El profeta Oseas
Henri L. Rossier
Table of Contents
Introducción
[Nota: Para las citas bíblicas se ha utilizado la traducción llamada “Versión Moderna”].
[Nota del editor, septiembre de 2025: En su versión impresa original, este libro se organiza en cuatro partes:
1. Primera Parte (Oseas 1-3): Estado moral de Israel y consejos de Dios con respecto a ellos
2. Segunda Parte (Oseas 4-10): El debate de Jehová con Israel
3. Tercera Parte (Oseas 11-13): Juicios mezclados con esperanzas
4. Cuarta Parte (Oseas 14): Arrepentimiento y restauración de Israel
Luego de este capítulo de introducción, los capítulos de este libro seguirán en su mayoría las divisiones de capítulo de Oseas, como en la versión impresa de este comentario, sin destacar las cuatro partes mencionadas arriba].
El profeta Oseas se dirige especialmente a las diez tribus, a la vez que, en diversas ocasiones, menciona las tribus de Judá y Benjamín. El no tomar en cuenta este hecho añadiría oscuridad al lenguaje a menudo difícil de este libro. Es así que, para Oseas, Israel generalmente significa las diez tribus, en contraste con la de Judá (por ejemplo capítulo 1:6,11; 3:1; 4:15). Este mismo nombre se aplica también a las nueve tribus en relación con Efraim quien es el jefe de ellas (5:3), pero distintas de Judá y Benjamín (5:5). No es más que ocasionalmente que la pasada o futura reunión de las doce tribus toma el nombre de Israel (3:5; 9:10; 11:1). El nombre Efraim se emplea continuamente para designar las diez tribus caracterizadas por su tribu dominante. Judá, como lo hemos dicho, está en contraste con Israel y de costumbre comprende a Judá y a Benjamín. A veces estas dos tribus se nombran por separado. Jacob es el conjunto del pueblo bajo la conducta de Judá, su tribu dominante. El papel tan importante que desempeñan las diez tribus en este libro sobresale por el hecho de que el nombre de Israel (casi siempre las diez tribus) allí se menciona 43 veces, el nombre de Efraim (con el mismo sentido) 36 veces, y por fin el nombre de Judá solamente 15 veces.
Oseas pues es esencialmente profeta de Israel, el cual carácter comparten, aunque en grado menor, los profetas Amós y Miqueas. Oseas profetizaba bajo los mismos reyes de Judá que Isaías y, por consiguiente, bajo la serie de reyes de Israel que principia por Jeroboam II y termina con el rey Oseas, último soberano de las diez tribus antes de su cautiverio. Al sumar los años de los reyes de Israel, de Jeroboam hasta Oseas, incluyendo los reinados intermedios, se llegaría uno a la enorme suma de 82 años y 7 meses, como duración de esta profecía; al añadir, por otra parte, los años de Uzías, de Jotam y Acaz y los seis años de Ezequías hasta el cautiverio de las diez tribus, se llegaría uno a la suma aun más considerable de 90 años. Semejante cálculo sería erróneo. Al estudiar la profecía de Oseas, uno se da fácilmente cuenta de que el reino de Jeroboam II allí juega un papel muy restringido; aquí hace falta pues suprimir el mayor número de años de este reino. Por otra parte, el contenido del libro nos lleva a la conclusión de que nuestro profeta no ha visto el conjunto de los años de su homónimo, Oseas, rey de Israel. Por estos cálculos aproximativos alcanzamos una duración, todavía larga, de esta profecía, pero que con facilidad se puede concebir.
El contenido del libro nos suministra numerosas indicaciones sobre las circunstancias atravesadas por nuestro profeta, o que vienen a ser la causa próxima de sus oráculos. Estas circunstancias son, por una parte, el interregno de 11 años que separa el largo reinado de Jeroboam de aquel, tan corto, de Zacarías, —por otra parte la anarquía de 9 años que precedió el advenimiento de Oseas, último rey de Israel—. Estos sucesos diversos son mencionados por nuestro profeta, sea como siendo ya cumplidos, sea como a punto de serlo, y figurando acontecimientos proféticos futuros (3:4; 10:3). Oseas, además, alude a buen número de otras circunstancias: las violencias y los asesinatos sucesivos de los reyes de Israel (4:1-3; 7:7; a confrontar con 2 Reyes 15:8,16,25,30); la búsqueda para tornar a Asiria o Egipto, como protectores (5:10,13; 7:11; 8:9,13; 10:6; 12:2; a confrontar con 2 Reyes 15:19-20; 17:3-4). Los capítulos 10:7,15; 13:16, nos muestran, por otra parte, que si el profeta pudo ver el comienzo del reinado de Oseas, no alcanzó los días cuando las diez tribus fueron llevadas cautivas por el Asirio. Estas numerosas citas explican al mismo tiempo cómo el Espíritu profético relaciona a circunstancias presentes la revelación de acontecimientos futuros.
En esos días trágicos, cuando todo se precipita hacia un desenlace fatal, el estilo del profeta es hacheado, abrupto, por consiguiente oscuro y sin transiciones; parece a menudo que le falta el tiempo para relacionar sus pensamientos entre ellos. Este apresuramiento se hace notar cada vez más, a medida que uno adelanta en la segunda parte de la profecía. Oseas pasa, sin previo aviso, de las amenazas a las promesas; de una perspectiva sobre la bendición a una vista sobre una escena de carnicería; del cuadro de las cosas gratuitas del pasado, al de los dolores de parto que repentinamente caerán sobre Efraim. Es que el juicio se halla delante de la puerta. Todo se mezcla y se confunde para el profeta, en su precipitación para decirlo todo. ¡Ah! ¡que por lo menos una palabra de gracia o de juicio llegue al oído de este pueblo! ¡Ay! ¡pero no escucha! Y sin embargo, hasta el estilo oscuro debe forzarlo a que reflexione. ¡Ay de este pueblo! Mas he aquí de repente Dios vuelve a Sus promesas de antaño. En seguida se sosiega y se descansa por fin, en el último capítulo, en el cuadro de Israel arrepentido que vuelve a encontrar el disfrute del favor divino. La ira ya no existe; sólo subsiste la bendición en una paz perfecta.
Es así que en la Palabra, Dios adapta hasta el estilo de Sus siervos a la expresión de Sus pensamientos. Nos veremos obligados, a causa de las dificultades y de lo deshilvanado aparente de este estilo, dar a veces un paráfrasis, es decir un desarrollo explicativo del texto. Todo nuestro deseo es que este método no canse al lector, sino que le proporcione un entendimiento más iluminado de la Palabra inspirada y que de ninguna manera dañe la edificación, único propósito de estas páginas.
Al estudiar Oseas, es preciso que seamos nosotros mismos sobrecogidos por las angustias tumultuosas que llenan el corazón de este hombre de Dios: Indignación por la conducta de Israel hacia su Dios y anuncios de juicios próximos; amor hacia este pueblo que él quiere con cada fibra de su corazón, de un corazón dolorido que sangra, se indigna, quiere y aguarda; que llama, grita, ruge, y suplica; que desde su alta torre, señala la tempestad y vuelve a caer abrumado cuando su grito no ha encontrado respuesta alguna; pero que en medio de tantas llamadas vanas, tiene el consuelo supremo de reposarse en la gracia, al esperar con constancia invariable las promesas confirmadas a Cristo, de las cuales jamás Dios se arrepentirá.
Todavía una palabra sobre el plan, muy sencillo por lo demás, de la profecía de Oseas. Esta se divide en cuatro partes de longitud muy desigual, de las que, en su lugar, marcaremos las subdivisiones. Los capítulos 1-3 nos presentan el estado moral de Israel y los consejos de Dios a su respecto. Cada uno de estos tres capítulos se termina por la restauración final del pueblo como conjunto. Los capítulos 4-10 encierran el debate del Eterno Dios con Israel y la relación de Sus caminos con respecto al pueblo. Es allí sobre todo donde presenciamos las angustias del profeta. La tercera división comprende los capítulos 11-13. Aquí prosigue el debate, pero entremezclado con escapadas sobre los designios de la gracia de Dios con respecto a Efraim y Judá. La cuarta división contiene el capítulo 14 sólo. Provee una expresión para el arrepentimiento definitivo en los últimos días y describe la restauración final de Efraim bajo el reinado milenario del Mesías. Las diez tribus vuelven a encontrar así la comunión con el Eterno Dios (Jehová) que habían perdido y que viene a ser su parte para siempre.
Oseas 1
Dios rechaza a Israel y recibe a las naciones
(Versículo 1).— “Revelación de Jehová que tuvo Oseas hijo de Beri, en los días de Uzías, de Jotam, de Acaz y de Ezequías, reyes de Judá, y en los días de Jeroboam hijo de Joás, rey de Israel”.
Nada más el primer versículo y ya tropezamos con una dificultad. ¿Cómo puede ser que Oseas, profeta de Efraim, en vez de enumerar la serie de reyes de Israel bajo quienes profetizó, no menciona más que a Jeroboam, el primero de estos reyes, guarda en silencio sus diez sucesores, y señala la duración de su profecía por los reyes de Judá? A este enigma la historia de los reyes de Israel provee una solución, confirmada ésta por el contenido de nuestro primer capítulo.
Jehú, ejecutante de los juicios de Dios contra las diez tribus, había exterminado a Joram, rey de Israel, y los 70 hijos del impío Acab, pero, lleno de un celo carnal, había rebasado los límites de las órdenes de Dios al ejercer venganza sobre Ocozías, rey de Judá, y sus cuarenta y dos hermanos. Jehová reconoció la obediencia de Jehú, en la medida en que se había ejercido en Su servicio, y le dice: “Por cuanto has obrado bien en hacer lo que es recto a mis ojos para con la casa de Acab, conforme a todo lo que tenía en mi corazón, hijos tuyos hasta la cuarta generación se sentarán en tu lugar sobre el trono de Israel” (2 Reyes 10:30; 15:12). Fue, en efecto, lo que sucedió. A instancias de Joacaz, su padre —primera generación de Jehú— Joás, la segunda generación, había sido suscitado como “Salvador a Israel” (2 Reyes 13:5). Jeroboam II, tercera generación, por lo malísimo que fue como rey, también había sido honrado con el título de Salvador del pueblo (2 Reyes 14:27). Desde entonces, sin embargo, quedaba juzgado Israel, pero faltaba todavía la cuarta generación de Jehú para cumplir con la promesa, hecha a éste por Jehová. A la muerte de Jeroboam, las diez tribus atravesaron un período de interregno del cual la profecía de Oseas lleva las huellas. Pero lo que Jehová había prometido, necesariamente tenía que tomar lugar. Al cabo de once años de interregno, Zacarías, cuarto descendiente de Jehú, se sentó sobre el trono de Israel, mas tan solo reinó seis meses y murió de muerte violenta (2 Reyes 15:8-12). Así se cumplía a la vez la palabra de Jehová a Jehú y el juicio definitivo sobre las diez tribus. Ya, en el tiempo de Jeroboam II, este juicio era consumado en los decretos de Dios. Los cinco soberanos que se sucedieron en el trono desde Zacarías hasta la deportación de las diez tribus no cuentan para la profecía, a pesar del largo reinado de dos de entre ellos.
Oseas profetiza sobre Israel, cuando la suerte del pueblo ya es invariablemente fijada por Jehová. Este guarda Su promesa a Jehú, pero juzga de modo definitivo a la casa de Israel, empezando por Jehú (capítulo 1:4). Por algún tiempo Judá, bajo algunos reyes fieles, “camina todavía con su Dios y los verdaderos santos”, aunque, de hecho, la ruina de las dos tribus ya es completa (capítulo 12:2). Por eso, como lo veremos, cada vez que se menciona a Judá, es para demostrar que si bien su juicio queda aplazado, no está lejos y con toda seguridad alcanzará a la casa de David.
He ahí pues lo que a nuestro parecer explica por qué Oseas, profeta de Efraim, nos es presentado como presidiendo bajo el reinado de los reyes de Judá, y guarda en silencio a todos los reyes de Israel, con excepción de Jeroboam. Este último era todavía un “Salvador” más. Después de él, no hay nada sino desorden, asesinatos y anarquía.
(Versículos 2-5).— En una época cuando la Palabra de Dios ya no tiene poder sobre el corazón del pueblo, para convencerlo y volverlo a traer, Jehová la acompaña con signos visibles, simbólicos, aptos para alcanzar la conciencia y de los cuales nadie puede eludir el significado. “Dijo Jehová a Oseas: Anda, toma para ti una mujer fornicaria, e hijos de fornicaciones: porque la tierra comete horrible fornicación, apartándose de en pos de Jehová”. Es preciso que el profeta de Jehová, el hombre que representa a Dios mismo ante el pueblo, contraiga un matrimonio deshonroso. ¿No comprenderá Israel que la prostitución es su condición actual? Había abandonado a Jehová, traicionando sus compromisos para con su marido; y sin embargo las relaciones de un matrimonio legítimo subsisten aun. Y ¿no había nada más vergonzoso para el profeta? Pero ¡cuánto más lo era para Jehová mismo! Además, no solamente era deshonrado el profeta (o Dios), sino que los hijos nacidos de esta unión no podían llamarse más que hijos de prostitución. Una mancha, jamás se la puede mejorar, incluso aliada con la pureza más perfecta. Si la santidad del profeta, bajo la guía del Espíritu Santo, no por eso se había alterado en lo más mínimo, la impureza de su esposa se había multiplicado por diez, por el hecho de que no tenía ella ninguna consideración para con esta santidad; pero en adelante imposible era para Dios no tener conocimiento de ello, si, una vez comprobado el hecho, Él no quería renegar de Su santidad. El juicio pues se volvía en una necesidad, a no ser que Dios abandonase Su carácter.
Esta verdad es de todos los tiempos. Después de Israel, la Iglesia, como Esposa responsable de Cristo, ha seguido el mismo camino, se ha prostituido, y caerá bajo el mismo juicio, mucho más terrible sin embargo que aquel de Israel, porque será proporcionado en conformidad con las múltiples gracias recibidas. Israel fracasó bajo la Ley; la Iglesia responsable fracasó bajo la gracia. Pero Israel, después de su defección bajo la economía de la Ley, volverá a encontrar, bajo la nueva alianza, la gracia que nunca había conocido; la Iglesia no volverá a encontrarla, pues que, después de la gracia, que es la manifestación suprema del carácter de Dios, ya no le queda más recurso, ni otra salida, que el juicio. La Iglesia está en camino para transformarse en “la gran prostituta”, madre de todas las abominaciones de la tierra que tendrá por meta esta sentencia: “¡Caída, caída es la gran Babilonia!” (Apocalipsis 17:1-5; 18:2).
Oseas pues toma por mujer a Gomer, cuya conducta es la imagen de la del pueblo. Es hija de Diblaim, que significa “doble abrazo”. Este nombre parece ser una alusión. Desde su origen, Israel había sido sometido a dos influencias contrarias, la de la carne y la de la santidad de Dios. Una mezcla —una cosa no del todo buena, ni del todo mala— ¿podría esto ser el resultado de ello? ¡Imposible! “La corrupción no hereda la incorruptibilidad”.
El primer hijo de Gomer es Jezreel. “Llámale”, dice Jehová, “Jezreel, porque de aquí a muy poco yo vengaré en la casa de Jehú, la sangre de Jezreel, y acabaré con la casa de Israel. Y sucederá que en aquel día romperé el arco de Israel en el campo de Jezreel” (versículos 4-5). Este nombre recuerda el asesinato cometido por Jehú, sobre Ocozías, rey de Judá y sus cuarenta y dos hermanos (2 Reyes 9-10). Dios había aprobado a Jehú en lo que había hecho a la casa de Acab e incluso le había otorgado de ello la recompensa. Es sólo después de unos veinte y cuatro años más tarde cuando aprendemos lo que Dios pensaba del asesinato de los hijos de Judá.
Este principio es muy instructivo en cuanto a los caminos de Dios. En cuanto sirve para cumplir los consejos de Dios, el hombre puede ser aprobado por Él, cualesquiera que sean los motivos secretos de su corazón, siempre que no se oponga a este cumplimiento. Pero los motivos secretos que le han hecho actuar, cuando parecía que sólo trabajaba por Dios, un día serán expuestos a la luz y la violencia o la hipocresía que se esconden bajo la capa de la obediencia ya no escaparán en el día del juicio más que hoy día escapan a Su mirada. Llega el momento cuando la paciencia de Dios se da por acabada. Los motivos del corazón de Jehú, que si bien sabía ocultar a los ojos del fiel Jonadab, al adornarlos con el nombre de “celo por Jehová” (2 Reyes 10:15-16), ahora son puestos al descubierto. Los mejores podrían engañarse en eso, pero a Dios nadie le engaña. Transcurren años, llegan el día y la hora de la retribución, paulatinamente quizás, pero a paso seguro e inevitable. ¿No había ocurrido lo mismo en el caso de Saúl y los Gabaonitas? Parecía, después de tantos años, que Dios hubiese olvidado lo que ni siquiera había apuntado. El hambre de tres años vino para desengañar a Israel (2 Samuel 21).
El nombre de Jezreel es sinónimo, aquí, de quebrantamiento: el arco de Israel (su poder) será quebrantado en el valle de Jezreel. Con la casa de Jehú ha cesado virtualmente el reino de las diez tribus y Dios no toma ya cuenta de lo que queda.
Pero no era solamente cuestión de la dignidad real. Bajo los sucesores de Jehú, ¿en qué estado se encontraba la misma nación? Gomer da a la luz a una hija y dice Dios: “Dale el nombre de Lo-ruhama [no compadecida]; porque no me compadeceré más de la casa de Israel, para que de manera alguna yo la perdone” (versículo 6). La copa estaba llena; en cuanto se refiere a Israel, ya no había lugar para arrepentimiento de parte de Jehová; no obstante aun quería “hacer misericordia a la casa de Judá y salvarlos” —lo que por dos veces, en vano, lo había hecho, como lo hemos visto, con respecto a la casa de Israel— pues que la sentencia definitiva no habrá sido aun pronunciada sobre la raza de David.
Gomer da a luz un segundo hijo. Dice Dios: “Llámale Lo-ammí [no es mi pueblo]; porque vosotros no sois mi pueblo, ni yo seré vuestro Dios” (versículo 9). De ese modo todo lazo con Dios queda roto. Israel queda rechazado y fijémonos en que Dios ya no hace ni una excepción más a favor de Judá, como lo hizo para Lo-ruhama. La sentencia se extiende aquí más allá de Efraim. En el mismo momento en que es pronunciada, las relaciones vitales de todo el pueblo ya están rotas. Pronto cederán el lugar a los sencillos caminos de la providencia de Dios, como lo vemos en el libro de Esther, hasta el día del restablecimiento de Israel.
Con esta sentencia: “No sois mi pueblo”, parece que todo está definitivamente terminado. No cabe duda, si Dios no fuese Dios, y si Su gloria quisiera fundarse sobre Sus juicios en vez de ser establecida sobre Su gracia. Dios es juez y los pecadores son espantosamente culpables por no tomarlo en cuenta, pero también es Dios de las promesas y estas promesas son sin arrepentimiento. Bien se ve esto aquí, en el versículo 10, con respecto a Israel: “Sin embargo de esto, el número de los hijos de Israel será como las arenas del mar, que no pueden ser medidas ni contadas”. Cosa notable, el profeta no se remonta a las promesas hechas a Jacob (Israel) en Bet-El: “Y será tu simiente como el polvo de la tierra” (Génesis 28:14), sino a aquellas hechas a Abraham después del sacrificio de Isaac: “Y multiplicando multiplicaré tu simiente ... como las arenas a la orilla del mar” (Génesis 22:7), promesa que el mismo Jacob recordará a Jehová antes de pasar el vado de Jaboc: “Y tú mismo dijiste: Ciertamente yo te haré bien, y pondré tu simiente como las arenas del mar, que no pueden ser contadas a causa de la muchedumbre” (Génesis 32:12). Es en virtud del sacrificio de Cristo que la gracia de Dios triunfará al final, y sobre este sacrificio que Jehová establece sus promesas inmutables. La ley, que vino tanto más tarde, no puede anularlas. El Dios de las promesas no puede mentir, ni desaprobar a Cristo, el Isaac resucitado, en quien todas ellas son “Sí y Amén”.
Pero el profeta menciona todavía otra promesa mucho más maravillosa que la de la “arena del mar”: “Y acontecerá que en el lugar donde les fue dicho: No sois mi pueblo, les será dicho: ¡Hijos sois del Dios vivo!”. Este pasaje tiene referencia a las naciones y no a Israel, como el Espíritu de Dios nos lo enseña en Romanos 9. ¿No es notable el que sin esta enseñanza nunca hubiéramos descubierto, en este versículo, el pensamiento de Dios con respecto a los gentiles? En Romanos 9:23-26, el apóstol cita dos pasajes de Oseas para mostrar que Dios ha llamado “vasos de misericordia ... es a saber, en nosotros, a quienes también él ha llamado, no sólo de judíos sino también de gentiles”. El primero de estos pasajes se toma de Oseas 2:23: “Llamaré pueblo mío, al que no era mi pueblo, y amada, a la que no era amada”. Estas palabras se refieren exclusivamente a Israel; el apóstol Pedro, dirigiéndose a los judíos convertidos, las emplea referente a ellos: “los que en un tiempo no erais pueblo, mas ahora sois pueblo de Dios; los que no habíais alcanzado misericordia, mas ahora habéis alcanzado misericordia” (1 Pedro 2:10). Pedro muestra a estos creyentes salidos del judaísmo que lo que era prometido para el porvenir a su nación, ellos lo poseían ahora; que tenían el derecho de llamarse el pueblo de Dios, y tenían relaciones con Dios fundadas en Su gracia gratuita.
El segundo pasaje de Romanos 9:26 se saca de Oseas 1:10. Es el que nos ocupa: “Y será”, dice el apóstol, “que en el lugar donde les fue dicho: No sois mi pueblo; allí mismo serán llamados hijos del Dios vivo”. En el porvenir, los hijos de Israel aprenderán que Dios se ha suscitado en su lugar un pueblo nuevo, teniendo un título nuevo: “Hijos del Dios vivo”. Este nombre me parece tener un alcance especial. En el Antiguo Testamento el nombre del Dios vivo, del Dios de Israel poseyendo la vida en Él mismo, parece contrastarse con los dioses sin vida, ídolos de las naciones. En el Nuevo Testamento, Cristo es el Hijo del Dios vivo (Mateo 16:16; Romanos 1:4), declarado tal por la resurrección de entre los muertos. En virtud de esta resurrección y por la venida del Espíritu Santo, el cristiano posee la misma relación con Dios que su Señor y Salvador. Es hijo de Dios, del Dios vivo. Tal me parece ser el alcance de este pasaje. Se dirige a las naciones de las cuales formamos parte, y proclama la nueva relación con Dios en la cual ellas entrarán por un Cristo resucitado. Sin duda el profeta no llega hasta el misterio de la Iglesia, desconocido por parte del Antiguo Testamento, pero podemos decir que este misterio está escondido en estas palabras: “el Dios vivo”, título conocido por todos los profetas, pero revelado aquí por el tiempo futuro cuando, sobre Él, el Señor edificará Su Asamblea.
“Y los hijos de Israel y los hijos de Judá serán reunidos los unos con los otros, y constituirán sobre sí una sola cabeza; y subirán desde la tierra de su cautiverio; porque grande será el día de Jezreel” (versículo 11). De la bendición de las naciones, el profeta pasa a la futura reunión de todo Israel. Judá, con el cual Dios usaba de paciencia todavía, iba a ser dispersado después de las diez tribus, pero no siempre será así. Si el propósito de la cruz, de reunir en uno a los hijos de Dios dispersados, fracasó en cuanto a Israel, vendrá el tiempo en el que este designio se cumplirá. Judá e Israel (o las diez tribus) se establecerán a un solo jefe; ellos reconocerán juntos el señorío del Cristo que Judá había rechazado. Entonces estos hermanos enemigos vivirán unidos con su Jefe, Sumo Sacerdote y Rey sobre Su trono, viniendo a ser desde allí en adelante su Conductor. “Subirán del país”. El sentido de esta palabra me parece ser que subirán de la tierra de Canaán como cosecha abundante, pues, añade inmediatamente el profeta, “grande será el día de Jezreel”. Entonces Jezreel, lugar de degüello y de retribución (versículo 5), recibirá su verdadero significado: “Dios siembra” (capítulo 2:23). Siembra y crecerá la cosecha, pero solamente después de que el juicio del pueblo haya sido consumado. En cuanto se introduce la jornada de Jezreel, Dios mismo introduciéndola, no puede ser otra cosa sino bendición; en donde Él ha sembrado, la cosecha no puede ser otra cosa sino infinitamente grande. En otros tiempos, bajo Jehú, el hombre había sembrado, y cosechado la tormenta; pero cuando Dios sembrare, cosechará un pueblo bien unido, fruto maduro de Su obra, reunido bajo un Jefe divino. Entonces se podía decir, en efecto: ¡Grande es el día de Jezreel!
Hemos encontrado pues en este capítulo un resumen importante del pasado y del porvenir de Israel y de Judá. Toda la profecía del Antiguo Testamento allí se encuentra condensada en pocas palabras. Las promesas de Dios; el pueblo bajo la ley que abandona a Jehová; el juicio que es la consecuencia de ello; la ruptura de toda relación entre Dios y el pueblo; la cesación de Sus caminos de misericordia hacia él; la alianza legal habiendo sido rota por Israel; la entrada de las naciones en las bendiciones de la nueva alianza, como fruto de la resurrección del Cristo que Israel había rechazado, pero a continuación la reanudación de las relaciones de Dios con Israel, cuando el Cristo resucitado viene a ser Jefe de Su pueblo, lo reúne en uno después de su dispersión, y hace levantar una cosecha abundante sobre la tierra renovada.
Oseas 2
Dios rechaza a Israel y lo introduce por el arrepentimiento en las bendiciones milenarias
El primer versículo de este capítulo: “Llamad pues a vuestros hermanos Ammí, y a vuestras hermanas Ruhama”, parece referirse a la esperanza dada a Israel, al final del primer capítulo. Es como si el profeta dijera: En el presente día es posible realizar el carácter de un remanente. Pero habrá, en una época futura, no determinada todavía, unos fieles que se reconocerán, los unos a los otros, como siendo el pueblo de Dios y como habiendo obtenido misericordia. Solamente estos fieles unidos en el feliz pensamiento de pertenecer a Jehová y estar en favor, en Su presencia, “contenderán contra su madre” (versículo 2), la mujer prostituta, Israel apóstata, “que no es la mujer de Jehová y de quien Él no es el marido”. Ellos provienen de Dios, ya que el Espíritu de profecía (el profeta) les engendró, pero, obligados a reconocer que la Israel idólatra es su madre, entran en juicio con ella para reivindicar su derecho a la santidad de Dios. Una última vez ese pobre pueblo es requerido por sus hijos mismos que pertenecen a Jehová, para que vuelva de su mal camino: de no ser así, Dios lo desnudará, le quitará todos sus privilegios que le había concedido y lo dejará en el horror de su prostitución, objeto de un juicio sin remisión (versículo 3). Sus hijos mismos, mientras no toman el carácter del remanente, serán Lo-ruhama (no haré misericordia), puesto que son el fruto de su prostitución. De manera que habrá, como descendientes de Israel, hijos nacidos de prostitución e hijos nacidos de Dios, aquellos de quienes se dice: “Salid de en medio de ella; sed limpios, los que lleváis los vasos de Jehová”, y “Vosotros seréis mis hijos y mis hijas, dice el Señor Todopoderoso” (Isaías 52:11; 2 Corintios 6:18).
Este abandono de Dios es, en el caso de Israel, el fruto de una voluntad desenfrenada que empuja el corazón hacia sus codicias y lo pone en oposición con Dios: “Iré en pos de mis amantes los cuales me han dado mi pan y mi agua, mi lana y mi lino, mi aceite y mis licores” (versículo 5), ¡como si estas cosas pertenecieran al pueblo infiel, por la liberalidad del mundo del que quería recibirlas! “¡Iré!”. Cuánto esta propia voluntad difiere de la voluntad de Rebeca, interrogada por sus padres, y que también contesta: Iré. Qué importan la fatiga, las privaciones, el desierto sin pan, sin agua, sin aceite y sin vino. ¡Iré! Ninguna ventaja para recompensar a los de la casa paterna, nada que responda a las costumbres o a las aspiraciones de su corazón; en este desierto todo está contra ella, y sin embargo dice: ¡Iré! Es que tiene delante de sí un personaje en quien ha puesto su confianza, en quien cree, aun no viéndole, y que ama sin verle: Isaac. Para alcanzarle, bajo la conducta del Santo Espíritu quien no la abandonará en el desierto, consiente dejar los afectos más caros, el techo familiar, llevar con paciencia todas las privaciones. Quiere llegar hasta él, virgen pura y casta, digno objeto de su afecto. Es de notar sin embargo que no es Rebeca quien escoge a Isaac como esposo. Es él quien la escogió a ella y quien, antes de que se dedique enteramente a él, le ha dado la seguridad de su propio amor. Tal es el primer amor, el amor del Esposo que se posesiona del corazón de la Esposa para atraerla delante de Su presencia. Israel había encontrado este amor al principio de su carrera, cuando, rescatado de Egipto, él andaba en el desierto en pos de Jehová (Jeremías 2:1-3). Lo perdió por haber “ido en pos de sus amantes” (versículo 5). Más tarde sólo lo volverá a encontrar en el camino del arrepentimiento (versículos 14-17).
¡Cuánto Israel, la prostituta, difiere de Rebeca! Dice Israel: “Iré en pos de mis amantes”, Asiria y Egipto. Se entrega a ellos por las ventajas terrestres que piensa retirar de este comercio. No ve que estas mismas ventajas temporales se la allegan de Dios: “Porque ella no considera que yo le daba el trigo, y el vino, y el aceite”. Y, cosa todavía peor, de las riquezas que Dios le da se hace ídolos: “Yo le multiplicaba la plata y el oro, que ellos usan para honrar a Baal” (versículo 8). Pero el Creador le retirará Sus dones, y ya verá si venían de sus amantes: “Por tanto volveré a quitarle mi trigo a su sazón, y mi vino en su tiempo señalado; y arrebataré mi lana y mi lino, que debieran de cubrir su desnudez”. Dios le quita los bienes de la tierra (versículo 9); es humillada en los ojos de las naciones (versículo 10). Las fiestas solemnes, todo lo exterior de su culto, le es quitado (versículo 11); los signos del favor de Jehová, el gozo y la abundancia terrestres, le son retirados; viene a ser presa de sus enemigos (versículo 12). Dios se vengará de su idolatría, pues “se olvidaba de mí, dice Jehová” (versículo 13).
Este cuadro del estado de Israel también lo es de la actual profesión cristiana. Se busca al mundo y sus ventajas, sus riquezas y su prosperidad, las dulzuras de la existencia que nos procura, sin informarse del Dios a quien estas cosas pertenecen, y uno las hace servir para la satisfacción de sus codicias, en vez de abandonarlo todo para seguir a Jesús.
A veces, el alma desengañada, viendo que “sus amantes” no le ofrecen ya más lo que desea, y después de haber perseguido en vano las cosas por las cuales Satanás le ha embaucado, exclama: “¡Iréme y volveré a mi primer marido; pues que entonces me iba mejor que ahora!” (versículo 7). No nos engañemos, no es la descripción de lo que pasa en el corazón del hijo pródigo: “Me levantaré, e iré a mi Padre”. Felices son aquellos quienes, bajo el peso de sus desilusiones y de su miseria, por fin han sentido que para ellos tan solo había recursos en los brazos del Padre a quien habían deshonrado, y que vuelven hacia Él, arrepentidos, y le dicen: “¡He pecado contra el cielo y delante de ti!”. Pero aquí no encontramos ningún arrepentimiento. El cansancio, el desaliento, la náusea del pecado, pueden empujar a las almas hacia la religión, y hacerles desear un cambio, pero tan solo se obtiene éste en el camino del arrepentimiento.
Aquí, el horror de los ídolos no llena todavía el corazón de Israel. No sospechan qué personaje espantoso se esconde detrás de los Baales. Según su apariencia un ídolo no es nada; los hombres procuran convencerse de que es muy indiferente el entregarse a sus codicias, con tal que no pertenecen a cosas degradantes, pero ¿se dan ellos cuenta que los demonios están escondidos detrás de cada uno de los objetos de sus deseos? (1 Corintios 10:20; véase también Colosenses 3:5).
Lo hemos dicho: las palabras de Israel, en el versículo 7, no son realmente arrepentimiento. El asco, el vacío que dejan las codicias, nunca satisfechas por la posesión de las cosas deseadas, la esperanza de encontrar mejor que eso al volverse hacia Dios, la resolución de acabar con ello, aun no son todavía el verdadero “Iré” del hijo pródigo. Es preciso, como él, levantarse e irse hacia su padre. Israel no lo hace aquí; dice simplemente: “¡pues que entonces me iba mejor que ahora!”. El pensamiento de haber pecado contra Jehová no nace en su corazón, y, de hecho, lo que nos convierte, es la convicción de haber ofendido el amor de Dios en el preciso momento en que Él había hecho todo por nosotros. Mas llega un momento cuando Dios lo quita todo, hasta las formas religiosas (versículo 11) que Israel concedía con el culto de los demonios y la impureza. Lo mismo sucederá con la cristiandad, estas formas subsisten en ella hoy todavía, pero pronto serán tragadas en la apostasía general y, desde entonces, el Dios al que con tanta ligereza se ha vuelto la espalda ¡no se podrá encontrar!
Sin embargo, en medio de todas estas ruinas, Dios tiene vistas de gracia hacia Israel y las encontramos en los versículos 14-17. “Por tanto yo la atraeré y la llevaré al desierto, y le hablaré cariñosamente. Y trayéndola desde allí, le devolveré sus viñas; y el Valle de Acor será para puerta de esperanza; y ella cantará en coro allí, como en los días de su mocedad, es decir, como en el día que subió de Egipto. Y sucederá que en aquel día, dice Jehová, tú me llamarás: ¡Marido mío! y no me llamarás ya ¡Baal mío! [Señor mío] porque quitaré de su boca los nombres de los Baales, y nunca más hará ella mención del nombre de ellos”. Será como un renuevo, un nuevo principio de la historia de Israel (es decir de las diez tribus que están especialmente en vista en este pasaje). En primer lugar Dios mismo lo atraerá en pos de Él en el desierto para bendecirle. El pueblo volverá a encontrar lo que había tenido antiguamente cuando la frescura del primer amor lo atraía, en su salida de Egipto, tras su Esposo en una tierra inhabitada (Jeremías 2:1-3). ¡Ay! este primer amor había sido abandonado a favor de la búsqueda de los ídolos, de los Baales de quienes Israel había hecho sus dueños. ¿Ya no había esperanza alguna para volver a encontrarlo? Ninguna para el conjunto del pueblo, no más que para el conjunto de la Iglesia profesante de nuestros días. Pero un residuo podrá volver a encontrar este primer amor, esta bienaventurada comunión con el Marido de Israel. “Aunque fuera Israel como la arena del mar, un residuo solamente volverá”. Este residuo será probado, juzgado, purificado en el desierto, para volver a encontrar el camino de bendición y volver a entrar en posesión de su país (Isaías 11:11-16; 27:12-13; Ezequiel 20:10-38; Zacarías 10:7-12; Sofonías 3:10). En esta prueba un gran número de los que se habían puesto en camino con el remanente será juzgado y nunca verá el país de la promesa; será la repetición de la historia del pueblo de antaño, cuyos cuerpos cayeron en el desierto. Mas, igual como antiguamente, será salvo un residuo: “Jehová hablará a su corazón”. Efraim volverá a encontrar sus viñas (versículo 15), pero ya no como en la época pasada cuando buscaba su gozo en la embriaguez; —y ¿cuántas veces la borrachera de Efraim no se menciona por los profetas? (Isaías 28:1-4, etc.)— volverá a encontrar su gozo en la comunión con su Dios. “Le devolveré sus viñas”, dice Jehová; esta restauración se deberá enteramente a la gracia; el Señor se valdrá de los sufrimientos del desierto para producir este resultado.
Mas, como toda restauración, no podrá tomar lugar sin una obra de arrepentimiento. El primer amor perdido no se puede volver a encontrar si no es por ese camino. Este ha sido, es, y siempre será el caso para toda verdadera conversión o sea restauración; por lo tanto encontramos aquí: “y el Valle de Acor será para puerta de esperanza”. El valle de Acor (Josué 7:19-26), es decir el valle de turbación, el juicio del mal, era el lugar donde Acán que había traído, por lo prohibido, turbación sobre Israel, había sido lapidado, luego quemado, él, sus hijos y sus hijas, todo su ganado, como también lo prohibido que se había apropiado, para desviar de Israel el ardor de la ira de Jehová. Este valle de turbación, cuya solemnidad alcanza la conciencia de Efraim cuando asiste, durante el viaje, al terrible juicio de Jehová sobre el pueblo de quien forma parte, viene a ser para el remanente una puerta de esperanza y abre la salida para el rescate final. Entonces, y solo entonces, habrá tocado la hora de una segunda juventud para las diez tribus. “Ella [la esposa] cantará en coro allí, como en los días de su mocedad, es decir, como en el día que subió de Egipto”. El residuo de Israel comprenderá nuevamente la dulzura de los lazos de amor que lo unen a Jehová, la dulzura de poder llamarlo “Marido mío”, y de ya no llamarlo “Baal [señor] mío”, nombre que las diez tribus daban a los Baales, pues que Señor y Baal son la misma palabra. Ellas se habían entregado a Baal, al demonio escondido detrás del ídolo, ahora han olvidado hasta su nombre (versículo 17). ¡Inmensa gracia! ¡Como Jehová, en ese día, no se recordará más de las iniquidades de Israel, Israel no se recordará más del nombre de sus falsos dioses! El pasado, la esclavitud de Satanás, habrá desaparecido para dar lugar al renuevo de las felices relaciones con Dios, tanto tiempo desconocido, tanto tiempo despreciado. Este porvenir de Efraim, para nosotros los cristianos, es el presente. Dios mismo nos dice que no se acordará más para siempre de nuestros pecados, ni de nuestras iniquidades y, en virtud de la sangre de Cristo vertida por nosotros, nos podemos presentar delante de Él, sin ninguna consciencia de pecado. Estas felices certidumbres ligan nuestros corazones con Aquel a quien debemos nuestras bendiciones. Conocerle a Él, viene a ser la fuente de todos nuestros gozos y de toda nuestra actividad. Es el primer amor. ¿Lo hemos perdido? ¡Volvamos a encontrarlo con prontitud por un libre arrepentimiento; si no, Dios, para hacernos volver a encontrarlo, producirá en nuestros corazones este arrepentimiento sobre el camino de sus juicios!
Es solamente después del trabajo de arrepentimiento que se abre ante Israel la maravillosa escena de las bendiciones del reino milenario (versículos 18-23).
“En aquel día” (versículo 18), Jehová apaciguará todos los instrumentos de Sus juicios contra Su pueblo: las fieras, las aves de rapiña, las serpientes venenosas; “quebrará el arco y la espada, y quitará la guerra de en medio de la tierra”, todos los enemigos diversos que Dios tan a menudo había suscitado para castigar a esta nación. Israel “dormirá seguro”. Este pueblo que había cerrado el oído a su Mesías cuando éste venía para decirle: “Os daré descanso”, por fin encontrará el reposo por el arrepentimiento, a través de la tribulación.
“Y te desposaré conmigo para siempre: sí, te desposaré conmigo en justicia, y en rectitud, y en misericordia y en compasiones; también te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Jehová” (versículos 19-20). En adelante Israel conoce a Jehová, pues sus esponsales dependen enteramente de Su gracia. La justicia en adelante queda inseparable de la misericordia. El pueblo entra en relación con Dios a razón de una justicia basada en el juicio, y de una misericordia fundada sobre el amor. Es eso que nosotros los cristianos hemos encontrado al pie de la cruz de Cristo; será la porción de Israel en un día futuro; será el fundamento del reino de Cristo sobre la tierra: “Justicia y juicio son el asiento de tu trono; misericordia y verdad irán delante de tu rostro” (Salmo 89:14).
“También te desposaré conmigo en fidelidad” (versículo 20). El arrepentimiento de Israel le conducirá a unas relaciones con Dios, no solo en justicia y en gracia, sino también en verdad, es decir según el carácter que dará a Su pueblo para que pueda estar en relación con Él. Este carácter depende enteramente de la gracia, pues que es de ella sola que proviene lo que somos ante Dios, y lo que Israel será ante Él. Y es entonces cuando Israel podrá decir: ¡Conozco a Jehová! (versículo 20).
“Sucederá también que en aquel día yo responderé, dice Jehová; yo responderé a los cielos, y ellos responderán a la tierra; y la tierra responderá al trigo y al vino y al aceite; y ellos responderán a Jezreel (Dios siembra). Y te sembraré para mí mismo en la tierra; y me compadeceré de la no compadecida, y al que dije que no era mi pueblo, le diré: ¡Pueblo mío eres! y él me dirá a mí: ¡Tú eres mi Dios!” (versículos 21-23). Encontramos aquí la plenitud de las bendiciones de la tierra milenaria. Notemos en todo este pasaje, a partir del versículo 18, tres cosas:
1. El mal, instrumento exterior del juicio, queda suprimido; pues, lo aprendemos en otro sitio, Satanás quien lo utiliza es atado durante mil años (Apocalipsis 20:1-3).
2. El mal en el corazón del pueblo es quitado, y reemplazado por un corazón nuevo y por el conocimiento de Dios. Es la nueva alianza de que nos habla Jeremías, fundamentada enteramente sobre la gracia (Jeremías 31:31-34; Hebreos 8:10-13).
3. La creación, antiguamente sometida a la “servidumbre de la corrupción”, es libertada para disfrutar la libertad de la gloria de los santos (Romanos 8:19-22).
Habrá acuerdo entre el cielo y la tierra en los sembrados y las cosechas. Jezreel ya no será lugar de asesinato y de matanza, sino que corresponderá a su nombre: “Dios siembra”. Sí, Dios sembrará en lo que antiguamente era lugar de la violencia del hombre y de los juicios de Dios, y el sembrado cayendo en una tierra preparada por Él, llevará fruto hasta el céntuplo. La bendición del trigo candeal, del mosto y del aceite, que Israel primeramente había buscado entre las naciones (versículo 5), luego que Dios se lo había quitado (versículos 8-9), lo volverá a encontrar bajo el reinado del Mediador, el verdadero Melquisedec, que bendecirá al pueblo por parte de Dios y a Dios por parte del pueblo. Entonces Israel habrá vuelto por la fe a las bendiciones de Abraham; será sembrado por Dios y para Dios en su país. Lo-ammí vendrá a ser: Pueblo mío; Lo-ruhama vendrá a ser: Objeto de misericordia. Y dirá Israel: ¡Dios mío! Habrá confianza recíproca, amor recíproco, gozo desbordante en la comunión con Dios. Todas estas cosas serán la porción de Israel arrepentido y restaurado. Hoy pertenecen a los cristianos, en virtud de relaciones con el Hijo y con el Padre, ¡mucho más íntimas y más preciosas que las de Israel con su Dios! (1 Pedro 2:10).
Oseas 3
Dios rechaza a Israel y le hace volver a encontrar, por medio de la conversión, al Cristo, verdadero Rey suyo
El profeta es llamado a cumplir un nuevo acto simbólico. Debe amar a una mujer que, aunque amada por un amigo —el profeta, que simboliza aquí a Jehová— es adúltera, infiel a los lazos obligatorios que la ligan con su amigo. Lo mismo había ocurrido con los hijos de Israel. Jehová los había amado, ellos lo habían abandonado para irse tras otros dioses y habían “amado los panes de pasas” (versículo 1), al estimar que el adulterio les proporcionaría esta alimentación de fiesta y que Jehová se lo negaría. Sin embargo, era David quien los había distribuido al pueblo, Salomón quien les daba a su bien amada, y la Palabra no muestra que hayan sido distribuidos por otros fuera del Rey (2 Samuel 6:19; 1 Crónicas 16:3; Cantares 2:5). Verdad es que el Rey según los consejos de Dios, daba también a Su pueblo un alimento más substancioso que este manjar delicado, pero Israel no lo tomaba en cuenta. “Aman los panes de pasas”: el enemigo les había hecho creer que encontrarían una fiesta perpetua lejos de Dios a quien traicionaban. Este error es de todo tiempo. El corazón natural del hombre no busca siempre satisfacción en alguna deshonra grosera; también quiere un alimento refinado, gozos intelectuales elevados y procura hacer de su vida una fiesta de la inteligencia. Para obtener estas cosas se vuelve hacia el mundo y abandona a Dios, olvidando que la verdadera inteligencia y los únicos gozos verdaderos no se encuentran si no es en la comunión con el Salvador.
El precio por el cual el profeta compra la mujer adúltera es de hecho bien escaso. El letek (véase Oseas 3:2, Versión Moderna) de cebada da a suponer que él había regateado para hacerla ceder a precio regalado. Es que de hecho, no teniendo ningún valor en ella misma, el amor solo de aquel que la había adquirido le daba a ella algún precio. Mas, sea como fuera, esta mujer le pertenecía, porque la había pagado y así tenía derechos sobre ella. Podía, a su antojo, arreglar el porvenir de ésta en conformidad con su conducta pasada: “Muchos días me aguardarás; no cometerás fornicación, ni tampoco te casarás; y lo mismo haré yo para contigo. Porque de igual manera los hijos de Israel aguardarán muchos días sin rey, y sin príncipe, y sin sacrificio, y sin estatua, y sin efod y sin ídolos domésticos” (versículos 3-4). Era lo que debía suceder primeramente a las diez tribus. A partir de su destierro fueron sin príncipe, sin ídolos, sin relación con Dios. No ocurrió tal con Judá que, después de la cautividad, no había carecido de príncipes y de gobernadores, y había conservado algunas relaciones con Dios. La suerte de Efraim alcanzó a Judá después de que éste hubo rechazado y crucificado al Ungido de Jehová; desde entonces la condición de las dos fracciones del pueblo fue análoga, si no idéntica. Ya no había rey ni culto, ningún modo para consultar con Jehová; por otra parte, ya no había idolatría pública ni doméstica, sino que una casa barrida y arreglada que no espera más ... que siete demonios peores que el primero (Mateo 12:44).
No obstante este estado de desolación tomará fin: “Después de esto volverán los hijos de Israel, y buscarán a Jehová su Dios y a David su rey; y acudirán temblorosos a Jehová y a su benevolencia en los postreros días” (versículo 5). Israel se convertirá, volverá a Dios, reconocerá por Rey al Cristo, el verdadero David rechazado en otros tiempos. Dos cosas dominarán en el corazón del pueblo restaurado: el temor de Jehová y el sentimiento de Su amor, según la palabra del profeta: “Empero contigo está el perdón, para que puedas ser temido” (Salmo 130:4).
Al recapitular estos tres capítulos ¿no es sorprendente que Oseas, en la velada de la desaparición de las diez tribus, anuncia: 1.— su restauración en el país bajo un solo Jefe (cuando el paréntesis de la Iglesia sea cerrado); 2.— Dios que reanuda Sus relaciones con ellos, bajo la nueva alianza, en el Milenio; 3.— su retorno, por la conversión, bajo el cetro de David, su verdadero rey, el Cristo que habían rechazado?
Oseas 4
Ya no hay esperanza para Efraim; queda una ligera esperanza para Judá
Los versículos 1-5 de este capítulo describen el estado moral de Israel y los versículos 6-15 su estado religioso. El estado moral de Efraim, el profeta Oseas lo tenía bajo sus ojos: Por todas las partes “¡No hay más que perjurio, y mala fe, y homicidio, y hurto y adulterio! ¡rompen por todo; y un charco de sangre toca a otro!”. Zacarías, último retoño del asesino Jehú, él mismo muere a manos de Sallum, que a su vez es muerto por Menahén; Menahén siembra por todas partes asesinato y violencia; lo mismo hacen Pecaya, Peca, y sus sucesores, muriendo todos de muerte violenta. El luto cubre el país; el juicio de Dios, obligado a presenciar estas abominaciones, se extiende de los hombres a toda la creación animal sobre la tierra de Israel. Ya no hay nada que corresponda a los pensamientos de Dios; es el contrario absoluto de la restauración descrita en el capítulo 2. Cuando el corazón abandona a Dios, el amor y la verdad, rasgos del carácter divino, desaparecen inmediatamente para ser reemplazados por los frutos del corazón natural del hombre: la violencia, la corrupción y la mentira. Eran los rasgos de la familia de Caín que habían precisado el juicio de Dios por el diluvio sobre el mundo de aquel entonces, como aquí necesitan la sentencia de muerte pronunciada sobre el país y sobre todos los seres vivientes que lo habitan (versículo 3).
“Sin embargo, no se pongan ninguno a contender, ni nadie reprenda; porque tu pueblo es parecido a los que contienden con el sacerdote: Y tú, oh Israel, tropezarás de día, y el profeta juntamente contigo tropezará de noche; y yo destruiré a tu madre” (versículos 4-5). Trátase ahora de una llamada para ya no reprender a este pueblo ni contender con él. Es demasiado tarde: su suerte es determinada, pues que ya no hay esperanza alguna de verle volver. “Tu pueblo”, dice Jehová al profeta, “es parecido a los que contienden con el sacerdote”. ¿Para qué sirve contestar con Israel y reprenderlo, cuando este mismo contienda con el Único que pueda ofrecerle la víctima expiatoria? Ya no hay tiempo: todo socorro divino va a ser quitado de los restos de este pueblo; la nación misma, su madre, será destruida (capítulo 2:2). Tal es la sentencia de Jehová.
Pero ¡con qué dolor Dios se expresa ahora por la boca del profeta! “Mi pueblo ... mi pueblo”, exclama en los versículos 6 y 12 ¡en vísperas de decir Lo-ammí! ¿Cuál es su condición en sus relaciones con Dios? Su defección es general; la idolatría todo lo ha invadido; Judá es tan culpable como Efraim. Hasta los detalles dados en el versículo 13: los sacrificios en los lugares altos y bajo todo árbol frondoso, caracterizan a Judá aun más que a las diez tribus. Sin embargo el profeta hace alguna diferencia entre los dos reinos: “Aunque tú, oh Israel, cometas fornicación, no se haga culpable Judá”. En épocas de reavivamiento, bajo Ezequías cuyo reinado en sus principios lo vio Oseas, y más tarde bajo Josías, las abominaciones de Judá fueron destruidas y sus lugares altos derribados.
Sea lo que fuera, dijo Dios: “Mi pueblo está destruido por falta de conocimiento ... yo también te rechazaré, para que no seas mi sacerdote; puesto que te has olvidado de la ley de tu Dios, me olvidaré yo también de tus hijos” (versículo 6). ¡En qué miseria la desobediencia y el pecado precipitan al hombre! ¡Qué destino, el de ser olvidado de Dios, cuando hubiera podido entrar delante de Dios quien declaraba no querer olvidar más que una cosa, los pecados y las iniquidades de su pueblo!
Oseas, con la incoherencia adrede que caracteriza su profecía, pasa del sacerdocio del pueblo a los sacerdotes establecidos sobre él (versículos 8-9). “Los sacerdotes se ceban en el pecado de mi pueblo, y en la iniquidad de éste tienen fija su voluntad. Y sucederá que cual sea el pueblo, tal será el sacerdote”. Creo que “el pecado” significa aquí, como más de una vez en las Escrituras, el sacrificio por el pecado. Los sacerdotes desean que aumenten las iniquidades del pueblo para nutrirse más ampliamente de sus sacrificios. He allí hasta donde habían caído sus funciones sacerdotales; ¡ya no eran más que un asunto de beneficios materiales, un sustento! Por eso Dios “visitará sobre ellos sus caminos” (versículo 9). En cuanto a la embriaguez que conducía a la fornicación y era tan corriente en Efraim, ¡les quitaban el sentido y habían cesado de prestar atención a Jehová! Las prácticas supersticiosas más insensatas habían reemplazado en Israel el culto del verdadero Dios. El pueblo “pedía consejo a su dios de palo, y su vara de adivino les da respuesta” (versículo 12). Estas supersticiones son de todos los tiempos, a medida que disminuye la religión del verdadero Dios. Al hombre tal como es constituido, le hace falta un objeto, y si Dios no es por él este objeto, se degrada moralmente y busca consejos en su mesa y en su palo. Y es el juicio de Dios sobre la impiedad del hombre: “le entrega a un espíritu reprobado”.
En adelante Dios ya no parará el juicio. Tres palabras solemnes muestran que Dios ha tomado con respecto a Efraim una decisión irrevocable: “No se ponga ninguno a contender, ni nadie reprenda”. “No castigaré a vuestras hijas”. “¡Efraim está pegado a los ídolos: déjale!” (versículos 4,14,17). Estas palabras son semejantes a las del Apocalipsis: “El que es sucio, sea sucio aún” (Apocalipsis 22:11).
Pero, como lo hemos dicho, este decreto definitivo no se dirige a Judá. “No se haga culpable Judá” dice Jehová (versículo 15). Cuán importante es esta palabra, para lo que todavía queda del pueblo de Dios, en el día presente. Ya el mal que ha invadido a la masa del pueblo hace estragos en medio de los que Dios conserva todavía como testimonio en medio de la infidelidad general. Pronto lo que hoy día queda de pie sufrirá la misma suerte que el conjunto de la nación. ¿Cómo preservarse del contagio? ¿Cómo permanecer en el terreno de bendición? ¿Pide Dios grandes cosas a Judá, que ya está empeñado doquier por la apostasía final? No, cuando hay tan poca fuerza, no pide más que un testimonio negativo, por así decirlo, como dice a Filadelfia: “No has negado mi nombre” (Apocalipsis 3:8). Abstente, tal es la orden del día. Quédate alejado de los que, bajo apariencia exterior respetable, o bajo nombres augustos y sagrados, no hacen más que cubrir la iniquidad y el abandono de Dios. “Ni os lleguéis a Gilgal, ni subáis a Bet-aven; ni juréis como aquellos, diciendo: ¡Vive Jehová!” (versículo 15). Estos lugares tan conocidos en la historia del pueblo de Dios habían pasado, por vía de conquista, después de la división del reino, de las manos de Benjamín a las de Efraim, y se encontraban por su posición al alcance inmediato de Judá, como trampa en su camino.
Gilgal, memorial de la victoria arrebatada sobre la muerte por el arca colocada en medio del Jordán; monumento duradero de la entrada de las doce tribus en Canaán; Gilgal, lugar de la circuncisión, de la supresión de la carne, del juicio pronunciado sobre ella y sin lo cual no era posible de tomar posesión del país de la promesa; Gilgal, lugar a donde Israel siempre volvía para encontrar allí el secreto de la victoria, lugar del toque de asamblea del pueblo fiel, había venido a ser un lugar de altares y de sacrificios profanos para Efraim, lugar en donde la transgresión se había multiplicado (Oseas 9:15; 12:11; Amós 4:4; 5:5).
Bet-El, “casa de Dios”, lugar de las promesas hechas a Jacob, lugar en donde había recibido su nombre de Israel, y en donde el Todopoderoso se había, como si por primera vez, revelado a él —Bet-El había venido a ser la casa de los becerros de oro, de su altar y del falso sacerdocio instituido por Jeroboam (1 Reyes 12; Amos 3:14)—. Como bien merecía el nombre de Bet-aven, “Casa de iniquidad”, ¡nombre con el cual Oseas lo deshonra por tres veces! (capítulos 4:15; 5:8; 10:5). En estos lugares en donde antiguamente Samuel el profeta de Jehová, regresaba de año en año, ya no se encontraba más que idolatría y falsos profetas. Tal era el culto de Efraim. Judá debía abstenerse. ¿No tenía el lugar en donde Jehová hacía morar Su nombre, en Jerusalem? Y si incluso este lugar estaba deshonrado, ¿era motivo para volver a la idolatría que tenía la impudencia de adornarse con el santo nombre de Jehová?
Esta llamada tan apremiante al que no se hiciera culpable ¿alcanzó el corazón de Judá? El capítulo siguiente nos contestará. Y hoy día, ¿qué harán los que en la cristiandad reciben la misma llamada? ¡No vayáis a Gilgal ni subáis a Bet-aven!
Oseas 5:1-6:3
Ya no hay esperanza para Judá y Benjamín. El pueblo volverá a encontrar a Dios en la gran tribulación. Llamada apremiante para despertarse.
El capítulo 4:15 conjuraba a Judá para que no se hiciese culpable. ¡Quizás por ese lado había todavía alguna esperanza! El capítulo 5 nos desengaña. Judá y Benjamín son asociados en la misma apostasía y en el mismo juicio que Israel.
(Versículo 1).— Aquí el profeta se dirige en primer lugar a los sacerdotes, luego llama la atención de toda la nación y especialmente de la casa del rey quien, no lo dudo, es la realeza de Judá, la de Israel siendo ya condenada de antemano. “¡Este juicio es para vosotros!” añade el profeta; “puesto que vosotros habéis sido un lazo en Mizpa, y una red tendida sobre el Tabor”. El lugar de toque de asamblea del pueblo Mizpa y el Tabor, montaña central que domina el territorio de las diez tribus, han venido a ser trampas para el pueblo, el sacerdocio habiéndose prestado a las prácticas idolátricas a las cuales se entregaban en estos sitios. Era pues el sacerdocio que había de caer bajo el juicio en primer lugar. Los más culpables son aquellos cuya posición les pone lo más directamente en relación con Dios; recibirán más azotes. En cuanto a Efraim y a Israel, su estado no es escondido en absoluto al Dios quien los conoce (versículo 3), ¡pero ellos no conocen a Jehová! ¡Qué palabra más aplastante! Este pueblo al cual Dios se había revelado, que había puesto en relación consigo mismo, al cual había hecho conocer Su nombre y Su carácter de Dios Santo, este pueblo había preferido la fornicación y la deshonra a la intimidad de las relaciones con Dios mismo. ¡En medio de su depravación, el orgullo llenaba su corazón! “La soberbia de Israel testifica contra él en su misma cara” (versículo 5). ¡Vaya imagen del hombre! ¡Degradado hasta el grado supremo y henchido de orgullo! Por lo tanto “Israel y Efraim tropezarán en su iniquidad”, mas Judá exhortado para que no se haga culpable (capítulo 4:15), “tropezará también juntamente con ellos” (versículo 5). Cuando les alcance el juicio, todos irán para buscar a Jehová con sus sacrificios. Lo que todavía es posible hoy será inútil entonces. Todas sus prácticas religiosas quedarán sin resultado: “¡Él se ha retirado ya de ellos!” (versículo 6). Palabra tanto más solemne, que la misma suerte alcanzará la cristiandad profesante cuando, en el día del juicio, ésta vendrá a valerse de los privilegios que le habían sido otorgados. Sí, todas las formas religiosas de la cristiandad profesante no la ponen en relación con Dios: ahí están las formas, Dios no.
“Ahora pues”, dice Oseas, “el novilunio los consumirá juntamente con sus campos” (versículo 7); quizás es una alusión al fin del reino de Judá (2 Reyes 25:3,8).
Los versículos 8-12 Presentan la ruina común de todo el pueblo entero. Poco importa el que el juicio sea más próximo para los unos que para los otros, llegará a todos, Efraim con las nueve tribus, Judá con Benjamín. “¡Tocad la bocina en Gabaa, y la trompeta en Ramá! ¡tocad alarma en Bet-aven! ¡mira tras ti, o Benjamín!”. Todos estos lugares formaban parte de o habían pertenecido al territorio de Benjamín. El mal iba a alcanzarle y cogerle a la improvista; los príncipes de Judá y Efraim sufrirán la misma suerte. Ante la inminencia del peligro, común a todos, “acudió Efraim a Asiria, y Judá envió un rey adversario (Jareb), mas él no podrá sanaros ni os curará la llaga” (versículo 13). Jareb no es nombre propio. Significa: “Él contenderá”. Es un vengador que Israel llama para ayuda suya. Es Pul (2 Reyes 15:19); o Tiglat-pilneser cuando se trata de Judá (2 Reyes 16:7). Este Pul contiende contra Israel, le es hostil, en el mismo momento en que Israel lo toma por protector (véase también 1 Crónicas 5:26; véase todavía Oseas 5:13; 7:11; 8:9).
Pero este capítulo, como los tres primeros, se termina por una palabra de esperanza. Jehová no será para siempre como un león que despedaza su presa, para con Efraim y Judá. “Yo pues iré”, dice, “y me volveré a mi lugar, hasta tanto que ellos reconozcan su ofensa y busquen mi rostro: en su adversidad me buscarán con empeño” (versículo 15). Dos cosas inseparables son necesarias, trátase de encontrar a Dios siendo uno pecador, o de volver a encontrarle cuando uno se ha desviado de Él: el arrepentimiento y la conversión. Antiguamente ellos habían creído encontrarse con Dios con sus ovejas y sus bueyes (versículo 6), pero sin arrepentimiento, y no habían encontrado más que un sitio desierto. Más tarde “se reconocerán culpables”, y Zacarías nos ofrece el cuadro conmovedor de ello (Zacarías 12:10-14). Entonces, con corazón contrito, y el pueblo por fin humillado, despojado de su orgullo, se convertirá y buscará la faz de Jehová. El hijo pródigo se levantará e irá hacia su padre.
“En su adversidad me buscarán con empeño” o “desde la mañana” (versículo 15). ¿Por qué medio llevará a cabo Dios este resultado bendito? Una gran tribulación, la angustia de Jacob, les sorprenderá; tendrán que pasar a través de la larga noche de los terribles juicios de Dios. Despertados por estos juicios, en vez de dormir como los demás, esperarán a su Mesías, Jehová, “más que aquellos que aguardan la mañana”, y lo encontrarán en el alba de este reino milenario cuando Israel restaurado será nuevamente: Ammí, el pueblo de Dios.
Los tres primeros versículos del capítulo 6 son la continuación del último versículo del capítulo 5. Durante mucho tiempo creía yo que habrán sido colocados en la boca del pueblo, mas la estructura de todos estos capítulos me ha convencido desde entonces de que son pronunciados por el profeta, y de momento no son más que una invitación a la cual el pueblo no responde. “¡Venid!” dice, “¡volvámonos a Jehová, porque él ha desgarrado, y nos sanará!”. Oh qué maravillosa llamada de la gracia, a esas almas dobladas bajo el dolor de la tribulación y de quienes Dios ha quitado todo recurso. Ya no hay montaña hacia la cual el pobre pájaro, amenazado por las flechas del cazador de pájaros, pueda escaparse. Este refugio, por lo menos, hubiera ofrecido alguna estabilidad; queda suprimido. Dios esconde Su rostro y el alma con este motivo se espanta (Salmo 11:1; 30:7). Ya no quedan más recursos si no es en Él; ¡volvamos a Él! Cual león destrozó el reino a causa de nuestros pecados; nos hirió justificadamente. ¿Quién puede volver a coser, vendar, y sanar las llagas, si no es Aquel que las hizo? Se siente aquí lo profundo de la humillación, como sólo el hombre de Dios pudiera sentirlo, mas teniendo la fe como sostén. Sólo la fe, en tales circunstancias, nos impele a acercarnos a Dios. ¡Pero qué respuesta es la que ella encuentra! ¿No es bueno haber sido afligido para encontrar semejante liberación? “Antes de ser afligido yo me extraviaba” (Salmo 119:67).
La cosa no se expresa aquí más que en el estado de esperanza, pero de una esperanza realizada por el profeta como certidumbre: “Nos volverá a dar vida después de dos días, y en el día tercero nos levantará para que vivamos en su presencia. Conozcámosle pues! ¡sigamos adelante para conocer a Jehová!”. Tan ciertamente como Dios resucitó a Su Mesías de entre los muertos —pues no dudo que este pasaje deja sobreentender la resurrección de Cristo— Dios también resucitará a Su pueblo. Sin duda aquí se trata de su resurrección nacional, tal como nos queda descrita en Ezequiel 37, lo que explica los dos días necesarios para reanimarles y el tercero para ponerles de pie. Del mismo modo los huesos no “estuvieron sobre sus pies” por el poder del Espíritu Santo hasta primero ser vivificados (Ezequiel 37:10). Esta resurrección nacional, como nuestra resurrección corporal, para nosotros los cristianos, queda pues ligada con la de Cristo. Si las olas y las aguas del juicio pasaron sobre el Mesías, también pasarán sobre el remanente de Israel, el cual saldrá de ellas, igual como Cristo lo hizo, en resurrección. El tercer día es el día, según el Espíritu de santidad, cuando Dios intervino en poder para resucitar a Jesús de entre los muertos. Es hacia esto que todo el Antiguo Testamento rinde testimonio. “Cristo”, dice el apóstol, “fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15:4). En efecto, las Escrituras nos muestran a Isaac bajo sentencia de muerte hasta el tercer día, cuando es resucitado en figura. Jonás, tipo de Cristo, pero también del remanente, lanzado a la mar mientras que el navío de las naciones continúa su rumbo, tragado en el Sheol, vuelve a ser echado el tercer día sobre la tierra. En todas partes la resurrección de Cristo se anuncia como siendo la consecuencia necesaria de Su muerte. En el Salmo 16 no ve corrupción y conoce el camino de vida. En el Salmo 110, sube en resurrección a la diestra de Dios, después de que en el Salmo 109, el maligno le ha hecho morir (versículo 16). En el Salmo 8 está coronado de gloria y de honra después de haber sido hecho, por la pasión de la muerte, un poco menos que los ángeles. Todo eso, lo atravesó por Su pueblo celeste, pero también por Su pueblo terrenal. Cuando, en el Salmo 42, todas las ondas y las olas de Jehová han pasado sobre el alma de Cristo y sobre la del remanente, este último puede decir que Él es “Salud de mi rostro y mi Dios”.
Pero hay aquí más todavía que una resurrección nacional. El profeta dice: “Nos levantará para que vivamos en su presencia. ¡Conozcámosle pues! ¡sigamos adelante para conocer a Jehová!” (versículos 2-3). Una resurrección espiritual es el fruto de la gracia, y acompaña la nueva alianza hecha con Israel. Es el alba del día milenario. “Su salida está aparejada como el alba; y él vendrá a nosotros como la lluvia, como la lluvia tardía que riega la tierra” (versículo 3). Ya no será como en Pentecostés, la lluvia que acompaña los sembrados, sino la lluvia que precede la feliz cosecha del siglo por venir. Una nueva efusión del Espíritu Santo será la porción de este pueblo restaurado.
Este pasaje, dictado por el Espíritu de Dios, es apropiado para hacer penetrar en el alma de Israel, pero también en la nuestra, algo de su deliciosa frescura; pues que nos ocupa de Cristo, de Su muerte y de Su resurrección, ¡prendas aseguradas del porvenir de Israel y de nuestra porción eterna con el Señor!
Oseas 6:4-7
El debate se acentúa y se hace más apremiante
Como en el capítulo precedente, Efraim y Judá son unidos aquí en la misma reprobación: “¿Qué te haré, oh Efraim? ¿qué te haré a ti oh Judá? ¡porque tu bondad es como la nube de la mañana, y como el rocío de la madrugada, que luego desaparece!” (versículo 4). ¿Qué te haré? ¡Cuánto esto se dirige a la conciencia! Contesta tú mismo. ¿Dirás: Tu juicio es justo? Su piedad no había durado sino hasta las primeras horas de su existencia como nación, luego tomándose alas se fue volando y había desaparecido como el rocío cuando se levanta el sol.
Después de haberse dirigido al pueblo de Israel, Dios extiende Su llamada a todos los hombres: “Tus castigos, oh Israel, son como relámpago que sale. Porque quiero la misericordia y no el sacrificio, y el conocimiento de Dios más bien que los holocaustos. Mas ellos, como Adam, han transgredido el pacto; allí se han portado traidoramente contra mí” (versículos 5-7). Si la gracia sale “como el alba” (versículo 3), Su juicio sale como el sol cuando brilla en toda su fuerza (versículo 5). Por cierto no es Dios quien desea el juicio; es la iniquidad de Su pueblo lo que le obliga a ello. Dios quiere en el hombre la bondad y no los sacrificios. Pero Su deseo quedaría estéril si se tratara de lo que el hombre puede ofrecer. ¿Dónde encontrar la bondad en el corazón de un hombre? Por eso tampoco Dios se limita a esta exigencia. Quiere lo que se encuentra en Su propio corazón: la bondad bajo forma de gracia y misericordia. La bondad que ama, es la gracia hacia el pecador, la gracia venida por Jesucristo. Cuando los ojos de Dios se descansaban en este hombre, podía decir: “Quiero la misericordia (o bondad)”. Esta bondad llegó hasta el sacrificio, hasta el único sacrificio que Dios pudiese aceptar, pues que no ha encontrado agrado en ninguno de los sacrificios de los hombres (Salmo 40:6-7). Por eso el Señor puede decir: “Por esto el Padre me ama, por cuanto yo pongo mi vida para volverla a tomar” (Juan 10:17). El Señor cita dos veces este pasaje del versículo 6 en el Evangelio de Mateo (Mateo 9:13; 12:7): la primera vez para mostrar que nada puede satisfacer al Señor fuera de Su propia gracia: la segunda vez que de ninguna manera puede contar con la bondad en el corazón del hombre.
Lo mismo, todos los holocaustos que el hombre podía ofrecer no valían “el conocimiento de Dios” (versículo 6). Dios se hizo conocer a nosotros en la persona y la obra de Su Hijo. Es gracia, salvación y vida eterna. “Mas ellos, como Adam, han transgredido el pacto; allí se han portado traidoramente contra mí” (versículo 7). En vez de empezar por el conocimiento de la gracia, Judá y Efraim habían sido puestos bajo prueba, bajo la alianza de la ley, pues que les era necesario aprender lo que había en su propio corazón. En el principio Adam, colocado, como Israel, bajo su responsabilidad, había transgredido una alianza que le había sido impuesta; Israel ¿acaso había obrado mejor cuando Dios le imponía la alianza del Sinaí? ¡No, dice Jehová, al contrario “allí se han portado traidoramente contra mí”!
En los versículos 8-10, el profeta vuelve a Efraim. Este ir y venir, del uno al otro, es de lo más conmovedor, mostrando la angustia, la solicitud para Israel, la indignación del fiel profeta quien ve a su Dios despreciado de esa manera. “Galaad es una ciudad de obradores de iniquidad; está llena de huellas ensangrentadas. Y al modo en que las cuadrillas de bandidos asechan a los hombres, así bandas de sacerdotes matan por el camino de Siquem: pues que cometen execrable maldad. Cosa horrible he visto en la casa de Israel; allí se encontró fornicación en Efraim”.
¡Cosa espantosa! las mismas ciudades de refugio, Galaad (o, creo, Ramot de Galaad) más allá del Jordán, y Siquem en Efraim, asignadas a los levitas, se habían transformado en lugares de latrocinio. Los mismos sacerdotes asesinaban sin duda bajo el pretexto de ser vengadores de sangre, a los que se dirigían a Siquem. Despojaban a unos inocentes al cubrir sus asesinatos con la capa de la ley. Era en el dominio de Efraim, jefe de las diez tribus, en donde se cometían las peores infamias. Mas he aquí el profeta, según su costumbre, pasa sin transición alguna de Israel a Judá, a quien acababa de decir: “¿Qué te haré a ti, oh Judá?”, y le echa una mirada de compasión: “Para ti también, oh Judá, está preparada una siega, cuando yo hiciere tornar el cautiverio de mi pueblo” (versículo 11). ¿No parece que Jehová debería decir: Para ti también, oh Judá, tomará lugar el juicio? ¡No! “Dios ama la misericordia” (bondad); y se aparta del juicio para considerar lo que seguirá. Sin duda, Judá irá en cautiverio como Efraim, pero este cautiverio llegará a su fin. Encontramos aquí el término tan a menudo empleado en los profetas, traducido literalmente: “cuando yo hiciere tornar el cautiverio”, es decir pondré fin a ello para traer la restauración de Mi pueblo. Es como una muestra anticipada del Evangelio: Dios anuncia Su gracia a Judá la culpable. “Para ti también, oh Judá, está preparada una siega”, nada de esa siega terrible cuando el Hijo del hombre colocará Su hoz afilada sobre la tierra para segarla (Apocalipsis 14:16), sino una siega feliz, perteneciendo a Judá, a los cautivos de Sion, cuando dirán: “¡Haz tornar, oh Jehová, nuestros cautivos, como los arroyos en la tierra del Mediodía!”, y recibirán como respuesta: “Los que siembran con lágrimas, con regocijo segarán” (Salmo 126:4-5).
¡Qué corazón más grande, el de nuestro Dios! Nunca encuentra Su descanso en Sus juicios. Nada más anunciar las calamidades que alcanzarán al pueblo perverso y a los hombres que habitan la tierra, ¡se detiene y viene para encontrar Su descanso en el despliegue de Su gracia! ¡Dejando el cuervo del diluvio para que se harte en algún cadáver bamboleándose en las aguas, la paloma vuela a su arca, a su lugar de descanso, llevando en su pico el emblema de la paz que va a seguir el naufragio!
En el capítulo 7, las imágenes del profeta vengador se hacen cada vez más tumultuosas en su intermitencia, cual chorro presuroso para salir del tubo demasiado estrecho de una fuente. Se trata otra vez de Efraim. El caso es que a la puerta espera el juicio. Si uno quiere escaparse ¡no hay ni un instante que perder! “Cuando yo quería sanar a Israel, entonces se puso en descubierto la iniquidad de Efraim y las maldades de Samaria: porque practican el fraude y el ladrón pasa hacia dentro, mientras que una tropa de bandidos despoja por fuera. Y ellos no consideran en su corazón que yo me acuerdo de todas sus maldades: ahora sus obras detestables los tienen cercados; delante de mi vista están” (versículos 1-2). Efraim había sido una banda de ladrones y de bandidos (capítulo 6:9), ahora el ladrón entraba en su casa y los bandidos la asaltaban desde afuera. Siria, Egipto y Asiria iban a caer, ya caían, sobre la nación culpable. Estaban con sus fechorías ante la faz de Jehová, ¡y cuando pensamos que hubiera podido encontrarse allí con su arrepentimiento (capítulo 6:2) para obtener liberación y salvación!
Como lo hemos dicho, las imágenes se precipitan y se confunden; es la indignación contra el mal, pero también es un último llamamiento hacia Efraim. “Todos ellos son adúlteros; son como horno calentado por el panadero: deja éste de atizar la lumbre, después de hacer la masa, hasta que ésta fermente” (versículo 4). Habla aquí de la religión de as diez tribus, de la mezcla de la idolatría con el culto de Jehová. Los que les conducen tienen conciencia de lo que hacen y lo hacen hasta que ésta fermente. Es una imagen parecida a la de Mateo 13:33, donde el Señor caracteriza el mal doctrinal introducido en el cristianismo. Luego hay que cocer a su punto este pan levantado para que venga a ser alimento aceptable. Los que se dedican a esta tarea cuidadosamente evitan el horno sobrecalentado; piensan escapar el juicio al seguir guardando la “forma de la piedad”; igual como el panadero, cesan de atizar el fuego para que su pan salga del horno y encuentre a numerosos consumidores.
Pero la corrupción religiosa engendra la corrupción moral, y conduce a que sean burladas las cosas sagradas, y termina con la violencia. “En el día de nuestro rey, los príncipes le hirieron en el calor del vino; él tendió sus manos a los escarnecedores. Porque ellos se le acercaron; como un horno es su corazón mientras le ponen asechanzas; toda la noche su panadero duerme; a la mañana el horno arde como fuego abrasador” (versículos 5-6). Aquí el horno es imagen de su propio corazón. Su panadero, la conciencia suya, ha dormido toda la noche. Por la mañana, cuando llegan al blanco de sus deseos y de sus codicias, el fuego, cuyas llamas han crecido durante su sueño, les devora sin que puedan escapar.
“Todos ellos arden como un horno; pues han devorado a sus jueces: todos sus reyes han caído; no hay entre ellos quien me invoque a mí” (versículo 7). Aquí son ellos mismos quienes, como un horno, devoran a sus jueces y sus reyes. Eso sucedió literalmente con Efraim y marca la fecha de esta profecía contra los reyes que, desde Zacarías, el último de la raza de Jehú, se sucedieron hasta el rey Oseas sobre el trono de Israel. Leemos los detalles de esta época en 2 Reyes 15:10,14,25,30; 17:1.
“Efraim se ha mezclado con los demás pueblos; Efraim ha venido a ser una torta a la cual no se ha dado vuelta. Los extraños han devorado su fuerza, mas él no lo sabe” (versículos 8-9). Aquí la imagen de la masa levantada sigue obsesionando al profeta. Efraim debería haber sido una torta sin levadura para Jehová; mezclado con la levadura de las naciones, se alió con Egipto y con Asiria. Pero estas naciones vinieron a ser el horno que consumió a Efraim, esta torta “a la cual no se ha dado vuelta”, que no se arrepintió, cuyo rostro no se ha mudado frente a Dios. Por lo tanto ha desaparecido toda su fuerza, y, ¡él no lo sabe!
¡Palabra seria es ésta! Cual Efraim, la cristiandad de hoy, mezclada con la levadura del mundo que ha hecho leudar toda la masa, ¿acaso está más consciente de ello? ¿Se ha vuelto hacia Dios? Piensa mejorar el mundo, proclama que las buenas compañías mejorarán las malas costumbres y no sabe que es el mundo quien la devora. Uno puede jactarse de ser protestante o católico, de pertenecer a una del sin fin de sectas de la cristiandad; este pensamiento denota la absoluta ignorancia de la debilidad en la cual nos hunde la alianza con el mundo: “él no lo sabe”, dice el profeta. “También las canas le salen, esparcidas aquí y allí, mas él no lo sabe” (versículo 9). Ha llegado el descanso, las canas esparcidas sobre Efraim lo son sobre la cristiandad de nuestros días. Su vejez se inclina ya hacia el sepulcro y ¡no lo sabe ella! ¡Esta ignorancia de su propio estado debería convencer la conciencia de los a quienes Dios se ha revelado! ¿Somos semejantes al profeta cuyo corazón quedaba oprimido por esta ignorancia? Y lo que es todavía peor, es que está mezclada con el orgullo. “Asimismo la soberbia de Israel testifica contra él en su misma cara; pero ellos no se vuelven a Jehová su Dios, ni le buscan, a pesar de todo esto” (versículo 10). Tan poco piensa uno en Dios, que se conserva una opinión muy alta de su religión, cuando ya el fuego del juicio está preparado. Si el corazón se vuelve hacia Dios, muy rápidamente abandona su orgullo religioso para acercarse a Él, humilde y arrepentido, única actitud que conviene a quien está convencido de pecado.
Mas el orgullo acompaña la falta de inteligencia. “Y Efraim ha venido a ser como una paloma simple, sin entendimiento: claman a Egipto, acuden a Asiria”. Los reyes de Efraim se imaginaban ser hábiles políticos al apoyarse alternativamente sobre la una y la otra de estas naciones enemigas. “Tenderé sobre ellos mi red”. Eso sucedió literalmente bajo Oseas, último rey de Israel y bajo sus predecesores (2 Reyes 17:4; 15:19-20).
Se ve, en los versículos 13-16, cuáles habían sido los cuidados de Dios hacia Israel y Su propósito a su respecto. “Yo les iba a redimir”. Tal es siempre, en todo tiempo, Su primer pensamiento para con el hombre que por el pecado ha venido a ser esclavo de Satanás. Luego, a causa de su maldad, se vio obligado a castigarles; después, frenando el curso de Sus juicios, había “robustecido sus brazos”, y ellos se aprovecharon de Su favor para “maquinar el mal contra él” (versículo 15). He aquí, en algunas palabras, la relación de lo que Dios había encontrado en este pueblo obstinado: se habían huido lejos de Él, se habían rebelado, habían proferido mentiras contra Él; aullaron de dolor sobre sus camas y no soñaban en clamar a Dios y en implorarle; les reunían sus intereses materiales (carácter de toda asociación humana), pero no sentían en absoluto la necesidad de acercarse a Él: “andan errantes, alejándose de mí”. En vez de volver al Altísimo, volvían como un arco engañoso, para combatir contra Él. En vano Dios sondeaba su corazón para buscar allí o producir en él, por Su gracia, algún fruto; en todas las partes tropezaba con la indiferencia, con la mentira, con la rebeldía, con la guerra abierta.
Por eso (versículo 16) su ruina y la de sus príncipes insolentes era inevitable. Se habían vuelto hacia Egipto y venían a ser para éste “objeto de irrisión”. Los que antiguamente conocieron a Dios y anduvieron, mucho tiempo quizás, en Su camino y bajo Su ley, encuentran siempre el desprecio del mundo, cuando vueltos infieles a sus primeras creencias, buscaron su amistad. El mundo, en vez de recibirlos con favor, se mofa de ellos, según la medida en la que antes había sido más notable su testimonio. Abandonaron a Dios y Su pueblo, tal como lo hizo Efraim, mas sin encontrar la estima del mundo que les vuelve en irrisión. Un arco engañoso se desecha; el mundo no quiere nada de ello, y Dios ¿lo querrá?
Oseas 8-10
Sembraron el viento, y segarán el torbellino
Capítulo 8.— En el capítulo 8, Israel, o las diez tribus, es considerado como obrando a la manera de las naciones: “Ellos se han establecido reyes, mas no por mí; se han constituido príncipes, pero yo nada conocía de ello” (versículo 4). Es, en efecto, lo que aconteció, y lo que confirma, como lo hemos visto, el primer versículo del capítulo 1. Desde Jeroboam II, rey de Israel, Oseas ignora adrede a todos los reyes que le sucedieron. Su historia (2 Reyes 15-17) muestra que Jehová ya no los reconoce, y ¿cómo ha de reconocerlos el profeta? Esos reyes no se establecieron por descendencia real, como en Judá, ni por orden positiva de Dios, como para la posteridad de Jehú: la sublevación, el asesinato, los hacían aparecer o desaparecer. Mucho más, Israel, con su dinero y su oro, había hecho ídolos, y esa acción llamaba su supresión y la venganza: “Se ha encendido mi ira contra ellos” (versículo 5). Por eso el Asirio iba a caer sobre las diez tribus cual un buitre. Desde entre sus garras exclamarán: “¡Dios mío, nosotros, tu Israel, te conocemos!”. Ese conocimiento que se acomodaba a los becerros de Bet-El y de Dan no les valdrá para nada (versículos 1-2). Lo mismo ocurrirá en la tribulación futura del pueblo. Dirá: “En tu presencia hemos comido y bebido, y tú has enseñado en nuestras plazas; mas él dirá: Digoos que no sé de dónde sois: apartaos de mí todos los obradores de iniquidad” (Lucas 13:26-27). Igual sucederá cuando los cristianos profesantes, sin vida y sin el Espíritu, vendrán y llamarán a la puerta diciendo: ¡Señor, Señor, ábrenos! Mas él respondiendo, dirá: De cierto os digo: No os conozco” (Mateo 25:11-12). De hecho, a pesar de su grito: “te conocemos”, Israel quedaba sin Dios. ¡Pues bien! hasta su ídolo le rechazaba: “Tu becerro, oh Samaria (traducción variante) te ha rechazado”, puesto que el Asirio caía victoriosamente sobre él; y, a su vez, ese mismo ídolo sería hecho pedazos (versículo 6). Cuando se ha recibido la revelación del verdadero Dios, ¡cuán serio resulta ser el desviarse uno de Él! “Los que siembran el viento, cosechan la tempestad”. Tal fue la suerte de ese pobre pueblo bajo el profeta Oseas, pero aquello permanece verdad en toda época. La cristiandad posee inmensos privilegios. Como antaño lo que a Israel, le han sido confiados los oráculos de Dios, y el Espíritu de Dios los interprete en su medio. Mucho peor hace que “traspasar su pacto y rebelarse contra su ley” (versículo 1), pues que rechaza las promesas de Dios y desprecia Su gracia. ¿Qué es lo que cosechará, si no es un juicio sin remisión alguna, a no ser que se arrepienta?
El juicio por manos del Asirio viene “contra la familia de Jehová” (versículo 1). Es así como el profeta llama a las diez tribus, y se ve lo que había venido a ser esta casa. Como en estos tiempos la cristiandad, Israel era una casa grande donde toda clase de iniquidad había elegido su domicilio.
Como lo hemos visto, en el caso de Oseas el profeta, una imagen da lugar a otra. No es el río ancho y majestuoso de Isaías que profetizaba al mismo tiempo que él, sino un torrente impetuoso que se abalanza turbulento bajo el impulso del Espíritu profético. En el momento en que habla de sembrar el viento y dé segar el torbellino, la sola imagen de la cosecha le obliga a preguntar si hay, en Efraim, fruto para Dios: “no tendrán mies; su espiga no dará harina; y si acaso la diere, los extraños la devorarán” (versículo 7). ¡Nada de fruta! ¡Nada que brote, dando alguna esperanza para el futuro! ¡Nada que pueda servir como alimento! Lo que Israel podría producir queda devorado por las naciones en las cuales se confía. Ahora, agotada la comida, ¡permanece entre las naciones cual vaso vacío que sirve para cualquier cosa!
(Versículos 9-10).— Efraim, no teniendo confianza alguna en Dios, su especial pecado es de haber buscado el apoyo del Asirio. Más tarde, Ezequías muestra que Judá no se hacía culpable del pecado de Efraim. Oseas alude a Manahén, rey de Israel, el cual, en los tiempos de Azarías, había dado mil talentos de dinero a Pul, rey de Asiria “para que su mano estuviese con él, a fin de afianzar el reino en su poder” (2 Reyes 15:19); mas, dice el profeta, “ahora mismo voy a juntar las naciones contra ellos, y dentro de poco ellos estarán en angustia, a causa de la pesada carga del rey de los príncipes” (versículo 10).
Sin embargo la idolatría (versículos 11-14) era el pecado principal de Efraim, por lo cual serían castigados y “se volverían a Egipto” (versículo 13). Notemos aquí que “volver a Egipto” se presenta como un asunto moral y no como un regreso material a Egipto. Israel había buscado el apoyo de este país, volvería a caer bajo la servidumbre de la cual antiguamente el pueblo había sido librado. Lo mismo ocurre en el capítulo 9:3: “Efraim se volverá a Egipto, y comerán en Asiria cosas inmundas”. El retorno a Egipto no es otra cosa sino el cautiverio bajo el yugo del Asirio atraído por el recurso de ayuda de Egipto. Oseas, como lo hemos visto, se acostumbra en el empleo de esas imágenes de a golpe y en esas transiciones bruscas. La imagen conduce a un nuevo hecho en relación con ella. Es así que en el capítulo 9:6, se nos dice que “Egipto los recogerá; Memfis les dará sepultura”. Fue el caso de Judá, como lo vemos en el profeta Jeremías (Jeremías 41-44; 46:13-19) mientras que Oseas nos dice categóricamente, en el capítulo 11:5 que Efraim “no había de volver a la tierra de Egipto; mas ahora el Asirio será su rey”. La distinción entre la suerte de Israel y la de Judá se introduce en el versículo 14 del capítulo 8: “Porque Israel se ha olvidado de su Hacedor, y ha edificado templos para sí; y Judá se ha multiplicado ciudades fortificadas: enviaré fuego en sus ciudades, que consumirá sus palacios”. Eso explica la confusión aparente que encontramos en el capítulo 9. Al tiempo que siempre los distingue el uno del otro, el profeta a veces asimila en ciertas cosas los dos reinos, como los que atraen sobre sí el juicio de Dios.
Capítulo 9.— Los versículos 1-4 del capítulo 9 se relacionan con los versículos 11-14 del capítulo anterior. Todo lo que Israel, las diez tribus, y Efraim, su representante y su conductor, habían, pretendidamente, sacrificado a Dios, lo habían ofrecido a ellos mismos: “porque su alimento será sólo para saciar su apetito” (versículo 4). Cuando ofrecían un sacrificio (versículos 8,13), solamente ofrecían carne para comérsela. El trigo candeal que cultivaban para ellos mismos les sería quitado (versículo 2); en su lugar comerían las cosas impuras de Asiria, del país de su cautiverio (versículo 3). Todo lo que ofrecerán a Jehová será manchado; no lo aceptará Dios, y ellos mismos se mancharán por el mismo producto de su inmundicia. Era un círculo vicioso que salía de ellos mismos y que a ellos mismos volvía, nada más que inmundicia, nada para Dios. “No habrá venido” como pan de proposición “a la Casa de Jehová” (versículo 4). Ese principio es de todos los tiempos. Por lo hermosa que sea la apariencia que tienen las obras religiosas de los hombres pecadores, las hacen para ser satisfechos con ellos mismos y no para complacer a un Dios que no conocen. Es un pan manchado que no tiene acceso en la casa de Dios.
De Efraim, el profeta pasa sin transición a Judá (versículos 5-10). Fue él, en efecto, quien huyó a Egipto y encontró su tumba en Memfis, además de unos escapados. Lo restante de los bienes que los judíos se habían llevado fue tragado en este desastre. Oseas anuncia, referente a la deportación de Israel que tuvo lugar poco tiempo después, la destrucción de los restos de Judá llegados aproximadamente siglo y medio más tarde. El mal era tal que el profeta estaba como arrebatado por la locura mientras detallaba lo enorme que era la iniquidad del pueblo de Dios: “¡El profeta es un insensato, el hombre inspirado está loco! a causa de la muchedumbre de tu iniquidad, y por ser grande tu rencor” (versículo 7), palabra que conviene retener para explicar la incoherencia aparente del profeta Oseas. En efecto, tan grande era el mal que lo compara con “los días de Gabaa” (pues que en estos versículos está en el terreno de las dos tribus), haciendo alusión al crimen de Benjamín (Jueces 19), que antiguamente había precisado su exterminio casi completo.
En los versículos 10-17, Dios habla al conjunto de Su pueblo, tal como Dios lo había contemplado en el desierto: ¡Cuán grande belleza había entonces en ese Israel; qué refrigerio para el corazón de Dios quien encontraba en él Su gozo y Su deleite, “¡como uvas en el desierto!”. Encontramos, por otra parte, en Jeremías 2:1-3, cuáles eran los sentimientos del mismo Israel, atraído por el primer amor hacia los pasos de su esposo y de su pastor. ¡Ay! pronto el pueblo había ido tras Baal-peor, dios de las hijas de Moab (versículo 10; Números 25:1-5).
Con cuán grande dolor el profeta vuelve ahora a Efraim, su constante preocupación. Dios lo había visto como ciudad rica y floreciente, un Tiro, rodeado por un campo maravilloso. ¿Qué había sido de él? ¿Había valido más que el conjunto del pueblo en Sitim? No; ¡en nada había respondido a la expectación de su esposo! Cual mujer estéril jamás había concebido, jamás llevado fruto, jamás producido retoño alguno en qué descansar el amor de su esposo; ¡“ningún alumbramiento” para Dios! Pues que Efraim tenía hijos de su prostitución y, bajo el juicio de Dios, sería obligado a “sacar a sus mismos hijos al matador”, a ese Jareb exterminador de Israel.
Y de nuevo (versículos 14-17), el profeta vuelve a apostrofar al conjunto de las nueve tribus por una parte, a Efraim por la otra. Israel, no más que Efraim, no había producido nada para Dios. Este les da “matriz abortadora, y enjutos pechos”; les hiere con esterilidad —su juicio sobre ellos—. “Toda su maldad”, dice, “está concentrada en Gilgal”, en el lugar mismo en el que la carne había sido suprimida y donde el oprobio de Egipto había sido descargado de los hombros del pueblo. La carne se muestra allí en toda su fealdad, desafiando la santidad de Dios. Por eso dice Dios: “¡de mi Casa los expulsaré, no volveré a amarlos más!”. “¡Todos sus príncipes son apóstatas! Herido de maldición ha sido Efraim; su raíz se ha secado; no volverán a dar fruto” (versículos 15-16); maldición final pronunciada más tarde por el Señor sobre Judá, luego sobre el hombre, sobre la higuera sin fruto. “De aquí en adelante nadie coma de ti para siempre ... Vieron que la higuera se había secado desde las raíces” (Marcos 11:14,20). El único milagro del Señor que no fue un milagro de amor viene mencionado en estas páginas de venganza. En Efraim, en el hombre, no había nacimiento (versículo 11), pero, dice Dios, “aunque tuvieren hijos, yo daré muerte al amado fruto de sus entrañas” (versículo 16). Las diez tribus no se multiplicarán, y ello subsiste hasta hoy, han desaparecido sin dejar huella, mientras que los de Judá (pues que este capítulo trata alternativamente del uno y del otro) “vendrán a ser errantes entre las naciones” (versículo 17), y tales siguen siendo.
Capítulo 10.— El capítulo 10 prosigue, sin interrupción, el mismo tema. Los versículos 1-3 presentan lo que Israel era ahora, en contraste con lo que había sido al principio (9:10). “Israel es una vid lozana, mas lleva fruto para sí mismo”. Antiguamente Dios había encontrado Sus delicias en Israel como uvas en el desierto, aunque, sin duda, muy rápidamente abandonaron al Dios viviente por Baal-peor (9:10); pero aquí Israel (habla particularmente de las diez tribus) había venido a ser una vid lozana, bella en su desarrollo, teniendo toda apariencia de fuerza, de poder y de vitalidad, mas sin llevar ningún fruto para Dios. Todos sus frutos, los había llevado Israel para saciar su propio apetito (véase 9:4). La cristiandad ofrece el mismo espectáculo que esta vid lozana. Se nos enseña bajo la figura de un gran árbol salido de una pequeña semilla, lo bastante fuerte como para ofrecer amparo a los pájaros de los cielos y sombra para las bestias del campo, pero ¿dónde está su fruto para Dios? (Mateo 13:32). Efraim había empleado toda su prosperidad material en multiplicar sus altares. Plantado en un campo agradable (9:13), ¿en qué hizo útil la hermosura de su país? “¡Cuanto mejor sea su tierra, tanto mejoran ellos sus estatuas!” (versículo 1). Por lo tanto, Dios, en Su indignación, derribará todo ese aparato de idolatría. “Ahora”, en el momento en que el profeta está hablando, “habrán de decir: ¡No tenemos rey!”. Sabemos, en efecto, que antes del advenimiento de Oseas, su último rey, hubo un período de anarquía, durante el cual el pueblo culpable, viéndose abandonado por Dios, decía: “el rey pues ¿qué habría de hacer por nosotros?” (versículo 3).
(Versículos 4-6).— “Hablan vanas palabras: con juramentos falsos hacen los pactos”. Eso ocurrió literalmente con su último rey, Oseas. Al mismo tiempo que concluyó una alianza con Salmanasar, rey de Asiria, a quien prestó juramento falso, buscaba traidoramente el apoyo de So, rey de Egipto (2 Reyes 17:4-6). Una escena parecida se renovó mucho más tarde bajo Sedequías, con respecto al rey de Babilonia (2 Crónicas 36:13). Por eso el juicio, cual “cicuta”, crecerá en los surcos del campo, destruyendo toda esperanza de cosecha. Salmanasar se vengó de la traición de Oseas, subió contra las diez tribus y asedió a Samaria, su capital. ¿Qué es lo que hace el pueblo de Samaria en presencia del juicio que acomete contra ellos? Tiembla por motivo de “la excelsa becerra de Bet-aven”, el ídolo de Bet-El, lugar que en su indignación el profeta llama Bet-aven (como en 4:15; 5:8; 10:8), casa de vanidad o de iniquidad. Un Bet-aven existía, de hecho, en los tiempos de Josué. En el deslinde de las fronteras bastante restringidas de Benjamín, es mencionado como lugar desierto poco alejado de Bet-El (Josué 18:12-13). Pero el profeta emplea este término que también se puede traducir: “casa de ídolos” para caracterizar lo que Bet-El, la casa de Dios, había venido a ser. Estaba en Dan y en Bet-El donde Jeroboam I había establecido los becerros de oro (1 Reyes 12:29). Bet-El en adelante era un verdadero desierto, una casa de ídolos, una vanidad, una abominación para el Dios que de ello había hecho Su casa y solemnemente había confinado Sus promesas de gracia a Jacob (Génesis 28:19; 35:15). El becerro de oro tenía su Kemarim (sacerdotes idolátricos), sus sacrificadores que temblaban por él. Como más tarde, cuando la revuelta por causa de la gran Diana de los Efesios, si el becerro de oro venía a desaparecer, toda esperanza de ganancia suya quedaba aniquilada. El valor monetario del ídolo también desempeñaba un papel en el luto del pueblo. Su tesoro, el testigo de su prosperidad material, al mismo tiempo que su dios, les era quitado para ser trasladado a Salmanasar, el rey Jareb de ese día, enemigo de Efraim.
“Destruida ha sido Samaria; su rey es como una paja sobre la superficie de las aguas. Serán destruidos también los altos de Aven, que ha sido el pecado de Israel: espinos y abrojos crecerán sobre sus altares: aquellos idólatras dirán a las montañas: ¡Cubridnos! y a las colinas: ¡Caed sobre nosotros!” (versículos 7-8). Estos versículos corresponden a 2 Reyes 17:4-6. El profeta nos enseña que Oseas había de perecer después de haber sido puesto en la prisión y atado con cadenas por Salmanasar. Todo eso estaba cerca, mas todavía venidero en la época del profeta. La idolatría de Efraim había de desaparecer por debajo de la faz de los cielos; la espina y la zarza habían de cubrir sus altares, Bet-El volvería a ser el desierto de Bet-aven. Así sigue siendo hasta hoy.
Sin embargo, como siempre, la profecía no para en una interpretación cercana, sino que nos traslada a un tiempo futuro, en el que, ya no a continuación de la idolatría, sino después del rechazamiento del Cristo, el juicio alcanzará a ese pueblo culpable. Es lo que el Señor anunciaba a las hijas de Jerusalem, cuando se dirigía hacia el Calvario: “Hijas de Jerusalem, no lloréis por mí, mas llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Pues he aquí que vienen días en los cuales dirán: Dichosas las estériles y los vientres que nunca concibieron, y los pechos que no amamantaron” (véase Oseas 9:11,14). “Entonces comenzarán a decir a las montañas: Caed sobre nosotros: y a los collados: Cubridnos. Porque si tales cosas se hacen en el árbol verde, ¿cuáles no se harán en el seco?” (Lucas 23:28-31). Tal será también el grito de los hombres, desde los reyes hasta los esclavos, bajo el sexto sello del Apocalipsis cuando se esconderán ante la ira del Cordero (Apocalipsis 6:16-17).
En los versículos 9-15 el profeta vuelve a encerrar a Judá con Israel en el mismo juicio. Gabaa, como lo hemos visto más arriba (9:9), habla del pecado de Benjamín, pero el profeta hace resaltar que “la guerra contra los hijos de iniquidad” no había alcanzado a aquellos de Israel que se erigían en campeones de la justicia (versículo 9). Por tanto llegaría un tiempo cuando Dios castigaría a los que habían sido instrumentos del castigo de Benjamín. Judá y las diez tribus serían “amarrados por sus dos iniquidades”. Los dos, nos dice el profeta, serán avasallados bajo el yugo de las naciones: “Y Efraim es una novilla enseñada, a la que le gusta trillar; ¡mas yo hago pasar el yugo sobre su hermosa cerviz! a Efraim le haré uncir, Judá tirará del arado, y Jacob desmenuzará los terrones”. ¡Serán esclavos, cada uno de ellos en circunstancias y en épocas diversas, para hacer levantar y prosperar las cosechas de los extranjeros!
¡Ah! ¿no era todavía tiempo para sembrar en justicia para cosechar según la piedad, para roturar un terreno nuevo, para volver a empezar una vida, producto de un nuevo nacimiento, y para buscar a Jehová? (versículo 12). En cuanto Israel siga este camino vendrá el Señor, como la lluvia, a traer justicia al terreno así preparado (véase 6:3). Mas resulta imposible que semejante bendición se produzca sin el arrepentimiento y la conversión “que busca a Jehová”.
¿Por qué y para quién habían trabajado hasta entonces Efraim y Judá? “Habéis arado maldad; injusticia es lo que habéis segado; habéis comido el fruto de mala fe” (versículo 13). De modo que, como siempre en Oseas, las imágenes producen, por así decirlo, los pensamientos, y vemos la labranza significar a la vez el yugo de las naciones, la iniquidad del pueblo y el retorno del corazón a Jehová.
Pero pronto todas las fortalezas de Efraim serán destruidas “a la manera que Salmán saqueó a Bet-arbel, en el día de la batalla”, es decir como Salmán, cuyo ejército asedió Samaria y destruyó no cabe duda, de forma espantosa, Bet-arbel, una de esas fortalezas que no es nombrada más que en este pasaje.
Por fin este capítulo se termina con estas palabras proféticas: “Al romper el alba, es enteramente destruido el rey de Israel” (versículo 15). Con el rey Oseas, la realeza sobre las diez tribus va a tomar fin, volver a entrarse en la nada, y jamás volverá a ser cuestión de ella.
Oseas 11
El nuevo Israel y la misericordia después de los juicios
Los capítulos 11-13 tienen esto en particular, a saber que, parecidos a los tres primeros capítulos, añaden al debate de los capítulos 4-10 palabras de apaciguamiento, destellos de esperanza, alusiones a un Libertador futuro, el recuerdo de las primeras muestras de gracia y la esperanza de liberaciones futuras. Estos capítulos preparan el capítulo final, la restauración plena de Israel en el camino del arrepentimiento. En todos los capítulos que preceden, un solo pasaje, y aun éste se pone como exhortación en la boca del profeta (6:1-3), podría aproximarse a los que vamos a encontrar. Aquí, hemos terminado en gran parte con las escenas de indignación tan fogosas, con las imágenes tan imprevistas cuyo texto tan a menudo nos vimos obligados a parafrasear, versículo tras versículo, para dar a entender su sentido. En el capítulo 11 la tormenta ya se aleja, pero no ha cesado del todo. Aquí y allá un estampido de trueno, un relámpago que cae, muestran que todo no ha terminado. Pero ya, de cuando en cuando, un rayo de sol perfora las sombrías nubes, el viento ya ruge en ráfagas inesperadas; un aliento más suave anuncia que la estación nueva no tardará en aparecer.
(Versículos 1-7).— Después de haber mencionado la destrucción total de Efraim y de su rey, el profeta vuelve a la historia pasada de Israel y nos relata cómo, en su juventud, Dios había tomado placer en él. Lo había adoptado, lo había llamado fuera de Egipto para conducirlo a Canaán, tal como había llamado a Abraham fuera de Ur de los Caldeos. Dios había hecho todo eso; Israel, en sí mismo, no tenía otro atractivo para Él que su juventud indefensa y el yugo de servidumbre que pesaba sobre él. Por Su libre elección Dios lo había amado y colocado en relación íntima con Él mismo. ¿Podría existir una intimidad mayor que la de un hijo con su padre? El profeta ya hizo alusión, en el capítulo 9:10, al precio que Jehová vinculaba con la posesión de Israel. ¿Qué es lo que el pueblo había hecho de todos esos privilegios? Se desviaban cuando los profetas venían a hablarles; y, cosa espantosa, “sacrificando a los Baales, y quemando incienso a las esculturas” (versículo 2). Esa conducta no había cansado la paciencia de Dios. Al tomar en cuenta la extremada juventud de Su pueblo, cual padre tierno lo haría con respecto a un niño pequeño, le había enseñado a andar (aquí encontramos a Efraim solo), lo había cogido en brazos, como un niño fatigado —¡qué amor, qué tiernos cuidados!— pero Efraim no había tenido ninguna consciencia de toda la solicitud de Dios por lo que a él se refiere: “mas ellos no reconocieron que yo les daba salud”. Dios los disculpaba aun. A medida que crecían, aumentaban para con ellos Sus cuidados, y éstos se adaptaban a su edad. Cual guía atento al bienestar de un viajero, Dios los ataba con cuerdas de amor para atraerles tras Él. Se les impedía a que se alimentasen libremente por el yugo que pesaba sobre sus quijadas; ¡cuántas veces Dios había aflojado el yugo para suavemente darles de comer! Todo ese cuadro de la ternura de Dios a su respecto es lo propio para tocar el corazón y alcanzar la conciencia de Su pueblo. Mas todo fue inútil. Cuántas veces durante la marcha en el desierto su corazón había vuelto a Egipto, cuántas veces desde su entrada en Canaán, se había orientado hacia el lado de este país de esclavitud, cuando surgían dificultades, fruto de su infidelidad. En esos días de ocaso, Efraim se caracterizó de modo particular por la búsqueda de los socorros de Egipto, como lo vimos en los capítulos anteriores, y en su historia. En adelante, dice Jehová, “Israel no había de volver a la tierra de Egipto; mas ahora el Asirio será su rey”. Todos sus instintos y sus deseos le llevaban a eso; en absoluto tomaba en cuenta el que Dios le había llamado fuera de Egipto —pero, dice el profeta, no efectuará ese retorno y será trasladado a unas regiones lejanas por el Asirio que se enseñoreará sobre él—. Otra fue la suerte de Judá; rebelde a la palabra de Jeremías, persistió en refugiarse en Egipto para huir el yugo de Babilonia, y no pudo escapar a la destrucción.
Tal es el fin de la historia de Efraim, pero, gracia infinita, no es fin de la historia de Dios. Se nos dice, en Mateo 2:15, que José tomó al pequeño niño Jesús y se retiró a Egipto, “para que se cumpliera lo dicho por el Señor, por medio del profeta, que dijo: De Egipto llamé a mi Hijo”. Tal era (¿había de creerse?) el propósito de la profecía de Oseas; se cumplía en ese acontecimiento. Dios tenía otro, un segundo Israel, objeto de Sus consejos de eternidad; ése había de glorificarle y contestar a todas las exigencias de Su santidad, de Su justicia y de Su amor. La viña de Israel que Jehová había plantado no había producido para Dios más que racimos silvestres (Isaías 5); la “vid lozana” había llevado fruto para sí mismo (10:1). Por lo tanto fueron rotos sus cercos y las bestias del campo lo ramonearon. Mas el Señor mirará desde los cielos y en cierto momento visitará ese pie de viña que Su derecha había plantado y esa provena que había fortalecido para Sí —es decir, que restablecerá a Israel—. Pero ¿cómo? “Sea tu mano sobre el varón de tu diestra, y sobre el hijo del hombre que para ti fortaleciste”. Israel resucitará y nuevamente será introducido en la bendición por el verdadero hijo de la diestra de Dios (Salmo 80), por la vid verdadera (Juan 15) que sólo puede llevar para Jehová los sarmientos de Israel. Solamente la vid verdadera no aguarda su gloria futura de Mesías, para llevar fruto para Dios. Lo lleva ahora en la tierra y todos los sarmientos de entre las naciones que hoy están en relación viva con él aquí en la tierra, formarán en la gloria su Esposa celestial, mientras que Israel, unido con su Mesías, volverá a aparecer en el reino milenario como la vid de Jehová.
(Versículos 8-11).— En el capítulo 6:4, Dios había preguntado: “¿Qué te haré, oh Efraim?”, mostrando que ya no había juicio bastante severo para él y para Judá. Aquí exclama: “¿Cómo te he de abandonar, oh Efraim? ¿Podré yo entregarte, oh Israel?”. Cristo, el verdadero Israel, habiendo sido llamado fuera de Egipto, un medio había sido encontrado para hacer intervenir la gracia. ¿Haría Dios de Israel lo que había hecho de los reyes de Canaán, de los reyes de Adma y de Zeboim, en los días de Abraham? (Génesis 14:2). No, dice, “¡se ha revuelto mi corazón dentro de mí, mis compasiones todas juntas están encendidas! ¡No ejecutaré el ardor de mi ira, no volveré para destruir a Efraim: porque Dios soy, y no hombre, el Santo que estoy en medio de ti; y no vendré a ti en ira!” (versículos 8-9). Llegará un día cuando sus caminos cambiarán hacia su pueblo, cuando dará libre curso a sus compasiones; es Dios, y la ira no es parte de su Ser, aunque haya sido obligado a manifestar su justicia en juicio —mas es amor—. Es Santo, sin duda, en medio de Su pueblo, y es preciso que éste lo sepa y que haga la experiencia, pero es ante todo un Dios cuyas compasiones todas juntas están encendidas. Jesús ¿no lo fue, Él, Hijo de Dios llamado fuera de Egipto? Habiendo venido como Dios, como Emanuel, a Israel, ¿era para juzgar? Su vida ¿no ha sido de un extremo a otro, una vida de compasión? (Véanse Mateo 9:36; 14:14; 18:27; 20:34; Marcos 6:34; 9:22; Lucas 10:33; 15:20). Vino a manifestar a ese pueblo miserable y a todos los hombres lo que había en Su corazón, en el corazón de Dios para ellos. Por eso, resumiendo todo lo que acababa de revelar en cuanto a los pensamientos de Dios hacia el hombre, el apóstol Pablo podía decir: “Os ruego pues, hermanos, por las compasiones de Dios” (Romanos 12:1). Es la venida del Hijo de Su diestra, del verdadero Benjamín, primer nacido aunque último nacido, quien abrió la esclusa de las compasiones de Dios, mientras que el Dios santo, en el gobierno de Su pueblo, después de haber abierto la esclusa de Sus juicios, debería haberles dado curso hasta su agotamiento.
¡Qué cambio se operó con la venida de Cristo! La historia de Israel volvió a empezar con Él, para la gloria de Dios, que Su antiguo pueblo había librado al oprobio. Este nuevo Israel, joven niño, era Aquel de quien Dios había dicho: “Mi Hijo eres tú, yo te he engendrado hoy” (Salmo 2). Lo llamó fuera de Egipto, para introducirlo como Rey en Canaán sobre Su pueblo terrenal; también lo llamó fuera de Egipto, fuera del mundo, para introducirlo, y todos Sus rescatados con Él, en las delicias del Canaán celestial.
Entonces, dice el profeta, “En pos de Jehová andarán” (versículo 10). El león de Judá tan solo tendrá que hacer oír su rugido, para que “los hijos” acudan de todas partes hacia Él. Ya no rugirá contra ellos, sino contra las naciones que los han avasallado; ellos tendrán confianza en este rugido. Llegarán desde Occidente (Judá), de Asiria (Israel). A todo vuelo huirán de Egipto, como antiguamente cuando el Señor los llamaba para que saliesen de allí.
¿No tenemos razón de decir que semejante capítulo respira la compasión todavía más que los juicios, la esperanza de Israel más que su destrucción? ¡Es que el pequeño niño, el segundo Adam, va a perecer, y que ya el profeta lo anuncia con palabras misteriosas!
El retorno de las diez tribus no tomará lugar sino “después de la gloria”; el retorno nacional de Judá tendrá lugar antes, en la incredulidad, cuando los “navíos rápidos” volverán a traer este pueblo a Palestina, pero “Aun cuando el número de los hijos de Israel fuere como las arenas del mar, un resto solamente será salvo” (Romanos 9:27). Dios solo reconocerá como pueblo Suyo a aquellos que habrá sellado, al frente Judá, la tribu del gran Rey, en la retaguardia, la tribu del Hijo de Su derecha (Apocalipsis 7:5-8).
Oseas 12
Amenazas y promesas
El capítulo 11 tenía como tema principal la misericordia hacia las diez tribus y la introducción del nuevo Israel; el capítulo 12 trata eventualmente a Judá y habla del levantamiento otra vez, en los últimos días, del conjunto del pueblo. El profeta empieza a destacar la condición de Efraim y la de Judá en el momento mismo cuando emita su profecía. “Me rodeó Efraín de mentira, y la casa de Israel de engaño. Judá aún gobierna con Dios, y es fiel con los santos” (capítulo 11:12, versión Reina-Valera 1960). Esta frase es importante para la inteligencia de toda la profecía de Oseas. A menudo ha sido traducido así: “Judá también es aún inconstante con su Dios, y con el Santísimo”. Asunto es, no de gramática, sino de inteligencia espiritual y, por parte nuestra, estamos persuadidos que la Versión Moderna quitaría de este capítulo su verdadero carácter. El pensamiento de que Judá “anda todavía con Dios” corresponde de manera sorprendente a lo que se nos dice en 2 Crónicas 12:12 y 19:3. Mientras que Efraim, que había sembrado el viento (8:7), se saciaba de ello, albergaba vanas esperanzas, y obraba con engaño, buscando conciliarse con sus dos enemigos irreconciliables, el Asirio y el Egipcio (versículo 1), Judá andaba todavía con su Dios. ¿Cuánto tiempo duró eso? Un poco más de un siglo, hasta el cautiverio de Babilonia, pero Dios todavía hacía tregua con el juicio en los días de Oseas. Todavía había verdaderos santos y el temor de Dios en medio del ocaso harto manifiesto de Judá. Los ojos de Dios descansaban complacidos sobre un Ocías, sobre un Jotán, sobre un Ezequías y, más tarde, sobre Josías, cuyo reino floreció después del traslado de las diez tribus. Pero Judá, ¿iba a persistir? ¿Qué era, aun bajo esos reinados bendecidos, el conjunto del pueblo? El profeta, como también la historia, nos lo enseñan. “Jehová”, se nos dice, “también tiene contienda con Judá, y castigará a Jacob conforme a sus caminos, según sus malas obras les recompensará” (versículo 2).
Pero Jacob, ¿volverá a Dios? Por cierto, pues que si desde el comienzo, por astucia, suplantó a su hermano, llegará el momento cuando se encontrará con Dios y tendrá que luchar con Él. “En el seno materno cogió por el calcañar a su hermano, en su madurez luchó con Dios; sí, luchó con el Ángel, y prevaleció; lloró, y le hizo suplicación” (versículos 3-4). Luchó con Dios con fuerza propia; entonces el ángel tocó la coyuntura de su muslo y tuvo que hacer la experiencia de su debilidad. Sin embargo prevaleció. ¿Cuál pues es el medio para prevalecer en la lucha con Dios? Aquí está: lloró y suplicó. Es preciso que Jacob sea vencedor para poder heredar bendición, y el medio para vencer y para obtenerla, es el arrepentimiento y la oración. Sin embargo, aunque pudo decir: “fue librada mi alma” (Génesis 32:30), Jacob no había recobrado la comunión con Dios. El ángel rehúsa decirle su nombre y el patriarca encuentra a Dios tan sólo en Bet-El: “En Bet-El lo halló” (versículo 4). Una primera vez, al huir de la casa paterna, había encontrado a Jehová en Bet-El, pero en un sueño (Génesis 28:13-22). Una segunda vez, en Peni-El (Génesis 32:24-32), lo encuentra “cara a cara”, pero sin que el ángel le declare su nombre. Una tercera vez, por fin, en Bet-El, lo encuentra realmente, después de ser purificado y de haber enterrado sus ídolos (Génesis 35:11). “Allí hablaba éste con nosotros” (versículo 4). Cuando vuelve a encontrar la presencia de Jehová en Su casa de Bet-El, Jacob entra en comunión con Él, oye, comprende y disfruta de Su Palabra. “Y Jehová de los ejércitos, Jehová, es su memorial” (versículo 5). Su memorial es Su mismo nombre de Jehová, tal como lo reveló a Israel (Éxodo 3:15). Anteriormente (Éxodo 6:3), se había revelado como el Todopoderoso a Abraham, a Isaac y a Jacob, pero cuando se revela a Israel por boca de Moisés, Su nombre Jehová es “su nombre eternamente, y es ese su memorial de siglo en siglo”. Ahora bien, para volver a encontrar esta bendita relación con Dios, es preciso que Israel se convierta, como el patriarca: “¡Por tanto tú, oh Israel, vuélvete a tu Dios!, observa la misericordia y la justicia, y guarda a tu Dios de continuo” (versículo 6).
En resumen, el alcance de todo este pasaje, en apariencia tan enigmático, es este: Israel no puede volver a encontrar sus relaciones con su Dios y la comunión con Él, si no es en el sentimiento de su propia impotencia, por humillación y arrepentimiento, al abandonar sus ídolos para buscar la cara de su Dios. Es por una verdadera conversión que será capaz de “guardar la piedad”, de conservar estas felices relaciones con Dios, “el juicio”, el discernimiento necesario para separarse del mal, en fin “la espera continua de su Dios”, es decir la dependencia.
(Versículos 7-14).— Después de haber tratado del retorno, de la humillación, del arrepentimiento de Judá, y de todo el pueblo, el profeta vuelve a Efraim y ya no lo quita hasta el fin de su profecía. En el mismo estilo abrupto y sin transiciones, como siempre, expresa el pensamiento de Dios con respecto a las diez tribus: “en su mano están las balanzas de engaño; le gusta defraudar” (versículo 7). Pero esta acusación no alcanza la conciencia de Efraim: dice: “¡Lo cierto es que me he enriquecido; he hallado para mí caudales! ¡En todas mis faenas no se hallará en mí iniquidad que sea pecado! ¡Qué satisfacción de sí mismo y de su trabajo! ¡Qué ignorancia de su propio corazón! Involuntariamente se piensa uno en Laodicea, que dice las mismas palabras en vísperas de ser vomitado de la boca del Señor: “Por cuanto tú dices: ¡Rico soy y me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada! y no sabes que tú eres un desdichado, y miserable, y pobre, y ciego y desnudo” (Apocalipsis 3:17). Así que el fin de la cristiandad será caracterizado por la misma ceguera que la de Israel. Basta a Efraim que una encuesta humana no haya encontrado en él actos reprensibles que le haga caer bajo la sentencia de la ley. Sin hablar de los ídolos de quienes, cosa estupefactiva, ignora aquí la existencia. Pero el mundo de hoy, ¿acaso conoce sus ídolos? Ahora, como entonces, el pensamiento de un Dios que sondea al hombre y lo conoce, se desconoce por completo. Y, en cuanto a Israel, el fraude acostumbrado de Jacob sigue caracterizándole.
¡En la presencia de semejante endurecimiento de conciencia, Jehová va, sin duda, a volver definidamente la espalda a este triste pueblo! Es porque uno lo espera como inevitable que se queda uno confundido al oír a Jehová expresarse así en el versículo 9: “Y sin embargo, yo soy Jehová tu Dios, desde la tierra de Egipto; te haré habitar otra vez en tiendas, como en los días de la fiesta solemne”. ¡Qué gracia inesperada! Para ti, oh miserable Efraim, habrá un reposo glorioso después de la travesía del desierto por el cual te llevaré una vez más. Habrá para ti una fiesta de los tabernáculos que seguirá la cosecha y la vendimia. Si a mí me has olvidado, yo, por lo contrario, no he olvidado que, desde la redención obrada a favor tuyo cuando te hice salir de Egipto, tenía yo el pensamiento de hacerte celebrar este reposo final.
Inmediatamente Dios reanuda el curso de los amargos reproches (versículos 11-15). ¿Acaso Efraim jamás había escuchado a Aquel que le hablaba por la inspiración de los profetas, por sus visiones y sus similitudes? No, había ofrecido sacrificios que Dios no podía aceptar, ¡por eso también sus altares serían como montones de piedras en los surcos de los campos! Ya el juicio había caído sobre Galaad, las dos tribus y media más allá del Jordán (2 Reyes 15:29; 1 Crónicas 5:26), pero ¿cómo sería cuando cayera sobre Efraim? (versículo 11). ¡Ojalá que Efraim meditara en la historia de Jacob, la historia de Israel! ¿No es visión y símil que se dirige a ti? ¿No tuvo Jacob que huir en la llanura de Siria, porque había sobornado a su hermano? ¿No se había guardado a Jacob en esclavitud, y esta esclavitud no se ha prolongado hasta su unión con la mujer que amaba? Sin embargo Israel fue librado de su largo cautiverio: “También por un solo profeta (Moisés) Jehová sacó a Israel de Egipto”; por ese mismo profeta “fue guardado del mal” hasta el fin de los días del desierto. Lo mismo le acontecerá a Israel: La Palabra de Dios (el espíritu de profecía, el testimonio de Jesús; Apocalipsis 19:10; 22:7), palabra que despreciaron cuando el Señor multiplicaba para ellos sus profetas, esta palabra les volverá a traer en el fin. Mas, en cuanto a Efraim (versículo 16), de momento la ira de Dios permanece sobre él.
Es así como se entremezclan las amenazas, las súplicas, los juicios, las esperanzas y las promesas, en esta maravillosa profecía. ¡Ah! ¡si hoy la cristiandad quisiera oír! Su suerte será mucho más terrible que la de Israel, pues que Israel será restaurado, y la cristiandad, llegará a ser la gran Babilonia, ¡será destruida para siempre!
Oseas 13
Últimos brillos, alba de la liberación
En el capítulo 13, la tempestad levantada contra Efraim infiel vuelve a hacer oír su gran voz. Un último torbellino de ira parece romperlo todo a su paso. Luego se hace un gran silencio, el silencio de la muerte. Entonces en el seno de la misma muerte se alza una voz libertadora (versículo 14). Otra última ráfaga de viento del Oriente, un estruendo de terror y carnicería. La destrucción de Efraim es consumada (versículos 15-16). Entonces por fin suena la hora del avivamiento bajo el reino glorioso del Mesías (capítulo 14).
(Versículo 1).— “Cuando Efraim hablaba, todos temblaban; tanto fue ensalzado en Israel; pero ofendió en cuanto a Baal, y murió”.
El profeta sigue exponiendo la condición de Efraim. Esta tribu tenía autoridad venida de Dios, un lugar de eminencia en Israel. Todo lo había perdido por la idolatría de Baal y por los becerros de Bet-El. ¿Cuál sería su suerte? ¿Qué quedaría de él? “Serán como la nube de la mañana, y como el rocío de la madrugada, que luego desaparece; como el tamo que el torbellino arrebata de la era, y como el humo que sale de la chimenea” (versículo 3). Buscad a Efraim; ¿dónde lo podréis encontrar? Tanto valdría intentar a recuperar la nube, el rocío y el humo. ¡Es el caso de las diez tribus hasta este día!
En el versículo 4, Jehová vuelve a los testimonios pasados de Su gracia (fíjese cuántas veces, desde que “de Egipto llamó a su hijo” al capítulo 11:1); vuelve, digo, a lo que fue para Israel desde el país de Egipto. “Mas yo soy Jehová tu Dios, desde la tierra de Egipto, y tú no conocerás a otro Dios fuera de mí; pues que no hay ningún salvador sino yo. Fui yo quien te conocí en el desierto, aquella tierra de sequías” (versículos 4-5). ¡Ah!, ¡cuán lejanos quedaban los días cuando la esposa seguía a su esposo en el desierto, cuando el Pastor de Israel alimentaba y daba de beber a sus ovejas, de suerte que cada uno pudiese decir: “nada me faltará”! Pero Efraim se había levantado, de modo que Jehová había tenido que rugir contra él cual león devorador, en vez de rugir a su favor (véase 11:10), como lo hará al fin. ¡Suerte terrible! Efraim iba a ser atacado, devorado por todas las fieras, imágenes de las naciones hostiles y sin piedad que subieron al asalto de este pueblo. “Yo pues seré para ellos como león rugiente; cual leopardo asecharé junto al camino; los encontraré como osa a quien le han robado los cachorros, y desgarraré la tela de su corazón: los devoraré allí como león; las fieras del campo los destrozarán” (versículos 7-8).
¡Qué locura el ser enemigo de Dios, del único que puede ayudarnos! ¿No es ésta la condición de los hombres de hoy, como también la de los hombres de aquel entonces? Uno prefiere ser saciado con los bienes de este mundo, como está dicho aquí (versículo 6), más bien que devolverse hacia el Salvador. Mas en vano uno busca a crearse la ilusión; si uno por Él no es, contra Él ha de ser. Si uno es a favor del mundo y las cosas en el mundo, enemigo es de Dios. ¿No es ésta la ilusión mortal del creyente profesante, la de pensar poder al mismo tiempo ser amigo del mundo y de Dios? ¡Ojalá tengan cuidado las almas de eso, para que no encuentren a Dios, cual león en su camino! Otro Salvador fuera de Él, no lo hay, e Israel ¡había estado “contra él; contra su mismo auxilio!” (versículo 9). Y cuando en fin, el juicio se había aproximado, había buscado la salvación apoyándose en el brazo de la carne. “¿Dónde pues está tu rey, para que te salve en todas tus ciudades? tus jueces también, de quienes dijiste: Dame un rey y príncipes”. Jehová recuerda a las diez tribus lo que habían sido los reyes y los príncipes que ellos habían pedido, pues que aquí no se trata de Saúl, como yo lo creía antes, aun menos de David y de Salomón, ni siquiera de Jeroboam I, suscitado por Dios en juicio contra Judá. “¡Os doy reyes en mi ira”, dice Dios a Efraim, “y los quito en mi indignación!”. Toda la profecía de Oseas traslada el pensamiento hacia Jehú, ejecutor de la ira de Dios contra la casa de Acab, y hacia su último sucesor, Zacarías, que pereció de muerte violenta después de seis meses reinando. Como lo vimos en el primer capítulo, Dios no toma en cuenta a los sucesores de Zacarías y, sin embargo, esta palabra: “y los quito en mi indignación” se aplica a la casi totalidad de entre ellos, pues que hasta el último, Oseas, mueren de muerte violenta.
(Versículos 12-13).— “La iniquidad de Efraim está atada en un lío, su pecado está guardado en depósito. Dolores, como de la que da a luz, vendrán sobre él; es un hijo no sabio; porque ya ha tiempo que no debiera detenerse al punto mismo de nacer”. Cuando el Asirio se presentó ante Jerusalem, el piadoso Ezequías había recurrido al profeta Isaías, al decirle: “Día de angustia y de reconvención y de ultraje es este día; porque los hijos han llegado al punto de nacer, mas la que pare no tiene fuerzas ... Eleva pues la oración a favor del resto que aun nos queda” (Isaías 37:3-4), y Dios había contestado al rey de Judá —mientras que el pecado de Efraim se mantenía en reserva.
Pero he aquí que, a pesar de todo lo que Jehová iba a hacer contra Efraim, anuncia, sin transición alguna como siempre: “¡Del poder del sepulcro yo los rescataré, de la muerte los redimiré! ¿dónde están tus plagas, oh muerte? ¿dónde está tu destrucción, oh sepulcro? Cambio de propósito será escondido de mi vista” (versículo 14). Sí, aunque Efraim no se arrepintió, el Señor quería cumplir hacia él Su obra de liberación. Nueva alusión a la obra libertadora de Cristo, como ya lo vimos en el capítulo 6:2. Esta obra, Dios la cumplirá para la liberación terrenal de Israel, en virtud de la muerte y de la resurrección del Salvador. Entonces tomará lugar lo que se anuncia en Isaías 25:8: “¡tragado ha la muerte para siempre ... y quitará el oprobio de su pueblo de sobre la tierra!”.
Pero esta obra, cumplida para la liberación terrenal de Israel, lo será para nosotros, cristianos, en una escala bastante más amplia. La resurrección de Cristo es el preludio de la resurrección de los santos dormidos y de la transmutación de los santos vivientes. Esta liberación de los santos y de la Iglesia tiene a la vista el cielo, y no la tierra. Entonces también se cumplirá para nosotros, de manera absoluta y definitiva, esta maravillosa promesa: “La muerte será tragada en victoria”. Lo será hasta siempre jamás, antes de ser abolida para todo tiempo. Hasta este momento la muerte tiene sobre los rescatados una victoria aparente, ya que, en cuanto a su cuerpo, pueden morir y ser tendidos en la tumba. Un solo hombre, Cristo, está hoy para siempre fuera de su poder, pues que lo venció por Su resurrección. Y ya tenemos la victoria por nuestro Señor Jesucristo. Nos ha sido dada y nos pertenece, habiendo sido dada al segundo Adam, jefe de la familia de Dios, y como consecuencia a todos los que forman parte de esta familia (1 Corintios 15:54-57). En este pasaje es asimilada a un escorpión cuyo aguijón, el pecado, introduce su principio destructor en el hombre. El poder del aguijón, del pecado, es la ley, su veneno, que hace de la muerte un tormento para el hombre, al mostrarle la muerte que merece y la imposibilidad de escapar a ella. Esta liberación de la muerte y todo lo que la acompaña, lo poseemos en Cristo.
De manera que la liberación futura de Israel tiene, como la nuestra, un mismo origen, un Cristo resucitado. Introducirá a este pueblo en una tierra purificada del pecado; pero nosotros, cristianos, en el cielo, librados para siempre de la presencia del pecado y de la muerte.
En los versículos 15-16, el profeta vuelve al juicio presente de Efraim. Es el último estampido del trueno. Judá, que no se menciona aquí, sufrirá la misma suerte por la mano de Babilonia, que Efraim por la mano del Asirio. Pero el enemigo que, en su odio atroz, hizo caer los hombres por la espada, aplastó los niñitos, rajó el vientre de las mujeres preñadas, encontrará su retribución después de haber sido la vara de Dios contra Israel, y contra Judá. Se puede aproximar este pasaje a la palabra profética sobre Edom, puesta en la boca del Residuo de Judá que suspendió sus harpas en los sauces de Babilonia: “¡Oh hija de Babilonia, que has de ser desolada, dichoso aquel que te diere el pago de lo que hiciste con nosotros! ¡Dichoso aquel que cogiere y estrellare tus niñitos contra la peña!” (Salmo 137:8-9).
Oseas 14
Arrepentimiento y restauración de Israel
En este capítulo asistimos al feliz desenlace de todos los caminos de Dios hacia Su pueblo. El torrente de reproches ya se ha secado, la voz de los juicios se ha callado; la llamada al arrepentimiento por fin encuentra eco en el corazón de Israel. En el día cuando el profeta los exhortaba al arrepentimiento y a la conversión y les anunciaba las bendiciones que serían el resultado de ello (6:1-3), no le habían hecho caso. Ahora que el apuro ha llegado a su colmo (véase 5:15), su oído por fin se había abierto para escuchar la voz de Jehová: “¡Vuelve, oh Israel, a Jehová tu Dios, porque has caído por tu iniquidad! ¡Tomad con Vosotros palabras, y volveos a Jehová! decidle: ¡Quita toda nuestra iniquidad, y acéptanos bondadosamente; así te tributaremos los sacrificios de nuestros labios!” (versículos 1-2).
Israel vuelve; trae palabras de las cuales tan a menudo encontramos expresión en los Salmos (Salmo 103:2; 130:3; 51:1-17; 69:30, etc.), y que ahora salen de bocas sin fraude. El perdón completo, el perdón de toda iniquidad, he allí lo que pide el corazón convencido de pecado y atraído por la gracia. Dios puede “aceptar lo que es bueno”, lo que es según Él y según Sus pensamientos, el arrepentimiento de un pueblo que viene a Él confesando sus pecados. De ese modo el Señor se asociaba con “los excelentes de la tierra” que venían al bautismo de arrepentimiento. Mas al recibirles así, Dios aceptaba lo que era bueno, un estado en el cual el pecado no entraba ya para nada, fruto de la obra expiatoria de Cristo, cumplida en la cruz, y que Dios acepta como justificándonos plenamente. Si es así, se puede entonar la alabanza. Ya no se trata para Israel, de la sangre de toros y machos cabríos, que no puede quitar su pecado, ni hacerlo acepto para Dios, sino “sacrificios (o toros) de sus labios”. El fruto de labios que bendicen Su nombre, el sacrificio de alabanzas, es la única ofrenda que presentarle en adelante, pues que el sacrificio expiatorio ha sido ofrecido una vez, y ha satisfecho para siempre las exigencias de la santidad divina.
“Asiria no nos ha de salvar; ya no montaremos en caballos”. Israel ya no busca la protección de un mundo enemigo, y no confía en la energía de la naturaleza para escapar al mal o hacerle frente. “No diremos más a las hechuras de nuestras mismas manos: dioses nuestros sois: porque en ti halla misericordia el huérfano” (versículo 3). ¿Cómo los becerros de Bet-El habían de ser todavía los ídolos del corazón? Desprovisto de todo apoyo, de todo socorro humano, este pueblo afligido, sin ningún lazo que le ataba a Dios, este huérfano, este Lo-ammí y este Lo-ruhama, lo ha encontrado a Él, y los tesoros de Su corazón para seres desprovistos de todo, un Padre en vez de un juez, la misericordia en vez del juicio. Este último habiendo ya pasado, el amor sólo subsiste.
Todo este pasaje bien es la obra de gracia en el corazón, la historia de toda alma de hombre, de todo pecador que vuelve a Dios por medio del arrepentimiento, sea en el día actual, en los tiempos de antaño o en una época por venir.
Sin tardar (versículos 4-7), Dios muestra lo que será para ellos cuando hayan tomado consigo palabras para volver a Él: “Yo sanaré sus apostasías; los amaré de pura gracia: porque mi ira se ha apartado ya de ellos. Yo seré como el rocío a Israel; echará flores como el lirio, y ahondará sus raíces como cedro del Líbano” (versículos 4-5). Dios quitará todas las consecuencias de su abandono de Él y reemplazará su miseria por las bendiciones de una vida nueva. Podrá “amarlos libremente”. Este amor siempre había existido en Su corazón, pues que es la esencia misma de Dios, pero se había dificultado en sus manifestaciones por su infidelidad, su dureza de corazón, y los juicios terribles que se había visto obligado a infligirles. Dios será para Israel como un refrigerio celestial cuya fuente será la persona bendita de Cristo. Su pueblo florecerá como el lirio, emblema de gracia, de belleza, aderezo glorioso de la tierra. “Ahondará sus raíces como cedro del Líbano”.
Fíjese en el papel del Líbano en toda esta escena. Es símbolo de la estabilidad del reino de Cristo. Como los cedros majestuosos que cubren esta montaña, así Israel extenderá sus raíces para nunca jamás ser abatido; así es que sus retoños se extenderán y su posteridad ocupará la tierra. Pero su perfume será también, como el Líbano, perfectamente agradable al Rey, su Bien Amado (Cantares 4:10-11). Por fin su fama será como el vino del Líbano, fuente de gozo para el mundo entero, de gozo establecido en un reino consolidado para siempre jamás (versículos 5-7). Todavía en esta escena nueva, “su hermosura también será como la del olivo”. Nuevamente injerto en su propio tronco, Israel parecerá en la belleza primera de su realeza y de su sacerdocio (Zacarías 4:3; Apocalipsis 11:4); símbolo de paz para la tierra renovada como antiguamente la hoja traída por la paloma de Noé, después del diluvio (Génesis 8:11). Por tanto “Volverán del cautiverio los que se sentaban bajo su sombra” (versículo 7), para buscar en Su presencia una protección ofrecida a todos. “Serán revivificados como el trigo, y florecerán como la vid”. Habrá abundancia de fruta (véase 2:22), y un nuevo florecimiento de la vid del Mesías desprendiendo el perfume de la renovación.
Tales serán las bendiciones milenarias que traerá el arrepentimiento de Israel.
El versículo 8 nos hace asistir a un delicioso cambio de pensamientos entre Jehová y Efraim, género de conversación a menudo presentado en ciertos Salmos, que he llamado en otra parte, los Salmos de comunión, y que muestran un acuerdo perfecto entre los interlocutores.
“Efraim dirá: ¿Qué tengo yo ya que ver con los ídolos?”. Israel ha encontrado el Cristo, su Salvador y su Rey; los falsos dioses ya no desempeñan ningún papel en su corazón, ni en su vida. Siempre es así cuando el alma ha encontrado un objeto que se ha posesionado de ella y al cual se atribuye más valor que a las miserables vanidades de este mundo.
“Yo le he respondido”, dice el Señor, “y le observaré”. Él será el Dios con quien Efraim tendrá que ver, su verdadero Dios. Responderá, dice, a todas sus demandas: lo iluminaré con la mirada de Mi faz, según su deseo: “¡Alza tú sobre nosotros la luz de tu rostro, oh Jehová!” (Salmo 4:6).
Bajo esa mirada, Efraim dirá: “le seré como el verde ciprés”. El ciprés, cuyo follaje no se marchita, crece en el Líbano con el cedro, y hace, con éste, el adorno del templo de Jehová (1 Reyes 5:8,10; 6:15; 2 Crónicas 2:8). Estabilidad, testimonio sin interrumpir, santidad, aderezo incorruptible del santuario, proximidad de Jehová; ¡cuántos pensamientos benditos evocan este solo nombre!
Y el Mesías contesta: “Procedente de mí es hallado tu fruto”. ¡Suave, indecible palabra final! ¡Cuánto conviene a Su propio corazón y al de Israel restaurado! Cristo quiere tener la última palabra, se regocija al ver en Su pueblo el fruto de Su gracia. “Verá el fruto del trabajo de su alma, y quedará satisfecho” (Isaías 53:11). Toda esta bendición no tiene otro origen. ¡Nada viene del hombre, todo proviene de Dios! ¡Ah! cómo el corazón de Sus bienamados podrá responder en una adoración muda: “¡Todas mis fuentes están en ti!” (Salmo 87:7).
El versículo 9 cierra y resume la profecía de Oseas. “¿Quién es el sabio que entenderá estas cosas, el prudente que las conocerá? porque rectos son los caminos de Jehová, y los justos andarán en ellos; mas los transgresores, en ellos caerán”. ¿No es ésta la conclusión del libro? Hace falta, para entenderlo, una sabiduría y una inteligencia dadas desde arriba, pero que Dios no niega a los Suyos, mientras que los sabios de este mundo tachan precisamente a este profeta de incomprensible y de insensato. Sin embargo el resumen de ello es lo más sencillo, lo más elemental como puede ser posible. Son los caminos de Dios. Son derechos, son el camino del justo y su salvaguarda. Son la pérdida y la ruina de los transgresores, de los que rehúsan someterse a la voluntad de Dios.
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Tal es este libro maravilloso. En su fogosidad, ataca inopinadamente a las almas para producir efecto en ellas y convencerlas. Si se desborda en torbellino de aguas para manifestar el mal, es para alcanzar las conciencias, un amplio soplo de amor pasa a través de estas estrofas indignadas. La revelación de la persona, de la obra de Cristo fluye en ello, cual río apacible y subterráneo, que tiende hacia la misma meta que las aguas tumultuosas de la superficie. Es en ese río donde Dios hace remojar las raíces de las bendiciones futuras, mas el desprecio de esta agua viva hace que la sentencia del Juez sea irremisible.
Es imposible, como lo hemos dicho al empezar, estudiar Oseas sin parafrasearlo, tanto los pensamientos aparecen allí ser distantes y como extraños los unos de los otros; pero el Espíritu Santo nos levanta el velo que cubre los enlaces, y los descubrimientos que hacemos bajo su dirección aumentan todavía más el interés de esos admirables capítulos. Sin duda no tienen, para expresarnos así, la corriente vasta y majestuosa que caracteriza a Isaías más que a cualquier otro profeta, aunque tanto el uno como el otro tienen a la vista al Asirio; el tema, como lo hemos visto, es aquí más restringido. Las naciones que Oseas pone en relieve son únicamente Egipto y Asiria; el pueblo mucho más a menudo tiene el carácter de Efraim que el de Judá. Es que la hora de la retribución ha sonado para las diez tribus, y más de un siglo esperará todavía el toque de agonía que anuncie el fin de la casa de David. Después de las violencias del temporal, entremezclado aquí y allí con algunos rayos de sol, el ojo termina por descansar sobre la escena apacible en la cual el pueblo restaurado por gracia habrá encontrado la comunión con su Dios, bajo el cetro del Mesías.