer. ¡Perisi era la que la atendía! Y entonces un día volví a operarla, esta vez para reparar el desagradable desgarramiento del labio leporino. El resultado fue considerablemente mejor de lo que yo había esperado. Diez días después le saqué las puntadas y Perisi observó el cambio.
— Mira, ¿no es hermosa? — dijo.
— Sigue — le dije sonriendo — . ¡Haz todo el cloqueo que te salga de la boca, como una gallina con su pollito!
— Yah, ¡no eres sino un hombre! — dijo Perisi indignada y luego sonrió — . Bwana, hoy será un gran día. Siento que mi piel es muy estrecha para toda la alegría que tengo dentro.
— ¿De qué se trata? — me reí.
— Bwana, Mavunde, la madre de la bebita, viene hoy al hospital. Está perdiendo peso, está enferma, está decaída, está desesperanzada, se quiere morir como Raheli.
— Jongo, por eso la traes al hospital — dije — . ¿Te parece que la podemos ayudar a morirse aquí?
— Yoh, ¿no te pondrás serio, Bwana?— dijo Perisi — . La causa de su pena es la pérdida de su hijita. No quiere remedios: quiere llenar el vacío de su vida ¡y ahora va a llenarlo!
Mavunde quedó esperando hasta que hube atendido todos los casos típicos de paludismo y fiebres, toses, resfríos, enfermedades oculares tropicales y toda la colección usual de pacientes. Entonces, entró calladamente en la habitación y se sentó.
— ¿Utamigweci? (¿De qué te quejas?) — le pregunté. Sacudió la cabeza.
— Bwana, no puedo dormir. No tengo ganas de comer. Me quiero morir.
— Jongo, ¿por qué?
— Tú no eres sino un hombre y no puedes entender — dijo sacudiendo la cabeza.
— Mavunde, quizá te pueda ayudar una vez que me lo expliques.
Dudó por un momento y entonces contó toda la triste historia de una esposa joven con un marido adulto, el dominio de las mujeres mayores y de hábitos fantasmales y trampas, la historia de la muerte de un bebé tras otro.
— Bwana, hace seis semanas ya que nació mi bebé. Me lo quitaron, decían que estaba muerto. No sé si era un varón o una niña. Lo único que sé es que su cara tenía una cicatriz y que era muy pequeño. Bwana, cuando iba a la escuela de la misión, les oía orar. Entonces me reía, pero en estos días he orado y Dios no me ha contestado.
— No basta orar. Primero debes unirte a la tribu de Dios, debes dar tu vida a él y entonces tendrás derecho a orar.
— Yo lo haría. Bwana, si viviera mi hijo.
— Ve y come con la gente del hospital, tus antiguos amigos de la escuela y luego te veré de nuevo a la tarde.
Fue una hora después que oí un chillido peculiar que hacen las mujeres africanas cuando están felices. Entraron a mi escritorio Perisi y Mavunde, una Mavunde muy diferente. Nadie dijo una palabra, pero había una mirada en sus ojos que valía por todo lo que hubiéramos hecho.
Al atardecer aquel día, Perisi me dijo:
— Bwana, ha sido un mes feliz. Mira, mi corazón tiene mucha alegría esta noche.
Y aunque yo no era sino un hombre, el mío sentía la misma alegría.
Mientras caminaba hacia el portón, Daudi salió corriendo.
— Bwana, he oído palabras de advertencia. Majimbi está muy enojada por el trabajo del hospital.
— Ah, ¿por la bebita del labio leporino? — Arqueé las cejas.
— Por eso, Bwana, y por el chico con neumonía y por el bebé que operamos y ...  — hizo una pausa — . Kah, Bwana, aquí ocurren demasiadas cosas en beneficio de los bebés. Le estamos haciendo sombra al trabajo de Majimbi y sus asistentes. Y es por ese motivo que están enojados.

6: Apartando La Cortina

Pasó una semana. Abrí la puerta de la sala de operaciones y cerré los ojos al salir a la brillante luz solar. Tenía la cabeza cubierta con un gorro de operaciones y tenía un barbijo en la boca. Un africano me saludó.
— Mbukwa, Bwana.
 — Mbukwa (buenos días)— respondí.
— Kah, Bwana, ¿por qué escondes tu cara de esa manera? — me dijo mirándome.
— Fíjate, cuando llevamos medicina a la gente y tenemos que ponerle cosas en su lugar en su interior, tapamos nuestras bocas de los gérmenes, unas cosas muy chiquitas, más chiquitas que cualquier otra. Nuestros ojos no pueden verlos, pero allí están y son más peligrosos que las hienas y los leopardos, las víboras o las arañas — mientras decía eso, le reconocí — . ¿No te acuerdas de esto o no fue tu chico el que necesitó nuestra ayuda el otro día? Sufría de grandes males internos y estaba muy enfermo.
Me saqué el barbijo y el gorro.
— Yah, mira, Bwana, tenemos mucha alegría en casa. He vuelto a mi aldea. Y ahora te he traído un regalo para el hospital.
Noté un ternero atado por las patas traseras en el rincón del patio de nuestro hospital.
— Bwana, tenemos mucha alegría en nuestra aldea y mi familia ha enviado a ngombe (una vaca) para que tengas algún provecho de tu trabajo.
— Jongo, no buscamos provecho de nuestro trabajo, pero apreciamos tu gentileza.
Del otro lado de la esquina del hospital, apareció su esposa con su hijo sobre la espalda, sonriendo feliz por sobre su hombro y haciendo los ruidos que hacen los bebés cuando están felices. Llamé al personal.
— Miren cómo tenemos alegría en el corazón. ¿Un niño ha recuperado la salud? Su papá está lleno de felicidad y su madre de alegría.
— Yah, Bwana, ¡de veras que tiene alegría! Mira, su corazón canta dentro de ella.
Pareció que el canto era contagioso, porque el ternero comenzó a mugir.
— Bwana, muchos de nosotros hemos dado una mano para ayudar al chico — dijo el padre — . Daudi preparó el remedio con cuidado. Yohanna fue quien sacó el agua del pozo con la que hicimos los remedios.
Yohanna, el aguatero, tenía un solo ojo, pero tenía una idea perfecta de su misión en la vida. Dijo:
— Sí, Bwana, he hecho quince viajes por día. ¿No es mi forma de decir “Gracias” a Dios porque me ha dejado un ojo que sirve?
Lo detuve a tiempo, porque conque sólo lo animáramos, Yohanna hubiera seguido hablando indefinidamente.
— Pero fue Perisi quien hizo la mayor parte para cuidarlo.
— Bwana, no te olvides que si no hubiéramos pedido la ayuda de Dios — dijo Sechelela — y vivido de acuerdo con el camino de Dios, el niño nunca se habría recobrado. No es costumbre de nuestra tribu que otra mujer cuide a un niño que no es de su familia.
— Es cierto, así es — dijo la mujer, sacudiendo la cabeza.
— Jongo, pero es el camino de Dios — prosiguió Sechelela y dándose vuelta hacia la madre — . ¿Entiendes ahora estas cosas?
— Jeya (sí), ¿no he hablado contigo muchas veces durante las horas de la noche? Y voy a hablar más con Perisi cuando ella venga a Makali, la aldea donde vivo.
— ¿Y yo voy a escuchar las palabras de las mujeres? — dijo el marido.
 — ¿Y no vive Simba, el cazador de leones en tu aldea? — dijo Daudi — . Está construyendo allí su kaya en estos días. Mañana vuelve Perisi a vivir allí.
— Jongo, ole chaherera (salimos para allá) — dijo el africano, tomando su lanza y su nudoso bastón. Daudi se me acercó y me murmuró al oído:
— Bwana, ¿qué vas a hacer con el ternero?
— ¿Qué te parece si lo guardamos aquí y para mirarlo todos los días? Es un buen alimento para los ojos.
Daudi me miró y sonrió.
— Bwana, entiendo los pensamientos de tu corazón. ¿No será que termine su carrera en una olla y salga de allí con una salsa muy espesa?
— Si, fíjate que este hombre se quede con su esposa y se divierta en la fiesta que tendremos. Festejemos con mucha alegría.
Detrás de mí, me llamó una voz muy aguda:
— Bwana, mwana yunji manghye (doctor, otro bebé, corre).
Me levanté de un salto, y vi la cara sonriente de Simba.
— Kah, ¡vaya contigo! Tú no eres un bebé: lo que pasa es que has olido la comida.
El africano se rió.
— Mi casa está bastante adelantada y ya Perisi puede vivir allí. He venido a buscarla.
— Swanu (bien) — repuse — . Esta será una comida de despedida.
Hubo una tremenda actividad en la cocina. Conseguí dos latas de queroseno llenas de mijo, especialmente para la fiesta. Costaba la gran suma de dos chelines cada una. El personal y los enfermos convalecientes se pusieron a trabajar y a preparar todo. Cocinaron grandes ollas de wugali — la versión nativa de potaje de cereales — y otras grandes ollas con diversos bocados que producían un delicioso aroma. Los chiquillos rondaban por el lugar y fruncían las narices como apreciándolo todo. A la puesta del sol, toda la fiesta estaba lista. Antes de que comenzáramos, me dirigí a todos.
— Miren, este amigo nuestro ha demostrado su gratitud de una manera muy práctica porque su chico está mejor. ¿Qué sería más atractivo para la nariz que este muhuzi (salsa)?
Se oyeron sonidos de aprecio y satisfacción.
— Y nosotros también, antes de nuestra fiesta, digamos gracias a Dios por su bondad para con nosotros — continué.
— Bwana, antes de que lo hagas — dijo la mujer que había estado tan deprimida poco antes — . Bwana, quiero contar a todos, ante mi marido aquí, que las palabras de Dios han quedado profundamente en mi corazón, he oído de su amor y ahora mi corazón canta de gratitud a él. Pues bien, yo viviré en sus caminos.
Cayó un silencio sobre la reunión y en ese silencio oré pidiendo que Dios nos bendijera a todos y nos diera corazones agradecidos. Después, nos dedicamos a la fiesta. Fue asombroso ver de qué manera desapareció. Alguien trajo un farol, lo colgó y la gente comenzó a cantar.
— Bwana, use mbera (te necesitan rápido) — dijo una voz.
— Yah, más bebés — dijo Sechelela.
Dos horas después, la vieja matrona africana, Perisi y Mwendwa, que iba a ocupar su lugar, estaban conmigo mirando el patio del hospital, que ahora estaba muy quieto. Tres grandes ollas de barro era todo lo que quedaba de la fiesta.

7: Ataque Con Veneno

 — Koh, Bwana — dijo la vieja Sechelela, revolviendo vigorosamente el azúcar en su taza — . Koh, hay un gran problema girando sobre nuestras cabezas. No sabríamos nada si no fuera por aquel chico.
Señaló con su mentón a un catre donde un recién nacido estaba protestando vigorosamente contra el mundo en general.
— Jongo, Sech — dije — , estás haciendo adivinanzas. Dime lo que quieres decir.
— Koh, durante cuatro amargas noches y días, Bwana, la vieja de la aldea hizo todo lo que pudo para la madre de ese niño, sin embargo, el niño no llegaba.
Moví la cabeza, asintiendo. Las palabras de la anciana africana presentaban un cuadro de desesperanzado dolor y desesperanzada ignorancia.
— Bwana, durante dos días — la anciana continuó — no dieron nada de beber a la madre, pero, bueno, en la oscuridad de la noche, alguien vino secretamente y le dio agua de una calabaza y le dijo que solo aquí, en nuestro hospital misionero, había esperanza y seguridad. Aun entonces Bwana, parecía que la llamaban las voces de sus antepasados. Pero no había de ser, porque Perisi se enteró de lo que pasaba y la visitó secretamente. Perisi le dio palabras de aliento y le habló del Dios que tiene interés en nuestras vidas. Entonces parece que mientras hablaban, una de las viejas se movió en el sueño y se despertó. Perisi se deslizó fuera de la casa, pero la vieja quedó con sospechas. Ndebeto, la madre del chico, oyó a la vieja diciendo muchas palabras aquella noche y al día siguiente.
Yoh, vino a nuestra aldea, ella que no es más que una recién casada”, decía la vieja, “para enseñarnos a nosotras, las más sabias, sobre cómo atender a los niños. Nos robará la confianza de las mujeres más jóvenes”.
Jeh”, dijo otra. “Así desaparecerá el camino de nuestra riqueza”.
Entonces una de ellas dijo: “Jeh, ¿es que ella tendrá niños que vivan? ¿Es que ha de mostrarnos un hijo propio y vivo y probará las palabras que ella habla de alimentar a un niño con leche y no con cereales? Vean, se le ha lanzado un hechizo y ella no llevará un hijo sobre sus espaldas”.
— Bwana, esas son las palabras que oyó Ndebeto — dijo Sechelela sacudiendo la cabeza.
— Yoh, pero entonces, ¿por qué vino aquí? — pregunté.
— Mira. Bwana, dijo muchas palabras al oído de su esposo. ¿Te acuerdas que su esposo fue salvado de la enfermedad que tú llamas neumonía con nuestras píldoras en el hospital? Y ahora estuvo de acuerdo en traerla aquí. Viajaron en la oscuridad de la noche y llegaron aquí tres horas antes del alba.
— Ejeh — dije — , y yo me levanté cuando la noche estaba muriendo y vine al hospital y maté una víbora por el camino.
— Eh, ih — dijo Sechelela — una víbora en el sendero es poca cosa cuando se piensa que aquel amanecer, por medio de tu trabajo, aquel niño nació sin problemas, y llegó justo a tiempo como para ver la salida del sol. Era un trabajo que sólo un médico podría hacer.
— Es verdad — respondí — , pero si tú no hubieras estado aquí, y los demás, y no hubiéramos tenido los remedios, ¿donde hubiéramos estado y dónde hubiera estado Ndebeto?
Sechelela sacudió suavemente la cabeza.
— Bwana, con seguridad que ahora ella estaría con sus antepasados. Habría llanto por toda la familia. Las viejas se sentarían alrededor del fuego y dirían que se había lanzado un hechizo contra ella.
— Y ahora, Ndebeto está bien y el bebé parece ir bien; escúchalo.
Sechelela sonrió.
— ¿Pero tú piensas, Sech, que Perisi estará en peligro? ¿Crees que en la aldea le harán algún daño a ella o a Simba?
— Quizá, Bwana, pondrán veneno en la comida, pero lo dudo. Mira, han lanzado muchos hechizos. Su vida será muy dura en estos días.
— Hay una cosa que podemos hacer para protegerlos, Sech.
Levantó sus cejas interrogativamente.
— Hace muchos, muchos años hubo uno de los maestros de Dios, llamado Eliseo, que vivió en los días de un jefe muy malo. Este jefe estaba muy enojado porque cada vez que planeaba algo malo, el maestro lo sabía. Dios se lo decía. Entonces planeó matar al maestro. Mandó a sus soldados, a muchos de ellos, fuertemente armados, que llegaron de noche y rodearon la ciudad en la colina donde estaba.
Pues bien, a la mañana, el criado del maestro, un joven, se despertó muy temprano y al salir el sol vio los escudos y las lanzas de los soldados alrededor de la aldea. Estaba espantado. Dijo: “¿Qué vamos a hacer? ¡Oh, maestro!” Pero Eliseo dijo a Dios: “Oh Gran Señor, abre sus ojos.” Y fue como si una niebla saliera de delante de los ojos del joven y él vio, detrás de los soldados del perverso jefe, que toda la montaña estaba llena de hombres a caballo, soldados muy fuertes, un ejército del cielo enviado allí por Dios para proteger a Eliseo que era el siervo de Dios. Entonces el gran maestro, dijo: “Mira, no tenemos qué temer. Son más los que están con nosotros que contra nosotros.”
— Jeh, jeh, Bwana, y Eliseo se salvó — comentó la anciana.
~ ~ ~
— Tijeras, Sech, ¿dónde está mi mejor par, las número uno?
— Yoh, vi a Elisabeth con las tijeras para cortarse el cabello con ellas, de modo que las escondí bajo mi cama entre algunas cáscaras de maní.
— ¿Me las traes, Sech?
— Mira, Bwana, recién he comenzado a bañar a estos bebés y las enfermeras tendrán una tarde especial después de jugar al basketball en la escuela.
Salí de la sala de cuna pensando en mis mejores tijeras de cirugía cuando vino Daudi.
— Bwana, he visto a Majimbi salir del dormitorio de las enfermeras.
— Koh, Daudi, esa mujer está llena de artimañas. Demos un vistazo.
Casi esperaba encontrar una víbora o un fuego ardiendo, pero no había señal de nada malo. Cuando miré bajo la cama de una enfermera encontré una pila de cáscaras y enseguida recordé las tijeras y miré a Daudi.
— ¡Elisabeth se iba a cortar el cabello con nuestras mejores tijeras!
— Yoh, está buscándose problemas — dijo el enfermero.
— Y se las consiguió cuando Sech la vio — dije.
 — ¿Y dónde las escondió la abuela del hospital, Bwana?
 — En una canasta de maníes — dije, riendo — , ven y ayúdame a encontrarlas.
El rincón apartado para Sechelela no tenía puerta sino una cortina de tela de algodón, nueva y estampada. Al entrar a la habitación, el borde de género se endureció debajo de mi mano. Con cuidado, la palpé y entonces con un gruñido de sorpresa, rasgué el borde con un cortaplumas. Tres hojitas de afeitar oxidadas cayeron al suelo. Estaban empapadas de grasa negra.
— A fe mía, Daudi, que esto es peligroso. Cualquiera podría haberse cortado muy feo.
Levanté muy cuidadosamente las hojitas melladas y las coloqué en una caja de fósforos (cerillos). Apenas me la había puesto en el bolsillo cuando Sechelela llamó a la puerta preguntando:
— ¿Jodi? (¿Se puede?).
— Karibu (adelante) — respondí. Apartó la cortina y no pude dejar de notar cómo su mano se cerró fuertemente sobre el borde donde unos pocos minutos antes, habían estado escondidas aquellas agudas hojas de acero, que ahora descansaban en mi bolsillo.
— Sech, ¿siempre aprietas la cortina de esa manera cuando entras?
Me sonrió y su rostro fue muy espontáneo.
— Nunca me fijé, Bwana. Si, cuando lo pienso, tengo esa costumbre.
¡Daudi levantó las cejas sin comentario!
Aquella noche, tarde, con tubos de ensayo, recipientes y diversos frascos de productos químicos conmigo, analicé el filo de una de las navajitas. Observé el contenido del recipiente hirviendo alegremente sobre el mechero.
— Oh, Daudi, ¿dónde pusiste las otras hojitas?
— Están seguras, Bwana. Las dejé en la caja de fósforos, bien arriba del aparador de mi casa.
— ¿Tus hijos no pueden tomarlas?
— Oh no, Bwana, están muy altas. Tuve que pararme en una silla que había colocado sobre un tanque de petróleo para alcanzar la parte de arriba.
Hice decantar un poco de fluido y silbé muy suavemente.
— Tienes razón, Daudi, esto es veneno. Probablemente una droga que llamamos strophantus. Provoca una especie de colapso en el corazón y todo se acaba.
— Yo pensé en algo así, Bwana, pero ¿cómo lo vas a probar?
— Sechelela estuvo a punto de demostrarlo hoy.
Alrededor de una semana después, un paciente llegó de una tribu extraña y trajo con él un diminuto mono, que era nuestro espanto, pero la alegría del chiquillo cuya vida estaba en juego. Sansón tenía terror de que el animalejo se metiera entre las botellas del dispensario. Ya había causado no poco daño en las ollas de la cocina de las enfermeras, de modo que estábamos preparados cuando oímos una conmoción afuera. Pero no tanto como para lo que vimos. El animalito estaba echado en el suelo, rodeado por la acostumbrada selección de pacientes y chiquillos. Sus miembros se movían convulsivamente y la palma de su mano estaba rasgada, como si se hubiera cortado con una de las navajitas que Daudi había escondido con tanto cuidado.
Un chico se adelantó para levantar la hojita. Yo pegué un salto.
— ¡No toques eso! ¡Tiene la muerte dentro!
El grupo se echó rápidamente hacia atrás. El animalito tuvo un temblor y murió. Con unas pinzas, levanté las hojitas y las llevé de allí. Daudi llamó a Sechelela y le señaló al animal muerto. Le enseñe la prueba que yo había hecho.
— Sechelela, hay gente que te quiere matar con veneno.
— Sí, Bwana — dijo ella, moviendo la cabeza en tranquilo asentimiento — , pienso que ello puede ocurrir, pero, Bwana, ¿no te acuerdas que Eliseo se salvó? ¿No estaba su vida en las manos de Dios y no lo está la mía?

8: Progreso Y Retroceso

Todo andaba tranquilo en el hospital. Al nzogolo (el primer canto del gallo), habíamos salido de safari hacia Makali y habíamos llegado hasta la cumbre de una colina desde donde se veía la aldea. Era una vista magnífica. Daudi y yo nos detuvimos allí, en la temprana mañana, mirando hacia el este, por sobre las colinas que se veían de color café primero y azul pálido después en la distancia. Muy lejos en el horizonte, a ciento cincuenta kilómetros, podía ver el pálido contorno de los montes Uluguru, desde cuyos picos podía verse el Océano Índico.
Daudi y yo habíamos comenzado a caminar hacia la cima de un pico con cumbre de granito que estaba por sobre las llanuras de Tanganica Central. Con no poca dificultad, trepamos por la ladera granítica para tener acceso a la magnífica vista.
— Yah, este lugar es como para comenzar un hospital de aldea, el lugar para comenzar un trabajo para Dios — dijo el enfermero — . Piensa en un pequeño hospital, Bwana, y en una escuela y entre ambos, una iglesia, donde mucha gente venga para remendar sus cuerpos e iluminar sus mentes, para que, por medio de las dos cosas, la luz llegue a sus almas.
Mientras estaba allí, pensé en los días en que H. M. Stanley había viajado a través del mismo valle y sólo había encontrado hostilidad de parte de los antepasados de la misma gente con quien nosotros trabajábamos ahora. Cuando él había pasado por allí había enfrentado el peligro de lanzas y reclamos de dinero para dejarlo seguir libremente. Pero ahora había líderes entre las tribus, como Daudi y Simba, hombres que estaban ansiosos por dirigir la ayuda a su propio pueblo. Saqué de mi bolsillo un viejo pedacito de papel doblado que había una página comida por las hormigas, del libro de Stanley: “Por lo más negro del África”. Leí una frase o dos.
— Escucha, Daudi, esto es lo que el gran pionero, Bwana Stanley, dijo sobre este país, que estamos mirando: “Este es un país de agua mala, miríadas de insectos, que irritan hasta casi volver loca a la gente, fermentos de problemas y preocupaciones y de sabandijas molestas para cualquier viajero que entra al país. En ninguna parte, los nativos saben tan bien cómo ser desagradables a los viajeros. Pareciera que en alguna parte de Ugogo hubiera una escuela que enseña cómo ser suspicaz y fastidioso para la gente”.
Daudi echó la cabeza hacia atrás y se rió.
— Jah, Bwana, Stanley conocía poco a nuestro pueblo. Jeh, pero seguramente no conocía dónde están los pozos buenos. Claro, no tenía gente quien lo ayudara como tú tienes hoy.
Miramos a las aldeas esparcidas aquí y allá por sobre una vasta área. Entonces Daudi me hizo ver al otro lado de la colina.
— Bwana, allí hay algo que no has visto antes.
Cuando miré, mi corazón dio un vuelco. En un orificio de la colina, había un viejo edificio, evidentemente construido por un europeo. Tenía un techo derruido, de estaño, y grandes agujeros en las paredes.
Detrás, se veían arboledas de mango y una muralla circular de piedra, que parecía un pozo. Aun más lejos había una choza, de construcción nativa, con paredes de barro, techo de paja, derrumbado hacia adentro, con una cruz inclinada en un ángulo curioso por encima de todo.
— Jongo, ¿qué es este lugar, Daudi?
— Ven a ver, Bwana.
Bajamos por la colina. Sentí tristeza al ver aquellas ruinas, un monumento a una de las tragedias del servicio misionero. Las maldades del hechicero y la falta de personal europeo habían terminado en el abandono de esta posición de avanzada. Llegamos primero al templo destruido. Miré mudo a la cruz, comida por las hormigas y al hierro deteriorado del techo. Agaché la cabeza y caminé dentro del edificio y choqué de frente con un desagradable murciélago, uno de los muchos que aleteaban por la semioscuridad del lugar. Rápidamente salí de aquel lugar.
— Yah, éste no es un lindo lugar.
— Bwana, éste es el lugar donde Simba piensa trabajar. Mira, allí hay un pozo.
Fuimos hasta el lugar donde estaban los árboles de mango y miramos el pozo. Sentimos un olor nauseabundo y pesado. Cruzamos hasta la vieja casa. Era un desastre. Los pisos habían sido destruidos en su mayor parte por las hormigas blancas, el cielo raso caído y por varias partes pasaba la luz del sol. Salí del lugar con el corazón tan pesado como nunca lo había sentido en África, para encontrarme en la puerta con el rostro sonriente de Simba.
— Bwana, éste es el lugar para comenzar una iglesia — dijo — . Este es el lugar para construir una escuela. Yah hay un pozo allí. Podemos usar muchas de las piedras de esta casa para nuestros cimientos. Mira, podemos reparar la iglesia. Las paredes están buenas. Con algo más de hierro para el techo, tendremos todo lo necesario.
— Pero el templo es una ruina, Simba. Hay hormigas blancas por todas partes y el lugar está lleno de murciélagos. Fíjate que el pozo está lleno de barro y el lugar huele mal. No hay ninguna alegría ni comodidad en la casa. Fíjate si no parece un esqueleto de alguien que debería estar vivo y sonriente.
Simba sacudió la cabeza.
— Bwana, no deberías mirarla de esa manera. Las cosas serán distintas. El pozo está lleno de barro y basura, pero yo lo excavaré y usaré el barro y los residuos para hacer ladrillos.
— Kumbe, ni siquiera entonces será buena el agua — , dije, sintiéndome aún un poco inseguro.
— Bwana, el agua será bastante buena como para hacer más ladrillos — dijo Perisi que tenía sobre la cabeza una calabaza de agua que acababa de traer del pozo — y cuando Simba haya usado bastante agua y barro para hacer muchos ladrillos, bueno, el agua será entonces dulce y clara.
— Jongo, Perisi — dije — , veo que tienen bien pensadas las cosas. Me hace acordar a las palabras muy ciertas del rey David cuando dijo: “Feliz es el hombre cuya fuerza está en Dios y en cuyo corazón están los caminos de Sión. Aquel, que pasando por el valle del llanto, lo usa por fuente”. Jeh, ¿no lo ves? En vez de andar lloriqueando, dice: “Quizá este sea un lugar perverso y lleno de cosas malas, pero, mira, aquí hay agua, me detendré y llenaré mi botella de agua” y de esa manera cuando llega a los secadales, tiene agua.
— Jiih, eso es lo que quiero hacer — dijo Simba — . Habrá muchos problemas de parte del hechicero, del jefe de la tribu. Pero, Bwana, trabajaremos entre los chicos y entre los más jóvenes y, bien, así surgirán los que conocerán a Dios. Ese es nuestro trabajo.
Descendimos hacia la aldea. Frente de nosotros estaba una típica casa africana, con sus paredes de barro y su techo de barro, construida en un espacio limpio con su corral en el centro. Mirando por la abertura que llevaba al lugar donde los animales estaban echados, vimos una piel estaqueada, una piel que había sido rasgada.
— Yah, no cuidan mucho sus pieles aquí — dije.
— Kumbe, eso tiene una historia, Bwana.— dijo Simba — . Sólo fue hace dos días, cuando a esta hora del día, la mujer que vive en la casa salió por la puerta y se encontró con cuatro leones rasgando la piel. Yah, Bwana, corrió hacia adentro y gritó con todas sus fuerzas, pero los leones no le hicieron caso, destrozaron la piel y entonces aparecieron los hombres con lanzas y los leones volvieron a la selva. Este es un lugar de muchos animales.
De alguna parte dentro de aquella casa vino una quejosa voz de un niño dolorido. Simba fue hasta la puerta y dijo:
— ¿Jodi? (¿Se puede?)
Un minuto después, sacaron a un muchachito, con su cara arrugada y llorosa y su mano sobre su oído izquierdo.
 — Wusungu wuwaha (gran dolor) — hablando a su madre, dije: — Déjalo venir con nosotros al auto. Tenemos remedios que lo ayudaran.
Esperaba una gran shauri (discusión), pero ella dijo:
— De acuerdo, Bwana, ¿Recuerdas que me dista medicina que me alivió mucho cuando tenía tos?
El chico salió caminando de la mano de Perisi, contándome cómo el dolor lo tenía despierto noche tras noche. Suavemente, miré en su oído. Tenía un absceso. Pues bien, al aire libre, en el calor del sol centroafricano, rodeado por una considerable muchedumbre de moscas, no es lo que yo considero como una sala ideal de operaciones. Pero, al lado del auto, con el muchachito echado sobre una manta, practiqué una pequeña operación. Una gota o dos de cloroformo y el muchachito quedó dormido. Terminé el trabajo y le puse una larga venda blanca alrededor de la cabeza. Un momento después, cuando recobró el conocimiento, levantó la mano, y se palpó el oído.
— Yah, Bwana, no se queja más — . Sonrió. Debe haber sido la primera sonrisa en varios días.
Le di varias píldoras para tomar y le expliqué que debía volver de nuevo aquella tarde.
— Eh, Bwana,— dijo — , lo haré.
Un pedacito de azúcar también fue de ayuda.
~ ~ ~
Simba se puso a trabajar aquella mañana sacando barro del pozo y haciendo ladrillos. Unos ciento cincuenta quedaron secándose al sol de la tarde. Con un gruñido de satisfacción, Simba se irguió y dijo:
— Bwana, esto es trabajo. Pero podré empezar mi edificación en unos pocos días.
Aquella noche, yo no podía dormir. A medianoche, me levanté de la cama y me asomé afuera. Miré hacia el trabajo de los ladrillos de Simba junto al pozo. Mientras observaba, una sombra pareció moverse entre las demás, entre los árboles de mango, y vi a un hombre pequeño y robusto que caminaba intencionadamente a lo largo de los ladrillos que Simba había hecho quebrándolos con los pies. Aun a la distancia, pude reconocer a Dawa, el hechicero.

9: Mala Tarea Para Los Pies

Sobre una piedra plana se posó un gran lagarto gris, con su garganta latiendo. En la luz solar de la temprana mañana africana, su sombra parecía enorme al reflejarse sobre la arruinada pared de ladrillos de la casa. Miré hacia el pozo y pude ver lo que debió haber sido una ordenada serie de hileras de ladrillos hechos el día anterior. Ahora no eran sino una masa aplastada de barro. En el matorral, encima de mí, sobre la colina, un pájaro hizo su característico susurro, “ndudududu”.
Como si fuera una respuesta, se oyó otro “ndudududu”.
Antes de que pudiera comenzar cualquier conjetura sobre el tema de la música de los pájaros, oí detrás una profunda voz.
— Mbukwa Bwana, la voz del ave ndudumizi nos dice que las lluvias están cerca.
Miré hacia atrás para ver el rostro sonriente de Simba, frunció los labios y repitió el llamado del ave: “Ndudududu”.
 — Yah, Bwana, ¡qué mañana! Mira que es un día de alegría.
Señalé hacia abajo, donde estaba el fruto arruinado de su duro trabajo del día anterior.
— Quizá tu alegría no dure mucho cuando veas aquello.
— Kah — dijo Simba — es el segundo día que mi trabajo ha sido arruinado. Yah, esta es la obra de alguien que quiere hacernos mal.
Directamente sobre él volvió a sonar el canto del ave ndudumizi, giré para ver al pajarito, limpiándose las plumas, mientras se apoyaba en las espinas de un gran cactus.
Mientras miraba, de repente me vino una idea y me reí.
— Kumbe, Simba, ¿es cierto que los ladrillos blancos son suaves para los pies?
— Jiih, es cierto, Bwana — dijo el cazador africano — y si este es el trabajo de Dawa, sus pies no tienen nada que temer de mis ladrillos. No tienen piedras, son totalmente de tierra cuidadosamente amasada.
Y entonces siguió mi mirada hacia el cactus. Lo miró por un momento y de repente estalló en una risa.
— ¡Jiih! — dijo. Y aquello fue suficiente para el lagarto. Se deslizó rápidamente buscando un lugar seguro bajo un arbusto de sisal. Simba se golpeó las manos, hizo girar los ojos y volvió a lanzar una carcajada.
— Jiih, ya lo veo. Me estás sugiriendo que hagamos una partida de ladrillos y les pongamos espinas en algunos, bien cubiertos con el barro.
— Eso es — asentí — . Esto debería hacerlo sonreír.
— A ver, Bwana, que pasará cuando esta noche camine sobre mis ladrillos. ¿Te parece que descubrirá el secreto de la broma?
Se palmeó con gusto el pecho.
— Jiih, es una buena estratagema — dije.
Doblando la esquina de la casa, apareció el rostro de un muchacho africano. Simba lo vio enseguida.
— Kah, Bwana, me había olvidado. Te he traído hoy un niño que tiene un gran problema. Mira, una piel de ésas debe picar mucho.
El muchacho estaba totalmente vestido con un miserable y pequeño harapo que me hizo sentir picazón sólo de verlo. Su cuerpo estaba cubierto de llagas y parecía que sus dedos buscaban automáticamente dónde rascar. Lo examiné cuidadosamente y giré hacia Daudi que había llegado con una caja de remedios y vendas.
— Sarna, más una infección. Una mala mezcla, pero quedará limpio en un día o dos, especialmente si es buena la nueva medicina. Báñalo, Daudi, y entonces lo pintaremos.
El baño consistió de media lata de queroseno de agua tibia, una lata vacía de leche condensada y un pan de jabón con ácido fénico. Quité el corcho a una botella de fluido lechoso y cortando una serie de palitos del largo de un lápiz y del grosor de un fósforo, los transformé en hisopos colocando algo de lana en un extremo y enroscándolo fuertemente. En pocos minutos tenía una pila de ellos a mi lado. El africanito estaba echado en la tibia luz solar. Puse varios de mis hisopos en el preparado y me volví hacia él. Iba a pintarlo por todos los lugares donde tenía la irritación.
— Yah, Bwana, eso será doloroso.
— Uh, uh,— dije sacudiendo la cabeza — no será nada de eso.
— Yah, Bwana, pero yo tengo miedo.
— No hay necesidad de tener miedo; no habrá ningún dolor.
El chico se acomodó y apretó los dientes. Le pinte un brazo con el preparado.
— Yah, no duele más que si fuera leche — dijo.
— ¡Por supuesto! ¿Puedo seguir pintando?
— ¡Jiih, Bwana!
Al poco rato, estaba cubierto de la cabeza a los pies con el preparado que era mortal para el laborioso bichito que le perforaba la piel y que pica, pica y pica.
Apenas había terminado, cuando Daudi apareció con la lata de leche condensada. De su interior, sacó el sucio harapo que había usado el muchacho.
— Bwana, las instrucciones dicen que toda ropa debe ser hervida cuando la gente tiene sarna. Yo he hervido esta ropa.
Había una sonrisa en la cara del enfermero. El harapo fue puesto a secar. El muchacho fue a levantarlo.
— Espera un minuto — dije — , sólo te hemos puesto la mitad de la pintura.
— Yah, esta medicina sí picará — dijo.
Tomé una mezcla violeta brillante de la segunda botella y la esparcí sobre su cuerpo. Tomó el color más curioso, pero una vez más sintió total confianza cuando descubrió que esa medicina no lo lastimaba tampoco.
— Kah, Bwana,— dijo — te creo. Veo que tu camino es bueno.
— Jeh, si el Bwana dice algo, es verdad — dijo Simba — .
Éste ya había ido al pozo y estaba ocupado haciendo una gran pila de barro para convertirlo en más ladrillos y reponer los que se habían echado a perder la noche anterior. Durante el procedimiento, repentinamente estalló en un ¡Jiiiih! de risa.
Fue a un lugar donde sólo se le podía ver desde donde estábamos nosotros, y, con su cuchillo de caza, cortó una serie de espinas, de muy interesante aspecto, de por lo menos cuatro centímetros. Reunió una cantidad, como para colocarlas de tal forma que de cualquier manera que las pisaran, se clavarían. Parecían grandes trozos de alambre de púas. Luego puso algo del barro en los moldes y cuidadosamente metió dentro un manojo de espinas. Suavizó cuidadosamente la parte superior, se dio vuelta y me miró con una gran sonrisa en el rostro.
Había venido mucha gente en busca de remedios, de modo que Daudi y yo procedimos a atenderlos. Algunos tenían tos o resfrío, otros úlceras y algunos necesitaban una operación de cataratas que debíamos hacer más adelante en el hospital. Luego comenzamos a hablarles de Dios.
— Bwana, ¿cómo podemos entender de alguien a quien nunca hemos visto? — dijo un viejo.
— Kah, ¿alguna vez has visto al rey Jorge?
— N’go — respondieron.
— Y bueno, ¿eso te impide participar en una fiesta el día de su cumpleaños y comer la vaca que te ha dado el jefe? ¿Acaso dices: “No comeré de esta fiesta ni participaré de esta carne porque nunca he visto al rey Jorge”?
— N’go — dijeron.
— Muy bien, necesitan tener fe.
— Kah, ¿qué es esa palabra? — dijo uno de los hombres.
— ¿Qué quiere decir?
— Significa tener confianza en una persona, creyendo en lo que sabes de él, que él no te decepcionará — . Simba estaba de pie detrás del grupo — . Simba, trae al muchacho a quien di la medicina esta mañana. Ponlo sobre ese muro. Con la ayuda del cazador, el chico se trepó sobre el muro y se quedó allí tratando de mantener el equilibrio. Le sonreí.
— Entre tú y yo hay ahora un gran espacio. Si tú saltaras a mis brazos y yo te dejara caer, te lastimarías muy seriamente.
— Kah, pero, Bwana,— dijo el chico — tú no harías eso. No me lastimaste esta mañana con la medicina. No me dejarías caer.
— Jongo, si lo crees, salta.
Y saltó. Lo tomé aunque casi caí de espaldas porque no era poco su peso.
— Yah, Bwana, confiaba en ti y no me fallaste — dijo el muchacho, cuando finalmente lo puse sobre sus pies.
— Bueno, eso es fe — dije a la gente.
— Jiih, Bwana, eso es algo que podemos entender.
Aquella tarde, vi a Simba que preparaba su última hilera de ladrillos del día.
— Simba, ¿tienes fe en que el sol te secará esos ladrillos?
— Por supuesto, Bwana, sé que será así. El sol siempre lo hace.
— Muy bien, ten fe en Dios de la misma manera y mientras tratamos de construir en esta ciudad un lugar de testimonio para él, ten fe en él, pase lo que pase, por mala que sea.
Simba asintió con un movimiento de cabeza.
— Bwana, me pregunto qué ocurrirá esta noche. En muchos de estos ladrillos, he clavado espinas. Parecen suaves por fuera, pero dentro, ¡yah!...
Nos sentamos alrededor del fuego para nuestra comida del atardecer. Cuando llegó la hora de acostarnos, hicimos como si nos hubiésemos ido a dormir, pero nos quedamos en un rincón, muy quietos para ver lo que pasaría. Y desde detrás del mosquitero teníamos una excelente vista del lugar donde se estaban secando los ladrillos de Simba. Pasamos unas dos horas sentados incómodos en banquitos de tres patas, conversando en voz muy baja. En la pálida luz de la luna veíamos los árboles de mango y las ordenadas hileras de ladrillos. Por fuera de nuestra defensa, los mosquitos zumbaban provocativos, cuando, de pronto, de las sombras salió silenciosamente una figura, un hombrecito de anchas espaldas. Simba me tocó el hombro con entusiasmo y expectativa.
— Bwana — murmuró y todo su cuerpo se sacudió de silenciosa risa.
— Kah, este es el momento de vigilar sus pasos. ¡Míralo! — susurró Daudi.
Con estudiado empeño, el hechicero comenzó a pisotear cada ladrillo. Nosotros estábamos a la expectativa de lo que iba a ocurrir. De repente, un grito de agonía sonó claramente en el aire tranquilo de la noche, seguido de un penetrante alarido y entonces la rechoncha figura, moviéndose con increíble rapidez, cruzó por el terreno vacío hasta el pozo, pasó más allá de los mangos y desapareció en las sombras que llevaban a la aldea africana. Y a medida que corría se oía cada vez más débil el grito de alarma de la tribu: “¡Iiiiiiiiih!”.
Simba dejó escapar risa que ya no podía contener.
— Bwana, yeh, ¿alguna vez ha habido una noche mejor que esta? ¡Keh!
Se palmeó el pecho.
En ese momento apareció Perisi.
— Kah, mientras tú te ríes — dijo — yo tengo mucho temor en mi corazón. No conoces a Dawa. Es un hombre que te devolverá el golpe.

10: Muertes De Tipos Distintos

A la mañana siguiente, temprano, vi a Daudi que venía de la aldea. Sonreía malévolamente.
— Kah, Bwana, Dawa hoy anda cojeando. Tiene sandalias en los pies y su ira es muy grande. Lo vi cuando bajé para conseguir una calabaza llena de leche en la aldea. Cuando me miró, Bwana, sus ojos ardían como carbones ardiendo en el fuego.
— ¿Conseguiste la leche, Daudi?
— N’go, Bwana, aun no habían terminado de ordeñar las vacas. La traeré después. Me volví hacia donde Simba estaba trabajando, recogiendo en el camino dos barras de hierro y un martillo de ocho kilos del depósito del auto. Entre los interesados espectadores, había varios muchachitos. Los reconocí como pacientes míos. Una semana antes, ninguno de esos chicos se me hubiera acercado, pero ahora eran fieles amigos. Este cambio se había producido por haber arrancado un diente doloroso, por atender un absceso o una úlcera, por dar un remedio que detenía el paludismo.
— Kah, Bwana — dijo uno de ellos — ¿qué vas a hacer hoy?
— Vamos a la punta de la colina para encontrar una piedra grande que podamos hacer rodar y quizá al rodar se rompa. Vean, vamos a construir un lugar donde puedan entregarse remedios y donde se pueda sanar a la gente enferma. Construiremos un hospital que no será arrastrado por la lluvia, porque, fíjense, lo construiremos con piedras y le pondremos un fundamento que será perdurable — dije.
Colina arriba marchó la tropa. Quizá a doscientos metros encontramos una gran piedra que parecía pesar varias toneladas.
— Yah, si ésta empieza a rodar, Bwana — dijo Simba — , irá con gran velocidad y al bajar empujará otras piedras y se romperán y ahorraremos mucho trabajo. Removimos la tierra floja debajo de la roca. Pusimos las barretas en su lugar, todo el mundo empujó y empujó, muchos de los chiquillos echados sobre la espalda y empujando con los pies. Se movió un poco ... un poco más ... La barreta de Simba parecía a punto de doblarse. Yo insistía:
— Mukundugize, mukundugize (empujen, empujen).
La piedra se movió, todo el mundo empujó, se balanceó por un segundo y entonces rodó colina abajo.
¡Jongala! — gritó Simba: era su grito de guerra. La piedra rodó, golpeando contra una gran roca. Volaron los trozos en todas las direcciones. Dio un salto y siguió hasta golpear en otra piedra. Una vez más, trozos de granito, ideales para la construcción, iban quedando por el camino. Saltando como un animal salvaje, cruzó el aire y aterrizó con un ruido, casi en el lugar donde habíamos planeado construir. Mientras caminábamos triunfalmente colina abajo, cada uno de nosotros levantaba las piedras y pronto ya teníamos un montón. Media hora después, estaba lista la piedra necesaria para el cimiento. El peñasco de granito que habíamos hecho caer era demasiado grande como para ser utilizado, de modo que amontonamos todo alrededor del pasto seco y las malezas. Le prendimos fuego y pronto tuvimos una hoguera muy saludable alrededor de la gran piedra. Una lata de queroseno llena de agua fue puesta cuidadosamente sobre las ramas de un arbusto espinoso en forma de paraguas que estaba encima de la piedra. La colocamos de tal modo que al halarla con un hilo, una cascada de agua se derramo sobre la roca caliente. Se oyó una serie de chasquidos como detonaciones de rifle, a medida que la piedra se quebraba en una docena de partes.
— Yah, miren, este es un camino de sabiduría — decían los chicos — . Miren, la piedra está rota y ahora está lista para la construcción.
— Jiih, pero está demasiado caliente para tocarla. Vengan, siéntense en la sombra y les contaré una historia — les dije.
— Escuchen, en la construcción de cualquier casa, para que dure mucho tiempo, deben poner un cimiento firme y que valga la pena. — Dijeron que sí con la cabeza — . Presten atención, el único fundamento en el que yo o cualquier otro puede construir su vida seguramente es el Señor Jesucristo. Dice Dios que “no hay otro fundamento que podamos poner, salvo el que ya está puesto, el Señor Jesucristo”. El fundamento es la primera piedra de lo que se construye, y por lo tanto, debemos hacer del Señor Jesucristo la primera cosa de la vida. Pídanle a Él que sea su Bwana, su Señor y construyan su vida con él como con Alguien que dirige. En este Libro que es de Él — levanté un Nuevo Testamento — están sus instrucciones. Debemos construir tal como aquí nos indica. Aquí están las palabras del libro de Dios. Él dice que hay varias maneras de construir, algunas como lo hace la gente por aquí, con barro pegoteado a las estacas, con un techo de paja, heno y pasto que se pueda echar encima.
— Jiih — dijo un chiquillo — esa es nuestra costumbre aquí, pero es una forma perezosa de construir.
— Muy bien, no construyan su vida como hombres perezosos. Hay otros que construyen mejor. Usan piedras, piedras duras como ésta.
Levanté un trozo de granito y continué diciendo:
— El techo es hecho de metal solido. No se oxida. Esta es la construcción que cuenta. Piensen en estar seguros de construir así sus vidas, amigos míos.
Los chiquillos asintieron con la cabeza. Simba dijo:
— Bwana, eso es lo que trato de hacer.
— Muy bien — dije — . Bueno, cuando construyen cada día, díganse a sí mismos las palabras del Libro de Dios: “Ten cuidado de cómo construyes”.
Me fui con él hasta donde estaban los ladrillos. Unos diez o doce habían sido arruinados por el hechicero la noche anterior. Simba hizo una mueca: de uno de ellos se veía sobresalir una larga espina.
— Yah, Bwana, es una trampa que resultó una gran estratagema.
Toda la escena era muy pacifica. Apenas si había viento. Por arriba, revoloteaban algunas águilas, cuyas alas no parecían moverse mientras volaban. El denso azul del cielo contrastaba con lo seco del paisaje y los arbustos parecían marchitarse bajo el ardor del sol. De repente, Simba me tomó por el brazo y me hizo retroceder.
— Bwana, ¡mira! — dijo.
Exactamente sobre mi cabeza tenía las hojas verde oscuro de un mango entre las que se podía ver algo verde claro que se movía lentamente sobre una rama.
— Bwana, es una serpiente de árbol — y luego agregó en swahili — : sumu sana (muy venenosa), mucho.
— Kah, ¡qué lugar éste! ¡Nunca se sabe qué es lo próximo que va a pasar!
— Mira — dijo el africano — si esa serpiente llegara a picarte, Bwana, tus días en esta tierra estarían terminados.
— ¡Chi tayari! (Esta listo el té) — se oyó la voz de Daudi del otro lado de la colina. Caminamos agradecidos colina arriba. Daudi echó algo de leche de una calabaza en las tres tazas. Él y Simba se sirvieron el doble que yo. Lo mismo ocurrió con el azúcar y luego, de un pote quebrado echó el té. Simba tomó una gran taza sin asas y la acercó a sus labios. Con un grito ahogado, la dejó caer y se quebró en el suelo.
— Yah, ¿qué has hecho? — dijo Daudi.
— Jiih, estaba caliente. ¡Me quemé la boca! –dijo Simba, mirando avergonzado al suelo.
— Yah, mira, no queda más té, de modo que no hay para ti — dijo Daudi — .
Bebí el mío y me arrugue la nariz.
— Keh, Daudi, ¿estás seguro de que el agua estaba hirviendo cuando hiciste este té? Tiene un gusto un poco raro.
— ¡Neh eh, Bwana! — insistió el africano — lo hice perfectamente. Y para demostrar su confianza en su competencia, se lo tomó de un trago.
— Yah, tienes una garganta de cuero para tomarte un té tan caliente — dijo Simba — .
Volví a sorber lentamente el mío.
— Kah, esto no me gusta. Me parece que Simba fue muy sabio cuando tiró el suyo al suelo.
— Jongo, kah, Bwana, ¿qué tiene de malo? — preguntó Daudi.
— Tiene algo amargo y no me gusta.
Al decirlo derramé lo que quedaba del mío sobre un robusto cactus.
Fuimos a ayudar con los ladrillos. Habíamos estado trabajando unos veinte minutos cuando me pareció que se me secaba la boca y me atacó un dolor agudo bajo la cintura. Al mirar hacia la vieja casa, vi a Daudi que avanzaba con dificultad por la galería y me hacía débiles señales con la mano. Fui hacia él tan rápido como pude, pero aun al caminar, los dolores se agudizaron. De repente, me resultó difícil ver claro, los árboles se pusieron borrosos y la casa pareció envolverse en una niebla. Tropecé y me hubiera caído a no ser por Simba que venía detrás de mí.
Daudi estaba tirado en la sombra quejándose.
— Kah, Bwana, tengo la boca seca, y un gran dolor, kah ...
Los cinco minutos siguientes escapan a cualquier descripción o, por lo menos, no sería una descripción muy edificante. Lentamente, me arrastré hacia la caja de medicinas, mezclé dos drogas específicas en un vaso, alcancé la mitad del preparado a mi amigo africano y tragué yo el resto.
— Daudi, no tengo dudas: hemos sido envenenados — murmuré con gran dificultad.

11: El Enemigo Y La Inundación

Me dejé caer sobre la descuidada pila de mantas y comencé a quejarme. En otra parte del cuarto, también Daudi estaba echado. Era un cuadro perfecto de la miseria con sus acompañamientos vocales.
— Kah, Bwana, me siento mal — se quejaba — . ¿Crees que había suficiente veneno en esa leche como para obligarnos a hacer el gran viaje?
— Jongo, Daudi, creo que hubiera sido suficiente, si no hubiéramos tenido medicinas como para quitárnoslo de dentro y quebrar su poder.
Mi amigo africano tembló.
— Kah, Bwana, me siento muy mal. Siento como si mis piernas estuvieran hechas de pasto
En aquel momento, Simba apareció en la puerta. Detrás de él trotaba un perro, increíblemente flaco: del tipo que puede encontrarse en cualquier aldea africana.
— Simba, toma fuerte ese perro por un minuto — dije, con voz muy débil — . Lo hizo. Ahora échale una gota de esa leche en un ojo.
— Kah, Bwana, ¿leche en el ojo del perro? ¿Por qué?
— Mira, creo que había veneno en la leche y si es así, pues bien, provocará un cambio en el ojo del perro, que no le hará daño, pero que nos mostrará qué veneno es y nos ayudará a tratarnos y mejorar.
Cinco minutos después de que la gota de leche ya estaba en el ojo del perro, su pupila comenzó a dilatarse como si fuera la de un gato en la noche. El ojo que no tocamos era de color café oscuro, mientras que el de la gota tenía un borde café claro con un parche negro en el centro.
— Yah, Daudi, mira, alguien ha puesto belladona en esa leche.
Con un esfuerzo, alcancé la caja de medicinas, llené una jeringa con el antídoto adecuado e inyecté la mitad a Daudi y él me inyectó la otra mitad a mí. Ambos quedamos echados sobre el suelo, demasiado débiles para hablar una sola palabra.
Simba daba vueltas por el lugar viendo si había algo que hacer.
— Bwana, no puedo entender por qué no vuelve Perisi — dijo — . Me avisó que pensaba volver en una hora. Espero que todo ande bien con ella.
— Quizá ha ido a buscar agua y para caminar desde el pozo hasta aquí se tarda mucho tiempo — sugirió Daudi.
— Kah, herviré el agua que tengamos y haré té — dijo Simba.
— Jeh ... té sin leche, Simba. No tomaré leche en esta aldea por un buen rato.
— Jongo, tengo una latita de leche condensada aquí, Bwana — sonrió Simba — , no tiene veneno. Los hechizos del brujo no pueden atravesar la lata.
Estaba preparando una pequeña hoguera entre tres piedras y haciendo hervir agua en una lata de queroseno. Yo seguía echado y mirando el techo de aquella vieja casa que una vez había sido una próspera estación misionera, hasta que la falta de dinero y personal habían obligado a la sociedad misionera a restringir su labor y la casa se había derrumbado. Mientras estaba así, podía ver la rústica madera del techo hundido. Las hormigas blancas habían estado muy ocupadas y sin duda se habían entretenido. Observé a dos lagartijas que caminaban por el techo, hacia arriba y hacia abajo, con la mayor facilidad. Observé cómo latían sus gargantas y de repente vi que el techo se hundía un tanto. Pensé que eran mis ojos que me estaban jugando un truco, pero para mi espanto apareció una larga serpiente. Pesaba demasiado para aquel techo de madera carcomida por las hormigas y por ello se derrumbó casi sobre Daudi. Di un grito y Simba entró corriendo. Tanto Daudi como yo estábamos demasiado débiles para caminar y no sé qué nos hubiera ocurrido si nuestro buen amigo el cazador africano no hubiera estado allí.
Simba levantó su lanza y, en cuestión de segundos, con toda pericia atravesó la serpiente con ella.
— Yah, ¡qué lugar, Bwana, qué lugar! — gruñó Daudi, cayendo de nuevo al suelo.
— Kah, mira, estoy acostumbrado a las serpientes — se rió Simba — . ¿Acaso no soy un cazador de serpientes?
Sin darle ninguna importancia, se fue y terminó de colar el té. Bebimos una buena cantidad y creo que nos quedamos dormidos unas cuantas horas hasta que Simba entró precipitadamente.
— Bwana, he estado buscando a Perisi. La razón por la que no vino es que ha estado muy enferma. Mira, tiene dobladas las rodillas y hace sonidos extraños. Dice que está muy dolorida, Bwana.
Simba se me había acercado y me hablaba confidencialmente al oído. Aferrándome de su brazo, me las ingenié para ponerme de pie. Me sentía dolorosamente débil.
— Vamos y veamos qué le ocurre, Simba.
El africano me ayudó mientras bajábamos el rudo sendero desde la vieja casa, a través de los matorrales, hasta la casa semi-construida con su cerco de maíz. La esposa de Simba estaba echada en una cama africana que él le había hecho de troncos rústicos. Tenía un elástico de cuerdas entretejidas. La muchacha tenía un aspecto fantasmal.
— Bwana, tengo dolores muy fuertes y estoy con mucho miedo — dijo.
Aún estaba hablando cuando volví a oír la terrible y aguda carcajada detrás del matorral, aquella carcajada que ya había aprendido a relacionar con un peligro.
— Jeh, mira, Bwana, son las viejas de este lugar, las que echan hechizos — murmuró Simba.
Cuidadosamente, le hice un examen. Tenía que hacerlo todo con el mayor cuidado: había dos vidas en juego. Cinco minutos después, me enderecé y me senté con alivio en un banquito.
— Simba, este problema tiene solución. Pero está en una botellita a veinticinco kilómetros de aquí. Debemos llevar a Perisi al hospital. Debemos poner en marcha el auto enseguida y volver allá.
— Kah, Bwana — dijo el africano — , pero tú no tienes fuerza para conducir.
— Creo que sí, Simba, si todo va bien. Pero tú debes quedarte aquí o esta gente echará todo a perder. Dile a Daudi que se prepare en unos minutos.
Cinco minutos después estábamos en el auto. Me senté al volante mientras Simba y la habitual colección de chiquillos empujaban trabajosamente al auto hasta que llegó a una pendiente. Entonces, con un grito, lo empujaron con todas sus fuerzas. El auto tomó velocidad, apreté el acelerador y con un estampido el viejo coche arrancó. Amenazadoramente nos contestó el ruido del trueno por encima de las colinas. De repente, el sol desapareció detrás de grandes nubes negras.
— Yah, Bwana — dijo Daudi — , estamos cerca de la época en que las tormentas son muy fuertes y muy peligrosas. Conduce ligero ...
Tres o cuatro kilómetros más adelante podíamos ver la lluvia que caía como un diluvio. Seguimos. Al llegar al lugar en que había caído la lluvia, encontramos al rojizo camino tan pegajoso como vidrio hirviendo. El auto hacía ruidos horribles. Me obligaba a usar toda mi fuerza para mantenerlo en el camino. La muchacha africana yacía en la parte trasera con los dientes apretados. Necesitaba de todo su valor para contener los quejidos.
El camino se abría delante de nosotros y luego, después de una larga pendiente, había un río de agua barrosa que corría a gran velocidad. Una mujer africana con su carga de leña en la cabeza estaba entrando al agua en un punto lejano. Parecía tener sólo centímetros de profundidad.
— Bwana, mira — dijo Daudi apremiándome — dentro de un momento habrá mucha agua en este río.
Puse el auto a baja velocidad y me lancé adelante lentamente. El agua golpeaba contra las ruedas.
— Bwana, estamos justo a tiempo, mira...
Pero antes de que pudiera terminar, el radiador del auto desapareció bajo un metro de agua en un pozo. Alguien lo había cavado pero era imposible verlo por el agua barrosa. Estábamos a unos tres metros de la orilla opuesta, pero no parecía haber forma de alcanzarla. El motor no quería ponerse en marcha. Abrí la puerta y anduve a tumbos por el agua. Sentía las piernas todavía lastimosamente débiles y Daudi apenas podía ponerse de pie. Traté de encontrar algo para asegurar el auto, pero la soga no llegaba al árbol más cercano. Entonces oímos un grito de alarma de la muchacha desde la parte trasera del auto. Miramos río arriba y allí vimos, rodando hacia nosotros, quizá a unos cien metros, una pared de agua barrosa. Apenas tuvimos tiempo de rehacer el camino y sacar de manera segura a nuestra enferma hasta la ribera antes de que la corriente golpeara al auto, lo levantara como un corcho y lo hiciera flotar por un momento; luego con un bandazo, comenzó a girar sobre sí mismo una y otra vez. Vi toda suerte de cosas que eran llevadas río abajo por la masa torrencial de agua.
Pusimos a Perisi lo más cómodamente posible, debajo de un árbol baobab. Había una triste mirada en su rostro y comenzó a temblar.
— Jeh, Bwana, los dolores son muy agudos, muy agudos — dijo por entre los dientes apretados.
No tenía manera de esterilizar agua para una inyección, de modo que tomé algo del río, cinco gotas para ser exacto, en una jeringa, disolví morfina y se la inyecté. Vi a Daudi que se cubría los ojos con una mano.
— Bwana, estoy demasiado débil como para mantenerme de pie — dijo — . Mis piernas están. . . están ...
Y diciendo eso, se sentó. Puso la cabeza entre las manos. En aquel momento una ráfaga de viento llegó aullando por entre la selva.
— Bwana, mira — dijo Perisi, temblando — , el ruido del viento es como la carcajada de aquella vieja.
Desde donde estaba sentado podía ver el río creciendo hasta las ruedas del auto, que estaban girando tristemente para arriba. Hubo un bajón vago cuando un leño enorme golpeaba al vehículo. Mis dos amigos africanos, estando a mi lado, miraban todo ensimismados y yo personalmente sentía lo mismo.
— Bwana, mira — dijo Daudi — , esto es una victoria del demonio. Realmente hemos sido vencidos.
Entonces se me presentaron las palabras de un versículo que aprendí cierta vez.
— Jongo, con seguridad estamos en una situación muy, muy mala, pero no te olvides las palabras de Dios, cuando dijo al profeta, que si el enemigo viniere como un torrente — y ambos miramos la masa de agua que arrasaba todo a su paso, y el auto volcado — , el espíritu del Señor levantará bandera en contra suyo.
— Bwana, esas son palabras de consuelo — dijo Perisi — . Mira, quizá en un día vengan hombres con sogas y saquen el auto del agua. Lo secarán y lo aceitarán de nuevo y, ya verás, volverá andar por el camino. Bwana, ¿qué será de mí? ¿Son ciertas las palabras de las viejas?
— Perisi, hay algo muy importante que quiero decirte. También son palabras del profeta que dijo: “Mirad, el brazo del Señor no se ha acortado como para no poder salvar, ni su oído se ha endurecido como para no poder oír”.
Aun estaba yo hablando cuando se desató la tormenta. El agua caía en verdaderos torrentes, todo el campo estaba encharcado, el viento crujía entre los árboles y a mi lado, yo podía escuchar los quejidos de la muchacha en agonía. Ciertamente estábamos pasando por el valle de sombra.

12: Una “Cerda” Oportuna

Había pasado lo peor de la tormenta. Había durado sólo unos diez minutos, pero durante ese tiempo habían caído sesenta milímetros de lluvia. Grandes gotas caían de los árboles baobabs y de un solitario árbol de chirimoya que crecía a la orilla del río. Olas de agua barrosas pasaban frente al lugar en que estábamos echados. Y nuestro pobre auto, que era a la vez nuestro transporte y ambulancia, seguía caído en la ribera del río. Podía ver flotando corriente abajo toda clase de objetos que reconocía como parte de las que habían estado en el portaequipajes del auto, objetos de gran valor para nosotros y que probablemente no volveríamos a ver.
A mi lado, acurrucada en una de las raíces del baobab, cubierta con una manta mojada, estaba Perisi, su rostro marcado por la agonía. Era de una importancia vital que llegara al hospital lo más rápido posible, pero aún estábamos a cinco kilómetros y todos estábamos demasiado enfermos como para pensar en caminar para buscar ayuda.
— Kah, ¿qué haremos? — dijo Daudi — . Todo está en contra de nosotros. Bwana, nadie puede ayudarnos. Nadie viajará por muchas horas por este camino a causa de la lluvia.
Pero todavía estaba hablando cuando se oyó el sonido de un motor, y por sobre la cresta de la colina a un par de kilómetros apareció una camioneta que venía en nuestra dirección.
Daudi se irguió sobre un codo.
— Kumbe, Bwana, seguramente es Sulimani, el comerciante hindú, y debe venir por este camino, porque es el único.
Perisi levantó la vista.
— Jongo, Bwana, ¿no hemos pedido a Dios y él no nos ha provisto un camino de salida?
Observamos a la camioneta de tres toneladas, deslizándose por el camino, hábilmente manejada por su conductor hindú. Llegó al río y entonces dio marcha atrás al vernos tratando de llamarle la atención moviendo los brazos.
— Salaam — dijo y entonces, arqueando las cejas, al ver el problema de nuestro auto, agregó — eh, se mojará si se queda allí, Bwana.
Esbocé una sonrisa, ya que en ese momento una ola especialmente grande sumergió el viejo coche.
— Sulimani, no estoy afligido por el auto, porque podremos repararlo, pero sí tengo miedo por Perisi. Está en grave peligro y debemos llevarla de inmediato al hospital.
— Por supuesto — dijo el hindú — , la pondremos de inmediato en mi camioneta. Volveremos al hospital. No hay ningún problema. Y entonces, Bwana, podremos volver — siempre me intrigó el inglés de Sulimani —  ... porque tengo cilindros y poleas y la “cerda” fuerte que siempre llevo conmigo. Y con todo eso, sacaremos al auto a un lugar seguro.
Me cubrí la cara con las manos para que Sulimani no pudiera ver mi sonrisa cuando hablaba de la “cerda”.
Me propuse corregir su inglés.
— Me imagino que quieres decir “cuerda” y no “cerda”.
— Bueno, claro, seguramente, Bwana, pero ¿no quiere decir lo mismo? — respondió encogiéndose de hombros.
— Bueno, no es del todo lo mismo. Pero, de cualquier modo, volvamos al hospital tan rápido como podamos.
Unos minutos después, la camioneta avanzaba con rapidez de regreso por el camino. Cuando subimos a la colina y pude ver el hospital a la distancia, me pareció que sus blanqueadas paredes nunca fueron más hogareñas, ni la avenida de adelfas más atractivas, hasta que Sulimani llevó su vehículo por entre ellas y se detuvo a las puertas del hospital. Las enfermeras africanas corrieron al vernos parar.
— Rápido — dije — . Preparen una cama para Perisi y una botella de agua caliente. Tienen que acostarla de inmediato.
Muy oportunamente apareció la enfermera misionera y le expliqué lo que había pasado. Ya había oído como las viejas de la tribu habían lanzado un hechizo contra Perisi, hechizo que implicaba que nunca tendría un hijo.
Pero cuando este hechizo en particular no había sido efectivo, entonces lo cambiaron diciendo que no nacería bien o que nacería muerto.
En aquel momento especial, parecía que la profecía sería cierta, pero yo sabía que en una serie de pequeñas botellas de vidrio, almacenadas en un estante de nuestro hospital estaba la medicina precisa para evitar que el hechizo se hiciera realidad. En un instante, la jefa de enfermeras tenía la situación bajo control. Pocos momentos después, la muchacha estaba entre sábanas tibias, le pusimos la aguda aguja de una inyección en el brazo y, lentamente, le administramos la medicina salvadora.
— Bwana, ¿qué medicina es esa? — preguntó Perisi con voz cansada.
— Es muy importante y muy difícil de preparar — contesté, haciendo salir el agua destilada de la jeringa.
— Bwana, ¿cuesta mucho dinero?
— Mira — dije, asintiendo con la cabeza — , esta botellita cuesta lo mismo que una oveja.
Yo no podía dejar de pensar, cuando sacaba la jeringa, en lo intrigada que quedaría la gente que había contribuido con tres libras esterlinas a la Sociedad Misionera si hubieran sabido lo que su ofrenda había hecho para salvar una vida, arrancar el dolor del corazón de una madre africana y quebrar un hechizo.
De repente, mi cabeza empezó a dar vueltas y sentí tan débiles las rodillas que parecía que no me sostendrían más.
— ¿Qué ocurre? — preguntó la enfermera.
— Ah, es que Daudi y yo estamos un poco fuera de tono. Me temo que de alguna manera hemos ingerido algo de veneno y que aún expulsándolo no hemos alcanzado a estar bien del todo.
— A la cama — dijo decididamente la enfermera y a la cama me fui agradecido. No fue difícil conciliar el sueño, pero antes de cerrar los ojos, tomé el pequeño Libro que estaba al lado de mi cama y volví las páginas. Busqué algunos versículos del Salmo 91 y los leí.
“No te sobrevendrá mal ni plaga tocará tu morada. Pues a sus ángeles mandará cerca de ti, que te guarden en todos tus caminos. En sus manos te llevarán...”
Busqué otras páginas y volví a leer.
“Me invocará y yo le responderé ... Con él estaré en la angustia ... Lo libraré y le glorificaré. Lo saciaré de larga vida y le mostraré mi salvación”.
Cuando me recliné en la almohada, agradecí al Dios Todopoderoso por la absoluta veracidad de sus palabras. Aun estaba elevando a Él mi gratitud, cuando llegó el sueño.
Al despuntar la mañana, descubrí que los efectos de la leche envenenada por el hechicero habían desaparecido completamente. En el hospital, Perisi estaba mucho mejor, quizá no del todo fuera de peligro aún, pero la situación distaba de ser. Le di cuidadosamente otra inyección y le hablé tranquilamente.
— Perisi, es sumamente importante que descanses, que tu mente esté bien en reposo. Escucha el versículo que leí anoche. “A sus ángeles mandará cerca de ti, que te guarden en todos tus caminos”. Acuérdate también del versículo de ayer: “El brazo del Señor no se ha acortado como para no salvar, ni su oído se ha endurecido como para no poder oír”.
Oramos tranquilamente a nuestro Padre para que él llevara aquel asunto a una conclusión feliz. Fuera del hospital pude oír el ruido de una corneta de automóvil y me di cuenta de que Sulimani estaba impaciente por salir a remolcar nuestro viejo auto fuera del río, con lo que él llamaba pintorescamente su “aparato de lucha contra el barro”. Hombres y muchachos negros estaban amontonados en la parte trasera del vehículo. Nos pusimos en marcha a los saltos camino arriba, ya por tierra seca.
El río que el día anterior había sido una masa torrencial de agua era ahora un amplio curso de arena húmeda y el auto estaba hundido casi a treinta centímetros en algunas partes. Recuperamos los frascos de medicinas, píldoras y toda suerte de cosas hasta de un kilómetro y medio de distancia. Hubo mucha gritería y movimiento y todo el grupo estalló en cantos de la cosecha africana, al par que las azadas se ponían en acción.
Cuando quitaron toda la arena, entre todos dieron un gran empujón y el auto fue vuelto a poner sobre sus cuatro ruedas. Luego Sulimani ató al eje delantero a lo que él persistía en llamar “una cerda” y con ella arrastró el auto por sobre la arena, la ribera y de vuelta al camino. Las bujías, el carburador y la batería destilaban agua. Quitamos la capota y secamos todo lo mejor posible. Secamos el tanque de gasolina y filtramos la que quedaba con un viejo sombrero de fieltro, que Daudi nos prestó consideradamente para tal propósito.
Llamé a Sulimani a un lado para pagarle por su ayuda, pero hizo a un lado mi dinero, diciendo:
— De veras, Bwana, que tu trabajo en este país es una obra de gran bien para mucha gente. ¿No fuiste tú el que una noche viniste para salvar a mi esposa cuando sufría del paludismo? ¿No te he de ayudar entonces, en este momento, sólo por amistad?
Me dio un fuerte apretón de manos mientras me decía:
— Bwana, siéntate en el auto y maneja el volante. Mira, la gente te remolcará hasta la casa. Será la forma más segura. Bueno, viajarás casi tan rápido como si lo hicieras con ese motor.
Todos agitamos los brazos en despedida, cuando la camioneta retomó su camino por la arena endurecida y desapareció por el camino. Me subí al auto. La tracción a sangre humana lo impulsó colina arriba y luego, a fuerza de sacudidas, rodó lentamente colina abajo, con la ayuda de los muchachitos. Una hora y media después, estábamos de vuelta en el hospital donde me encontré con la alentadora noticia de que Perisi, no sólo estaba durmiendo, sino también que su temperatura había bajado y que habían desaparecido todos los síntomas peligrosos. Al atardecer volví a verla. Estaba despierta y se sentía muy bien.
— Bwana, mientras dormía — dijo — , soñé y, bueno, soñé que tenía conciencia de que las manos de los ángeles me protegían. Me pareció ver una mano volcando aquella calabaza con leche envenenada. Vi otra mano guiando la lanza de Simba cuando la víbora cayó del techo. También pude ver al ángel cuando estábamos en la inundación y bajo el árbol durante la tormenta. Bwana, cuando me desperté comprendí que no había sido sólo un sueño.

13: Tácticas

Sechelela apagó el calentador primus al mismo tiempo que yo volvía a su cajita la jeringa y las agujas. La anciana enfermera africana levantó una ceja como preguntando algo.
— Vamos a ver a Perisi, para comprobar si está en condiciones de volver a Makali.
Asentí y juntos subimos varios escalones y entramos a la pequeña sala, donde hice un cuidadoso examen. Mirando a los inquisitivos ojos de la muchacha, dije:
— Todo anda bien, Perisi.
Sonrió y abrió la boca para decir algo, pero antes de que pronunciara una sílaba, escuchamos una áspera carcajada justamente detrás de los árboles de pimienta.
— Jongo — se oyó una voz cascada — , el Bwana ha detenido mi dolor. Ijego (el diente) ya no está más, pero ese es un trabajo insignificante.
— ¡Kah! Mudala (vieja), el Bwana es extranjero y no conoce nuestras costumbres — contestó una voz más juvenil — , pero sus medicinas son buenas.
— Jongo, eso podrá ser en algunas cosas como los dientes — dijo la anciana — , pero en cuestiones de mujeres sus medicinas no tienen fuerza. Mira, él preparó remedios para Perisi, la esposa de Simba, pero serán tan inútiles como el agua.
— Kumbe, pero ¿por qué? — volvió a oírse la voz joven.
— ¿Acaso ella no se ha negado a usar alrededor del cuello el hechizo que la protegerá de la medicina que ha hecho Dawa, el brujo, y acaso no confía sólo en las palabras del mzungu (el blanco)?
Entonces la vieja Majimbi miró alrededor y, no viendo a nadie, escupió.
Perisi me tocó en el hombro, sonrió y, en un murmullo, me dijo:
— Confío más bien en las palabras del Dios Todopoderoso.
Levanté un dedo, mientras Majimbi volvía a hablar:
— ¿Acaso no has seguido tú, hija mía, mis palabras antes que las del Bwana, en estos días antes de que nazca tu hijo? ¿No te has puesto hechizos alrededor de tus tobillos y de tu cintura?
— Nghiih, pero ¿qué de las medicinas que tú colocaste a lo largo del camino que debe recorrer Perisi? — respondió la voz de Nhoto.
Volvió a oírse una quebrada carcajada.
— Su hijo no llegará a ser alguien, se morirá y será considerado como nada, como basura: ella sufrirá la vergüenza y tristeza, y será motivo de burla para las mujeres de la tribu.
Había un profundo sentimiento de venganza en las palabras de la anciana. Miré a Perisi. Ella tembló un poquito y luego sonrió. Mirándome dijo:
— Bwana, ¿no es cierto que en nuestras luchas tribales nuestros hombres se protegen con un escudo?
Moví la cabeza asintiendo.
— Bueno, Bwana, yo también usaré el escudo que Dios nos da, ese escudo que se llama “fe”. Creeré en él, creeré que ha de protegerme a mí y a mi hijo.
— Lo hará, Perisi. No te olvides que Majimbi trata de hacer olvidar la medicina que te haría quedar sin hijos. Como ha fallado, ¿se ocupará de hacer otra cosa?
La muchacha negra asintió. El sol se estaba poniendo y Perisi señaló el resplandor de su colorido.
— Bwana, ¿acaso no oramos Simba y yo, el uno por el otro, cuando hay color en las nubes y acaso Dios no escucha nuestras palabras y responde a ellas?
— Mira, Perisi, cuando oramos hay un poder que se hace nuestro. Así como un fosforito (cerillo) puede encender un gran fuego, nuestras oraciones también harán grandes cosas.
En ese momento oímos un sonido, primero como de un desgarrón y luego como de un tejido de alambre que se rompía. Nos fuimos hacia la puerta de la sala siguiente y vimos una nudosa mano negra que entraba por el orificio que había sido hecho con un cuchillo. La mano tomó una manta doblada y con no poca dificultad comenzó a arrastrarla a través de la ventana.
Sobre la mesa había un rollo de cuerdas africanas, que se usaban para elásticos de camas. Hice un lazo y con un movimiento sujeté la muñeca, hice un nudo firme y la até a la pata de una cama. Desde afuera se oyó un gran movimiento y apareció otra mano con el cuchillo manoteando salvajemente. La cuerda había sido cortada a medias, cuando Sechelela dio a la segunda mano un fuerte golpe con el borde de un plato esmaltado.
— ¡Ya, ya gwe, ya, ya, gwe! — gritó una voz.
Sechelela sonrió ampliamente, levantó un lápiz y en voz baja dijo:
— Bwana, enciende esto en el fuego y toca esa mano, de modo que dejemos la marca de una quemadura a su dueño y sepamos quién es.
— Ya, ya, ya, ya, ya, — gritaba la voz. Sonreímos. De repente, se quebró la soga y corrimos a la ventana a tiempo como para ver a la vieja Majimbi corriendo a toda velocidad hacia los portones del hospital.
— Kah, eso es gratitud — dijo Sechelela — . Le has sacado el diente, y con el diente, el dolor y ahora ella trata de robar una manta.
— Jongo, tiene confianza en la medicina que usa alrededor de la muñeca para protegerse de ser capturada — sonrió Perisi.
— Kumbe — dijo Sechelela — , ¿no digo, Bwana, que es cosa muy difícil para una cebra el sacarse las rayas? Puedes estar seguro de que aun oirás muchas cosas de la lengua de esta parienta cercana de los hechiceros.
Daudi y yo estábamos mirando una polvareda a unos cinco o seis kilómetros en la llanura.
— Kah, Bwana — dijo Daudi — , mira, viene alguien. Quizá es Bwana Schamba, el oficial agrícola.
— Jiih — dije — , o quizá es Sulimani.
— Jeh, si es él, Bwana — dijo Daudi — , es para llevar a Perisi de vuelta a su casa.
Mientras hablaba, pudimos distinguir una camioneta que venía por la colina.
— Ah, de veras que es Sulimani — dijo Daudi. Salí para encontrar a Perisi, que estaba sentada al sol.
— Ven, junta tus cosas — le dije — . Mira, Sulimani, el hindú, viene en esa camioneta y esa será una oportunidad para que vuelvas a tu casa.
— Bwana — dijo, poniéndose de pie, con alguna dificultad — , será una alegría muy grande volver a estar con mi marido y con salud. Mira, teníamos mucho miedo cuando llegamos aquí. Kah, Bwana, pero el poder de Dios ha sido mayor que el poder de Shaitani (el diablo).
— Siempre lo será, Perisi — dije — , siempre que hagamos las cosas según el camino de Dios. Mira, ¿consigues hacer té cuando sólo vuelcas agua caliente en la tetera?
— Bwana, la única forma de hacer té — dijo — es tener tetera caliente y echar agua hirviendo sobre las hojas de té.
— Muy bien y la única forma de tener la ayuda de Dios — dije — es obedecerle en todo y entonces...
— Lo sé, Bwana — dijo, asintiendo — . Voy a seguir de todo corazón las palabras de su Libro.
Mientras hablaba había estado atando sus pertenencias en un trozo de tela colorida. Se lo puso sobre la cabeza y caminó lentamente conmigo hasta el portón. Sulimani entró con un chillido de frenos.
— Salaam — dijo — , ¿tengo la oportunidad de agregar algo a tu conveniencia hoy, señor?
— Ciertamente que sí — dije — . Sulimani, ¿encontrarás lugar en tu valioso coche para llevar a Perisi? Quiere volver a su aldea. Ya está mejor, pero fíjate, amigo mío, que si la llevas, deberás conducir con cuidado. Es una carga muy preciosa. No dejes que tu pie llegue hasta el piso cuando lo pongas en el pedal que tiene escrito “acelerador”.
Sulimani sonrió.
— Bwana, manejaré con habilidad, cuidado y gran velocidad y la entregaré a su esposo en buen estado y con salud.
Sulimani volvió a sonreír mostrando los dientes, sorprendentemente blancos. Un minuto o dos después, la gran camioneta partía hamacándose por su camino sobre el angosto sendero, rumbo a las azuladas colinas que se podían ver a la distancia, más allá de los árboles baobabs.
— Jeh, Bwana — dijo Sechelela — , allí va una joven con gran valentía y fe en Dios.
— Jongo — dijo Daudi — y por eso su vida ha tenido grandes satisfacciones. ¿No dice en el Libro: “Los que aman tus caminos tienen gran paz y nada perturbará su paz”?
Sacó un montón de papeles de su bolsillo y dijo:
— Bwana, ¿Puedes venir al laboratorio? Quiero que mires una serie de placas que he preparado esta mañana, todas ellas de lepra.
Así transcurrió el día, como muchos otros en nuestros hospitales, obteniendo victorias en las batallas contra las enfermedades tropicales, diagnosticándolas en el laboratorio, preparando medicinas en el dispensario, recorriendo las salas dando inyecciones o dosis de medicina, colocando vendajes. Luego vinieron dos horas frenéticas en la sala de operaciones, luchando por salvar vidas, y luego la última parte de la tarde fue utilizada para los bebés de la sala de maternidad.
El lugar parecía lleno de bebés, de todas clases y tamaños. Toda la sala resonaba con el quejoso lamento de los recién nacidos. Observé a las jóvenes africanas enseñando hábilmente los cuidados maternales a gente de su propia tribu: las enfermeras africanas ocupándose hábilmente de la rutina y los problemas normales, mientras que otras enfermeras cargaban con toda la responsabilidad de traer niños normales al mundo. Luego, al ponerse el sol, me fui a mi casa. ¡Qué tremenda comodidad era gozar del lujo de una ducha tibia!, aunque sólo consistiera de dos tarros de agua caliente echados en una regadera suspendida de un gancho en el techo. Luego de cambiar de ropa y de la habitual comida de un atlético pollo tanganicano, me senté a descansar en un sillón, que una vez había sido un cajón de embalaje y escuché una mezcla de música clásica e interferencias estáticas de la B.B.C.
Apagué el farol y comencé a dormitar. En la aldea nativa, los tambores comenzaron a sonar y un coro de sollozos parecía mantener el ritmo con ellos. Luego oí el ruido de un timbre de bicicleta y el sonido de una bocina, tocada con apremio. Se oyó una voz a la puerta.
— Bwana, ¿jodi, jodi?
— Karibu — respondí — ¿Nani juyu? (¿Quién es?).
 — Mimi, Bwana — exclamó una voz profunda muy cerca de mí.
 — ¡Simba! — me paré, bien despierto ahora — . Jeh, tú, Simba, ¿qué pasa? ¿Ha pasado algo a Perisi? ¿Algo anda mal?
Simba me miró e hizo girar sus ojos.
— Bwana, todo eso es lo que yo quiero preguntarte. Mira, Perisi llegó a mediodía. Estaba bien y ya está en la nueva casa. Kah, terminé el techo a tiempo y todo anda bien, Bwana, porque nunca ha habido una casa como la mía en todo el país de Ugogo. ¿Acaso no tiene un cimiento sólido? ¿Acaso no hay lugar para poner libros? Y mira, Bwana, tiene luz y aire. Yah ...
— Sí, sí — dije — , ¿pero para qué has venido?
— Bwana, recibí un mensaje que me trajo un muchachito diciendo que tú querías verme de inmediato. Que no debía ni siquiera detenerme para comer, que tenía que correr muy ligero. Bwana, ocurrió que Mwalimu, el maestro, estaba llegando a la aldea. Le dije de tu mensaje, le pedí prestada su bicicleta y me vine para aquí, Bwana, muy ligero.
Mi mente voló rápidamente a lo que Daudi había dicho a la mañana sobre la vieja Majimbi, de que había oído un rumor en cuanto a que estaba preparando un hechizo que no sería para bien de Perisi. ¿Acaso se trataría de un plan para alejar a Simba del camino, mientras los caminos de la hechicería progresaban? Puse mi mano en el hombro del africano.
— Simba, trae la bicicleta y vamos, ponla en el portaequipaje del auto. Vamos a tu aldea, a una velocidad que no hemos ido nunca. Yo no te he mandado ningún mensaje. Esta es obra de Majimbi y de su pariente, Dawa, el hechicero. Seguro que están planeando algo malo. Te han sacado del camino, quizá para dañar a Perisi. Apúrate y búscate a Sansón, Daudi y Sechelela. Yo voy a poner en marcha el auto. Es muy urgente.
Simba había salido antes de que yo terminara de hablar. Diez minutos después, manejando a una velocidad que difícilmente podía considerarse segura, viajamos a través de los baobabs, chozas africanas y matas espinosas.
Varios africanos de un safari salieron apresuradamente de delante del veloz vehículo. Nadie tomó en cuenta a tres o cuatro jabalíes que trotaron gruñendo al salir del camino del Ford mientras prácticamente volábamos. Las aves nocturnas levantaban vuelo cuando las luces de los focos iluminaban la oscuridad. Nadie decía una palabra. Cruzamos sin comentarios el río donde no mucho antes el auto había sufrido tanto.
— Yah, Bwana,— dijo luego Sansón — , el auto ha pasado el lugar en que se tomó un baño.
— Jiih, y buen trabajo que dio secarlo por dentro — respondí.
— Bwana, maneja más ligero — dijo Simba — ; no hables.
Podía ver sus manos apretando y aflojando el pesado y nudoso bastón que llevaba.
— Jeh, mira Bwana — dijo Sechelela — ; dentro de mí tengo temor de que ya a esta hora haya problemas.
De repente, el viejo automóvil comenzó a rezongar como un avión.
— Jeh, perdimos el caño de escape — dijo Sansón — . Detente, Bwana, detente.
— Fíjense en el lugar — dije — y al volver lo recogeremos.
— Jeh, allí está la cosa — dijo Simba.
Seguimos adelante por el camino. A ambos lados se veían fuegos y luego apareció la aldea. Nos detuvimos cerca del lugar del mercado. Pasamos al duka de Sulimani, donde se puede comprar desde repuestos hasta azúcar negra, y luego seguimos colina arriba hacia la casa de Simba. El camino terminaba de improviso, y entonces bajamos y apagamos el motor. En el repentino silencio se oyó un agudo grito.
— Iiiiiiiiih ... era la señal de alarma del África. Simba corría como una liebre, aún antes de que hubiéramos detenido el auto.
— Bwana, esa no era la voz de Perisi — dijo, por sobre el hombro.
— Daudi, tú ven caminando con Sechelela — ordené — ; yo correré con Simba.
Llegamos a la casa donde encontramos la puerta totalmente abierta y a Perisi de pie, con una gran cacerola en la mano y lágrimas que le corrían por las mejillas.
— Yah, ¿qué ha pasado? — dijo Simba.
Entonces comprendimos para nuestro alivio que las lágrimas eran de risa y no de pena.
— Yah, vean, la última hora ha sido una de esas en que ocurren muchas cosas — dijo la joven — . Oí pasos extraños alrededor de la casa. Oí el ruido de un hacha y me asusté, pero, Bwana, en mi fuego — señaló con orgullo el hogar que Simba le había hecho, bien a la moda, según nuestro estilo — , Bwana, en mi fuego había agua, en la cacerola que tú me regalaste. Me acerqué silenciosamente a la puerta y la volqué.
Miré con interés hacia la puerta. Había sido antes un tanque para contener cemento que había sido luego estirado y bien trabajado. Perisi siguió contando:
— Y, Bwana, cuando yo quise abrirla, alguien la empujaba. Empujaba con fuerza, Bwana, y no parecía que iba a aflojar, pero cedió algo y cayó hacia adentro. Bwana, cuando ocurrió eso, le eché el agua caliente encima, Kah, y comenzó vociferar. Bwana, no hace muchos minutos que ocurrió eso.
— Jiih, lo oímos — dijo Simba — . ¿Dónde está ése? Déjenme que lo agarre.
— Yah, desapareció entre la maleza — dio Perisi — con la velocidad de nhwiga (la jirafa).
La habitación volvió a llenarse con su risa tan alegre. De repente, apareció en su rostro una mirada muy peculiar. La anciana Sechelela que estaba a mi lado, me dijo:
— Bwana, llévate a Simba, Daudi y Sansón afuera. Yah, ha sido cosa buena que me trajeras.
Salimos. El rostro de Simba era un espectáculo. Dijo:
— Bwana, ¿qué pasa ahora?
Como si fuera una respuesta apareció la voz de de Sechelela:
— Bwana, si hemos venido rápido hasta aquí, más rápido tendremos que volver.
Simba levantó a su esposa como si fuera una criatura y la llevó al auto.
Una vez más la acomodamos sobre un viejo colchón y la envolvimos en mantas. Los focos del auto volvieron a buscar su camino a través de la medianoche de Tanganica.
Sechelela abrazaba a la joven, temiendo un salto; luego comentó:
— Bwana, si no hubiera sido por los hechos de Majimbi, no hubiéramos tenido que hacer este safari y ¡yoh ... !
No era necesario decir más porque todos entendíamos que la seguridad de dos vidas dependía de aquel apresurado viaje en la noche tropical.
— Kumbe, Dios usa las acciones de los que luchan contra él para poner en práctica sus planes — dijo Perisi.
Asentí al observar con alivio las luces del hospital en la colina a menos de un kilómetro.
Eran las cuatro de la mañana, unas tres horas después de haber llegado al hospital, salí silenciosamente de la sala de maternidad.
Simba levantó la vista ansiosamente, destapándose la cara que se había tapado con las manos, pero no dijo una palabra.
— Mi amigo — le dije — , eres el padre de un hijo, quizá el niño más pequeño que haya nacido en el hospital.

14: Prematuro

Sechelela estaba junto a mi puerta, poco antes del amanecer.
— Bwana — llamó — , Bwana ...
Unos minutos después aparecí en bata y chancletas.
— Yah, ¿cómo andan las cosas, Sech?
— Jeh, el niño todavía vive, pero ¿quién ha oído jamás que viviera un niño de ese tamaño?
— De veras que es muy pequeño, Sech. Yo mismo lo pesé anoche y pesaba exactamente ochocientos gramos. Será una lucha muy cuesta arriba, pero es una lucha que puede ganarse. ¿Has alimentado al niño de la manera especial que te dije?
— Eso hice, pero tú no conoces el resto de la historia. Pues bien, sólo una hora después tuvo un bebé Nhoto, la hija de Majimbi, la parienta del hechicero, la mujer que nunca ha seguido nuestras indicaciones, que se ríe de nuestro trabajo. Bueno, pesa cuatro kilos y quizá sea el chiquito más rozagante que he visto desde que se construyó el hospital. Kah, Bwana, ¿acaso no es una mujer de lengua aguda? ¿No levanta la voz en la yuma ya wachekulu (sala de mujeres)?
— Jah, he tenido que hablarle con energía al oírle decir con veneno en la voz: “Jongo, ¿dónde está ésa de nuestra tribu que tenía tanta sabiduría e instrucción? Miren, ¿tiene algún valor su educación cuando llega el nacimiento de su propio hijo? Jeh, ¿le resultó sabio seguir el camino de los europeos? ¿Fue cosa sabia negarse a usar un hechizo en el cuello? Jeh, el camino del waganga es mejor que el de ella. Miren, fíjense en mi hijo y entonces miren el de ella; no es más que taka taka (basura). ¿Vale para algo un chico que se parece a los monitos de la selva?”.
— Kah, y mis palabras fueron muy enérgicas — continuó Sech — , mientras la lluvia de una tormenta eléctrica comenzaba a caer en las colinas. Se calló un momento, Bwana, pero, había una mirada en su rostro, una mueca que quedó clavada profundamente en el corazón de Perisi.
Mira, Bwana, está en cama. Sus lágrimas son muchas. Mira, Bwana, su fuerza es cada vez menor.
— Estaré allí en diez minutos, Sech.
— Kah, te espero, — dijo la anciana.
Mientras caminábamos unos minutos después continuó la historia.
— Bwana, Perisi tiene mucha esperanza de que su hijo llegue a ser el modelo para las madres de esta parte del África, para mostrar a la gente la manera adecuada de criar un hijo, de modo que pueda desaparecer la gran pena del corazón de muchas mujeres de mi tribu. Porque, mira, ven morir a sus hijos, una y otra vez. Usan hechizos inútiles alrededor del cuello. Los atan alrededor del cuerpo de sus hijos para protegerlos de los malos espíritus. Y aún más, Bwana, los alimentan con cereales y se mueren.
— Jiih, no los alimentan como indica la naturaleza — dije — . No les dan agua hervida y los dejan echados en el suelo donde los pican los piojos y los mosquitos.
— Jiih, jiih,— dijo Sechelela con disgusto — , y dicen que es un hechizo de los antepasados el que impide a algunas disfrutar de sus hijos.
Me tomó del brazo y lo apretó fuertemente, diciendo:
— Bwana, ¿recuerdas que Perisi pidió un hijo a Dios que fuera un niño bien formado? Ha luchado por hacer las cosas bien. Y, mira ahora, cómo ha sido contestada su oración.
Vi una mirada enojada en los ojos de la anciana.
— Sech, ¿es que sientes ira contra Dios?
— Jongo, quizá. ¿No es todopoderoso? ¿Por qué permite que ocurra esto?
— Sech, no dejes de hacerte esa pregunta y sigue haciéndotela hasta que lleguemos a donde está Perisi. Hay una respuesta, una respuesta que te sacudirá y te hará sentir dolor por haberte enojado contra Dios. ¿Recuerdas la oración que tú y yo hemos elevado a menudo en la dificultad y la prueba y cuando el camino delante de nosotros no era claro? ¿No hemos orado a Dios: “Mantén mis pasos en tus caminos para que mis pies no resbalen”?
Pero Sechelela parecía no estar escuchando. Pasamos el portón del hospital, la sala de niños: cruzando la pequeña habitación donde menos de un año antes pareció terminar la vida de Perisi. Caminamos juntos por los escalones de la sala de maternidad. La colección habitual de madres africanas estaba sentada en el sol con sus bebés en los brazos. Nos miraron con curiosidad y luego un susurro se extendió por el grupo. Yo sabía que por todo el país corría la historia de que el Bwana y — lo que era peor — el Dios del Bwana habían sido sumad (dominados) por los hechizos y las medicinas preparados por Dawa, el hechicero y su ayudante Majimbi. Pude ver a la vieja arpía con algunas de sus compañeras sentadas bajo un baobab.
— Bwana, ¿no tienes una felicitación para una abuela? — gritó — . ¿Viste que tengo un nieto grande y hermosísimo?
— Abuela — dije — , tengo una felicitación grande. Lusona para ti.
— Jiih, Bwana — cacareó la vieja — . Y he oído que nacieron otros bebés anoche.
— Es cierto — repuse — , es lo que suele ocurrir en el hospital donde los bebés sobreviven y las vidas de las madres son salvadas.
Se rió, hubo una nota de aguda sorna en su voz, pero no hizo ningún comentario.
Dentro de la sala estaba acostada Perisi, mirando sin ver la pared blanqueada. Pasando junto a la cama fui hasta una camita donde estaba su bebé. Desafortunadamente, no teníamos los instrumentos necesarios para un bebé prematuro, pero hicimos todo lo que pudimos. El niño era sietemesino. Tenía tan sólo una posibilidad de sobrevivir, la del cuidado insustituible de su madre. Me acerqué a Perisi y le hablé con tranquilidad.
— Lusona (felicitaciones).
La muchacha me miró casi con rabia. Sus ojos ardían de la misma manera que los de Sechelela.
— Kah, Bwana, ¿cómo puedes felicitarme cuando, fíjate, mi hijo se va a morir? Mira, soy el hazmerreír de todas las mujeres. Kah ¿no hablan acaso de mi hijo, mi niño, como de nyani (el mono)?
Su voz se quebró, con un sollozo. Por unos momentos, me quedé completamente en silencio, hasta que recobró la tranquilidad. Entonces dije:
— Perisi, ¿no hemos pedido a Dios que nos guíe? ¿No le hemos pedido que esta nueva vida sea de valor real para él?
— Bwana — me interrumpió Perisi — , hemos hecho todo eso y ¿no dices tú que cuando dos se ponen de acuerdo para pedir a Dios, Dios les contesta?
— Jiih, ciertamente — contesté.
— Bueno, Bwana, ¿por qué Dios no nos ha contestado en lo que pedimos?
— Ah, allí está el asunto. El camino de Dios no es siempre el nuestro.
— Jongo — dijo, pasando su mano sobre la frente, con asombro — . Bueno, Bwana, ¿por qué, por qué esto tenía que ocurrirme a mí?
— Jongo, Perisi, esa pregunta no te puedo contestar. Mira, ¿recuerdas las palabras del libro de Warumi (Romanos) que dicen: “Sabemos que a los que aman a Dios, a los que son llamados de acuerdo a su plan, todas las cosas que ocurren son de acuerdo a un plan para su bien”?
— Kah, Bwana — dijo la joven apoyándose en su codo — , pero, ¿de qué manera esto puede servir como parte de un plan para bien? ¿Acaso mi hijo no es tan chico, que prácticamente no hay esperanza de que viva? Y el hijo de la hija de Majimbi, que no ha seguido el camino de la sabiduría, ¿no es un chico grande con fuerza y buena apariencia?
— Perisi, tú misma has contestado tu pregunta.
Me incliné sobre la cama.
— Escucha, ¿sabes que tu hijo es el más pequeño que haya nacido vivo en nuestro hospital?
Movió la cabeza, asintiendo.
— ¿Y no es fuerte y grande el chico de la hija de Majimbi? No dará mucho trabajo cuidarlo.
Perisi volvió a asentir — . ¿No te parece que Dios te ha encargado la responsabilidad de un niño, que sin duda moriría si no perteneciera a una madre con habilidad y conocimientos especiales, con una paciencia especial y con un amor especial en su corazón?
Perisi me miró con asombro.
Proseguí:
— Escúchame. Escucha también a las viejas allí afuera. ¿Las oyes que dicen que tu hijo es basura? Pero si seguimos el camino de la sabiduría, el camino del conocimiento y cuidamos del niño, y lo alimentamos de manera adecuada, a las horas convenientes, cuidamos que no coma cereales hasta que le salgan los dientes, que el agua que toma sea hervida y lo ponemos en un catre alejado de las moscas, mosquitos y piojos, ya verás que crecerá y se pondrá fuerte.
— Kah — dijo Perisi con una sonrisa en el rostro — , lo veo, Bwana; el plan de Dios ha sido el de darme un camino difícil. Yah, ¡qué difíciles han sido las cosas!
— Mira, Perisi — dije ansiosamente — ; éste es el camino. El niño de Nhoto ahora es grande y favorecido, pero ¿qué será dentro de tres meses?
— Kah, pobrecito — dijo Perisi — . Su piel estará cubierta de llagas, tendrá moscas en los ojos y se le hinchará el estómago por haber sido alimentado con cereales.
— Yoh, yoh — dije — , ¿y qué será de nuestro niño?
— Kah, Bwana — dijo — . Lo alimentaré en la forma que he aprendido. Lo bañaré todos los días. Lo vestiré con las ropitas que yo misma he tejido. Estará protegido de los dudus (insectos).
 — ¿Y dentro de tres meses, Perisi?
— Bwana, habrá duplicado su peso.
Hizo a un lado las mantas y se puso de pie.
— Bwana, debo comenzar enseguida esta gran obra que Dios me ha dado.
Caminó hacia el catre donde estaba su hijo. Sechelela me tocó en el brazo.
— Bwana, hice mal en enojarme — dijo — .
— Pero no te olvides, Sech, que Dios perdona. Mira, él nos enseña lecciones de esta manera. Nunca cuestiones el amor de Dios, más bien, busca el propósito que él tiene detrás de lo que hace o permite que ocurra.
— Kah, ay, Bwana — dijo la anciana — , al mirar a este bebé se me abrió una antigua herida en el corazón. Mi primer hijo murió, y se inundó de dolor mi corazón. Bwana, fue por ello que vine aquí cuando todavía era una muchacha para estar con los que comenzaron el trabajo misionero. Así fue como oí de Dios y aprendí a seguirlo.
— Sech, ¿no puedes entonces ver el plan de Dios? ¿No nos dice Jesús que él es el Buen Pastor? Y en tu propia vida, ¿no se llevó él tu primer hijo para cumplir sus planes? Mira, muy a menudo ocurre que el Pastor toma primero a los corderos en sus brazos, para que la madre misma pueda seguir al ibelulu (el rebaño).
La anciana asintió.
— Ahora lo veo, Bwana. Mira, Bwana, se me ha curado otra herida. Jeh, son muy ciertas las palabras “Dios es amor”.

15: Vida Frágil

Sechelela y yo fuimos juntos a la sala de bebés. Leí cuidadosamente el termómetro que Sechelela me alcanzó. Temperatura normal.
Perisi me miró ávidamente desde su cama.
— Bwana, ¿no puedo volver a ver a mi recién nacido? Me dicen que no me lo traen porque es orden tuya y que lo tienen que alimentar por un tubo.
— Jiih, eso es lo que ordené — dije.
— Pero, Bwana, ¿qué es lo que anda mal? — dijo la joven madre, con los ojos llenos de lágrimas.
— Perisi, así está el asunto. Tu hijito pesa menos de un kilo. Cuando nació lo envolví en algodones desde la cabeza hasta los pies... y no necesité mucho algodón porque es tan pequeño. Todo lo que se podía ver era su nariz asomando. Jiih, anoche Mwendwa y yo tuvimos que ponernos al trabajo de prepararle una camita. Ya sabes que no tenemos cama especial para bebés prematuros y tuvimos que recurrir a la caja en que se guardan los pedacitos de astilla para la estufa. Echamos toda la leña al suelo, pusimos en el fondo una manta como colchón y otra para que todos los lados fueran mullidos y entonces envolvimos al bebé muy cuidadosamente en los trozos de manta más suave y suavemente lo acostamos de costado en esta caja.
— Bwana, mi hijo es un varón, no una cosa, — dijo Perisi, mirándome — . Pues bien, su nombre será Yohanna.
— Muy bien — me reí — . Bueno, colocamos a Yohanna de costado y luego encendimos la estufa, llenando dos grandes botellas de agua caliente, y poniéndolas con cuidado dentro de la caja de modo que la mantuvieran caliente porque, ya sabes que un bebé de ese tamaño no tiene medios de controlar su propia temperatura, como tenemos tú y yo con nuestra respiración y transpiración y todo lo demás. Por eso lo mantenemos debidamente calentito.
— Kah Bwana, pero ¿tendrá bastante para comer a través de ese tubito? ¿No va a llorar?
— Aja, uh, Perisi, no va a llorar, porque debes pensar que Yohanna es demasiado chico aun para eso. Debe estar echado muy tranquilo durante seis horas y entonces, bueno, vendré y te mostraré cómo puedes alimentarlo tú.
Del lado de afuera de la sala se oyó el agudo cacareo de las viejas que estaban examinando el espléndido niño que había tenido Nhoto.
— Yah, mira, ¿acaso no tiene las orejas del padre? — dijo una vieja. El bebé emitió un grito de placer.
— Vaya — dijo Sechelela, desde su punto de observación en la puerta — . ¡Eh, espero que el niño no tenga la lengua de su abuela, ni sus hábitos de ladrona!
— Jeh — se rieron algunas de las viejas que había oído la historia de cómo Majimbi, la abuela de la criatura, había tratado de robar mantas del hospital.
Escuché esta conversación desde la sala y me volví hacia Perisi.
— Oye, me voy a mi casa para leer en mi libro las palabras de qué debe hacerse con un chiquito del tamaño del tuyo. Porque no es un caso común en mi trabajo, de modo que buscaré alimento para mi memoria, y así haremos sólo lo que conviene, para que crezca y se ponga fuerte.
Perisi asintió. Recorrí mi camino hacia mi casa y saqué del estante un libro sobre cuidados maternos. Tomé un trozo de papel y con un lápiz anoté los distintos puntos. Leí por unos momentos, y luego escribí:
1. Solución esterilizada de azúcar y leche. Luego en el extremo del papel hice unos pocos cálculos de calorías y gramos y el peso del bebé. Pronto tuve una tabla de la cantidad exacta que nuestro diminuto amiguito debía recibir de aquella solución. Anoté entonces el punto siguiente:
2. Los bebés prematuros no pueden chupar o tragar y deben ser alimentados por un tubo muy delgado. Afortunadamente, teníamos un tubo así, apartado para alguna emergencia. Luego escribí:
3. Vigilar la respiración del niño. Puede detenerse de repente. Luego anoté una serie de cosas diferentes:
Un bebé prematuro es muy susceptible a la infección y, por lo tanto, debe usarse barbijo y lavarse las manos como si tratara de una operación quirúrgica.
El niño debe ser movido lo menos posible.
Se le debe cambiar de lado en la cama cada tres horas.
La temperatura del cuerpo debe mantenerse constante y cuidadosamente controlada.
Luego leí las instrucciones de cómo debe prepararse una cuna para bebés prematuros. Con un calentador primus y un par de platillos de balanza preparé cuidadosamente la solución de azúcar, la esterilicé y me fui al hospital con la solución en la botella en una mano y el papel con las instrucciones en la otra. Fui directamente a Perisi. De acuerdo con la costumbre de las mujeres africanas, había dejado la cama y se había sentado al sol.
— Ven — le dije — , vamos a dar su comida a Yohanna.
Tres o cuatro enfermeras se acercaron para observar lo que hacíamos. Era algo completamente nuevo para ellas. Todas tenían sus barbijos, como también Perisi. Me puse un barbijo y un guardapolvo y me lavé las manos. Abrí con mucho cuidado los pequeños labios del bebé y muy suavemente empujé el tubito por su garganta.
— Bwana, ¿cómo puedes estar seguro que ese tubo va a su estómago y no a sus pulmones? — dijo Perisi.
— Debes escuchar y si oyes sonidos de respiración, entonces lo sacas y pruebas de nuevo y luego empujas un poquito más cuando crees que estás en buen camino. Bueno, aquí andamos bien. Fíjate, pongo sólo una gota de la solución, para que el bebé no tosa.
Muy lentamente medí la solución y la alcancé a Perisi. Con una sonrisa que iluminó su rostro la echó muy lentamente por el embudo adosado al tubo de goma. Las enfermeras dejaron escapar una risita nerviosa y Perisi me sonrió cuando el bebé hizo unos simpáticos ruiditos.
— Kah, Bwana, ha recibido la primer comida de manos de su madre.
— Jongo, Perisi, seguro que nunca has visto a una vaca alimentar a su ternero de esa manera — me reí — . Jiih, debemos darle la cantidad precisa de líquido. Su piel no debe estar arrugada, ni mostrar las otras señales de no tener suficiente líquido en su cuerpito.
— Lo vigilaremos con cuidado — dijo la joven madre — . Bwana, tú nos dices cómo.
Miró al pequeño bebé y dijo:
— Kah, hijo mío, mira que eres chiquito. Tengo miedo de que te marchites como una flor.
Las últimas gotas del líquido corrieron por el tubo hasta el bebé. Nos quedamos vigilando. De repente, pareció que se detenía su respiración.
— Rápido — dije — , dame ese tubo.
Aquella vez me cuidé de pasarlo no a su estómago, sino a través de la laringe hasta los pulmones del niño. Aspiré una bocanada de aire y soplé. Hubiéramos necesitado oxígeno, pero no teníamos oxígeno en nuestro hospital misionero en la selva, de modo que hice lo mejor que pude, dándole aire de mis pulmones. La tensión en el cuarto era casi palpable. La mano de Perisi me apretaba el hombro. Parecía que el niño no volvería a respirar.
— Bwana, se ha ido — murmuró la madre.
Pero apenas habían salido las palabras de sus labios cuando el niño emitió un suspiro. Trabajamos quizá por cinco minutos y por fin Yohanna volvió a respirar. Perisi se dejó caer en un taburete, con la transpiración que le brotaba como perlas en la frente.
— Kah, Bwana, tengo miedo...
— Tienes que vencerlo, porque, quizá eso volverá a repetirse y si ocurre ya sabes lo que debes hacer.
— Jiih, Bwana, te he visto hacerlo, pero ¿yo podré?
— Levántalo muy despacito y dalo apenas vuelta. Cada tres horas debes cambiar el lado sobre el que está acostado. Asegúrate de acolchonarle las mantas, hazlo poner cómodo. Simba y yo haremos una cuna antes que la luna crezca mucho.
Al hablar me acerqué a la ventana. Sentía necesidad de un poco de aire fresco después de aquella tensa media hora. Vi a Majimbi, la anciana abuela del espléndido hijo de Nhoto, acechando en un rincón con un cacharro lleno de potaje nativo que, estaba seguro, introducía de contrabando en el hospital para alimentar a su flamante nieto. Saqué la cabeza por la ventana.
— Yeh, ¿qué tienes allí? — dije.
— Jiih, Bwana, es sólo wubaga (un potaje).
— ¿Y qué? ¿No sabes que está prohibido traer potajes a la sala de bebés? ¿No sabes que hay que alimentar a los bebés de manera natural? ¿No sabes que la leche es la comida de los bebés?
— Yah, ¿qué sabes tú de bebés? — replicó la vieja, torciendo el labio. — Tú eres hombre, nada más que un hombre.
Oí la voz de Sechelela desde más lejos en la galería.
— Jiih ... ¿Y qué sabes tú de cuidar bebés? ¿Acaso no se murieron siete de los tuyos y sólo vivió uno?
Sonreí y volví hasta donde Perisi estaba sentada, vigilando su bebé.
— Bwana, después de todo es un chiquito gracioso. Caramba, el algodón parece que va a cubrirlo del todo.
— Perisi, ten mucho cuidado, tu hijo no es fuerte. Necesita el mayor de los cuidados.
— Bwana, le daré todo el cuidado que una madre pueda dar — y agregó — : Bwana, ¿cuándo puedo bañarlo?
— Jeh, pasarán muchos días. Veamos, dentro de tres días podrás frotar su cuerpo con aceite tibio, pero mira que hay muchos dudus y microbios que pueden meterse en su cuerpito en esta etapa si no tienes muchísimo cuidado. Ahora, Perisi, debes darle vuelta cada tres horas. Aliméntalo como he escrito en el papel. Pues bien, eso le dará fuerza.
— Bwana, ¿no he pedido a Dios un hijo a quien amar, a quien pueda enseñar su camino? Tú sabes que le he pedido un hijo con fuerza. Yo...
Sacando un Nuevo Testamento de mi bolsillo, dije:
— Escucha, éstas son las palabras de Dios. “Pedid y se os dará. Buscad y hallaréis. Llamad y se os abrirá”.
— Bwana, eso es lo que he hecho. He pedido a Dios, le he pedido su fortaleza. Y Bwana, ¿sabes? He orado con tanta fuerza hasta que he tenido sudor en mi cuerpo. He buscado con todo empeño y Dios me ha dado este pequeñito. Bwana, yo estaba muy triste hasta que me explicaste que ésta era una oportunidad para mostrar a la gente con mi propio hijo cuál es el mejor camino.
— Todo eso es cierto, Perisi. Oye, leamos más de lo que dice este Libro. Oye esta pregunta: “¿Qué hombre de vosotros, si su hijo le pidiere pan, le dará una piedra para comer y si le pidiere pescado le dará una serpiente?”
— Kah, nadie haría eso, ni siquiera Majimbi.
— Bueno, escucha otra vez — dije — . “Y si vosotros, hombres con pecado en vuestras vidas, sabéis cómo dar buenos regalos a vuestros hijos, cuánto más vuestro Padre que está en el cielo, dará buenas cosas a los que se las pidan”.
— Kah, ya lo veo. Este pequeño Yohanna es una respuesta muy especial a mi oración.
— Jiih, y te ha sido dado a ti, Perisi, porque Dios siente que puede confiar en ti.
Hubo entonces una sonrisa llena de paz en el rostro de la muchacha. Miró a su bebé, todo envuelto en algodones y palpó el cajoncito que era su cunita especial. Se había olvidado de mí y yo podía oír las palabras que hablaba en voz baja.
— Mi Padre, este es el don que me has dado. Ayúdame, oh, ayúdame, en los días que han de venir.
Mientras salía en puntas de pie de la habitación, estaba seguro de que su oración sería contestada.

16: Artes De Padre Y De Abuela

Había por lo menos sesenta o setenta mujeres bajo un espino que tenía forma de sombrilla. Junto a ellas, había bebés y chicos y una colección de perritos no muy bien nutridos.
A la sombra, estaban los platillos que indicaban el peso de los bebés con exactitud de ocho gramos. Muchas de las mujeres, algunos de los chicos y ninguno de los perros escuchaban muy atentamente lo que Sechelela decía mientras declaraba cuál era la ley para alimentar bien a un bebé. Sacudía su dedo en el aire y con todo el arte de la oratoria, les explicaba:
— No se debe alimentar a los chicos con cereales hasta que les salgan los dientes.
Sentí que me tocaban en el hombro y me decían en voz baja:
— Bwana, mira detrás de aquellas raíces del baobab. . .
Seguí la dirección del dedo de Simba y allí vi a Majimbi.
— Kah, Bwana — dijo la voz detrás de mí — , mira cómo tuerce burlonamente los labios. Ella no obedecerá las leyes de la sabiduría. Ni lo hará su hija, y su nieto, yah, ¿qué ocurrirá con él?
Me volví para ver a Simba sacudiendo su cabeza de la manera más lúgubre.
— Kah, Bwana, si ese chico vive, bueno, será nghani ya kwizina (un asunto para maravillarse).
— Al mismo tiempo, ella siente poca alegría y afecto hacia nosotros desde que el jefe la multó con una vaca por tratar de robar nuestra manta. Vamos, Simba, debemos hacer algo, tú y yo. No podemos ser parte del Club Maternal; ven conmigo que practicaremos algún arte de padre.
— Yah, ¿arte de padre? — dijo el africano — . Bwana, ¿qué es eso?
— Amigo mío, eso es el trabajo que un padre puede hacer para cuidar a su hijo. Mira, hoy tienes que hacer un trabajo muy especial. Tu hijo está creciendo, pero todavía es tan pequeño que necesita un cuidado muy especial, tanto de parte de la madre como del padre.
 — Jeh, Bwana, pero, ¿qué puedo hacer yo?
— Construir una chilili (camita) para que el bebé duerma cuando lo lleves a casa. Porque si queda echado en el suelo, bueno, los dudus vendrán y lo morderán y podría morirse. Tampoco hay calor en el suelo y él necesita estar envuelto en mantas. Ven y te mostraré un ejemplo de lo que debes hacer. Puedes elegir: puedes hacer una con la sabiduría del carpintero o ir a la selva y cortar estacas y palos y prepararla al estilo chigogo.
Unos minutos después, observaba a Simba que medía con un aire muy profesional los diversos elementos que iba a necesitar. Interrumpí sus pensamientos.
— Jongo, Simba, sé cuidadoso al construir, de modo de hacerla fuerte. Las patas de esa camita no se deben combar. El chico no debe rodar al suelo por culpa de la falta de habilidad o el descuido del padre.
 — Joh, Bwana — dijo Simba — , haré una con la ayuda de Elisha. Tendrá patas muy fuertes. Vaya, quedará firme en el suelo, como si tuviera patas de nhembo (elefante).
Me miró con una sonrisa y preguntó:
— Bwana, antes de ir a mi trabajo, ¿puedo ver de nuevo a aquel para quien estoy trabajando? ¿Puedo saludar a mi esposa que es la alegría de mi corazón?
— Jiih — se oyó la voz de Sechelela detrás de nosotros — , mira, estaba esperando esto.
Aquí...
Una enfermera africana con una gran sonrisa en la cara puso en nuestras manos un guardapolvo y un barbijo. Nos lo pusimos cuidadosamente y entramos a la sala. Allí estaba Perisi, sentada en una pequeña mesa, ella también con barbijo y guardapolvo, alimentando a su bebé con un aire sumamente profesional, a través de un minúsculo tubo de goma. Levantó la mano.
— Despacio, Bwana, mi trabajo está casi terminado.
Simba me miró y levantó una ceja, murmurando:
— Yah, Bwana, ¿viste como lo hace con habilidad?
— Sí, Simba — asentí — , no hay duda de eso. Las mujeres pueden hacer esas cosas de una manera que no pueden hacer los hombres.
— Yah, Bwana, mira — sacudió la cabeza vigorosamente — , ¿ves que tiene manos suaves y delicadas?
Al decir esto, Perisi levantó la vista hacia él y entre ellos se cruzó una mirada de profundo afecto. Con gran cuidado, sacó el tubo y puso al bebé del lado opuesto al que antes había estado apoyado dentro de su cuna temporaria. Era una figurita de aspecto extraño con una capa de algodón que ocultaba todo menos sus ojos, nariz y boca. Yo sabía que estaba totalmente envuelto en aquel tibio colchoncito. Cuidadosamente le acomodamos las mantas.
— Yah, Bwana, hoy estoy contenta. Vaya, lo he frotado todo con aceite. Mira, lo he pesado también. Ha aumentado casi cien gramos, Bwana, cien gramos en cuatro días.
— Cien gramos, Bwana — dijo Simba como un eco, con una sonrisa — . Bwana, esto es un asunto para estar contento.
— ¿Cuánto son cien gramos, Simba?
— Bwana, no lo sé.
— Yah, es más o menos el peso de una papa del tamaño de tu mano.
— Yah — dijo Simba, mientras el rostro se le alargaba visiblemente — , el chico está creciendo muy despacio.
Parecía tan desanimado que le di una fuerte palmada entre los hombros y me reí.
— ¡Anímate!
— Kah, Bwana — dijo una aguda voz — , no hagan tanto ruido, que van a molestar al niño. Ustedes los hombres...
— Vamos, Simba — dije — , vamos, porque aquí nos metemos en problemas. Tú esfúmate y yo seguiré con mi trabajo. Tengo bastante que hacer.
El cazador africano me miró y sonrió.
— Bwana, ¿puedo ir a tu casa? Necesito algunos tornillos y unos pedacitos de madera, como tienes a los lados de los cajones de embalar. Esta cuna será la mejor que jamás haya hecho un padre para su hijo en mi país. Mira, no habrá otra cuna como ésta en Tanganica.
Otra vez era jueves. Había pasado una semana desde la notoria llegada de Yohanna y Nhembo.
Fui a ver cómo progresaba el trabajo carpinteril de Simba. Estaba muy ocupado con una garlopa.
— Bwana, con la ayuda de Elisha, antes de muchos días este trabajo estará terminado. Necesito algunos tornillos, si...
Diciendo que sí con la cabeza, lo conduje hasta el almacén donde guardábamos toda clase de cosas que algún día podíamos precisar. ¡Qué rara colección de materiales teníamos! No se desperdiciaba nada en nuestro hospital. Recogimos el material adecuado y apenas estábamos saliendo cuando, detrás del gran baobab, vimos a la vieja Majimbi. Estaba sentada allí con su nieto, que tenía una semana de edad, apoyándolo en su rodilla. Detrás de ella, había un cacharro lleno de potaje, una materia pegajosa y gris. La vieja lo estaba revolviendo con entusiasmo y vertiéndolo en la garganta del bebé. Aquél, con sus ocho días y sus cuatro kilos y medio, hacía lo posible por resistir, tosiendo y escupiendo, pero la vieja le limpiaba los pegotes del potaje de los lados de los labios y lo empujaba garganta abajo con un dedo muy sucio. De repente y como con una explosión el chico devolvió todo lo que se le había dado. La mano de la vieja se apretó contra su boca y le empujó todo adentro otra vez. Boquiabierto, observé aquella notable demostración de cómo no debe ser alimentado un bebé. Por un momento quedé demasiado paralizado y luego me adelanté vigorosamente.
— Jey, Majimbi, ¿qué crees que estás haciendo?
— Kah — dijo — , ¿de quién es este chico? ¿Tuyo o mío?
— ¿Qué valor tiene un nieto muerto? — repuse.
— Yah — siseó — , no eches hechizos contra mi nieto.
Pero Simba encontró un punto débil en la armadura de la mujer.
— Yah — dijo — , ella quiere que se muera el chico. Tiene miedo de que mi hijo se ponga más fuerte que el de su hija, y por eso sigue el camino antiguo. Cuando el chico se muera, dirá que fue por un hechizo. Bwana, tú y yo sabemos que es el miedo de que mi hijo, que es tan chico, dentro de un año, sea más grande que el que ella tiene en los brazos.
— Kah — dijo la vieja — , tu hijo no es más que basura. Se puso de pie, levantó el cacharro del potaje, escupió y se fue, hamacando al niño en su espalda. De repente, se dio vuelta.
— Kah, Bwana, nosotros seguiremos nuestro camino; tú sigue el tuyo.
Hizo un ruido con la lengua que es quizá el insulto peor que un africano puede hacer a otro. Luego volvió a escupir en el suelo y salió mascullando. Simba levantó las cejas.
— Kah, Bwana, esa sí que es ikuwo (gran ira). Mira ésa sí que es una vieja fiera. Uh, haremos bien en mantenerla lejos de nuestro camino.
— Jiih — asentí — , pero el problema está en que ella cree que es su camino el que es bueno. El cazador sacudió lentamente la cabeza.
— Jiih, Simba, ¿te acuerdas que una vez hubo un gran rey que se llamaba Salomón? Escribió muchas palabras sabias.
— Si, Bwana, las he leído en el Libro de Dios.
— Muy bien, pues ahora hay una que viene muy bien para la vieja Majimbi, tan claramente como los carteles indicadores que señalan el camino al hospital. Él dijo: “Hay caminos que al hombre parece derechos, pero su fin son caminos de muerte”.
El africano volvió a asentir con la cabeza.
— Ya ves — continué — no basta seguir el camino que uno cree que es bueno. Mira, hay algunos de tu tribu que piensan que cuando uno tiene neumonía es suficiente frotarle el pecho con grasa de león. Dicen que eso les dará fortaleza para vencer la enfermedad. Pero, ¿cuál es el fin de ese camino?
— Jongo, Bwana, el fin de ese camino es la muerte.
— Simba, hay algunos que piensan que si usan un hechizo hecho con la piel de una cabra blanca, obtendrán fuerza suficiente como para vencer el mhungo (paludismo).
— Kah, Bwana, ésa no es la forma de enfrentar los problemas. Yo lo sé muy bien. — Simba hizo girar los ojos y ejecutó todas las acciones necesarias para dar una inyección.
— Jongo, Simba, y si estas cosas son ciertas en cuanto a la salud del cuerpo, ¡cuánto más la son las de la salud del alma!
— Bwana, mi gente piensa de manera extraña cuando trata de tranquilizar el miedo de lo que ocurre con mitima (el alma) cuando mwili (el cuerpo) se muere. Hacen ofrendas a los antepasados y se tragan hechizos. También los usan encima o los meten en los techos. Kah, Bwana, hacen de todo, hacen de todo y sin embargo, siguen con miedo. Jongo, Bwana, muchos beben wujimbi (cerveza) y su terrible pariente nghangala (aguardiente) para olvidarse del miedo con su ardor y con los sueños que vienen después. Jongo, Bwana, yo sé de esas cosas. Las he probado, pero el miedo sigue corroyendo cuando uno piensa o tiene insomnio.
— Pero, ¿qué dices del camino de Dios, Simba? ¿Es seguro que sus caminos son para vida?
— ¡Ngjjjih! Bwana, por supuesto. ¿Acaso yo no sé que él es el camino que sirve, de la misma manera que los caminos de la salud en el hospital significan vida, no dolor y muerte?
— Mira, Simba — dije, levantando un trozo de papel y escribiendo — , aquí hay una receta para ti, un remedio que es muy poderoso para la salud del alma.
Escribí: “Síguele en todos sus caminos y él te mostrará su senda”. Simba lo leyó lentamente, luego dobló el papel y se lo puso en el bolsillo.
Algunos días después, lo observé llevando al hospital una cuna bastante buena.
— Bwana, quiero un gotero para los ojos.
— ¿Anda mal de los ojos algún chico?
La enfermera africana sonrió, sacudiendo su cabeza.
— Es para el niño pequeñito, el hijo de Perisi, Yohanna. Vaya, ya no tenemos que alimentarlo con el tubo, ahora podremos usar el gotero, y con el preparado que le daremos, jeh, entonces sí crecerá más rápidamente. Ahora puede tragar, Bwana, y, ¿sabes? su piel está aprendiendo a ser normal. Bwana, ya no tenemos que mantener su temperatura como lo hacíamos. ¡Cuánto se alegró Perisi cuando comprobó que había aprendido a sudar!
Sonreí. Sólo pocos días antes, me había sido difícil convencer a mi personal africano que los bebés prematuros no tienen la capacidad natural de sudar como los bebés normales. Debe vigilárselos muy cuidadosamente hasta que su piel desarrolla esta función normal. Saqué un gotero, de mi magro stock de elementos y se lo di a la muchacha.
— No te olvides de esterilizarlo — dije.
Mirándome con aire de superioridad, repuso:
— Bwana, ¿crees que me olvidaría de eso?
Apenas había cruzado la puerta cuando sonó el grito de alarma del África, un agudo: “¡Yiih! ¡Yiih!”. A través de los portones del hospital, se precipitó Nhoto, la madre del bebé de cuatro kilos y medio, a quien habíamos bautizado Nhembo (elefante). Llegó jadeando hasta la puerta.
— Bwana, rápido, ayúdame, mi hijo ... por favor. Tiene ndege ndege.
Aquel bebé de un mes estaba en sus brazos con terribles convulsiones. En un instante, Mwendwa tomó cuenta de la situación y corrió a la cocina del hospital donde siempre se dejaba una lata de queroseno con agua sobre el fuego para situaciones similares. Tomó del brazo a la mujer, fuimos rápidamente a la sala de niños y tomé una bañera para bebés. En un momento estuvieron allí dos de las enfermeras y echaron el agua caliente. Prestamente se comprobó la temperatura; la enfermera africana lo hizo con el codo de la manera más profesional. Mwendwa levantó de los brazos de la madre al chiquito con convulsiones y lo puso en el agua. Cada movimiento era eficiente y activo.
— Yah — dijo Sechelela, que había entrado en aquel momento — , miren, el chico tiene wubaga (potaje) alrededor de los labios. Lo han estado alimentando y, se ve que su estómago lo ha rechazado. Esa es la causa del problema.
Pude ver a Perisi que se acercaba hacia la puerta de la sala y cuando llegó Nhoto largó un alarido y la señaló con un dedo acusador.
— Ahí viene — aulló — , allí viene la que ha echado un hechizo contra mi hijo. Sáquenla de aquí, sáquenla.
— Yah — dijo Perisi — no digas esas cosas. Mira, nadie ha echado hechizos contra tu hijo. El problema está en que tú has seguido un mal camino.
— ¿Quién siguió un mal camino? — se oyó decir a una voz áspera de detrás de la esquina e inmediatamente apareció Majimbi, la abuela.
Una de las enfermeras estaba cumpliendo la segunda etapa del tratamiento para las convulsiones. El chico ya estaba mucho más tranquilo y yo había medido una dosis de medicina. Una vez más se utilizó el tubo que habíamos usado para el hijo de Perisi. Lo deslicé por la garganta del bebé, echando por él la medicina. La vieja lanzó un grito salvaje, y corrió hacia mí, pero fue detenida firmemente por Sechelela.
— Yah — dijo la vieja enfermera — , ¿qué haces?
— Eh — chilló la vieja — , el Bwana está envenenando al chico. Miren lo que hace. ¿Ven que ha puesto un cizoka (gusano) por la garganta del chico?
— Kah — dijo Sechelela — sólo es una goma y un tubito para que la medicina le entre bien. Fíjate que no puede tragar.
Entonces, aferrando firmemente a la vieja hechicera por los hombros, Sechelela la miró a los ojos.
— Mira — dijo — , fuiste tú quien alimentó al chico con cereales. El Bwana te vio.
— Kah — dijo la vieja, retrocediendo. Si una mirada hubiera podido matar, Sechelela hubiera caído al suelo en ese momento — . Yah, estoy siguiendo los caminos de mi tribu y ¿quién eres tú para ordenarme qué debo hacer?
— Jongo — dijo Sechelela — , yo conozco la forma de ayudar a los bebés. Los bebés de este hospital sobreviven, pero centenares de ellos morirían si siguieran los caminos de nuestra tribu y tú lo sabes. Kah, pero tú prefieres que tu mente siga en la oscuridad, que tu alma siga en tinieblas.
La vieja repitió su ruido insultante con la lengua.
— Kah, seguiré por mi propio camino — dijo — , sin importar lo que me digas.
— Muy bien — le contestó Sechelela — , puedes ir a donde se te ocurra. Mira, fíjate en esa lata — señaló la lata de queroseno — mira cómo hierve el agua. Yo no podría evitar que tú pusieras la cabeza adentro si se te ocurriera, aun cuando yo sé que está hirviendo. Puedo sí explicarte que si lo haces, te quemarás. No puedo hacer más que advertirte. Vuelvo a advertirte que si alimentas al chiquito con cereales antes de que le salgan los dientes, pronto tu nieto será pequeño en comparación a aquel, el de Simba, el bebé de quien dijiste que no era posible que viviera, ni por un día y que ahora tiene un mes y se está poniendo fuerte.
— Kah — dijo la mujer, haciendo resonar de nuevo su lengua — Nhoto y yo seguiremos nuestro camino, tú sigue con el tuyo.
La enfermera estaba frotando fuertemente con una toalla al bebé que, en ese momento, ya tenía aspecto normal. Lo colocó en una cuna y lo cubrió con ropas de bebé.
— Kah — dijo Mwendwa — , tus palabras son chaka (necias). Mira, hace un cuarto de hora el pobrecito llegó aquí muriéndose, con sus brazos que se sacudían y Nhoto decía que tenía ndege ndege (el aleteo de un pájaro). Seguimos el camino que nos han enseñado Bibi y Bwana. Mira, el bebé vive y está bien.
Y como para subrayar aquello, el bebé, echado cómodamente en la cuna, bostezó.
— Yah — dijo Mwendwa, inclinándose con una sonrisa en la cara — yah, cosa bonita.
El bebé la miró al rostro y dejó escapar un ruidito de alegría.
La vieja, haciendo a un lado a la enfermera, tomó al bebé, le arrancó las mantas, desgarró la camisita que le habían hecho con un par de medias de hombre y salió al sol con él apretado en los brazos.
— Nhoto, es tu hijo — dije con tranquilidad — . Si quieres que muera ...
Por un momento, la muchacha permaneció indecisa. Primero me miró a mí y luego a su madre, encogió los hombros y salió lentamente de la sala detrás de la vieja.
— Yah — dijo Mwendwa — , de seguro que ese chico (¡y vaya qué chico es!) tendrá que pasarlo duro, si es que vive.
Se oyó el sonido de una corneta en el portón. Vi a nuestro viejo camión cargado con leña, hojas de hierro, bolsas de cemento y, encima de todo, a Elisha, el carpintero cojo.
— Bwana, estamos listos para salir — llamó Sansón.
Pasaron dos jueves más. La tabla de peso de Yohanna mostraba una línea roja ascendente. Aunque aún pequeñito, ya me daba más la impresión de ser un bebé.
Perisi estaba juntando sus cosas y poniéndolas en la cuna que Simba había hecho.
— ¿No hay algún regalo de despedida que yo pueda hacer a Yohanna? — pregunté.
— Si tuvieras algunos alfileres de gancho, Bwana ...  — sonrió la joven madre africana.
Tomé media docena, enganché cinco y el sexto lo puse con un gesto que demostraba mucha práctica, para su uso especial con el bebé.
— ¡Pande! — se oyó la fuerte voz de Sulimani.
Perisi subió cuidadosamente en el asiento delantero con el bebé en sus brazos. Simba se trepó al lado de Elisha. Buena parte del personal y de los pacientes salió al portón y despidió los pasajeros del viejo auto cuando desapareció con un crujiente ruido en una nube de polvo, rumbo a la aldea donde estábamos construyendo nuestro nuevo hospital.

17: Salen Los Dientes

Pasó un mes y un día llegó una nota de Simba, escrita en chigogo. Traduje:
“Al Bwana Doctor:
“Saludos a ti. ¿Estás bien? Todos estamos bien con la ayuda de Dios. Necesitamos clavos para la puerta, también cuatro latas de queroseno.
“Yohanna está bien; lo alimentamos con sabiduría y crece. Para las mujeres, es algo maravilloso.
“También necesitamos medicina para matar las hormigas blancas.
“Que tengas paz,
“de mi parte, Simba”.
La pasé a Daudi quien, al leerla, rió.
 — Es la clase de cartas que escribe la gente de mi país: pocas noticias, pero, Bwana, con noticias buenas.
Luego llegó una carta de Sulimani. Estaba fechada diez semanas después del nacimiento del bebé de Perisi. Cito las partes de ella que no se refieren al precio del hierro forjado, el queroseno o el mijo.
“Mi esposa y yo sufrimos mucho por el paludismo. Pronto volveremos juntos en busca de inyecciones de medicina.
“El año pasado nos sentimos mejor gracias a tu tratamiento.
“Siempre tendrás todos los servicios que humildemente yo pueda prestar a la misión.
“P. S. Una mujer chigoga, esposa de Masaka, el jefe de la aldea, dice en mi duka (negocio) que el hijo de Perisi crece con vigor. Dijo a su compañera que es un niño lindísimo; dice que es una maravilla”.
La traduje para beneficio de Sechelela, que cloqueó:
— Esto traerá muchas palabras y pensamientos. Por cierto que muchas mujeres cambiarán su camino al observar cómo se cría el bebé de Perisi.
Más tarde llegó una carta de Perisi, en inglés.
“Hay alegría en mi corazón, porque Yohanna tiene vigor. Las mujeres vienen a ver nuestra casa y se maravillan. Han pasado cinco meses desde que nació Yohanna”.
Un día vino Elisha, el carpintero, con noticias de cómo ella cuidaba al bebé que se iba desarrollando muy bien.
— Jiih, Bwana, Perisi es una mujer sabia. Una mañana la vi sacar algunas de las astillas hechas cenizas en el fuego; mezclándolas con agua, hizo una pasta y entonces bajó su bebé de la espalda y lo frotó con aquello. Los que miraban decían: “Yah, quiere que el nene sea blanco”. Perisi las miró y se sonrió. “Eh”, dijo, “miren, esta es la forma de sacar la suciedad de la piel de un bebé. Si no tiene suciedad, no tendrá picazón. Un bebé limpio es un bebé contento y se duerme y aumenta sus fuerzas. Este es un camino sabio. Esta es la forma en que se quita la suciedad y, bueno, si hay dudus debajo de la piel, no les queda posibilidad alguna, porque los dudus sólo están contentos cuando hay suciedad”. Entonces Perisi tomó una concha seca, sacó de la lata de kerosén un poco de agua y derramó algo con cuidado sobre su brazo para ver si tenía la temperatura correcta. Entonces lavó al bebé Yohanna, sosteniéndole la espalda con su mano — y Elisha hizo una demostración — . El bebé se reía y hacía ruiditos; la madre también reía feliz y todos en ese lugar parecían estar llenos de alegria.
Elisha siguió con su historia:
— Perisi volvió a frotar las cenizas sobre su hijo, con todo cuidado, detrás de las orejas y en otros lugares, y lo volvió a enjuagar. “Yah”, dijo, “miren, un chipeyu de agua y ya está listo. No es tarea difícil para ninguna madre que quiera bañar así a su hijo y ahora, bueno...”. Tomó una calabaza con tapón de madera y derramó algo de aceite en su mano. Con él frotó la piel de su bebé, hasta que quedó brillante. “Yah”, dijo uno de los chicos, “mírenlo. ¿No tiene la piel swanu muno muno? (¿hermosamente suave?) — Elisha se ajustó el fez rojo en la cabeza — . Jongo, Bwana, aquel chico dijo la verdad. Yohanna ya no es un bebito que parece enfermizo. ¡Jiih! Pronto tendrá dientes.

18: Apuñaleado

El aire vespertino tenía una frescura muy poco africana. Sechelela que estaba a mi lado, me dijo:
— Bwana, detén el auto por un momento. Es una suerte que tengamos mantas atrás. Vaya, voy a envolverme en una — me miró — . Jeh, en estos días mucha de nuestra gente tiene problemas. Les viene tos y muchos de ellos tienen la enfermedad que apuñalea. Kumbe, estos son días cuando Dawa, el hechicero, aumenta el tamaño de su rebaño como resultado de la grasa de león con que frota el pecho de los que tienen la enfermedad que apuñalea.
— Jongo — dije desviando al auto para evitar un baobab — , es interesante cómo se puede sacar tanta grasa de león de una cabra enferma.
Sechelela se inclinó hacia adelante y me tocó el hombro, sonriendo.
— Kah, ésa no es manera de hablar de la medicina del hechicero. Tiene mucho poder en echar el mal de ojo.
— Jongo — dije, arqueando las cejas — , piénsalo: suaviza el pecho de un enfermo como el potaje de cereales conforta el estómago de un recién nacido.
Sechelela seguía charlando cuando enfilé el auto por el tramo de camino que Simba había construido por el lecho seco del río hasta su nueva casa. Deteniéndolo detrás de un espino, nos encontramos con un cartel escrito con tiza en la pared de barro, sobre la puerta, que decía “Nyumba ya afya ya wadodo (casa de salud para bebés). Adentro, vi una casa modelo, un cacharro de barro cubierto con un trozo de mosquitero, el agua para el bebé, una cuna y las mil y unas cosas que los africanos deben hacer para el bienestar de un nene. Sobre la mesa, apoyada con tanques de petróleo, vi con claridad una tabla de peso de bebé y uno de aquellos intrigantes lápices, rojos en un extremo y azules en el otro. Perisi estaba en la puerta para saludarnos. Sobre su hombro se asomaba el bebé Yohanna, mirando como una personita bien feliz.
La joven madre le dio la mano a Sechelela y luego se dirigió a mí.
— Mbukwa, Bwana.
— Mbukwa, ¿za henyu? (¿qué noticias tienes de tu casa?).
— W’swanu du (todo bien) — respondió — . Pero, bueno, Simba está con tos. Recién hoy le vino, pero jeh, ¡cómo se queja!
— Jongo — dije, y Sechelela sonrió — , ¿y qué tal el bebé al que trataban de basura?
Perisi se rió y descolgó al chico de sus hombros. Él me extendió los bracitos.
— Kah — dijo Sechelela — , éste no tiene ningún miedo del Bwana, ni duda de su habilidad con los bebés.
No había duda de eso, porque el simpático Yohanna era ciertamente una robusta personita.
— Yoh — dije — , hace seis meses que no lo veo; caramba, eso de andar de safari por todo Tanganica no le da a uno mucho tiempo para hacer visitas.
— Yah, Bwana,— asintió Perisi — , he seguido el camino del hospital y todos los caminos de la enseñanza para el bienestar de los niños. No he tenido necesidad de medicinas y por eso me quedé aquí. Mira — y al decirlo, bajo delicadamente el labio inferior del chico — , ya le están saliendo los dientes.
— Jongo, pronto será tiempo de prepararle cereales, Perisi.
Perisi sonrió. Mwendwa, que había tomado el lugar de Perisi en la maternidad del hospital, había sacado de la parte trasera del auto una caja con varias medicinas, un nuevo stock de tablas de peso de bebés y una pila de vendas. Se detuvo, expresando su aprecio ruidosamente, a la vez que tenía Yohanna en sus brazos.
— Yoh — dijo — , jeh, realmente es un mwana muswamu; jeh, ¡cómo sonríe!
— Jongo — dije, al entrar otra persona por la puerta — , pero vean a su padre, que no sonríe. Simba estaba muy serio. Más bien tenía una expresión de viva ansiedad. Le di una fuerte palmada en la espalda.
— Joh — le dije — , oh cazador de leones, ¿qué noticias tienes?
— Bwana — dijo con voz lenta y quebrada — , yo he sido cazado, pues. . . — y tosió, con toses cortas y agudas, su mano apoyada en el pecho — . Me duele cuando respiro, sí, tengo un dolor grande cuando respiro y cuando me palmeas ... ¡eh ... Bwana, me lastima, justo aquí!
Apoyó la mano suavemente en la región de la quinta costilla. Me senté en un banquito de tres patas, saqué mi estetoscopio, pero aun no se lo había puesto sobre el pecho, cuando pareció que su piel ardía, y cuando escuché con aquello a lo que él llamaba con gusto el cihulicizizo, pude percibir el ruido que se produce cuando uno frota los dedos juntos y fuertemente cerca de la cara.
— Jongo — dije, y Perisi me miró con una pregunta en los ojos — , tiene pleuresía, una enfermedad que apuñalea de verdad, ¿no es cierto, Simba?
Penosamente sacudió la cabeza, asintiendo.
— Mal negocio — dije — , eso ha matado a mucha gente — vi ansiedad en los ojos de Perisi, y proseguí — , hasta que tuvimos las primeras píldoras de sulfas y, luego, la penicilina.
— Yoh, Bwana — dijo Simba, con la sombra de una sonrisa en la cara — , supongo que eso significa que tendrás la alegría de clavarme agudas agujas.
— Un, uh — me reí — , estamos guardando las agujas dobladas para ti, Simba — miré a Sechelela — . Mira, me parece que el camino más sabio es que tú y Mwendwa se queden aquí y cuiden un poco de las cosas para que Perisi venga a Mvumi. Quizá Simba estará una semana en el hospital; ella podrá atender el trabajo de Mwendwa, porque lo conoce muy bien y al mismo tiempo podrá ver que yo no le clave la aguja demasiado hondo ni demasiado frecuentemente a su pobre marido enfermo.
Sechelela se rió.
— Jeh, jii, Bwana, haremos todo eso. Pero, yoh, no me puedo reír al pensar en la enfermedad que apuñalea; ha muerto demasiada gente de nuestra aldea por su culpa; todavía queda mucha gente que sigue los caminos del hechicero con sus púas de erizo y su ungüento de grasa de león.
— Vaya, esas palabras son ciertas — asintió Simba — , y ¿acaso no he oído que el mismo hechicero Dawa tiene la enfermedad que apuñalea?
— Juh — dije — , no me alegra oír eso. Veamos, le escribiré una carta, quizá podamos ayudarlo.
Simba arqueó las cejas, cuando yo tomé un trozo de papel y escribí en el idioma local:
Ku Dawa, Muganga ya Ugogo (a Dawa, hechicero del país gogo). Oh grande, saludos. Yo estoy bien y espero que tú estés bien, pero he oído noticias de que tienes la enfermedad que apuñalea. Una nueva y muy poderosa medicina ha llegado a nuestro hospital para este problema. Clavando una aguja tres días, bueno, la enfermedad se acaba. Estoy en la aldea de Makali con mi automóvil, si quisieras volver con nosotros, para que atendamos tu mal mientras es pequeño. Que tengas paz”.
Firmé mi nombre, doblé el papel, lo coloqué en un palito rajado y lo di a un muchachito con instrucciones de llevarlo a Dawa.
Perisi había juntado sus cosas, incluyendo la cuna para el bebé y un manojo de toda clase de objetos que ató dentro de un trozo de tela de algodón muy colorido. Envolvimos a Simba en una manta y lo colocamos cómodamente en el asiento trasero del coche. Nos despedimos de Sechelela y Mwendwa y manejamos cuidadosamente a través de la aldea, deteniéndonos fuera de la casa del hechicero. Una hiena lanzó un aullido cuando me detuve. Las estrellas brillaban en un cielo claro y un fuego ardía brillantemente en el interior de la casa.
— ¿Jodi? — pregunté, pero no hubo respuesta para darme la bienvenida.
Una mujer africana salió a la puerta y dijo con voz áspera:
 — Yakulema (se niega).
 — Viswanu (muy bien), pero si quisiera probar el gusto de las medicinas, nos sentiríamos felices...
— Nosotros seguimos nuestro camino — interrumpió — , las costumbres de nuestra tribu.
Giró sobre sus talones. Cuando volví al auto, Perisi dijo:
— Jongo, Bwana, ese es su camino, el camino que lleva a la muerte.
Manejamos en silencio por un rato hasta que apareció ante nosotros el lecho seco del río.
— Jongo — dije, aflojando el acelerador — , vaya, Perisi, ¿te acuerdas de nuestro viaje a través de este río?
— Jeh — respondió — , ¿podré olvidármelo alguna vez, Bwana? Y de cómo estuve echada junto a ese árbol — señaló con el mentón, en el momento en que salíamos otra vez de la arena húmeda. Luego señaló con su mentón a una vaga línea de colinas — . Ni me olvidaré de un solo trocito de este país, Bwana. Allí fue que nací; allí fue que por primera vez puse los pies en el camino que lleva a la vida.
— Jongo — dije — , cuéntame de eso.
— Había muerto uno de mis familiares. Bueno, Bwana, cuando vi a sus seres queridos aquella noche alrededor del fogón, mi corazón se llenó del miedo a la muerte. Me envolví la cabeza en mi manta, pero todavía tenía miedo, Bwana, mucho miedo, y entonces me pareció oír las palabras que había oído en la escuela. — Las luces de la Escuela Misionera para Niñas brillaban delante de nosotros en la colina y señalándolas, prosiguió — , Bwana, las palabras fueron a mi corazón, eran las palabras del mismo Jesucristo quien dijo “Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre, sino por mi”. Bwana, mientras yo estaba allí en la oscuridad hablé con él y le dije: “Oh Grande, iré al Padre, ¿no me guiarás?” Pues bien, yo supe en mi corazón que me contestaría. Así fue, Bwana, seguí sus caminos y al hacerlo leí su Libro y entonces, bueno, en mi mente se clavaron algunas palabras; eran éstas: “De cierto, de cierto os digo que el que oye mis palabras y cree al que me ha enviado, tiene vida eterna”. Bwana, cuando leí esas palabras, le dije: “Oh Grande, ¿no he oído, no he creído, no estoy demostrando que es verdad, porque obedezco las Palabras de este Libro?”. Yoh, Bwana, entonces se fue aquel miedo, porque supe que tenia la Vida que siempre sigue.
Junto a ella, podía ver a Simba con su mano apretada contra el pecho y, de pronto, explotó una tos que había estado tratando de contener.
— Yoh, Bwana — dijo — , ciertamente es la enfermedad que apuñalea, con todo su dolor.
Diez minutos después, en el hospital, en la cama que había ocupado luego de su memorable lucha con el león, estaba recostado sobre almohadas rellenadas de pasto seco.
Yo tenía una jeringa llena a mi lado. Hice salir el aire y avancé hacia él.
— De veras, cazador, que ésta es una enfermedad que apuñalea.
Apretó los dientes y cerró los ojos, y con un movimiento rápido, clavé la brillante aguja de acero a través de su negra piel y le introduje la medicina que se ocuparía de aquellos gérmenes que tan fácilmente podían causarle la muerte.

19: Agujas Y Alfileres

Simba, el cazador de leones, estaba en cama, respirando aceleradamente y emitiendo gruñidos especiales, típicos de la pleuresía.
Le había puesto una inyección y estaba frotando su brazo con un poco de algodón, cuando de repente abrió los ojos y aflojó los dientes.
— Vamos. Bwana, que aquí estoy, esperando. Sabes que no me divierto con las inyecciones, ¡así que termina!
— ¡Jeh! Ya acabé, ya tienes la medicina adentro.
— Yoh, no sentí nada.
— Kumbe, la próxima vez debo tener cuidado de usar una de las agujas dobladas, una de esas que tienen la punta como un anzuelo. Entonces la sentirás bien.
Había una sonrisa en sus labios, una sonrisa que iba aumentando a medida que pasaban los días.
Cuatro días después, su temperatura era normal, se le había ido el dolor y estaba reclamando más y más de comer. Como le dije a Perisi, era una señal segura de su mejoría.
Había pasado una semana desde que Simba y Perisi habían llegado al hospital. Había una larga fila de madres, paradas con sus bebés en la espalda o en los brazos y con la tabla de peso lista para anotar.
Como detalle especial, había unas veinte de las niñas del Internado de la Misión que habían venido a la clínica. Perisi les dedicó una sonrisa.
— Bwana, tienen un gran deseo de cantar canciones de cuna, las de nuestra tierra.
— ¿Quieren ustedes escuchar las canciones de las niñas? — pregunté a las mujeres.
Hubo un movimiento general de cabeza y una serie de “ji, ii de asentimiento.
A una señal de Perisi, cantaron una canción de cuna. Muy pronto todo el grupo de madres se mecía rítmicamente y los bebés que espiaban sobre sus hombros parecían muy divertidos.
— Vamos — pedí — , otra.
— Bwana — explicó Perisi — , a ésta la llaman Merabi. Es una de las que canto a Yohanna a la hora de la puesta del sol.
Las niñas esperaron la señal de Perisi y volvieron a cantar.
— Assante wose muno muno (gracias a todos, muchas gracias) — dije sonriendo.
Las niñas sonrieron su gratitud y se quedaron observando cómo Perisi pesaba un bebé tras otro, trabajando rápidamente con su lápiz rojo y azul. Simba se había levantado por primera vez y había venido a ver trabajar a su esposa, sentándose en la galería, a la sombra. Una vez más, las enfermeras más jóvenes estaban reparando los guantes de cirugía en la sala. Fui para hacer mi visita diaria a las madres y los bebés, y Simba dijo:
— Bwana, siéntate aquí por un momento que tengo algo que mostrarte — sacó un sobre con la tabla de peso de Yohanna — . Bwana, mira, fíjate aquí abajo, a la izquierda, el peso cuando nació y mira cómo ha ido cada vez más arriba.
— ¿Qué pasó aquí? — pregunté, señalando una marca descendente azul.
— Yah, Bwana, fue el día que tuvo paludismo, pero Perisi le dio quinina en la forma que le enseñaste y, bueno, la enfermedad desapareció muy rápidamente y, ya ves, ha vuelto a subir.
— ¿Y aquí, qué pasó? — volví a preguntar señalando otra marca azul descendente.
— Jongo — dijo Simba — , nunca descubrimos qué pasó allí, pero tú sabes, Bwana, que los bebés hacen cosas raras.
Su hijo y heredero estaba gateando por la galería detrás de él. De repente, tomó un guante, que estaba justo en el camino de su boca. Simba le dijo:
— Yoh, no debes hacer eso.
— Jongo — dije en alta voz — , tú sabes que los bebés hacen cosas así.
Se rió, pero la risa se interrumpió de repente, cuando dijo casi en un susurro:
— Bwana, mira quién viene.
Una mujer joven, con una tela negra sobre su cabeza había llegado y aparentemente era un caso nuevo, porque pedía una tabla de peso de bebés. Oí la voz de Perisi:
— ¿Cómo te llamas?
La muchacha echó atrás la tela oscura y se oyó un murmullo en todo el patio:
— ¡Nhoto!
Se irguió y puso el bebé en los brazos de Perisi:
— Dale las medicinas del hospital, dale el aceite de la salud, dale las medicinas que traen vigor.
Me adelanté rápidamente y miré a aquel bebé al que una vez llamamos Nhembo (elefante), que ahora, seis meses después, era un niño como los demás, que tenía marcas evidentes de paludismo y de una enfermedad cutánea. Sus ojos estaban infectados y tenía llagas alrededor de la boca y de los tobillos.
Nhoto se volvió hacia mí casi con aire de desafío, y me dijo:
— Bwana, he venido porque, ayer al atardecer Dawa, el hechicero, se fue a estar con sus antepasados. Había tomado de su propia medicina, la medicina de la tribu. Pero fue vencido por la enfermedad que apuñalea — se encogió de hombros — . Bueno, se ha ido con los antepasados.
Miró a Simba que se había levantado y tenía a su hijo en brazos. Señalándolo, continuó:
— Bueno, he visto la forma en que las medicinas actúan con el chiquito y he visto cómo curaron a Simba. — Y luego, en voz muy baja, como para que sólo Perisi y yo pudiéramos oír — ¿Es que los caminos de las viejas habrán de dejarme sin hijo?
Perisi hizo una seña en la tabla de peso y dijo:
— No tengas miedo, que tú y yo lucharemos juntas por este niño. Tu hijo y el mío crecerán juntos. Observaremos cómo sube la línea roja de nuestras tarjetas; seguiremos los caminos de la salud, los caminos de la vida.
Ya había terminado con las tablas de los bebés y las madres se habían ido a casa con sus remedios. Perisi estaba preparando una comida especial para su hijito cuando entré a la sala.
— Perisi, ¿cuánto pesa el hijo de Nhoto?
— Bwana — dijo sonriendo — , el peso de los dos chicos, del suyo y del mío son sawa sawa (exactamente igual).
Fuimos a la sala y nos detuvimos en la cama cerca de la puerta, la que pocos meses antes había usado Perisi dominada por la tristeza de su primogénito, como ella misma decía.
Jugueteando con mi estetoscopio en el bolsillo, la miré y le dije:
— Perisi, cuando tu bebé pesaba ochocientos gramos y el de Nhoto cuatro kilos y medio, cuando las mujeres se reían, cuando el hechicero y la vieja Majimbi echaban hechizos, bueno, ¿no tenias el corazón lleno de dudas? — Perisi se sonrió y asintió — . ¿Recuerdas las palabras de Dios que te indiqué?
— Jiih — asintió — , tú me dijiste que todas las cosas obran para bien de aquellos que aman a Dios, de aquellos que son los llamados, de acuerdo a su propósito. Jongo, Bwana, son palabras ciertas. Jeh, nunca volveré a dudar de Dios.
Salimos a la galería donde Simba estaba sentado, rodeado por un grupo de enfermeras que estaban muy entretenidas.
— Jongo — dijo una — , oh cazador de leones, no destroces al chico. Ponle la mano en la espalda. Sí, de esa manera.
— Kah — dijo otra — , ¿vas a dejarlo sobre el cemento frío? ¿Vas a tratarlo como si fuera una bolsa de nueces?
Simba no contestó. Estaba concentrado en un rectángulo de toalla que trataba de ajustar adecuadamente alrededor de su hijito. Las enfermeras se sacudían de risa al ver sus esfuerzos inexpertos, cuando una me llamó.
— Rápido, Bwana, que Simba va a hacer mucho daño al niño.
Cuando me acerqué, vi a Simba luchando en vano con varias puntas de la toalla y esgrimiendo un gran alfiler de gancho como si fuera una lanza. Lo toqué en el hombro.
— Jongo — le dije — , oh cazador de las criaturas más terribles de la selva, quizá tendrás habilidad con la lanza, pero... — y con el toque de una larga experiencia coloqué el pañal correctamente y extendí la mano — . Dame eso, Simba. Aquí estoy otra vez, el médico de la jungla, corriendo en misión de socorro, pero ahora con un alfiler de gancho.