El Pequeño Leñador

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1. Prefacio
2. El Pequeño Leñador

Prefacio

Una mañana, poco después de la muerte de su padre, un pobre niño huérfano se despierta en medio del bosque, para encontrarse completamente abandonado por la canallada de sus cinco crueles hermanos. Dejado a solas en medio de un ambiente extraño, Guillermo reacionó para pedir y conseguir ayuda de Uno que él había llegado a conocer antes como su Amigo y Salvador. Después de escapar de dos graves peligros, él y su fiel perro César encontraron una sola cabañita al borde del bosque donde hicieron un descubrimiento sorprendente.
Escrito para edades de 7 a 10 años, este cuento interesante describe “¡Cuán ... inescrutables son Sus caminos!” (Romanos 11:33).

El Pequeño Leñador

Hace muchos años, había un leñador llamado Roberto H., que tenía seis hijos y vivía a la orilla de un bosque muy extenso y espeso. A Guillermo, el hijo menor de cinco años, lo dejaban solo en casa, pero era muy responsable como fruto de los años de dificultades que había tenido que vivir. Su mamá había fallecido al poco tiempo de haber nacido él, y su papá y sus hermanos, que eran mucho mayores que él, tenían que trabajar cortando leña en el bosque.
El dueño del bosque seleccionaba los árboles y les cobraba una pequeña suma por el privilegio de cortarlos. El papá de Guillermo, que era industrioso, siempre había tenido un buen pasar con la leña que cortaba y vendía. Al ir creciendo sus hijos, aprendieron a usar el hacha con la misma destreza que su padre, y año tras año iba aumentando la prosperidad en la vieja cabaña de madera.
¿Eran felices los que allí vivían? Ah, no: Una cosa les faltaba para ser una familia realmente feliz. El leñador era totalmente indiferente a la salvación de su alma, y nunca les hablaba a sus hijos acerca de Dios, ni nunca se le ocurrió llevarlos a donde pudieran escuchar la Palabra de Dios. En aquel entonces las escuelas eran escasas, y eran pocos los que sabían leer o escribir; por lo que los hijos fueron creciendo en total ignorancia. Su único deseo era ganar dinero y pasarla bien.
“¿Qué aprovechará el hombre, si granjeare todo el mundo, y pierde su alma?” (Marcos 8:36).
Esta situación era mucho más lamentable al tener en cuenta que cuando era joven, el padre había aprendido el camino de salvación de boca de su madre que temía a Dios, y había recibido de ella muchas verdades importantes. Pero hacía ya muchos años que no pensaba en el Señor Jesús, en la salvación de su alma ni en las enseñanzas de su querida mamá, hasta que Dios mismo lo obligó a pensar en estas cosas al sufrir un serio accidente.
Cierto día, mientras talaba un árbol, éste cayó sorpresivamente al suelo, justo en dirección donde se encontraba el viejo leñador. Aunque se hizo rápidamente a un lado, una de las ramas grandes lo tiró al suelo, hiriéndolo tanto que sus hijos tuvieron que cargarlo para llevarlo a casa. Guillermo, que estaba ayudando a sus hermanos a juntar leña seca y atarla en manojos, vio cuando sucedió el accidente y, llorando a viva voz, siguió al triste cortejo a casa. Cuando el padre volvió en sí, se quejó de dolor intenso. Los hijos mayores lo vendaron lo mejor que pudieron, y, dejándolo solo con Guillermo, regresaron al bosque donde siguieron trabajando por una semana.
El pobre hombre sufrió muchísimo, y su alma se llenó de pensamientos de muerte. Acudieron a su mente los pecados que había cometido a lo largo de su vida los cuales parecían condenarlo. Una cosa en especial le preocupaba mucho –pensaba en su pobre madre, a quien había abandonado sigilosamente muchos años atrás, y de quien no se había ocupado para nada desde entonces. ¿Qué habría sido de la pobre y solitaria viuda? ¿Viviría todavía, o habría muerto de tristeza, sufriendo por su hijo pródigo?
“El hijo sabio alegra al padre; y el hijo necio es tristeza de su madre” (Proverbios 10:1).
Estos fueron días llenos de pesar para el viejo leñador. Los sufrimientos de su alma eran más difíciles de sobrellevar que el dolor físico. Con temor, sí, con horror, pensaba en la tenebrosa eternidad sin fin a la que habría de pasar. Acudían a su mente con vivo poder las cosas que su madre le había dicho tantos años atrás.. Sabía que era un pecador impío y perdido que bien merecía la condenación eterna.
De su corazón atribulado surgía constantemente un profundo llanto, y las lágrimas caían a torrentes por su rostro. Nadie podía ofrecerle palabras de consuelo. Sus hijos mayores pensaban exclusivamente en sí mismos dejando a su pobre padre a su suerte. Hasta se reían del sufrimiento de su alma y se burlaban de él cuando lloraba.
Guillermo, que para entonces tenía nueve años, se aferró a su infortunado padre con cariñosa ternura. Se sentaba al lado de su cama durante horas, y hacía todo lo que podía con sus escasas fuerzas. Pero no podía consolarlo en su gran desesperación, y no conocía en absoluto al Señor Jesús, el único capaz de dar consuelo en un momento como este.
Pasaron muchas semanas llenas de temor y aflicción para el viejo leñador. Muchas veces Guillermo lo oía clamar entre lágrimas:
—¡Oh Dios, ten misericordia de mí, pecador!
A veces, Guillermo se retiraba del cuarto, caía de rodillas e imploraba al Señor que extendiera su gracia y misericordia sobre su querido papá.
Un día su papá le empezó a contar lo que había oído de boca de su querida madre acerca del maravilloso amor de Dios y la obra del Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Le contaba, hasta donde podía recordar –porque no tenía Biblia—el relato del nacimiento de Jesús, su vida y sus obras aquí en la tierra y de su muerte y resurrección. Más adelante le contó acerca de la creación del mundo, de Adán y Eva y la Caída del hombre; de Caín y Abel, del diluvio y de los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob; de la liberación de los hijos de Israel de la esclavitud en Egipto, y de Moisés y Josué. Guillermo escuchaba con mucha atención, y las palabras de su afligido padre hicieron una impresión profunda en su tierno corazón.
Pasado un tiempo se produjo un cambio en el enfermo; la expresión de su rostro demostraba quietud y paz; a veces aparecía una sonrisa en su demacrado rostro cuando hablaba de Jesús y de su amor; y sus ojos se iluminaban de gozo. Guillermo estaba muy contento de ver este cambio en su papá, aunque no comprendía la razón.
“Feliz el día en que escogí
Servirte mi Señor y Dios;
Preciso es que mi gozo en ti
Lo muestre hoy por obra y voz.
¡Soy feliz! ¡Soy feliz!
Y en su favor me gozaré.“
Cierto día cuando el sol brillaba con todo su esplendor, el enfermo se animó a levantarse de la cama, y padre e hijo se sentaron a la puerta de la cabaña. A sus pies se acomodó César, su perro fiel. Los hijos mayores habían ido al bosque para cazar. Antes del accidente de su padre, lo habían hecho en secreto; pero desde que éste se encontraba confinado a su lecho, se iban a cazar ilícitamente cuando querían, por supuesto manteniéndose en guardia para no ser vistos por el guardabosque. El padre notaba con tristeza lo que hacían, pero sus consejos y advertencias caían en oídos sordos. Ahora, sentados los dos tranquilamente, el padre comenzó a hablar:
—¡Oh, hijo mío, mi muchacho querido! ¡Qué mal me he comportado contigo y con tus hermanos cuando eran chicos! Nunca les he hablado a ellos acerca del Señor Jesús. Nunca les hice ver su responsabilidad hacia un Dios santo, y ahora estoy cosechando los frutos de mi infidelidad. Mis hijos hacen lo malo, sin ningún temor; y mi palabra no cuenta para nada. Se burlan de mí, me dan la espalda, y andan en la senda del pecado. Pero me merezco todo esto.
“Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes” (Deuteronomio 6:6-7).
Del corazón del viejo leñador brotó un sollozo, y las lágrimas inundaron su pálido rostro. Al notarlo, Guillermo preguntó con profunda emoción:
—¿Por qué has merecido esto, papá?
—Ay, hijo querido –dijo el enfermo poniendo cariñosamente su mano enflaquecida sobre la cabeza de su hijo—por varias razones. Yo fui un chico malo y desobediente y sólo por esto merezco tener hijos desobedientes. Mi madre era una viuda que amaba al Señor Jesús y que temía a Dios. Su casita estaba al otro lado de este bosque, a varios días de viaje desde aquí. Yo era su único hijo; ella me crió con gran amor y ternura, y me enseñó la Palabra de Dios desde mi primera infancia, pero yo no le hacía caso. Al ser un poco mayor me pasaba la mayor parte del tiempo haraganeando en el campo o en el bosque; me junté con malas compañías y cometí toda clase de fechorías. Y para escaparme de los regaños de mi madre, dejé el hogar materno. Desde entonces no la he visto, ni he sabido nada de ella. ¡Ojalá tuviera fuerzas para volver a ella y pedirle su perdón! ¡Pero es demasiado tarde!
—¿Todavía vive ella? –preguntó Guillermo con gran interés.
—No lo sé, hijo mío –respondió el leñador; y nuevamente brotó un profundo suspiro de sus labios temblorosos—. Creo que no; sería ahora muy anciana. Pero aun si viviera todavía, nunca volveré a verla en esta vida. Mis días están contados. Anhelo sólo una cosa: si aún está sobre esta tierra, que pueda saber lo profundamente que me he arrepentido de mis pecados, y que he encontrado refugio en Jesús, quien es ahora mi esperanza, y quien me ha limpiado de todos mis pecados con su sangre preciosa.
“La sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (1 Juan 1:7).
El anciano hizo una pausa y luego dijo:
—¡Ay mis hijos, mis hijos! Yo tengo la culpa de que sean tan malos y duros de corazón. Nunca les he sido un padre fiel. He descuidado su formación y los he dejado crecer como los árboles del bosque. No les enseñé la Palabra de Dios, ni los crié en la disciplina y amonestación del Señor. Ahora me aborrecen, se burlan de mí, hacen oídos sordos a mis ruegos, y endurecen su corazón contra Dios. ¡Oh Dios! ¡Tú eres justo, pero qué terribles son tus juicios!
El cuerpo débil del lisiado temblaba, dominado por la gran emoción que sentía. Dejó de llorar, pero clavó en el suelo su mirada llena de agonía. Guillermo no sabía qué decirle a su padre al verlo tan afligido. Al fin, susurró:
—Papá, ¿podría el Señor Jesús cambiar el corazón de ellos? ¿No lo haría si se lo pidiéramos?
—Hijo querido, tienes razón. El Señor puede cambiar sus corazones. Se lo he pedido con frecuencia, y tengo fe que, a su tiempo, contestará mis oraciones. Pero volvamos a pedírselo al Señor ahora los dos juntos.
Ambos se arrodillaron a la puerta de la cabaña y con palabras llenas de emoción, el afligido padre oró por sus hijos perdidos. Aunque Guillermo no entendía todo lo que su padre decía, este momento quedó grabado en su mente para siempre.
“Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo tú, y tu casa” (Hechos 16:31).
Después de esta conversación con su hijito, al padre le quedaban pocos días de vida. Guillermo era más solícito que nunca con él. No se apartaba de su lado excepto para buscar agua o cualquier cosa que su padre necesitara. Estaba permanentemente junto a su cama, con César acostado a sus pies. Parecía que el fiel animal sabía lo que estaba pasando.
Una y otra vez el viejo leñador levantaba sus ojos y su voz al cielo, y en esos momentos también Guillermo juntaba sus manos, y oraba con él.
Al empezar a clarear la última mañana del leñador, éste le dijo a Guillermo que el Señor le había dado la completa seguridad de que sus oraciones serían contestadas.
—Mis pecados han sido perdonados –susurró—y yo me voy con Jesús, mi Señor. Él te cuidará, mi muchacho querido, y, en su gracia, también salvará a tus hermanos. ¡Oh, no te olvides de tu Creador en los días de tu juventud, como lo hice yo! Entrégale tu corazón, hijo mío; confía plenamente en él, y no te olvides de orar por tus hermanos.
“A éste dan testimonio todos los profetas, de que todos los que en él creyeren, recibirán perdón de pecados por su nombre” (Hechos 10:43).
Al atardecer llegaron a casa los hermanos de Guillermo, trayendo un ciervo que habían cazado y también una botella de brandy. Prendieron el fuego, cocieron parte del ciervo que se comieron acompañado de abundante brandy. No le echaron ni siquiera una mirada a su padre moribundo, aunque sí invitaron a Guillermo a comer con ellos. Pero nada podía inducir al muchacho a dejar a su padre, y se quedó junto a su cama hasta que lo venció el sueño.
Cuando despertó temprano en la mañana, su primera mirada fue hacia su padre que estaba a su lado. Yacía tan quieto que por largo rato Guillermo no se atrevió a molestarlo. Por fin susurró:
—¡Papá!
Pero no recibió respuesta. Mientras Guillermo dormía, su padre había quedado dormido para siempre sobre esta tierra. Había partido para estar eternamente con su Señor.
Cuando el pequeño se dio cuenta de lo sucedido, se echó sobre la cama llorando desconsoladamente. El llanto de Guillermo despertó a sus hermanos que dormían en el cuarto contiguo. Se acercaron y miraron a su padre sin ninguna expresión de dolor, sin lágrimas en los ojos; sin ninguna emoción en su corazón. Conversaron sobre qué hacer con el cuerpo –si dejarlo hasta el día siguiente o enterrarlo enseguida. Decidieron enterrarlo ese mismo día, y con la mayor indiferencia hicieron los preparativos para sepultar a su padre. Después de enterrarlo y cubrir de tierra la tumba, le pusieron un poco de pasto encima y volvieron a la cabaña como si no hubiera pasado nada.
Guillermo se quedó llorando y gimiendo junto a la tumba. Se sentía solo y abandonado. ¿Qué sería de él ahora? Nada bueno podía esperar de sus hermanos y temía lo peor. Su único amigo sobre la tierra que nunca lo dejaba, y aun ahora permanecía a sus pies era su perro fiel. Lleno de dolor, echó sus brazos alrededor del cuello de César quien, pareciendo comprender la aflicción de su joven amo, empezó a aullar y a lamerle el rostro.
Pero, ¿estaba Guillermo realmente totalmente desamparado? ¿Acaso no conocía un Amigo más fiel y poderoso que lo que había sido para él su padre? El pensamiento de este Amigo en el cielo de repente lo hizo reaccionar, y poniéndose de rodillas le pidió al Señor Jesús de un modo sencillo e infantil que lo ayudara y que le mostrara lo que debía hacer ahora.
“Encomienda a Jehová tu camino, y espera en él; y él hará” (Salmo 37:5).
Mientras Guillermo se encontraba afuera dominado por el dolor, sus hermanos se ocupaban de comer las sobras de la cena y de vaciar la botella de licor. Comenzaron a discutir sobre qué hacer con su hermano menor. Era demasiado chico para ir con ellos de caza; y dejarlo en casa durante días, y con frecuencia semanas, no daría resultado. Además, lo aborrecían porque aunque pequeño, a veces los reprendía y les rogaba que no fueran a cazar ilícitamente. Les había dicho que hacerlo era robar, y que Dios había dicho: “¡No hurtarás!” Esto se lo había enseñado su padre.
Sus oraciones infantiles les resultaban muy desagradables porque les recordaba constantemente su condición ante Dios. La cuestión para ellos era cómo librarse del muchacho más fácilmente. ¡Pobre Guillermo! Hacía apenas pocas horas que su padre había muerto, y sus hermanos ya estaban considerando cómo librarse de él.
—No podemos dejar que nos acompañe cuando vamos de caza –dijo el mayor—. Nos traicionaría en cuanto se le presentara la oportunidad.
—Pero, ¿qué haremos con él? –preguntó el segundo—Estaría mejor en la tumba con su padre.
—¡Un momento! –interrumpió el tercer hermano—El chico es nuestro hermano y no debemos tocarlo. Si de mí depende, ni un cabello de su cabeza dañaremos.
—Entonces, ¿qué haremos con él? –gruñó el mayor.
—Ya sé lo que podemos hacer –contestó el cuarto hermano—. Lo mejor sería llevarlo con nosotros varios días al internarnos en el bosque, y luego dejarlo a su suerte. Así podría irse a donde quiera. Y le resultaría difícil volver a encontrarnos.
—Pero en ese caso tenemos que asegurarnos que César se quede en la cabaña, si no, tendremos problemas porque ni Guillermo puede lograr que se separe de él. Además, yo recomendaría que llevemos al muchacho casi hasta el otro extremo del bosque porque desde allí quizá podrá encontrar a alguien que lo acoja.
—Muy bien –dijo el menor de los cinco hermanos—llevémoslo al bosque. Podemos llevarlo en uno de los burros a fin de que podamos caminar más ligero. Cuando hayamos cubierto una buena distancia, lo dejaremos de noche mientras duerme.
“Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?” (Jeremías 17:9).
Después de conversar un poco más, acordaron iniciar el perverso plan la mañana siguiente. Ya era tarde, y como habían decidido salir muy temprano en la mañana se fueron a descansar. Guillermo, después de comer un poco también se fue a la cama.
Apenas había amanecido y ya todo estaba en movimiento en la cabaña. Prepararon rápidamente el desayuno. Cargaron una bolsa llena de provisiones sobre el burro más fuerte. Despertaron temprano a Guillermo y, después de vestirse y asearse, se quedó parado observando todo, sin pensar nada malo, esperando que terminaran los preparativos.
Cuando todo estaba listo para el viaje, el hermano mayor tomó al pequeño de la mano y le ordenó que se pusiera el sombrero. Lo levantó y sentó sobre el burro que estaba listo afuera.
—¿A dónde vamos? –preguntó Guillermo quien hubiera preferido quedarse en casa, pero no se atrevía a hacer ninguna objeción.
—Al bosque para cortar leña y buscar ciervos –respondió riendo uno de los hermanos.
—¡Qué! ¿Otra vez van a robar la caza del buen guardabosque? ¡No lo hagan!
—rogó Guillermo mirándolos con tristeza.
Los hermanos no contestaron nada, pero se miraron entre sí.
“Porque no se ejecuta luego sentencia sobre la mala obra, el corazón de los hijos de los hombres está en ellos lleno para hacer mal” (Eclesiastés 8:11).
César estaba listo para seguir al burro que montaba su joven amo. Meneando contento la cola, esperaba con impaciencia que el grupo se pusiera en camino. En ese momento, se acercó uno de los hermanos con una soga, la ató alrededor del cuello del perro y lo arrastró a fuerzas encerrándolo bajo llave en la cabaña.
—¿No puede César venir con nosotros? –preguntó Guillermo.
—No –contestó el hermano mayor.
—Entonces por lo menos dale pan y agua para que no se muera de hambre mientras estamos en el bosque –dijo el pequeño.
—No te preocupes de cosas que no son asunto tuyo –contestó bruscamente el hermano mayor—, nosotros nos encargaremos del perro.
Guillermo calló, y se esforzó por reprimir las lágrimas.
Por fin emprendieron su camino, cuesta arriba y cuesta abajo, hacia la izquierda y hacia la derecha. A eso del mediodía llegaron a un claro donde se detuvieron para hacer un fuego. Luego cocinaron y comieron. Después de unas horas emprendieron nuevamente su camino, y al anochecer llegaron a una cueva grande, cerca de la cual brotaba una hermosa vertiente. Allí pasaron la noche. Guillermo estaba tan cansado que se quedó dormido sin probar bocado.
Al día siguiente siguieron su camino por el espeso bosque, igual que el día anterior. El viaje parecía interminable. Al anochecer llegaron a un cruce de cuatro senderos. Aquí se detuvieron e hicieron un fuego para ahuyentar a los lobos.
—No entiendo por qué hemos tenido que venir tan lejos –comentó Guillermo con timidez—. Me parece que estamos ya muy lejos de casa.
—Hemos venido para cazar ciervos –contestó uno de sus hermanos.
—Pero hay bastante ciervos cerca de casa. ¿Por qué tuvimos que venir tan lejos?
—Pronto sabrás por qué –fue la breve respuesta.
Y cuando Guillermo empezaba a hacer otras preguntas, lo hacían callar. Después de cenar, los hermanos se acostaron en el césped y se quedaron profundamente dormidos. Guillermo eligió un lugarcito cerca del fuego, pero antes de acostarse se puso de rodillas, y juntando las manos como le había enseñado su papá, susurró:
—Querido Padre, acuérdate de mí y cuídame. Tú sabes que mi padre ha muerto, y mis hermanos no me quieren. No tengo a nadie en el mundo que me quiera, sólo a César, y ellos lo han dejado bajo llave en la cabaña. Oh bendito Dios, acuérdate de mí y protégeme. Te lo pido en el nombre de Jesús. Amén.
Después de orar, se acostó y se quedó dormido. Luego, le pareció que alguien le decía: “No temas, yo te cuidaré”.
¡Duerme en paz, pobre muchacho! Porque te cuidan los ojos fieles de tu Padre poderoso y cariñoso que nunca duerme.
Cómo se habría asustado si hubiera visto a sus hermanos levantarse cautelosamente muy temprano en la mañana, preparar el burro y sigilosamente dejarlo atrás. Su complot malévolo había dado resultado. Muy pronto habían desaparecido en el bosque dejando solo a Guillermo. Nuestro pequeño amigo durmió tranquilamente hasta que el sol brillaba en todo su esplendor y sus tibios rayos bañaban su rostro. Al principio no podía recordar dónde estaba y cómo había llegado a este lugar, pero cuando vio las brazas humeando a su lado, comenzó a recordar las experiencias de los dos días pasados. Pero, ¿dónde estaba el burro que lo había cargado durante todo el trayecto y dónde estaban sus hermanos?
Se levantó de un salto y llamó a gritos a sus hermanos, pero el eco de sus propias palabras fue la única respuesta que recibió. Súbitamente cayó en la cuenta de que sus hermanos lo habían abandonado malvadamente. Casi no lo podía creer, pero cuando al mediodía no habían aparecido ni los había oído, empezó a llorar amargamente. ¡Qué sería de él, solo en el enorme bosque lleno de lobos y quizá otros animales salvajes!
—¡Oh, qué malos son! –lloró el pequeño al pensar en sus hermanos—. Me han traído hasta aquí y me han abandonado. ¡Qué hubiera dicho papá!
“Los ojos de Jehová contemplan toda la tierra, para corroborar a los que tienen corazón perfecto para con él” (2 Crónicas 16:9).
Guillermo siguió lamentándose por un rato, pero de a poco se fue calmando. El pensamiento de Jesús que lo estaba viendo y cuidando, lo confortó; y al final hizo lo que deberían hacer todos los niños que tienen problemas: se arrodilló y oró intensamente pidiendo al Señor su ayuda y protección. Después de orar, pensaba en qué debía hacer. Seguir a sus hermanos era imposible, porque éstos habían elegido intencionadamente un punto donde se cruzaban varios senderos, de modo que no podía saber cuál escoger para seguirlos. Se sentía muy triste, y de cuando en cuando susurraba:
—Señor Jesús, ¡ayúdame! Me encuentro solo y abandonado; tengo hambre y sed, Oh Señor, ¡ayúdame!
Esta oración lo reconfortaba.
“Invócame en el día de la angustia: Te libraré, y tú me honrarás” (Salmo 50:15).
Sentado allí, al pobre muchacho le vino este pensamiento: “Quizá mis hermanos no me han abandonado, sino que se han ido a cazar y regresarán esta noche”. Este rayito de esperanza le dio valentía, y decidió esperar hasta la noche. Mientras tanto comenzó a sentir hambre y sed, por lo que se puso de pie para ver si había quedado algo en el pasto. Para su alegría, encontró un trozo grande de pan y un pedazo de carne; quizá uno de sus hermanos los había dejado a propósito sintiendo lástima por él.
Guillermo comió con un corazón agradecido, y mirando a su alrededor vio un arroyuelo claro como el cristal donde apagó su sed. Guillermo se sintió agradecido por él, y con ello aumentó su confianza en el Señor. Creía que Dios lo guiaría fuera del bosque hacia alguien que le indicaría el rumbo a su casa y que no lo dejaría morir de hambre.
Mi joven lector, ¿estás agradecido por las bendiciones que Dios te da todos los días? Recuerda, Dios es quien nos sustenta a todos, y toda dádiva buena y perfecta procede de él. No te olvides de agradecerle todas estas bendiciones, aun las más pequeñas, porque Dios ama al de corazón agradecido.
El día fue pasando, el sol iba bajando en el occidente y los árboles empezaban a echar largas sombras. Por fin el astro rey desapareció por completo y cayó la noche. Los pájaros dejaron de cantar y se cobijaron en sus nidos; un búho comenzó su lúgubre canturreo, y volaban alrededor de Guillermo enormes murciélagos. Toda su valentía pareció desparecer, y ya no tenía esperanza de que regresaran sus hermanos.
“Bendito el varón que se fía en Jehová, y cuya confianza es Jehová” (Jeremías 17:7).
Habiéndose criado en el bosque, sabía que tenía que encontrar un lugar donde estaría a salvo de los lobos, así que se puso a buscar un árbol en el que podría pasar la noche. La mayoría tenía el tronco demasiado grueso para él, o las ramas más bajas estaban demasiado altas y fuera de su alcance. Por fin encontró cerca del sendero uno adecuado, y se subió a él sin dilación. Después de encontrar un lugar cómodo, se sentó y se ató el brazo derecho a una rama, temiendo que al quedar dormido pudiera caerse del árbol.
La noche se hacía cada vez más oscura. Empezó a soplar el viento sacudiendo los árboles, pero esto no le dio miedo porque estaba acostumbrado a su aullido. Muchas veces lo había escuchado en su casa con alegre tranquilidad. Por supuesto, era muy distinto sentarse cerca de la cálida chimenea en casa, protegido de la tormenta, que estar sentado en la rama de un árbol que se mecía de un lado para otro. Guillermo era muy valiente a pesar de su edad, pero un sonido sí le daba miedo: el aullido de un lobo a lo lejos, tal como lo había oído la noche anterior.
“En el día que temo, yo en ti confío” (Salmo 56:3).
Levantó su vista y de su corazón brotó una silenciosa oración a su Padre, lo cual le dio ánimo. Mirando a su alrededor, vio a la distancia una luz muy lejana, que parecía estar en la misma dirección que el sendero. La luz desapareció por un momento pero luego la volvió a ver en el mismo lugar. Bajó del árbol a toda prisa pensando que podía haber alguien donde veía esa luz, y corrió a toda prisa por la senda despareja, con miedo de encontrarse con el lobo que había escuchado un rato antes.
Después de correr unos quince minutos, llegó a un lugar donde podía ver nuevamente la luz, pero ahora parecía más grande porque estaba más cerca.
Guillermo hizo una pausa para recobrar el aliento, luego emprendió nuevamente su carrera. Al asomarse la luna detrás de una nube, notó un arroyo demasiado ancho para poder saltarlo, pero no podía detenerse para pensar qué hacer porque oía que se le acercaba un animal. Justo en ese momento tropezó con la raíz de un árbol y perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, tenía tan cerca al animal que podía sentirle el cálido aliento. Esperaba sentir en cualquier momento el mordisco de un lobo, pero en lugar de un lobo se trataba de un perro que empezó a lamerle las mejillas y a ladrar de alegría. Cuando se levantó Guillermo, el perro se puso a saltar, contento de volver a ver a su querido compañero.
—César, mi querido César –exclamó Guillermo, notando un pedazo de la soga con que sus hermanos lo habían atado tres días antes.
Se preguntaba cómo lo habría encontrado el perro, pero sabía que el Señor había dirigido todo, y se sentía tan agradecido porque el Señor le había traído al mejor amigo que tenía sobre la tierra. Pronto olvidó su miedo, y, ansioso por salir cuanto antes del bosque, emprendió nuevamente camino hacia la luz con César a su lado. Empezó a cruzar el arroyo, pero cuando el agua le llegaba a las caderas, lo arrastró la corriente. Entonces, el bueno y leal César nadó hacia él, le agarró la ropa entre los dientes y lo arrastró hasta la orilla. Una vez más Guillermo abrazó y acarició a su perro, y luego siguió adelante por el sendero con su compañero a su lado.
“Yo sé que hará Jehová el juicio del afligido, el juicio de los menesterosos” (Salmo 140:12).
Habían llegado casi a la cima de un monte cuando el muchacho notó a poca distancia un par de manchas rojas brillantes como de fuego y en el mismo momento oyó el gruñido de un lobo. Guillermo se quedó paralizado, pero César, quien también había visto al lobo, se puso delante de su amo aullando salvajemente listo para pelear. En cosa de minutos, el lobo dio un poderoso salto hacia el perro, pero César, acostumbrado a pelear con lobos, tomó a su enemigo por el pescuezo, y los dos animales libraron una batalla feroz. Guillermo, que no podía hacer nada, no se apartó de su perro tan fiel. A la vez, oró a su Padre celestial quien ya lo había socorrido tan maravillosamente. Ambos animales parecían ser iguales de fuertes, hasta que por fin César irrumpió en un ladrido victorioso, y el lobo despareció en la espesura.
César se acercó presuroso a Guillermo como diciéndole: “Salgamos ya de aquí”, así que los dos corrieron a toda carrera por un rato. Cuando llegaron a la cima del segundo monte, Guillermo volvió a ver la luz que brillaba en una cabaña como la de su padre, y corrió hasta llegar a la verja. No queriendo perder tiempo buscando el portón, saltó la verja, y César lo imitó.
Guillermo estaba tan contento de estar nuevamente ante una casa, que llamó con fuerza y gritó:
—¡Abran, por favor, abran!
Pasado uno momento, Guillermo oyó que alguien se acercaba penosamente a la puerta, y una voz de adentro que decía:
—¿Quién anda?
—Un pobre muchachito que se perdió en el bosque –contestó Guillermo—. Los lobos me hubieran hecho pedazos si no hubiera sido por el perro.
—Adelante –fue la bienvenida desde adentro, a la vez que alguien destrababa la puerta. La puerta se abrió con un chirrido, y apareció la encorvada figura de una anciana.
—Pasa, tú y tu perro son bienvenidos.
“En el temor de Jehová está la fuerte confianza; y esperanza tendrán sus hijos” (Proverbios 14:26).
Al pasar Guillermo al angosto pasillo con César detrás de él, se encontró con una anciana con un chal celeste alrededor de los hombros, y una gorra blanca en la cabeza.
—Pasa al cuarto, mi niño,—dijo con ternura—. Me imagino lo asustado que habrás estado en el bosque, pero ahora se acabaron tus problemas.
Guillermo no vaciló, sino que entró apresuradamente mientras la anciana volvía a trabar la chirriante puerta. Era un cuarto ordenado y acogedor, “igual que la anciana misma”, pensó Guillermo. En una chimenea, como uno ve alguna vez en las viejas casas en el campo, ardía una lumbre brillante. En la mesa había una lámpara de aceite y junto a ella un libro grande abierto. Era la Biblia, según supo Guillermo después. Era la primera vez que veía una Biblia. Cerca de la cálida chimenea estaba sentado un gato que miró con asombro a los recién llegados. Al otro lado del cuarto había una cama grande, cubierta de sábanas blancas de lino puro; cerca de ella se encontraba un armario espacioso con puertas de vidrio, detrás de las cuales lucía una cantidad de platos, tazas, y vajilla reluciente.
Guillermo paseó la mirada de un objeto a otro. ¡Qué diferencia entre esto y el bosque! El sorpresivo cambio de su temor y dolor a este descanso y seguridad lo dominó, de manera que cayó de rodillas y dio gracias a Dios por su ayuda maravillosa. Luego se volvió a su perro y le dijo:
—¡Mi querido César! ¿Dónde estaría yo ahora si no me hubieras seguido? Dos veces me salvaste la vida. Si no hubieras venido me habría ahogado, o el lobo me habría hecho pedazos.
“A ti se acoge el pobre, tú eres el amparo del huérfano” (Salmo 10:14).
La anciana, que mientras tanto había vuelto al cuarto, observó la escena conmovida, y cuando notó con qué ternura y agradecimiento le hablaba él a su perro, le brotaron las lágrimas.
—Ahora, muchacho, dime, ¿no tenías otro amigo en el bosque más que tu perro?
—¡No, no tengo a nadie! –dijo Guillermo con tristeza.
—¿Estabas completamente solo en el bosque? – siguió preguntando la bondadosa anciana con simpatía—. ¡Pobre niño! Mañana puedes contarme dónde está tu casa y cómo fue que te perdiste en el bosque.
—¡Oh!—exclamó sorprendida y asustada al tocarle la ropa—. Estás empapado, ¿qué te pasó?
—Crucé a pie el arroyo que atraviesa el sendero cerca de aquí.
—¿Por esa correntada? ¿Cómo es posible?
—Escuché detrás de mí un lobo, así que no me quedó más remedio que tratar de cruzarlo –contestó el muchacho—, y de seguro me hubiera ahogado de no haber sido por César que me arrastró a la orilla.
Mientras el muchacho le contaba todo esto, la anciana tomó una cobija de lana del armario y empezó a quitarle la ropa mojada. Lo miró con tanta compasión y cariño que a Guillermo le brotaron las lágrimas.
—¿Por qué lloras, hijo mío? –le preguntó.
—Porque es usted tan buena y cariñosa conmigo y estoy tan agradecido que Dios me guió hasta usted. Tenía miedo de no volver a ver jamás a nadie. Estaba solo y le tenía mucho miedo a los lobos.
—Sécate las lágrimas, hijo mío –dijo la anciana con mucho sentimiento—. Ahora estás a salvo, y los lobos malos no te pueden hacer daño.
Diciendo eso le besó varias veces las pálidas mejillas.
Después de poner a secar la ropa y de frotarle bien el cuerpo a Guillermo, lo envolvió en la cobija de lana y lo hizo meterse en la cama. Enseguida calentó leche en el fuego y ella misma se la dio para tomar, porque los brazos de él estaban envueltos en la cobija.
Guillermo tomó la leche con gusto, y pronto sintió que le volvía a circular la sangre. Satisfecho, se apoyó sobre las almohadas, diciendo:
—No puedo irme a dormir sin agradecer al Señor por su generoso cuidado y protección. Lo he estado haciendo desde que quedó incapacitado mi padre. Siento ganas de darle a usted un beso, usted es tan bondadosa y cariñosa como lo fue mi papá conmigo.
“Como el padre se compadece de los hijos, se compadece Jehová de los que le temen” (Salmo 103:13).
—Pero, ¿cómo? ¿ya no tienes a tu papá? –preguntó la buena mujer.
—¡No! –contestó Guillermo con un profundo suspiro—. Falleció hace tres días. Tengo todavía cinco hermanos, pero ellos no me quieren. Cuando murió papá en medio de la noche mientras yo dormía a su lado en una silla, lo enterraron cerca de nuestra cabaña y me llevaron al bosque en un burro. Anduvimos dos días hasta llegar a un lugar donde se cruzan cuatro senderos. Anoche, mientras dormía, me abandonaron y es probable que ya estén de regreso en casa. Cuando desperté esta mañana no sabía qué hacer. Entonces le pedí al Señor Jesús que me ayudara. Él me ha ayudado y me ha traído hasta aquí. Oh, cómo me gustaría poder quedarme. ¡Qué lindo es aquí, mucho más lindo que en nuestra cabaña al otro lado del bosque!
—Sí, te quedarás aquí, hijo mío—, contestó ella muy emocionada—. Estoy sola y muchas veces he deseado tener compañía. Desde que me dejó mi hijo, he estado siempre sola; y ahora soy anciana y no tengo a nadie en el mundo, Sí, quédate conmigo, hijo mío; trabajaremos juntos, y juntos daremos gracias al Señor por su bondad. Me parece que amas mucho al Señor ya que sabes con cuánto gusto contesta las oraciones de los niños, ¿no es cierto?
—Sí, lo amo. Papá me contó mucho acerca de él, de cómo vino del cielo para morir por los pecadores, y que amaba tanto a los niñitos que los tomaba en sus brazos y los bendecía. Oh, era tan lindo cuando papá me contaba esos relatos tan hermosos, como el de Moisés en la arquilla de juncos, o de Abraham e Isaac, o de David y Salomón. Me contó que todo eso está en un libro grande llamado la Biblia. No teníamos ninguna Biblia, pero me dijo que su mamá había tenido una y que, cuando era chico, le contaba con frecuencia todos estos lindos relatos. Pero eso fue hace muchos años, y no había pensado en ellos durante mucho tiempo ni le gustaban. A mis hermanos tampoco le gustaban, y se reían y burlaban cuando papá les hablaba del Señor Jesús.
“El malo, por la altivez de su rostro, no busca a Dios: No hay Dios en todos sus pensamientos” (Salmo 10:4).
Guillermo hizo una pausa porque se le cerraban los ojos del sueño. Pero la anciana tenía curiosidad por saber más. Había escuchado el relato del niño con mucha atención.
—Cuéntame un poco de tu papá, hijo mío.
Guillermo le relató con su sencillez de niño y con sentimiento, todo lo que había sucedido los últimos meses y semanas antes de la muerte de su padre. No omitió lo que su papá le había contado acerca de su niñez y juventud, de lo malo que había sido y de cómo había abandonado a su madre, una viuda que temía a Dios. Siguió su narración relatando claramente –porque era algo que lo había impresionado profundamente—cómo su padre se había arrepentido totalmente de los pecados de su juventud, y de cómo había anhelado ver una vez más a su madre antes de morir para pedirle perdón, y de cómo había llegado a ser feliz por medio de la fe en el Señor Jesús y que, en paz, había partido para estar con él.
“Déjame en paz partir, y tu salvación ya mismo ver; mis pecados muerte eterna han de merecer, pero Jesús por mí quiso morir.”
A medida que Guillermo hablaba, los ojos de la anciana se abrían más y más, e, inclinándose sobre él, lo escuchaba con atención. Cuando terminó él su relato, ella comenzó a temblar violentamente y se sentó al borde de la cama para no caerse. ¿Sería posible que el papá de Guillermo  .  .  .  ?
Ah, temía completar el pensamiento. Su hijo también la había dejado muchos años antes, desobediente y rebelde, y nunca había vuelto a tener noticias de él. Sus sollozos demostraban sus profundos sentimientos. Guillermo notó la tremenda emoción de la anciana, pero no sabía a qué se debía. Al fin, ella preguntó con voz temblorosa:
—¿Cómo se llamaba tu papá?
—Roberto H. –contestó el muchacho.
—Dios bondadoso –exclamó ella, levantando sus ojos al cielo y enlazando sus manos—. ¿Es posible? ¡Oh, qué maravilloso! ¡Qué misteriosos son tus caminos! Roberto H. era mi hijo, ¡mi único hijo! ¿Y falleció tal como me lo contaste? Oh, entonces mis oraciones fueron contestadas. ¡Alabado sea Dios! Mi hijo no murió en sus pecados, sino que reaccionó y volvió al Señor, como el hijo perdido a la casa de su padre.
“Y volviendo en sí dijo:  .  .  .  Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo, y contra ti  .  .  .  Y levantándose, vino a su padre. Y como aún estuviese lejos, viólo su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y echóse sobre su cuello, y besóle” (Lucas 15:17-20).
La anciana se detuvo por un instante. La sorpresa era demasiado grande, la emoción demasiado intensa. Guillermo se sentó en la cama y se quedó mirándola sin poder decir palabra. Después de un ratito, ella continuó:
—Y tú, mi niño, ¿eres hijo de Roberto H.? ¡Entonces eres mi nieto y yo soy tu abuela! ¿Te habrá enviado el Señor a mí, pobre niño, para que encontraras un hogar y para que pudiera yo tener consuelo y ayuda en mi vejez? Oh Señor, cuán bondadoso eres. ¡Alabado sea el nombre del Señor eternamente!
Después de decir esto tomó a Guillermo en sus brazos y lo besó con ternura. El muchacho no entendía qué le estaba pasando. Había sufrido tantas cosas, y ahora, tan entrada la noche, ¡este encuentro inesperado con su abuela! No lo podía asimilar, y no encontraba palabras para expresar sus sentimientos. Cuando por fin se recobró de su sorpresa, dijo:
—Hoy es un día maravilloso. Qué bueno fue que mis hermanos me llevaran al bosque. De no haberlo hecho, no hubiera llegado yo aquí, ni hubiera encontrado a mi abuela. ¡Oh, qué bueno! ¡Creía no tener más amigo que César, y ahora el Señor me ha guiado hasta aquí!
Abuela y nieto derramaron lágrimas de gozo. Después de haber pasado la primera emoción, el cansancio venció a nuestro pequeño y feliz amigo, y se quedó profundamente dormido. Su abuela no pudo conciliar el sueño por un buen rato; su corazón rebosaba de alegría y agradecimiento, y toda señal de fatiga había desaparecido. Se sentó a la mesa, se puso los lentes de carey y comenzó a leer en voz baja y temblorosa el Salmo 103. Sí, el Señor había hecho grandes cosas con ella en su vejez. Una y otra vez repetía en voz baja:
—“Bendice, alma mía, a Jehová; y bendigan todas mis entrañas su santo nombre” (Salmo 103:1).
Luego se puso de rodillas para agradecer y alabar a Dios por la abundancia de su bondad sin límites. Oh, su hijo, que en el pasado le había causado tanto dolor y sufrimiento, pero que su corazón de madre seguía amando, había partido confiando en su Redentor, se había ido a donde ella pronto lo volvería a ver. Y, como si eso fuera poco, el Señor le había enviado este precioso nieto de una manera tan maravillosa.
“¡Cuán incomprensibles son sus juicios, e inescrutables sus caminos” (Romanos 11:33).
Ya no pasaría sola el resto de sus días; la fuerza y energía juvenil de su nieto le quitaría ahora las cargas de las labores que ya eran demasiado pesadas para ella. Surgieron en su mente imágenes de un futuro feliz, y se maravillaba ante la bondad y misericordia de Dios. Sólo una circunstancia ponía una gota de amargura en su copa llena de gozo, y ésta era el pensamiento de los hermanos mayores de Guillermo. Pero con fe podía confiar en la gracia de Dios para con ellos también; que la gracia sería suficiente aun para estos jóvenes malvados y perdidos.
Amanecía cuando por fin la feliz anciana se dispuso a descansar y dormir unas horas. Los rayos del sol hacía rato que brillaban en el cuarto cuando abuela y nieto despertaron. Después de levantarse apresuradamente y de preparar el desayuno, la abuela comenzó a hacerle nuevamente muchas preguntas al muchacho, y éste volvió a contarle, hasta el mediodía, todo lo sucedido en los últimos meses. A la tarde, la abuela le mostró a Guillermo sus cabras, gallinas y gansos, y también la huerta donde cultivaba toda clase de verduras para su propio uso. Puso inmediatamente el cuidado de las cabras y las aves en manos del muchacho quien comenzó a realizar su trabajo con energía y habilidad.
Había comenzado una vida nueva en la pequeña cabaña cerca del bosque. La abuela, que ya tenía más de setenta años, pero que era bastante robusta, volvió a rejuvenecerse debido a la presencia del vástago de su único y muy querido hijo. Le enseñó, con el correr del tiempo, cómo trabajar el campo y la huerta; y le enseñó a leer y escribir, y lo mandó a una pequeña escuela que había en la aldea cercana.
De esta manera pasaron varios años, y Guillermo se había convertido en un joven fuerte que andaba en el temor del Señor.
Su abuela lo trataba con mucho amor y ternura, pero también con una severidad adecuada cuando era necesario. Solía decir:
—He pecado profundamente contra tu padre. Él era mi único hijo [su esposo había fallecido poco después de haber nacido su hijo], y yo era demasiado débil para castigarlo cuando era desobediente. Cediendo a él por supuesto amor, dejé pasar sus malas acciones y por eso Dios me castigó. Ahora, guárdeme Dios de cometer el mismo error contigo.
Cuando Guillermo había madurado lo suficiente, sentía muchísimo agradecimiento porque su abuela querida lo había educado de esta manera. Y realmente cada hijo tiene un motivo de agradecimiento cuando Dios le ha dado padres fieles que lo crían en la disciplina y amonestación del Señor, que lo castigan cuando es necesario.
“Hijos, obedeced a vuestros padres en todo; porque esto agrada al Señor” (Colosenses 3:20).
Fueron pasando los años felices, pero ninguna felicidad dura en esta tierra. A Guillermo le tocaría vivir esto. El primer cambio que afligió su corazón fue la muerte de su querido perro. César había cuidado las posesiones de la anciana con fidelidad, pero llegó el día cuando comenzó a debilitarse a pesar del mejor cuidado que le prodigaba su joven amo. Empezaron a caérsele los dientes y a quedarse ciego. Y una mañana, Guillermo lo encontró muerto en su casita. No pudo reprimir las lágrimas, y comprendemos muy bien por qué. ¿Acaso César no le había sido fiel, salvándole la vida dos veces al enfrentar grandes peligros cuando sus propios hermanos lo habían abandonado? Le cavó una fosa debajo de un viejo árbol en el jardín y lo enterró como se lo merecía.
Pero este dolor no era nada en comparación con el que le esperaba a nuestro joven amigo. La anciana abuela querida ya tenía más de ochenta y cinco años, y sentía más y más los achaques de la vejez. Pero seguía siendo bastante fuerte y podía hacer algunas de las tareas de la casa. De pronto, cayó enferma, y en cuestión de días falleció en los brazos de su nieto.
“Estimada es en los ojos de Jehová la muerte de sus santos” (Salmo 116:15).
“No os entristezcáis como los otros que no tienen esperanza. Porque si creemos que Jesús murió y resucitó, así también traerá Dios con él a los que durmieron en Jesús” (1 Tesalonicenses 4:13-14).
“Echando toda vuestra solicitud en él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Pedro 5:7).
El lector puede imaginar el dolor de Guillermo. Por segunda vez se encontraba solo en el mundo. La pequeña cabaña, la huerta y el campo eran ahora de él, por supuesto; ¡pero qué solo y abandonado se sentía después de enterrar a la querida anciana en el cementerio de la aldea! Extrañaba mucho a su abuela querida, y por largo tiempo no encontraba consuelo. Siguió soltero durante varios años, trabajando siempre en el campo y la huerta. Tenía poca relación con sus vecinos porque eran muy pocos los que pensaban como él. Pero finalmente se sintió demasiado solo y le pidió al Señor que, si era su voluntad, le diera una compañera que temiera a Dios. Al poco tiempo, conoció a una buena mujer que no tenía muchos bienes terrenales, pero cuyo rico tesoro era el amor, la fidelidad y un corazón consagrado al Señor.
Guillermo le pidió que fuera su esposa y viviera con él en la pequeña cabaña cerca del bosque. Ella accedió. A los pocos meses se casaron y ella se acomodó en su nuevo hogar. ¿Quién podía estar más feliz que Guillermo? Ya no estaba solo, una esposa fiel, temerosa de Dios lo acompañaba compartiendo con él las alegrías y tristezas de la vida.
“Engañosa es la gracia, y vana la hermosura: La mujer que teme a Jehová, ésa será alabada” (Proverbios 31:30).
El Señor acompañó a la joven pareja, y bendijo la obra de sus manos. A su tiempo, también les dio varios hijos que Guillermo se ocupó de educar como lo había educado su abuela, porque el temor del Señor es el principio de la sabiduría.
Podríamos terminar aquí nuestra historia, pero los jóvenes lectores sin duda quieren saber algo acerca de los hermanos de Guillermo, qué pasó con ellos y si alguna vez se arrepintieron de su vida malvada y sus acciones impías. Con gusto satisfaremos su curiosidad, especialmente porque la gracia de Dios venció aun a estos grandes pecadores, y, por lo tanto, las muchas oraciones fervientes de su padre y su abuela fueron contestadas.
“Venid luego, dirá Jehová, y estemos a cuenta: Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos: si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana” (Isaías 1:18).
Pasaron los años durante los cuales Guillermo y su familia vivieron felices y tranquilos en la pequeña cabaña. Cierta hermosa y tibia tarde de un domingo de verano, Guillermo, que ya tenía cuarenta años, se encontraba sentado a la puerta de su cabaña. Cerca de él, lo acompañaba su hijita menor sentada en un banquito, leyendo un libro. Los muchachos correteaban en el césped y la madre, con un bebé en sus brazos, paseaba por el frente aprovechando la tibieza del sol. Era una escena encantadora. La casa se veía tan linda y acogedora con las ventanas resplandecientes y las enredaderas haciéndoles marco, que daban ganas de entrar y quedarse un rato. Todo respiraba tranquilidad y paz.
El libro que la niñita tenía en la falda era la vieja Biblia de su abuela. Le estaba leyendo un capítulo a su papá quien escuchaba en silencio, disfrutando de las palabras benditas que la niña le leía con una voz clara y agradable. En este instante un ruidito distrajo a Guillermo. Al mirar a un lado vio con asombro a cinco hombres harapientos que salían del bosque a paso lento y cansado, y que se dirigían rumbo a su cabaña. No vestían calzado ni medias, y sus ropas harapientas apenas cubrían sus cuerpos. Eran realmente un espectáculo lamentable. Los hombres ya no eran jóvenes. Dos de ellos eran canosos, y el más joven parecía tener por lo menos cincuenta años. Poco a poco se fueron acercando; al llegar al portón del jardín, uno de los más viejos se descubrió la cabeza y pidió humildemente un poco de pan. Guillermo se puso de pie para recibirlos.
—Somos pobres –dijo el anciano—, y hace días que no comemos más que moras y raíces que encontramos en el bosque. De noche dormimos en el suelo. Estamos en la miseria y desamparados.
—Me inspiran lástima –contestó Guillermo—, porque sé por experiencia lo que significa pasar un día y una noche en el bosque sin comida, ni bebida y al descubierto. Cuando era chico, anduve perdido en el bosque un día y una noche, y sin duda los lobos me hubieran hecho pedazos, si no hubiera sido por mi perro tan fiel que me salvó.
Cuando Guillermo dijo esto, los hombres se miraron. El dueño de casa lo notó, pero no sabía qué significaba eso, y continuó:
—Seguramente que han de tener mucha hambre y sed si han estado por mucho tiempo en el bosque. Pasen, y acuéstense en el césped mientras les traigo algo de comer.
Diciendo esto se dirigió hacia la casa; pero su esposa, que había escuchado la conversación, se había adelantado. Inspirada por la lástima, había ido a preparar pan con mantequilla. Su esposo bajó al sótano para buscar un frasco grande de leche, y los dos muchachos les llevaron las cosas a los hombres.
Éstos habían aceptado la invitación de Guillermo y estaban descansando en el césped. Cuando salieron los muchachos, los hombres atacaron la comida y la leche. Se notaba que hacía rato que no disfrutaban de alimentos como estos. Cuando estaban acabando de comer, el mayor se puso de pie y le agradeció a Guillermo su generosidad, preguntándole si los dejaba dormir en el establo. Dijo:
—Hace varios días que dormimos a la intemperie y hemos pasado malas noches. Cuando éramos jóvenes, no nos importaba dónde pasábamos la noche, pero ahora somos viejos y débiles, y dormir afuera nos hace mal.
—No creo que haya lugar para todos en el establo –contestó Guillermo—, pero tengo un pequeño granero donde guardo el heno para las cabras. Allí sí hay lugar. Pueden dormir sobre el heno blando, y les daré cobijas para que se cubran. Siéntense y coman tranquilos hasta estar satisfechos.
“A Jehová presta el que da al pobre, y él le dará su paga” (Proverbios 19:17).
El anciano se inclinó delante de Guillermo y se sentó con sus compañeros. Guillermo tomó su silla y se sentó cerca de ellos. Después de disfrutar por un rato verlos comer tan a gusto, les dijo:
—Ahora cuéntenme de dónde vienen, y por qué andan los cinco juntos. ¿Qué piensan hacer mañana y hacia dónde van? Creo que no pueden ir muy lejos porque algunos de ustedes parecen muy débiles y enfermos.
Los hombres no contestaron enseguida. Por fin uno comenzó a hablar suspirando:
—Señor, la nuestra es una historia triste: Somos cinco hermanos, todos hijos de un mismo papá. Éramos leñadores y vivíamos al otro lado del bosque a unos tres días de camino desde aquí. Nuestro padre falleció hace más de treinta años. Pagando una pequeña suma anual teníamos el derecho de recoger toda la leña seca del bosque que quisiéramos y talar los árboles marcados por el guardabosque. Pero hace unos años, el dueño nos quitó todo, nos incendiaron la cabaña, se llevaron todos nuestros bienes y nos metieron en la cárcel. Nos tuvieron en una celda húmeda por muchos años, lo cual afectó nuestra salud y nuestras fuerzas. Cuando nos soltaron, ya no podíamos hacer el trabajo rudo de antes; además, nadie quería darnos trabajo. Por nuestra gran necesidad, nos vimos obligados a mendigar para poder sobrevivir. Anduvimos de un lugar a otro, y finalmente acordamos venir a este distrito donde nadie nos conoce, con la esperanza de encontrar trabajo y ayuda. Al cruzar el inmenso bosque sufrimos lo indecible, porque estamos totalmente desamparados. Hemos sufrido hambre y hemos pasado frío, y finalmente hemos llegado hasta aquí.
El hombre hizo una pausa, y Guillermo miró a los hombres uno por uno. De pronto, pensó: “¿Será posible que estos viejos harapientos sean mis hermanos que tan cruelmente me trataron?” ¡Quizá Dios se los había enviado en este estado de miseria para que les demostrara cariño y devolviera bien por mal! Para estar seguro de esto, siguió su indagatoria y preguntó:
—¿Por qué les quitó todo el dueño? ¿Hicieron algo malo?
Pasó un rato antes de que contestaran. Por fin, el mayor de los hombres dijo con voz temblorosa:
—Sí, señor, usted lo ha dicho. Habíamos estado cazando ilícitamente durante muchos años y habíamos sacrificado muchos ciervos y otros animales de caza. El dueño lo venía sospechando durante mucho tiempo, pero no podía probar nada. Pero se descubrió todo cuando nos delató un comerciante a quien le habíamos vendido nuestra caza. Como lo ha dicho mi hermano, fuimos arrestados y, por haber cazado ilícitamente por tanto tiempo, nos castigaron con severidad. Al principio nos dominaba la ira, pero con el tiempo afloraron otros sentimientos. Nos acordamos de nuestro padre, que nos exhortaba con frecuencia por nuestras malas acciones, y nos recordaba la justicia de Dios. Sentíamos que éramos objeto de su condenación; pero a la vez nos dimos cuenta que en lugar de sentirnos enojados y rebeldes, nos correspondía condenarnos a nosotros mismos y confesar nuestros pecados a Dios. Cuando recobramos la libertad nuestro anhelo era vivir una vida honesta. Sí, señor, ese era nuestro sincero anhelo, pero nadie quería saber nada de nosotros; ni siquiera pudimos encontrar quien nos prestara algunas hachas, por lo que tuvimos que renunciar al plan de volver a nuestra antigua ocupación.
“No os engañéis: Dios no puede ser burlado: que todo lo que el hombre sembrare, eso también segará” (Gálatas 6:7).
—Bueno –empezó Guillermo sintiendo profunda piedad mientras en su corazón iba aumentando la convicción de que estos hombres eran sus hermanos—, ¿no tienen ustedes parientes en la comarca de donde vienen? ¿No hay nadie que los pueda amparar?
—No –respondió el mayor—, estamos solos. Papá se asentó en ese distrito hace muchos años, pero procedía de otro lugar. Era leñador y se llamaba Roberto H.
—¿Y no tenían acaso otro hermano menor? –preguntó Guillermo, que ya casi no se podía contener.
“He aquí habéis pecado a Jehová; y sabed que os alcanzará vuestro pecado” (Números 32:23).
Los hombres se miraron asustados, y luego bajaron la vista, pero ninguno dijo nada. Después de una pausa, Guillermo se levantó de un salto, y se dirigió a sus hermanos con los brazos abiertos, diciendo:
—¡Sí, tenían ustedes un hermano menor, y ese hermano soy yo! Quisieron ustedes hacerme un mal, tal como quisieron hacerlo los hijos de Jacob cuando vendieron a José su hermano. Pero Dios usó todo para bien. Me preservó la vida y me guió de una manera maravillosa a este lugar, a mi anciana abuela, la madre de nuestro padre que en aquel tiempo aún vivía, y que me crió con amor prodigándome cuidado maternal. Vivía la abuela aquí en esta casita que ahora es mía, y en la que he vivido todos estos años en paz y tranquilidad. Dios me ha dado, además de estos bienes materiales, una esposa fiel e hijos preciosos. ¡Y ahora son ustedes bienvenidos aquí conmigo! Tengo lo suficiente para mantenerlos hasta que hayan recobrado sus fuerzas y puedan ganarse su propio sustento. Los perdono por lo que me hicieron, y espero que también Dios les perdone sus malas obras.
“Sed los unos con los otros benignos, misericordiosos, perdonándoos los unos a los otros, como también Dios os perdonó en Cristo” (Efesios 4:32).
Los cinco desventurados se quedaron clavados como estatuas. No se habían atrevido a levantar la mirada mientras hablaba Guillermo. Sus palabras los habían llenado de terror y vergüenza. Resultaba que ese hombre bondadoso de pie ante ellos, que los había recibido con tanto cariño, era el hermano a quien habían tratado de un modo tan cruel y ruin. Y este hermano, en lugar de reprocharles por su acción vergonzosa, de echarlos de su propiedad, tenía para ellos sólo palabras bondadosas y perdonadoras, y hasta había extendido su mano para ayudarlos y salvarlos. Se quedaron un buen rato así, sin decir nada. Por fin se puso de pie el mayor, se acercó a su hermano menor y cayó de rodillas llorando. Guillermo le rogó que se levantara.
—No me levantaré hasta haber oído una vez más que nos perdonas por nuestro terrible pecado –dijo entre sollozos.
Los otros hermanos comenzaron a acercarse, y, derramando ellos también muchas lágrimas, le pidieron perdón a su hermano menor.
—Sí, los perdono –repitió Guillermo una y otra vez, porque también él estaba muy emocionado—. Olvidemos el pasado y denme un abrazo como hermanos.
Diciendo esto, levantó a su hermano mayor del suelo, lo abrazó con mucho sentimiento, y luego hizo lo mismo con los demás. En ese momento su esposa y sus hijos, que hasta ahora sólo observaban la escena, se acercaron y abrazaron a los extraños, haciéndoles sentir bienvenidos y demostrándoles bondad.
Cuando había pasado un poco el momento de emoción, Guillermo y su esposa se dirigieron al granero para arreglarlo de modo que fuera lo más cómodo posible, porque no había lugar en la casa para todos ellos. Sobre la paja que abundaba, y con la ayuda de cobijas de lana, prepararon un lugar temporario donde los hombres exhaustos pudieran dormir. Pero primero Guillermo les pidió que se arrodillaran con él y su familia y dieran gracias a Dios por sus obras maravillosas y llenas de su gracia. Todos respondieron a su pedido, y Guillermo exaltó en oración la gracia de Dios que había obrado para que los perdidos reaccionaran, aunque había sido a través de experiencias muy amargas. Cuando agregó a esta oración que Dios tuviera a bien obrar en sus corazones y darles un arrepentimiento auténtico y perdón de sus pecados, comenzaron a brotar nuevamente las lágrimas de estos corazones que se iban ablandando. Con la seguridad de que el Dios de toda gracia contestaría su oración, Guillermo regresó a la casa. No necesito decirles que allí también cayó de rodillas para alabar al Señor, quien había hecho mucho más de lo que él hubiera podido pedir o pensar, y oró pidiendo bendiciones sobre sus hermanos.
“Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para que vivamos por él. En esto consiste el amor: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó a nosotros, y ha enviado a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios así nos ha amado, debemos también nosotros amarnos unos a otros” (1 Juan 4:8-11).
A la mañana siguiente comenzó a edificar al lado de su propia casa, una sencilla cabañita para sus hermanos, ayudándoles ellos hasta donde podían.
Entre tanto, su esposa buscó calcetines, camisas y ropa interior. Llamaron a un sastre de la aldea para que les confeccionara ropa de trabajo. Mientras se construía la casita, dormían en el granero, pero comían con la familia. Todavía no podían pensar en trabajo regular, porque los pobres hombres estaban tan débiles que necesitaron cuidado durante algún tiempo a fin de poder recobrar sus fuerzas.
Cuando terminaron de construir la casa, que por supuesto era muy sencilla, la amueblaron con las cosas más elementales, como camas, sillas, una mesa, etc. Luego Guillermo les trajo hachas grandes y pequeñas para que pudieran volver a realizar su trabajo de antes. Los hermanos correspondían al cariño y cuidado de su hermano menor con profunda gratitud y respeto, demostrándolo también con su conducta ejemplar y su diligencia. Los dos hermanos mayores estaban tan débiles que les fue imposible volver a ganarse le vida, porque habían sido los que más habían sufrido durante su largo encarcelamiento y las dificultades posteriores. Vivieron apenas unos pocos años más, pero partieron creyendo en la virtud de la sangre preciosa de Cristo que los había limpiado de todos sus pecados. Los demás también fueron objetos del poder maravilloso y salvador de la gracia de Dios.
“Porque Cristo, cuando aun éramos flacos, a su tiempo murió por los impíos. Ciertamente apenas muere alguno por un justo: con todo podrá ser que alguno osara morir por el bueno. Mas Dios encarece su caridad para con nosotros, porque siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5:6-8).
Los esfuerzos denodados de Guillermo por la salvación de sus hermanos no fueron en vano. Uno tras otro fueron llegando a la convicción de su condición ante Dios: perdidos y arruinados; y no pasó mucho tiempo antes de que aceptaran a Cristo como su Salvador. Desde ese momento, su mayor felicidad era leer la Palabra de Dios en compañía de Guillermo y su familia, y de doblar sus rodillas ante el Dios de su salvación y ante Señor Jesucristo.
Sucedió así que las oraciones fervientes de su padre y abuela fueron contestadas, y aunque ninguno de los dos había visto respuesta en vida, Dios obró de acuerdo con el anhelo de ellos a su tiempo y su manera.
Guillermo y su esposa sobrevivieron a sus hermanos por muchos años, y disfrutaron del privilegio de ver crecer a sus hijos afirmados en las verdades de Dios. Con frecuencia Guillermo les contaba a sus nietos las maneras maravillosas en que Dios lo había guiado en su niñez, y con frecuencia exclamaba como el Apóstol:
“¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y la ciencia de Dios! ¡Cuán incomprensibles son sus juicios, e inescrutables sus caminos!” (Romanos 11:33).
Y ahora, digo a los lectores de este relato: Quiera Dios en su gracia guiarles a buscar ya mismo a Jesús y su luz, de modo que sean guardados de las sendas del pecado, y anden en este mundo con él, como posesión suya para alabanza y gloria de su nombre. La gracia y misericordia del Señor siempre abundan para los que claman HOY a él.
“He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salud” (2 Corintios 6:2).
Cantaré esta dulce historia
Del que vino de la gloria
Para rescatar al mundo y vida dar.
Él por su bondad me libra
De condenación y de castigo.
CORO:
¡Cantaré la hermosa historia
De Jesús mi Salvador!
¡Con los salvos en la gloria
A Jesús daré loor!
Del abismo de tristeza
Para darme su riqueza,
Cristo me sacó, mi paso enderezó,
Por su sangre fui comprado
Y he sido transformado.
¡Oh, bendita y dulce historia,
De su trono en la gloria,
Vino Cristo aquí, para salvarme a mí!
Soy trofeo de su gracia,
Rescatóme su eficacia.
Más allá con grande gozo,
En aquel lugar hermoso,
Con mi Cristo allá, donde él en gloria está,
Cantaré por las edades,
Su grandeza y sus verdades.
Philip P. Bliss