El Médico de la Jungla se Encuentra con un Leon
Paul Hamilton Hume White
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1: El Olor Del León
Daudi se detuvo y olió.
— Bwana, por aquí hay un león. ¿Su nariz no le hace sentir ese olor a viejo?
Colocó un farol junto al suelo y allí vimos claramente, en la arena suelta, las marcas de las zarpas del león.
— Kah — dijo mi ayudante africano — . Bwana, esto es muy reciente, porque se puede ver dónde el polvo ha sido mojado por el rocío. Mira, son muy claras las marcas de las patas del león.
En voz baja, susurré.
— Escucha, Daudi, ¿qué es eso?
Daudi levantó el farol a la altura de su cabeza. En unos cinco metros a nuestro alrededor no podíamos ver sino un trozo de selva del Centro de África, con sus malezas a lo largo del sendero por donde íbamos caminando. Las sombras que lanzaba la luz del farol no hacían nada para tranquilizarnos, hasta que de repente, desde las sombrías ramas de un árbol baobab, que se extendía sin hojas sobre nosotros, algo oscuro atropelló al farol. Quedamos a oscuras. Rápidamente encendí un fósforo, a tiempo como para ver unas grandes alas que desaparecían en la noche.
Daudi levantó el farol.
— Bwana, era ituwi (la lechuza).
Afortunadamente no se había roto el vidrio del farol. Volví a encender la mecha.
— Koh — dijo Daudi — ¿sabes, Bwana, que aquí en Tanganica se dice que la lechuza es un ave de brujería? ¿Vio como me asusté cuando se acercó? Yoh, no tengo mucho miedo de la brujería, Bwana, pero eso de estar de repente en tinieblas no me gusta nada.
Sonreí.
— Sí, Daudi, entiendo lo que eso significa: todos los pelos de mi cabeza se me pararon cuando pasó la lechuza.
— Koh — dijo Daudi — . Bueno, Bwana, supongo que no nos pasará nada más. Por lo menos, estoy contento de que aun tengamos el farol.
Repentinamente la maleza se transformó en un montecito que nos llegaba a la altura del pecho y enfrente nuestro se veía a la luz de las estrellas una colina que parecía surgir de la nada en medio de la llanura. Grandes moles de granito, algunas de ellas grandes como una casa, se dibujaban sobre el cielo. Hice notar a Daudi un grupo especial de rocas enormes apoyadas una sobre otra, que eran de quince metros de altura.
— Yoh — dijo Daudi — Bwana, en nuestra tribu tenemos una historia sobre estas rocas. Se dice que ...
El sendero por el que íbamos descendía y nuestros pies se hundieron en la arena de un río seco. Daudi se detuvo bruscamente.
— Koh — dijo — Bwana, otra vez ese olor ...
En la brisa fresca que sopla antes del amanecer sentimos un fuerte olor a cosa vieja. Daudi no parecía dispuesto a seguir. Me aclaré la garganta y rompí aquel incómodo silencio.
— Daudi, ¿no me dijiste una vez que cuando oías a los leones rugiendo cerca de ti, no te asustas porque ningún león ruge si no ha comido?
— Jii — dijo el africano — así es, Bwana. ¿Es que oyes rugir al león ahora?
Podía ver el blanco de sus ojos resaltando en contraste con su cara negra. Aferrando su vara con la mano derecha, se adelantó lentamente y luego se detuvo.
— Bwana, ¿ves? — dijo.
Allí, marcada claramente en la arena, estaba la huella de la zarpa del león. Seguimos el rastro cuidadosamente por el lecho del río, por un largo sendero flanqueado por malezas que interrumpían la vista. Después el sendero volvía a abrirse en un claro y a la luz del farol pudimos ver los tallos quebrados de lo que poco antes había sido una cosecha de mijo de primera clase. Daudi se detuvo delante de mí y se quedó examinando cuidadosamente el suelo con el farol. Nos fijamos ambos en el suelo. Las plantas habían sido quebradas en lo que debió haber sido una terrible lucha. Entonces mi ayudante africano se inclinó señalando una mancha oscura.
— Bwana, es sangre.
Se veían marcadas con claridad las huellas de la zarpa del león y las marcas de un pie desnudo. Al borde del claro podían verse partes de una lanza quebrada. La senda que llevaba a la aldea estaba llena de huellas recientes de pies humanos.
— ¿Qué te dice esa arena, Daudi?
El africano respiró profundamente.
— Debe haber habido una lucha, Bwana. Me parece que el león ha sido muerto y quizás también el hombre. Mira, hay muchos pies que han vuelto durante la noche a la aldea de Ngombe.
— ¿Y qué ha sido del león? ¿Por qué no lo han dejado aquí?
— Jongo, Bwana, dicen los de nuestra tribu que la grasa de león es muy buena medicina.
Frunció la nariz, y con aire de desprecio, dijo:
— Jiii, es medicina para dar fuerza, es grasa de león.
Le di una palmada en el hombro.
— Vamos, Daudi, apurémonos. Quizás todavía podamos hacer algo bueno en la aldea. Quizás el hombre no esté muerto.
Palpé el bolsillo trasero de mi pantalón corto donde tenía una jeringa de inyecciones y una cajita de drogas inyectables de emergencia. Hubiera deseado tener algunos instrumentos de cirugía, pero lo más parecido a eso que teníamos era una navaja que siempre llevaba junto con mi Nuevo Testamento en el bolsillo de la camisa.
Daudi iba diciendo algo a medida que caminaba vigorosamente delante de mí.
— Lo siento — dije — . No oí lo que dijiste. ¿Puedes repetirlo?
— Bwana, te estaba explicando como Muganga (el brujo) usa la grasa de león como medicina entre la gente de nuestra tribu. Supongamos, Bwana, que tienes un dolor en el pecho; entonces llaman al brujo, él toma un par de sandalias, escupe y las tira al suelo. Las examina y te dice cuál es la causa de tu mal y entonces, quizás después que has pagado con una botija de grano por su trabajo con las sandalias, te dirá: “¿Me darás una vaca si preparo una medicina fuerte?”.
— ¿Y entonces qué pasa si se le paga con la vaca?
— Jondo, Bwana, Muganga junta hierbas y las mezcla con la grasa del león. Eso es la miti (medicina) con la que se da una friega. Yoh, Bwana, creen que la fuerza del león se te pasa y entonces se te va el dolor y kumbe, si el dolor no sale de tu pecho, Muganga dice que el hechizo que te han hecho debe ser muy poderoso.
— Kumbe, Daudi — Levanté las cejas — . ¡Una vaca para eso!
El africano sacudió la cabeza.
— Quizás el dolor esté en su estómago y ya ha tomado muchas medicinas. Entonces al final dirá: “Ah, bueno, es una cosa muy mala, necesita una medicina muy fuerte”. Entonces la parte dolorida es fregada otra vez con grasa de león, pero, ¡jongo! el dolor sigue, salvo que, por supuesto, Bwana, esté en la cabeza y no en el estómago del hombre.
— Koh, ¿y entonces tienes que pagar otra vaca?
— Por supuesto, Bwana — dijo Daudi — , así se hace en la tribu. Hasta que llegaron los hospitales aquí no había medicina. No sabían otra cosa.
Caminamos en silencio por un momento y luego Daudi dijo:
— ¿Recuerdas la epidemia de meningitis, Bwana?
— ¿Cómo no recordarla? — repuse — Nunca me he sentido tan cansado.
— La única medicina que el Muganga tenía para tratar la meningitis era la grasa de león. Nuestra gente llama a esa enfermedad “la enfermedad de la muerte” y de veras que lo es; aunque te frieguen con la medicina la cabeza y la columna, te mueres lo mismo.
Daudi encogió los hombros al decirlo.
— Pero ahora es distinto, Daudi, desde que empezamos con las sulfamidas.
Se estaba haciendo más claro el día y pude ver a Daudi moviendo su cabeza vigorosamente.
— Kweli, Bwana, por supuesto. Hemos ganado mucha confianza para nuestros hospitales y las operaciones y medicinas que tan buenos resultados, y con nuestra enseñanza y predicación cristiana. Yoh, Bwana, eso ha cambiado todo.
2: Grasa De León
El sendero cruzaba por medio de una arboleda de baobabs. Entre aquellos grandes troncos podíamos divisar más adelante la aldea. A medida que nos acercábamos, íbamos distinguiendo las casuchas redondas. Pero no se veía nada de la habitual actividad matutina de los hombres y los muchachos que llevan las vacas y cabras al pastoreo. Todo el mundo parecía concentrado en un rincón de la aldea. Bajo un espinoso árbol, en forma de sombrilla, descubrimos una animada escena. Un grupo de hombres, con el cabello lleno de barro rojo, terminaban de sacar el cuero del león y se preparaban para estirarlo y clavarlo en el suelo, mientras un hombre más viejo y enclenque, con enormes lóbulos en las orejas llenos de adornos que casi le llegaban al hombro, estaba arrodillado junto al león muerto sacando de él los puños llenos de un material de extraño aspecto de la región del estómago del león. Luego lo echaba en un cacharro y se enjuagaba cada dedo de una manera que me hacía estremecer.
Daudi me dijo:
— Mafuta ga simba, Bwana. (La grasa del león, Señor).
Alguno de ellos miró hacia arriba y por un momento hubo una pausa rara y hostil. Finalmente yo hablé en chigogo, el idioma de las llanuras centrales de Tanganica.
— Mbukwa (Buenos días).
Algunos de ellos se pusieron de pie de un salto, y contestaron:
— Mbukwa.
— Zo wugono wenynu? (¿Cómo han dormido?) — pregunté.
Vino como respuesta un rumor no muy amistoso, frente al tradicional saludo matutino.
El brujo se paró, con la grasa del león chorreándole por las manos que parecían garras. No era un espectáculo muy hermoso.
— Mbukwa — dije — , díganme, ¿quién mató ese león?
— Yali bahalya (Está allí) — contestó brevemente el brujo, señalando con su mentón hacia una casa de barro al otro extremo de la aldea. Rápidamente se dio vuelta y volvió a su horrible tarea. Caminamos entre ellos hacia la estrecha puerta de mimbre que se nos indicó. Estábamos aun a unos treinta o cuarenta metros cuando apareció repentinamente una mujer corriendo, con el terror dibujado en sus ojos. Tropezó luego de pasar a nuestro lado sin prestarnos atención, salimos corriendo, deteniéndonos por un segundo para preguntar antes de cruzar la puerta.
— ¿Jodi? (¿Se puede?).
Una voz áspera contestó desde adentro.
— ¡Winjile! (¡Entre!).
Daudi pasó cuidadosamente y detrás entré yo. En la opaca luz de la choza de barro podíamos ver una alta figura, echada inerte sobre una piel de vaca en el suelo. Amontonados alrededor, agachados sobre el suelo, había de ancianos en grupos de ambos sexos. Se sacudían de aquí para allá sobre los talones y gruñían.
Entonces Daudi, inclinándose, murmuró:
— Bwana, es demasiado tarde: está muerto.
Me apoyé en una rodilla junto al infortunado cazador y le sentí el pulso. No podía sentírselo en la muñeca. Entonces puse mi mano sobre su pecho desnudo y cubierto de sangre y allí pude captar un ligero golpeteo.
— NO, Daudi, todavía vive; quizás podamos salvarlo. Rápido, consigue agua hirviendo y algunas sábanas.
Daudi se dirigió rápidamente a los impresionados parientes.
— Escuchen — dijo — , el europeo es un gran doctor. Tiene medicinas que traen vida. Él dice que este hombre no está muerto y que, si traen agua caliente y si hay algunas sábanas, quizás pueda traerlo por el camino de la salud.
Varios se pusieron de pie y procedieron a hacer lo que se les pedía con una velocidad que, a mi juicio, no era la más adecuada. Levanté la mecha del farol e hice un rápido examen de las heridas. El hombre estaba terriblemente destrozado. Saqué mi pañuelo y me las arreglé para contener algo de la hemorragia.
Daudi volvió corriendo con una calabaza llena de agua tibia, que estaba notablemente barrosa. Coloqué dos píldoras de morfina en la jeringa y luego la llené con algo de aquella agua.
— Daudi, nunca hagas esto sino en un caso de extrema urgencia –dije — . Posiblemente esta agua esté repleta de microbios, pero si no le colocamos esta medicina, se morirá y unos pocos microbios más dentro de un hombre vivo son mejor que nada de medicina calmante en un hombre muerto.
Media docena de sucias sábanas de algodón fueron traídas en ese momento y con ellas cubrí cuanto fue posible a mi paciente, sin ponerlas en contacto directo con las heridas. Podía ver a varias ancianas soplando las llamas de un rojo carbón que resplandecía bajo una gran calabaza.
— Mbera, mbera! (¡Rápido, rápido!) –las apuré.
— Yoh, no vale la pena apurarse –dijo una de las ancianas levantando los ojos — . De esta manera no vamos a calentar el agua.
A la luz inadecuada del farol, hice un examen completo de las heridas. El muslo izquierdo había sido gravemente maltratado por el león y no menos el resto de la pierna. Ahora podía sentir algo de pulso en la muñeca del cazador. Una cama de emergencia fue preparada y a dos muchachos con ramas les di el encargo de mantener alejadas las moscas.
— Daudi, ¿con que podemos cubrir estas heridas? Necesitamos algo que usar como vendaje. Mira si puedes encontrar algo por la aldea.
Salió a toda velocidad y volvió a los pocos minutos.
— Bwana, no hay nada de nada, absolutamente nada.
Pensé un momento.
— Bueno, Daudi, aquí hay una sola que sirve: nuestras camisas.
— Koh — repuso Daudi mirando la suya, que era nueva color kaki — . Bwana, su camisa es da material blanco y es usada. La mía es kaki y está nueva.
Así fue como mi camisa terminó en la calabaza. Para entonces, Daudi encontró en alguna parte dos calabazas más chicas, así que me quite mi camisa y la hice tiras. Algunas las hice para que sirvan de vendas, otros trozos más pequeños como estropajos y otras varias cosas que podrían necesitarse. Cuando el agua estaba hirviendo, se hecho un poco sobre la camisa antes de tomarla. También hervimos mi navaja. Me enjuagué las manos cuanto pude, sin jabón, en una de aquellas calabazas que, sin duda, no eran para eso y entonces me puse a la tarea de practicar una operación que consistía especialmente en limpiar las heridas y sacar de ellas toda clase de objetos extraños que pudieran contener gérmenes. Hacer aquello cuidadosa y efectivamente con las manos sin guantes y con una hoja de navaja no estaba muy de acuerdo con mis ideas sobre cirugía. No hubiera sido una operación fácil aún en condiciones normales, pero trabajando con la pobre luz de un farol, con el enfermo echado sobre un cuero en el suelo, las cosas difícilmente podrían ser más difíciles. Vi una cucaracha que salió por debajo de los cacharros y se arrastraba a través del piso. También se veía toda clase de insectos más pequeños, que no resultaban una compañía amable, pero que me daba cuenta que estaban tomando un interés excesivo en mi.
Daudi me iba proveyendo todo el tiempo de trozos de mi camisa destrozada. Envolví la herida más grande con ellos y vendé provisoriamente todas las otras. Luego desaté el torniquete. El enfermo lanzó una mirada estremecedora. Vigilé mis vendajes, pero no había señal de hemorragia.
Entonces ya parecía que los que estaban alrededor se encontraban muy entretenidos. Me volví a Daudi y le pregunté en inglés:
— ¿De qué se divierten, Daudi?
— Bwana, están muy curiosos, porque nunca han visto antes una piel tan blanca al descubierto.
De repente tuve plena consciencia de que estaba sin camisa.
El enfermo estaba tratando de murmurar algo.
— ¡Malenga! (Agua) — jadeó.
Le puse té caliente en los labios. Tragó un poco.
Detrás de mí oí una aguda voz de mujer anciana que decía:
— Koh, no es más que pintura.
Casi podía sentir la sonrisa de Daudi al inclinarse.
— Bwana, aquí hay algunos que piensan que eres como los muchachitos que son sometidos a la iniciación tribal y que la blancura de tu piel es solo un tizne.
Me di cuenta que era fundamental que lleváramos con nosotros al enfermo, pero para ello era necesario ganar la buena voluntad de los parientes. Comprendí que mi piel blanca era un método tan bueno como cualquier otro. Luego de hacer el último nudo, me paré, miré a la anciana y le dije:
— Bibu (Abuela), ¿tienes alguna duda sobre mi piel?
— Yoh, no, no tengo ninguna — dijo la anciana retrocediendo.
— Ven, no tengas dudas — dije sonriendo — , no tengas miedo. Fíjate, es toda carne.
La mujer soltó una risita y extendió un dedo huesudo y no muy limpio, me arañó con prudencia el hombro y luego se acercó un poco más.
— Yoh — dijo.
Entonces, ya convencida de que se trataba de piel y nada más que piel, se volvió a sus camaradas y dijo:
— Jeh, ¡estos europeos sí que son gente rara!
— Acérquense, no gastemos más palabras — agregué — . Ahora necesitamos un nzeg-nzeg (palanquín hamaca). Si queremos salvar a su pariente, tenemos que llevarlo a nuestro hospital, más allá de las malezas.
Señalé hacia el este, con el mentón, según la costumbre africana.
Durante un buen rato, nadie hizo nada.
— Daudi, cada minuto es importante — dije — . Llama al jefe y consigamos que colabore.
Pero aún cuando éste vino, tuvimos mucha dificultad en conseguir que los parientes acordaran pagar una vaca para el traslado del enfermo al hospital. Vi que se movían los labios del herido y me incliné para oírlo murmurar:
— ¿Acaso la vida de un hombre no vale una vaca? Hay muchas vacas en mi rebaño y en el de mi familia.
Salté poniéndome de pie y en voz alta repetí esas palabras. Cuando los parientes las oyeron, salieron de mala gana a buscar el animal. Mientras duraba la terrible tardanza, que me irritó bastante, ayudé a mi paciente a tomar un poco más de té tibio y dulce. Me dio la impresión de que su estado mejoraba, a juzgar por lo que sentía en mi dedo sobre su pulso. Al fin trajeron la vaca y con ella una gran caña de bambú. Para empezar, pusimos la caña por encima del paciente y sobre éste doblamos la sábana en que estaba recostado el enfermo, abrochándola en su lugar con espinas, duras como el hierro, de unos cinco centímetros de largo. Entonces lo levantaron del suelo. Nuestro safari inició lentamente la marcha de vuelta al hospital. Hice un ceremonioso adiós a los africanos de la aldea y mirando hacia atrás, vi la piel del león estaqueada en el sol, y al brujo aún afanosamente ocupado en sacar la grasa del animal muerto.
El sol ya estaba calentando mucho. Después de unas horas de camino, nos detuvimos a descansar a la sombra de un baobab muy grande. Cuidadosamente, apoyamos en el suelo al enfermo. Le di otra inyección. Su pulso era rápido y su respiración muy dificultosa. Después de unos diez minutos de reposo reaccionó un poco.
— Bwana, yo maté a ese león con mi lanza — dijo — . Me saltó encima, pero le clavé la lanza en el corazón. Kah, Bwana, pero sus garras me deshicieron. ¡Ay! el dolor es muy grande. Déjame morir.
— No hay necesidad de que te mueras. Jeh, mejor déjame que te rehaga para que vivas y mates otros leones. ¿Qué te parece si te doy un nuevo nombre? Te voy a llamar Simba, el león, pensando en el rey de la selva que mataste en buena lucha anoche.
Los cargadores se rieron entre dientes y asintieron con la cabeza.
— Jeh, jeh, Bwana, esas son buenas palabras.
Dos horas después, calurosas y cansadoras, Simba yacía entre las sábanas blancas de una cama de nuestro hospital. Había un solo tratamiento que podía salvarlo de la muerte: una transfusión de sangre. Fui hasta donde estaban los cargadores que lo habían llevado.
— Escuchen: podemos salvar a Simba si ustedes dan algo de sangre. Eso no quiere decir otra cosa que ponerles una aguja dentro de una vena. No hay ningún peligro, es muy poco dolor y de esa manera simple podrán salvar la vida de ese valiente.
Durante un momento, se miraron fijamente el uno al otro con la boca abierta y entonces uno de ellos habló apresuradamente.
— No, Bwana, nos negamos, está contra nuestras costumbres.
Ni amenazas, ni insistencia ni discusiones tuvieron efecto alguno en aquel grupo de hombres africanos. Se había reunido mucha gente para escuchar lo que pasaba, entre ellos algunas de las muchachas que se estaban capacitando como maestras en la escuela misionera situada del otro lado de la colina. Se encontraban visitando el hospital. Una de ellas, llamada Perisi, dijo:
— Bwana, si sacas algo de mi sangre, ¿podré enseñar mañana en la escuela?
— Jongo. Sí. Podrás sentirte algo mareada por una media hora, más o menos, pero nada más.
— Entonces, Bwana, usa mi sangre.
— Pero tú no eres de sus parientes –intervino uno de los hombres que habían llevado a Simba.
— Kah, ¿voy a dejar que un hombre muera cuando puedo ayudarlo? — dijo Perisi.
Rápidamente hice las pruebas necesarias y a la media hora había recogido toda una botella de sangre, lo que significaría la vida para Simba.
— Acuéstate, Perisi — dije — mientras le doy tu “donación” al cazador. Pronto te sentirás bien.
— Kah, Bwana, es mi sangre. ¿No puedo ver cuando se la das? Bwana, es un pedido muy pequeño.
De esa manera, sentada en una silla, observó cómo su propia sangre entraba en las venas de un cazador, que estaba muy cerca de las puertas de la muerte. Había entrado a las venas del hombre una cuarta parte de la sangre cuando todo su cuerpo se estremeció. Su pulso parecía estar mejorando. Al llegar a la mitad, bostezó.
— Tranquilo, Simba. No te muevas. Quédate quieto.
Cuando ya terminaba la transfusión, abrió casi completamente los ojos, ojos que no resultaban una vista muy hermosa, porque las enfermedades en los ojos son muy comunes en aquellas llanuras centrales de Tanganica. Me miró.
— Bwana, ¿qué estás haciendo? — preguntó.
— Es sangre — le expliqué — , sangre que te ha sido dada para salvarte la vida.
— Pero, Bwana, ¿quién me la dio?
Como tenía las manos llenas de agujas y tubos de goma, señalé con el mentón a la muchacha africana sentada en el sillón bajo la ventana.
— Perisi, ella te la dio.
— Pero, ¿por qué?
La joven africana que había estado sentada tranquilamente durante todo el proceso, contestó rápidamente:
— ¿Acaso el Bwana Yesu Kristo (Señor Jesucristo) no dio su vida por mí para que yo pudiera vivir? ¿No te daré yo mi sangre para que vivas tú?
Simba miró asombrado y cerró sus hinchados párpados.
— No lo entiendo — repuso.
— No lo intentes — , sugerí — , pero luego lo entenderás.
Desconecté el aparato. Por centésima vez aquel día, apreté con los dedos la arteria de su muñeca. Latía con fuerza y con la regularidad de un reloj. Me volví para agradecer a Perisi por lo que había hecho, pero se había deslizado afuera suavemente.
3: Reparando Al Cazador De Leones
Pasaron tres semanas. Apoyado en el codo y sonriendo, en la tercera cama estaba mi viejo amigo que casi sirve de comida al león.
— Mbukwa, Simba.
— Mbukwa, Bwana — respondió sonriente el feliz cazador.
— ¿Qué novedades hay?
Santiago había quitado los vendajes y estaba ahora curándole las piernas. Toda la herida había sanado maravillosamente. Con pocos injertos de piel, sería capaz de caminar dentro de un mes. Durante ese tiempo habíamos estado tratándole los ojos, que estaban en espantoso estado. Cada día echábamos unas gotas y se veía un evidente mejoramiento. La puse la mano sobre el hombro.
— Escucha, Simba. Tus piernas son un problema pequeño en relación con tus ojos. Pero si tienes paciencia y puedes soportar un poco más de dolor, volveremos a poner tus ojos en un estado normal antes de mucho tiempo si tú ayudas.
Simba se sentía feliz. Su risa resonó en todas las paredes. Me apretó las manos con las dos suyas.
— Bwana, mi pierna era un desastre. Tú me la curaste. Sé que gracias a ti estoy vivo ahora. Entonces, ¿cómo no voy a hacer todo lo que me digas, duela o no?
— Bwana, hay mucho trabajo en este turno –dijo Kefa — y nos lleva media hora, tres veces al día hacer un tratamiento como has explicado. Pero, mira, se me ocurre un tratamiento nuevo. A ver qué te parece ...
Me sacó fuera y me mostró un frasco de cuello ancho, preparado con varios tubos de vidrio. Tomándola en debida forma, salía un fino rocío de líquido.
— Mira, Bwana, Simba puede hacer esto por sí mismo. Le gustará y ahorrará tiempo.
— Pero, Kefa, ¿quién recogerá el agua? ¿No será un desorden?
— Bwana, él puede salir y sentarse en la plantación de maní y así cualquier cantidad de agua que se derrame será útil al cultivo.
Así fue como pude ver a Simba todos los días, sentado entre las plantas de maní, lavando sus ojos con el medicamento. Yo limpiaba los párpados y untaba las partes irritadas con un aceite que daba muy buenos resultados. Por fin llegó el día del último injerto de piel y escribí en la historia clínica: “Sus ojos tienen apariencia normal”.
Sin embargo, sus pestañas se torcían hacia abajo e irritaban mucho el globo del ojo. Cada cuatro días, las arrancaba. No sé si le resultaba o no un procedimiento doloroso. Pero a medida que cada pestaña salía, él lanzaba un terrorífico rugido y hacia explotar de risa a sus compañeros de hospital. Luego decía que prefería encontrarse con un montón de leones que con un médico, armado con un pequeño par de pinzas.
— Ya ves, Bwana — decía — , puedo clavar lanzas en los leones, pero no se acostumbra a hacer eso con los doctores y ahora resulta que me haces sufrir y no puedo hacer más que gritar.
Kefa estaba a punto de echarle gotas en los ojos cuando mi paciente muy a tiempo, abrió la boca y lanzó un último grito.
¡Eso me dio la “oportunidad” de echarle las gotas en el lugar errado ... la boca! La gente alrededor lanzó una carcajada, mientras Simba tosía y escupía y luego toda la cama saltaba con su risa. Era una de las almas más alegres en todo el lugar.
Al principio había asistido a la iglesia llevado por los enfermeros que lo colocaban atrás de la última fila de bancos. Luego iba apoyado en el brazo de Kefa.
Un día fui a revisarlo y lo encontré descifrando laboriosamente, palabra por palabra, un pasaje del Nuevo Testamento.
— Mira, Bwana — dijo — , aquí está el pobre y viejo “león” transformado en escolar. Dentro de poco, con mis ojos reparados, podré leer y saber de Dios como nunca supe antes.
Aquel día le hice la primera operación, que era un poco de trabajo en la piel del párpado. Nunca lo había hecho antes y eso me hizo recordar una historia que había oído en mis días de hospital.
Simba entró en la sala. Sus piernas ya eran normales, pero grandes cicatrices indicaban el daño que le había hecho el león. Al entrar en la sala, sintió el olor.
— Kah! ¡Qué olor tienen estos lugares!
Al verme, tomó el brazo de Daudi y con una amplia sonrisa y sus rodillas chocando notablemente, dijo:
— Kumbe. Tengo miedo. ¡Kah! ¡Va a lastimarme! ¡Kah! Nunca me han hecho antes una operación en los ojos. Jiiii, tengo miedo.
Hice señas a Daudi.
— Dile que si tiene miedo, eso no es nada al lado de lo que siento yo. Mira, es la primera vez que he hecho esta operación.
Se rió a carcajadas, y luego la sala pareció sacudirse cuando se le hizo llegar el mensaje a la víctima. Cuando todo se tranquilizó, dije:
— Escuchen: hoy tendremos mucha alegría. Pero estos ojos son de nuestro amigo y yo tengo la responsabilidad de dejárselos bien. Si cometo un error, puedo hacerle daño y ese daño le va a afectar toda la vida. Por eso quiero pedir a Dios, que es mi Padre y que me ayuda en todas las cosas, que guíe mis manos y repare sus párpados.
Cuando terminé mi breve oración, se oyó la voz profunda de mi paciente:
— Gracias, Dios, por el bwana. Gracias por las medicinas y ayúdame a comprender todas tus palabras.
No hubo nada de vacilación de parte de Simba durante su operación y debo admitir que corría gran riesgo en las manos de un novicio como yo que nunca había realizado una intervención como esa. Pero en el momento de poner la última puntada, sentí que aunque no era el mejor de los trabajos, por lo menos produciría buenos resultados.
A la mañana siguiente, encontré a Simba con los ojos vendados, pero contento, cantando a viva voz.
— Nyamale (Quédate tranquilo) — le dijo Kefa — , puedes hacer saltar las puntadas.
— Kumbe, ¿de quién son estas puntadas?
— Mías — contesté desde la puerta — , porque yo las puse.
— ¡Yeh! No sabía que estabas allí, Bwana — dijo Simba.
— Quizás no — dijo Kefa — , pero esta vez el bwana trajo su aguja más larga y está con su hilo y no sólo te va a coser los ojos, ¡ahora te va a coser la boca!
Se oyeron risas por toda la sala.
Me lavé las manos y observé a la enfermera más joven echando con cuidado agua alrededor de unas plantas de tomates que crecían en el patio. Kefa observó mi mirada y sonrió.
— Aquí nunca se pierde nada, Bwana. Toda el agua usada va para la verdura; todas las mantas se transforman en cintos cuando están gastadas; las sábanas viejas, primero se transforman en fundas para las almohadas y luego terminan su vida como vendas. Es verdad, Bwana, somos cuidadosos.
— Tenemos que serlo, Kefa. Nos faltan muchos materiales y no tenemos dinero suficiente para pagar los gastos del mes próximo. Ya ves, estamos tan lejos de mi tierra que la gente no se da cuenta que tenemos necesidades y hemos llegado casi al último centavo. Pero, si pudieran ver a Simba ...
— Bwana, hemos reparado el trabajo de un león por apenas siete chelines — dijo Daudi — . Hemos arreglado lo que hicieron los mosquitos con otros tres y ahora le devolveremos la vista y le daremos unos buenos párpados por diez chelines.
— Daudi, en total es una libra esterlina. ¡Y eso es lo que cuesta en mi país un par de zapatos comunes!
Simba oyó de lejos la observación y se rió.
— ¿Yo? ¿Valgo lo que vale un par de zapatos? Kah, Bwana, quédate con los zapatos.
El personal se sonrió, pero yo me quedé impresionado por la seriedad del asunto.
— Mi amigo Simba, si tú no fueras más que carne y hueso, estaría de acuerdo, pero ¿qué diremos de tu alma? Tu cuerpo puede ser destruido por cantidad de cosas, desde leones hasta mosquitos, pero tu mutima (alma) seguirá viviendo.
Kefa estaba sacándole los vendajes de la cabeza mientras yo esperaba con las pinzas listas para actuar. En cuanto salieron los vendajes, saqué el algodón y las gasas.
— Yah, ¿han quedado bien las puntadas? — preguntó Daudi.
En vez de responder, froté sus párpados con una loción y le mostré todas las puntadas, señalándolas con las pinzas; todas estaban en su lugar, sin infección. Todo salía como debía haber salido.
Por encima de la herida un ojo grande, enrojecido se abrió y me miró. Moví la cabeza en respuesta a su pregunta silenciosa.
— Sí, Simba, todo está bien. No quedará nada, sino una cicatriz de un centímetro.
— Assante sana (Muchas gracias) — contestó y agregó — , Yah, hay muchas cosas por las que debo estar agradecido. Mira, Bwana, voy a pagar por todo este trabajo y traeré una de mis vacas.
Kefa, que estaba escuchando calladamente, interrumpió de repente:
— Puedes pagar con vacas por tus piernas o tus ojos cuando hay necesidad, pero no puedes pagar con dinero ni con vacas cuando hay que hacer una operación en tu alma.
El rostro de mi paciente reflejaba su asombro.
— “Sin dinero y sin precio”, Simba, es el precio que debes pagar para quedar libre del pecado en tu alma. El Señor Jesucristo pagó el precio más alto posible: Su propia vida.
— Y él te pide que creas en él — agregó Kefa — . Eso significa que debes serle absolutamente leal y luego seguirle y obedecer sus órdenes sin discusión.
Kefa tenía una Biblia en la mano.
— Bwana, con mis ojos ya sanos — dijo Simba — pronto podré leer yo mismo la Palabra de Dios y pensar en estas cosas y comprenderlas.
— Sí, y espero que obrarás también de acuerdo con ellas — le dije.
Finalmente llegó el día cuando Simba estaba listo para volver a su casa. Le dijimos adiós en la puerta y se fue por el camino saludándonos con la mano, por el mismo camino en que Daudi y yo habíamos recorrido con tantas aventuras semanas antes.
— Koh, Bwana — dijo Daudi — . Estoy pensando si volveremos a saber algo de él.
4: El León Y Las Serpientes
— Kumbe, Bwana, — dijo Daudi — , hoy ha llegado aquí a Mvumi un hombre que tiene una historia que contar. Jih, su llegada ha despertado mucho interés.
Yo estaba sacándole el aire a una jeringa y preparándome para ponerle una inyección en el brazo a un africano acostado en la cama.
— ¿De quién se trata, Daudi?
El enfermero le frotó la negra piel con un algodón empapado de desinfectante y sonrió.
— Jih Bwana, se trata de nuestro viejo amigo Simba.
— ¡Jongo! ¿Aquel hombre que tuvimos en esta cama hace un año, y que había sido deshecho por un león? ¿Y que se salvó con una transfusión? ¿Ese Simba?
— ¡Yah! — exclamó el paciente en la cama cuando vio la jeringa acercándose — Yah, ¿me va a picar? Pero Bwana, iiih.
— Ah, no duele — dijo Daudi.
— Kumbe, ¿en qué brazo pusieron la inyección? — repuso el paciente — . ¿En el tuyo o en el mío?
— Yah, no sentí nada — se rió el enfermero. Frotó el lugar donde había estado la aguja pocos segundos antes. — Yah, tendrías de qué quejarte si hubieras estado como Simba. Tenía la pierna destrozada desde la rodilla hasta la cadera.
En ese momento apareció una cara sonriendo en la puerta.
— Mbukwa, Simba, ¡buenos días! — exclamé.
Simba entró y me estrechó la mano con entusiasmo.
— Yah, Bwana, es lindo verte y estar nuevamente aquí.
Miró al hombre que estaba en la cama.
— Bwana, ¡siempre me acuerdo de los días que estuve aquí!
Levantó la vista y miró en los travesaños sin pulir del cielo raso.
— Bwana, ¿cuántas veces estuve mirando todo eso? ¿No parecía retorcerse cuando me venían los dolores? Pues yo miraba a Daudi y de repente él desaparecía en una nube. Pero, jih, todo fue diferente después que me diste la sangre de la botella.
— Kumbe, aquel fue el gran día — dijo Daudi — . ¿Sabes que ese día ya te dábamos por muerto?
— Y realmente te hubieras muerto — agregué yo — si no fuera por Perisi, que te dio de su sangre.
— Jongo,¡me acuerdo! ¿Cómo podría olvidarlo? Mira, Bwana — dijo Simba a la vez que se sacaba de detrás de su espalda un paquete bien envuelto y atado con metros y metros de piola a la manera de los hindúes. Del paquete sacó dos largos trozos de tela de algodón, como los que usan de vestido las mujeres africanas.
— Voy a regalárselos a Perisi. Le di las gracias con mi boca, cuando me fui, pero ahora, claro, quiero agradecerle con mis regalos. Pues estos días he ganado mucho dinero.
— ¡Jeh!, ¿de qué trabajas? — preguntó Daudi.
— ¡Kah! ¡Vaya con el trabajo que tengo! ¡Y a qué Bwana estoy sirviendo! ¡Aaaahh!
Simba sacudió la cabeza y giro los ojos en una manera muy divertida y entonces, tan misteriosamente como había hecho aparecer el paquete, hizo aparecer una valija de lona fuerte, que se veía bastante sucia. Le quitó la piola en que estaba envuelta, y dejó caer en el suelo un montón de monedas africanas.
— Kah, eres mugoli (rico) — dije al verlas caer al suelo.
Simba se rió muy alegre.
— Jih, Bwana, soy mumoti (feliz).
— Jongo, ¿acaso el dinero trae la felicidad?
Volvió a reírse.
— Jih, Bwana, estas monedas tampoco son mías del todo.
— ¿Cómo? ¿De quién son?
— Bwana –dijo hablando con más tranquilidad — , éstas son las monedas de Dios.
— ¿Oh? — exclamé con un gesto de interrogación.
Simba siguió explicando.
— Bwana, cuando yo estaba en cama, un día viniste y me leíste de la Palabra de Dios. Eran las palabras del profeta que escribió al final del Antiguo Testamento.
— Kah, me acuerdo de eso, Bwana — dijo Daudi — ¿No fue el día que los muchachos nos robaron los mangos del árbol y, bueno, comieron tantos que se enfermaron y tuvieron que venir al hospital, muy enfermos? Todos pensamos que era muy gracioso.
— Sí y empezamos a hablar de qué es robar — dijo Simba interrumpiendo — , y entonces, Bwana, hablamos de la gente que roba a Dios. Yo me pregunté cómo era eso y tú me leíste aquellas palabras: “¿Robará el hombre a Dios? Sin embargo vosotros me habéis robado. Pero vosotros decís: ‘¿En qué te hemos robado?’ En los diezmos y en las ofrendas”. Jah, Bwana, entonces te preguntamos qué eran los diezmos y las ofrendas y nos explicaste que en los días en que se escribieron aquellas palabras la costumbre era que la gente diera a Dios un recipiente de su cosecha de cada diez que recogía y un ternero de cada diez que nacían en su rebaño; tú nos explicaste que cuando la gratitud no pasaba de las palabras, eso era robar a Dios.
Recordaba bien aquel episodio. Asentí con la cabeza y Simba continuó.
— Entonces, Bwana, leíste: “Traed todos los diezmos al alfolí y probadme en esto, dice el Señor, si no abriré para vosotros las ventanas de los cielos y derramaré sobre vosotros bendición, que ya no haya donde recibirla”. Kah, Bwana, me escribieron esas palabras en un papel y yo las repetí muchas veces, hasta que me quedaron aquí — Se dio una palmada en la parte trasera de la cabeza — . Mira, he guardado aquí una moneda de cada diez que he ganado con mi trabajo y al ir juntándolas, y he sentido una alegría muy grande al guardarlas para Dios. Porque, ¿acaso no me salvó Dios la vida aquí? Entonces, ¿cómo no he de dar yo para salvar a otro del dolor y quizá de la muerte?
Daudi había arreglado las monedas en pilas ordenadas. Eran cincuenta y dos chelines.
— Bwana, aquí hay dinero suficiente para salvar cinco vidas y un poco más.
— Yah, Bwana, eso es lindo — dijo Simba — . Es más alegre que comprar muchas cosas para comer y usar. Kah, ¡y qué divertido ha sido ganarlo! Déjame que te cuente la historia.
En ese momento una enfermera africana entró corriendo.
— Bwana, uze mbera, mwana yunji (otro bebé) — exclamó.
Mientras atravesaba la puerta dije:
— Simba, voy a usar los dos chelines de tus cincuenta y dos para que este infante pueda nacer con felicidad y para cuidar luego de la mamá, y si es un niño varón le voy a poner tu nombre: Simba.
Una hora después volví al dispensario.
— ¿Sabes? Nació aquel pequeño y se llama Simbambili, o sea, “león el segundo”.
Simba estaba observando como Daudi contaba centenares de píldoras.
— Bwana, Jih, estoy contento — dijo.
Estaba apoyado en un palo de cerca de dos metros con una horqueta en un extremo. La dirigió hacia mí.
— Fíjate, éste es mi home lya nzoka.
— ¿Qué? — Fruncí la frente tratando de traducir eso — ¿Tu palo de serpientes?
Simba agitó vigorosamente la cabeza.
— Yah, Bwana, en estos días he estado trabajando para un muzungu (europeo) que caza serpientes. ¿No soy yo su fundi (experto)? Puedo atrapar serpientes. Yah, Bwana, serpientes, chicas o grandes. Jih, deberías verme agarrándolas y metiéndolas en una valija o una caja. Jih, es un espectáculo que alegraría tus ojos.
— Jongo, no me gustan las serpientes, ni cortas ni largas — comenté.
— Kah, Bwana, las serpientes no son realmente malas si se las amansa — dijo Simba — . Jih, se transforman en bichos domésticos con mucha facilidad. Se las puede tener en la casa para matar a las ratas. De veras que son muy buenas para comerse las ratas.
— Yah, ¡prefiero tener ratas! — dijo Daudi.
— Pero, mi Bwana no quiere serpientes muertas — continuó Simba — quiere serpientes vivas.
— Cuéntanos más, dinos algo sobre la serpiente más grande que hayas agarrado — dije mientras me ocupe en mezclar un jarabe para la tos.
— Jongo, Bwana — dijo Simba sonriendo — , la serpiente más grande que agarramos fue una nzoke mbaha.
Daudi interpretó en voz baja:
— Una pitón, Bwana.
Simba asintió con la cabeza.
— Bwana, si quieres poder agarrar una de esas serpientes, necesitas cuatro hombres y salir temprano de mañana, en la hora más temprana del día, cuando está fresco. ¿Sabes? A esa hora las serpientes están adormecidas y no se mueven rápidamente.
— Yoh, decirlo es muy fácil, pero ¿y cuándo hay que cazarlas? — exclamó Daudi, levantando la mirada de su máquina de pesar.
Simba levantó el dedo.
— Escúchame, mezclador de medicinas. Fuimos a la selva hasta un lugar donde hay muchas rocas. Teníamos orden de ir muy silenciosos porque era un lugar de muchas serpientes. Entonces vimos una pitón enorme. El Bwana nos llamó a un lado y habló despacito en nuestros oídos. A mí me dijo: “Toma la serpiente por la cabeza y levántala”. Él iba a tomarle la cola y los otros, que no tenían tanta fuerza le tomarían el cuerpo, la levantarían del suelo y la tendrían apretada. Jih, y entonces dijo que la llevaríamos a un lugar abierto. La teníamos que poner en una bolsa muy grande. Mira, Bwana, nos arrastramos hasta la serpiente sin hacer ruido. De repente, el Bwana levantó la mano. Salté y agarré a esa serpiente muy cerca de la cabeza. Él la agarró por la cola. Yah, ¡cómo luchaba! Algunos de los hombres se cayeron por los golpes. El Bwana tuvo que pelear para mantener la cola levantada del suelo y así la metimos en la bolsa. Yoh, ¡qué trabajo! Simba sacudió su cabeza e hizo girar los ojos — . Nunca dejes ir muy pronto la cola de una serpiente. El Bwana la dejó escapar y, yah, ¡le dio mucho trabajo! Pero, ¿sabes Bwana? al fin la metimos en la bolsa. Jih, y esa serpiente ha ido a Ulya (Europa).
En ese momento apareció la cabeza de una enfermera por la puerta.
— Bwana — llamó jadeando.
— Sí, ya sé, otro bebé — dije yo — . Bien, ya voy.
— Bwana, tu trabajo es casi tan malo como agarrar serpientes — comentó Simba.
— Kah, si consigues tantas serpientes como nosotros bebés en el hospital, bueno, ¡tendrás ochocientas por año!
Dos días después me pusieron en la mano una carta escrita a la manera africana. Decía: “Se invita al Bwana a comer de la cabra que es obsequio de Simba, el cazador de serpientes”.
— ¿Cuándo será la comida? — pregunté.
— Bwana, será cuando el sol se hunda detrás del borde de las colinas — dijo Kefa extendiendo sus manos hacia adelante.
— Muy bien, iré — asentí.
A la caída del sol, me puse un par de pantalones largos y mis botas a prueba de mosquitos, que me llegan hasta las rodillas y fui caminando hasta el hospital. Allí había una animada escena alrededor de una gran fogata. El eje del carro había sido adaptado al extremo de un largo palo verde. Hacían girar cuidadosamente el cuerpo de una cabra. La luz del fuego dejaba ver muchas caras ansiosas. Allí estaban las enfermeras y algunas de las maestras de la escuela y entre ellas vi a Perisi. Usaba su tela nueva, la que le había regalado Simba. Me acerqué a ella.
— Mihanya (Buenas tardes).
— Misaa — contestó sonriendo.
— Perisi, ¿valió la pena hacer lo que hiciste por Simba?
— Bwana, nunca se usó mejor medio litro de sangre que aquel día. No sentí la pérdida entonces y no la siento ahora. Espero que al salvar su vida material haya aparecido una oportunidad para ayudarle a encontrar la vida eterna.
Simba estaba vigilando el asado, con una risa contagiosa.
— Jeh, Simba es un hombre divertido — sonrió Perisi — . ¡Debieras oír sus historias de cacerías de serpientes!
Estaban sacando la carne del fuego. La muchacha africana rió.
— Bwana, realmente esta noche es una noche de alegría — dijo — . ¿Has visto el regalo que me trajo?
— Sí. Simba cree que no basta decir gracias con palabras, sino que debe ponerlas en un paquete.
Daudi y Simba esperaban para saludarme. El último traía un banquito de tres patas. Lo ubicó frente a mí y trajo un plato de arroz enorme. Daudi había comenzado ya a trabajar en el asado, cortando trozos para los comensales.
— Antes de que comamos — dije — , aquí a la luz del fuego, vamos a dar gracias a Dios. Simba ¿tienes cosas por las que quieres agradecer?
— Bwana, yo no sólo doy gracias a Dios por la comida que vamos a comer; también le doy gracias por mi vida, que fue salvada en este hospital. Le doy gracias no solo por la vida que se irá cuando este cuerpo se deshaga pero también por la vida que seguirá y seguirá. Sunga ku myakane cibilita (Mientras los años sigan y sigan, sin fin).
Silenciosamente, inclinamos nuestras cabezas y agradecimos a Dios. Luego nos concentramos en la tarea de comer. Durante un rato, todos estábamos demasiado ocupados para hablar, pero aquí y allá aparecían bromas, y todos se rieron cuando la enfermera más rolliza, tratando de tomar un trozo más grande que los que le tocaba, se quemó los dedos con grasa caliente, pero por suerte no demasiado.
— Bwana, nos gustaría que Simba nos contara cómo agarrar la nzoka zono zikufunya (serpiente que escupe) — dijo Daudi.
— ¿La cobra? — pregunté en inglés. Daudi asintió.
Hablando en chigogo, dije a Simba:
— Cuéntanos, ¿cómo agarras la serpiente que escupe?
Echaron un poco de leña al fuego y a la luz de las llamas, Simba se paró y contó la historia.
— Bwana, aquí tengo otra vez mi palo de serpiente — dijo mostrando su palo con el extremo bifurcado — . Cuando ves la serpiente, le pones la horqueta en el cuello.
— Kumbe, ¿y la serpiente no hace más que esperar que lo hagas? — pregunté yo.
Simba mostró su incredulidad ante mi pregunta.
— Eh, Bwana, lleva mucho tiempo y somos tres los que la estamos cazando, y cuando le hemos puesto el palo en el cuello, ¡se sacude mucho! Le apretamos el cuello contra el suelo y el bwana grita: “¡No maten la serpiente! ¡No maten la serpiente! Pole, pole! (Con cuidado)”. Entonces se acerca con un lazo de una cuerda muy resistente. Le echa alrededor del cuello de la nzoka y la aprieta muy lentamente. Kah, Bwana, entonces agarra a la serpiente por detrás de la cabeza y uno saca el lazo.
— Kah, ¿pero la serpiente no pelea?
— Jih, Bwana, ¡vaya si no pelea! — dijo Simba, levantando sus cejas hasta tocar su pelo — . Hay que tenerla por el cuello con una mano y por el medio del cuerpo con otra, y sólo entonces, Bwana, uno tiene bien segura a la serpiente.
De repente, Simba me miró.
— Bwana, ahora cuéntanos tú alguna historia de serpientes.
Yo había estado esperando eso, de modo que dije:
— ¿Les gustaría oír la historia del encantador hindú y de la serpiente que agarró cuando ésta era chiquita?
Un coro de afirmaciones en tres idiomas se hizo oír de los que estaban en cuclillas alrededor de la fogata.
— Bueno, se trataba de una de las grandes serpientes que no muerden, pero que tienen una gran fuerza en el cuerpo y que estrujan a una cabra entera y se la tragan.
— Kah, hemos agarrado muchas de esas — dijo Simba.
— Bueno, este encantador de serpientes agarró la suya cuando era chiquita. La enseñó y amansó y ella aprendió a enrollársele en la mano. Tocaba una música extraña con la flauta y entonces ella sacudía la cabeza de aquí para allá, manteniendo el ritmo de la música. La serpiente creció y entonces él le enseñó a enrollársele alrededor de todo el brazo y su cabeza se sacudía cuando sonaba la extraña música. Después, cuando se puso aún mayor, le enseñó a enrollársele en la pierna y también aprendió a tranquilizarse con la música de la flauta. Así llegó a ser una gran serpiente y aprendió a envolverle todo el cuerpo. Podía cubrirlo todo desde la cintura. Se sacudía de un lado a otro cuando sonaba la música. Era muy mansa y cuando creció del todo, cubría a todo el hindú y era necesario que otro le tocara la flauta, para que la serpiente se moviera de un lado a otro con la música. Vinieron muchos para verle hacer esa hazaña, y él cobraba para verlo a él y a su serpiente. Muchos le decían: “¡Kumbe, esto es maravilloso!” Y cuando el hombre oía, les decía: “No es maravilloso. Es mansa porque la he tenido desde chiquita. ¡Es mi juguete!” Y entonces el hindú, para que su show fuera más impresionante y ganar así más dinero, se acostumbró a hacer ruido y lanzar gritos cuando la serpiente lo envolvía, tal como si lo estuviera estrujando. Yah, ¡la gente gritaba también! Decían que era un gran actor. Le daban mucho dinero. Pero dentro de su corazón el hombre se reía y decía: “Bueno, yo crié a la serpiente, obedece la música de la flauta y cuando yo silbo suavemente, se desenrolla y vuelve a su canasta.”
Seguí con mi historia:
— Cierto día el hombre comenzó a tocar la flauta. La serpiente salió de su canasta. Se envolvió suavemente alrededor del hombre hasta que lo cubrió del todo y entonces él comenzó a gritar, y la gente aplaudió diciendo: “Jih, es un gran actor”. Pero el hombre siguió gritando, cada vez con más fuerza, y los espectadores tuvieron miedo, porque se dieron cuenta que la serpiente no hacia caso a la música de la flauta ni al silbido del hombre. El hombre que dijo que la serpiente era su juguete, que él había criado, estaba muerto por la fuerza de la serpiente que él creía que estaba amansada.
Se habían apagado las llamas de la fogata. Los africanos miraban las brasas que chisporroteaban.
— Piensen que el nombre de la serpiente era PECADO — dije — . Comenzó como algo muy chiquito, creció, era el juguete del hombre, lo había criado: eso creía él. Creyó que podía dominarla, pero ...
5: La Flecha
Había terminado la fiesta y el fuego con el que se había asado la cabra ya no era más que un chisporroteo rojo entre las cenizas. Desde donde me encontraba, podía ver a las enfermeras caminando alrededor del hospital con sus faroles a prueba de viento. Más allá de la sala de operaciones, las llanuras de Tanganica central se veían blancas bajo la luna, con sombras profundas de sus colinas y malezas.
Sobre mi hombro oí una voz:
— Bwana.
No me di vuelta para mirar porque bajo la luz de la luna podía ver la larga sombra de un hombre muy musculoso, apoyado en una lanza de caza. La sombra hacía que pareciera un gigante. Enseguida lo reconocí.
— Hola, amigo — dije — ¿qué pasa? ¿Has comido demasiada cabra, o te duele la pierna como cuando hay tormenta y truenos, o es que te tienes problemas los ojos que te retoque y quieres algunas de las gotas negras?
— Bwana, mi mal no es el cuerpo — dijo tranquilamente el africano — sino en alguna parte dentro mío.
Apoyó una de sus enormes manos en el centro del pecho.
— Ven, son esos cuartos de cabra que te comiste — dije — . Seguramente te han hecho mal al estómago. Necesitas la medicina blanca.
— Kah, Bwana, mi estómago, podría comer mucho más — dijo el africano — . Ni la carne de cebra no me hace mal. Bwana, no sé qué hacer.
Se apoyó en la lanza y sacudió la cabeza amargamente.
— Dime Simba, ¿no eres feliz en tu corazón? Una vez me hablaste de esa misma manera, allá junto al dispensario y dijiste que no creías que Dios pudiera tener interés en ti, porque él tenía muchas cosas en qué pensar, demasiadas cosas.
El africano volvió a sacudir su cabeza.
— Bwana, eso lo entiendo perfectamente ahora ¡y es porque entiendo que ahora no sé qué hacer! Ya ves Bwana, cuando me hablaste de Jesús y me explicaste que él era el Buen Pastor y que daría su vida por sus ovejas, me explicaste como él había dado su vida por la mía. Entonces yo decidí que sería para él y solo para él. Por eso, Bwana, ahora no sé qué hacer.
— Ven, vamos a mi casa a sentarnos donde no pican los mosquitos y cuéntame bien el problema.
Caminó detrás de mí por el angosto sendero, de unos cuatrocientos metros, que lleva del hospital a mi casa en la selva. Apoyé mi farol en el escritorio y le alcancé un banquito de tres patas para que se sentara.
— Simba, antes de pensar en todos los problemas y temores que tienes, siempre es bueno pedir a Dios que nos ayude y nos guíe. A menudo yo oro diciendo: “Oh Señor, mantén mis pisadas en tus senderos para que mis pies no se desvíen”.
Inclinamos en silencio la cabeza, después Simba dijo:
— Bwana, en aquellos días antes que me encontraras, bueno, yo tuve una esposa llamada Matata. Me hacia la comida y me ayudaba en la huerta, pero era una mujer demasiado habladora. Cuando me iba a cazar, se quejaba. Si me quedaba en casa, también se quejaba. Bwana, mi vida no tenía nada de alegría por causa de sus quejas continuas y su habladera. ¡Yoh, estaba deshecho! Un día se fue a visitar sus parientes que viven allá — señaló con su mentón hacia el oeste — . Se había ido por dos días cuando llegaron las noticias de que tenía la enfermedad mortal.
Comprendí que con eso quería decir pleuresía.
— Bwana, hice un día y una noche de safari a través de la selva. Viajé sin detenerme, pero, Bwana ¡la enfermedad fue demasiado fuerte para ella! Llegué a tiempo apenas para decirle adiós antes de que hiciera su último gran viaje.
Simba se quedó en silencio por un momento. A la distancia, podíamos oír el canto de los africanos alrededor del fuego y el ritmo peculiar de sus tambores. Desde muy cerca, llegó el aullido de una hiena. Simba continuó:
— Bwana, en estos días yo siento soledad en mi corazón y me pregunto si me debería casar. Pero, si me caso, ¿me casaría con una mujer tan charlatana como Matata? ¿Qué debo hacer, Bwana? ¡Mi mente da vueltas y vueltas, Yah! Mis pensamientos están llenos de nubes y neblina, no sé qué hacer.
Moví la cabeza:
— Pero, Simba, ¿tienes alguna idea?
— Bwana, ahora las cosas son diferentes — dijo, mirando como si no tuviera donde poner las manos — . Me casé con Matata porque necesitaba una mujer que me cocinara y cuidara de la casa. Pues bien, ella tenía hombros fuertes y podía llevar del monte mucha madera para el fuego. También sabía trabajar muy bien la huerta. Mis parientes decían que ella era una mujer fuerte, y que una mujer fuerte era buena para la cocina y para la huerta y que por eso sería una buena esposa. Pero, Bwana, en estos días las cosas son diferentes. Yo, yo ...
Movió los hombros vagamente y se volvió a poner la mano en el pecho.
— Escúchame, Simba — le dije — , cuando ves el relámpago sabes que debes esperar el ...
— El trueno, Bwana.
— Y cuando ves al baobab que echa hojas de nuevo, sabes que ...
— Bwana, que llegan las lluvias.
— Muy bien, ¡yo también he usado mis ojos estos días! He visto las señales de algo que está creciendo en tu corazón. ¡Lo vi al principio hace un año, cuando estabas agonizando en el hospital y tu vida fue salvada por la sangre de Perisi!
— Mira, Bwana, yo no comprendía por qué lo hizo. Luego lo comprendí Bwana, entendí que era diferente. Ella no era como las mujeres de mi aldea. Era diferente porque tenía el amor de Dios en su corazón. Bwana al ir caminando por la selva y al viajar de aquí para allá, y al sentarme junto al fuego, parecía que mi corazón llamaba a Perisi. No busco una mujer sólo para que me cocine la comida pero, Bwana, busco alguien ... — Miró pensativamente el aire — . No encuentro las palabras para decirlo.
— Simba. El Libro de Dios dice: “¿Andarán dos juntos si no estuvieren da acuerdo?”
Simba asintió con la cabeza.
— ¿No quiere decir eso para los que siguen Sus caminos?
— Por supuesto. ¿Cómo puede la gente que vive junta estar feliz si cada uno viaja en distinta dirección? Dice también el libro de Dios: “No os juntéis en yugo con los infieles”. Mira, Dios nos advierte que no hay ninguna ventaja en unir nuestra vida con alguien que no sigue Sus caminos.
— De veras, Bwana, que ésas son palabras sabias — dijo Simba.
— Son palabras sabias y algo más: son órdenes para aquellos que siguen el camino de Dios y de Jesucristo. Pero aquellos que siguen los deseos de su propia mente sin pensar en las palabras de Dios, encuentran muchos problemas todos sus dias.
— Yah, lo sé muy bien, Bwana, pero cuando me acercaba al padre de Matata no tenía miedo en mi corazón para pedir su mano, pero ahora mi corazón me tiembla y se me aflojan las rodillas.
— Kumbe, ¿hay alguna ventaja en no hacer nada, esperando que el león te salte encima? ¿No es mejor ir tú mismo y hablar con sus parientes? Averigua que exigen para la dote.
— Bwana, nuestra costumbre es distinta. Daudi ya ha pedido su mano por mí y su padre dice que la dote es de treinta vacas. Bwana, yo sólo tengo diez vacas.
— Pero puedes ganar más dinero para comprar más vacas. ¿Por qué no vas y hablas con Perisi? ¿No sería mejor averiguar primero si ella quiere ser tu esposa? Quizá ése no sea el método de tu tribu, pero es el método del corazón.
— Bwana, mi corazón llama a Perisi, pero es algo muy duro. Mira, mi lengua se niega a moverse. Ya la vi esta tarde, pero no me salían las palabras. Es mucho más fácil cazar un animal salvaje con una lanza o cazar una serpiente con mi horqueta. Eso, Bwana se arregla con una acción, pero ...
En ese momento, una voz aguda llegó a nuestros oídos.
— Bwana, ven rápido, en la escuela hay una nzoka (serpiente), en el aula de los wadodo (chiquitos).
— Allí es, Simba — dije, levantándome de un salto — , donde Perisi cuida a los más pequeñitos. Allí tienes una acción para realizar. ¡Corre!
Pocas veces había visto a alguien ir tan rápido. Simba ya se encontraba veinte metros delante de mí. Entró en el aula como un rayo. Cincuenta segundos después, la víbora ya estaba muerta, allí donde las africanitas se habían metido debajo de las sábanas, temblando de miedo.
— Kah, no tengan miedo, niñas — dijo Simba, jadeando — , miren, la víbora ya está con sus antepasados.
— Assante (Gracias), Bwana — dijo una muchacha de voz tranquila cerca de la puerta.
Vi que era Perisi.
— No me des las gracias a mí — dije — . Fue mi viejo amigo, el matador de serpientes, el hombre león, el que lo hizo y oye, Perisi, él tiene algo que decirte. Voy a afuera mientras te habla.
Simba colocó la serpiente muerta en el extremo de su palo y caminando con paso lento a la luz de la luna arrojó el reptil en el huerto de maní.
Luego en voz baja habló con la muchacha.
Yo caminaba de un lado a otro en la veranda.
Después de un rato, vi a Perisi voltearse, volver a entrar en el aula y cerrar la puerta. Simba, tomando su lanza, corrió a través del patio, saltó sobre el cerco de piedras y corrió en dirección a su aldea. Yo corrí tras él.
— Jih. Simba, ¿qué pasó? ¿Qué te dijo?
Pero dejándome en la duda, desapareció en la oscuridad.
6: La Meta
Daudi estaba ayudándome a llevar grandes frascos de medicina. Ambos íbamos bien sobrecargados.
Puso un frasco enorme en el suelo y dijo:
— Bwana, allí viene nuestro amigo Simba. Parece que tuviera algo que decir.
— ¡Joh! –contesté — . Jih, el viejo Simba tiene la valentía del león, pero tiene también miedo en su corazón desde que ...
Daudi movió la cabeza y encogió los hombros.
— Bwana, en nuestro país no es común que un hombre ame a su esposa. Ella es la cocinera, la que cuida las heridas, la que cuida la huerta y la que se atiende a los hijos, pero nada más. Pero esto es diferente. ¡Simba está enamorado! ¡Jih! ¡Y bastante en serio!
— Daudi, hace tres días vino conmigo a la escuela y mató a una víbora. Yo sabía que quería hablar con Perisi, de modo que arreglé las cosas para que pudiera hacerlo. Hablaron unos minutos, luego ella se fue a un cuarto y cerró la puerta y él salió corriendo como si la selva entera lo persiguieran. Yo lo llamé: “¡Detente, detente!” porque pensé que habría algún problema.
Daudi se rió.
— Bwana, Sechlela es una viejita de mucha sabiduría. Ella entiende de estas cosas. Llamó a Perisi para verla y hablarle tranquilamente, y mire, la muchacha también tiene ese problema. Suspira y ha perdido el apetito. Dice que durante muchos días, su corazón ha estado llamándolo, llamando a Simba.
— Despacio, Daudi. Ahora ya nos podría oír; vamos a ver que nos dice.
Miró al cazador.
— Bueno, estuviste muy bien, al salir corriendo el otro día sin decirme lo que había pasado.
— Kah, hay algunos que dicen lo que piensan sobre una cosa, otras la dicen en proverbios. Yo quería pensarlo, Bwana, y por eso me escapé a la selva y me senté allí.
— Jih, supongo que ella debe haber dicho algo que no fuera “No”.
— Bwana, así es exactamente. Escuchó mis palabras (y Bwana, cuando me vinieron, aparecieron con pie lento y pesado) y cuando acabé, ella dijo: “Cuando planté mi semilla en el huerto, bueno, no tenía maíz para cocinar, porque aun las plantas eran chicas y verdes”. Dijo eso, Bwana, después se fue al aula y cerró la puerta. Entonces yo salí corriendo a la selva y allí pensé y pensé.
— Kah, — dijo Daudi — seguramente entiendes lo que quiso decir.
— Puede querer decir muchas cosas –suspiró Simba — , muchas cosas.
— Jih, Bwana — dijo Daudi — , es una forma de decir que ella quiere estar segura que Simba tiene una fe real en Dios. Mira, sus días como creyente son pocos y ha hecho poco para Dios. ¿Cómo puede estar segura de que si se casa con él no tendrá problemas?
— Kah, Jih — dijo Simba — , entonces ¿qué debo hacer?
— Más allá del lugar donde mataste al león hay una aldea gobernada por un brujo. Nadie viene aquí desde allí; los chicos se quedan ciegos, los bebés se mueren, la gente sufre.
— Kah, Bwana, eso es cierto. Por algo lo llamamos Makal? (El lugar de la ferocidad) — dijo Daudi.
— Escucha, Simba, es en ese lugar donde yo quiero poner un nuevo anexo del hospital y de la escuela. Sería ...
— Jongo, Bwana, pero ¿quién irá allá? Es un lugar muy peligroso. Al que vaya le harán embrujos. ¡Ih! Es un lugar donde Shaitani (el diablo) tiene mucha libertad.
— Tú, Simba, tú puedes ir allí.
— ¿Yo, Bwana? Pero ...
— Tú no tuviste temor del león y de la serpiente pitón. ¿Tienes ahora miedo de la gente de tu propia tribu?
Simba sacudió su cabeza con dudas.
— Bwana, yo soy cazador y no un maestro. ¿Cómo voy a hacer eso?
— Cuando plantas maní, Simba, primero preparas el terreno y luego echas la semilla. Crece despacito debajo del suelo. Sus brotes tienen el color del pasto. No se le nota mucho, pero mientras tanto sus frutos van apareciendo en sus raíces. ¿Entiendes?
Simba tenía una expresión de temor.
— No del todo, Bwana.
— Kumbe, quiere decirte esto — explicó Daudi — : tu vas a vivir en Makali. Construyes tu casa y vives de acuerdo con los caminos de Dios en esa aldea de Shaitani (demonio) y lentamente vas haciendo el trabajo como para que pueda llegar un maestro y ...
— Pero, Bwana, eso no tiene nada que ver con Perisi ...
— ¿Nada que ver? ¿Cuál es su trabajo?
— Bwana, ella es maestra ... ¡Jih! Comprendo — palmeó las manos e hizo girar los ojos — . Kah, de veras que es una idea muy sabia.
— Construye tu casa, vive como cazador; atrapa leopardos y serpientes, vende pieles para comprar vacas para tu dote. Pero vive la vida de un cristiano y cuenta la historia de la gente que dejó su enfermedad en el hospital.
— Jongo, Bwana, ya entiendo. Los niños vendrán a ver mis pieles y a comer la carne de los animales que mate como cazador. Les contaré historias de caza y de animales y también historias de Dios.
— Eso es ... y vive tu vida según el camino de Dios. Vigila tus palabras, tus acciones y tus pensamientos. Acuérdate de cuando peleaste con el león, pero en esta lucha tendrás a Dios como jefe.
Daudi estaba dando vuelta las hojas de su Nuevo Testamento en idioma chigogo.
— Aquí están las palabras adecuadas, Simba: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”. Recuerda esas palabras y demuestra que eres un hombre de Cristo.
Simba levantó su lanza y su cifuko, una especie de valija de fibras en la que estaban todas sus pertenencias.
— Kwaheri (iré), Bwana. ¡Yoh!
— Kumbe, ¿no podrías esperar un día más para hacer planes? — preguntó Daudi.
Simba sacudió la cabeza.
— Me voy ahora. Hay poco tiempo y ...
Puso su mano sobre el pecho y sonrió.
— Ven al hospital, Simba — dije — .Te daré gotas para los ojos y píldoras para el dolor. Te serán útiles.
Pronto hubo dentro del cifuko de Simba un frasco de aspirinas y otro de gotas negras.
— Bwana, –dijo al estrechar las manos a la manera africana — , di a Perisi que la semilla está plantada, pero necesita ser regada.
Se echó a caminar con resolución.
— Quiere decir, Bwana, que necesita sus oraciones –dijo Daudi en voz baja.
7: Tela Adhesiva
Daudi bajó la voz hasta que sólo oía un susurro.
— Bwana, allí hay un hombre que se ha hecho el camino desde la aldea de Makali, donde Simba ha empezado su trabajo. Este es su primer caso. Mira, Bwana, este hombre Moto, es un subjefe, y muy importante. Voy a seguir atendiendo a los pacientes del consultorio externo. Mientras tanto, vas y lo ves. Está allí fuera de tu oficina. Será muy buena cosa si lo sanamos de algo. Además, esto ayudaría a Simba en su nuevo trabajo.
Asentí con la cabeza y alcancé mi estetoscopio a Daudi.
— Sigue adelante. Volveré pronto.
Frente a mi oficina había un alto africano, en cuya cara se veían claramente señales de dolor.
— Mbukwa — dije extendiendo ambas manos en un saludo a lo africano.
Las tomé y entonces me contó una historia que yo había oído muchas veces. Era la historia de un hombre que estaba trabajando en su huerta y se lastimó con la azada. La herida se había hecho llaga y la llaga úlcera. Bien sabía yo lo que había ocurrido después, aunque él no me lo dijera: el médico brujo le untó sus mejunjes, hechos especialmente con estiércol de vaca por lo que la úlcera se ponía peor y siendo a veces muy dolorosa. Esto es lo que había ocurrido a este hombre que tenía frente a mí.
— Kah, Bwana, me duele cuando camino. Me duele aun cuando me siento. Me sigue doliendo hasta que me acuesto. De día y de noche me da puntadas y me hace gemir. Kah, Bwana, no hay ninguna alegría en vivir con una ilonda (úlcera). ¿Tienes medicina que pueda ayudarme? Simba dice que las úlceras no son más que cosa de poca importancia en este hospital.
— Por supuesto, gran jefe, tenemos una medicina poderosa para las úlceras. Ven a la habitación donde las trataremos.
Me siguió al vestuario, hasta una mesa llena de vendas y remedios. Kefa estaba ordenando las cosas, después de una mañana muy ocupada. Le di instrucciones de que lavara la pierna y la limpiara y que luego me llamara cuando todo estuviera listo.
La úlcera se veía en mal estado.
— Kah, esto no es nada bueno — dijo el enfermero — . No atrae ni a los ojos ni a la nariz.
— Jih, Bwana, ¿acaso no lo sé? — dijo el subjefe — . ¿No está en mi pierna?
Fui al dispensario y mezclé un preparado en polvo. Lo llevé y dije al jefe que extendiera la lengua. Le dimos una taza de agua y se tomó la medicina calmante, haciendo caras raras mientras la tragaba.
— Yah, Bwana, jih, ¡Qué medicina! Kah, ¡es amarga como sal!
— Eso te hará pasar el dolor; ahora veremos la úlcera.
Cuidadosamente puse una tela sobre la infección, que era del tamaño de la palma de una mano. Yendo a un armario especial, del que yo guardaba la llave, saqué un rollo de tela adhesiva. Podría usar fácilmente cien veces más en un año, pero sólo tenía tres paquetes de rollos para todo el hospital. Miré al subjefe.
— Escucha, este es un tipo de venda muy especial. Se queda sola en el lugar en el que se lo coloca. Mantiene alejado a los insectos. Impide que la piel tenga comezón. Puedes dejarlo cubriendo tu úlcera por unas tres semanas y, bueno, en ese tiempo habrá mucha mejoría. Pero, NO DEBES SACÁRTELA.
— ¡Joh!, pero ¿cómo voy a saber cómo sigue? — dijo el africano — . ¿Cómo voy a saber si mejora?
— Tienes que creerme en eso. He visto a mucha gente con ese tipo de mal.
Moto movió la cabeza. Pero no estaba convencido. Pronto lo vimos caminando con una docena de tabletas de aspirina, cuidadosamente atadas a la esquina de la tela que usaba en su cintura.
— ¡Joh!, mira, Bwana — dijo Kefa — , ese es un hombre que no hará caso a lo que dijiste que hiciera. Toma nota de mis palabras.
Luego pude comprobar que la opinión de Kefa había sido acertada.
Eso ocurrió una semana después. Estaba otra vez atendiendo el consultorio externo. Daudi apareció con una gran sonrisa.
— Bwana, es buena cosa que haya dos puertas en este consultorio. Mira, por aquella puerta — y señaló con el mentón — está el hombre a quien le pusiste tela adhesiva en la pierna. Y fuera de aquella otra puerta — señaló en la otra dirección — está Simba. Bwana, Simba tiene una sonrisa tan grande que parece que va a lastimarle la boca. Y, Bwana, se ha reído hasta que le dolían los costados. Quiere hablarte.
Salí y encontré a Simba mirando como si estuviera por contar algo que ya no podía guardar por más tiempo. Después de pasar por todos los saludos habituales, dijo:
— Bwana, me duele el estómago de tanto reírme cada vez que pienso en Moto. Yo le conté cómo tú curabas úlceras. Cuando volvió, dijo que todas mis palabras eran ciertas. Bueno, tú le diste medicina, Joh! — hizo un guiño — , medicina que detiene el dolor. Luego pintaste la herida con una medicina de un color muy fuerte y la cubriste de la tela que queda pegada sola. Bwana, estuvo alabándote todo el tiempo por cuatro días y entonces, mira, decidió que debía ver cómo iba la úlcera.
Miré a Daudi y sonreí. Eso ya había pasado antes.
— Entonces, Bwana –continuó Simba — , trató de levantar la tela para poder ver, pero, bueno, era muy fuerte y no se movía. Y entonces tomó una punta y tiró. Salió bien, pero, Bwana, se le quedó pegada. Trató de sacársela. Bueno, era material muy fuerte y sus manos no son hábiles. Pronto descubrió que había echado a perder el vendaje especial, de modo que decidió que debía sacarlo del todo. Pero, Bwana, el vendaje se la había pegado a los vellos de la pierna. ¡Jih! — Simba se rió — , Kah, Bwana, debieras haberlo oído. — ¡Yah, yah, yah! — , gritaba al arrancarse los vellos.
“Vamos”, le decía yo, “sé un hombre y tira. Eres un hombre grande haciendo ruido como un chiquillo de la aldea”. Tiró de un golpe y fuertemente. Yah, Bwana. ¡Cómo gritó! Y entonces se sentó gruñendo. La úlcera parecía estar como antes. “Kah, la medicina de Bwana no funciona”, dijo. “Mira, ¿no has hecho caso al brujo?”, le dije. “¿No te ha hecho un encantamiento alrededor del cuello que has usado por cuatro días y te lo dejaste allí?”. “Kah. Lo dejé”, dijo. “Bueno, ¿y por qué sacaste de la pierna el vendaje especial de Bwana?”, le pregunté. “Es que quería ver qué pasaba con mi úlcera”. “¿No te dijo el Bwana que no lo hicieras?” “El Bwana lo dijo, pero yo lo quería ver”. “Jongo! Y si ahora te va mal con la úlcera, ¿será culpa de lo que tú hiciste o de la medicina del Bwana?” Ji, Bwana, le hablé muy fuerte. Mira, está aquí.
Ocurría que ese mismo día yo había recibido un paquete envuelto en celofán. Había pensado en cómo conservar mi stock de tela adhesiva y para eso había llevado algo de ese celofán y lo había esterilizado. Me pareció que este era justo uno de los casos que necesitaba para probarlo. Entonces escuché la larga historia de Moto, que no era toda la verdad, aunque era muy dramática. Cuando terminó, dije:
— Bueno, y cuando te sacaste la tela, ¿se te calmó el dolor?
— Bwana, no había dolor –dijo.
— ¡Oh! — comenté, sacándole un par de vellos de la pierna de un tirón.
— Yah, eso duele. Claro que duele.
— Koh? ¿Y no te dolió cuando el vendaje tiró de los vellos?
— Este, Bwana, ... es, bueno ... este ...
Estaba muy confundido. Lo miré y sonreí.
— Ahora te haré un nuevo tratamiento si me prometes seguir mis indicaciones. Prométemelo y si me desobedeces, no habrá más tratamiento.
— Bwana, seguiré tus indicaciones.
— Muy bien.
Sacando algo del celofán, cubrí la úlcera.
— Puedes ver a través de esto, ¿verdad? ¿Puedes ver la úlcera?
— Jih, Bwana –asintió.
En la parte superior e inferior del plástico puse la venda elástica. El jefe miraba con asombro.
Kah, eso es sabiduría. Ahora puedo ver la úlcera. Puedo ver la úlcera, y sin embargo los dudus (insectos) no pueden meterse dentro.
— Muy bien, ahora vuelve a tu casa y regresa en tres semanas.
Asintió. Salí de la habitación y me encontré con Simba. Lo llevé a un lado.
— ¿Viste lo que ha ocurrido? Cuando Moto no hizo caso a mis indicaciones se metió en problemas.
— Jii, Bwana, ¡y bien que se metió!
El africano se frotó los ojos.
— Simba, eso también te pasará a ti.
— Kah, ¿por qué, Bwana?
— Te pasará a ti y a mí y a cualquiera de nosotros si no obedecemos las indicaciones de Dios.
Simba movió la cabeza lentamente, asintiendo.
— Escucha, amigo mío. Te diré las palabras que Jesús mismo dijo a un joven que fue a él y le preguntó cómo podía tener la vida que nunca termina, la vida que es toda alegría, la vida que no siempre es fácil, pero que siempre merece vivirse. “Mira”, le dijo, “debes amar al Señor tu Dios de todo tu corazón y de toda tu mente y de toda tu alma y con todas tus fuerzas”.
Simba volvió a mover la cabeza.
— Bwana, leí eso el otro día. Entonces Jesús le dijo: “Y debes amar a los otros como te amas a ti mismo”.
— Por cierto, esas son indicaciones de Dios para sus hijos. Y son verdad para la aldea de Makali. Mira (no solo vas a trabajar para Dios allí, sino que si primero buscas su voluntad, y su Reino, entonces todo lo demás que tu deseas vendrá si está en el plan de Dios.
— Kumbe, Bwana, ya lo entiendo. Es mejor confiar en Dios que impacientarse y ponerse a tironear la tela adhesiva para ver lo que pasa.
Se dirigió hacia la puerta. Puse mi mano sobre su hombro desnudo.
— Recuérdalo, cazador de leones. Si Dios quiere que las cosas ocurran más pronto, él hará que así sea.
8: Enfermedad Y Angustia
Sechelela volvió a poner el bebé en su canasta y señaló con su mentón la balanza con que eran pesados los infantes.
— Allí hay una carta para ti. La trajeron esta mañana desde la escuela.
Rasgué el extremo superior del sobre, que estaba escrito con muy buena letra. La leí rápidamente; luego me di vuelta y sonreí.
— Sech, es de Perisi.
— Kumbe, ¿cuáles son sus palabras, Bwana? — preguntó la vieja matrona africana.
— Dice que le agradaría venir al hospital a estudiar de enfermera, para aprender a tratar bebés.
Sechelela asintió con su cabeza.
— Bwana, he visto venir esto desde hace tiempo. Mira, Bwana, Perisi es una muchacha inteligente y sus pensamientos son buenos pensamientos. Ha estado por muchos años en la escuela. Me acuerdo cómo su padre creía que se moriría en los días después de la muerte de su madre. Pues, ya sabes que era mi amiga. Me puso la niña en los brazos y por eso la traje a la escuela.
— ¿Qué edad tenía ella en ese tiempo?
— ¡Jih, Bwana! Tenía unos cinco años. Y estaba acaso muy enferma de paludismo. Por eso le dimos quinina y vencimos la fiebre. Su padre se fue a un gran safari a la costa y la dejó aquí. La alimentamos y vestimos y enseñamos en la escuela. Pero, Bwana, ahora que ella está en edad de casarse, el padre ha reaparecido. Reclama que deje la escuela y que vuelva con él y si ella se vuelve a su casa, su vida estará arruinada.
— Jongo, ese hombre debe tener un carácter poco agradable, Sech.
Sech movió vigorosamente la cabeza en señal de asentimiento.
— Kumbe, es un hombre muy orgulloso y lo único que le importa es el dinero para poder comprar las cosas que quiere. Mira, habrá una gran shauri (discusión) pronto acerca de eso. Bwana, si viene al hospital, será mucho más seguro para ella. ¿Acaso no estoy yo aquí para ver que no le ocurra nada malo?
Esa misma tarde entrevisté a Perisi.
— Bwana, quiero venir aquí y aprender las palabras y la sabiduría del hospital –dijo — . Pues ¿no soy maestra y tengo mi certificado? Por eso es que podré aprender muy pronto. Como puedo leer en inglés, puedo entender los libros que no pueden leer los que sólo saben los idiomas africanos.
— ¿No tienes otra razón, Perisi?
Me miró fijamente.
— Bwana, hay otras razones. Mi padre quiere que yo me case con un hombre que es mushenzishenzi (lo más pagano que existe), un hombre que tiene otras tres esposas. Kah, Bwana, no habría alegría en ser su esposa. Pero él ha ido a ver a mi padre y se han puesto de acuerdo en una dote de veintiocho vacas y veinte cabras. Bwana, tú sabes cómo es mi padre — dijo, encogiendo sus hombros.
— Pero, Perisi, si te quedaras un año aquí en el hospital y aprendieras a tratar a los bebés y a las madres, ¿qué pasaría después?
— Kah, Bwana, — dijo la muchacha africana — puede ser que durante ese tiempo aparezca algún otro candidato. Alguien que ofrezca a mi padre una dote parecida y que, al mismo tiempo, sea del tipo de persona con la cual yo pueda ser una esposa feliz.
Miró al piso y se puso a jugar con un guijarro con los pies.
— Perisi, la Palabra de Dios dice que los senderos del justo son ordenados por el Señor — le dije tranquilamente.
— Bueno, Bwana — dijo Perisi interrumpiendo con ansiedad — . Bwana, esa es mi oración: que mi vida coincida con su plan, que yo pueda obedecer al Señor y entonces, Bwana, seré útil en la vida y al ser útil y andar por sus caminos, la vida será llena y feliz y valdrá la pena vivirla.
— Muy bien, entonces — dije — iré y hablaré con la gente de la escuela y al fin de este período, si ellos están de acuerdo, vendrás al hospital y aprenderás las cosas que tenemos que enseñarte.
Estaba despidiéndola en la puerta del hospital, cuando un africano delgado y atlético vino corriendo por el sendero, con una carta metida en la ranura de una varilla. Escrita con letra muy temblorosa, decía así:
“Bwana, voy para allá con tres niños. Uno se ha quemado y está muy enfermo y los otros dos están menos enfermos”.
La firma era de Simba.
Hice todos los preparativos que pude. Llegaron poco antes del atardecer. Uno de los niños venía en una hamaca. El otro, un chiquito patético, con un brazo roto, era traído por su madre, colgado en la espalda, mientras que una muchachita de doce años iba detrás de los demás. Tenía en la espalda una hinchazón grande como su cabeza.
Mientras desarmábamos la hamaca, Simba me dijo:
— Bwana, he recogido estos niños en Makali; están enfermos y te los he traído. Mira esta niña ...
Levanté mi farol y vi una desgreñada personita sobre una sábana que había servido como camilla, que tenía la mirada fija.
— Esta niña, Bwana, fue empujada al fuego por su padre, mientras estaba borracho. Mira, Bwana, está muy quemada.
Me incliné para examinarla. La niñita dejó escapar un leve quejido. Simba, el gran cazador, se había arrodillado a su lado.
— Ulece kogopa mwendece (No tengas miedo), pequeña, el bwana no te hará doler: te quitará el dolor.
Yo tenía una jeringa preparada en la mano. Un minuto después la niñita tenía una activa droga calmante dentro de su cuerpecito. Estaba horriblemente quemada.
— Simba, hay una sola cosa que se puede hacer por esta niña — dije — ,tal como había una sola cosa que se podía hacer por ti cuando viniste aquí: una transfusión de sangre. ¿Quieres reunir a sus parientes y traérmelos? Mientras eso se arregla, voy a tratar a los demás.
El muchachito con el brazo roto también sentía dolor intenso. La actividad del médico brujo le había provocado una tremenda hinchazón. Le coloqué un poco de anestesia, para que pudiéramos trabajar y poner el brazo en su lugar. Luego, con una varilla y un poco de tela adhesiva, el niño quedó bien.
La niña de la hinchazón en la espalda estaba muy sensible. En menos de cinco minutos, me di cuenta que una operación simple la aliviaría de lo que ella llamaba su carga.
— Los padres del niño con la quemadura estaban ocupados en una conferencia palabrera y ruidosa, que Simba parecía estar conduciendo en el consultorio externo. Salí a verlos.
— Escuchen, debemos realizar enseguida esa transfusión si queremos salvar la vida de esta pequeña.
Simba sacudió la cabeza.
— Bwana, he usado muchas palabras. Les he dicho que es un camino de sabiduría y de vida, pero no quieren entender. Dicen que no quieren que se haga una transfusión. Quieren otra medicina, y no ésta. ¿No podrías poner la medicina que pusiste en la úlcera del jefe, para que se sane la piel?
Hice cuanto pude para explicarles que, para sanar una quemadura, era necesario algo más que un ungüento y unos vendajes. Pero a ellos no les importaba lo que yo les decía o lo que cualquier otro pudiera decirles.
— No — decían — , sólo vamos a permitir que se ponga medicina sobre su herida.
Hice todo lo que pude en ese sentido. Era cerca de la medianoche cuando completé el tratamiento. La niña estaba dormida, pero yo sabía que las cosas distaban de estar bien.
Llevé a Simba a un costado.
— Amigo mío, este no es el camino por el que se debe tratar a esta niña. Esta no es la medicina que trae vida. Todo lo que estamos haciendo es cubrir la herida; no estamos curando la raíz del mal. Los parientes de la niña son como los que se sientan y cubren sus pecados con ropas nuevas o una gran sonrisa. ¿Te acuerdas que Jesús dijo: “Nadie viene al padre sino por mí”?
Simba asintió la cabeza.
— Jih, Bwana, ¿tu sabiduría te dice que una transfusión de sangre es el único medio para salvarla?
— Así es, Simba, no hay otro.
Volvimos juntos a la sala. Miré a la niña y le tomé el pulso. Lo tenía muy débil. Salí a ver a los parientes.
— Escuchen — dije — , hay quienes darán lo que la niña necesita; es el único camino; sin eso, la niña no puede vivir. Una hora más de espera y morirá.
Sacudieron la cabeza.
Simba me tocó el hombro.
— Bwana, yo voy a dar mi sangre.
— Escuchen lo que digo: Simba dará su sangre para que la niña viva. ¡No pide ni dinero, ni vacas, nada! — les expliqué.
El padre se levantó.
— Bwana, nos negamos. Ni una palabra más.
Al amanecer fui despertado por el horripilante sonido que hacen los africanos cuando alguien ha muerto. Simba cruzó mi umbral corriendo.
— Bwana, antes de que saliera el sol la niña murió –dijo — . La gente se ha escapado, llevándosela con ellos y, Bwana, algo peor, se han llevado al chico con el brazo roto y a la chica con la carga en la espalda. Bwana, esto es un fracaso. Lo único que encontraré esperándome en la aldea de Makali será enojo.
Simba se sentó a la sombra de un gran árbol baobab, frente a la puerta del hospital. Tenía los ojos cerrados y sus dientes chocaban ruidosamente. Llegué hasta él y le puse la mano en el hombro. Su piel parecía arder.
— Simba — lo llamé.
Se puso de pie.
— Bwana, dónde, este ...
— Estás enfermo, viejo. Es mejor que vengas al hospital para que te dé una medicina.
— Bwana, no dormí anoche. Mira, mi cabeza late, late, y late. Jih, mi corazón no se conforma, Pues, todo mi trabajo es bwete (inútil). ¡He tratado de ser útil, pero ... !
Puso la cabeza entre las manos y sollozó. Todo su cuerpo se sacudía con un ataque de temblores. Lo tomé por el brazo y lo ayudé a ir hasta el hospital. Miró en dirección a la escuela y dijo con voz apagada:
— Bwana, no he tenido éxito en mi trabajo para el Señor y ¿cómo voy a poder probar entonces a Perisi que soy digna de ella? Kah, Bwana, hubiera sido mejor que no salvaras mi vida en el hospital.
— Jongo, amigo mío — le contesté — , nunca es sabio hacer decisiones cuando uno está enojado o enfermo. Te vas a la cama, tomas medicinas, duermes unas horas y entonces hablamos de nuevo de estas cosas.
Vi cómo cubrían a Simba con cuatro mantas y le inyecté quinina en su robusto muslo.
— ¡Jih! — exclamó Simba, cuando la aguja salía — , kah, Bwana, mira que esa aguja hiere como una lanza.
— Es una lanza — le contesté — y en su punta tiene medicina que es un veneno para los dudus del paludismo. Mira, ya en este momento están huyendo de la medicina, pero serán atrapados, asi como tú atrapas a las serpientes que cazas.
Daudi apareció en escena con dos tabletas de aspirina y una calabaza de agua. Puso las tabletas en la lengua de Simba y éste se las tragó.
Se aclaró la garganta con su célebre imitación del rugido de león.
— Kah, Bwana, esto es medicina. Quita el dolor de cabeza y de los músculos.
— Yah — se estiró cómodamente — , el hospital misionero es el mejor lugar para aliviarse de los grandes dolores. Yah, pero tengo frío.
Daudi le puso el termómetro debajo del brazo y lo mantuvo allí con cuidado. Luego lo sacó y leyó.
— Treinta y nueve y siete líneas, Bwana.
Cuando estaba sacudiendo el termómetro para que bajara el mercurio, Simba preguntó:
— Bwana, ¿cuáles son las palabras de la uña de vidrio?
— ¿Las qué?
Daudi sonrió.
— Bwana, quiere saber qué temperatura tiene. La uña de vidrio es el termómetro.
— Joh, las palabras de la uña de vidrio –dije — son que te quedarás en cama quizás unos tres días y que luego te sentirás mejor.
— Pero, Bwana, ¿también dice que tendré que sentir otra vez que me claves tu lanza pequeña?
Moví la cabeza indicando que sí.
— Tu condición reclama que use la lanza unas tres veces más, por lo menos.
— ¡Yah! — dijo Simba y se apretó las sábanas contra el cuerpo.
En ese momento se oyó por la ventana una voz estridente.
— Kah, estos wazungu (europeos) –decía — Jih, bueno, son gente de ...
Se oyó el sonido de alguien que escupía.
Miré a Daudi, levanté las cejas e hice una mueca.
— Bwana, será mejor escuchar un poco más –murmuró.
La voz continuaba.
— Por muchos años han tenido a mi hija lejos de mí y ahora, pues, cuando llega el momento de su matrimonio, están causando dificultades. Pero yo, mafuta, les voy a mostrar de qué soy capaz y entonces van a escapar como la hiena cuando aparece el león.
Daudi hizo una mueca bien evidente.
— Bwana, es el padre de Perisi –murmuró.
Cuando oyó el nombre de la muchacha, Simba levantó la cabeza.
— Jeh, ¿qué pasa? –dijo.
— Quédate tranquilo –le contesté — ; mira, ha llegado el padre de Perisi. Me parece que ha estado tomando demasiado wujimbi (cerveza).
— Quédate quieto, Simba. Escucha las palabras y aprende algo de ellas.
Salí a la puerta.
— Mbukwa — dije.
— Kah — contestó el africano que según descubrí lo llamaban Mafuta (grasa) porque era muy, pero muy gordo.
Hizo girar sus ojos sanguinolentos, pero no dijo nada.
— Mira, Mbisi (la hiena) ha venido para huir de la ira y las palabras de Mhembo (el elefante) –le dije.
Los enfermeros lanzarón una risita y Mafuta mostró que se sentía molesto.
— Yah, seguramente no se trata de mhembo (el elefante) — dijo Daudi — sino de dengubi (el cerdo salvaje).
La situación no parecía demasiado prometedora. Un grupo de ancianos estaba en cuclillas debajo de un arbusto de granada, de modo que les indiqué que se sentaran a la sombra. Levanté la mano.
— Permítanme declarar mi caso, Grandes Jefes de la tribu. ¿Escucharéis al Sauri (debate) entre este hombre de gran abdomen y yo?
De inmediato se alivió la tensión. El gordo africano se sentó y comencé mi historia.
— Katali (hace mucho) había un hombre que vivía en este país de los wagogo y, bueno, su única posesión era una ternera, una ternera sin mucha fuerza en las patas, que se torcían cuando caminaba. El hombre no tenía forma de alimentar a su ternera y no le gustaba ser pastor. Un día dijo: “Bueno, me iré a otro país y veré si mejora mi suerte”. Así es como se fue de su casa. Y sus vecinos encontraron la ternera caminando por la selva y la llevaron a su propio rebaño. Pues bien, la alimentaron y le dieron hojas y hierbas curativas. Creció y se transformó en una criatura con fuerza. En tiempo de sequía, le llevaban agua. Cuando no había pastos, encontraban cómo alimentarla con granos del depósito de los vecinos.
“Pasó una cosecha tras otra. La ternera se hizo vaca. Quizá era la mejor vaca del rebaño. Un día volvió el viajero de su largo safari. Volvió a su casa.
“Dijo a los que vivían cerca de él: Devuélvanme mi ternera. Entonces ellos le preguntaron: “¿Qué ternera?”
“Pues la que he dejado aquí”, dijo.
“‘Yah, mira, tu ternera estaba enferma,’ le dijeron los vecinos, ‘la dejaste a punto de morir y mira, la alimentamos como a nuestros rebaños. Le dimos agua y mientras tú descansabas a la sombra, llevamos agua de los pozos para darle de beber, mientras te sentabas en lugares cerca del mar y comías mangos, nosotros la llevábamos al pastoreo’.
— Pues bien — miré hacia el grupo de viejos africanos que estaban en cuclillas bajo la sombra — , díganme, Grandes Jefes, ¿a quién pertenecía la ternera, al hombre que se fue de viaje o a la gente que la cuidó hasta que fue una vaca? Díganme su opinión.
Por un momento. Los ancianos hablaron en susurros, con sus cabezas muy juntas y entonces uno de ellos, apoyándose en su lanza, dijo:
— Bwana, la ternera pertenecía al hombre que se fue de viaje, pero, bueno, él no tenía derecho a ella hasta que no pagara a sus vecinos el precio de la comida con que la alimentaron y ¿acaso no es justo que hiciera algún regalo a los que la cuidaron?
— Jih, esas son palabras sabias, Grandes Jefes — dijo Daudi.
Volviéndome hacia donde estaba Mafuta que casi gruñía, le dije:
— Mira, tu hija Perisi estaba enferma y a punto de morir. La dejaste sola en tu casa. Fue tomada por las wabibi (damas) de la escuela misionera, le dieron medicinas, la alimentaron y educaron y ahora cuando llega a la edad en que puede casarse, bueno ... te vienes a buscar las vacas de su dote.
Mafuta se incorporo con dificultad, tartamudeando de la rabia.
— Kah, yo voy a ... — dijo. Pero lo que pensaba realmente hacer terminó en un hipo tremendo.
Oí un ruido dentro de la sala. Simba estaba luchando por salir de debajo de las sábanas.
— Bwana, debo hablarle a Mafuta — dijo — . Mira, tengo que arreglar el asunto. Jih, Bwana — sus ojos brillaban de rabia y de la fiebre que le arrasabe el cuerpo — . Podría golpearlo con un palo, un palo nudoso, hasta que hacerlo llorar.
— Acuéstate, amigo mío — dije — . Mira, no hay necesidad de hacer semejante cosa. Mafuta está muy enojado. No vamos a ganar nada haciéndolo enojar más con tu propia ira. Escúchame, voy a leer de la Palabra de Dios.
Di vuelta a las páginas del Nuevo Testamento chigogo.
— “Bienaventurados los mansos de corazón, porque ellos tendrán la tierra por heredad”. Ahora, Simba, fíjate en esto: dice “mansos” y no “flojos”. Un hombre manso es un hombre fuerte, que se controla. Mira, tu forma de ganar en este asunto es contar tu problema a Dios, pedirle que te muestre el camino y cuando él lo haga, seguirlo y obedecer su Palabra. De esa manera, tendrás una respuesta. Sigue tu propio camino, el camino del enojo o el camino de la pelea, y no habrá satisfacción para nadie. Pero sigue el camino de la mansedumbre, del control, de la sabiduría y todo saldrá bien. Dios no dice palabras sin sentido.
La frente de Simba estaba empapada de transpiración. Le apreté las mantas sobre el cuerpo.
— Assante, (gracias) Bwana –dijo — , eso es mejor. Kah, tu medicina ya está trabajando. Tengo menos dolores y mira, ahora mismo puedo sentir la mano fría de la fiebre yendose. — Hizo una pausa y agregó — : Jih ... voy a seguir esas palabras de sabiduría.
Desde la puerta de afuera se oyó un ruido. Miré por la ventana. Tambaleándose por el sendero que llevaba a la aldea, iba Mafuta, sacudiendo su puño en el aire e hipeando fuertemente a medida que caminaba. Yo me preguntaba cómo terminaría todo aquel asunto.
9: Tambores De Compromiso
La luna brillaba con excepcional esplendor. Miré la llanura a través de la tela metálica de la ventana de la sala de guardia. A través del fino enrejado parecía como que la luna estuviera irradiando una cruz. Fijé la vista más allá del baobab que estaba cerca, a la maleza donde empezaba la selva. Muy lejos podía oír el salvaje golpetear de tambores y las voces agudas del canto de los africanos. Había un ritmo frenético en todo esa noche. Mi reloj indicaba que era la 1:50 de la mañana.
— Bwana, ¿cuándo me darás medicina? — oí que decía una voz apagada desde alguna parte de la relativa oscuridad que había detrás de mí.
— Ya pronto, Simba. Daudi está analizando tu sangre en el microscopio para ver qué medicina debemos darte.
Volvió a hacerse el silencio. En la sombra, a pocos metros, pasó un animal caminando silenciosamente. Su contorno era vagamente parecido a un perro alsaciano. En ese momento, oí una voz detrás de mí. Me di vuelta rápidamente y vi a Simba envuelto en una manta, mirando sobre mi hombro.
— Mbisi (la hiena), Bwana. ¡Si tuviera mi lanza!
El animal desapareció en la maleza. Mi compañero me tocó el brazo y dijo:
— Oye esos tambores, Bwana, escúchalos ...
Dije que sí con la cabeza.
— No me gusta cómo suenan. ¿Qué te dicen a ti, Simba?
— Bwana, son tambores de compromiso. Vienen de la misma dirección en la que Mafuta se fue ayer. Mira, quizá a esta hora ya está todo el asunto terminado. Se habrán pagado las vacas y Perisi ya no será libre.
Se estremeció.
— ¡Kumbe, Simba! — le dije — . Estás enfermo. Debes volver a la cama. No es bueno que estés levantado a esta hora de la noche, pensando en esas cosas.
— Kah, Bwana, ¿cómo podría dormir cuando siento esos tambores golpeándome en el corazón y cuando sé, Bwana, que allá abajo — señaló con su mentón hacia la escuela — lo mismo está pasándole a Perisi? Kumbe, Bwana, déjame tomar este asunto en mis manos. Voy a pelear por ella.
— Jih, sé lo que harías. Mira ese hombre, en aquella cama, la tercera desde el final. ¿No hizo lo mismo y salió con un cuchillo clavado en el cuerpo? Y mira, he tenido otros con heridas de lanza o con la lanza atravesándolos y, bueno, pasaron un tiempo en el cindindilo, donde la puerta está cerrada con llave, y donde en las ropas que les ponen está la marca de una flecha. ¿Esa es la forma en que quieres mostrar a Perisi que has dejado los caminos paganos para andar en los caminos de Dios, eh?
— Iiiih, no sé qué hacer, Bwana. No sé qué hacer, pero tengo que hacer algo.
— Jongo, Simba. Esas palabras parecen las de esa gente que usa amuletos atados en el cuello y que se frotan con grasa de león. Les resulta agradable eso de frotarse. Su piel queda brillante, pero su dolor sigue. A gente como esa le gusta escuchar al médico brujo murmurando sus encantamientos y tirando al aire sus zapatos para averiguar por qué los espíritus han atacado a la gente.
Simba movió lentamente la cabeza.
— A la gente de la tribu le resulta más curioso ver eso que vernos tomar una gota de sangre del dedo de un hombre, mirarlo por un microscopio, descubrir la enfermedad y entonces venir con una jeringa e inyectar la medicina que cura. Pero, jongo, nuestro camino da buenos resultados.
— Jih, mira, Bwana, da muy buenos resultados — ceplicó Simba en voz baja.
— Viswanu, bien. Sigamos el camino de Dios en este asunto tuyo. Si somos miembros de su familia y oramos, Dios escuchará. ¿No te lo he dicho muchas veces? No es suficiente correr para ir a Dios y orar a él cuando estamos enfermos. Dios no es sólo un jefe poderoso a quien corremos cuando estamos en peligro o con problemas. Dios es más bien un padre a quien sus hijos van todos los días, por toda clase de cosas, grandes y pequeñas. Seguramente Dios te salvará del peligro o del daño, pero él hace mucho más, porque piensa en cada detalle de tu vida y contesta tus oraciones, a menos que haya algo mal en tu manera de vivir. Por ejemplo, ¿recuerdas que la Palabra de Dios dice: “Si hubiere iniquidad (planes de hacer cosas malas) en mi corazón, el Señor no me oirá”?
— Kah, Bwana, pero yo no tengo planes para pecar. He planeado hacer cosas para Dios.
— Si es así, Simba, lo que Dios dice es: “Encomienda a Jehová tu camino, confía en él y él te ayudará”.
— Jeh, Bwana, eso suena muy bien.
— Vamos, arrodillémonos aquí y encomendemos tu camino a Dios.
Y Simba oró con toda sinceridad.
Apenas nos habíamos levantado de nuestras rodillas, cuando oímos que se cerraba la puerta del laboratorio. Un minuto después Daudi estaba con nosotros.
— Bwana, al cazador lo han cazado — dijo — . Mira, todas las placas de su sangre están llenas de dudus de la nariz del izuguni (mosquito). Kah, tiene mucho paludismo.
De acuerdo con eso, le pusimos la inyección de quinina y lo mandamos a la cama. Una vez más, miré por la ventana, hacia la llanura.
— Jeh, quisiera saber, Bwana –dijo Simba, al envolverse en la manta — , cómo Dios va a arreglar todo el asunto. A mí me parece imposible.
Sacudió su cabeza y entonces los rayos de la luz lunar, reflejados así como una cruz a través de la tela metálica, le llamaron la atención.
— Kah, Bwana, mira allí, allí justo sobre la aldea donde están pasando las cosas –dijo — . Mira, parece como si la cruz del Señor estuviera encima de ella.
— Simba, es sólo una ilusión de la luz de la luna y el tejido muy fino, pero créeme, Dios está allá de la misma manera que aquí. Cuando oramos, Dios comienza a obrar.
— Jeh, Bwana, ahora me voy de vuelta a dormir, sabiendo que Dios todo poderoso está obrando.
Yo tenía exactamente el mismo sentimiento, mientras cruzaba el terreno hasta mi casa.
A la mañana siguiente, el muchachito que golpea nuestro tambor nos trajo noticias.
— Kah, Bwana, en la aldea más allá de las malezas –dijo — , anoche tuvieron un sikuku. Jih, Bwana, mucha cerveza, mucho baile y esta mañana, mucha gente con dolor de cabeza. También oí, Bwana, que Makaranga, el jefe de allí (yoh, es un hombre con muchas esposas) ha dado los regalos de casamiento y ha recibido también otros. Bwana, oí que dio a Mafuta un anillo hecho todo de oro.
Aparentemente habían llegado las mismas noticias al hospital.
— Daudi — dije — , explícame eso del anillo. ¿Es cosa común como obsequio de compromiso?
— Jeh, eso es algo nuevo, Bwana.
— Jum, ¿un anillo de oro? Bueno, eso no debe traer mucho problema.
Ni me imaginaba yo cuánto problema.
Simba estaba temblando en su cama. Aún estaba bajo los efectos del paludismo. Fui a él con una jeringa cargada.
— Vamos, viejo cazador, date vuelta — le dije — . Mira, hoy el cazador soy yo y tú eres el cazado.
— Yeh, Bwana, — dijo dándose vuelta — , yoh, cualquiera puede clavar una lanza en un animal medio muerto.
Le froté una pequeña sección de piel con alcohol y clavé allí la aguja.
— Jii — suspiró — , jah, Bwana, no me siento bien esta mañana.
— ¿Tienes hambre?
Una ligera sonrisa apareció en su rostro.
— Un poco, Bwana.
Detrás de mí, Daudi sonreía.
— Es buena cosa, Bwana, porque algunas de las wadodo waskuli (las pequeñas de la escuela) han llegado con un cuenco de wugali (avena) para Simba. Bwana, lo cocinó la misma Perisi.
Simba se estaba sentando en la cama.
— Yah, Bwana — dijo — , jeh, estoy empezando a sentirme mejor.
— ¿Se debe a que estás pensando en la comida?
— Jeh, Bwana, te reirás de mí, pero mis pensamientos andan un poco más alto que mi estómago. Están en mi corazón. Porque ... mira, Perisi está pensando en mi enfermedad. ¿No es ella una mujer de capacidad?
Salí de la sala. No muy lejos estaba el objeto de nuestra conversación.
— Bwana, ¿comenzará pronto mi trabajo en el hospital?
— Ya has empezado, Perisi, porque le has hecho mucho bien a uno de mis enfermos esta mañana.
La muchachita africana sonrió y luego se puso muy seria.
— Bwana, no pude dormir anoche. Oí esos tambores.
— Nosotros también los oímos desde aquí. Hemos pedido a Dios que lleve todas estas cosas por su camino.
— Bwana, yo también oré así, pero no veo como puede ser así.
— Eso no es asunto tuyo, Perisi, ni mío. Tu función es orar y obedecer cualquier orden. Dios hace la obra y si él tiene algo que nosotros debemos hacer, nos lo mostrará.
— Mboka, mbeka (es cierto) — dijo, asintiendo con la cabeza.
En ese momento, Daudi llegó con el bol de comida ya vacío. Perisi lo tomó, nos saludó y se fue de regreso a la escuela.
— Jeh, Bwana, — dijo Daudi — , mira, es raro que en nuestra tribu un hombre y una mujer se amen como éstos dos.
10: Dotes Y Hechos
Escuché una voz histérica que decía:
— Tengo que ver al bwana, tengo que ver al bwana ahora.
Luego siguió un tranquilo murmullo, del que no pude captar las palabras y una vez más escuché la voz aguda.
— ¿Está tomando su té? Kah, como si me importara algo su té. Vean, estoy en peligro. Estoy sufriendo. Tengo que ver al Bwana ahora, ahora, ¡AHORA!
La voz se había transformado en un chillido.
Enseguida reconocí el tono tranquilo de Daudi.
— Oooh, mejor hubieras hecho en ir y visitar al médico brujo; eso es lo que hace todo el mundo en la tribu si han hecho un encantamiento en contra suyo.
— ¡Jongo! ¿He de visitar al brujo cuando se ha lanzado un encantamiento contra uno de los hombres más ricos del país?
Daudi rió burlonamente y sacudió el dedo.
— Y además, si vas del brujo, te cobraría una vaca y ...
Salí en ese momento y casi me llevé por delante a Mafuta que venía corriendo hacia mí. Sacudió su mano gordinflon.
— Tranquilo, jeh pole pole — dije — , ¿qué pasa?
— Bwana, mira mi mano.
El dedo índice estaba hinchado como una salchicha y daba la impresión de que le estaba molestando mucho. Mafuta casi estallaba en su ansiedad por contármelo todo.
— Bwana, mira, yo, yo ...
Pareció que repentinamente descubrió que se estaba metiendo en lío.
— Ah, sí, he oído de eso — dije — . Makaranga te ha dado un anillo de oro; es el regalo de un jefe muy rico, ¿no? A ver, veamos ese anillo. ¿Dónde está?
— Aquí está, Bwana, aquí.
— ¿Dónde? — pregunté frunciendo el seño.
— Debajo de esto.
Sacudió delante su dedo hinchado. Sosteniendo su mano, la di vuelta, pero no pude ver nada. El anillo estaba completamente oculto por la hinchazón. Examiné cuidadosamente el dedo. Daudi señaló la parte blancuzca debajo de la uña.
— Bwana, mira, hoy tiene un color raro.
Miré los ojos del africano. Tenían un curioso tono amarillo.
— Saca la lengua — le ordené.
— Jiih, guardala — dijo Daudi, estremeciéndose.
Estuve de acuerdo con él en que no era un espectáculo hermoso.
— Bwana, ha estado bebiendo mucha cerveza –me dijo el enfermero en inglés.
— Y por eso su hígado también anda mal. Mira, ¿no tiene ictericia?
Me fijé entonces en sus pies. También estaban hinchados. Presione mi dedo en su pierna encima de la tibia. Cuando lo hice, quedo un hoyuelo.
— Siéntate allí a la sombra — le ordené — y deja tu mano en agua fría por dos horas. Toma también la medicina que te daré. Entonces, bueno, te ayudaré y te sacaré del dedo el anillo de tu amigo, ese jefe tan rico.
— Jeh, no es mi amigo, Bwana. Mira, él es el que ha echado el encantamiento. Bwana, quiere matarme.
Un ruido profundo y desagradable, como un trueno, salió de alguna parte de su macizo interior.
— Yeh, Bwana, mira cómo me desea mal.
Daudi me miró con los ojos muy abiertos.
— Bwana, no es cosa buena que un hombre hable así sobre alguien que se ha comprometido con si hija — dijo — . Mira, parece que ...
Levantó expresivamente las cejas.
— ¿Te parece? — contesté — . Ahora bien, cualquier cosa que hagas, cuida que Simba esté lejos de él.
Esto no fue un problema, ya que vi a Simba en la pequeña choza de techo de paja en que se guardan los tambores. Estaba sentado en un banquillo de tres patas con su cabeza entre las manos. Me acerqué a él.
— ¿Ati za hako? (¿Qué noticias tienes?)
— Bwana, tengo grandes dudas –dijo, levantando lentamente la cabeza — . Hay un hechizo muy fuerte en el asunto. En estos días la mano de Shaitani (el diablo) es evidente en este país. Su mano está actuando en contra mío. Todo está yendo mal.
— Jeh, sé lo que necesitas. No es medicina para tu cuerpo ni para tu mente; es una inyección para tu alma. Escucha, desde los días de la pelea con el león, ¿no has llegado a ser un hijo de Dios?
Simba asintió.
— ¿No has seguido las palabras de Dios mismo cuando dijo que a “aquellos que creen en Su Nombre les dio poder de ser hechos hijos de Dios? ¿Dónde está tu confianza hombre?
— Jeh, ¿a quién he de creer, Bwana? ¿Cómo voy a saber que Dios puede hacer esta cosa?
— Jih, ahora quédate allí sentado y escucha. Aquí hay un episodio del mismo Libro de Dios, donde vemos que Jesús puede hacerle a Shaitani y para los que estan de su parte. Jesús y sus seguidores cruzaron un lago y al llegar al otro lado, apenas pusieron su pie en tierra, vino corriendo a ellos un hombre de aspecto fiero, con unos ojos de mirada salvaje, que demostraban que su menta andaba mal ...
— Kah, Bwana, conozco esa mirada.
— En verdad, y los seguidores de Jesús sintieron como tú, porque ese hombre era tan fuerte que nadie en el país lo podía atar o aferrar. Rompía las cadenas, deshacía las sogas en pedacitos. Andaba errando por allí, de día y de noche, trepándose por las rocas, durmiendo en el lugar en que se enterraban los antepasados, chillando salvajemente y lastimándose con piedras agudas.
“Cuando vio a Jesús de lejos, corrió a lo largo del lago y entonces, de repente, se echó a los pies de Jesús y gritó con voz fuerte y asustada: ‘¿Qué tienes que ver conmigo, Hijo de Dios?’ y luego más suavemente, ‘En el Nombre de Dios, te ruego que no me atormentes’, porque Jesús había hablado y había dicho: ‘Icisi (espíritu malo) sal de ese hombre’. Luego Jesús siguió hablando: “¿Cuál es tu nombre?, le preguntó. Era el espíritu malo que contestaba. ‘Wenji (mucha gente), porque hay un ejército dentro mío’.
“Pero escucha, Simba, allí hay algo para ti. Los espíritus le pidieron a Jesús que no los echara del país en que estaban. Sabían que Jesús tenía poder sobre ellos. Sabían que Dios es más poderoso que Satanás y por eso pidieron que no los echara, sino que los mandara a un gran ato de puercos que había en una colina. Jesús lo hizo, pero el hombre, que hasta un rato antes era salvaje y peligroso, ahora estaba calmo. Sus ojos también estaban calmos. Dijo a Jesús: ‘Déjame ir contigo, Bwana’. Pero Jesús le contestó: “No, vuélvete a tu gente y diles qué es lo que ha hecho contigo el Dios Todopoderoso. Él lo hizo y todos quedaron asombrados. Ahora Simba, si tienes confianza y crees en Jesús, veras que la mano de Dios es mucho más fuerte que la mano del mal. Mira que Dios es muy poderoso.
— Kah, he cometido un gran error — dijo Simba — Bwana, hablaré con Dios y le diré que confío en él.
— Muy bien, ahora tienes que orar como no has orado por ninguna otra cosa, y por ahora, olvídate de esa pelea. Cuando llegue la hora de pelear, pelearás.
Esa tarde volví a la sala. Mafuta estaba sentado en la cama. Su dedo se había deshinchado bastante. Ahora se podía ver apenas el anillo debajo de la carne hinchada. Le inyecté un anestésico local cerca del lugar y comencé a trabajar con una sierra, dos pinzas de dentista y una navajita de bolsillo. No fue una operación sencilla ni fue hecha mucho más fácil por Mafuta, que dejó escapar una complicada serie de gruñidos y quejas.
— Yah, Bwana, ten cuidado con esa cosa puntiaguda –dijo, cuando yo levanté el cuchillito. Luego, cuando tomé suavemente la pinza para doblar el anillo luego de cortarlo, lanzó un tremendo grito, diciendo que con seguridad lo iba a pellizcar a él, pero cuando el anillo salió sin problemas, lanzó un suspiro de alivio y antes de que pudiera detenerlo, me estrechó la mano y la besó haciendo un ruido con sus labios que no me fue del todo agradable.
Daudi se sacudía de risa.
— ¡Jeh, Bwana! — decía — , ¡qué hombre este Mafuta!
Miré al gordo africano que se estaba acariciando tiernamente el dedo y le pregunté:
— ¿Te fue fácil poner ese anillo en el dedo?
— Jiii, Bwana — dijo, sacudiendo vigorosamente la cabeza para indicar que sí.
— ¿Y fue fácil sacarlo?
— Kumbe, no. Bwana, fue algo muy peligroso y doloroso.
— ¿Te gustó ponértelo?
— Jiii, Bwana — volvió a mover la cabeza.
— Pues mira, el anillo es como el pecado. Parece atractivo; es fácil cometerlo, tan fácil como ponerte un anillo en el dedo. El pecado siempre es atractivo, el pecado siempre es fácil. Cualquier pobre diablo de la aldea peca; no se precisa inteligencia ni valentía para hacerlo. Pero no te olvides que se necesita del amor del Hijo de Dios para liberarte del castigo del pecado y su poder.
— De veras, Bwana, de veras que esas son grandes palabras –dijo el gordo africano, moviendo los ojos lentamente.
— Yah, Bwana — dijo Daudi — , hablarle de la Palabra de Dios es como echar agua en tierra caliente. Lo único que hace es desaparecer. ¡Tichi!
Extendió sus manos expresivamente, como diciendo “es inútil”.
— No Daudi, en alguna parte quedan ...
— No han quedado mucho hasta ahora, Bwana, escucha ...
Mafuta mascullaba algo entre dientes.
— Kah, causare problemas. Yo voy a causarle problemas al que será marido de mi hija. No me puede echar un encantamiento sin sufrir las consecuencias.
Un mosquito estaba zumbando demasiado cerca de mi oído. Me desperté, prendí una linterna y descubrí que el insecto estaba del lado de afuera del mosquitero, a pocos centímetros de mi cabeza, haciendo grandes esfuerzos por atravesar la fina malla. Miré mi reloj: las dos de la mañana. En el momento de apagar la luz, oí el ruido de pies que corrían desde la dirección del hospital. Pensé que había problema en puerta y me quedé esperando el acostumbrado llamado: “Bwana, rápido, otro bebé”. Pero era la voz de Daudi, diciendo otra cosa:
— Bwana, rápido, Mafuta está revolcándose y gritando. Dice que está muy embrujado y que se está por morir. Se ha tirado al suelo, Bwana, con las manos apretadas contra el vientre, diciendo: “¡Yoh!” Tiene espuma en la boca.
En ese momento yo ya estaba esforzándome por vestirme. Tomando una linterna en la mano, corrí con Daudi hasta el hospital. La poca elegante forma de Mafuta yacía en el piso. ¡Cómo se quejaba!
— ¡Ooooh! ¡Yaaaa!
¡yah, yah! ¡Kah, kah kah!
Después su voz se elevaba a un tono muy agudo, como una cierra circular que se choca con un clavo.
Era un paciente muy difícil de examinar porque se la pasaba retorciéndose todo el tiempo. A la luz de un farol podía ver sus ojos casi amarillos y pronto me resultó muy claro que su vesícula le estaba jugando una mala pasada. En menos de un minuto, preparé una jeringa con dos drogas adecuadas y se las inyecté mientras seguía gritando en el suelo. Expliqué a Daudi cuál era la causa de todo el problema. Mafuta no parecía escuchar.
— Mira, hay un pequeño pasaje, en forma de tubo, que va de la vesícula por tu interior hasta el tubo digestivo ...
— ¿Tubo digestivo? Bwana, ¿estás hablando del camino por donde va la comida?
— Sí, exactamente eso. Bueno, dentro de ese tubito, algunas veces pasa una piedrita redonda que se forma cuando el cuerpo tiene un problema con grasa. Si es pequeña, puede pasar provocando poquito dolor, pero si es más grande, bloquea el tubo, te pones amarillo y, jih, te viene un dolor como el de Mafuta. Entonces se pone la medicina calmante, que al mismo tiempo ablanda el tubo por lo que la piedra puede deslizarse y pasar, y el enfermo se siente mucho mejor.
Mafuta estaba gruñendo.
— Kah ... kah ... ooh.
Tenía la mirada fija, y entonces con una voz extraña, como alguien que hablara en sueños, dijo:
— Los pies del brujo, los pies del brujo están caminando alrededor de mi casa.
Estiro sus rodillas y comenzó a quejarse.
— Ooi, ooi, yahay, yah, yah, yah. Koh, ¿no está pisoteando con sus pies delante de mi puerta? ¡Koh! Es un hechizo, un hechizo que me matará, me matará.
Parecía estar enloqueciendo de nuevo. Salto de la cama, cayó en el suelo con un golpe horrible, y luego de un gruñido quedó inconsciente. Le puse dos inyecciones y entonces vi que sus párpados se movían y que su pulso era un poco más vivo. Lo pusimos en la cama y allí quedó jadeando.
Llevé a Daudi a un lado:
— Lo que debemos recordar es que su corazón también es débil: puede pasarle cualquier cosa.
En ese momento se abrió completamente la puerta. Uno de los muchachos entró precipitadamente sin notar al enfermo.
— Yagagwe (madre mía) — gritó, fregándose las manos — , yagagwe, hay un problema enorme. Mira, el jefe Makaranga está furioso contigo y he visto a Mganga, el brujo, que se desliza silenciosamente en la casa del jefe. Jih, ¡creo que eso no significa nada bueno!
Me imaginaba que mi paciente africano se desmayaría ante la noticia y me preparé para afrontar la emergencia, pero en vez de miedo y desmayo, se sentó y gruñó como un toro.
— ¡Kah!, ¡mi hija Perisi nunca verá el interior de su casa! ¡Yo soy el que debe estar enojado! ¿No es el anillo que él puso en mi dedo lo que me trajo tanto dolor? Ella se casará con otro y él llevará las de perder en esta lucha.
Miré a Daudi que estaba esterilizando la jeringa que acabábamos de usar.
— Bwana, ese es un cambio, sus pensamientos están tomando otro rumbo — dijo.
— En verdad. Anda y trae a Simba rápidamente. Está en el cuarto de los tambores.
Pronto el cazador africano apareció en la puerta con Daudi detrás.
Daudi se puso a mi lado.
— Bwana, le he explicado la situación. Ahora es mejor que dejes que nosotros arreglemos el asunto. Sabemos cómo debe hacerse todo esto.
Hice una seña afirmativa con la cabeza y me fui a un rincón.
— Mbukwa (Buenos días) — dijo Simba.
Mafuta lo miró desde la cama.
— Mbukwa — contestó con una mirada cortante.
Simba me miró y dijo:
— Bwana, desde que tomé la medicina he recuperado las fuerzas. Bueno, es tiempo de que vaya a cazar de nuevo. Mira, voy a ser un hombre rico si continúo cazando leopardos y pitones como hasta ahora. En estos días hay mucha posibilidad de vender sus pieles.
Mafuta se sentó en la cama. Miró con evidente interés cuando oyó hablar de dinero. Daudi me estaba susurrando otra vez en el oído:
— Bwana, has salir a Simba y yo haré los arreglos. Esta es la forma como lo hacemos en nuestra tribu. No te vayas lejos, y bueno, yo te contaré lo que ocurra.
Nos lo dijo unos minutos después.
— Bwana, el viejo Mafuta está muy de acuerdo con que se arregle el asunto y quede listo de una vez. Entonces yo le dije: “¿Qué mejor marido podría tener Perisi que un cazador que puede defenderla y que al defenderla, defenderá al padre?” También se trata de alguien que podrá pagar la dote de treinta vacas y, Bwana, ha estado de acuerdo.
Simba tomó del hombro a Daudi.
— ¿Qué? — casi gritaba — Vuelve a decirlo.
— Lo diré de nuevo — dijo el enfermero, retrocediendo — , si me sueltas el hombro y dejas de lastimarne. ¡Kah, hombre, qué fuerte eres!
Daudi volvió a contar su conversación con Mafuta. Entonces Simba me miró y dijo:
— Bwana, ciertamente ésta no es otra cosa que la mano de Dios. Esta mañana no había esperanzas, todo parecía totalmente imposible. Ahora, Bwana, todo está solucionado.
— De veras, pero hay una lucha por delante–dije — . Este Makaranga no será una cuestión simple. Y realmente creo que esa gente de los médicos brujos tendrá toda la ayuda que el diablo pueda darles por la simple razón de que tú estás tratando de servir a Dios y si el demonio puede deshacer la obra de Dios en cualquier manera, lo hará.
— Jih, hoy, ahora –dijo Simba — , el diablo no ha hecho un buen papel en la lucha contra nosotros.
— Cuidado, Simba, Shaitani tiene muchas trampas.
Daudi era práctico.
— Bwana, dejemos que se haga el primer pago de vacas y entonces el compromiso estará asegurado.
— Pero, mis vacas están a un día de viaje –dijo Simba.
— Entonces compra otras. Bwana te prestará treinta chelines.
— Jih, pero yo tengo treinta y dos chelines.
— Bueno Simba, en estos días de colección de impuesto, se pueden comprar las vacas por diez chelines cada una.
Durante un cuarto de hora, discutimos sobre las vacas, esos animales con joroba, que producen a lo sumo medio litro de leche diaria y que sirven de moneda en el centro de Tanganica.
Cuando Daudi volvió del portón, le planteé la cuestión:
— Me parece que es una cosa fea que un hombre compre a su esposa con vacas. Me parece que es una mala costumbre.
— Iiih, seguramente lo es para ti que no la entiendes, Bwana. Uno no compra una esposa con vacas; la dote es más bien una señal de buena fe ... por lo menos, debiera serlo. Un hombre no puede dejar a su esposa y recuperar sus vacas al menos que ella rompa las leyes de la tribu. A la vez, si un hombre maltrata a su esposa, bueno, ella puede ser llevada de nuevo a la casa de su padre por su propia gente y no se volverán a pagar las vacas.
— Pero, ¿cómo se determinan esas cosas, Daudi? Seguramente habrán muchas peleas.
— N’go, Bwana — Daudi sacudió la cabeza — . El jefe oye el shauri (discusión del caso) y lo juzga.
— Mmmm, Daudi, hay en todo eso más de lo que se ve a primera vista con ojos europeos.
El enfermero se rió.
— Bwana, ¿no te parece que debiéramos ir a contar todo esto a Perisi? Después de todo, ella es la más interesada, junto con Simba.
Fuimos juntos hasta la escuela de señoritas de la Misión y nos detuvimos bajo un árbol para agradecer a Dios por contestar nuestras oraciones. Durante un momento permanecimos en silencio, y luego dije:
— Daudi, en el Libro de Dios dice que si estamos en Cristo Jesús, o sea si andamos muy cerca de él y vamos por sus caminos, y su palabra permanece en nosotros, entonces podemos pedir y lo que pidamos ocurrirá.
— Eso es verdad, Bwana, lo hemos visto hoy.
— Pero, Daudi, Dios no siempre permite que el camino sea fácil, y bien me puedo imaginar al demonio planeando cómo arruinar las cosas, especialmente la fe de Simba.
— Pero, ¿por qué, Bwana? ¿Por qué Dios lo permite?
— Kah, Daudi, un hombre que sólo caza ratones nunca se hace valiente, ni aprende las mañas de la selva. Cazando leones y leopardos es como se adquiere habilidad para evitar los dientes y las zarpas de éstos.
El africano movió pensativamente la cabeza.
— Es para que nuestras almas sean fuertes y útiles, activas.
— Así es. La tentación es como eso, es un reto a usar esas cosas que sólo los hijos de Dios tienen a mano.
Una muchacha de la escuela vino corriendo por el sendero con una nota en la mano. Jadeando, se detuvo. Yo la leí y la alcancé a Daudi. Lentamente la leyó en voz alta.
“Perisi se ha desmayado repentinamente. Por favor, venga enseguida. Parece como que se fuera a morir”.
11: Entre Los Casos Graves
La cama nativa con su elástico de sogas cruzadas parecía sacudirse con simpatía por el temblor de la muchacha africana que yacía sobre ella envuelta en sábanas. Sus dientes chocaban y todo su cuerpo se estremecía sin control. Le tomé el pulso. Iba a los saltos, señalando la elevada temperatura. Anoté una receta en un papel y se la alcancé a Daudi. Salió rápidamente al dispensario para prepararla. Mientras estaba esperando que disminuyeran los temblores, me di cuenta que la joven estaba gravemente enferma. Miré a Sechelela que había venido desde el hospital.
— Sechi, ¿has sabido si Perisi ha salido de la escuela últimamente? ¿Ha visitado alguna de las aldeas o ha ido de safari a alguna parte?
— Jih, Bwana, hace una semana viajó más allá del pantano en dirección al río Ruaha. Bwana, ésa es una zona de agua estancada, de muchos mosquitos y de toda clase de dudus.
— Joh, bueno, eso lo explica todo. Supongo que todo se resume en esto: a ella le ha dado un ataque muy malo de paludismo y además, de alguna manera ...
Sacudí la cabeza dubitativamente.
Daudi llegó jadeando con la medicina. Levantamos a la joven y tragó con esfuerzo. Pronto se sintió más tranquila. Con voz débil, me dijo:
— Bwana, en la casa donde estuve no sólo había mizuguni (mosquitos) sino también mikutupa (garrapatas). Kah, una cantidad muy grande, Bwana. Venían de noche y me atacaban. Mira, a la mañana me encontré quince encima mío, quince muy grandes, del tamaño de tu dedo pulgar.
La vieja africana sacudió la cabeza.
— Jih, Bwana, eso es lo más probable, quizás tenga dos enfermedades a la vez.
Bajo el brazo Daudi traía un bote de lata. Sacó la tapa y me miro de manera inquisitiva. Yo asentí. Sacó una placa de vidrio, un frasco de alcohol y una aguja. Frotó vivamente el pulgar de la joven africana con un algodón. Luego le dio una rápida punzada con la aguja y una gota de sangre cayó en la placa. Daudi limpió el pulgar con un algodón y alcohol y dijo:
— Jih, Bwana, pronto lo sabremos. El microscopio nos dirá cuál es el problema y su historia.
— Kah, Daudi, espero que tengas razón, pero no me gusta esto.
— Bwana, me detuve en el lugar donde hay jirafas y muchos árboles y también muchas hermosas mariposas — dijo Perisi — , a mirar una trampa que habían puesto para atrapar un leopardo, junto a un pozo de agua, y allí, Bwana, fui atacada por muchas mbunga.
— Moscas tse-tse (de la enfermedad del sueño) — dijo Daudi en voz bajísima.
— Hhmm — silbé suavemente — . Entonces Daudi quizás sea la enfermedad del sueño. Lo único que espero es que tu placa nos indique algo.
Por media hora miramos aquella placa, buscando en cada rincón posible, pero no había ninguna señal de paludismo o algo que pudieran producir las garrapatas, ni señal de esos animalejos que técnicamente se llaman tripanosomas y que producen la enfermedad del sueño. Una vez Daudi había descrito con exactitud aquellos seres mortales como salchichas con vela.
Aquella tarde Perisi fue llevada al hospital. Estaba en cama con una altísima temperatura, peligrosamente enferma, sufriendo una fiebre que yo no podía diagnosticar. Me senté con un trozo de papel y comencé a considerar las posibilidades. Más que nada, parecía paludismo. A veces no se pueden localizar los pequeños signos rojizos que indican paludismo dentro de los rojos anillos de los glóbulos de la sangre. Muy cuidadosamente le inyecté quinina en las venas.
Era ya oscuro cuando salí del hospital. Por el cielo volaban los cuervos; otros se posaban en el baobab y me miraban con ojos espumantes y graznaban. De alguna parte salió una piedra que los hizo salir volando y quejándose hasta un baobab más lejano. Detrás estaba Simba.
— Bwana, — dijo — ¿habarí gani? (¿Qué noticias hay?)
— Habari njema (las noticias son buenas) — contesté de acuerdo con la costumbre africana — pero ella está muy enferma.
— Bwana, ¿qué puedo hacer?
— No hay nada que tú puedas hacer en el sentido común de la palabra, Simba, pero quiero que ores y pidas a Dios que me ayude a encontrar la mejor manera de proceder con esta fiebre que Perisi tiene.
— Kah, Bwana, — dijo el africano — . Lo haré con mucha insistencia y fervor.
Le puse la mano en el hombro.
— No te olvides, amigo mío, que en el libro de Dios dice que si dos se pusieran de acuerdo en algo que pidieran, les será hecho por nuestro Padre que está en los cielos. Esas mismas palabras, Simba, fueron dichas por el mismo Jesús. En este asunto los dos estamos de acuerdo. Oremos los dos.
Asintió.
— Jih, Bwana, mira, es algo muy digno eso de seguir los caminos de Dios.
Observé su figura musculosa, desaparecer en el gris de la tarde.
Por la puerta del hospital salió una figura de aspecto extraño, envuelta en una manta magenta. Se oyó una voz de tono muy agudo.
— Bwana, oh, Bwana, debes ayudarme. Bwana, tienes que hacerlo, tienes que hacerlo. Mi hija no debe morir, no puede morir. Si muere, ¿qué ocurrirá con mi fortuna? ¿Cómo voy a obtener una dote por una hija muerta?
Sentí que se me apretaba el puño. La voz se hizo más quejumbrosa.
— Bwana, dale la medicina correcta. Tú le das una buena medicina y yo te pago una vaca, una vaca, Bwana, para que mejore mi hija. Bwana, dale la mejor medicina, la más fuerte que tengas, la que usas para ti mismo.
Por dentro, me bullían muchas palabras, pero afortunadamente no las tuve que usar. Daudi apareció antes que pudiera decir nada. Tomó una punta de la manta roja y arrastró consigo al africano.
— Te vuelves a la cama. No hagas enojar al Bwana que no está interesado en el dinero. No quiere tus vacas. Tendrá una gran alegría si salva la vida de tu hija, pero no por avaricia.
Frente al horizonte pude ver a Simba, su silueta recortada en el cielo nocturno.
— Jongo. No piensa para nada en la salud de su hija — dije, girando sobre los talones — sino en las benditas vacas que conseguirá por la dote.
Pero él sólo pensaba en ayudar a la muchacha por la que sentía un gran afecto de la forma más efectiva que conocía. Más cerca estaba la desgarbada figura del padre de Perisi, su desagradable y gruesa figura tan grande y desagradable como la avaricia de su mente.
Pasó una semana, una semana en la cual la muchacha se fue poniendo peor. Sin un diagnóstico claro, yo había empezado un tratamiento tentativo, probando una y otra droga y esperando en que alguna de ellas atacara la raíz del mal. Pero ninguna de las medicinas había hecho mucho bien, y Perisi iba decayendo poco a poco.
12: Lucha En El Límite
Analicé la bien trazada planilla de la temperatura.
— Sabes, hermana. No creo que haya duda sobre esto. Perisi tiene tifoidea. Ha sido una gran cosa que la pusimos aquí y que la hayamos tratado como caso infeccioso, porque si no, podríamos haber tenido una epidemia.
Miré a la muchacha africana. Estaba gravemente enferma. Sus ojos parecían haberse hundido mientras que los huesos de sus mejillas sobresalían agudamente. Sus labios estaban secos y resquebrajados. Miré a la enfermera blanca que estaba a mi lado.
— Hermana, creo que usted debe alejarse completamente de esta muchacha. Si se sigue ocupando de las demás madres y bebés, no podemos permitir que siga atendiendo a los enfermos infecciosos. Traeré a la vieja Sechelela para que se quede aquí y atienda esta tarea especial. Ella cuidará a Perisi día y noche, de una manera como nadie lo haría.
Por esa razón después me encontré sentado en los escalones con Sechelela, bosquejándole las cosas que debía vigilar.
— Hulicize (escucha), éstas son las cosas que debes tener en cuenta. Si a ella le vienen temblores o se queja de dolores repentinos en el estómago, o si tiene el pulso muy rápido, házmelo saber enseguida, sea de día o de noche. Mira que está en mucho peligro.
Antes de dejar el hospital aquella tarde, recogí una cantidad de instrumentos médicos, o sea cuanto pudiera necesitar en una operación de emergencia y los puse en el esterilizador de nuestra sala de operaciones, esperando que si se presentaba alguna emergencia, no ocurriera de noche. Hacer una operación compleja de día es malo cuando hay medios limitados, pero hacerlo de noche con un par de linternas es infinitamente más difícil. Preparé un frasco de éter y probé mi aparato para dar anestesia: una botella para escabeche, una goma de pelota de fútbol, un fuelle de automóvil y cuatro o cinco metros de tubo delgado de goma. Todo estaba listo para cualquier emergencia de último minuto. Cuando iba a abrir la puerta, oí una voz profunda:
— Jodi, Bwana.
Reconocí la voz de Simba.
— Karibu (entra).
— Bwana, ¿crees que Dios es más fuerte que Shaitani?
— Lo creo, Simba, ¿por qué?
— Bwana, he oído muchas cosas estos días. En la aldea se dice que el jefe Makaranga ha echado hechizos no solo contra Mafuta, pero también contra Perisi. Bwana, ésta es una obra de hechizos. Los hechizos son muy poderosos, Bwana. En nuestro país de Ugogo la gente muere a menudo, casi siempre, cuando se le hace uno tan poderoso. Tengo miedo, Bwana.
— Kah, Simba, tú has visto el poder de Dios en el asunto del compromiso. ¿No te basta eso?
El alto africano tembló ligeramente. Me apretó el hombro y sacudió la cabeza como dudando.
— Jongo, Simba, no tengas miedo. El demonio no tiene poder cuando Dios lucha a favor de los que son de su familia.
Simba tenía los ojos muy abiertos, muy asustado. Dijo:
— ¡Jongo!
Le di suaves golpecitos en el pecho con el dedo.
— Escúchame y te contaré una historia de hace mucho tiempo, cuando Eleya (Elías), el predicador, estaba en acción y Ahabu (Acab) era el rey.
Simba se sentó, con el mentón en la mano, sus ojos fijos en los míos mientras yo continuaba.
— Mira, en aquellos días había médicos brujos que se pasaban el tiempo adorando y ofreciendo sacrificios a su mulungu (dios falso), que ellos llamaban Baal. También había mucha gente en aquellos días que decía que Baal era más poderoso que Dios todo poderoso y por eso Eleya estaba solo. Desafió a los que seguían al dios falso, y les dijo: “Cada uno traiga un buey y prepárelo para un sacrificio y cada uno llame a su dios y le pida que mande fuego del cielo para quemar el sacrificio. Entonces el dios que responde, él es el dios que todos deben seguir”. Y la gente dijo:
“Jih, es una buena idea, es un pan sabio”. Así fue como Eleya le dijo a sus quinientos rivales que elijan un buey. Ellos lo hicieron. Lo mataron y lo pusieron sobre el altar. Además, se pudieron a bailar, a cantar y gritar. ¡Kumbe! Cuanto más cantaban y gritaban, más enloquecidos se ponían. Se cortaban con piedras y chillaban. La gente los miraba impresionada. Esperaban que el fuego cayera. Pero no cayó. Eleya estaba allí con una sonrisa.
“Sigan”, les decía, “hagan mucho ruido; quizás el dios está dormido, o quizá se fue de viaje”.
Daban alaridos y cantaban y hacían aún un ruido tremendo, diciendo: “Oh, Baal, Baal, óyenos”, pero no se oía a nadie. Saltaban sobre el altar, echando espuma por la boca. Pues mira, cuando el sol estuvo alto en el cielo, Eleya se burló de nuevo de ellos, diciéndoles: “Sigan, griten más fuerte, porque él es un dios. Quizás está hablando o quizás este persiguiendo a alguien. Quizás se fue de safari. Griten fuerte, despiértenlo, debe estar dormido”. He aquí que su histeria crecía, pero no aparecía ningún fuego. Pasaron las horas, y el baile siguió hasta que el sol hizo todo su camino y entonces Eleya dijo con un tono que todos obedecieron: ‘Acercaos”. Y todos se acercaron. Entonces construyó un altar para Dios. Lo hizo de grandes piedras, de doce piedras. Entonces cavó un surco profundo alrededor del altar. Sobre las piedras puso madera y sobre la madera, los pedazos cortados del buey y luego pidió cuatro cántaros grandes de agua, que echó sobre la carne y la madera y las piedras y que corrió y llenó los surcos.
— Kah, Bwana, — dijo Simba — pero el agua podía impedir que la madera ardiera. Lo que hizo no fue sabio.
— Jaaah, eso era lo que Eleya pensó. Quería mostrar a la gente que no había ninguna trampa en lo que obraba, que era Dios Todopoderoso quien obraba, que Dios es mucho más poderoso de lo que la gente piensa. Entonces todo estuvo listo. Todo estaba tranquilo; aún los waganga (brujos) estaban tranquilos. Eleya levantó las manos al cielo y dijo: “Oh Dios, haz conocer en este día que tu eres Dios, que yo soy tu siervo y que he hecho todas estas cosas por tu mandato. Óyeme, oh Dios, óyeme, para que la gente pueda saber que tú eres Dios de dioses”. Y al orar, el fuego de Dios cayó y quemó el sacrificio y la madera, y aún las piedras y el polvo de los surcos que él había cavado y el agua que estaba dentro. Y todo el pueblo quedó impresionado. Estaban asustados y gritaban: “Él es Dios, él es Dios de dioses”.
Lentamente Simba sacudió la cabeza.
— Bwana, ¿es cierta esa historia?
— Si, Simba, es completamente cierta. Puedes leerla tú mismo en la Biblia, en uno de los libros de Reyes. Más todavía, el Dios de aquellos días es el Dios a quien servimos y adoramos, y es el Dios que va a ayudarnos en esta tremenda lucha contra el mal y contra los caminos equivocados.
Durante un cuarto de hora estuvimos juntos de rodillas, contándole una vez más a Dios todo lo de aquella situación y pidiéndole que así como había mostrado su poder en los días de Elías el profeta, hiciera lo mismo en Tanganica salvando la vida de una muchacha africana que era su seguidora.
Había oscurecido cuando nos levantamos de nuestras rodillas en la sala. Abrí la puerta y vi una figura que venía rápidamente hacia mí, llevando un faro. Escuché la voz de Sechelela en la oscuridad.
— Rápido, Bwana, ven a ver a Perisi enseguida. Ha comenzado a temblar. Dice que le vino un dolor repentino aquí — se puso la mano donde normalmente está el apéndice — . Bwana, en mi vida nunca la he visto así de enferma, nunca.
Me fui para allá inmediatamente, la revisé cuidadosamente y ante cada detalle me hundía más y más. Había una sola cosa para hacer y era una operación inmediata y urgente. En casos de tifoidea siempre hay peligro de perforación del intestino y yo sabía que con tal como eran las cosas en nuestro hospital de la selva, ella tenía sólo una probabilidad en diez de salvarse, humanamente hablando. Y entonces me pareció que me sentí como debió sentirse Elías el profeta. Una tranquila confianza pareció venir sobre mí. Tranquilamente hice los arreglos para que se la trajera a la sala de operaciones. Afuera, de pie, estaba Simba.
— ¿Qué pasa? — dijo.
— Simba, es como si hubiera echado agua sobre todo, tal como en la historia que te conté. Esta parece ser la hora más oscura. La vida de Perisi está en la misma puerta de la aldea de la muerte y, sin embargo, aunque todo parece negro, de alguna manera siento que ...
Simba me interrumpió.
— Bwana, yo también. Mira, ¿no es esto lo que la Biblia llama “la paz de Dios que sobrepasa todo entendimiento”?
Abrí la puerta de la sala de operaciones. Simba se me cruzó en el camino.
— Bwana, yo debo ayudar en esta operación
— No hay nada que tú puedas hacer, amigo mío, nada.
— Bwana, hay algo que puede hacer — dijo Sechelela — . Si le ponemos una máscara en la boca y un guardapolvo en el cuerpo, puede pararse sobre un cajón y sostener una linterna eléctrica grande. La puede sostener con fuerza, de modo que no se sacuda en medio de la operación.
— Bwana, déjame hacerlo — dijo el africano.
— Viswanu, lo harás, pero no debe haber un parpadeo en esa linterna durante toda la operación que puede durar dos horas.
El calentador para esterilizar rugía en la sala. Daudi estaba poniendo con cuidado los instrumentos y ropas que se requerían para la operación. Dos muchachos africanos trajeron a la muchacha enferma y la pusieron cuidadosamente sobre la mesa. Me prepare para administrar la anestesia. Sus labios se movieron. Acerqué el oído:
— Bwana — dijo — ¿hay posibilidad de que me muera?
— Quizás — le susurré en respuesta — , pero no te olvides, Perisi, que mientras yo trabajo esta noche, la mano del Maestro está sobre la mía.
— Bwana, también puedo sentir su mano teniendo la mía — me dijo, mirándome con una sonrisa, y agregó — Bwana, ¿que hay de Simba?
Oí una respiración apenas contenida detrás de mí.
— Perisi, está aquí — dije — . El sostendrá la luz durante la operación.
Extendí la mano y acerqué a mi lado al fuerte africano.
— Bwana, dile que mi corazón sigue llamándolo — dijo ella.
En ese momento reconoció al rostro que miraba por sobre mi hombro. Aunque sólo podía verle los ojos, había algo en aquellos ojos que pocas veces he visto en cualquier par de ojos, de blanco o de negro.
— Vamos — dije, tomando la máscara de la anestesia — mientras te duermes, Perisi, y nosotros trabajamos, recordemos en nuestro corazón una palabra de Dios: “No se turbe vuestro corazón ni tenga miedo”.
Pienso que todos, en aquella sala de operaciones de la selva, oraban intensamente mientras el destartalado reloj despertador, que estaba sobre el marco de la ventana, seguía marcando los minutos.
La operación fue muy complicada, pero al fin terminamos. Desde el principio hasta el fin, pude ver espléndidamente. No hubo un parpadeo en el haz de luz de aquella poderosa linterna eléctrica, mantenida directamente sobre mi hombro izquierdo. Mientras colocaba las últimas puntadas, era evidente que la batería se estaba acabando.
— Bwana, no esperes a los que vendrán con una camilla –dijo la voz profunda detrás de mí — . Mira, yo puedo llevarla a la sala en mis brazos, como a una criatura enferma.
Caminé detrás de él mientras llevaba de vuelta a la sala a la muchacha que amaba. Podía oír las palabras que iba repitiendo una y otra vez:
— Gwe go Mulungu u mulungu lungu (Oh Todopoderoso Dios, Todopoderoso Dios).
Con infinita ternura, puso a la joven sobre la cama y se apartó mientras Sechelela la acomodaba.
— Espera fuera, Simba — dije — , estaré contigo pronto.
Di una inyección a la muchacha y esperé. Tardaría unas dos horas en volver en sí de la anestesia y entonces salí a la noche fría, clara y llena de la luz lunar de la llanura de Tanganica. Simba estaba caminando de aquí para allá.
— Bwana, ¿cuándo sabremos si se recuperará? — preguntó.
— Eso es difícil de decir, Simba, pero dentro de una semana lo sabremos. Y si duerme esta noche, eso ayudará mucho.
— En una semana, Bwana — sacudió la cabeza — . ¿Pero qué haré yo durante una semana?
— Necesitaremos comida para alimentarla. Algo más que el guiso simple del hospital. Necesita una sopa alimenticia. Una sopa que debe hacerse con carne. ¿Tú podrías ... ?
Simba se rió fuerte, de puro alivio.
— Kah, Bwana, ¿si puedo conseguir carne? Pues, claro, ¡saldré a cazar! Perisi tendrá toda la carne que necesite.
— Buen hombre, ahora, vete a la cama y duerme un poco para que al amanecer tu caza tenga éxito.
A las dos de la mañana una enfermera vino a informarme que por fin Perisi había caído en un profundo sueño.
— Viswanu (Eso es bueno), ahora ve y trata de mantener el lugar tan tranquilo como puedas. Cualquier poquito rato de sueño le será de mucho valor. Dormir la ayudará más que cualquier otra cosa, pero solo si ...
En ese momento oí un alarido penetrante, el melancólico aullido que un africano deja escapar cuando ha muerto alguien. Fui como un rayo hacia el hospital. El grito sonaba otra vez, agudo y horrible. A cualquier precio había que interrumpirlo. Al parecer, Daudi y Kefa tenían la misma idea, porque cuando llegué estaban sosteniendo por la fuerza a Mafuta.
Daudi le había cubierto la cara regordeta con una toalla del consultorio externo.
— Bwana, traté de detenerlo cubriéndole la boca con la mano — explicó jadiendo — , pero me mordió, de modo que lo estoy aquietando con la toalla.
Un gruñido salió del hombre tirado en el suelo.
Me incliné y dije:
— Sáquenle la toalla por un minuto, Daudi — y dirigiéndome a Mafuta dije — . No te atrevas a levantar la voz.
En un tono chirriante dijo:
— Pero, Bwana, ella se va a morir. Y si se muere, piénsalo, quedo hecho un hombre pobre. Y Bwana, si soy pobre, ¿qué voy a hacer? ¿qué voy a hacer?
No siguió hablando, porque la toalla le volvió a tapar la boca y su protesta se ahogó en un gorgoteo. Fui al dispensario, tomé mi farol y busqué hasta que pude encontrar un frasco apropiado y le di una buena dosis de bromuro. Vigilé personalmente que lo absorbiera y luego indiqué que se lo llevaran de nuevo a la cama. Entonces miré a Kefa.
— Quédate con él hasta que se duerma. No lo dejes por ninguna razón. Ahora iré a ver qué daño le ha hecho a su hija con esos gritos.
En la sala de recuperación, Sechelela estaba vigilando a Perisi. La anciana enfermera africana pareció darse cuenta de que venía alguien y sacando la cabeza por la ventana, al verme, puso sus dedos sobre los labios.
— Bwana, ese ruido la ha molestado –dijo — . Está aquí medio dormida, medio despierta. Pero creo que volverá a dormirse. Está murmurando: “¿Qué voy a hacer?”
Fui hasta la cama silenciosamente y me incliné sobre ella. Perisi estaba consciente y me dijo en inglés:
— Bwana, tengo la boca tan seca como la suela de una sandalia.
Se pasó la lengua por los labios resquebrajados.
Alcancé un vaso de agua hasta sus labios y ella sorbió algo.
— Jih, Bwana, eso era bueno — dijo, recayendo en las almohadas — . Bwana, no creo que podré dormir. Mira, tengo un dolor muy grande.
— Perisi, estás dolorida, pero debes dormir, porque ...
Al decirlo, le inyecté morfina.
— Jih, Bwana, — dijo la muchacha — ¿eso me aliviará?
Le hice señas que sí, en medio de la semi-penumbra. Dejó escapar un leve suspiro y pareció quedar dormida. Quedé allí en aquel silencio profundo de la noche africana. De repente, me di cuenta de que una silueta fuera de la puerta, le llamaba con señas desesperadas. Era Daudi. Fui hasta él en puntas de pie.
— Bwana — murmuró agitado — ¡rápido, ven rápido, corre con toda el alma!
13: Muerte Y Decisión
— Bwana, se trata de Mafuta — dijo Daudi mientras corríamos — . Le ha pasado algo terrible. Se ha desvanecido. Tiene muy mal aspecto.
Atravesamos velozmente la puerta del jardín de la sala de hombres y me llamó la atención la clara sombra del granado junto a la puerta sobre la blanca pared. Es extraño como esas impresiones parecen quedar fijas en nuestra memoria. En la sala encontré un ansioso enfermero africano sosteniendo al gordo enfermo. Le puse los dedos en la muñeca para tomarle el pulso. Presentía lo peor. La muerte parecía estar ya dentro de aquel hombre.
Rápidamente encendimos una lámpara de kerosén y preparamos una inyección. Pronto teníamos a Mafuta recostado en su almohada mientras la morfina cumplía con su misericordiosa obra.
— Bwana, ¿no le hicimos mal, verdad, porque peleamos con él allá afuera cuando hizo ese tremendo ruido? — preguntó Daudi en un murmullo lleno de ansiedad.
— Daudi, esto es el resultado de una serie de cosas. Mafuta ha vivido una vida muy agitada.
El africano levantó las cejas en un gesto de reflexión.
— ¡Jongo! Bwana, ¡es cierto!
— Tú sabes, Daudi, que la Biblia dice que si sembramos viento, cosecharemos tempestades y en otra parte dice: “No os engañéis, que Dios no puede ser burlado. Todo lo que el hombre sembrare, eso también recogerá”. Ahora Mafuta está recogiendo toda la cosecha de todo lo que ha hecho, y ¡vaya que cosecha!
Durante dos horas, Mafuta siguió totalmente inconsciente. De repente suspiró, y mis dedos apoyados sobre su muñeca sintieron que el pulso se hacía más lento hasta detenerse completamente. De fuera de la ventana, llegó el grito de lamentación de la muerte, que congelaba la sangre, seguido de un silencio casi mortal.
— Kah, Bwana, — susurró Daudi — , ese era uno de los espías del jefe Makaranga.
Casi amanecía cuando Daudi y yo nos retiramos de la sala.
Nos quedamos mirando la llanura y escuchamos el sonar de los tambores de la aldea vecina.
Daudi me tocó el brazo y murmuró:
— Kah, Bwana, están dando la noticia. Mira, pronto se sabrá por todo el país que Mafuta se ha ido con sus antepasados. Eso traerá problemas. Oí decir que Mafuta había aceptado tres vacas de Makaranga, pero que ya las había vendido. Bueno, ahora el jefe va a reclamar que se las devuelvan y será responsabilidad de los familiares de Mafuta el pagárselas, salvo que el jefe quiera casarse con Perisi.
Daudi sacudió la cabeza. Estaba muy perplejo.
— He oído decir, Bwana, que el único pariente que Mafuta tenía aquí se ha ido porque era un hombre de poco valor. Temía que los problemas en que siempre se metía Mafuta lo meterían a él en problemas. Ahora, Bwana, jeh, el jefe puede reclamarle las vacas a Perisi, salvo que ...
— Sí, allí es donde yo pienso que debe aparecer Simba — dije — .Oye, si no hubiera parientes, ¿quién recibiría la dote?
— Kah, si no hay parientes, entonces los padres de adopción, los que criaron y cuidaron a la muchacha, ellos tendrían derecho a reclamar la dote. Ellos serían considerados sus familiares.
— Muy bien, ¿y quién crio a Perisi?
— Jeh, ¿y no fue criada en la escuela de la misión?
Una sombra oscura se proyectó contra la pared, la de un africano que venía hacia nosotros con una gran lanza. La sombra lo hacía aparecer inmenso.
— Kah, ¿quién es? –murmuró Daudi.
Un minuto después se oyó una voz.
— ¿Jodi, jodi? (¿Se puede?).
Daudi corrió a la puerta y la abrió. Allí estaba Simba.
— Kah, he oído la noticia por las voces de los tambores — dijo — . He venido para ayudar.
— Simba, tenemos un gran problema — dije — . No hay parientes para que atiendan el entierro de Mafuta. Tampoco hay parientes para pagar al jefe las vacas que había recibido de él.
— Kah, no sólo eso, Bwana — dijo Simba — , sino que temprano encontré aquí gente viniendo de parte de Makaranga, exigiendo hablar con Perisi y la preocupará mucho y quizá, Bwana, quizá sea demasiado para ella ...
— Yo puedo atender eso si ...
Simba interrumpió con ansiedad.
— Bwana, yo puedo atender muchas cosas. Mira, yo puedo pagar las vacas. Mira, Bwana, yo puedo ocupar el lugar de un pariente. Voy a hacer cualquier cosa que sea necesaria, cualquier cosa.
— Bueno, parece que entre nosotros podremos resolver el problema de Perisi.
Simba asintió con la cabeza.
Y allí, en la primera luz del día, de pie y con la tranquilidad, inclinamos nuestros rostros y pedimos a Dios que nos diera fuerza para salir de aquel enredo y nos ayudara a andar por el camino recto para solucionar el problema. Guardamos silencio por un momento, luego Simba comenzó a hacer dibujos en el polvo del suelo con el dedo gordo del pie.
— Bwana, he estado pensando — dijo — . Mira, cuando cayó la noche, Mafuta tuvo la oportunidad de elegir qué camino tomaría su vida, pero, mira, ahora ya no tiene más oportunidad de elegir. De repente, la puerta de la muerte se ha cerrado.
— Jih, y no fue sólo la última noche que yo le hablé en este lugar — dijo Daudi — . Le hablé que el camino de las riquezas es un camino muy resbaladizo. Le recordé la historia de Jesús acerca del hombre que tenía grandes cosechas. El hombre que dijo dentro de su corazón que tenía grandes riquezas y provisiones para muchos años, pero al que Dios le dijo: “Necio, esta noche te reclamarán el alma. ¿De quién serán todas tus posesiones?” Bwana, le hablé de todo eso, pero él no quería escuchar, y le dije que el mayor pecado de todos, mayor que el pecado de homicidio y que no guardar cualquier otro de los mandamientos, o no guardar ninguno, era dar la espalda a Dios y no mostrar interés en el don de la vida que Jesús ofrece y nos ha dado a un precio tan, tan grande. Pero, Bwana, no quería escuchar. Lo único que decía era: “Kah, no me interesa”. Bwana, eso fue apenas hace unas horas, y ahora ¿qué ha sido de su alma?
— Daudi, quizás esto sirva como una fuerte advertencia para otros que oigan contar de Mafuta — dijo Simba.
Con esos sombríos pensamientos, los dejé y caminé a través de los maizales hacia mi casa.
Estaba a punto de tomar mi desayuno cuando, mirando por la ventana, vi una imponente procesión recorriendo un ondulante camino colina arriba hacia el hospital. En medio de un grupo de africanos, vestidos con toda clase de ropas, se veía a un jefe, con un fez rojo en la cabeza. Llevaba un saco de tela gruesa, con un ropaje, el kanzu, como un largo camisón blanco y flotante, que les gusta usar a los africanos.
— Bwana, allí viene Makaranga –dijo Daudi, que se había apresurado a llegar hasta mi casa — , es un hombre muy problematico.
— Asegúrate de que el portón del hospital esté cerrado y con llave, Daudi, y pregunta al jefe si sería tan amable como para venir a mi casa para conversar, tomar té y conversar de todas estas cosas. Y fíjate también que Perisi esté lejos de todo ruido.
Fue así como, un cuarto de hora después, estreché ceremoniosamente las manos del jefe y su comitiva. Daudi y Simba se sentaron a mi lado en los banquitos de tres patas. Como es la costumbre africana, hablamos de muchas cosas, antes de llegar a lo que realmente era el punto en cuestión. De repente, Simba pegó un salto y corrió a la puerta, diciendo en voz alta:
— Miren, ha llegado Mazengo, el gran jefe de Ugogo.
Todo el mundo se puso de pie, al entrar al cuarto el elegante y anciano líder africano. Con una amplia sonrisa, dio la mano a todos y se sentó.
En todo el país, nadie podía ayudar como podía hacerlo él. Sus juicios eran imparciales y su palabra era ley.
— Mutemi, es una buena cosa verte aquí — dije — . Mira, tenemos un asunto importante que dialogar y tu sabiduría nos será de mucha ayuda.
— ¿No es así? –dije mirando a Makaranga.
— Jih, Bwana, es así.
Entonces conté toda la historia que aparentemente él ya conocía bien.
— Bwana — dijo el rey — , es nuestra costumbre que las vacas deben ser pagadas por la familia del que ha muerto, a menos que el que las pagó aún quiera casarse.
Miró a Makaranga y levantó las cejas en un gesto de interrogación.
— Koh, y si yo no quisiera casarme con ella, ¿para qué habría pagado las vacas? — dijo el jefe, jugando con los adornados botones de su saco.
— Jongo, pero el bwana me dice que en este momento la muchacha está muy enferma, y aun ahora anda cerca de las puertas de la muerte — dijo el rey africano tranquilamente.
— Kah, ten en cuenta que esas son palabras del bwana — repuso Makaranga — . Él no quiere que yo me case con la muchacha. Sé que favorece a otro pretendiente.
Miré a Simba, cuyo rostro no demostraba expresión alguna. Sentí que las cosas nos iban muy mal. De repente, apareció el rostro de Sechelela en la puerta.
— Bwana, Bwana, ¿estás aquí? — llamó con urgencia.
— Sí — contesté, adelantándome.
— Bwana, Perisi ha dejado de respirar. Ella ...
No esperé oír más, sino que salí corriendo, seguido por Daudi y Simba. Inclinándome junto a la cama de la muchacha, con mi estetoscopio en los oídos, escuché su corazón. Oí un latido muy débil. Mire hacia la puerta. Simba estaba parado con una agonizante pregunta en los ojos. Antes de decir una palabra, tomé una jeringa, lista para una emergencia así, y la inyecté rápidamente. Entonces cruce el piso al africano.
— Simba, hubo un tiempo en que tú estuviste como ella está ahora, muy cerca de la muerte. Lo que tú necesitaste en aquella ocasión es lo que ella necesita ahora. Cuando tú lo necesitaste, ella te dio su sangre.
— Jongo, eso es algo que puedo hacer — dijo Simba, mientras una sonrisa le iluminaba la cara — . Bwana, te daré un debe lleno.
Exageraba, porque un debe es una lata de kerosén de dieciocho litros.
Fui rápidamente a la sala de patología para hacer las pruebas necesarias y preparar la transfusión a toda velocidad. Mientras me apuraba, vi a un africano, que me era desconocido, que corría entrando por el portón del hospital. Más tarde contaron que entró jadeando a la habitación donde seguía la discusión decisiva sobre la vida futura de Perisi, y que susurró al oído de Makaranga: “La muchacha está al borde de la muerte; apúrate a recuperar tus vacas, antes que las pierdas”.
En un minuto, la situación había cambiado.
— Kah, recuperaré mis vacas — dijo Makaranga — . No hay ningún valor en una esposa que no tiene fuerza. Arreglemos el asunto ahora mismo.
— Bien, las vacas se te pagarán mañana al ponerse el sol, según nuestra costumbre — dijo el rey — . La shauri ha terminado.
Una hora antes del atardecer, las últimas gotas de sangre corrían alegremente a las venas de Perisi. Simba estaba sentado en el suelo, observando cada movimiento. Saqué la aguja y coloqué un pedacito de cinta adhesiva donde aquella había estado. Escuche de nuevo por mi estetoscopio. Ahora sus latidos se oían fuertes y alegres.
— Todo anda bien, Simba. Ahora apúrate y toma esas vacas para el jefe — . Me puse de pie y estiré los brazos — . ¡Vaya! ¡Qué día ha sido éste! Pero de veras que todas las cosas obran para bien de aquellos que aman a Dios.
Asintió con la cabeza.
— No me acuerdo bien como terminan esas palabras, Bwana, pero son algo así como: “A aquel que él ha llamado, a los que le obedecen y cumplen su obra”.
— Así es — dije — . Bueno, vete, hombre león. Regresa a verme un poco antes del amanecer y te contaré cómo van las cosas.
En la luz gris de la mañana temprana, caminé hacia la sala donde estaba Perisi. Sechelela había estado velando toda la noche. Me encontró en los escalones.
— Bwana, Perisi ha dormido doce horas y se ha despertado esta mañana, hace sólo unos minutos, mejor de lo que la he visto en varias semanas.
14: Convalecencia
Tres semanas después estaba en la galería mirando más allá de la sala de operaciones. Dos figuras surgieron de la maleza en el resplandor de la llanura: un hombre alto y luego alguien más pequeño. No podía darme cuenta si era un niño o una niña. Ambos parecían llevar una carga en la espalda. Cuando estaban aún a unos ochocientos metros, oí la voz alegre del hombre que iba adelante, entonando una canción de caza de África. Cuando estuvieron más cerca, oí el agudo soprano de la niña que caminaba detrás, uniéndose al estribillo de la canción.
— Jeh, Bwana, aquel debe ser Simba — dijo Daudi — y un Simba lleno de alegría.
— Mira, quizás venga con algo que traiga fortaleza a nuestros corazones.
— Jeh, Bwana, y también a nuestro estómago.
En ese momento, dando la vuelta a la esquina del hospital apareció Simba, con un antílope que había cazado con su arco y flecha. Detrás de él venía una niñita que nos era familiar. Sobre sus hombros no llevaba ninguna carga de provisiones, pero sí una enorme hinchazón, más grande que su cabeza. La reconocí como aquella niña de Makali que había desaparecido cuando corrieron los rumores de que lo nuestro era brujería. Pero cuando los parientes oyeron las noticias de que Perisi, a quien habían dado por muerta, estaba perfectamente viva, y que Simba iba hacia el hospital con carne sobre los hombros, accedieron a que la niña lo acompañara. Al principio, su padre había tenido algunas dudas, porque pensaba que se le iba a pedir una tarifa por la operación y las medicinas. Por supuesto, eso era lo acostumbrado con el médico brujo. Pero Simba se rió y dijo que la carga que él llevaba sobre sus hombros sería usada para quitar para siempre la carga de los hombros de la niña.
Puso el antílope a mis pies.
— Bwana, he caminado muchas millas desde allá — levantó el tono de la voz y señaló con su mentón un grupo de baobabs, a unos ocho o diez kilómetros — . Jih, si te parece bien, me sentaré ahora a la sombra y miraré cómo otros preparan la comida y entonces comeremos el guiso.
Daudi y Sansón llevaron el animal a la cocina nativa y sobre una plancha de hierro viejo comenzaron a hacer su labor de carniceros primitivos. Simba estaba allí, como si no tuviera interés directo en las cosas, pero podía ver que miraba para todos lados, examinando el lugar. De repente, en la galería de la sala de mujeres, caminando lentamente y con cierta dificultad, vi a Perisi.
— ¡Jeh, camina, Bwana! — dijo Simba, bajando su voz como para que solo yo oyera — . Kah, pero mírala. ¡Ooh, qué delgada está! Jih, de veras que necesita toda la carne que yo pueda conseguirle.
— Ven, vamos a saludarla — le dije.
Fuimos hasta allá y según la costumbre en África, dijimos:
— Mbuwkua (Buenos días).
— Mbuwkua — contestó.
Los saludos continuaron por largo rato, como sucede siempre con los saludos africanos, y luego dije:
— ¿Cómo te sientes, Perisi?
— Bwana, ¿cómo te sentirías si te hubieran cosido todo como una camisa vieja? — dijo — . ¡Kumbe! Mi piel muerde cuando la estiro.
Me reí. Se sentó en un banquito de tres patas y se apoyó contra la pared de piedra. Simba se puso a su lado en cuclillas, sosteniendo su lanza. De repente vi la necesidad de retirarme a unos treinta o cuarenta metros para observar la llanura. El ardiente calor de la tarde parecía flotar en ondas sobre la tierra seca. Había una serie de cuervos sentados en las ramas peladas de un baobab. Sonreí para mis adentros y me pregunté qué le estaría diciendo Simba a Perisi. Justo en ese momento, oí una voz detrás mío.
— Bwana — era la niñita que había venido con Simba — , Bwana, ¿cuándo me darás alivio?
Le miré el hombro, cubierto con una sucia tela africana negra. La saqué con cuidado y palpé el enorme y feo bulto de su espalda. Era grande como su cabeza. Para mi satisfacción no estaba adherido a la columna ni a ninguna otra parte vital. Fui con ella hasta la sala. Justo salía Sechelela.
— Sech, encárgate de que a esta niña le den varios baños — le dije.
La vieja africana frunció la nariz y me sonrió.
— Jeh, Bwana, lo haremos — contestó.
— Y mientras lo hacen, yo revisaré la sala de operaciones a ver que tan pronto le podre quitar esa carga del hombro.
Fui y revisé los instrumentos que se requerían para lo que no parecía ser una operación muy delicada, pero que ciertamente traería un gran alivio a la niñita. Simba me había contado que era el hazmerreír de sus compañeras por causa de su cigongo (carga) en la espalda.
Se sentía el olor del guiso que salía de un gran cacharro. Un grupo de enfermeras y otras gentes del hospital se habían acercado sumamente interesadas.
Perisi estaba sentada en una silla contándoles una historia.
— Bueno, sucedió de esta manera –les decía — . Había una vez un hombre llamado Mukristo. En la historia que yo leí dice que tenía una tristeza muy grande y que lloraba mucho y gritaba con una voz llena de dolor: “¿Qué haré? ¿Qué haré?
“La esposa le dijo: ‘¿porqué tienes esa tristeza?’
“Él contestó: ‘¿No tengo una tristeza grande por la carga que siempre llevo encima?’”
La pequeña tembló, pero Perisi extendió el brazo y la apretó contra sí. Luego continuó:
— Sucedió que estaba caminando un día, leyendo de su libro y mientras leía, su tristeza aumentaba y le hacía gritar a viva voz: ‘¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo me libraré de una carga como ésta?’
“Y mientras gritaba, vino uno y le dijo: ‘Jeh, ¿por qué te apenas?’
“Mukristo dijo: ‘Mira, he leído en este libro que la carga en mi espalda es pecado y tengo miedo que esta carga me haga hundir más bajo que una tumba’.
“Su compañero entonces le dijo: ‘Kah, si ese es tu caso ¿por qué te quedas sin hacer nada?’
“‘Jongo, ¿a dónde iré?’ preguntó Mukristo’.
“Le señaló un camino que cruzaba por pantanos, a través de una selva por donde había leones, por lugares con enemigos, montañas con grandes humaredas, por un país de gigantes, hasta que llegó a un lugar donde había una cruz de madera. Al ver la cruz, Mukristo se paró y miró, y al mirar, se maravilló y de repente su carga se soltó y cayó de sus hombros y comenzó a rodar por la colina y se fue para siempre. ¡Hongo! Entonces Mukristo se puso contento y lleno de alegría, y dijo con corazón feliz: ‘Él me ha dado paz por medio de su dolor y vida por su muerte’”.
La pequeña tocó a Perisi en el brazo.
— ¿Por qué la carga se cayó cuando Mukristo miró la cruz de madera?
Perisi le explicó acerca del Hijo de Dios que había sido clavado en aquella cruz para quitar el castigo de los pecados y cómo había muerto allí.
Las lágrimas corrían por el rostro de la niñita.
— Kah, tú debes amarlo mucho — dijo.
Simba y Perisi dijeron que sí con sus cabezas.
— Lo amamos. Tenemos una gran razón para amarlo — dijeron éstos a una voz — . Tú también podrás entender estas cosas — dijo Perisi con cariño — . Mira, el bwana te ayudará y la carga se te irá de la espalda. Entonces, cuando hayas dejado tu cigongo, que te causa vergüenza y tristeza, quizás entiendas mejor que nadie cómo el pecado trae vergüenza, dolor y tristeza.
La pequeña sacudió la cabeza para demostrar que había entendido. A la mañana siguiente, a la misma hora, la llevamos a la sala de operaciones, y al caer la tarde, mientras volvía en sí de la anestesia, miró los sonrientes ojos de Perisi, y las primeras palabras que salieron de sus labios fueron:
— ¡Se ha ido, mi cigongo se ha ido!
— ¡Jeh, de veras que se ha ido! — le dijo la joven africana — . Hay muchos relatos de Jesús que te contaré en estos días mientras tú y yo nos ponemos fuertes.
— Perisi, debes estar acostada — le dije cuando ella llegaba a la puerta — . Has estado haciendo demasiado y te falta mucho para recuperar tus fuerzas.
— Bwana, tengo una gran alegría en mi corazón. En estos días he aprendido muchas cosas, pues he oído con gran alegría como Simba cuenta las palabras de Dios cuando va de aldea en aldea. Tiene gozo en su corazón y la risa en los labios y, Bwana — dijo bajando la voz — , cuando él y yo trabajemos juntos, serán días de gran alegría.
15: Las Vacas
Simba se encontraba sentado sobre el tanque de gasolina, mientras Daudi le recortaba el cabello con un par de tijeras, para luego cortar definitivamente algunos de los rizos negros con una herrumbrada navaja.
— Ahora, jeh, fíjate, se te ve mucho mejor — le dijo Daudi — , y cuando te pongas los pantalones cortos nuevos y la camisa nueva, entonces no habrá en toda la comarca quien pueda compararse contigo.
Simba sonrió. Tenía unos cortes profundos en los huesos de las mejillas, donde cuando era pequeño sus padres se habían dedicado a hermosearlo. También tenía cicatrices alrededor de los ojos, que contaban de nuestro esfuerzo por mejorar la condición de sus ojos enfermos, lo que era tan común en Tanganica.
— Jeh, Bwana — dijo — , hoy quiero tu ayuda. Mira, voy a ir a hablar a las wabibi (maestras europeas de la escuela misionera) y preguntarles si me permiten casarme con Perisi.
Yo había conversado del asunto con las maestras, no una, sino muchas veces y todo estaba arreglado, pero de acuerdo con las costumbres africanas, Simba debía ir y tener una shauri en cuanto a la dote y a toda variedad de cosas que debía hacer.
— Bwana, nuestra costumbre es llevar un compañero para dialogar esos asuntos con los familiares de la muchacha. Mira, ha dicho el jefe que las wabibi son las personas a las que debo ir y con quien hablar sobre la dote. Diles, Bwana, que su padre me pidió veintiocho vacas. Bwana, trata de que bajen a veinticinco. Mira, eso sería una gran alegría y nos quedarían algunas vacas para hacer una fiesta.
— ¿Qué? ¿Pero no pagaste ya tres vacas al jefe Makaranga?
— Jeh, Bwana, ¿acaso entenderán eso?
— Yo se lo diré y veremos qué podemos hacer.
Llegamos a la puerta de la escuela.
— Bibi, ¿jodi? (¿Se puede?).
— Karibu — contestó la directora.
Entramos. Simba parecía sentirse cohibido. Le trajeron un banquito de tres patas y se sentó mientras yo llevaba adelante el diálogo.
Hablé en idioma nativo.
— Mire, mi amigo ha venido para pedir la mano de una muchacha de la escuela, de Perisi, con quien se quiere casar.
— Jih, pero ¿él es la persona adecuada, con quien a mí puede gustarme que se case una de mis muchachas? — preguntó la directora, guiñando un ojo.
— Kah, esas son palabras difíciles — dije — . Me temo que puede ser un hombre muy fiero, un peligroso cazador, uno de esos hombres que quizás le pegue a la esposa.
— Yah, Bwana — dijo Simba — . Mira ...
Entonces vio que yo también guiñaba el ojo y rió.
— Jeh — exclamó y se acomodó mejor en su banquito.
— Simba dice que puede pagar una dote de veinte vacas — sugerí.
Simba se sorprendió por lo que dije.
— Ooh, mejor treinta vacas ... — dijo la directora, en su mejor acento africano.
— Yah, considera que es un hombre pobre, ¿no aceptarían ustedes veinticuatro? — continué yo, según lo que Daudi me había enseñado.
— Jih, yih, quizás podríamos coincidir en veintiséis — dijo la directora.
— Kah, es un hombre que ha estado muy enfermo. ¿Sabía usted fue atacado por un león? ¿y no ha sido muy útil en la grave enfermedad de Perisi? Quizás sin él, ella se hubiera muerto.
— Jih, entonces quizás podrían ser veinticinco vacas.
Simba movió la cabeza, haciéndome señas que terminara el regateo. De repente, hablando en inglés, pregunté:
— ¿Dónde van a poner ustedes veinticinco vacas?
Riéndose, la directora dijo:
— Me he estado haciendo la misma pregunta. ¿Tiene alguna sugerencia?
Miré a Simba.
— Simba, amigo mío, quiero que traigas el ganado. Todas deben ser zingombe zinhukulu (vacas) porque pensamos enseñar a los niños del hospital cómo deben cuidarse las vacas, especialmente cómo ordeñarles la leche que ayudará a los chicos a ser más sanos y fuertes, para que los bebés se alimenten bien y para que el camino de la salud resulte claro a las mujeres de este país.
— Jeh, esas son palabras sabias — dijo Simba — . Pero, Bwana, nuestra costumbre es siempre dar muchos toros en la dote. Mira, hay más provecho en una vaca que en un toro, Entonces, digamos, ¿Bibi no estaría de acuerdo en que le diera veinte vacas?
Entonces pensó que debería traer no veinte, sino doce vacas y que, en lugar de las otras, cuidaría de construir una boma (cerco de espinos) donde se pudiera guardar el ganado a prueba de leopardos y hienas y que él se pondría a trabajar, a recoger pasto y cultivar maíz, para que cuando llegara la estación de las lluvias, habría alimento para los animales. Todo eso sería mientras Perisi recuperaba fuerzas y entonces, a su debida hora, se realizaría el casamiento.
Mientras volvíamos al hospital, Simba me palmeó el brazo.
— Bwana, de veras que éste es un lugar de alegría. La primera vez que vine por este camino me tuvieron que traer. Mis parientes pensaban que me estaba muriendo. Pero en el hospital encontré vida. Jeh, Bwana, oí las palabras de Dios y encontré la vida superior, que dura cuando el cuerpo se ha ido y luego, Bwana, llegó el amor a mi vida. Qué bueno, Bwana, ahora todo está arreglado. Antes parecía haber dificultades por todas partes. Parecía imposible que Perisi fuera mía. Pero ahora, Bwana, jeh, voy por este camino y estoy vivo, con fuerza, con mi corazón que canta y, bueno, cuando construya mi kaya (casa), la haré para tener una compañera cuyo corazón arde en la misma dirección que el mío.
Caminamos en silencio por un trecho. Simba se detuvo frente a un arbusto.
— Kah, Bwana, has venido a mi país para contar a mi gente las palabras de Dios y para ayudarles. Y yo que soy de la tribu mugogo, contaré a mi tribu las palabras de Dios. Perisi y yo mostraremos con nuestro hogar el camino mejor. Ella aprenderá el camino de la salud y el camino de ayudar a los bebés. Mira, aprenderé a leer más y más, para que en nuestra aldea podamos ser los que indiquemos a nuestra gente el camino de Dios. Bwana, como aquella señal — indicó con su mentón hacia el hospital de Mvumi — , con aquella señal, Bwana, muestra el camino a la salud, Perisi y yo mostraremos el camino a Jesús, el Hijo de Dios. Kah, Bwana, a la noche nos sentaremos alrededor del fuego y contaremos a la gente las historias de Dios. ¿Has oído a Perisi? ¿No es cierto que tiene una buena lengua? ¿No la mueve dulce y suavemente cuando cuenta una historia?
Llegamos al hospital y cruzamos el portón. Casi había oscurecido, y en la galería vimos sentados a los enfermeros y enfermeras. Entre ellos, estaba Perisi. Era una muchacha muy distinta a la que cojeaba dos semanas atrás. Estaba fuerte y marchando bien por el camino de la salud. Se lo indiqué a Simba.
— Mira, está recuperando fuerzas.
En ese momento empezaron a cantar. Daudi y Kefa elevaron su voz en un himno, con típica música africana, que se adaptaba a la letra del himno. Simba las escuchó y cuando terminaron, dijo:
— Kah, Bwana, qué bueno es cantar nuestra gratitud a Dios. Bwana, mi voz no es buena para cantar, como lo hacen ellos, pero, mira, yo viviré mi gratitud a él.
— Esa es la mejor manera de hacerlo — respondí — . Dios no pide a menudo a la gente que esté dispuesta a morir por él, aunque algunas veces sea necesario. En cambio, les pide que vivan para él. Mira, si tú y Perisi lo hacen, pueden lograr grandes cosas para Dios.
Le puse la mano en el hombro, mientras subíamos la cuesta hacia el grupo en la galería.
— ¿Saben? El asunto de la dote está arreglado.
Perisi y algunas de las enfermeras se deslizaron dentro de la sala. Esa era la costumbre.
— Vean, mi esperanza es que dentro de poco Simba pueda pagar las vacas y la dote esté cumplida; entonces oiremos los tambores de la aldea sonando con alegría por el casamiento de Simba y Perisi.
16: Casamiento
En nuestro hospital misionero había un pequeño edificio con techo de barro. En ese edificio la gente planchaba la ropa del hospital. Una gran palmera, que parecía una sombrilla, extendía sus hojas tres metros sobre la entrada, dando sombra a los que trabajaban dentro. Yo me encontraba en nuestro laboratorio mirando unas placas con muestras de sangre investigando si había personas con paludismo, cuando vi a Simba descendiendo por el sendero. Bajo su brazo llevaba varias piezas de ropa. Estaba vestido con un corte de un metro de una vieja sábana, que había sido cosida por el medio. Llevaba una calabaza llena de carbones calientes. Los colocó en una de esas antiguas planchas de hierro que aún se usan en Tanganica. La sacudió por el aire hasta que se calentó y los carbones brillaban dentro. Entonces comenzó a planchar las ropas que había traído.
En primer lugar, se puso a trabajar con una camisa de color rosa pálido. Parecía tener considerable dificultad con el cuello. La puso a un lado cuidadosamente y comenzó a planchar un par de pantalones cortos, del mismo color.
Puse el microscopio en su caja, miré por la ventana y dije:
— Jah, Simba, ¿por qué has elegido ese color?
El cazador africano rió.
— Bwana, cuando el pasto está verde, bueno, los árboles son verdes. Cuando hay sequía, la tierra y el pasto son del color del té con leche. Mira, le traje a Perisi ropas de color rojo pálido. Por eso, tengo que usar yo también ese color.
Lo decía muy seriamente, de modo que tuve que contener mi sonrisa. Sopló cuidadosamente las ascuas de su plancha, la colocó en su debida posición y se puso la ropa planchada sobre el brazo.
— Bwana, rápido, ven a la sala de niños, ¡hay un bebé con convulsiones! — dijo una voz anhelante en la puerta.
Alcance a mi gorra ya al salir corriendo, vi a Perisi.
— ¡Perisi, rápido! ¡Ven conmigo, hoy verás algo que te ayudará en tu nueva vida! ¡Rápido!
En un instante, teníamos al bebé en un baño caliente. Di instrucciones para el tratamiento y cuarenta minutos después, la madre, con lágrimas que le caían por las mejillas, tomó a su bebé en brazos y lo envolvió en una sábana. El peligro había pasado. Perisi estaba detrás de mí.
— Bwana, hay un trabajo de gran satisfacción en el hospital aquí. Esa mamá escuchará con muy buena disposición mis palabras. Viene de la aldea donde iremos a vivir Simba y yo. Habrá mucha alegría cuando yo pueda ayudar a la gente de una manera como nunca se imaginaron.
Perisi se sentó junto a la mujer en los escalones de la galería del hospital y las vi conversando. Una hora después, todavía hablaban.
Al atardecer, cuando crucé los portones del hospital, Perisi me esperaba.
— Bwana, tengo alegría en el corazón. Esa mujer me ha dicho que cuando comencemos nuestro hospital y nuestra escuela, ella será una de los que ayudarán, aunque no sea más que llevando agua. Dice que lo que ha visto hoy ha sido como una gran luz; tal como se alegra cuando sale el sol el que camina en las tinieblas antes del amanecer.
— Perisi, ¿y tú cómo te sientes? ¿Te has recobrado de tu enfermedad? ¿Tienes la fuerza de antes?
— Bwana — repuso la muchacha — , hay algo de debilidad en mis piernas, pero es poca cosa. Algunas veces siento como si tuviera hormigas andando en el cuerpo por donde me cosiste, pero eso también es poca cosa. Mira, me siento bien, estoy fuerte.
Pasaron tres días, como siempre en el hospital, llenos de ajetreo. Operaciones, enfermos externos en cantidad, inyecciones a centenares y bebés, bebés, bebés. Eran alrededor de las tres de la tarde. De repente, oí el tambor mayor. Yo tenía puesta la máscara en la cara y los guantes de goma en las manos. El trabajo que estaba haciendo me retendría por buena parte de una hora. Miré a la vieja Sechelela.
— Kah, Seche, cómo he estado esperando estar en el casamiento de Perisi y Simba esta tarde y, ¡kah! no puedo dejar lo que estoy haciendo. ¡Qué desilusión!
Tan pronto como pude, me fui rápidamente a la aldea al lado de la colina. Cuando llegué allí, me encontré con Daudi, el padrino de la boda.
— Bwana, esperamos hasta que llegaras. Mira, tanto Perisi como Simba decían que no podían celebrar el casamiento hasta que tú llegaras. ¿Acaso no salvaste la vida de ambos? Y quieren que toques el órgano.
Pues bien, mil y un dudus africanos y una serie de roedores no habían ayudado precisamente a mejorar aquel órgano. Ni tenía yo tampoco una técnica muy pulida, pero de alguna manera extraje del viejo instrumento la bien conocida música de la marcha nupcial y vi caminando por el medio de nuestro templo, entre un verdadero gentío, a mis dos amigos africanos, que estaban en el umbral de esta nueva etapa de sus vidas.
Por alguna razón, comencé a divagar en la primera parte de la ceremonia nupcial. Me volvían los recuerdos de los últimos meses. Sabía que debajo de los pantalones rosados, Simba usaba también la cicatriz del león. Había un pliegue donde mi cirugía, no muy experta, había cambiado lo que hubiera podido significar ceguera, en una vista normal, y sentí que me volvía el sudor cuando pensé en aquellos días oscuros en que la vida de Perisi había estado en la balanza. Volví otra vez al presente en el momento preciso cuando la voz profunda de Simba respondía al pastor africano.
— Jih, vyo notendo (Sí, lo haré).
Y entonces las palabras repetidas suave pero firmemente en chigogo por la voz de Perisi.
— ¿Tomas a este hombre como tu legítimo esposo?
En mi mente traduje las palabras del chigogo a mi propio idioma.
— “Para vivir juntos, en el camino de Dios, en el santo estado del matrimonio, le obedecerás, le servirás, le amarás, le honrarás y le cuidarás, tanto en enfermedad como en salud ... ”
Hubo una brevísima pausa. Perisi, con una sonrisa en su hermoso rostro, miró a Simba, y le devolvió la sonrisa. Lenta y claramente, dijo:
— Sí.