El profeta Jonás
Henri L. Rossier
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Introducción
El libro de Jonás no contiene profecía propiamente dicho, o más bien tan solo contiene una que no fue cumplida a causa del arrepentimiento de los habitantes de Nínive. Cien años más tarde, otro profeta, Nahum, volvió a pronunciar el juicio, anteriormente suspendido, de esta gran ciudad, juicio que no fue ejecutado hasta el final de un siglo, aproximadamente. Por lo demás, no es en la sentencia sobre Nínive que se debe buscar la enseñanza principal del libro de Jonás. Lo que nos presenta, desde el principio hasta el fin, es la persona misma del profeta. Esta circunstancia, ligada al hecho notable de que el libro de Jonás nos habla de los caminos de Dios EN GRACIA hacia las naciones, le asigna un sitio único entre los profetas del Antiguo Testamento. En cuanto a Jonás, que es él mismo la profecía en acción. Es un hombre señal y también hombre tipo. Vemos en él, primero que todo, la imagen de su propio pueblo rechazado, hundido en la angustia, luego saliendo resucitado de las profundidades del abismo. Pero no es en sólo eso que se limita su historia. En la persona de Jonás, el testigo que se aleja de Dios, el profeta orgulloso, el pueblo culpable, el Residuo arrepentido, pasan sucesivamente y a menudo juntos ante nuestros ojos, atravesando la escena de las naciones; pero además, un personaje misterioso, “uno más grande que Jonás”, entra y sale de allí resucitado para la liberación del Pueblo de Dios. En fin, como punto culminante de este maravilloso relato, encontramos una revelación de Dios mismo; aprendemos a conocer Su Providencia, Su santidad, Su justicia en juicio, Su grande paciencia, Su gracia ilimitada, última palabra de todos Sus caminos hacia el hombre, hacia Israel y las naciones.
Lo que acabamos de decir explica nuestra división del tema en siete capítulos titulados:
1. El testigo
2. El profeta
3. Las naciones
4. El pueblo de Israel
5. El residuo
6. El Cristo
7. Dios
Capítulo 1: El testigo
Entre el hombre pecador, venido a ser tal por la caída, y el hombre santo, venido a ser tal por la fe en el Salvador y en virtud de la redención, hay una diferencia inmensa.
Adam inocente, y responsable, antes de la caída, de permanecer en la dependencia de Dios, todavía queda responsable después de haber perdido, por la caída, su inocencia y su dependencia, pero como pecador ha adquirido el conocimiento del bien y del mal, es decir una conciencia que le juzga. Esta conciencia le hace inexcusable y le condena. Él conoce el bien y el mal, pero ¡ay!, ya no le queda más, como hombre pecador y responsable, que la incapacidad absoluta de hacer el bien y la voluntad de hacer el mal.
Muy otro tal es el creyente, el hombre santo, el testigo de Dios en este mundo. Si bien tiene en él la carne, la naturaleza pecaminosa del primer Adam, por la fe ha recibido una naturaleza nueva, la vida divina, el Espíritu de Dios, poder de esta vida, y la capacidad de hacer el bien y de resistir al mal. Eso le hace, sin duda, doblemente responsable. Su conciencia le advierte del bien y del mal; tiene dos alternativas: obedecer a la dirección del Espíritu Santo y de la vida nueva que posee, u obedecer a la carne que está en él. Si es pues doblemente responsable, también es doblemente inexcusable de pecar, pues que el poder del Espíritu y del nuevo hombre está a su disposición, mil veces superior al de la carne y del viejo hombre.
Las consecuencias del pecado son diferentes para el hombre pecador que anda en la carne, que para el creyente, si éste anda según la carne, siendo que posee el poder de andar según el Espíritu. El pecador no puede esperar más que la muerte y el juicio; el santo, si peca, encuentra el castigo o la disciplina de Dios que se ejerce para con él, para con todos los creyentes, para que no sean “condenados con el mundo” (1 Corintios 11:32).
Tal era el caso de Jonás. Era un creyente, un santo; tenía la vida de Dios; estaba en relación con Dios; un testimonio le había sido confiado; pero, colocado ante el mandamiento de Jehová, se deja desviar de él por la voluntad de la carne que es enemistad, en contra de Dios. Aunque es creyente y testigo, no obra mejor que Adam engañado por Satanás; desobedece a un mandamiento formal de Dios. Su caso es, incluso, peor que aquel de Adam inocente, seducido por el diablo, puesto que, por la fe, posee su nueva naturaleza, capaz de escoger el bien y rechazar el mal y la seducción.
Adam desobedece a Dios y tiene la audacia de disculparse de ello (Génesis 3:12); Jonás desobedece a Dios y se atreve a darle el motivo para ello (Jonás 4:2); pero ninguna excusa, ningún motivo son válidos ante Dios para desobedecerle; el motivo de un santo siéndolo aun mucho menos que aquel del primer Adam; pues que, desde el principio de su vida espiritual, un santo posee la obediencia de fe por la cual es salvo (Romanos 1:5); y desde el primer paso de su carrera es santificado por el Espíritu Santo, para la obediencia de Jesucristo (1 Pedro 1:2), es decir para obedecer como Él. Para Jonás como para Adam, la primera consecuencia de la desobediencia es la misma. Adam huye de la presencia de Dios quien le busca, y se esconde detrás de los árboles del jardín; Jonás se levanta, para huir a Tarsis de ante la faz de Jehová (capítulo 1:3). ¿Cuál de estos actos es peor que el otro? Sin titubeo el segundo, pues que Jonás es un santo que tiene relaciones habituales e íntimas con Dios: huir de su mejor amigo, para sustraerse a la obligación de responder a Su deseo, ¡qué ultraje un acto parecido inflige a Aquel que nos ama! Pero, allí donde Adam, donde Jonás fracasaron, un Hombre se mantiene y permanece de pie, un Hombre que ni siquiera tenía necesidad de un mandamiento positivo para obedecer, aunque guardaba también todos los mandamientos de Su Padre (Juan 15:19), un Hombre que prevenía Su voluntad, sin pedírselo Dios. Yo vengo, dice, para hacer Tu voluntad (Hebreos 10:7). Es todavía más que la obediencia; es una voluntad que se funde y se absorbe en la voluntad de otro, se identifica con ella, y se alimenta de ella: “Mi comida”, dice, “es hacer la voluntad de aquel que me envió, y acabar su obra” (Juan 4:34).
La segunda consecuencia de la desobediencia de Adam no se hace esperar. De buena o de mala gana, él tiene que parecer, en su desnudez, ante la faz de Aquel de quien huía, y oír pronunciar Su decreto. Este es irrevocable, pero a pesar de todo la gracia puede remediarlo. Adam comparece delante de Dios antes que la sentencia sea ejecutada, y eso le salva. Encuentra recursos en Dios quien tiene vestidos de justicia para él y su mujer. Jonás, por su huida, atrae sobre sí un castigo infinitamente más penoso que aquel del primer Adam. Es preciso que los hijos de Dios se acuerden de este hecho, que lo pesen y lo mediten. Sigamos pues un instante a este hombre de Dios en su viaje a Tarsis, donde hace unas experiencias harto crueles. Le vemos aquí cuando “pagó pues el pasaje” (capítulo 1:3), cumpliendo con sus deberes para con los hombres, cuando faltó en su primer deber ante Dios. Notemos que el cumplimiento de esos deberes tiene por resultado de aumentar aún más la distancia que separa a Jonás de Jehová. A menudo es así: se “paga el pasaje”, al estar animado por un espíritu de rebeldía; y al cumplir con ciertas obligaciones, se esconde uno a sí mismo una obligación bien superior, la de obedecer a Dios. Uno obedece a deberes de familia y de sociedad, de ciudad y de nación, siendo éstos muy respetables por lo demás; uno paga sus deudas, y uno desobedece la orden formal de Dios. Ahora bien, esta orden es de rendirle testimonio. Jonás era llamado a ser el testimonio de Dios ante el mundo. Un testimonio para Cristo es en efecto lo que Dios busca en medio de un mundo de pecado y de alejamiento de Él, de un mundo que corre hacia el juicio. Ese es uno de los puntos importantes del libro de Jonás. El mundo es condenado, pero, antes de la ejecución de la sentencia, Dios quiere que los Suyos rindan testimonio a Su justicia, para que se produzca el arrepentimiento en los corazones, y que Él pueda obrar en gracia.
En tiempos remotos había confiado este testimonio a Israel, Su pueblo; éste habiendo desobedecido en ello, Dios lo coloca entre las manos de la iglesia. La iglesia abandona la verdad y viene a ser la cristiandad apóstata, tema que, además, el Antiguo Testamento no trata. Por fin un residuo judío se vuelve en fiel testigo futuro de Jehová para las naciones, lo que, en el pasado, ni el pueblo, ni sus conductores jamás habían sabido ser. El libro de Jonás nos entretiene sobre este residuo, de manera misteriosa, como lo veremos más tarde.
Pero volvamos a Jonás, como representando a los santos, testigos de Dios en este mundo. Para que no se consuma su desobediencia en el juicio final, como la de un hombre pecador, hace falta que sea detenido en ese camino que le aleja cada vez más de Dios. La Palabra nos dice: “Pero Jehová envió al mar un viento recio, con lo que se levantó una gran tempestad en el mar; de suerte que la nave estaba a pique de naufragar”. Todavía no es más que el principio del castigo de Dios sobre su servidor, pero este castigo inaugura, como lo veremos más tarde, Sus caminos de gracia hacia las naciones. Ahora bien, durante el temporal, Jonás, acostado en el fondo del navío “dormía profundamente” (capítulo 1:5).
A menudo las circunstancias más amenazadoras no alcanzan la conciencia de los hijos de Dios. Ni la tormenta, ni la angustia de los marineros, impresionan a Jonás. No se da cuenta de que atraviesa personalmente el juicio de Dios a quien ha ofendido, y no está lleno de temor. Es la indiferencia de una conciencia dormida. Tratándose del hombre pecador y su estado moral, siempre duerme. Hijo de las tinieblas y de la noche, duerme (1 Tesalonicenses 5:4,7); pero, que duerma un Jonás, un hijo de luz, harto más grave es, y el caso ¡ay, cuán frecuente es! Los discípulos dormían ante los sufrimientos de su Salvador en Getsemaní; dormían ante Su gloria sobre la santa montaña; el discípulo Jonás duerme ante el juicio que cae sobre el mundo, sin decirse que este juicio va destinado a él mismo.
Muy a menudo, desde que una guerra atroz hace estragos entre las naciones, nos hemos preguntado si los santos se despertarían al pensamiento de que esta tempestad les va dirigida muy especialmente en primer lugar a ellos. Sin duda, Dios quien es rico en recursos se sirve, como lo veremos, de una calamidad para alcanzar otros fines y cumplir otros designios, pero no olvidemos que, en el caso de Jonás, el primer propósito era de hablar a la conciencia del siervo de Dios.
A menudo, para vergüenza y confusión nuestra, es preciso que sea el mundo quien nos despierte: “¿Qué haces aquí, oh dormilón? ¡Levántate y clama a tu Dios, por si acaso piense Dios en nosotros, de modo que no perezcamos!” dice el piloto (capítulo 1:6). Vosotros, servidores de Dios, dice, no pensáis en los que perecen; ¿estáis pues entumecidos en vuestro egoísmo? Nosotros trabajamos, nos esforzamos, sacrificamos nuestro haber; todo nuestro cargamento se hunde en esta tormenta. ¿Qué hacéis vosotros? ¿Oráis vosotros, suplicáis vosotros a vuestro Dios? Nosotros, ¡por lo menos, clamamos cada uno a su Dios! ¿No es verdad que el mundo bien a menudo tiene el derecho de apostrofar así a los hijos de Dios, porque no han comprendido que este juicio está sobre ellos?
Dios busca a Jonás, el testigo, tal como buscaba antes de Adam, el pecador. El “piloto” es la voz de Dios que decía antiguamente a Adam “¿Dónde estás?”. Pero aquí, primera humillación para Jonás, el mundo es el instrumento por el cual Dios le recuerda que es perdido. Jehová contestó por las suertes que echaron a estos seres ignorantes pero sinceros, sin conocimiento del Dios al cual se dirigen, y Él les reveló que Su trato estaba para con Su testigo. Segunda humillación para Jonás: él, judío, no recibe ninguna comunicación directa de Dios. Mucho más, última humillación, es otra vez el mundo que dice a Jonás: “¿Por qué has hecho esto?” (capítulo 1:10). Antaño Dios mismo había dicho a Eva: “¿Qué es esto que has hecho?” (Génesis 3:13). ¡El mundo viene a ser ahora el juez de los actos de un testigo de Jehová! ¡Cómo! ¡Confiesas tú mismo que temes “a Jehová, el Dios del cielo, el cual hizo el mar y la tierra seca” (capítulo 1:9), y huías de delante de Él! ¡Locura culpable! ¡La conciencia de esos paganos es más recta, menos dormida, que la de Jonás! Pero por fin se alcanza este último. Jonás reconoce la plena justicia de Dios: “Alzadme y echadme a la mar” (capítulo 1:12). Él sabe que merece ser echado al abismo y lo declara. Habrá liberación para vosotros, dice a los marineros, pero yo he merecido perder la vida. Recibe, como Adam, la sentencia de muerte, pero, para Jonás, ésta se ejecuta en el momento mismo. Así va de nosotros. “Soy muerto”, “Me tengo por muerto”, “Soy crucificado con Cristo”. Sí, mi juicio es justo y doy testimonio de ello, ¡pero encuentro a Cristo en el fondo de las aguas, identificándose conmigo en el juicio, para librarme!
Dios interviene, en efecto, y ¿cómo no lo haría? Otro, parecido a Jonás, tomó su sitio en las entrañas del pez. Es allí que, bajo la disciplina y en lo profundo de la aflicción, el testigo culpable vuelve a encontrar la dependencia que tan locamente había perdido: Ora (capítulo 2:2). Nunca se hubiera atrevido desobedecer, si, por la oración, hubiese quedado en la dependencia. El abandono de la dependencia había perdido el primer Adam; aquí, el testigo de Dios debe volver a aprenderla como cosa completamente nueva. A esta restauración, Dios tan solo puede responder por la liberación. Jonás reconoce que esta bendición es debida únicamente a la gracia de Dios: “¡La salvación pertenece a Jehová!” (capítulo 2:9). Es de ella que habla Eliú en el libro de Job: “Luego éste cantará entre los hombres, y dirá: Yo había pecado, y había pervertido lo recto; pero a mí no me fue recompensado así; antes, él ha redimido mi alma, para que no pasase al hoyo; y mi vida ve ya la luz” (Job 33:27-28). Tal es pues el fruto de la disciplina para el testigo del Señor: Juicio completo de sí mismo, conocimiento más profundo de la gracia. En adelante Jonás ya no huirá más para escapar a Jehová.
Capítulo 2: El profeta
Antes de recibir la orden de trasladarse a Nínive, Jonás había sido encargado con una misión profética para Israel. Este acontecimiento ocurrió bajo Jeroboam II, o bastante poco tiempo antes de subir ese rey al poder. En 2 Reyes 14:25, se dice que Jeroboam “restableció los límites antiguos de Israel, desde la entrada de Hamat hasta el Mar del Arabá; conforme a la palabra de Jehová, el Dios de Israel, la que Él habló por conducto de su siervo Jonás el profeta, hijo de Amitai, que era de Gat-hefer”. Oseas, Amós, Jonás también sin duda, conocían el triste estado de las diez tribus y de la realeza de Israel. ¡Con qué indignación los dos primeros no señalan los pecados de este pueblo y de sus conductores, al anunciar el juicio que esperaba a los unos y a los otros! Sin embargo, “Vió Jehová que la aflicción de Israel era amarga en extremo; pues que no le quedaba cosa, ni preciosa ni vil; y no había quien ayudase a Israel: y Jehová no había dicho que raería el nombre de Israel de debajo del cielo; por lo cual salvólos por mano de Jeroboam, hijo de Joás” (2 Reyes 14:26-27). Se dice en otro lugar: “Y Jehová dió a Israel un salvador, de modo que salieron de bajo el dominio de la Siria” (capítulo 13:5). De modo que, mientras que los demás profetas anunciaban los juicios de Dios sobre Israel, Jonás fue llamado a una liberación momentánea por un salvador suscitado con este fin (independientemente, por lo demás, de su carácter).
La frontera de Israel fue restablecida; se volvió a tomar a Hamat, barrera principal contra los enemigos viniendo desde el Norte. Jonás había sido escogido para proclamar estas misericordias de Dios, en los días cuando Israel gemía bajo el yugo terrible del rey de Siria. Un profeta, anunciando tan sólo la liberación, era un fenómeno, si no único, por lo menos muy escaso en Israel. Cuando fue enviado a Nínive, Jonás conocía pues a Jehová (y lo expresa más tarde), como “un Dios clemente y compasivo, lento en iras y grande en misericordia, y que te arrepientes del mal que has amenazado traer” (capítulo 4:2). Cuando se trataba de Israel, Jonás no había vacilado en anunciar la liberación de su pueblo. Su corazón lo gozaba y su patriotismo encontraba allí su satisfacción, pero, en su orgullo espiritual, no podía aceptar una misión única y especial hacia las naciones, como había sido anteriormente su misión en Israel. Todavía podría pasarse si hubiese sido cierto que la amenaza de la destrucción de Nínive se cumpliese, pero ya había experimentado el carácter misericordioso de Jehová, tal, además, como se había revelado antiguamente a Moisés: “Jehová, Jehová, Dios compasivo y clemente, lento en iras y grande en misericordia y en fidelidad; que usa de misericordia hasta la milésima generación; que perdona la iniquidad, la transgresión y el pecado” (Éxodo 34:6-7). Estaba dispuesto a reconocer un acto de gracia, moderado además por la ley, hacia su nación, pero no lo podía aceptar cuando se trataba de naciones idólatras. Dios no les había hecho el don de la ley; ¿cómo admitir que les fuese otorgada libremente la gracia?
Pero otro motivo, y el más importante quizás, le empujaba al profeta a desobedecer: Jonás pensaba en sí mismo. Eso se ve en toda su conducta, en los capítulos 3-4. Iba a clamar en Nínive: “De aquí a cuarenta días Nínive será destruida”. Pero ¿si la cosa no ocurriese? ¿Si Dios se arrepintiese de Su amenaza? ¿Qué vendría a ser su carácter de profeta? ¡La misericordia de Dios sería el derrumbamiento de su autoridad, de su dignidad, de él! Ni un instante llega al pensamiento de Jonás que Nínive pueda arrepentirse, y así cambiar para con él el curso de los caminos de Dios a su respecto. Sin embargo otros profetas, y más tarde el mayor de entre ellos, Juan Bautista, predicaron el juicio y el arrepentimiento. Jonás no ambicionaba siquiera semejante misión. Lo que quería proteger, era su carácter, su dignidad, su autoridad de profeta. ¿Qué vendrían a ser todos sus atributos, si lo que él había anunciado no se cumpliese? Cuando había proclamado de antemano la recuperación de Hamat, su palabra le había acreditado a los ojos del pueblo suyo; ahora quería que el anuncio del juicio lo acreditase ante las naciones. ¡Triste cosa es el egoísmo del hombre, pero aun más triste, el egoísmo de un profeta!
Es por eso que huye Jonás y lleva la penalidad de este acto de desobediencia. ¡Cuántas vocaciones cristianas se han tornado estériles por la propia voluntad de los servidores de Dios, no importa cuáles hubiesen sido, además, sus motivos! Dios me quiere mandar a Nínive; ¡yo prefiero irme a Tarsis de España! Hoy día, eso ha entrado tanto en las costumbres de los discípulos del Señor, que encuentran semejante desobediencia muy natural. Uno se embarca en el navío que le aleja del propósito de Dios, y hace peor que Jonás, pues que se adorna esa desobediencia con el nombre de misión divina y de obediencia hacia la dirección del Espíritu. Jonás era, en un sentido, menos culpable que los de quienes hablamos, pues que él no temía declarar que huía de ante la faz de Jehová (capítulo 1:10). En otro sentido, era más culpable que ellos, pues que sabía que hacía su propia voluntad y que huía. Entre ellos, a menudo se trata de la ignorancia más completa, y por lo tanto quedan guardados de la disciplina, mientras que “el siervo que conoció la voluntad de su señor, y no se preparó, ni hizo conforme a su voluntad, será castigado con muchos azotes” (Lucas 12:47). ¡Ojalá que los servidores o evangelistas que ignoran lo que es realmente una llamada de Dios, fuesen veraces ante Él y no tranquilizasen su conciencia al dar el nombre de obediencia a lo que es exactamente lo contrario!
Al final del capítulo 2, Jonás parecía haber aprendido, como testigo, su lección bajo la disciplina, pues que el pez lo había vomitado sobre terreno seco y el antiguo Jonás, tan parecido, por desgracia, al antiguo Adam, había venido a ser, en figura, un Jonás resucitado; mas, como profeta, lejos está de haber aprendido toda su lección; lección, como parece según este relato, bien difícil para aprender. Había, sin duda, encontrado bajo el castigo, que era duro dar contra los aguijones y que, cueste lo que cueste, hacía falta obedecer. Por eso, durante la segunda intimación, no rehusó hacer lo que Jehová le mandaba: “Jonás por tanto se levantó, y fue a Nínive, conforme al dicho de Jehová” (capítulo 3:3). Pero ¿cómo y en qué espíritu obedeció? ¿Cuál judío obedeciendo bajo la ley, en un espíritu de orgullo nacional y de justicia propia, con el pensamiento de que Dios debe juzgar las naciones “estando extrañados de la ciudadanía de Israel, y siendo extranjeros con respecto a los pactos de la promesa; no teniendo esperanza, y sin Dios en el mundo”? (Efesios 2:12). Jonás deberá aprender que la última palabra de un profeta no es el juicio: por lo asegurado que sea, aun queda esperanza mientras no haya sido ejecutada la sentencia. Dios había dicho: “todavía cuarenta días”. Pero en la antigüedad no había faltado más para que el juicio fuese alejado, en virtud de la intercesión de un Moisés (Éxodo 34:28; 24:18); ni tampoco, más tarde, para que todas las astucias de Satanás fuesen desbaratadas, en virtud de la obediencia de Cristo (Lucas 4:2). La última palabra de la profecía es la gracia y la gloria, y es lo cual Jonás no sospechaba en absoluto. Su corazón era legal, orgulloso, duro, y se complacía en el juicio. Él, a quien este mismo juicio acababa de alcanzar, debería haber conocido la gracia, no sólo por haberla anunciado en tiempos pasados, sino por haber él mismo sido el objeto de ella. ¿Qué es pues la dureza del corazón del hombre, si uno ve latir ese mismo corazón bajo la vestidura de un profeta? ¡Ah, cuán humillante es pensar que nuestra lección se aprende con tanta dificultad!
La profecía de Jonás produce un efecto considerable sobre la conciencia de la gente de Nínive. El propósito de Dios fue alcanzado, pues que, si hace conocer Sus juicios, es para que las almas se conviertan y vuelvan a Él. Entonces el corazón del Dios de gracia puede revelarse. Pero, cuando se proclama la gracia, el orgullo y la propia justicia del profeta ceden el lugar a una irritación mal reprimida. Es lo que, desde siempre, ha caracterizado a los judíos. Se irritaban al ver que se anunciaba la salvación a las naciones, y no podían soportar el ser colocados en el mismo rango de ellos bajo el juicio. Jonás hace pensar en el hermano mayor del hijo pródigo que se enfada contra su padre, y rehúsa entrar, porque su hermano es objeto de gracia y tema de gozo. Como el padre de la parábola, Dios reprende a Jonás —¡con qué paciencia!— pero lo entrega por fin a su obstinación, en la cabaña que se había hecho, privado de su calabacera y bajo el ardor del sol. Allí se para la historia; pero si no aprendemos qué cambio se operó en el corazón del profeta, sabemos que la gracia de Jehová no ha cambiado hasta hoy hacia las naciones, y somos los felices testigos de ello.
La primera parte de la historia de Jonás muestra, en el corazón del profeta, más gracia que la segunda. Eso sucede con frecuencia en la carrera de los siervos de Dios. A medida que va creciendo su importancia legítima, su satisfacción de ellos mismos crece también y termina en un desacuerdo con los pensamientos de Dios que les vuelve impropios para su servicio. Cuántos de entre ellos se dejan allí por el camino, como Jonás, con su carrera rota, por haber andado en la satisfacción de ellos mismos, en vez de progresar en el conocimiento de la gracia. En el capítulo 1, la disciplina que alcanza al profeta está llena de enseñanza para él. Él reconoce, comprobación dolorosa, que él, profeta de Jehová, es causa del juicio que alcanza a sus compañeros y su navío (capítulo 1:12); acepta, como legítimo, el juicio que le alcanza a él mismo y anuncia que su rechazamiento viene a ser la liberación de las naciones. ¡Cuánto hubiera sido precioso ver esta humillación llevar sus frutos en la segunda parte de la historia del profeta!
Recibamos instrucción de todas estas cosas, y sobre todo, no empecemos por donde empezó Jonás. No evitemos la presencia de Dios; andemos en la luz; digámosle: “Escudríñame y conóceme”. Así evitaremos más de un castigo doloroso. Dios no nos manda al mundo como profetas, pero sí nos confía una misión como siervos. No cumplirla fielmente sería hacer como Jonás: ¡volver la espalda a Dios!
Capítulo 3: Las naciones
Su estado es representado por Nínive que es como la imagen de la condición moral de los gentiles a los ojos de Dios. “Levántate”, dice Jehová a Jonás, “ve a Nínive, aquella gran ciudad, y predica contra ella; porque su iniquidad ha subido delante de mi presencia” (capítulo 1:2). La maldad, la ausencia completa del bien, he allí lo que les caracterizaba en los ojos del Dios santo. Su paciencia había soportado durante mucho tiempo esta maldad, la cual se valió de la oportunidad para desarrollarse hasta sus límites extremos, por eso ya no quedaba más, para Nínive, que el juicio, a no ser que por parte de Dios hubiese algún recurso o algún medio de salvación. Pero ¿quién podía anunciarlo? El profeta Jonás, tipo aquí del pueblo de Israel, estaba bajo el mismo juicio. Se había mostrado desobediente, rebelde contra Dios, y no podía de su parte esperar más que condenación. Otro profeta, Isaías, tipo de un residuo fiel en Israel, se encontró más tarde ante Dios y no buscó huir de Su presencia (Isaías 6). Antes de ser enviado, reconoció su mancha y fue purificado de ella por un ascua encendida que había consumado el holocausto. Jehová dice entonces: “¿A quién enviaré? ¿y quién irá por nosotros?”. Y el profeta responde: “¡Aquí estoy yo; envíame a mí!”. Dios lo manda hacia Israel para anunciarle el juicio que va a alcanzarle y la gracia que conservará a un pequeño resto. Jonás, lejos de encontrarse ante Dios, huye de Su presencia, para no ser enviado hacia las naciones. Pues bien, precisamente son ellas a las que Dios quería conservar, y Jonás bien se daba cuenta de ello.
Los marineros son muestras de todas las naciones, embarcadas en un navío que, cada vez más, se aleja de Dios. “Clamaron cada cual a su dios” (capítulo 1:5), pero, ante el temporal que amenaza con tragarlos, aprenden lo que valen estos ídolos mudos que no les contestan. “¡Si acaso piense Dios en nosotros, de modo que no perezcamos!” (capítulo 1:6). Pero ¿cuál es la causa de su angustia? La ignorancia de su propio estado les hace atribuir esta desgracia a alguien distinto, quizás sea uno de entre ellos: “Venid, echemos suertes, para que sepamos por qué causa nos ha acaecido esta desgracia” (capítulo 1:7). No conocían a Dios, apelan a un poder desconocido de ellos, la suerte, para informarse. Se ve aquí la ignorancia del corazón natural del hombre, sin conocimiento de sí mismo, sin conocimiento de Dios; los dos grandes temas en los cuales se resume toda la revelación les son desconocidos. Son ciegos, pero Dios, en Su gracia, les contesta al ponerse al nivel de su entendimiento; la suerte habla y designa a Jonás. Jonás, a pesar del juicio que le alcanza, a pesar de su huida lejos de Dios que les había declarado antes (capítulo 1:10), rinde testimonio respecto al carácter de Dios, según lo que su inteligencia oscurecida podía captar de ello: “Hebreo soy, y temo a Jehová, el Dios del cielo, el cual hizo el mar y la tierra seca” (capítulo 1:9). El testimonio de la fe de Israel en un solo Dios Creador recuerda a las naciones lo que Dios les había revelado por Sus obras, que eran inexcusables (Romanos 1:20). La predicación de Pablo a los atenienses (Hechos 17) no tiene otro carácter.
Esos pobres gentiles ignorantes pronuncian tres palabras: A la primera: “Rogámoste nos declares por qué causa esta desgracia nos ha acaecido” (capítulo 1:8), Dios contestó por la suerte echada, pero al emplear a Israel, objeto de Su juicio, para traer luz a las naciones, pues que, como está escrito: “la salvación de los judíos es” (Juan 4:22). A la segunda palabra: “¿Por qué has hecho esto?”, Jonás ya había contestado por anticipado, de manera que esos gentiles no podían equivocarse en eso: “él iba huyendo de la presencia de Jehová; porque se lo había dicho” (capítulo 1:10). De modo que son ellos quienes reprenden al profeta: Dices que temes a Dios ¡y no temes el desobedecerle! Cuántas veces los judíos, para vergüenza suya, se encontraron bajo la férula de las naciones, como los cristianos hoy día, ¡bajo la del mundo! Su tercera palabra es: “¿Qué debemos hacer contigo?” (capítulo 1:11). La confianza en la palabra de Jehová nace en su corazón y, en vez de desviarse de Israel, servidor infiel, ellos comprenden que su representante sólo puede informarles sobre la voluntad de Jehová. Jonás reconoce que su infidelidad es causa de las dispensaciones de Dios hacia las naciones; él dice: “Yo sé” (verdadera expresión de un corazón que conoce a Dios) “que por mi causa esta grande tempestad ha venido sobre vosotros” (capítulo 1:12). “Alzadme y echadme a la mar”. Así el rechazamiento de Israel es la reconciliación del mundo (Romanos 11:15).
Esos hombres vacilan en ejecutar la orden del profeta y gastan todos los medios antes de obedecer a ella, pero no pueden tener éxito, pues que “la mar se iba embraveciendo más y más contra ellos” (capítulo 1:13). Para que sean salvos, es preciso una víctima; si no, el juicio les tragará. Veremos más tarde qué es esta víctima, pero lo que nos ocupa aquí es Jonás, como tipo de Israel rechazado. Habiéndose ejecutado el juicio, el buque de los gentiles puede en adelante proseguir su rumbo. Israel rechazado ha abierto la puerta a la bendición de las naciones. Esta escena es una imagen para el tiempo actual, un ejemplo anticipado de la salvación de individuos, formando parte de todos los pueblos idólatras que “clamaron cada cual a su dios”, según queda dicho: “Has adquirido para Dios con tu misma sangre, hombres de toda tribu, y lengua, y pueblo, y nación” (Apocalipsis 5:9).
La inminencia del peligro les hace “clamar a Jehová”, pues que siempre es allí donde empiezan nuestras relaciones con Dios; pero la revelación de un sacrificio del cual son responsables y que puede jamás alejar del juicio, repugna a su corazón natural. Preferirían por mucho “remar, para volver a tierra”; además, no pueden desconocer que al precipitar al siervo de Jehová en las aguas, “recae sobre ellos la sangre inocente” (capítulo 1:14). Son pues culpables, pero Dios les enseña que, a pesar de su parte en el sacrificio, éste último es para ellos el único medio de salvación. Fijarse ahora en el cambio moral que se produce entre los tripulantes: “Entonces aquellos hombres temieron a Jehová en gran manera, y ofrecieron sacrificios a Jehová, e hicieron votos” (capítulo 1:16).
Su primer paso en el camino de la sabiduría es de temer mucho a Jehová. Toman luego ante Él la actitud de adoradores al ofrecerle un sacrificio. Luego “hacen votos”. Un voto es la libre devoción a Dios, para servirle sin restricción (Deuteronomio 23:21; Levítico 7:16). Encontramos pues aquí todo un conjunto de hombres salvados, llevados a Dios, transformados en testigos de Su gracia, en adoradores y en servidores que son consagrados a Él. En ese barco de las naciones se encuentran en adelante personas salvas, mientras que Jonás, representando a Israel, es tragado en las profundidades del mar de los pueblos.
El primer capítulo de este libro nos hace conocer cómo la obediencia de la fe ha venido a ser hoy la parte de las naciones; el tercer capítulo lleva nuestras miradas hacia un tiempo futuro. El juicio se anuncia a Nínive, la “gran ciudad”, representando, como capital, el conjunto de los pueblos. Se nos dice que “los hombres de Nínive creyeron a Dios; y publicaron ayuno, y se vistieron de saco, desde el mayor hasta el menor” (capítulo 3:5). Fijarse en que se trata aquí de un ayuno nacional. No se podría decir que no es real, puesto que se basa en la fe en la Palabra de Dios, pero, entre los habitantes de Nínive, esta fe “no tiene raíz en sí” (Mateo 13:21). A pesar de eso, un arrepentimiento exterior, basado en el temor del juicio, aleja éste por un tiempo. Dos siglos más tarde, la suerte de Nínive se hace definitiva y la ciudad se destruye por completo. Pasará lo mismo cuando se establezca el reino de Cristo. Colocadas en presencia de Sus juicios, las naciones se someterán a Él y reconocerán al Dios de Israel (Salmo 18:44), pero cuando, después de mil años de este reino glorioso, Satanás será suelto y podrá nuevamente seducirlas, sufrirán el juicio final.
Este arrepentimiento de Nínive lleva nuestros pensamientos hacia los días serios que atravesamos. La mano de Dios descansa pesadamente sobre los pueblos. Parece que Su voz se hace oír, diciendo; “¡De aquí a cuarenta días Nínive será destruida!”. Las naciones, como tales, ¿no deberían arrepentirse y “publicar ayuno”? Emperadores y reyes, grandes y pequeños, ¿no deberían “clamar con ahínco a Dios y volverse cada cual de su camino malo y de la injusticia que haya en sus manos”? “¿Quién sabe si no se volverá y se arrepentirá Dios, apartándose del calor de su ira, de modo que no perezcan?”. Dios puede arrepentirse, cambiar la dirección de Sus caminos hacia los hombres, cuando ellos cambien sus propios caminos y se vuelvan de ellos. ¡Ojalá estas palabras, como antiguamente las de Jonás, encuentren eco en el corazón de los pueblos!
Capítulo 4: El pueblo de Israel
Hemos visto que Jonás, a pesar de su carácter de profeta, encarna en sí el espíritu del pueblo del cual forma parte, espíritu de desobediencia, de independencia de Jehová, de orgullo espiritual y de justicia propia, que Dios constantemente señala por Sus profetas. No se trata aquí de idolatría tan a menudo anatematizada, pero que había abandonado a este pueblo mucho tiempo antes que, por el rechazamiento del Cristo, fue dispersado entre las naciones. Ahora bien, es de ese tiempo del cual el libro de Jonás nos habla en figura. Lo presenciamos en el momento en el que la historia de Israel va a acabarse. El pueblo persiste en sus caminos de independencia y voluntad propia, sin haberse arrepentido realmente de las “vanidades mentirosas” (capítulo 2:9), que lo habían tanto tiempo caracterizado. La casa estaba vacía, barrida y adornada (Mateo 12:44); el estado de este pueblo que el demonio de idolatría ya no asediaba, estaba particularmente marcado en los tiempos de los últimos profetas y durante la vida del Señor en la tierra. Era una generación incrédula y perversa, sepulcros blanqueados llenos de corrupción en el interior, raza hipócrita, mas orgullosa de su propia justicia, orgullosa y alardeando de tener por padre a Abraham, huyendo a la luz y el testimonio de Dios, hostil a la verdad y rebelde a la gracia. He allí lo que revestía todas las apariencias de piedad, la fidelidad estricta con las normas de la ley, formas exteriores a las cuales, además, añadían todavía sus tradiciones que anulaban el mandamiento de Dios (Marcos 7:9). Los conductores hacían todos sus esfuerzos para guardar su dignidad, su reputación, su influencia sobre el pueblo. Pero lo que les caracterizaba antes de todo, era el odio de la gracia que les traía la verdad sobre su propio estado. Si eran condenados, no había pues diferencia alguna entre ellos y los demás hombres, y la gracia abría la puerta de salvación a todo pobre pecador de entre las naciones. Jonás, aunque era hombre de Dios, nos ofrece más de un rasgo de este cuadro. Llega el momento cuando, por el rechazamiento del Salvador y del Espíritu Santo, fue pronunciada la condenación definitiva de los judíos: “Yo os transportaré más allá de Babilonia” (Hechos 7:43). Israel es echado en el mar de los pueblos donde está guardado hasta el día de su resurrección nacional.
Renacerá pues, pero entramos, en el capítulo 3, en el segundo período de su historia. Su corazón, ¿será cambiado? ¡De ninguna manera! Si vuelve a tomar exteriormente, aun bajo el Anticristo, las formas antiguas de su culto (Daniel 9:27), su estado moral es caracterizado por la irritación contra Dios. Dice: “Hago bien en enojarme, hasta querer morir” (capítulo 4:9). Aquí el libro se calla sobre el fin de su historia. Es como si este pueblo rebelde se adentrase en la nada. Observemos nosotros mismos este silencio solemne a su respecto.
El rechazamiento de Israel, en relación con la profecía de Jonás, nos es anunciado por el Señor de manera muy asombrosa. En Mateo 12, Jesús habla de Jonás como siendo una señal de Su muerte y Su resurrección. Consideraremos más adelante este tema; pero, en el capítulo 16, vuelve sobre ello, y, no lo dudo, con intención muy distinta. Los Fariseos y los Saduceos Le volvieron a pedir una señal. Les habla de las señales del cielo, el buen tiempo y la tormenta (imágenes de gracia y de juicio), que sabían bien discernir, mientras que no podían discernir “las señales de los tiempos”. El juicio estaba a la puerta y ellos no sabían nada de ello: “no le será dada señal alguna, sino la señal de Jonás” (versículo 4). Israel iba a ser definitivamente echado al mar, abandonado, para ceder el lugar a los caminos de gracia de Dios hacia las naciones. Por eso el evangelista añade: “Y dejándolos, se fue”.
Pero el verdadero Israel resucitará y vendrá a ser, como lo vamos a ver, el enviado y el testigo de Jehová, para llevar al arrepentimiento la “gran multitud de las naciones”.
Capítulo 5: El residuo
El propósito principal del libro de Jonás emana, así nos parece, del capítulo 2, que adrede hemos omitido hasta aquí. Hemos visto que la persona de Jonás nos presenta los caracteres que hubieran debido llevar los testigos de Jehová, entonces el profeta judío como testigo; en fin, que esta misma persona ilustra también para nosotros la historia del pueblo que, a pesar de todo ha sido y será todavía el testigo de Dios para con las naciones. Decimos “será”, pues que si el pueblo, como conjunto, fue rechazado definitivamente cuando la paciencia de Dios hubo alcanzado su término, de allí saldrá en el futuro un residuo, núcleo de un pueblo futuro, cargado, como toda su raza, con “la culpa de la sangre”, es decir con la responsabilidad de la muerte del Mesías, y sufriendo las consecuencias de ello durante la tribulación del fin. La angustia producirá en el corazón de esos fieles un arrepentimiento para salvación. No buscan a separar su responsabilidad de la del pueblo del cual forman parte; reconocerán que su castigo es merecido, que la tempestad que va “siempre creciendo” es la justa retribución de su crimen y ¡que deben ser cortados de la tierra de los vivos, por haber crucificado al Hijo de Dios! Pero, tragados por el gran pez, ellos encontrarán, en la angustia, que su Mesías atravesó las mismas angustias, y que Jehová Le respondió. Esta convicción dará una gran seguridad a esos fieles, de modo que clamarán a Dios con la certidumbre de que Él les oye. Sus experiencias nos vienen descritas en el capítulo 2 de nuestro profeta. La oración de Jonás contiene dos temas: el primero, las experiencias del Residuo creyente, del verdadero Israel, en el día de la angustia (capítulo 2:3) del cual es salvado; el segundo, la muerte y los sufrimientos de Cristo, que serán el tema de otro capítulo.
En cuanto al primer tema, suponemos que nuestros lectores son lo bastante familiarizados con el Antiguo Testamento, como para saber que los profetas y los Salmos nos ocupan constantemente con el Residuo judío creyente del fin, y de las tribulaciones que sufre. La oración de Jonás es una prueba que apoya esta verdad. Los ocho versículos reproducen tan numerosos pasajes de los Salmos y del profeta Isaías que citarlos todos sería sobrecargar inútilmente nuestro texto. Cada lector, provisto con una buena concordancia, puede él mismo hacer la lista de ellos; nos limitaremos pues a citar algunos pasajes esenciales.
“Entonces oró Jonás a Jehová su Dios, desde las entrañas del pez; y dijo: ¡De en medio de mi aflicción clamo a Jehová, y él me responde!” (capítulo 2:1-2).
Es de notar que el grito de Jonás no viene aquí sino después del de las naciones. Tal será el caso, en efecto. Hoy, el navío de las naciones, conteniendo a los que, por la fe han venido a ser adoradores del verdadero Dios, sigue su curso, y los que van en él han obtenido la liberación después de haber “clamado a Jehová” (capítulo 1:14). Israel, por lo contrario, es tragado en el mar de los pueblos, pero un Residuo se despertará desde el seno del Sheol (el abismo); desde el fondo de su angustia, desde el seno de esa gran tribulación que pesará en primerísimo lugar sobre los fieles del antiguo pueblo de Dios, clamará él mismo también hacia el Dios que ofendió.
Este versículo reviste la forma habitual de los Salmos. Es un resumen de todo el contenido de la oración e indica por adelantado el resultado, mientras que los versículos siguientes describen por qué camino este resultado será obtenido. Tirado al fondo del abismo, tragado por el monstruo preparado por Dios como instrumento de su conservación, el fiel ora y clama. ¡Con qué gozo comprueba que ha venido la respuesta! El Salmo 120, que sirve de prefacio a la pequeña compilación de los cánticos graduales, habla exactamente en los mismos términos. Se trata, en este Salmo, del Residuo nuevamente echado fuera de su país por la persecución, después de haber entrado allí en compañía con la nación incrédula: Es el día de la apretura de Jacob (ver Apocalipsis 12:13-16). Entonces dice: “A Jehová, en mi angustia, clamé, y él me respondió” (Salmo 120:1). “Y él los libró de sus aflicciones”, como tan a menudo está dicho en el Salmo 107, que, a su vez, sirve de prefacio al libro quinto de los Salmos, en donde se encuentran los cánticos graduales. “Él me respondió” es el resumen de todas las experiencias de los fieles: una plena liberación. Lo mismo sucede en el Salmo 130: “¡Desde profundos abismos clamo a ti, oh Jehová!”. Este Salmo nos describe los solemnes ejercicios de conciencia del Residuo, y los resultados, eternamente bendecidos, de su liberación (ver también el Salmo 18:6; 86:7).
“¡Desde lo más hondo del infierno pido auxilio, y tú oyes mi voz!” (capítulo 2:3).
Después del resumen del cual acabamos de hablar, la oración de Jonás vuelve a tomar el séquito de las experiencias que han traído esta respuesta de Jehová. Primero, el fiel clama desde el seno del Sheol y Dios oye. Aun no ha llegado la respuesta, pero él tiene la consoladora seguridad de que la oración de fe ha llegado al oído de Jehová. La oración de Ezequías (Isaías 38:10) tiene muchos rasgos comunes con la de Jonás, solamente allí la angustia es menos grande: Ezequías baja en el Sheol, Jonás está allí, David, en el Salmo 30:3, sube de él. (Ver todavía el Salmo 18:4-5).
“¡Porque me has echado a lo más profundo, al centro de los mares; y las corrientes me circundan! ¡todas tus olas y tus ondas pasan sobre mí!” (capítulo 2:3).
Uno encuentra exactamente la misma expresión en el Salmo 42:7. Todo lector, algo familiarizado con la profecía, sabe que el segundo libro de los Salmos (Salmos 42-72) describe los sentimientos y las experiencias del Residuo de Judá, echado fuera entre las naciones durante la gran tribulación. Ahora bien, son precisamente estas experiencias que nos presenta la oración de Jonás.
“Yo pues dije: ¡Desechado soy de delante de tu presencia! no obstante volveré a mirar hacia tu santo templo” (capítulo 2:4).
Volvemos a encontrar aquí la oración de Ezequías (Isaías 37:10-11); los numerosos pasajes del segundo libro de los Salmos (Salmo 43:2; 44:9; 60:1,10), y otros pasajes todavía (Salmo 74:1; 77:7; 31:22; Lamentaciones 5:22). La conciencia de ser rechazado no destruye la seguridad de la fe entre el pobre Residuo en la angustia. Echado fuera de Jerusalem, no deja de mirar hacia el templo, como Daniel hacia Jerusalem (Daniel 6:10; ver también el Salmo 42:4; 43:3-4; 18:6; Habacuc 2:20). Los santos de hoy, que pueden aplicarse este pasaje cuando están en la aflicción, saben que este templo es para ellos la casa del Padre, en los cielos.
“Las aguas me cercan hasta el alma; las honduras me rodean, las algas marinas se envuelven alrededor de mi cabeza” (capítulo 2:5).
El alma hace, en el apuro, la experiencia de lo que es el juicio de Dios a causa del pecado. En el segundo libro de los Salmos, del cual hemos hablado, esta posición terrible queda pintada en rasgos imborrables: “Un abismo llama a otro abismo, a la voz de tus cataratas; todas tus ondas y tus olas han pasado sobre mí” (Salmo 42:7). El Salmo 49 describe la grandeza de esta angustia. Entrar en el fango profundo del pecado tiene por consecuencia el juicio: la profundidad de las aguas que traga y la corriente que sumerge, al mismo tiempo que se abre un abismo sin fondo (Salmo 69:2,15). Veremos más tarde que el fiel encuentra a Cristo en el abismo, este Jesús que bajó allí por él. Nosotros también, cristianos, hemos hecho la misma experiencia, pero sin ser obligados, como el Residuo, a conocer el abismo, sino es tan solo en nuestra conciencia. “¡Desciendo hasta los cimientos de las montañas; la tierra con sus cerrojos me tiene aprisionado para siempre! ¡Empero tú haces subir mi vida desde el lugar de corrupción, oh Jehová, Dios mío!” (capítulo 2:7).
La angustia llega a sus últimos límites; el afligido no puede descender más abajo. Es la muerte en todo su horror. Las puertas que cierran el acceso a la tierra de los vivientes son cerradas para siempre. Estas mismas experiencias se vuelven a encontrar en el cántico de Ezequías (Isaías 38:10-11), y también la misma respuesta de Dios: “Y tú en amor hacia mi alma la libraste del hoyo de destrucción; porque has echado todos mis pecados tras de tus espaldas”. “¡Jehová dióse prisa a salvarme!” (versículos 17,20). Es por la resurrección de Cristo que todos nuestros pecados son dejados en el abismo en donde jamás se volverán a encontrar.
“Cuando mi alma desfallece dentro de mí, acordéme de Jehová; y entra mi oración delante de ti, en tu santo templo” (capítulo 2:7).
En el momento de la suprema angustia y de la agonía, el fiel recuerda a Jehová, y no sólo es oída su oración sino recibida en el lugar donde Dios habita.
“Los que veneran las vanidades mentirosas abandonan su misma misericordia” (capítulo 2:8).
Aquí viene la reprobación pronunciada contra el pueblo apóstata nuevamente invadido por el demonio de la idolatría (Mateo 12:43-45) y que abandona por las vanidades mentirosas la gracia colocada ante él. Vale más estar hundido en la angustia con una esperanza, que compartir la suerte de los que tienen al Anticristo como amo. En el Salmo 31, vemos la diferencia entre los que “observan vanidades mentirosas” (versículo 6), y aquel que confía en Jehová y cuya gracia es su único recurso.
“Yo empero con voz de alabanza ofreceré sacrificios a ti; pagaré los votos que te he hecho. ¡La salvación pertenece a Jehová!” (capítulo 2:9).
Aquí, el fiel Residuo llega al culto que las naciones habían encontrado en el tiempo de su infidelidad. Este culto, los cristianos lo rinden ahora; solamente, en el porvenir profético, las naciones sacrificarán bajo el reinado del Mesías, a Jehová, el Dios de Israel, y subirán a Jerusalem para adorarle, en compañía de Su pueblo (Salmo 116:14-15; 22:25). Habrá entonces, para Israel como para las naciones (capítulo 1:16), “votos”, el servicio de Jehová, libre y sin restricción, de un “pueblo de franca voluntad” (Salmos 56:12; 61:8; 66:13; 76:11; Levítico 8:16; Deuteronomio 23:21).
La última palabra de esta oración profética es: “¡La salvación pertenece a Jehová!”. Allí está: Él solo la efectuó; es únicamente el fruto de Su gracia (Isaías 38:20; 52:10). Israel encontrará en los últimos días esta gran verdad que hoy día hace el gozo, la seguridad de todos los creyentes, y sobre la cual su certidumbre se funda para siempre. ¿Cómo se producirá esa liberación? Es lo que vamos a ver en el próximo capítulo.
Capítulo 6: El Cristo
La persona de Jonás representa al Cristo bajo dos aspectos diferentes, el primero de los cuales, la muerte y la resurrección de Cristo, para cumplir la obra de la Redención, lo encontramos en los evangelios de Mateo y de Lucas.
En Mateo 12, los escribas y los fariseos que acababan de acusar al Señor de “no echar fuera los demonios sino en unión con Beelzebub, príncipe de los demonios” (versículo 24), le piden una “señal de su parte” (versículo 38), un milagro para acreditarle a Él en sus ojos. ¡Pedir a Jesús lo que le acreditaba, cuando toda Su vida y los milagros de bondad que operaba a cada paso proclamaban que era Emanuel, Dios con nosotros! Esa generación mala y adúltera, ¿podría todavía ser convencida por una señal? Por eso el Señor les contesta: “Mas ninguna señal le será dada, sino la señal de Jonás el profeta. Porque de la manera que Jonás estuvo en el vientre del gran pez por tres días y tres noches, así el Hijo del hombre estará tres días y tres noches en el corazón de la tierra” (versículos 39-40). ¡Tipo maravilloso, dado en la persona de Jonás, de los sufrimientos de Cristo, cerca de 900 años antes de Su venida! En efecto, Sus sufrimientos y Su muerte son el primer tema de la profecía.
Pero la estancia de Cristo en la tumba fue también la señal de que ahora era demasiado tarde para el pueblo; que ya no había posibilidad para él de recibir al Profeta, al Enviado, al Hijo del hombre, al Hijo de Dios, como Rey suyo. Desde ese momento, todas las relaciones antiguas de Dios con Su pueblo quedaban interrumpidas y, para ser reanudadas, tan solo podrían ser basadas en su rechazamiento, y ya no en Su presentación al pueblo Suyo como Mesías y como Rey. Cristo vino a tomar, en amor, el lugar de Israel rechazado por su desobediencia, para que éste, en virtud de la expiación cumplida, pudiese volver a encontrar su sitio en el reino. Para nosotros cristianos, Él tomó nuestro sitio, como pecadores, bajo el juicio, para que los cielos pudiesen sernos abiertos.
A estas palabras, añade Jesús (versículo 14): “Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta generación, y la condenarán; porque ellos se arrepintieron a la predicación de Jonás; y he aquí uno mayor que Jonás en este lugar”. Las naciones, tan despreciadas por los judíos, eran mucho menos culpables que este pueblo. Nínive se había arrepentido sin ninguna señal, y por la simple predicación de un profeta sobre el juicio. ¿Se había arrepentido Jerusalem con la predicación de uno más grande que Jonás, que no sólo era el Profeta de gracia, obedeciendo a la voluntad de Dios, sino Hijo de Dios? Por lo tanto esos hombres de las naciones serán, en el día del juicio, los testigos abrumadores de la justa condenación de Israel, que rechazó a Dios en la persona de Cristo venido en gracia.
En Lucas 11:29-32, la instrucción es algo diferente. Después de haber dicho, en el versículo 29, que no sería dada a esa generación mala otra serial sino la de Jonás, Jesús añade: “Porque de la manera que Jonás fue señal a los Ninivitas, así también lo será el Hijo del hombre a esta generación” (versículo 30). Asemeja esta generación judía culpable, a los Ninivitas, a un pueblo pagano.
Jonás, muerto y resucitado en figura, era no solamente predicador, sino señal a los Ninivitas, señal que lo acreditaba entre ellos. En efecto, no se trata, en este pasaje, de la predicación, sino de la persona de Jonás. Un Cristo muerto y resucitado, recibido ahora entre las naciones como Salvador, y del cual Jonás es tipo, condena en adelante a Israel. Este pueblo era culpable de Su muerte, y, Dios, al resucitarle, declaraba Su plena satisfacción de la obra de Su Bienamado, del cual Israel nada había querido, lo que le condenaba sin remisión. El Señor añade: “Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio con esta generación, y la condenarán; porque ellos se arrepintieron a la predicación de Jonás; y he aquí uno mayor que Jonás en este lugar” (versículo 32). De hecho, los Ninivitas se habían arrepentido sin señal, mientras que los judíos pedían una. La predicación de Jonás les había llevado al arrepentimiento; su palabra había producido este resultado. ¿Qué habían ellos hecho, esos judíos, de la predicación del Cristo? Y sin embargo, ¡qué diferencia existía entre estos dos testimonios! Jonás venía para anunciar el juicio y la destrucción de Nínive; Cristo venía para anunciar la gracia a Su pueblo culpable. ¡Cuánto era pues el endurecimiento de Israel por haber rechazado tal mensaje!
Tal es el tipo de Jonás en el Nuevo Testamento: Jonás rechazado, Jonás pasando tres días y tres noches en las entrañas del pez, Jonás resucitado: es Cristo, y, como tal, es presentado hoy para salvación a todos los hombres.
El libro de Jonás nos muestra, además, más que ningún otro, que la profecía no puede interpretarse por el cumplimiento de acontecimientos históricos, uno de los numerosos errores de la teología moderna, pero que Cristo es el propósito final y la única solución.
Cristo nos es presentado en este libro bajo un segundo aspecto. Jonás allí es tipo de Cristo, sufriendo él mismo la ira de Dios en Su gobierno y siendo librado de ésta, para que los fieles del fin (el residuo judío), atravesando la gran tribulación, encuentren en ello ánimo y consolación de los cuales precisarán para sufrirla ellos mismos. Esta verdad importante es resumida en un pasaje de Isaías: “Y así él se hizo Salvador suyo, En todas sus aflicciones él fue afligido, y el Ángel de su presencia los salvaba” (Isaías 63:8-9). Es así que el remanente de Judá, culpable del rechazamiento del Mesías, pasando, en virtud de este pecado, en el horno y la angustia, y encontrándose él mismo rechazado, según Mateo 16:4, encontrará, cuando sea tragado en las aguas profundas, que otro, su Salvador y su Redentor, ha estado allí antes que él y por él, y ha sido librado de ello. ¡Qué seguridad tal descubrimiento dará a su alma! En efecto, en la escena de Getsemaní, pudo decir: “en el día de mi angustia ¡inclina a mí tu oído!”; y: “He mezclado mi bebida con lloro, a causa de tu enojo y de tu ira; porque me has alzado, y me has arrojado” (Salmo 102:2,10). Él mismo dijo también: “¡Las aguas se me han entrado hasta el alma!” (Salmo 69:1). Él mismo, “en los días de su carne, ofreció oraciones y también súplicas, con vehemente clamor y lágrimas, a aquel que era poderoso para librarle de la muerte; y fue oído y librado de su terror” (Hebreos 5:7). Vemos en estos pasajes, y en otros muchos, a Cristo en Getsemaní, atravesando el día de la “angustia” (Salmo 102:2), y las angustias del juicio merecido por Su pueblo; simpatizando con él, realizando en Su alma lo que es la ira de Dios contra Israel culpable. Es al considerar eso, que los fieles del Residuo del fin serán animados en su piedad, en la confianza suya en Dios, en la seguridad de su liberación final, y podrán decir: “¿Hasta cuándo?”, ciertos de que un día tendrán respuesta. Aprenderán a conocer a Cristo en la profundidad de las aguas y compartiendo Su angustia, pero sabrán que salió en resurrección del gran abismo, para que ellos volviesen a encontrar la bendición en la “tierra de los vivientes”.
Esta liberación que nosotros, cristianos, poseemos hoy día, nos ha abierto el cielo; la de Israel, en los últimos días, le abrirá la tierra renovada bajo el reinado del Rey de paz, de suerte que ese pueblo podrá decir con la misma certidumbre que nosotros hoy día: “¡La liberación es de Jehová!”.
Capítulo 7: Dios
Dios se manifiesta en el libro de Jonás bajo dos caracteres. Si manda una tempestad como juicio sobre Su profeta infiel y sobre las naciones, tiene un propósito de gracia hacia estas últimas. Estaban, hasta entonces, completamente indiferentes y sin conocimiento del verdadero Dios, pero Él trae los marineros hasta las puertas del sepulcro para hacerles clamar a Jehová (capítulo 1:14; Salmo 107:23-32). Entonces se revela a ellos como el Dios Salvador que sacrifica Su profeta a favor de ellos. Es preciso que el servidor de Dios sea entregado a la muerte para que unas almas, extrañas a Dios, aprendan a conocerle y sean llevadas a servirle. Pero Dios es también un Dios Salvador para Su pueblo. No puede soportar la desobediencia y es preciso que castigue las transgresiones, pues que no puede abandonar Su justicia y Su santidad; pero el vientre del pez que traga a Jonás le oculta, por así decirlo, otro Jonás obediente y fiel, que sufre sin causa, pero que resucita, para que, para Israel, “la liberación sea de Jehová”.
El segundo carácter de Dios, revelado en este libro, es: “Un mismo Dios y Padre de todos, el cual es sobre todas las cosas, y por medio de todas las cosas” (Efesios 4:6). Es el Dios creador y conservador de todos los hombres y de toda la creación animal. A Su antojo dirige los elementos, los vientos y los mares; prepara un pez, una calabacera, un gusano, un viento de oriente, para cumplir Sus designios. Su Providencia vigila en todo; Su bondad universal está en todas partes. Este “Dios del cielo, el cual hizo el mar y la tierra seca” (capítulo 1:9), las naciones le adorarán en el fin, cuando reconozcan al “Padre de todos” en “Aquel que, sin acepción de personas, juzga según la obra de cada cual” (1 Pedro 1:17). El amor de Dios hacia todas Sus criaturas es universal, y los hombres de hoy bien quieren reconocerle, a condición de que eso no les obliga a arrepentirse. Tal no fue el caso de Nínive: cuando esas gentes de las naciones aprendieron que el Dios de paciencia y de mansedumbre iba a juzgarles porque Le habían ofendido, fueron llevados al arrepentimiento. Dios no se revela a Nínive como Jehová, el Dios de Israel, sino como Dios, Elohim, el Creador (capítulo 3:5,8-10). Esa ciudad, cuya maldad había subido ante Dios y que se prosternaba ante sus ídolos, se arrepintió. Fue proclamado el ayuno, y no fue el Dios Salvador, sino el Dios creador quien tomó cuenta de ello y conservó a Nínive por algún tiempo.
La conversión de las naciones, en los últimos días, por el Evangelio eterno no tendrá otro carácter. El ángel que lo anunciará dirá en voz alta: “¡Temed a Dios y dadle gloria; porque ha llegado la hora de su juicio; y adorad al que hizo el cielo y la tierra, y el mar y las fuentes de agua!” (Apocalipsis 14:7). Las naciones se arrepentirán y serán guardadas durante mil años, como lo fue Nínive durante dos siglos.
Esta verdad elemental, el amor universal de Dios, la providencia del “Padre de todos”, Jonás tenía que aprenderlo. Él conocía a Jehová, el Dios de Israel, como Dios misericordioso bajo la ley; le conocía como un Dios Salvador que lo había librado, pero su orgullo de judío no podía admitir que el corazón de Dios fuese igualmente abierto para todas Sus criaturas. Su egoísmo le llevaba a pensar que los cuidados de Dios se debían llevar exclusivamente sobre su persona. ¡Que fuera conservado el profeta, estupendo; que destruyera la gran ciudad, eso era necesario para salvaguardar el honor del profeta! ¿No es verdad que nuestro amor propio nos deja a menudo ignorar las verdades más elementales tocante al carácter de Dios? Por eso la última lección de este libro ya dirigida al profeta. La Providencia de Dios prepara una calabacera para hacer sombra sobre la cabeza de Jonás y “librarle de su miseria”. Confía, lleno de gozo, en la protección que le ofrece una planta, criatura ínfima de Dios, en vez de mirar hacia Aquel que la preparó. Dios da la planta por pasto a un gusano que también preparó. Así todo se sigue en cadena en los caminos de la Providencia. El Creador piensa en todo, en una planta, en un gusano, en un Jonás (¡qué humillación para el profeta!), en una gran ciudad con sus habitantes por entero y su rey, en los niñitos incapaces de distinguir entre su mano derecha y su mano izquierda, en el ganado numeroso que llena las cuadras. ¿Dónde pues está tu corazón, dice a Jonás el Padre de todos, con respecto al Mío? Tu egoísmo te ciega en cuanto soy y te irritas. ¿Haces bien en irritarte? Y ¿Me he irritado contra ti? El corazón de Jonás es juzgado, o por lo menos convencido de egoísmo y de orgullo. El justo Job tuvo que hacer una experiencia semejante, pero de la cual la Palabra nos hace conocer los resultados. Cuando encontró al Dios creador, el Padre de todos, cara a cara, dice: “¡Me aborrezco a mí mismo, y me arrepiento en polvo y ceniza!”. Jonás, ¡ay!, le encuentra y dice: “¡Hago bien en enojarme, hasta querer morir!”. ¡Tal es aquí la última palabra del profeta de Israel! Los marineros navegan felices y llenos de gozo sobre una mar apaciguada; Nínive arrepentida goza de su liberación; las miradas del Padre de todos buscan a los más ignorantes de Sus criaturas para bendecirlas; uno solo se mantiene apartado, aquel que es nada menos que el depositario de los secretos de Dios, sombrío e irritado, porque al estar ocupado de sí mismo, desconoce el corazón de su Dios.
Pero, ya lo hemos dicho, esta benevolencia universal del Padre de todos nunca es indiferencia hacia el mal. Ese mismo Padre “juzga según la obra de cada cual”. Juzga a los que se aventuran sobre el mar, confiados en la protección de sus dioses falsos; juzga a Sus testigos que, en un espíritu de desobediencia, se alejan de Él; juzga a una nación llena de “mal camino y violencia”; no conserva a nadie para salvar a todos los hombres, y cuando la voluntad del hombre, más obstinada en un santo que en el más miserable pecador, persiste en oponerse a Él y le contradice, y Él, Padre de todos, no se irrita, usa de paciencia, de una paciencia de la cual no vemos ni el resultado, ni el fin, en esta historia.
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Así es que hemos pasado en revista en este libro, tan particular entre los escritos proféticos, todo el conjunto de la historia del hombre desde el principio hasta el fin: la historia de la criatura decaída, pero provista de una vida nueva, la del rechazamiento de Israel, la de la gracia hecha a las naciones, la de un Residuo preservado en la angustia, la de las naciones del fin recibiendo el Evangelio del reino; y, coronando todo este conjunto, el Cristo librándose a Él mismo y resucitado de entre los muertos, el Dios Creador en el cual tendrán esperanza las naciones, y el Dios Salvador de quien se nos dice: “Es cosa muy liviana que seas tú mi Siervo ... y hagas volver los preservados de Israel; pues yo te pondré por luz de las naciones, para que alcance mi salvación hasta los fines de la tierra” (Isaías 49:6).